3.
Era sábado y como era costumbre esperaron que llegaran todos para ingresar juntos al café. Mientras llegaban las tazas y las medialunas, Manuel sacó un mazo de cartas de su mochila. Supergirls. La suerte dependía de la cantidad de superheroínas o supervillanas que tocaban. Todas las cartas tenían especificaciones físicas como altura, peso, fuerza, velocidad, pero la información más decisiva era el número de peleas ganadas. Si juntabas más chicas malas que buenas perdías. Silvina sugirió que prefería tirar las del Tarot.
Cuando se veían en persona, a diferencia de cuando chateaban, nunca hablaban del tema de que eran personas sordas, de que Silvina escuchaba menos que Ersatz, por eso gritaba un poco cuando hablaba y por eso su voz sonaba un poco desafinada, como si le tiraran de las cuerdas vocales y se cansaba rápido al escuchar, y de que Manuel tenía un resto de audición parecido al de Ersatz. Pero solían repetir estos datos en las conversaciones en línea como para no olvidar quienes eran.
En las mesas compartidas ya daban por sabido que los tres tenían sordera de moderada a severa, poslocutiva, no dominaban el lenguaje de señas ni lo habían aprendido, salvo Silvina que sabía, pero poco, y por sobretodo se arreglaban leyendo los labios y con los audífonos que usaban, marca Widex. Debían cuidarlos al extremo porque la Widex a la que iban a repararlos y calibrarlos en la calle Tucumán, como otras sedes de empresas, se había mudado al norte de la región.
Terminaron la partida de cartas de Supergirls. Como si tuviera que recuperar la madurez de golpe, Silvina, que había ganado, confesó, luego de clavar la mirada en una mujer que soplaba el chocolate caliente de su hijo antes de entregárselo, que su madre nunca habría hecho lo mismo. En cambio, tras una discusión, a los dieciséis años le había arrojado café caliente, casi hirviendo, para echarla de la casa.
Por eso se había preocupado toda la vida por la salud mental de las personas y como sabía que la psicología era un camino engañoso, porque su madre pertenecía al rubro, se había acercado a la meditación y al profesorado de yoga.
En ese momento, no tenía muchos alumnos y se la pasaba meditando sola en su departamento.
Manuel había vivido una relación enfermiza en su adolescencia con un cocinero que lo maltrataba, un empleado del delivery de pizzas de su padre. Luego había hecho un curso de vigilante de seguridad. No era un trabajo muy grato para él. En el mini mercado le preguntaban por qué vivía solo, por qué nunca lo esperaba una chica a la salida y como, en realidad, ya sabían la razón, los compañeros solían almorzar lejos de él.
Mientras se contaban los pesares los tres amigos lanzaban, cada uno a su turno, miradas lastimeras a las personas calladas de los grupos de otras mesas.
A Ersatz la soledad le hacía mal. No estaba seguro de que dejar ese trabajo vacío lo hubiera llenado. Confesó que en la oscuridad de su departamento algunas imágenes habían vuelto. Sufrió, o sufría, de estrés postraumático porque también había vivido algo terrible que nunca había contado.
En la época de la secundaria, un compañero, Ramoncito, se había levantado en la mitad de una clase para borrar de la tierra con una pistola a tres de sus amigos y a una monja. En el momento de disparar, Ramoncito había declarado a viva voz: No soy Pantriste. Lo había mirado a los ojos, Ramoncito, antes de quitarse la vida.
Estaban tan acostumbrados a que tomaran a la ligera temas que eran importantes para ellos, como el oír menos y el sentirse diferentes, que luego de las confesiones pasaron a otro tema como solían hacer las personas sin ninguna discapacidad que conocían cuando ellos exponían la condición que los unía.
Manuel, avergonzado, tiró el mazo de cartas en la boca abierta de su mochila. Ersatz comentó algo sobre una película y Silvina irguió la espalda en la silla, juntó las palmas en el aire y se estiró hacia atrás como si quisiera alejarse de la atmósfera que el grupo había creado.
Fue un segundo en el que las tres miradas se encontraron, justo cuando el brillo de cada una bajaba de intensidad. Luego aceitaron los engranajes por un momento trabados de la mecánica habitual de sus conversaciones en persona.
Silvina, que era delgada, castaña, pelo largo, rizado, solía animar a Ersatz a que hablara de sus relaciones amorosas. Ersatz no tenía nada que contar. No quería saber nada de eso. Y ella tampoco. Manuel era atlético, canoso, de la misma altura que Ersatz y tampoco estaba interesado en el sexo ni en las relaciones amorosas.
Sin embargo, entre ellos hacían bromas al respecto y se animaban unos a otros a cruzar la línea.
Silvina decía que Ersatz parecía un chico de veinte años, a pesar de que como ella y Manuel había traspasado los cuarenta, y que su mandíbula cuadrada y sus ojos azules derretirían a unas cuantas y Ersatz decía que los rulos y la elasticidad del cuerpo de Silvina atraerían a cualquier hombre. En cuanto a Manuel, convenían que podía elegir al hombre que quisiera por sus músculos y su bondad y los dos lo animaban a que tratara de conquistar a un compañero de trabajo.
Entonces, las razones de honrar la castidad variaban según el día. En ese, Ersatz ponderó el valor de no haber tenido descendencia en un mundo tan cambiante, Manuel agradeció el estar alejado de los vaivenes emocionales producidos por las relaciones amorosas y tener la libertad de irse al gimnasio cuando tuviera ganas, y Silvina, de paso, agregó que ella alababa la fuerza física y la concentración que la abstinencia sexual generaba.
En realidad, tenían ganas de que alguno de los tres ampliara, de la manera que fuera, el grupo. Nunca habían sabido lo que era formar parte de una comunidad. Pero a los tres les costaba abrirse, acercarse a otras personas.
Silvina se frustraba fácilmente, Manuel era vulnerable a las críticas, decía que, por la sordera parcial, su subjetividad no se había formado del todo. El punto débil de Ersatz era que no toleraba muy bien las tensiones.
Estaban ofuscados y molestos con las cartas que les había tocado en la vida. Al final de la misma cháchara de siempre, que los alejó de lo que habían confesado antes, Silvina propuso que hicieran un viaje juntos.
Manuel y Ersatz dejaron en claro que no querían saber nada del norte de Argentina, nada de RUNSA. La República Unida de Naciones de Suramérica, agregó Ersatz, estaba comandada por un gobierno que manejaba computadoras en el Amazonas y no Ysa, esa mujer que decían que había salido de un pueblo perdido en lo profundo en la selva.
Silvina rogó que no le tocaran a Ysa, aunque tenía sus dudas de que fuera realmente una sacerdotisa de un pueblo perdido del Amazonas y lo que parecía era que había bajado por la escalerilla del avión de una superpotencia mundial. Manuel pensaba que Ysa era hermosa y un símbolo intocable de la unión entre los pueblos, pero opinaba como Ersatz que en realidad era un títere de Norteamérica o de China, desde donde manejaban RUNSA, RUNCA, las Repúblicas Unidas de Centroamérica y todas las demás repúblicas unidas del mundo.
Entonces, la mujer que había soplado la bebida del niño elevó el dedo índice en señal de que se detuvieran.
En el televisor Ysa daba un discurso desde lo alto de una pirámide en ruinas. La mujer en la pantalla, con ojos achinados, nariz recta y pómulos tirantes, casi brillantes, resplandecía de belleza, irradiaba paz. Hablaba en el español neutro que siempre decía que le había costado aprender.
Ellos no entendían nada. Los subtítulos no aparecieron. Buscaron en los costados de la pantalla gigante a la intérprete de señas que, aunque no les serviría, tampoco estaba.
La multitud rodeaba a Ysa desde los escalones más cercanos de la pirámide, descendía y crecía hasta perderse en el llano.
—¿Dónde están los árboles? —murmuró Ersatz.
Silvina movió la cabeza. No convenía que los escucharan los de las otras mesas.
El sonido de los vítores, incluso de los cercanos, los que no provenían del televisor, disminuyó para ellos porque bajaron el volumen de las prótesis auditivas. Tanto ruido era molesto.
—Entendieron mal, nunca pensaría ir al norte —susurró Silvina remarcando las vocales con los labios para que pudieran entenderla. Se inclinó, sin dejar de mostrarles su rostro de frente—: Estoy investigando sobre las comunidades de sordos.
A Manuel y a Ersatz les cambió la cara. No sabían que existían esas comunidades.
Silvina les dejó en claro que ellos no sabían nada de cultura sorda. Las comunidades de sordos eran fundadas para mejorar la accesibilidad y para que las personas sordas vivieran como… sordas, no como querían los oyentes. En el mundo había varias, como la antigua de Martha´s Vineyard, la de Bengkala o la más reciente de Laurent City.
—Pero si no sabemos lenguaje de señas —les recordó Manuel.
—Yo, ni un poco —dijo Ersatz.
—En una comunidad así van a aprender —dijo Silvina.
—¿Y de qué vas a vivir ahí? Yo no puedo… —dijo Manuel.
—¿Dejar el gimnasio? —interrumpió Silvina.
Manuel clavó la mirada en la pantalla y trató de escuchar lo que decía Ysa. No había manera. Ersatz que estaba tratando de lograr lo mismo con el mismo resultado, dejó de mirar la pantalla y miró a Silvina levantando el mentón:
—Nunca pagué un gimnasio… Lo demás… —hizo repicar las uñas en la madera de la mesa—. Ya saben. Disponible.
Silvina, pensativa, le sostuvo la mirada.
por Adrián Gastón Fares.
Serenade/Seré Nada. Copyright Adrián Gastón Fares. Todos los derechos reservados.
Resumen del capítulo 3 de Serenade:
Manuel, Ersatz y Silvina se reúnen en un café, donde no entienden nada del discurso de Ysa en el televisor. Cada uno revela los hechos que los torturaron en la vida y sus debilidades. Ersatz confiesa que sufre de estrés postraumático porque un compañero suyo, en el colegio secundario, víctima de bullying, asesinó en plena clase a otros. Silvina les confiesa que está investigando sobre las comunidades de personas sordas. Les propone un viaje.
Pingback: Seré nada. Novela de terror y misterio. Audiolibro. Links a narración oral capítulo por capítulo. – Sitio Web de Adrián Gastón Fares.