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El recoveco. Cuento.

Iba al fondo, removía la tierra y siempre encontraba frascos de distintos tamaños. Seguía con su trabajo, trasplantaba, regaba y luego se preguntaba qué significarían esos frascos de color ámbar. ¿Habían pertenecido a su abuelo? ¿Eran del hospital en que su antepasado se encargaba del mantenimiento?

Los encontraba en las macetas cuando iba a regar. Sobresalían de la tierra negra. Empezó a extraerlos y juntarlos. Los dejaba en el cuarto de trabajo.

En la mañana los frasquitos brillaban al sol. Un día se acercó y acarició a uno de los frascos para quitarle el polvo.

Al quitar la mirada del ámbar, le llamó la atención que los colores cálidos y cortos, cercanos, del cuarto de trabajo se habían convertido en fríos y largos, lejanos. Estaba en el pasillo de un hospital, tenía varias tareas que cumplir, entre los que ingresaban a la guardia por otro motivo y los covid, el trabajo era continuo. Él también iba a tener que acostumbrarse a llamarlos así porque sus compañeros los llamaban así. Los covid.

Le pareció que no quería estar en ese lugar. ¿Cómo podía hacer para volver a su fondo, a su casa? Había plantas que esperaban que las rociara con agua, flores que estaban por estallar, necesitaba estar en su puesto, en su lugar de cuidador de árboles, cegador de césped, arrancador de matas, en su lugar de jardinero suburbano.

¿Pero cómo iba a hacer? Estaba atrapado en ese pasillo blanco con múltiples habitaciones. Entró en una. Encontró tendido en la cama a un joven de piel oscura y pelo largo negro que murmuraba letanías en un idioma que no podía entender, una lengua aborigen, sin dudas. En la otra cama había un paciente con un aire a Bill Murray. ¡No! Era parecido a Thomas Bernhard, nada que ver con Bill Murray o sí, eran un poco parecidos pero, no: era Thomas Bernhard, no era Bill Murray.

¿Qué hacía Thomas Bernhard sufriendo en un hospital de esa zona del sur de Buenos Aires? Era imposible. Ya había muerto hacía muchos años y había pasado por otro hospital, según le constaba a él, por otras pestes. Había sobrevivido a esas pestes Thomas Bernard en Austria había leído en algún tomo de la autobiografía.

Thomas Bernhard, ¿un covid? ¡No podía ser! No lo iba a permitir. No se quedaría ni un minuto más en un hospital donde hacían pasar a pacientes ilustres de otras épocas como de esta.

Salió al pasillo, las luces blancas y frías que lo alumbraban lastimaban sus ojos. Le llamó la atención una enfermera, morocha, linda, que andaba dando órdenes de un lado para el otro. Se acercó y le habló, pero fue como hablarle al viento. No hubo respuesta. Decidió hacerse cargo él de la orden que le había dado a otra enfermera; tenía que ir a la morgue a despachar unos residuos tóxicos.

La enfermera que recibió la orden lo aventajaba así que corrió hasta alcanzarla, la sobrepasó y bajó por las escaleras. Ahí se dio cuenta de que él no sabía dónde quedaba la morgue. Así que no le quedó otra que esperar que la enfermera lo alcanzara. No había carteles. Descendieron dos pisos por esa escalera en espiral hasta una puerta blanca que sólo tenía un letrero rojo con la letra M.

La enfermera abrió la puerta y él logró meterse, corrió hasta la bolsa negra antes que ella, la tomó, y con cuidado buscó la puerta de salida del hospital.

Estaba en un garaje ante unos contenedores. Abrió la pesada tapa. El hedor era más insoportable porque estaba mezclado con un antiséptico. La bolsa se rajó y cayeron pedazos de gasas ensangrentadas, jeringas y bultos envueltos en oscuros paños. Vio que entre esos desechos había un pequeño frasco, de color ámbar, igual a los que había encontrado en el fondo de su casa. Lo tocó.

Caminó hasta la puerta del garaje, lo abrió y, para su sorpresa, salió al fondo de su casa suburbana. Había una pala cerca y los hoyos que había hecho él reclamaban su atención. Tomó la pala, se acercó y comenzó a cavar. Enseguida vio como brillaban nuevos frascos, cerca de la medianera de los vecinos.

Sabía que esos frascos lo harían viajar sin credencial, viajar gratis, adonde él quisiera y ahora sabía cómo volver; tenía que encontrarlos en el lugar donde fuera que lo llevaban al tocarlos. Por otro lado, pensó en armar una estatua con los frascos.

Ese día construyó en medio de su jardín a una figura que surgía de la tierra como si fuera un ángel amenazador. Ámbar, brillante, la diosa de cabellera de cristal y de ojos de tapita de frasco, que él estaba construyendo necesitaba una sola reverencia para responder a sus pedidos. De ahora en más no sólo podría viajar donde quisiera, también tenía a quien adorar, en quien depositar toda la compasión y el amor que él llevaba dentro.

Hincado ante la diosa que él mismo había construido, en el fondo de ese suburbio de Buenos Aires donde muchos creían en cosas raras, se sintió parte del lugar, obtuvo una conexión que nunca esperó encontrar en esta vida y que era parecida a la que tenía con los objetos cuando era niño.

Ahora era más libre, ahora podría viajar cuando quisiera adonde se le antojara, tan solo tenía que manipular los frascos con cuidado; en vez de dejarse llevar, dirigir su viaje de una manera que lo condujera adonde él quisiera.

Lo verían y reconocerían en otros lugares donde nunca había estado. Su doble completaría todas las tareas que él había comenzado. Estaría en dos lugares a la vez y podría elegir dónde quería estar consciente. Sería dos que luchaban, danzando en un efluvio de acuoso espacio, por convergir en uno, como en el momento en que fue concebido.

Servil a la tradición y sin saberlo, se había convertido en el maestro de los reflejos ocultos. Nunca más sería él. Refractario, tornasolado, ámbar, de pilosidades doradas bajo el sol, sería los y yo también, el yo lo entiendo, el puedes lograrlo, el claro, todo es pasajero, el cállate y descubrirás un mundo.

En el fondo, tomó la mano de vidrio de la diosa. Los frascos lo lastimaron y la sangre manó de su herida. Las gotas oscurecieron la tierra. Resonó un trueno y comenzó a llover. Vio que estos subtítulos se escribían en la pared de ladrillos que tenía enfrente, en letra blanca:

La tradición de maestro de los reflejos ocultos comenzó y terminó en tres segundos en el siglo IV A. C. cuando una mujer con un nombre que no empieza con la letra M, y sí con todas las demás, un hombre, cuyo verdadero nombre no comienza con la O, pero sí con cualquiera de las otras, y una cabra, llamada Odisea, se prosternaron ante un río, a la sombra de tres distantes conos, en tres lugares alejados del mundo, en el mismo instante, y lograron adiestrar a las aguas internas y externas.

Luego se esfumaron los subtítulos. Se separó de la diosa, y se arrodilló a sus pies.

Pronto estuvo otra vez en el hospital. Había recordado en su pedido a la diosa, que había dejado al paciente Thomas Bernhard con el aborigen. Tenía que sacarlo de ahí. Y para quedar bien, también debía salvar al aborigen. Pero primero a Bernhard.

Tomó la camilla de Thomas Bernhard que lo insultó en un idioma que no entendía, debía ser alemán, claro, porque no podía ser otra cosa que alemán lo que hablaba Thomas Bernhard, lo desconectó de los tubos, y lo arrastró hasta el pasillo, donde siguió empujándolo hasta el ascensor. En ese momento las hojas del ascensor se abrieron y apareció la enfermera morocha. ¿Una camilla que anda sola?, habrá pensado y comenzó a empujarla. Él, invisible la empujaba del otro lado. Fue una lucha.

La enfermera salió del ascensor y rodeó la camilla para continuar empujando desde el lugar que él ocupaba. Ahí aprovechó para meter la camilla en el ascensor y tocar todos los botones. La puerta se cerró y se abrió ante la mirada de la asombrada enfermera. Thomas Bernhard, que para la enfermera se había metido con camilla y todo, solo, en el ascensor, seguía maldiciendo en su idioma. Finalmente, la puerta se cerró. No supo qué decir ante un escritor de ese calibre, él era pintor y había escrito cuentos de terror, algunos ambientados en Buenos Aires, pensó explicarle a Bernhard, pero le daba vergüenza, así que esperó en silencio a que el ascensor descendiera hasta la plata baja.

Ni bien las puertas se abrieron, salió disparado hacia la salida, mientras una fila de personas observaba como una camilla rodaba sola con un paciente extranjero. El cristal de la puerta de entrada del hospital se hizo añicos. Ya en la calle, empujó la camilla para que cayera en picada por las escaleras del hospital.

Vio como Thomas Bernhard maldecía las calles de Buenos Aires mientras se alejaba en la camilla, con los pelos canosos al viento, que esta vez sí avanzaba sola, por el impulso que él le había dado. Lo había logrado. Subió los escalones del hospital, se detuvo para festejar como en la famosa escena de Rocky, sudado, con las manos en alto. Recordó que debía volver por el aborigen. ¿Qué clase de maestro de los reflejos ocultos sería si no?

Lo hizo. El aborigen ya no estaba en la habitación. ¿Y ahora?

Había unos frasquitos de color ámbar en la mesa de luz de la habitación del hospital. Se acercó, tomó uno, murmuró su deseo, entre las ululantes sirenas que se metían por la ventana abierta, y lo acarició.

Despertó en una selva. Vagó entre matorrales, apartando lianas. Llegó a un claro donde un grupo de aborígenes cercaban un fuego. Sentados, escuchaban la copiosa historia que manaba de la boca del que él había ido a rescatar del hospital. No podía comprender lo que decía. Miró los árboles y vio que las ramas arremetían unas contra otras y las hojas se doblaban para formar letras en español. Las contempló. Miró a los oyentes del mago aborigen y pudo discernir quién era inocente, quién culpable, quién tenía un corazón puro y quién tenía uno espurio. Bajó la mirada de la copa de los árboles y ya había aprendido el idioma en que el aborigen contaba su cuento.

Siguió escuchando mientras en Buenos Aires, en su casa, en el suburbio, bien lejos de la comunidad Yanomami del amazonas del aborigen, pasaba un trapo por el piso, luego regaba las plantas, luego ascendía a la terraza, donde respiró hondo, hinchando su pecho, y exhaló tan fuerte que las ramas de los árboles temblaron, haciendo que los frutos cayeran al piso, y las semillas quedaran dispuestas a retomar el círculo de la vida.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 17.

Luciana se sentó a mi lado en el recreo. Estaba preocupada por mis ojeras. Me mantuve callado. Sin embargo, ella siguió junto a mí. Las compañeras la molestaron por eso. Dice que no importa, ya que su madre puede echarlas cuando quiera. ¡Qué tonta que es!

En las clases, muchos de los chicos permanecen callados y noto en las miradas de algunos cierto brillo que me hace pensar que entienden algo. Sin embargo, otros me ponen el cesto de basura abajo del pizarrón, en el medio, para que al desplazarme escribiendo me lo lleve por delante. Siempre lo hago. No puedo evitarlo.

Pero Luciana realmente se hace querer. Hoy a la tarde gritó cuando iba a llevarme el cesto por delante.

Volvía a casa cuando escuché un motor (un sonido grave, de los que suelo oír más) a mis espaldas y me alcanzó el coche de mi hermano. Sacó la cabeza por la ventanilla y me citó mañana a las tres de la tarde en el restaurante. Dijo que allí me encontraría con alguien. Lo seguí con la mirada cuando doblaba en la esquina y sospeché que estaba preocupado por otro asunto. Decidí pasar una vez más por la casa de la mujer parecida a mi prima. Caminé lo más rápido que pude y al doblar la esquina tuve que esconderme. Ahí estaban los dos. La mujer, de pie en la vereda, escuchaba lo que mi hermano le decía desde la ventanilla de su coche.

Me asomé. Confirmé las sospechas: ella lloraba mientras mi hermano le hablaba. La escuché gritar. El coche de mi hermano arrancó hundiendo los neumáticos en el asfalto.

Al asomarme otra vez la vi parada junto a la reja de su casa. Desconsolada, se llevaba un pañuelo a los ojos. Decidí volver por donde había llegado.

Creo que mi hermano quiere aprovecharse de esta mujer. Tal vez tiene un amorío y ella pretende más. De cualquier modo, el parecido con Malva, mi prima, es notable.

Mañana debo encontrarme con quien sea en el restaurante.

Y como un fantasma no respeta ninguna cita, me parece que mi hermano reclutó algún viejo vagabundo para que me explique cómo llegó a sus manos ese medallón. Si es así, aprovecharé para fingir que tiene razón.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 14.

Escribo por primera vez de mañana, nunca lo hago, pero tuve un sueño. En él estaba mi madre.

Otra vez niño subía ansioso el médano de la playa. Era de noche. Se oía el estrépito de las olas rompiendo en la Lengua, pero en vano intentaba llegar a la cima del médano; a unos metros siempre resbalaba y caía dando muchas vueltas. Una de las caídas fue más prolongada y supe que sería la última. Al levantarme estaba mirando el sendero que llevaba a mi casa, por el que siempre me acercaba a aquellos médanos. Al darme vuelta los vi más grandes en el sueño, casi montañas que franqueaban el acceso a la playa. Entonces una sombra pasó cerca de mí y me asusté. La seguí con la vista. Era una mujer. El vestido verde claro reflejaba la luz de la luna, el pelo oscuro y enrulado acariciaba los pálidos hombros. Reconocí a Malva, que esta vez había llegado al pueblo y se dirigía a mi casa. Pensé en el sueño que tal vez estuviera reviviendo el pasado. Sin embargo, yo era un niño; estaba en el pasado.

Entonces un relámpago dividió el cielo en dos y pensé que si era ese día Castillo rondaba la playa. Corrí hasta los médanos y al llegar a la cima caí sobre mis rodillas. Allí estaba el hombre, su cuerpo creciendo mientras subía los médanos del lado del mar. Yo hincaba las rodillas en la arena y lloraba.

Rápidamente me di vuelta y descendí, mejor dicho resbalé, hasta Malva, que seguía alejándose del médano sin escuchar mis gritos. Cuando la alcancé puse mis manos en sus hombros. Se volteó.

Aquella no era Malva. El pelo ahora se había vuelto claro, los rulos habían desaparecido, y aunque conservaba su vestido verde, el rostro inundado en lágrimas que me miraba era el de mi madre. Grité que Castillo la mataría a ella también, que había llegado el bergantín. Mi madre escondió la cara en sus manos. Al darme vuelta vi que Castillo nos alcanzaba. El puñal de doble filo chorreaba sangre. Ahora nosotros alimentaríamos su venganza. Entonces desperté.

Si me teoría de los sueños no falla, y sé que no, mis pensamientos de este día estarán filtrados por esta pesadilla. Mientras me aseaba –ya salgo para el colegio– no pude evitar acordarme cómo habían encontrado el cuerpo de mi madre en la playa, hinchado y con los ojos comidos por los peces. Un amigo me lo contó cuando tenía dieciséis años, siete años después de la muerte de mi madre, y jamás lo pude olvidar. Si tuviese que hacer lo que ella hizo me aseguraría que mi cuerpo jamás fuese devuelto a las playas de este mundo. Si alguien entonces me ve, así, sin ojos y panzudo, seré recordado.

Hoy no será un día fácil. Por la noche viene Daniela y tendré que escuchar sus pavadas. Ella hace que Amanda resulte entrañable.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 13.

Hoy a la ocho recibí a mi hermano. Se lo veía muy preocupado por mi salud. Le dijeron que yo andaba hablando pavadas por el pueblo, que asusté a unos nenes con supersticiones. Nada puedo reprocharle a Juan, él no sabe que Castillo está entre nosotros, que camina por el centro como si fuera un hombre más. Dice que un fantasma no puede envejecer, que tendría que verlo tan joven como cuando murió. Son pavadas, un fantasma hace lo que quiere, nosotros lo vemos como a él más le gusta y pienso que pasar desapercibido en la tierra le debe gustar; por qué no ser un viejo, al que se olvida fácilmente.

Juan también está enojado. Debe ser muy inoportuno que justo ahora, cuando tiene todo a su favor para salir electo, yo le salga con todo esto que pasa en el pueblo. Y cómo no contarle que volví a ver al viejo y que lo perseguí por las calles sin animarme a abordarlo. Aunque dos veces mis manos rozaron los hombros del extraño, en el último momento no tuve valor. Ahora mi hermano cree que estoy más loco que antes.

Sin embargo, las calles del pueblo siguen embarradas por la persistente llovizna. Para demostrar a Castillo que no temo su maldición y que el dios que lo secunda no es más que un marginado del cielo que, aburrido, nos molesta, abro en los atardeceres la puerta y le gritó a la lluvia.

Volví a la comisaría. Falcón me confirmó que a Lorena el asesino le hizo lo mismo que a Martita. La encontró don Isidoro.

Al anochecer, el pescador fue a la laguna a juntar carnada –el comisario dijo que intentaba agarrar un cisne para cocinarlo, porque encontraron a uno bastante desplumado, casi muerto– y al acercarse a la orilla le llamó la atención un cisne que parecía levitar sobre el agua. Isidoro contó que se asustó al recordar las cosas raras que estaban pasando en el pueblo y tuvo ganas de salir corriendo. Enseguida notó que el cisne estaba posado sobre el vientre de un cuerpo femenino que flotaba entre los nenúfares. El viejo empezó a vadear la orilla y el cisne volvió al agua. Cuando llegó al cuerpo reconoció a Lorena.

Don Trefe aseguró que mientras él cerraba la panadería, su hija le había dicho que iba a visitarme a mí. Le pregunté a Falcón por qué yo no era el principal sospechoso y me dijo que, además de que Kaufman casi se había declarado culpable, él no creía que yo fuera sospechoso nada más que de estupidez –me dijo lo que pensaba de mis esperas en la playa– y que era imposible –miraba el titular de un diario con una encuesta electoral– que yo hubiera matado a alguien. Agregó que no me preocupase porque, si bien ellos no tenían ninguna pista que encaminara la investigación, el loco, que él también pensaba que no era el pobre Kaufman, pronto cometería un error y sería ajusticiado.

Entonces me contó la historia del asesino de Obel. Falcón explicó que tenía dos amigos en una comisaría del pueblo vecino que a él lo querían como un hermano y le pasaban información.

El comisario dijo que de las cosas que en este mundo no tenían explicación ésa era una de las más extrañas. El asesino de asesino seriales, así lo llaman en Obel, actúa de la siguiente manera: cuando se cometen dos asesinatos que tienen características parecidas, entonces él se acerca y mata al culpable antes de que cometa el tercero. En Obel creen que lo hace por la deficiente justicia que ejercen las autoridades, pero Falcón dice que acá no ve la razón –afirma que él siempre resuelve sus casos–. Después se quedó pensando y, desilusionado, agregó que era muy probable que el asesino de asesinos se suicidara antes de cometer otro crimen: él también era un asesino serial.

De cualquier modo, según el comisario debemos esperar porque, si todo el asunto es verdad y el asesino no se considera un asesino más, el hombre estará viajando al pueblo y cuando vaya a cometer el tercer crimen nuestro asesino, entonces él lo eliminará y nosotros vamos a salvarnos del juicio. No hubo caso. Por más que le expliqué que a un fantasma no se lo puede matar, no lo quiso entender. Él dice que un espectro no necesita hacer las cosas que nuestro asesino hace, que es muy humano y por eso necesita matar. Terminó repitiendo que lo mejor era esperar y que, mientras tanto, iba a mandar a mi casa a una oficial de civil de anzuelo porque tenía serias razones para sospechar que al asesino no le agradaba que yo tuviera compañía femenina. Él no quiere creer en la maldición, está ciego, no ve que Castillo necesita prolongar su venganza hasta el fin de los tiempos y que eligió a nuestras jóvenes para eso.

Hoy recibí otra vez a la mujer, a esa policía de civil. Se llama Daniela y es muy fea. Hace que añore la mirada de Martita y la gracia de Lorena. Tiene sarpullidos en la cara y una voz demasiado estridente. Le gusta hablar de ejercicios gimnásticos y de cómo se murió su gato. Ya me contó por lo menos cinco veces la agonía de este pobre animal.

A pesar de la muerte de Lorena, el lunes me vinieron a buscar de la escuela para que me presente a dar clases. No sé cómo insisten con un hombre como yo. Claro que mi hermano habrá arreglado todo. Ahora que será gobernador de nuestro pueblo, no tiene más objetivos que limpiar el nombre de la familia. Soy, estoy seguro, su peor pesadilla.

Entonces, el lunes fui a dar clases. Conocí a la directora y me hice amigo de su hija, que me vino a felicitar por el programa que les dicté. Ella está muy triste, dice que nunca va a poder demostrar lo que sabe en esta escuela porque todos los profesores la tratan demasiado bien. Yo le hice un chiste: la traté muy mal toda la clase, cosa que no me fue tan difícil por el ánimo que tenía ese día. A pesar de todo, uno de los alumnos quiso saber cómo era posible que un vendedor de gansos medio sordo fuera profesor y ella me defendió alegando que esas cosas no eran importantes. Luciana, ése es su nombre, es muy divertida y poco supersticiosa, cree que la tormenta se debe a los insoportables calores del verano pasado. Yo trato de hacer mi papel de profesor y dejo que esta quinceañera diga lo que yo mismo diría si no supiera ciertas cosas.

El resfrío no me abandona, así que es mejor que cierre este cuaderno y descanse un poco.

por Adrián Gastón Fares.

 

El nombre del pueblo. El nombre. 12.

 

Son las cuatro de la tarde. Releí el diario y encontré la última nota. El que golpeaba era Ernesto, el oficial. Venía a informarme que no volveré a ver a Lorena. La asesinaron como a Martita. Hoy sí que me arrepiento de haber profanado esa sepultura.

Soy el culpable de todos los sufrimientos. Sé que nunca quise dañar a nadie, pero importa tan poco ahora.

¿Qué perro es el que aulla tras mi puerta? ¿Qué poder desperté en los muertos? ¿Cómo es que Castillo vuelve a transitar este pueblo?

El pobre Kaufman está preso. Falcón lo indagó. Como seguía borracho dijo muchas pavadas. Yo soy, quizá, el único que puede salvarlo: sé quién es el verdadero culpable. Me refugié a escribir, tras haber pasado las pericias de Falcón que, por cierto, fue bastante amable conmigo y en ningún momento insinuó que yo fuese un sospechoso. El comisario dijo que me contaría los pormenores.

Ahora Cartasa, la fría prisión de Obel, espera el juicio a Kaufman: allí, en pocas horas, y debido al encono que nos tienen los pobladores de ese pueblo, matarán a ese prisionero del pueblo sin nombre. Ellos no temen lo que la historia pueda reclamarle.

¿Cómo temer los reproches de un pueblo que jamás será recordado, que se perderá, como yo y todos lo que aquí hemos nacido, en la noche de las noches, aunque siga existiendo para siempre? Porque, si yo no me equivoco, el resto del mundo nos ignora.

Nadie sabe quiénes somos ni dónde vivimos ni cuáles son nuestras costumbres, ni –y cómo iban a saberlo si nosotros mismos lo ignoramos– quiénes pisaron por primera vez estas tierras y con qué intenciones. Nuestros ancestros quizá fueron unos tontos.

Pero hoy es tan grande mi tristeza, que llegué a experimentar en mí mismo el final de una historia antigua. La leí una vez, apoyado en el tronco de un sauce, y mis pensamientos fueron sorprendidos por lo que ese relato sugería. Una de las peripecias del personaje de esta novela, escrita por uno de nuestros primeros escritores –que, ¡ay!, no firmaban sus libros– y ambientada en una imaginaria ciudad, era el paso por un terreno baldío del que no había salida. El chico iba allí a juntar ranas con sus amigos y cuando intentaron volver a sus casas para merendar descubrieron que los yuyos se habían convertido en inmensas matas y cuando se acercaron, un tigre salió a enfrentarlos.

En ese momento, ellos advertían que el tigre no era más que un hombre disfrazado. Sin embargo, los matorrales seguían alzándose, infranqueables, y los amigos no encontraban la salida. El protagonista, recuerdo que su nombre era Luisito, entonces se adelantaba y enfrentaba al tigre con esta pregunta.

“¿Por qué se escondé, señor, bajo esa manta?”

Ya que los chicos se habían dado cuenta que el artificio del tigre no era más que una sábana oscura donde habían pintado las fauces de ese animal. Un ventarrón, entonces, volaba la manta y surgía un tigre de verdad, que rugía como un trueno y tenía garras que arañaban y desplazaban el aire, despeinando el flequillo de los chicos. El felino, antes de devorar a los tres niños y ser luego muerto por Luisito –lo atragantó con un fruto de esa imposible selva–, repuso: “Nunca debieron preguntarlo”

Hoy recordé la historia, y con ella, la que a mí me sugirió. En ésta, el tigre seguía siendo hombre y los chicos vagaban muchos años en el terreno baldío devenido selva, preguntándose cuál era el error de esa magia, en qué se había equivocado ese dios que bien sabía convertir los yuyos en gigantescos árboles pero que les había mandado un tigre tan patético. En mi historia, el hombre que pretendía ser tigre seguía rondando a los chicos y trababa de asustarlos sin efecto alguno hasta que, ya anciano, fallecía.

Los chicos –lamento que Luisito jamás pueda convertirse en héroe; en el libro lograba salir del terreno baldío, abandonaba la ciudad y tras innumerables desventuras fundaba un pueblo–, no duraban mucho más; morían de tristeza y soledad porque no sabían qué hacer en la selva, y porque no habían sido comidos por el defectuoso tigre.

Soy el hombre que debió ser tigre, viejo y triste, perdido para siempre; pero si levantan la manta, descubrirán que también soy los chicos. Y que toda mi vida fue el resultado de un error.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 9.

El primer descubrimiento del día fue al despertarme: tenía un resfrío tremendo. De todas formas, fui a buscar más gansos y cumplí la jornada. La tarde pasó sin que el resfrío me hostigase el ánimo. Caminé mucho bajo la lluvia —que amainó un poco; hoy fue una llovizna persistente y fría—y siempre sintiéndome muy bien. Después de la cena me empezaron a zumbar los oídos. Estos zumbidos me comenzaron a molestar a los veinticinco años, son constantes aunque de intensidad variable. El médico los llamó zumbidos catastróficos. Y como tales, no los podía tolerar, a pesar de que los enmascaran los audífonos un poco porque fijan mi atención en otros sonidos, me cobijé en la cama, sin las lombrices mecánicas en los oídos, claro, que quedaron en la mesa de luz, y me dispuse a escribir lo que pasó esta tarde concentrandome en la escritura y no en lo que una vecina del pueblo llamó hace poco como «el ruido maravilloso del universo en tu cabeza». La mujer, que no tenía ninguna maldad sino explicar algo que no entendía, me causó gracia con su percepción del tinnitus. Yo, que ya no recuerdo como es no oír nada, porque a pesar de que no entiendo muchas palabras, ni oigo la lluvia, estas sibilantes compañeras que tocan el arpa en mis dos orejas, nunca me dejan. Nunca podré decirle como Elías a Acab: Levántate, come y bebe, porque ya oigo el sonido de lluvia fuerte.

Pero qué bello también es soñar voces, me ha pasado, y se escuchan sin el zumbido, sin el ruido del universo como si no existiera ni el ruido ni el universo, incluso voces de personas que ya no están. Cristalinas, uno se despierta luego como si le hubieran dado una ducha caliente en una bañera o le hubieran lavado la cabellera alguna ninfa o ogresa imposible. Mejor no pensar mucho en el acúfeno, zumbido, tinnitus o como quieran que lo llamen en esta vía láctea. El trabajo es trabajo. Como llenar una página donde soy, más o menos, libre.

El de vender gansos requiere cierta táctica. Se trata de hacer lo mismo que los agricultores con el campo: rotar los cultivos y dejar descansar el suelo. Sabía que no convenía vender en el barrio residencial hoy porque había vendido ahí antes y todos ya habían comprado sus gansos. Entonces, me encaminé al centro comercial con la esperanza de concretar dos propósitos: vender las aves y ver a Lorena.

Rosa salió de su negocio en la galería y me compró un ganso. Don Mario detuvo su bicicleta y me pidió otro. Estuve parado una hora en una esquina, bajo el alero de un quiosco, ofreciendo gansos a todos los que pasaban pero no vendí ninguno más. Me disponía a irme cuando vi pasar a un anciano alto, de copiosa y encanecida barba. Llamaba la atención la roña que tenía. Su cara parecía frotada con hollín y su traje atacado por una jauría de perros rabiosos. El hombre avanzaba rápido y a sacudones, como molesto por las personas que pasaban a su alrededor. Jamás lo había visto.

Me interesó lo que llevaba. Los dedos finos y largos de su mano izquierda se cerraban en torno a un brillo que me pareció conocido. Nada más puedo decir. Entreví ese brillo y decidí seguir al viejo. De cualquier manera, yo debía ir para el lado que él había tomado. Eran las cuatro y Lorena debía estar por abrir la panadería.

Lo vi tomar una manzana y masticarla. También pararse en una peluquería y mirar con persistencia al barbero mientras atendía a un cliente. Al llegar al negocio de antigüedades se detuvo bruscamente y entró. Esperé un momento y lo seguí.

Don Humberto le estaba entregando dinero, no pude ver cuánto porque mi interés se concentró en un objeto que el dependiente guardó bajo el mostrador. Yo había dado unos pasos, asombrado por lo que había visto, cuando el hombre me rozó el hombro y salió de la tienda tan bruscamente como había entrado. ¿Era posible que el viejo hubiera vendido un medallón, uno que tenía dos unicornios que se enfrentaban en un salto? Eso fue lo que me pareció ver en las manos del anticuario.

Es más, estoy seguro que eso fue lo que vi. De otra manera me hubiera atrevido a pedirle a don Humberto que me mostrara su reciente adquisición. Creo que al abandonar la tienda tuve demasiado miedo de confirmar lo que ya sabía. Tal vez pueda volver a la casa de antigüedades, pero sé que siempre voy a tener preparada una excusa para no ir. A veces creo que existe en mí una especie de perversión en ese sentido. Las dudas que alimento se convierten con el tiempo en misterios, corroborados por otras circunstancias dudosas, y creo que son la más deliciosa tortura que un hombre puede enfrentar. Es extraño también saber que esos misterios se pueden resolver con una pregunta, una visita en un día cualquiera, pero más extraño es todavía tener al mismo tiempo la absoluta seguridad de que el tiempo pasará y que nunca me animaré a ese alivio.

Más allá del medallón, la verdadera respuesta desapareció en la calle. Cuando salí, el viejo ya no estaba y el viento sopló en mis oídos una pregunta. ¿Quién si no Castillo, el vengador, el asesino, era ese viejo que tenía el medallón? ¿A quién otro se lo había visto desde aquella tarde tormentosa en la playa?

Desde que la embarcación apareció no me tropecé más que con preguntas. La verdad debe ser tímida y cómoda, nunca sale de su casa, pretende que siempre la sorprendamos con una visita. Pero sólo me atreví a molestar a la hija del panadero.

Dejé la caña con los gansos apoyada contra la pared de la panadería. Lorena salió con una bolsa en la cabeza para no mojarse y me dijo que había rechazado a Kaufman y que lo único que quería era divertirse a la noche. Me acordé que los martes después de las siete en el cine hay teatro. La cartelera anunciaba «Las nueve tías de Apolo». Lorena aceptó acompañarme, y me dio un beso en la mejilla.

Sólo una vez en la vida me emborraché. No sé por qué pero al enfrentar las calles mi cabeza daba vueltas como si hubiera bebido demasiado. Ya aquí me di cuenta que no era sólo mi enamoramiento: el resfrío me había abrazado y tenía fiebre. Así y todo, a las ocho arrostré la lluvia y le avisé a Lorena que no podríamos ir a la función.

«Loco», me gritó, «no vamos a salir porque estás enfermo y me lo venís a decir todo mojado» Salió con una manta, un paraguas —yo llevaba ese cuero que encontré en un galpón— y me envolvió y me acompañó hasta mi casa. La invité a entrar y se negó diciendo que tenía que hacerle el café a su padre. Postergamos la salida esperando que mi salud mejore el sábado.

Ya aquí, releí este diario desde el comienzo y me pregunté qué clase de peces abisales micróscopicos nadaran en el café oscuro y tibio de Don Trefe. Me dije que el padre de Lorena, tan amante de la oscuridad, bien podría ser el primer sospechoso de una novela de detectives. Y su hija como sus queridos peces de las profundidades aprendió a brillar con luz propia.

por Adrián Gastón Fares.

La edad de Roberto.

La edad de Roberto.

Cuando lo conocí tenía cincuenta años. Después de las clases de yoga, en el vestuario, apenas intercambiábamos algunas palabras. Con la ausencia de un compañero de clase, esas palabras se convirtieron en charlas.

¿Dónde se había metido, Pablín?

Antes, Pablín era el único que hablaba, con sus apologías del yoga. Afirmaba que había que practicar las asanas sin falta todos los días. Que el Yoga le daba un poder único. Que sentía un fuerza descomunal. Y sostenía que para reforzar esa fuerza había que combinar la práctica con la abstinencia sexual. A mí eso me parecía demasiado. Así que cuando desapareció Pablín de las clases empezamos a teorizar sobre su destino. Nos hicimos más cercanos con Roberto. Tratábamos de responder a las preguntas que la desaparición de Pablín nos había despertado. ¿Se había ido a practicar a otro lado? ¿Se limitaba a llegar a samadhi en su casa? ¿Estaba desempleado y no podía pagar la cuota mensual? Un día dejamos de hablar de eso y nos empezamos a recomendar series y abordamos la cuestión de quiénes éramos antes de bajar un poco el ego y tratar de absorber la mente y los órganos en las clases. Yo soy periodista. Roberto refaccionaba muebles viejos, que encontraba en la calle a veces, o donde fuera y los vendía.

Un día la profesora de yoga lo felicitó a Roberto en plena clase y en viva voz. Quería saber qué acontecimiento doloroso en su vida lo había transformado. Desde la primera clase había avanzado tanto en presencia, en atención, en postura y fuerza física, que algo tremendo le tenía que haber pasado, ya que la profesora sabía que sólo el dolor fomenta e impulsa estos logros. La profesora tenía curiosidad pero no era una invitación a que Roberto lo explicara en clase, sino una descripción de lo que veía en él. Tal vez por eso, mi amigo nuevo se limitó a decir que llevaba tiempo. Nada más.

Como me encanta preguntar, cuando salimos de la clase le dije a Roberto, ¿qué es lo que viviste? ¿Qué es lo que la profesora de yoga percibió en vos? ¿Qué recuerdos usaste para fortalecerte?

Fuimos a tomar una cerveza y me contó su historia. Tenía, como dije cincuenta años pero veinte los había pasado encerrado.

Su padrastro, Carcamal, había enloquecido. Como Roberto no aceptaba seguir yendo a la iglesia evangelista a la que iba desde chico y como lo había encontrado fumando un día en el fondo de la casa, entre las aloe vera, armó un plan para adoctrinarlo.

Su madre había muerto, así que Roberto compartía la casa con Carcamal. La segunda vez que lo encontró fumando un cigarrillo armado, su padrastro le disparó con una pistola con dardos tranquilizantes para animales.

Roberto se levantó en el piso del galpón del fondo de su casa, con la Biblia en su pecho. La habitación estaba vacía. Sólo un retrete, una palangana amarilla con agua y algo de comida. Intentó salir pero Carcamal había reforzado la puerta con candados y el galpón, de cemento, no tenía ventanas.

Pasó veinte años ahí, alimentado por su padrastro, sin ver a ninguna otra persona. Tenía veinticinco años cuando Carcamal lo había encerrado.

A los cuarenta y cinco años estaba durmiendo en el piso cuando recibió los lengüetazos de un perro. Abrió los ojos y la policía lo rodeaba.

Los vecinos habían sentido el olor nauseabundo que salía de su casa. La policía acudió con un perro de pesquisas, Neruda, que primero corrió hasta el cuarto donde yacía el cadáver de su padrastro y luego al fondo, al galpón donde Roberto estaba encerrado. Al salir le dio las gracias al cerrajero, a los policías y acarició a Neruda. La policía ofreció regalarle al perro para que lo acompañara en su adaptación a la libertad, pero Roberto se negó, no sabía cómo cuidarlo.

En cambio, se anotó en un Profesorado en Letras, hizo algunos amigos, notó que el mundo había cambiado, se compró un celular inteligente, aprendió a usar Internet, quemó todas las Biblias de Carcamal, tiró la televisión antigua y comenzó a juntar muebles para arreglarlos. Lo hacía feliz trabajar con la madera, hacer aberturas, pintar tiracajones, crear manijas, puertas que pudieran abrirse. Todo esto podía entenderlo. Pero nunca me imaginé contra qué demonios internos luchaba.

Roberto se dio cuenta que su desarrollo emocional no era el mismo que el de otras personas de su edad que conocía. Siempre le daban mucho años menos, le decían que tenía un espíritu jovial, físicamente se había mantenido ya que en el galpón en vez de leer la Biblia hacía ejercicio.

Quería anotarse en un programa de ayuda a emprendedores jóvenes del gobierno. Pero uno de los requisitos era que la persona tuviera menos de treinta y dos años. Según la fecha de su nacimiento él no calificaba. Le gustaban las chicas jóvenes, que lo aceptaban, por su jovialidad y su aspecto, pero la sociedad no vería bien que un hombre de cincuenta saliera con una de veintiuno.

Entonces, un día, después de meditar, de leer a Gandhi y a Martin Luther King, decidió que tenía que pedirle algo a la sociedad. Me aclaró que era muy importante pedir antes que reclamar.

Así que fue a un centro comunal del gobierno. Se plantó frente al empleado y le pidió que le cambiara la edad de su DNI. Roberto sostuvo que tenía veinticinco años, había estado encerrado casi veinte, así que sus cincuenta no contaban.

No había conocido mujeres en ese tiempo. No tuvo acceso a ninguna lectura, a ninguna película, en resumen no podía hablar con nadie más que con sí mismo, no había tenido tareas exigentes a nivel físico ni mental, por lo tanto, y a pesar de tener el secundario completo y una carrera, la de administración de empresas, no había vivido esos años que la sociedad le había sumado.

Si quería entrar a ese plan de emprendedores del gobierno, con su empresa de muebles, con cincuenta años no podía. En las aplicaciones de salidas del celular, si ponía su edad sólo podía salir con mujeres separadas, divorciadas o con una historia afectiva copiosa, pero él no había tenido ninguna gracias a que Carcamal lo había mantenido encerrado con el espíritu santo.

Estaba en su derecho pedir este cambio de edad en los registros públicos y en su documento nacional de identidad.

El empleado se negó. Llamó al de seguridad, que lo acompañó hasta la puerta.

Y entonces, como no sabía qué hacer para obtener lo que deseaba, le escribió una carta al Gobierno. Tampoco obtuvo respuesta.

Como soy periodista, puedo afirmar que en Francia uno puede llamar al ministro de cultura y atiende, uno puede escribirle al director del festival de Cannes y al otro día tenés un email con la respuesta, pero en Argentina no responde nadie, ni siquiera yo que soy un periodista, respondo cuando me escriben por tal o cual cosa, no presto atención. En el fondo, sé cuál es la razón de estos desplantes argentinos pero me la guardo para mí.

Pero a Roberto sí le prestaba atención. Tenía algo que decir, algo único con su historia particular.

No obtuvo la respuesta del Gobierno, pero armó una campaña en las redes sociales, sumó seguidores, se armó un Change.org, y logró juntar firmas pero no todas las requeridas para llegar a algo en estas circunstancias.

Así que un día, se armó una carpa en el obelisco con un cartel que decía: Yo tengo 25. Tengo derecho a elegir mi edad. Y se puso a tocar en su guitarra una de las pocas canciones que sabía: Zamba para olvidar. Le gustaba la versión de Mercedes Sosa. La parte que decía: Cosas que ya no existen. Algunos le dejaban unos pesos en su gorra. Hasta que su barba creció, su pelo también y parecía, por fin, realmente un hombre de cincuenta años.

Una mujer qom, que estaba en una carpa cercana, se le acercó, le convidó mate, tereré, le habló de desnutrición, porque lo veía muy flaco y le parecía una locura porque en su comunidad morían chicos por eso, y le confesó que para ella él tenía veinticinco años, que lo veía en sus ojos, que reflejaban todavía las cuatro paredes del galpón en el que había estado encerrado pero que habían aprendido a brillar en la oscuridad. Y lo invitó a que se fuera con ellos, a que trabajara y los ayudara con sus cosechas y los protegiera, porque necesitaban protección, más que nada. Un empresario importante quería robarles sus tierras.

Roberto se fue al Impenetrable, al Chaco, trabajó, sembró y cosechó. En la aldea fue iniciado sexualmente por una chica joven, o mejor dicho se iniciaron.

Un atardecer se enfrentó con un motociclista que le apuntó con su pistola. Era un joven sicario contratado por terratenientes. Roberto le tomó la mano que sostenía el arma y lo hizo girar  en el aire. Luego tomó su pistola y le disparó en la cabeza.

Observó la vida de los qom, que lo tenían por una especie de héroe por lo que había hecho,  hasta que se aburrió y decidió volver a Buenos Aires. Se escapó de noche por la selva.

Al llegar a Buenos Aires quemó su DNI en el galpón donde su padrastro lo había mantenido encerrado, se afeitó, se miró al espejo un buen rato y se dio cuenta que tenía los años que él quería tener, veinticinco. Así que salió a caminar por las calles céntricas con veinticinco años por primera vez.

Encontró a un policía en Callao y Santa Fe y le pidió que lo detuviera, que él había matado a un persona en el Chaco, defendiendo a los qom.

El policía se negó, Roberto trató de sacarle el arma y obtuvo lo que deseaba. Lo encerraron en una celda por desacato.

Así, pensaba él, conservaría su edad, no llegaría a los veintiséis. Otra vez encerrado, el tiempo no contaba. Pero al otro día lo dejaron libre por falta de pruebas.

Se anotó a teatro y a yoga, y siguió refaccionando muebles, sin la ayuda del gobierno, ya que no le reconocieron la edad que él necesitaba tener para inscribirse como emprendedor.

En la actualidad, sigue luchando por su ideal de que le bajen los años y que esto se pueda aplicar para toda persona que haya vivido una situación parecida a la suya.

Aunque el tiempo pase, dijo, él no va a bajar los brazos.

por Adrián Gastón Fares.

Más relatos, cuentos, están en la sección Índice. Este cuento lo publiqué en este blog originalmente el 20 de junio de 2017.

PD: La edad de Roberto está incluído en mi primera colección de relatos llamada Los tendederos.

Los cara cambiante.

Es poco sabido pero los escritores argentinos que escribieron los primeros relatos fantásticos en el siglo XIX se autocensuraron por el contexto de la época y dejaron las historias más frescas y jugosas en los hoteles donde se alojaban, en sus casas de campo, pensiones, etcétera. Tal es el caso de Juana Manuela Gorriti, quien dejó olvidados varios relatos en un desaparecido hotel del microcentro porteño.

La paradoja es que también eran jesuitas los que escribían relatos fantásticos. Es una paradoja sostenida, ya que en la última Ventana Sur, cuando di una charla sobre la película que estoy realizando, dije en broma que me parecía gracioso que una charla de cine fantástico estuviéramos rodeados de cruces. El mercado de cine fantástico Blood Window se emplaza en el corazón de la Universidad Católica Argentina. Los curas y los demonios siempre estuvieron cerca. Por otro lado, hay un libro de Fernando Peña, que fue mi profesor en la Universidad de Buenos Aires, que cuenta como era un padre jesuita el que traía de sus viajes las copias de Drácula, y otras películas menos apreciadas, que eran programadas en las formadoras tardes del Sábado de Super Acción de Telefé (por algo el canal se llama Tele, aún hoy en día) y ciclos parecidos, que evitaron que murieran de aburrimiento muchos niños de mi generación. Tal vez el cine argentino hubiera arrancado con otras historias sobrenaturales si se hubieran encontrado estos primeros relatos más osados que los publicados. Los primeros esfuerzos, alejados de la simple tarea milenaria de contar un cuento que asuste, dedicados a acercarse a lo extraño en la hoja impresa, a lo conocido pero no sabido, son pocos en este país en los inicios de la narrativa, pocos y, lo que es peor, de resultados poco inspiradores. Tal vez sean más interesante la historia de cómo fueron escritos que lo que contienen. Como es el caso de los de Manuela Gorriti. Hay un aura de lo que pudo ser y no fue, como un amor malgastado, en los cuentos publicados de esta mujer, y en los de otros escritores.

Por suerte, para no desesperar, a veces aparecen cuentos inéditos y alimentan la raquítica literatura fantástica argentina de mediados del siglo XIX. En la mente cansada de libreros y la chispeante de otros autores se refugiaron estos relatos leídos tras ser descubiertos en cajones con doble fondo y en algunos armarios olvidados.

No siguen las reglas que Poe propuso para los cuentos. Tampoco las que rompieron el resto de los narradores para ajustarse a sus monólogos internos. No todos quieren crear un efecto perdurable. No buscan el efímero placer de las palabras bien elegidas. Su contenido y ciertamente no su forma son bastante notables. Y lo que cuentan, se dice, no es inventado. Son hechos que sucedieron y que hoy en día estarían escondidos en los rincones más oscuros de la Fosa de las Marianas. No hablo del océano pacífico, sino de un lugar impenetrable, no se sabe si real o no, de la Deep Web o Red Oscura.

Tuve la suerte de encontrar en un hotel de la costa, en Mar del Plata, un cuaderno con cuentos superiores a la producción narrativa que correspondía a aquella época. Los cuentos me sorprendieron por su estilo pero más que nada por su contenido. Pertenecían a una escritora. En esa época, como casi siempre, las escritoras eran de una clase social privilegiada. No era fácil que los hombres te dejaran tomar un bocado.

Casualmente hoy en día protegen esos cuentos, en su mayoría por mujeres, un círculo de escritores que conocen su existencia pero prefieren que permanezcan ocultos para siempre. El Argentum Hermeticum Fantástico es un breviario interesante que solamente circula en grupos reducidos de amantes de lo extraño. La hermandad, algunos alcohólicos, otros sedientos de poder, protege con cuidado la entrada a ese mundo que pondría en jaque cualquier teoría de evolución literaria.

En el Argentum Hermeticum existen muchos cuentos que señalan la costa atlántica, o la costa, como la llamamos, como un lugar plagado de hechos increíbles y entidades de otras dimensiones o directamente diabólicas. Antes era la pampa a secas que terminó siendo el Allá lejos y hace tiempo, donde tal vez esté sugerido, de pasada, un buen relato fantástico.

El siguiente relato, si bien no pertenece a ese cuerpo hermético del que sólo he leído algunos cuentos porque los escritores no lo dejan tocar, lo escuché de primera mano de un conocido. Pero al enterarme de los cuentos que señalan el lugar cercano al mar, cuyos caracoles eran más grandes y sonoros en la época de los primeros narradores argentinos, como establecimiento de entidades sobrenaturales, no puedo más que escribirlo como otra anécdota que podría reposar en esas hojas amarillas, conquistadas por las pulgas y comidas por las ratas.

Mi conocido estaba de vacaciones en el partido de la costa atlántica bonaerense, en la localidad X, no diré cuál, no quiero que los alquileres bajen de precio y las casas se devalúen, ni que ocurra lo contrario por culpa de exponer esta historia. La literatura nunca modificó la economía y este tampoco será el caso.

Cuando se cierran las sombrillas, se devuelve la arena a los agujeros que sirven para que las mismas no se vuelen y terminen clavadas en la garganta de algún desprevenido, como ya ha ocurrido, cuando todo vuelve a ser normal, cuando nos rascamos la arena de los dedos de los pies, pensamos qué haremos al alejarnos del mar.

Lo común es comprar algo, la playa da hambre, mucho, y más si uno se zambulle al mar, uno inconscientemente siempre hace fuerza para que el mar no lo arrastre, aunque a veces la tranquilidad está en mirar el sol mientras flotamos, esa paz que se pierde a la vuelta, cuando volvemos al departamento, a la casa, al hotel, a la carpa. Qué placer meterse al mar en la mañana donde el mar de aquí parece otro mar que luego se transforma a la tarde de la peor manera posible.

Pero sigamos sin opiniones personales. A mi conocido no le gustaban las ferias hippies, las calles céntricas, las caracolas con vírgenes que predicen el tiempo según sus colores,  los libros que parecen haber sido lanzados desde mediados del siglo pasado por una embarcación a punto de naufragar a las librerías de saldos, y ninguna de las alternativas que la noche de la costa puede brindar, que no sea mirar las estrellas, reposar, leer, dormir o preparar un asado.

Mi conocido solo pensaba en retornar a su departamento con su mujer. A sus años, que no eran pocos, ya estaba acostumbrado a la dinámica de la costa, de la playa, de las sombrillas, de las banderas que señalan el mar peligroso o inofensivo.

Mientras arrastraba la sombrilla a sus espaldas como si fuera un pequeño cohete inútil, pensó que lo más aventurero sería volver a su transitorio hogar por una calle no habitual poco transitada, que no le hiciera recordar que otros volvían como él de la playa con sus cohetes inútiles en sus espaldas. Dobló por la costanera y enfrentó una calle no tan arbolada como él hubiera deseado, pero desierta.

A la mitad de su caminata, entre tantos chalet californianos,mi conocido tropezó con un desnivel en la vereda de uno de ellos. Se rompió la cara. La sangre brotó de su frente. Su mejor pegó un grito.

Mientras eran observados, sin saberlo, por una pareja como ellos, pero cuyos integrantes eran más jóvenes, un hombre y una mujer que estaban sentados plácidamente en la pared baja del jardín delantero.

Lo próximo que recuerda mi conocido es el agua cayendo en su cabeza en la pileta de los testigos de su accidente y los dueños de la casa. Cuando giró la cabeza en el lavabo para observarlos de perfil, en el baño, los rasgos faciales de la pareja se deformaron con una pequeña latencia para convertirse en saturninos semblantes con ofídicas pupilas que lo miraban con fijeza.

Por lo tanto, mi conocido trató de salir rajando del lugar cuanto antes, dejando en claro que el golpe no le había causado nada grave. De hecho, la herida le dolía y mucho me confesó. Volvió a su casa con la frente tan hinchada y la nariz algo partida.

A la noche, en su habitación, mi conocido le dijo a su mujer que si bien era el deber de la pareja ayudarlo porque la vereda peligrosa era de la propiedad de ellos, en verdad habían sido muy amables en dejarlo entrar en su baño, y socorrerlo con una venda y el agua.

Pero antes de dormirse recordó el detalle alarmante: los ojos de los integrantes de la pareja se habían transformado frente a él. ¿Por qué? Esas cosas no pasaban.

Decidió retornar al otro día a la casa de sus auxiliadores para regalarles una caja de alfajores y verlos otra vez para cerciorarse de que no tuvieran una cara cambiante.

El chalet brillaba bajo el sol, ya que era la hora de estar en la playa. Mi conocido era consciente de que había sido una accidente agradable; la excusa perfecta para armar otro plan que no sea ir a la playa con su esposa.

Con la caja de alfajores en un brazo, golpeó la puerta con el otro y esperó. Nada.

Oyó un crujido, una especie de respiración jadeante que provenía de adentro, y pensó que tal vez los dueños de la casa estuviesen haciendo algo que parecía más humano que ellos. Eso lo calmó un poco y dio media vuelta, volvió sobre su paso, con la idea de comerse los alfajores a la noche con un café, después de todo, eran ricos, los más ricos de ese paraje de la costa atlántica.

Entonces sintió un escalofrío a sus espaldas.

La puerta de entrada bajo la galería exterior se estaba abriendo sola. Escuchó el sonido inconfundible de la oportunidad, el aire fresco que venía de adentro de esa casa golpeó su cuello, y supo que la puerta se abría para que él entrara al vestíbulo.

Era un vestíbulo de casa de inmigrante italiano, con dos sillones enfrentados y una mesita en el medio, como si pasaran los antiguos dueños la tarde ahí esperando una visita o levantándose, apoyados en su andador, para mirar a la calle a través de los sucios cristales de sus ventanas.

Primero, creyó que estaba vacío. Que no había nadie en esa habitación de la casa en la que no había reparado el día anterior.

Pero no era así, la pareja estaba sentada en los antiguos y duros sillones, rígidos, como si fueran autómatas, perdidos en los sueños que sugerían sus ojos cerrados. Sus manos estaban cerradas en sus regazos como en una plegaria. Enfrentados, cada uno en su pequeño sillón, la pareja parecía más separada que nunca.

Mi conocido tosió dos veces. Los ojos de sus auxiliadores se abrieron sin apuro, lentamente y se clavaron cada uno a su turno, primero los de la mujer, luego el del hombre, en los suyos. El sol se apagó detrás de la espalda de mi conocido en cuanto la pareja despertó de su trance. El día se volvió gris.  Comenzó a llover.

Mi conocido entregó la caja de alfajores a la mujer, que la recibió con unas manos de uñas largas y grises, demasiado largas y demasiado grises. Intentó conversar con ellos para saber si eran turistas o residentes pero se mostraron reticentes y molestos. Y cada tanto los dos bañaban sus labios con la saliva de sus lenguas. Por lo tanto mi conocido, en ese momento recordó que en el baño había notado lo mismo el día anterior mientras su sangre se mezclaba con el agua de la canilla del lavabo. Entonces, si bien los ojos no eran ofídicos como lo recordaba, mi conocido se dio cuenta que los habitantes de la casa tenían una cara cambiante, bastante difícil de clasificar. No podía asimilar las facciones. Eso lo hizo zozobrar, como si estuviera en el borde de la terraza de una casa, en vez de en la costa atlántica en la casa de unos posibles turistas extraños.

Al otro día, mi conocido decidió volver a la playa cuanto antes y seguir el recorrido por el que había terminado en el suelo de una vereda dos días atrás.

Su esposa lo acompañó, preocupada por lo salud mental de su compañero. La noche anterior había hablado de más. De cosas negativas. Le molestaba a ella cuando él se ponía tan serio y negativo. En general, discutían por ese tema. En realidad la que percibía lo negativo era ella, para él no eran negativas si no relatos que le gustaba contar para no aburrirse y jugar con las emociones. Después de todo, a mi conocido, como los primeros relatores de lo fantástico, le encantaba contar historias, y no todas podían ser alegres.

A la altura de la casa tuvo que bajar el cordón de la vereda y alejarse de la misma para observarlo todo desde el medio de la calle.

Había un cartel grande que decía: En Venta. Y tenía una pegatina cruzada que decía Vendida. Las puertas estaban cruzadas por maderas nuevas. Las ventanas también. El pasto había crecido por la lluvia del día anterior. Estaba demasiado alto. Le pareció que el día anterior la casa no estaba en venta. Su esposa opinó que tal vez estaban tan preocupados por el golpe que se dio que simplemente no lo habían notado.

Lo cierto era que de un día para el otro, los ocupantes se habían marchado a otras playas, a otras ciudades, vaya saber. Mi conocido jamás podría reconocerlos pero me aseguró que no eran gente ordinaria, que ni siquiera eran gente, que podían ser otro tipo de seres en los que nunca había creído del todo. Y que para que nadie sospechara nada extraño, habían agregado ese cartel que decía En Venta y Vendido a la vez. Después de todo, la gente de ese lugar está acostumbrada a una subsistencia inexplicable para ellos mismos si se les pregunta bien, y cada vez más, a la gente para ellos rara de la ciudad que escapa del bullicio para establecerse cerca del mar.

Este subgénero del cuento fantástico, que llamaré de los cara cambiante, se repite en algunos relatos que encontré en las narraciones de los primeros cuentistas argentinos, donde yace inexplorada el esplendor de la verdadera narrativa del cuento sobrenatural argentino del siglo XIX.

 

por Adrián Gastón Fares, 27 de Enero de 2019.

 

El vendedor de tiempo

Hasta sacar turno fue difícil. Tuve que armarme de paciencia para aguantar hasta ese día y de tesón para sentarme en una silla frente a su mesa en el bar. Había que traspasar a un grupo de sindicalistas que estaban buscando al manosanta para que les augurara el resultado de las elecciones del año próximo. Como el augurio no era favorable para ellos intentaban sobornarlo para que realice un gualicho político. En vano porque el manosanta tenía más guardaespaldas diseminados por el bar que el líder sindical.

Lograron echar a los sindicalistas y logré sentarme frente al gurú. Sin vueltas, le dije que necesitaba comprar tiempo. Alisó su barba, bebió un trago de moscato y respondió que eso salía caro.

–¿Cuánto?–pregunté.

–Todo el dinero que tengas.

–Ahora tengo mil pesos.

–Dame los mil pesos.

Los tomó y se los entregó a un niño que lo secundaba.

–Para los fichines–le dijo.

–¿Y?–pregunté.

–Dije todo tu dinero. Eso es un vuelto que tenías en el bolsillo.

–No tengo más–aclaré.

–Entonces nada.

Me alejé y en un rapto de locura giré otra vez hacia la mesa que ocupaba el gurú en ese bar notable del centro de Buenos Aires. A su lado había un hombre con anteojos con lentillas de un brillo rojizo.

–Ok, te voy a dar mi casa.

–¿Tu auto?–preguntó el gurú.

–Mi auto también.

Extendió un contrato que firmé sin mirar.

–¿Y ahora?–pregunté.

–¿Vos querés tiempo, no? ¿Por qué lo querés?

–Estoy enfermo. Necesito un año para termina una tesis.

Los acompañantes del gurú comenzaron a reírse en ese típico bar de Buenos Aires. Estaban realizando otras tareas pero parecían estar atentos a nuestra conversación. Hasta el jamón que colgaba del techo parecía haber cobrado vida y temblaba por el estruendo de las risas. El gurú dejó de reír y señaló al hombre de  anteojos rojizos.

–Preguntale.

–¿De qué es la tesis?–se dirigió a mí el de gafas.

–Es una investigación sobre las diferentes especies humanas que conviven en la actualidad. Sabían que los Nearderthales llegaron a convivir con los Homo Sapiens, ¿no? Incluso parece ser que los extinguieron. Estoy estudiando distintos cerebros donados a la ciencia.

–Qué lindo ¿Y necesitás un año para eso?

–Mínimo–respondí.

–¿Cuánto te queda?

–¿De vida? Como mucho seis meses.

–Bueno–leyó el contrato.– Alejandro Heredia te presento a Gustavito.

Gustavito se sacó las gafas rojizas. Tenía lentes de contactos claros que contrastaban con su piel morena. Por lo demás, parecía un ex boxeador. El gurú preguntó.

–Ahora, ¿cuánto le queda de tiempo a Alejandro, Gustavito?

–¿Para terminar su investigación y escribir la tesis?–inquirió Gustavito.

–Así es, maestro–dijo el gurú.

–Un mes.

Enloquecí. En un mes no podría escribir ni diez páginas de mi tesis, ni mucho menos reunir los datos y hacer los experimentos necesarios.

–Necesito más tiempo, no menos–contesté subrayando la palabra más.

–¿Tenía un mes no, Gustavito?

–Tiene un mes–contestó el gurú.

–¿Y si no lo termino en un mes?–pregunté.

Gustavito abrió un cajón de la mesa, extrajo una pistola y la apoyo en la madera gastada de la mesa.

–Ya está cargada. En menos de un mes te va a encontrar.

–¿Un mes?

–Sabés que, Gustavito, ya que insiste, vamos a darle treinta días corridos ¿Te parece, justo?

–A ella le parece justo–dijo Gustavito sus ojos azules clavados en el frío metal de la pistola.

–¿Y a vos?–preguntó el gurú.

–Treinta días corridos me parece más que necesario.

–¡Son unos estafadore!–grité.

Aquel manosanta era mi último recurso. Había llegado a él por un editor de ciencia ficción, un gran amigo, que me lo había recomendado como la única solución a mi problema. Como yo estaba descubriendo información sobre el ser humano que me parecía increíble hasta el momento, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de ganar tiempo para terminar mi trabajo científico. Según mi amigo editor, el gurú había encontrado la manera de manipular el tiempo a gusto.

–Ni en un año y medio podría terminar este trabajo–expliqué.

–Veinticinco días corridos tenés ahora–murmuró Gustavito.

–Veinticinco días corridos–repitió el gurú.

Gustavito tomó una agenda barata, marcó una fecha del mes en que estábamos, y me la entregó. Luego acarició el arma.

–Ese día ella y yo vamos a dar un paseo. Hasta donde quieras que estés.

Tragué saliva.

Así fue que compré el tiempo para terminar mi tesis. Como verán si estoy escribiendo esto es que me sobraron unos cuantos días de ocio luego de finalizar el trabajo. Antes de dejar a Gustavito y de volverlo a ver recién el día que disparó tres tiros contra el cristal de la ventana de mi apartamento, el día en que tuve que escapar y buscarme un hotel para escribir las últimas veinte páginas de la tesis, antes de entregarla a mi editor, el gurú preguntó:

–¿Vos querías comprar tiempo, no?

–Sí, pero pensé…–balbuceé.

–El dinero es para tu sicario–dijo el gurú, mirando de reojo a Gustavito

Y agregó:

–El tiempo es tuyo.

Por Adrián Gastón Fares

El hombre sin cara. Cuento.

Un hombre sin rasgos faciales nació en el barrio de Once de Buenos Aires. Los médicos que lo extrajeron del cuerpo de su madre le advirtieron a ella que no tenía rasgos faciales, pero aclararon que gracias a Dios tenía todos los sentidos intactos. El niño había llorado y todo, luego de un minuto, ya que a través de los poros de su pielcita, salió disparada una nube de vapor, como si algo hubiera activado un rociador, que se esparció por toda la sala de la clínica.

Según el médico su verdadera cara estaba debajo de gruesos pliegues de lampiña piel, pero de alguna manera la información visual y auditiva, que son las más importantes para los humanos, ya que el olfato no parece muy útil, llegaba al cerebro, que estaba en algún lugar de esa cabeza que parecía un huevo rosáceo.

Cuando llegó el momento de pasear con el cochecito de bebé, la madre le dibujó antes con un marcador indeleble unos ojos, una nariz y una boca. El padre retocó un poco el dibujo de la madre y los dos quedaron muy contentos con el resultado. La gente quedó encantada con el resultado en la calle. Le sonreían y hasta lo acariciaban.

Aprendió a mover los rasgos como pudo y en la escuela, haciendo mucho esfuerzo, pudo estirar tanto la parte inferior del huevo que tenía de cara, lo que hubiera sido su mentón, que logró separar una hendidura parecida a una boca, justo donde tenía la boca dibujada. El tiempo pasó y el hombre sin cara creció y pasó como uno más entre los pares, salvo algunas bromas de los pocos que podían darse cuenta que su cara era un dibujo. Durante el colegio secundario el acné revistió la piel de donde hubiera ido el rostro de cráteres y eso ayudó a que otros se sintieran identificado con él. Después de todo, las caras están en proceso de erupción en esos años.

Con el tiempo, después de graduarse en Bellas Artes, el hombre sin cara se convirtió en un intérprete excepcional, aprendió a recitar obras de teatro clásicas de memoria, escribió las suyas, fue premiado, elogiado, e incluso ganó algo de dinero. Tenía ese don de contorsionista en su cara. Era un experto en la imitación. Y no sólo eso, a veces lograba transmitir estados de ánimos jamás experimentados por el público ya que podía plegar la piel de una manera nunca antes apreciada por los espectadores de teatro.

En ese momento, en la cresta de la ola de su popularidad, consiguió enamorar a una chica que con el tiempo se convirtió en su pareja. La misma chica lloró ante las menciones y premios colgados en las paredes del apartamento del hombre sin cara, donde vivía solo, con varios espejos, desde que se había mudado de su Once natal. El hombre sin cara no entendía por qué la chica había llorado, porque a él parecía irle bien.

Al poco tiempo el dinero no alcazaba. Y el hombre sin cara malgastaba en miles de lapiceras y marcadores de tinta indeleble su desequilibrada fortuna. Un primo lejano lo ayudaba en secreto económicamente y eso bastaba a esa familia para mantener la ilusión de que no habían tenido un hijo sin cara. Pero la chica ya no toleraba la situación y la gente decía que había que tener un futuro, que debía tener un PLAN B el hombre sin cara, y hacía rato que el hombre sin cara no quería hacer otra cosa que dibujar, escribir, actuar e incluso bailar; todo lo cual estaba escrito en la obra de teatro que quería presentar cuanto antes.

Así y todo, por esa época la pareja decidió festejar su unión espiritual, ya que la física no paraban de festejarla, y si bien no eligieron casarse, hicieron una fiesta en el apartamento de la suegra del hombre sin cara. Para la fiesta, fue invitado un familiar, el primo lejano que era una especie de mecenas de nuestro protagonista, que había crecido con el hombre sin cara, que había visto a los progenitores del mismo pintarle las facciones, porque era de esos hombres que siempre están en el momento justo y en lugar indicado para influir en la vida de los demás.

Es más, se vistió de lujo para la ocasión, él que era sucio y vulgar, y llevó un sombrero de vaquero, que le daba un aire de patriarca superado. Una mirada del primo lejano dejaba sin valor la de los padres del hombre sin cara. El brillo de esos ojos sagaces y resentidos era capaz de convencer al mundo de que nunca se habían destrenzado los continentes. El amor nunca tuvo un contrincante tan entrenado, tan erguido, tan lastimado como para clamar venganza.

El hombre sin cara, en la terraza donde se festejaba la unión de los amantes, se quejó de que faltaba vino para el festejo, algo de lo que se iba a encargar el primo lejano, incluso había dicho que su finalidad era alegrar la fiesta con los vinos que él mismo producía. El primo dijo, tomándose la punta de su sombrero.

–No tenés cara para decirme esto. No tenés cara.

El hombre sin cara no sabía que contestar. Empezó a sentir un remolino ardiente que nació en su estómago y subió hasta su pecho. Él había hecho las cosas bien, él había administrado las cosas para que ahora estuviera a punto de cumplir y realizar su gran obra. Las sumas que enviaba el primo lejano eran una limosna. Y hasta él había trabajado en sus viñedos al principio sin paga. Pero el primo lejano repitió.

–No tenés cara.

En ese momento el padrastro de la pareja del hombre sin cara se miró con su esposa y todos bajaron la cabeza, desilusionados del hombre con cabeza de huevo.

Unos días después, cuando seguía preparando una obra de teatro que se llamaba El hombre sin cara, el cielo ennegreció y se desató una tormenta, El hombre sin cara estaba ensayando en un galpón que había convertido en sala y se dio cuenta que era el cumpleaños de su querida y debía pasar por la florería. Olvidó su paraguas. La lluvia fue tan fuerte que borró las facciones que tenía dibujadas. Fue tanta el agua que cayó, y tan lacerante, que llegó a borrar incluso las que habían dibujado sus padres. La ciudad se inundó de agua y el semblante del hombre sin cara de tinta.

Las cejas se despintaron, cayeron sobre la nariz en una mancha que ya no tenía límites claros, la nariz se desparramó sobre lo que hubieran sido sus mejillas como si fueran los redondeles rojos de un payaso, y la boca cayó hasta la punta del huevo que debería haber sido su mentón. Aún así llegó a comprar el ramillete de flores para festejar el cumpleaños de su pareja.

Así que entró en su apartamento con las rosas y su pareja empezó a gritar. En vez de decirle que su cara se había desfigurado por el agua, le tiró un trapo y dijo que no podía seguir en la situación en que estaban. También le dejó en claro que era una maldición para sus padres, y para su primo lejano sin dudas, y que evidentemente tenía serios problemas psicológicos que había tratado de advertirle que fueran enmendados. El hombre sin cara sabía que tenía algunos problemas por no haber tenido cara, pero no eran nada comparables a los que tenían los demás. No había manera de explicar su vida.

El hombre sin cara terminó llorando y temblando en su apartamento frente a su pareja que le anunció que lo abandonaba y que se iba bien lejos porque su madre había comprado un pasaje para llevársela de viaje y alejarlo de él lo más rápido posible.

Solo en la casa, el hombre sin cara fue a una caja de madera que tenía en el placard, la abrió y sacó el certificado de hombre sin cara que le habían expedido el estado argentino hacía muy poco tiempo, mientras conocía a la que ahora era su ex pareja. No era el único, pero otros simplemente tenían un huevo en vez de cara, y desde niños andaban así, con una tez oscura, a veces con llagas de restregarla contra la pared para tratar de sentir algo de forma directa, otras veces bronceada por el sol, cuando elegían vivir alejados de la sociedad. Sabía que algunos sentían tanto que elegían esconder la cara en algún armario.

Con el certificado de hombre sin cara, y sin parar de llorar, el hombre se dirigió a la cocina, abrió la hornalla y quemó el certificado, que incluso le había sido entregado por su querida cuando llegó por correo. Luego tomó el jabón blanco de lavar la ropa, fue al baño y comenzó a lavarse la cara, hasta que no quedó ni las cicatrices de las repetidas manchas que había dibujado su madre hace tantos años, y las que él había vuelto a marcar tantas veces con ahínco; las que parecían ojos, una nariz y una diminuta boca, que él mismo había aprendido a fruncir haciendo esfuerzos desmedidos, como el mejor contorsionista, se fueron alisando y la cara quedó casi como un huevo rosado, enrojecido en su totalidad ahora y no sólo en algunas partes por la fricción del jabón y la de sus propias manos. El huevo que tenía de cara parecía ahora un gran ojo restregado.

Fue a una psicóloga, de ascendencia griega, que le dijo, como si fuera el mismo Zeus, que nadie debía quererlo si no quería estar con un hombre sin cara. No era una obligación que su ex pareja lo quisiera; con eso pareció estar descubriendo América la mujer. Luego fue a otro que le dijo que el mundo era injusto. Y que él debía ser descendiente de los primeros homínidos fallidos, esos que relataba el Popol Vuh, con caras yermas como la suya.

Desesperado, visitó a un homeópata que le dijo que tomando unas gotitas de un líquido podría empezar a recuperar sus rasgos. Todos los defectos del hombre sin cara que no tenían que ver con no tener rostro comenzaron a agigantarse ante él como terribles pesadillas que se proyectaban en la pared desnuda del apartamento donde vivía. Necesitaba salir de ese lugar cuanto antes.

Se había dado cuenta del gran sobreesfuerzo que estuvo haciendo toda su vida para encajar, para salir adelante, porque él era el primero de todos que sabía que en lugar de una cara tenía una planicie que tuvo que aprender a domar para expresar sus variadas emociones. Al principio golpeaba con su cabeza la de los demás, para dar a entender que le gustaban. Algunos, y con razón, lo tomaban a mal. Descubrir lo que ya se sabe es lo más aburrido del mundo. Y la tristeza y el sopor de lo monótono inundaron al hombre sin cara. El futuro estaba vacío.

Como el agua ahora parecía perseguirlo, el día que salió de su apartamento dispuesto a conquistar el mundo otra vez no paraba de lloviznar. En las calles céntricas de Buenos Aires, trató de encontrar a otro hombre sin cara, a una mujer sin cara también, pero fue en vano, todos parecían haber escapado de alguna manera de ese lugar. Sabía que no todos los hombres sin cara tenían cabeza de huevo, así que andaba mirando a los que tenían sombreros, a las que andaban con paraguas escondiendo la cabeza, a las niñas cuyo cabello parecía de utilería, a los niños que llevaban máscaras aunque no hubiera ninguna fiesta ni era carnaval, a los viejos que tenían una pipa más grande que su nariz, y más que nada, a los tatuados, con cuidado, porque algunos decían que traían mala suerte. Pero nada.

Entonces trastabilló y cayó en una zanja sucia, ya cuando estaba por el barrio de Palermo, y había caminado más de cinco kilómetros de donde vivía. Ahora sus facciones eran un caos organizado por el barro de la zanja. Pudo verlo en el baño de un bar y luego se alejó para meterse en el estudio donde estaba ensayando la obra. Juntó fuerzas y con la cara que parecía ser un lodazal, pero guarecido esta vez de la lluvia y de las personas, comenzó a proferir el discurso que había preparado para la obra que iba a interpretar con su amada ausente.

Odiaba realmente más que nunca a su primo lejano. Estaba dispuesto a ir a buscarlo y arrastrarlo de los pelos por todo su viñedo de uvas agrias. Pero él no era así. Sabía que la vida se desplegaba, se alisaba, se contraía, se ahuecaba, arrugaba, se desprendía y que esa verdad era inherente a todo, como si lo que lo separaba de su primo lejano fueran esas tierras resecas y partidas que generan las sequías. Y pensó que esa terracota inutilizable era la que tenía su primo en su corazón.

No había nadie en el galpón que usaba de sala de ensayo. Las ratas paseaban por las vigas y sorteaban los reflectores. Las palomas anidaban en el techo de zinc.

El hombre sin cara se mantuvo de pie una hora e interpretó todos los papeles de la obra que había escrito. Luego advirtió que por el techo, que debía estar agujereado, caía un pequeño hilo de agua. Caminó hasta el agua azul verdosa y dejó que lo salpicara para darle así un nuevo aspecto a su redondo y liso semblante. Entonces buscó una vieja silla de madera que había en un vértice de la habitación y se sentó. Levantó su mano derecha, extrajo de sus bolsillos un marcador y dibujó una cara en cada una de las yemas de sus dedos.

Una yema sonreía, la otra expresaba frustración, en el dedo medio había una asombrada, una frívola la seguía y en el meñique una carita absorta. Se quedó mirando su meñique por mucho tiempo, hasta que logró que la cara absorta comenzara a moverse.

De alguna manera, logró que la piel de su dedo meñique se estirara, cambiara de forma, comenzara a hacer una transición entre las caras que estaban dibujadas en las otras yemas. Y se distrajo tanto con eso, que la noche sobrevino, el día, las semanas, los meses y enflaqueció hasta quedar hecho un esqueleto. Un día su cabeza se desplomó del peso.

Lo encontraron, hecho un esqueleto, sin piel y con la cara que los médicos habían dicho que tenía bajo el huevo que debió contener una cara. El rostro descubierto, como el de los demás humanos, era único, y hasta en la deformidad de la muerte conservaba la pasión que lo había guiado en sus pasos por este mundo de gente que, en general, llevaba una cara bien visible.

Y así termina el relato de la vida del hombre sin cara.

Por Adrián Gastón Fares

El cuento original

No fue fácil encontrarla. Días que se convertían en noches cotejando mapas, leyendo sitios de Internet, rebuscando para dar con las claves de un cuento infantil, de esos que sólo cuentan los padres cuando desean asustar a su prole, o quieren sorprenderla, sin sospechar las consecuencias que este tipo de cuentos puede tener sobre la viva imaginación de un niño.

Y cuando me hice grande, cuando dejé de leer libros de terror, de repente, un día, recordé el viejo cuento infantil. Todas las familias tienen su canción, como en La Perla, de Steinbeck, y sin duda todas tienen sus cuento. Las letanías corrosivas de estos cuentos, como los zumbidos, solamente son escuchadas por quienes los padecen. Pero a diferencia de ese descalabro que me afecta tanto, el tinnitus, el padecimiento del cuento estaba unido a cierto placer. Creo que todo me llevó a esa casa, esa tarde, en la costa atlántica, cerca de Mar de Ajó para que se ubiquen pero a la vez se pierdan, porque no se las voy a hacer fácil, porque para mí no lo fue, y las cosas que cuestan son las mejores dicen, y crucé la tranquera, para seguir el camino que me sugerían los sauces y los nogales hasta la puerta desvencijada en el frente de ese chalet californiano hundido por los vientos.

Es sabido que en la costa atlántica de Buenos Aires abundan este tipo de chalet construidos por los italianos pero menos se sabe que es un lugar mágico, plagado de entidades de difícil clasificación científica. Es la cercanía del agua, algunos dicen, de la humedad, la falta de bullicio. Pero toda la costa atlántica está plagada de seres que otros piensan que viven en otras alturas, como las de Córdoba, o en la cristalina belleza de Neuquén. Son cosas que averigüé en el camino de lecturas incansables que me llevaron a dar con la casa exacta. En foros de pesca, en foros de viajeros, hoy en día las claves están para quienes quieran buscarla y estén lo suficientemente locos para hacerlo, o sean apasionados como yo por las aventuras inusuales. Lo único que yo sabía con seguridad era que en ese lugar habitaba un ser descrito por mi padre como fantástico.

Sabía que al empujar la puerta iba a encontrar a una mesa con adornos florales, porque era la historia que contaba mi padre que a su vez le había contado su padre, y que cuando mi padre la visitó ya no había sólo un jarrón con las flores, la casa estaba un poco más venida a menos, pero había sumado un altar con incienso y deliciosas frutas frescas ofrendadas a una fotografía de un orgulloso hombre de campo. Y el ser que vivía dentro seguía apareciendo. Y mi padre también fue bendecido por la presencia radiante y fresca de un ente de difícil descripción, una ondina algunas veces que la contaba, otras una loca ciega, pero bella como pocas, que se había alejado del pueblo a su quinta para esperar a un amante que se había ahogado en su lancha en una tormenta en el mar. Cuando era más pequeño mi padre decía que era una sílfide, una especie de hada que le había dado un gran placer, yo podía entenderlo, porque una noche corrí en el barrio con mi grupo de amigos, durante una peregrinación de la misma Virgen, y había una niña que me gustaba, y jugábamos al ring raje y al llegar a mi casa me pareció que había vivido la aventura más maravillosa del mundo al lado de la niña más dulce que el cielo puede cruzarle a un niño, y soñé durante años con eso, más o menos hasta que la historia que contaba mi padre cambió de cariz, y de repente me vine a enterar que la princesa de la casa abandonada en el camino a Mar de Ajó, no era una sílfide ni un hada, sino una desquiciada que confundía a los raros visitantes de esa quinta con la vuelta de su amor perdido.

Así que ese día esperé impaciente, sentado a la mesa, mirando como el polvillo caía del cielo raso descascarado. Y la primera cosa rara que vi fue al tomar una fotografía.

El flash de la cámara iluminó la habitación y el polvo que parecía caer del cielo raso en realidad subía. O sea, las motas blancas claramente volaban hacia arriba en vez de seguir la gravedad y caer. Me di cuenta que no había razones para ese fenómeno y que el viento que entraba por el cristal roto de la ventana bien podía ser el responsable del remolino que hacía que las motas se comportaran así, aunque las puntas celestes del mantel de la mesa no se movían. Impaciente, observé mejor la mesa. El vaso de vino, la damajuana a un costado, como relataba mi abuelo según mi padre, las servilletas amarillas, como contaba mi progenitor que las había visto, el pedazo de pan negro, de cerámica, no era un pan real, si no esos que ponen de adorno en las panaderías, y los cubiertos, no tan brillantes como contaba mi padre, más bien sucios, con pedazos de algo oscuro que parecía ser sangre. ¿Y dónde estaba la sílfide o la loca de los placeres? Esperé, la sombra de una silla dispuesta en una esquina, al lado de una ventana, se estiró bajo el techo alto y triangular. La vi desplegarse en el suelo hasta que alcanzó mis zapatos (no iba a ir en zapatillas a encontrarme con esa entidad femenina fantástica)

Estaba siguiendo las reglas del cuento. Lo estaba haciendo bien. Pero la casa estaba vacía. Me iba a levantar, avergonzado por haberme creído esa historia pensada y compuesta para los niños, pero no, de repente, una de las puertas que daba a ese living comedor se abrió y una mano pálida tanteó el aire. Tragué saliva y me mantuve en mi lugar, aunque la mano tenía uñas largas y sucias, con tierra húmeda debajo, como si viniera de escarbar en la tierra.

La mujer, porque no me animo a descalificar a un ente infantil con otro nombre, y el de sílfide o loca ya no le cabe, sacó el cuello por la puerta, girándolo como si fuera de goma, y fijando la mirada acuosa de esos ojos donde yo estaba. La oscuridad no dejaba que pudiera ver su cara.

Como pude me mantuve en mi asiento y me convertí, como habían hecho mi abuelo y mi padre, en su amante recobrado, observando como sus pasos se acercaban hasta mi silla como lo había hecho antes la sombra, pero mucho más rápido. Pronto me vi oscurecido por ella y sentí sus manos que me palpaban el rostro y después vi el brillo de un solo colmillo en su dentadura, que iluminó a la vez su boca fruncida: debía tener noventa años. Me quedé quieto, apenado por el destino de lo que uno sueña, que siempre tiene que ser tan distinto a la realidad, pero aún con el objetivo de cumplir un rito familiar y complacer al ente que había agraciado a otros integrantes de mi familia.

Esperé el manoseo, que mis ropas cayeran al piso, que me poseyera como lo había hecho con mi abuelo y mi padre, hacía años que había entendido que el cuento terminó en el dormitorio de la ondina, digamos ahora porque suena más a charco y a barro, incluso ante la risa de mi abuela materna, que decía que su yerno deliraba porque la única que lo aguantaba era su hija, pero sentí que en vez de caricias me estaban atando las manos detrás del respaldo de la silla con una soga.

La luna llena se filtró a través de un tragaluz ubicado sobre la puerta y pude ver mejor la cara de la ondina, que olía a tierra fresca como la que tenía en sus uñas; no tenía noventa años, parecía una anciana porque estaba tan flaca que uno podía contar sus huesos, pero debía rondar los cincuenta o sesenta años. Y tenía la fuerza de una demente.

Atado a la silla, con la respiración de ese ser al que apenas podía ver, me entregué a su juego como si fuera una tradición que debía cumplir, en este país tan falto de tradiciones propias, quise inmolarme a la familiar, la única que conocía, la que me hacía sentir parte de una comunidad, como la que había perdido cuando una exnovia griega había retornado a su país con su alegre familia.

Y pensé que la violación iba a comenzar, los botones de mi camisa cayeron uno a uno, arrancados por esa mano delgada y bruta, y cuando la cabeza de la entidad descendió pude observar que lo que tenía en los ojos era una secreción que ocultaba dos agujeros con forma de ombligo. La nariz del ente era tan chata que parecían ser los orificios de una calavera. Estaba ahí, pero como una mala operación estética, había deformado la cara de la mujer, cuyos rastros parecían haber sido finos y bellos en el pasado, cuando no eran tan angulosos y cuando tal vez la nariz estaba, o era otra, y los párpados estuvieran cerrados quizá y no enrollados en esa forma tan particular.

Y entonces, cuando pensé que sus manos iban a bajar hasta mi cinturón, cuando imaginaba que iba a sentir el casi nulo peso de ese cuerpo sobre el mío, y la tela inmunda de ese vestido manchado de orina, que iba a ocultar el abrazo de caderas en el que íbamos a quedar ese ente ciego y yo, sentí que pegaba sus ojos a mi pecho.

Me sacudí porque un escalofrío me recorrió la espina dorsal, pero mi movimiento no era para escapar si no para descubrir cuál era el objetivo de la exsílfide de los cuentos familiares.

Al ser la nariz chata, sobresalían más esos ojos con párpados enrollados como una persiana metálica vieja y rota que el resto de sus facciones. Y fueron sus ojos y los pómulos de sus mejillas los que empezaron a rozar mi piel. Al principio sentí una especie de frenesí, de ganas de que el acto sexual que esperaba se consumara, medí mi duda porque tal vez los cuentos siempre son un poco más oscuros de los que parecen, y al final existía esa recompensa de la que hablaba mi abuelo, la que transmitió a mi padre.

Pero el ser siguió rascándose contra mi pecho, a veces más rápido, otra veces más lento, pero sin parar, y ya no era el viento que entraba por el cristal roto el que sentía sino el de esas fosas nasales, que solamente exhalaban aire caliente, y sentía también que me ardía la piel porque el ente no paraba de restregar su cara contra mí, y luego siguió haciéndolo contra mi cuello.

El aire empezó a enfriarse, la llegada de la madrugada no debía estar lejos, y el ser seguía empeñado en lustrar mi cuerpo con su cara. Luego encontró mis zapatos, me descalzó, me quitó las medias y empezó a hacer frotar sus ojos contra mis pies.

Me reí como un loco en ese momento, aunque el pecho y el cuello me ardían de tanta fricción y aunque al mirar hacia abajo había visto que la sangre manaba de mi pecho como si esa cara me hubiera abrasado con sus frenéticas caricias.

El calor comenzó a llegar a mis pies, mientras imaginé que la boca de la exsílfide, en la más completa oscuridad, sonreía y se deleitaba. Cuando vi que apuntaba hacia mi cara, que su idea era ahora restregarse contra ella lo más que pudiera, empujé la silla hacia atrás. El ser trastabilló, giró la cabeza velozmente y acercó los ojos al florero, al jazmín marchito que desfallecía en el cristal. Comprendí que las dos aberturas que estaban sobre su nariz no eran ojos, que la nariz no podía ser una nariz, que lo que estaba haciendo era oler con sus ojos para ubicarse y que por eso los había frotado contra casi todo mi cuerpo, de una manera no tan impúdica es verdad, pero lacerante. Cuando su dos agujeros vertiginosos volvieron a apuntar hacia mí, hacia mi cara, desaté como pude los nudos, esa soga que en el suelo me parecía un ojo ahora, y dejé al ente en el medio de la habitación. Giré la cabeza antes de cerrar la puerta y vi cómo caía al piso y luego se arrastraba hacia mí con bastante velocidad, como si esa fuera su forma de caminar por el antiguo chalet californiano.

Así que si deciden parar en la ruta en su camino a la costa atlántica en las próximas vacaciones, o si van y vienen por trabajo, recuerden que hay una casa, detrás de unos árboles, morada por un ciega que alguna vez fue hermosa pero que el tiempo ha cambiado. Y recuerden que como dijo un maestro de zazen, practica que me consoló del tinnitus y de la vida, el tiempo fluye del presente al pasado, y ese margen de tiempo es impiadoso con los bellos cuentos. Más que nada sepan que las tradiciones a veces piden un sacrificio que no estamos dispuestos a tolerar.

En cuanto a ellos, los seres que descubrí en mi búsqueda de una mujer cuyos sentidos estaban intercambiados, que olía con los ojos, pero que era real; ellos son otra cosa, no son de este mundo, no envejecen, pero sí se adaptan a las circunstancias, y es más difícil encontrarlos. Pero no imposible. Y tendré que buscarlos para poder contar mi propia historia a mis sobrinos, una historia que el tiempo no destiña, cuyo objetivo brille más que el sol de aquella mañana en la que me aleje del chalet californiano a toda velocidad, con el cuerpo dolorido por las heridas que me causaron los ojos de esa mujer.

por Adrián Gastón Fares

 

 

 

 

 

 

La próxima. Cuento.

Las sombras de un atardecer opaco, ceniza, se cierran frente a él mientras encara otra vez la fortaleza donde termina el camino amarillento. Está el vendedor de mates, al que se acerca para preguntarle dónde está y porqué. Cuidador de cuidadores, domador de sueños, ingrávido y eterno morocho bordado de arrugas. El viejo le cuenta la historia del lugar, mezclando opiniones políticas y anécdotas sobre turistas borrachos y corridas de toros. En realidad le cuenta mucho más, pero Glande apenas puede escucharlo. Piensa que debería tener una camarita digital o algo por el estilo para grabar lo que cuenta ese viejo, la única persona en el mundo que conoce que está vendiendo algo y no le importa venderlo, le importa algo más que está, o estaba mejor dicho, justo donde empieza el portal con forma de arco de herradura. Pero cuando piensa eso ya está lejos del viejo, enfrascado en un nuevo intento de alcanzar la plaza contradictoria, con puertas enormes que invitan a entrar pero que están cerradas. Y eso que ya llega la noche y no tiene sentido querer entrar ahí. Pero igual se vuelve una y otra vez para encarar al viejo, que una y otra vez, cuando lo tiene enfrente, le cuenta las anécdotas de las jodas que se armaban en y por la plaza. Él apenas presta atención. Esa onda musulmana y española del lugar le da vuelta el marote a Glande, le hace hervir la sangre como la cercanía de una chica con activos rasgos árabes.

Agotado pero contento de estar respirando ese aire de lugar real pero a la vez posible, se acerca a la parada de colectivo a esperar uno que lo lleve cerca del puerto. Se le ocurre preguntarle al viejo otra vez, esta a los gritos, quién lo había hecho cruzar el charco y porqué. El viejo señala el amplio portal, donde Glande llega a discernir una melena parduzca que casi no se deja ver. Ese casi lo hace acercarse muchas veces más al viejo y a la antigua plaza de toros, yendo y viniendo como un borracho o un tipo hablando por celular en una esquina. Finalmente, se compra un mate.

Después Glande va feliz en el colectivo con su mate esférico, tallado y brillante como si fuera un mundo nuevo. Alguien sentado a sus espaldas le dice que mire atrás. Y ve la plaza fulgurante, inicial, repleta de gente, con toro y todo, y al viejo que, dejando su puesto de vendedor de historias, se acerca como en cámara lenta a las puertas que ahora están abiertas. La mujer parduzca abandona su escondite en el portal para ayudar a caminar al viejo, lo agarra del bracete, y juntos entran a la plaza. En ese momento, a Glande le da fiaca levantarse. Está feliz. Prefiere volver otra vez. Otro día.

Por Adrian Gaston Fares

Deslizate en el fuego. Cuento.

Parecía un decorado. El receptáculo blanco, con forma de molusco, que contenía a su antepasado, con trazos grises en los contornos, podía ser un dibujo en la pared. Pero no, era macizo y real. Dentro de ese hangar, en ese edificio magnánimo, descansaba un ser que había sido necesario para que él lo estuviera observando en ese instante. Sin ese ser, Oliverio nunca hubiera sido. El pensamiento lo mareó un poco. El lugar daba para ponerse a cavilar porque no había mucho que mirar. Salvo la pantalla, pero no quería que absorbiera su atención.

La habitación donde tenían a su antepasado era única. Estaba separada de la que contenía al resto de los receptáculos porque la familia de Oliverio había acumulado mucho dinero desde que el primer inmigrante italiano pisó el suelo del país, varios siglos atrás, allá por el 1900.

A Oliverio no le gustaban los números ni pensar en ellos. Con cierto desdén, aunque con un interés que no supo disimular ante el empleado de la empresa, confirmó que según el cronómetro del receptáculo faltaban tres días para que volvieran a la vida a su antepasado.

La ley exigía que un descendiente estuviera presente en el momento de la reanimación. El resto de su familia no quería hacerse cargo. Su padre, de vacaciones, tampoco hubiera existido sin la cosa que ahora flotaba en la máquina.

A Bautista lo habían criogenizado a los noventa años. El viejo se había empecinado. Al despertar su condena habría terminado. Pronto estaría libre. Lo había calculado.

Cómo odiaba los números, pensaba Oliverio. Esos números que eran tan vitales para el miembro de su estirpe.

El molusco no permitía ver las facciones de Bautista Segundo. El ser inspiraba y expiraba a través de dos tentáculos. Oliverio tenía grabada en su mente una fotografía del que estaba adentro de la caja. El ex jefe de la policía estaba en un zoológico y alzaba en sus brazos a un niño ¿Quién era ese otro antepasado?

Le daba igual a Oliverio. En la pantalla ubicada en el plexo solar del molusco podía ver las imágenes que proyectaba el ser que estaba adentro. Bautista estaba recordando como una mujer lo afeitaba frente a un espejo. Tenía que reconocer que las facciones de Bautista eran más afiladas que las suyas, su mentón más firme. Gracias a esa succión de recuerdos que demandaba la pantalla, la mente del congelado se mantenía activa. De otra manera, los recuerdos podían perderse y el que resucitara sería un ser sin pasado, con la memoria de un bebé.

La memoria era importante. El pasado. Lo que a Oliverio lo atraía de la situación era su trasfondo maléfico. Una búsqueda rápida de datos había dado como resultado lo que sus padres no quisieron nunca reconocer.

Bautista Segundo no había dudado en torturar a los que lideraban organizaciones religiosas cuando la revolución así lo había pedido. Su antepasado había mandado a asesinar a miembros de todas las religiones.

Oliverio no sabía mucho de historia pero la consigna había sido clara: exterminar las religiones organizadas. Se habían vuelto un peligro para el mundo. Su antepasado tenía un prontuario notable, incluso había practicado los últimos exorcismos, que eran una parodia de los reales, que terminaban en violaciones, estupros y asesinatos. Había sido una de las caras visibles del exterminio. La secularización había terminado con todas las creencias. Sólo algunos esperaban sin esperanza la aparición de vida extraterrestre.

Los gendarmes y la ciencia habían arrasado con todo. Era por la ciencia que Bautista estaba en ese cajón mágico y que no era una piedra, un puñado de polvo, o con suerte un par de huesos en una urna de un cementerio.

Dejó el edificio de la empresa, se subió a su motocicleta y volvió a su casa. Era la segunda vez que veía el receptáculo. En la primera había notado que otra persona lo miraba desde el otro lado de la pared de vidrio. El chico desapareció rápido.

Oliverio aceleraba mientras pensaba que la velocidad hacía que se olvidara de los números mejor. En una pisada podía pasar de 200 a 300 kilómetros por hora. Era imposible contar ese cambio en un período de tiempo tan corto. Eso lo alegraba y despreocupaba.

Pronto otra motocicleta lo alcanzó. Se le pegó y trató de desestabilizarlo para que chocara contra un camión. Oliverio traspaso el camión y aceleró, pero la motocicleta volvió a alcanzarlo con el objetivo claro de hacerlo despistar. Su motocicleta se ladeó hacia la derecha pero logró estabilizarla y esta vez alcanzó al otro motoquero. Le tiró su moto encima. A diferencia de él, su perseguidor tenía un casco, es lo que llego a ver mientras la motocicleta se metía entre las malezas a la vera de la ruta y el conductor salía expelido.

Oliverio detuvo su motocicleta y caminó hasta el tipo de casco. La motocicleta del desconocido se había arruinado pero el traje de grafeno que llevaba el motoquero lo había salvado. Oliverio buscó en su bolsillo el cuchillo y lo esgrimió contra el desconocido.

Él no se hacía problema, no llevaba casco ni nada. No le preocupaba estrellarse. El motoquero caído se quitó el caso. Oliverio reconoció al mismo chico que lo estaba espiado en la empresa.

El chico escupió y le dijo a Oliverio que no iba a permitir que despertara a ese monstruo asesino.

Oliverio, que no estaba seguro de si quería conocer o no a su antepasado, ante este exabrupto que lo ponía entre dos aguas, sintió que su vida tenía una razón y contestó.

–Es el derecho de Bautista volver. Él lo pidió. Pagó por eso.

–Pagó con la plata que le sacó a los que mató, Oliverio. Te conozco. Conozco a tu familia.

–Si seguís hablando así–contestó con seguridad Oliverio–­. Voy a clavarte esto en el ojo. Y te voy a meter ese casco caro en el culo.

El chico se levantó y le sostuvo la mirada mientras se limpiaba el traje que llevaba.

–Dale, hacélo.

–¿Quién sos?–. Le preguntó Oliverio.

–No tenemos la misma sangre. Pero vengo de la familia de la hermana de tu antepasado. Bautista mató a mis precursores, unos pastores evangelistas, y entregó al bebé que tenían a su hermana.

A Oliverio le importaba poco y nada el asunto. Lo que agregó el desconocido que afirmaba ser su familiar lo hizo reaccionar.

–No voy a permitir que levanten a ese viejo.

–Bueno–dijo Oliverio–. Eso se verá en tres días.

Se subió a su motocicleta y abandonó al extraño.

La satisfacción por haber encontrado un oponente apasionado, alguien que tal vez creyera con firmeza en algo, lo hacía pisar el acelerador a fondo.

Volvió a su apartamento, un piso ubicado en la esquina de la Avenida Santa Fe y la calle Talcahuano. Durmió un día entero. Al despertar contactó a su padre. Desde una playa y con la nuca sobre los duros pechos de una joven su padre le encomendó, con la promesa de retribuirle con dinero, el resguardo de la vuelta a la vida de Bautista.

Ya tenía dos incentivos. La estupidez del desconocido y el dinero de su padre.

Entrada la noche volvió a la empresa. Tenía que firmar el contrato donde certificaba que no demandaría a la empresa si la reanimación fallaba. Por otro lado, se sorprendió cuando la empleada del turno noche le explicó que se había puesto en marcha el rejuvenecimiento que había exigido Bautista.

Que no esperase ver salir a un anciano de la máquina. Si todo iba bien Bautista saldría con unos cuarenta años, que era lo que tenía, más o menos, cuando había cumplido con sus nefastas funciones.

Oliverio se sentó en una silla y se pasó la noche mirando los recuerdos de su ascendente.

Bautista levantaba a un niño. Corría por la costa bonaerense, debía ser Mar del Plata, donde ahora estaba la ruina que había sido la casa que el viejo tenía. En otra imágenes, Bautista, con la mirada acerada, enfrenta a una junta de jueces. Margarita O., una joven, declara que Bautista había matado a sus padres a sangre fría. Eran inocentes.  Sólo organizaban reuniones evangelistas. Su objetivo era mejorar el mundo, no destruirlo. No tenían nada que ver con los fanáticos religiosos que habían iniciado esa persecución despiadada. Bautista no contesta pero aclara que seguía órdenes.

Luego, ya viejo, está solo en una habitación, intenta salir, pero hay un policía en la puerta que lo detiene, vuelve sobre sus pasos, y se sienta apesadumbrado pero con la mirada altiva.

Oliverio buscó a la empleada y le preguntó si tenía criogenizado a un descendiente de Margarita O.

–Es una de las primeras junto con Bautista, Oli–. La empleada tenía el deber de llamarlo con su diminutivo, ser cariñosa, como en las tiendas de comida–. Ahora te voy a llevar a ver a la hija de Margarita O, está en la fosa común, si no te molesta entrar ahí claro, te llevo.

Filas de esos moluscos mecánicos se sucedían hasta casi el infinito. Oliverio se puso a ver la pantallita de la hija de Margarita. Sofía, se había llamado y se seguiría llamando.

El receptáculo, como el de su abuelo, había sido reforzado, modernizado y refaccionado a través de los siglos. No parecían simples heladeras como los primeros. Para apreciar el contraste sólo hacía falta mirar hacia el fondo.

Ahí estaban los receptáculos cuyos dueños no habían pagado lo suficiente para el mantenimiento. Eran unas cajas metálicas antiguas, tipo freezer comercial, medio oxidadas. Los ocupantes tal vez seguirían adentro hasta el fin de los tiempos. Oliverio había escuchado que algunos que salían de esas cajas vivían un día y morían. Un día para ver el futuro, qué locura.

Pero no sería el caso de Sofía, que estaba sumergida en un receptáculo actualizado y bien mantenido. Por lo que podía verse, siendo aún joven, y recién enterada de la criogenización de Bautista, la chica había desembolsado lo que había cobrado de indemnización su madre por el crimen de sus progenitores para asegurarse que dos días después de que volviera a la vida Bautista, ella también lo hiciera.

En las imágenes de Sofía se la veía junto a su madre de bebé succionando la teta en un calabozo. Luego con otra mujer, que vagamente le recordaba su padre a Oliverio, Sofía daba sus primeros pasos en la calle. Ya crecida, la hija de Margarita O., patina sobre hielo y es ovacionada por una multitud. No debía haberle costado el cambio, ese exilio en la máquina, pensó Oliverio.

Siguen imágenes de juicios. Sofía llora de alegría ante policías, de mirada preocupada, más jóvenes que Bautista. Esta vez, con esa mirada esperanzadora, estúpidamente triunfal, Oliverio la encontró parecida al motoquero que lo había perseguido.

Terminó teniendo sexo con la empleada en la cocina de la empresa. Sintió que se enamoraba. ¿Era eso? ¿Así nomás? ¿Cómo se atrevía hacerlo sentir de esa manera?

El amor era tan peligroso. Si bien las religiones habían desaparecido ante los avances vertiginosos de la ciencia, el amor seguía pujando y era la próxima cruzada de los humanos. Oliverio estaba de acuerdo en que era mejor la relación que su padre tenía con ese par de tetas de plástico que la que podía generar ese sentimiento pegajoso, irresponsable, que nacía en la panza y terminaba en los labios y que el común de los humanos llamaba amor.

¿Cómo era que una idea inventada por los humanos producía cambios químicos en el cuerpo? La creencia en la precognición de algunos retrógrados estaba basada en que era un instrumento para el amor. Las pruebas se habían sumado. Las coincidencias y los augurios debían ser atendidos. Lo único que había sido capaz de atentar contra la solidez del grafeno era lo que acababa de sentir cuando introducía parte de su carne en la carne de la empleada. Se olió la mano. Ese hedor…

Volvió a su casa, le temía más volver a encontrase con la empleada que enfrentar a ese chico que quería venganza. Desde el ventanal, observó la calle vacía y los vehículos que pasaban. Un par de zapatillas expuesto en una vidriera brillaba. Con lo que le pagaría su padre podía comprarse uno de esos y pagar las expensas a la vez. Era lo único que le importaba. Con un traje de grafeno y ese par de zapatillas podría esquiar sobre lava volcánica en las vacaciones. Deslizarse en el fuego. Eso era vivir. No quería atarse a nadie, ni siquiera a esa chica y mucho menos a ese ser que irrumpiría en su mundo en poco tiempo, con el que al fin y al cabo no tenía ninguna obligación más que asegurar su venida, porque lo único que le importaba era subir a esa montaña.

Sacaron uno a una las agarraderas que mantenían unidas las tapas del molusco dentro del cual flotaba Bautista.

Oliverio, como los dos técnicos presentes, llevaba barbijo y guardapolvos blancos. La resucitación ya estaba en marcha. La tapa comenzaba a levantarse. Salía humo. El olor era parecido al formol y lo prefería al otro que le había quedado pegado a sus manos.

Escuchó unos tiros y vio que entraba ese chico que lo había perseguido. Le disparó a los dos técnicos. Las paredes blancas se rayaron de grumos de sangre. Oliverio logró sacar su cuchillo y lo clavó en el cuello del chico que cayó redondo al piso. Mucho no le había servido el traje negro de grafeno al muy estúpido, pensó Oliverio. Fue lo último que pensó, porque desde el suelo el chico sacó otra pistola y le disparó un tiro que voló a Oliverio del mundo.

El día estaba nublado. El cielo arrastraba estrías blancuzcas. El edificio de la empresa, una masa gris con una puerta enorme, se recortaba contra el horizonte como si fuera el último refugio de la humanidad.

La puerta se abrió y salió caminando un hombre de unos cuarenta años con un portafolio negro. Con paso firme, marcial, dejó el predio y se adentró en la ciudad.

por Adrián Gastón Fares

Los edificios. Cuento.

Años encerrado en una habitación de paredes ocres. A mediodía, un rayo de sol entraba por un agujero hasta asentarse en una esquina. Desde el principio, habían llegado personas, toleró a algunas, quiso a otras, venían a entregarle un mensaje, a instruirlo para las pruebas: eran las pruebas, hablaban con él, se hacían tolerar o querer, ya lo dijimos, y desaparecían. Por su situación habían pasado muchos, como los vecinos que vivían en los otros recintos y ahora trabajaban para los magos. Lo recibían, para aconsejarlo a veces, darle un talismán otras, o para castigarlo, cuando retornaba de las pruebas y era que había fallado.

Mete el dedo índice en el rayo de sol y dispersa las partículas de polvo. Pasos leves en el pasillo. Un trío de mujeres se asoma. Debe seguirlas. Significa que su estancia ha concluido. Las sigue por el pasillo hasta la luz cegadora. Fuera de la pirámide su iniciación es condecorada por la ovación de sus amigos.  Abajo, una mujer de espaldas con el pelo revuelto por el viento del río. Las tres mujeres lo animan a descender por las rocas.

por Adrián Gastón Fares

Intento de desaparición

 

Un día estaba jugando con su amiga Vanesa, antes que al padre de Guadalupe, la chica que le contaba historias de terror al grupo en las noches de verano en las que se juntaban en la puerta del kiosco, se le venciera el contrato de alquiler, y la familia de Vanesa se mudara a una casa mejor en un barrio cercano, y decidieron que se esconderían atrás de un sillón en la casa de la abuela de Glande. En algún momento de la tarde, caminaron sigilosamente el espacio que separa el living con el garaje, y lograron sostener sus desapariciones atrás del Taunus amarillo de su padre. Esa proeza hubiera sido más digna de Martín, que de los amigos de la infancia de Glande es el único que sigue en el barrio. Cada vez que Glande baja del colectivo 520 con su mochila a cuestas, antes que el barrio gris lo vuelva a cansar en las ruidosas y divertidas reuniones familiares, donde su abuela y su tía abuela vociferan en dialecto italiano hasta el ensordecimiento de los presentes, Martín, que todavía parece un chico de diez años, pero más desamparado que a esa edad, lo saluda. Las drogas lo afectaron y ahora las frases son más largas y más lentas de pronunciar, pero igual se seguían entendiendo, incluso Martín, que se había vuelto evangelista y se ganaba la vida ayudando en un taller mecánico, era uno de los pocos que pensaban que Glande era un guitarrista que tenía una obra que llevar adelante y, cuando veía al padre de su amigo, le preguntaba qué era lo que estaba componiendo su hijo.

 

La tarde en la que se escondieron, sus padres llamaron a la comisaria de la zona para que buscaran a su hijo y a la amiga. Glande recuerda ver pasar a las personas buscándolos (sus abuelos, su tía abuela, su padrino, su padre, su madre), y se imagina a sí mismo mirando con una sonrisa satisfecha a Vanesa.

 

Los padres de ella luego se reunieron con los suyos en la casa de un vecino, donde pusieron en marcha una operación de búsqueda, que no llevarían totalmente a cabo, ya que en cuanto el atardecer empezó a dejar en penumbras el garaje, Vanesa y Glande salieron triunfales y se restituyeron, luego de recibir unos cuantos gritos, a la serie de acontecimientos naturales que los harían crecer y distanciarse.

 

por Adrián Gastón Fares

A la caza

Es de noche. Una casa grande se eleva tras un jardín. Las habitaciones están sumidas en la oscuridad. Salvo dos: una repleta de personas divididas en pequeños grupos, y otra que tiene un suave resplandor que titila.

El living está en penumbras, sólo el árbol de Navidad brilla intermitente en el lado de la habitación opuesto a la puerta. Es un árbol grande y está repleto de luces. Se escucha el tic-tac del reloj de péndulo.

La puerta se abre; una pequeña silueta entra, la cierra suavemente, y empieza a caminar hacia el árbol de navidad. Se tropieza en el camino con la pata de una mesita y casi pierde el equilibrio. Llega al lado del árbol. Busca entre sus ropas. Saca un cable, fino y largo. Mira el árbol, se agacha un poco y estira los brazos, porque el pesebre le impide acercarse más. Mueve las ramas inferiores, con cuidado de que no se caiga ningún adorno, y agarra uno de los cables de las luces del árbol. Atrae hacia sí una luz rojiza. La desenrosca. Después, conecta la punta pelada del cable anaranjado que tiene en la mano en el agujero donde estaba la lucecita. Pasa el cable por atrás del árbol. Lleva la ficha del cable anaranjado unos metros a la derecha y, todavía agachada, la silueta trata de embocarla en el tomacorriente. Lo logra. Mira el reloj de péndulo a sus espaldas. Se queda agazapada detrás de un sillón. Mira el reloj. Mira hacia la puerta. La sonrisa de la pequeña silueta se convierte en una mueca de desilusión. Mira el reloj. Mira hacia la puerta. El árbol. El reloj. La puerta.

Alguien maldice al tropezar detrás de la puerta, y la silueta se agita. Una sombra larga irrumpe en la habitación. La poca luz deja ver una barba blanca y un capirote rojo con un pompón en la punta.

Papá Noel trata de acomodarse el capirote, que casi pierde en el tropezón. El reloj de péndulo da la primera de las doce campanadas. Papá Noel está de pie, mira hacia todos lados y pregunta con voz grave si Julieta, Tomás o Nando están por ahí. Cuando termina de sonar el reloj, se agacha para agarrar un regalo. La silueta detrás del sillón cierra los ojos. Papá Noel mete ese regalo y todos los demás en su bolsa, y cada vez que se agacha, la silueta cierra y aprieta los ojos.

Papá Noel camina hacia la puerta, va a salir y se detiene. Escucha un zumbido eléctrico. Se da vuelta. Una de las lucecitas está largando chispas.

Camina hasta el árbol y nota que las chispas provienen de un cable que está conectado en el lugar de la lucecita. Papá Noel estira su mano para tocar el cable. La silueta se asoma de su escondite.

Papá Noel se estremece frenéticamente sin poder soltar el cable. Cae al piso. El árbol de navidad se apaga. Pasos en la oscuridad. Se prenden las luces.

La nena corre hasta el cuerpo en el piso. Le saca el gorro y la barba. Por un momento, lo mira triunfante.

La puerta se abre. Dos viejas empiezan a gritar.

 

por Adrián Gastón Fares

 

 

 

Monjas Fotografía del autor Adrián Gastón Fares

Los encantados

Monjas Fotografía del autor Adrián Gastón Fares

Lluvia y monjas Fotografía del autor Adrián Gastón Fares

Le serví el té a la señora con una tarta de manzana espolvoreada con canela.

—Nena, estás preciosa hoy ¿Te das cuenta el color de piel que tenés? Fijáte.

Sacó un espejo. Mi piel estaba bastante bien, algunos puntos negros nada más.

—Necesita anteojos—le contesté.

La señora, con una expresión algo más amarga, siguió sonriendo.

—Qué pena que no tenga nietos, señora.

—Matilde, ninguna señora, ya te dije, además te conté que no tuve hijos, ¡cómo voy a tener nietos!

—Es un deseo nada más.

—Los deseos pedílos para vos— Miró hacia la calle. Así parecía darle la espalda a su pasado.

La señora era muy flaca, con los hombros un poco caídos, y se teñía el pelo de un rubio ceniza, como para que no se notara tanto.

Seguí atendiendo hasta que escuché la ambulancia.

Afuera, en la acera, había una señora de la edad de Matilde, unos ochenta años, pero rellena. O por lo menos eso parecía tirada en el suelo.

Javier, mi compañero, volvió y me contó que la vieja se había partido la cadera. Mientras, Matilde había dejado su mesa y ya estaba al lado de la accidentada. Aproveché que Rodolfo estaba en la cocina y salí detrás de ella.

Los labios de la vieja temblaban. Al fin logró pronunciar una palabra.

—Alejandro.

—¿Quién es Alejandro, señora? ¿Su hijo?—preguntó Matilde.

—Mi nieto.

Los labios de la mujer siguieron temblando.

El de la ambulancia ordenó que se corrieran porque la iba a ubicar en la camilla a la señora. Matilde me miró un segundo, y tomó una decisión.

—Tomá, nena—. Me dio unos pesos—. Me voy.

Y se subió en la ambulancia con la vieja accidentada.

A los dos días volvió. Le pregunté sobre lo que había pasado. Llovía. Matilde parecía preocupada pero esta vez no por su pelo.

—No sabés cómo lloraba esa mujer en la ambulancia. El médico me dijo que en el estado que tiene ella, partirse la cadera… Qué mala suerte.

—¿Y quién era ese Alejandro— le pregunté.

—El nieto. Me pidió que vaya a visitarlo, que necesitaba llevarle las pastillas. Había salido para comprarle eso.

—¿Es enfermo?

—Depresión, creo.

—¿Y fue?

—Nena, no me animé. Dice que no quiere hablar con nadie. Vive encerrado.

—Hikikomori.

—¿Fujimori? Qué tiene que ver.

—Hikikomori, dije, señora. Es una expresión japonesa. Son los que no salen de la casa. A mí me gusta la cultura japonesa, Matilde. Leo mucho… libros.

—A mí no me gustan los japoneses.

—Bueno, son gustos.

—Me dijo que apenas habla, que se la pasa en la maquinita… en la computadora ¿Y si es un psicópata? Cómo le voy a llevar comida.

—¿Le pidió que le llevara comida también?

Matilde asintió.

—Espere.

Fui a la cocina y armé unos paquetes.

—¿Vos te pensás que no cocino, no?

—No, señora, es para que sea más fácil.

—¿Para el loco ése?

—Por ahí no es loco.

Matilde se quedó mirando por la ventana un momento. Inspiró hondo y expiró largo.

—¿Qué hace?

—Eso me enseñaban en yoga…. Dame, nena.

Me sacó la comida de la mano, se incorporó, apoyándose en la mesa, y caminó hacia la puerta.

La lluvia trajo a muchos clientes y ese día pasó rápido. Javier no me miraba. Me pedía opiniones sobre las chicas que intentaban seducirlo. Yo hacía rato que estaba en Argentina pero Javier hablaba con encanto, era moreno, musculoso, alto. Cuando entré pensé que iba a pasar algo entre nosotros. Pero no pasó nada y yo con las ganas. Esas esperanzas que no son buenas.

Al otro día estaba sirviendo un desayuno. Vi que Matilde me llamaba desde enfrente, cruzando la calle. Le pedí permiso al encargado.

—El Fujimori tiene la barba por el piso. Es alto. Sin barba sería un chico lindo, pobre. Pero está arruinado. Si hasta debía haber pulgas ahí. No me quería abrir la puerta al principio.

—¿Y cómo hizo?

—Le dije que su abuela se había muerto.

—¿Se murió?

—No, ¿sos tonta? Pero se lo dije para que me abra.

—¿Y le abrió?

—Sí. Y me miró con los ojos redondos como platos. Estaba en otro mundo. Había humo… Humo de la cocina no era.

—¿Y comió?

—Me sacó las pastillas de la mano. Está flaco como un esqueleto. No quiso comer.

—Tengo que volver porque si no me retan, señora.

Crucé. Me pareció que la señora me llamaba.

Rodolfo estaba con esa cara de culo que ponía cuando yo salía un momento. Si no era para sacar a los que entraban a vender cosas no me lo permitía. Yo los acompañaba hasta la puerta porque a Javier una vez le habían pegado. En cambio, conmigo no se metían. Rodolfo decía que yo tenía algo que calmaba a la gente.

Al otro día tuve franco. Así que estuve en la cama bastante, me hice las uñas, terminé de ver la serie, traté de meditar, hablé un poco con un chico, un argentino de esos cancheros de la zona, y me fui a leer a la plaza un libro. A la noche descorché un vino, estudié un poco, por suerte faltaba para el examen, pensé que iba a tomar la mitad pero me lo tomé todo.

El día siguiente ni bien llegué la señora me estaba esperando con la expresión más dulce del mundo.

—Nena, ¿se puede saber cómo te llamás?

—María.

Se hizo la señal de la cruz.

—¿Qué hace?

—Está endemoniado ese muchacho. Poseído. Se tiró en el piso y gritaba.

—¿Usted cree en esas cosas?

—Yo no pero la vieja dijo que lo maldijeron.

—¿Cómo está?

—¿La vieja? Está mal. Cada vez, peor. Delira. Que la última novia vaya a saber qué le hizo a su nietito.

—¿Quiere que le prepare comida para llevarle?

—Ya le llevé— Matilde fue tajante —. Le hice un estofado—. Qué raro una mujer de antes que no supiera mentir, pensé.

—¿Y le gustó?

—No come el encantado.

—¿Y sigue sin salir?

—No sale ni a palos. No habla mucho tampoco. Por lo que pude escuchar de la vieja, desde que lo dejó esa chica quedó así medio estúpido.

—¿Tiene paranoia? ¿Se piensan que lo persiguen? ¿Es bipolar? ¿Autista?

—No es un maníaco. Le dan pastillas porque no puede dormir.

—Bipolar no es un maníaco, señora. Yo estudio psicología, sabe.

—Yo no creo en esas cosas.

—¿En qué cosas?

—En la psicología.

—Pero no es una religión.

—La vieja me contó que el Fujimori ese fue a un montón de psicólogos. Que se gastó la jubilación de ella en eso.

—No habrá tenido suerte.

—Y supongo que no. Está… rayado… rayado pero muy triste, yo me doy cuenta, y melancólico.

—Tendrá depresión entonces ¿No dijo eso?

—Las pastillas que les llevé son para dormir.

—Entonces es insomne.

—A mí también me cuesta dormir. Tomo unas parecidas pero yo me alimento como verás—. Se llevó un pedazo de tarta a la boca y masticó con ganas.

—Espere.

Fui a la cocina y volví con un paquete lleno de dulces esta vez. Matilde sonrió. Miraba la mesa, pensativa. La situación parecía superarla. Javier estaba hablando con una chica pálida de esas de este país que no dicen nada. Más las de esa zona, era como si les faltara algo, gracia, no sé. Lo dicen mis amigos argentinos. Y también lo decía Javier. Aunque después salía con ellas. Fui a atender a una pareja. Cada uno estaba en lo suyo, con celulares en la mano a la altura de sus rostros. Después atendí a otros que era primera cita.

El señor que me miraba siempre el culo.

El que tenía «conversaciones importantes»

La chica que venía con las amigas y se rían dos horas.

Ese chico que escribía y escribía y tomaba un café tras otro y no dejaba nunca propina o dejaba poco.

El otro tipo que me miraba el culo. Y que una vez me había invitado a salir.

El viejo que miraba la carta y no entendía nada.

Había tantas caras y yo me acuerdo de todas. Nunca las olvidé.

Y tuve otro franco que terminó con una botella de champagne de las pequeñas. La disfruté y luego prendí unas velas, me senté en la alfombra a meditar, tenía que pensar porque quería estar en mi país frente al mar, pero me costó visualizar el mar, si lo veía era el mar de acá, las playas ventosas y frías, que me gustaba pero menos. Luego prendí un puro, tiré humo para alejar a los malos espíritus que pudiera haber en ese edificio tan grande que parecía una pirámide. No sabía ni cuantos vecinos tenía. Eso me daba miedo. Tantos profesionales. Para qué estaba estudiando psicología si en mi edificio ya había ocho psicólogos, casi uno por cada piso.

Llegué al otro día con ganas de trabajar y olvidarme de todo, de la carrera, de mi edificio, de las burbujas del champagne, de la playa, de los espíritus en los que apenas creía.

Y ahí estaba Matilde. Hablando con Rodolfo.

Apenas puse el pie en la alfombra de la cafetería me agarró del brazo y me sacó afuera. No pensé que tuviera tanta fuerza.

—¿Qué hace, señora?

—Matilde, te dije, caramba. Vamos. Convencí a ese pelado de que te dejara salir.

—Tengo que trabajar.— Logré soltarme de ella, mientras Rodolfo negaba con la cabeza, como diciéndome que me fuera.

—Le conté a Rodolfo que se murió la vieja. Le quise pagar tu día. No quiso. Vamos. Tenemos que ir al velorio. También lo convencí al Fujimori.

Me di media vuelta.

—¡Señora!

—¡Vos vas a ser una señora! Yo no. Dale.

Matilde paró a un taxi. El coche casi la pisa.

—¿Me quiere decir adónde vamos?

—Al cementerio.

—Qué bien.

—El chico no es feo.

—¿Qué chico?

—A vos te gusta el Javier ése que no te da ni la hora. Además es colombiano y te va a meter los cuernos.

—¿Por qué dice eso?

—Mi amiga tuvo un novio colombiano. Le metió los cuernos.

—¿Y usted qué quiere?

—Dejá de decirme usted, carajo. Acá se dice: vos ¿No, señor?

—Si usted lo dice—contestó el taxista que no era argentino tampoco.

—Más vale que le sonrías.

—¿A quién?

—A Alejandro.

—¿Fujimori?

—El nieto de la Betty que murió la pobre con el nombre de él en sus labios.

—¿Qué es lo que quiere?

—¿Vos no me dabas paquetes para él?

—Sí.

—Bueno, yo tampoco voy a vivir para siempre y la vieja se murió. No es malo el Fujimori. Lo afeité un poco y todo.

—¿Qué quiere que haga?

La señora en vez de contestar me dio vuelta la cara y se puso a mirar por la ventanilla. Hice lo mismo. Era un día de la semana ajetreado, colas en los bancos, una manifestación que había cortado la avenida. Nuestro chófer sacudía la cabeza afligido.

—Este país—murmuró, clavándome la mirada por el espejo.

Matilde dijo sin mirarme.

—Le prometí que su ex novia iba a estar en el cementerio.

—¡Pero seño… ¡Matilde!

—Pero era para que él viniera al entierro, nena ¡Es su abuela!—. La señora se dio vuelta y me miró. Sus ojos tenían un brillo que nunca había notado—. Y quiero que estés ahí.

Tragué saliva.

Matilde no volvió a hablar hasta que en el cementerio Alejandro repitió mi nombre.

 

por Adrián Gastón Fares

 

Fotografía del autor A. G. F. "Contrapicado"

Las cartas negras

Fotografía del autor A. G. F. "Contrapicado"

Fotografía del autor. «Contrapicado»

Sudar no es lindo pero la adrenalina es inspiradora ¡¿A qué no?!

Algunos cuentan cinco, otros seis. Los más atrevidos dicen que diez. Los paranoicos buscan coincidencias numéricas y tiran doce como el número de la casa donde escribo esto o el día que ella nació. Ya se sabe que fanáticos nunca faltan.

Y menos en casos bien conocidos como este.

Y los que hablan de brujería ¿Saben lo que es la brujería? No hasta que se dejen prender fuego. Decíamos. Y nos reíamos a carcajadas.

Llamó la atención que ninguno de los cadáveres, sean hombres o mujeres, tuviera la cicatriz de la vacuna en el brazo. Cocido en su lugar el ombligo. Qué detallista.

El psicólogo y los psiquiatras coincidieron en que su estado mental no era el mejor. Todos esos dibujos con círculos, agujeros. El lápiz hasta que la hoja se rompiese y casi horadase la mesa. Hay que tener fuerza, ¿no? Hay que saber hacerlo sin gastar el lápiz. No tiene explicación. No importa. Me pierdo.

Su discurso era coherente. Aún con tranquilizantes. Coincidían en que mi media hermana era peligrosa, sin dudas. Psicópata, tal vez.

La verdad que era bastante inestable. Se entiende. Que su locura la llevara al arrebato incontrolable de otras vidas. Es parte de lo complejo que se vuelve simple ¿Saben de lo complejo que se vuelve simple? Ella sabía.

Pasa siempre, teorizaba.

Para perfeccionar su arte de matar lo usaba.

Vestía los cadáveres a gusto y los estropeaba con sus agujas.

Me di cuenta hasta donde podía llegar en mi cama.

Cerró la mano alrededor de mi cuello y lo apretó hasta la asfixia, mientras me montaba con las rodillas flexionabas.

En la calle ya lo había hecho con mis manos. Apretaba sus dedos sobre los míos hasta que dolían.

El orgasmo fue fuerte. Que me derramara sobre ella me causó una paz que todavía me dura.

A veces me preguntó si es esa paz la que hizo que pudiera aguantar la soledad en esta casa.

Hay cosas que duran y duran ¿No?

Sobrevino un embarazo. Ella pensó que era el hijo del medio estúpido David, que no tenía problemas con eso porque era un hombre grande, que estaba enloquecido por mi media hermana. Un hijo no le venía mal, y menos uno que perpetuara su apellido.

David la había acompañado al oftalmólogo cuando ella empezó a quedarse totalmente ciega. Pero eran las veces que yo la acompañaba cuando gritaba porque le clavaban esas agujas. Con David las aguantaba.

Mi media hermana ocultaba esa deformación casi inexplicable.

Sus ojos. La esclerótica derramaba un blanco lechoso en el iris que pasaba a la pupila. O al revés. Es lo mismo ahora.

Los ocultaba con anteojos, por lo menos desde la adolescencia. En primaria y secundaria usó lentes de contacto de colores. Así que su iris fue verde luego de color púrpura y luego marrón para terminar en la negrura. Hasta que se los sacó y los revoleó en el baño del colegio en último año. Tremendo susto se pegaron esos inadaptados.

Pero no tanto porque eso fue cuando los demás ya la conocían y no se asustaban al verla. Cuando ya eran hombres y mujeres acostumbradas a casi todo. A que los maltrataran, a que los padres fueran exigentes.  Hasta que las lágrimas saltaran, ¿no?

Tal vez que tuvieran que decidir si eran mujeres o varones. Las flechas no siempre apuntan hacia donde los demás quieren, ¿no es así? La rosa de los vientos… La que en esta casa ya no gira. No sé.

Sé que cuando el fluido llenó sus ojos se quedó ciega. Ella no estaba preparada para eso. Nadie está preparado para una inundación, no importa lo cerca que esté el río de su casa. Eso les comentó a los psicólogos. No sabían qué responder.

No siempre vibramos de amor.

De chico me mareaba.

Me sofocaba en mi casa.

Los estudios médicos daban todos bien. No tenía nada en la garganta, ni en el esófago ni en ningún órgano vital. No había razón física para mis ataques.

Pasé por un hospital lleno de pacientes con problemas más tangibles.

Pastillas como las que más tarde le darían a ella.

Miraba la pared y apenas sonreía.

Luego, otra vez en casa, cada dos por tres enfermaba.

Mientras mi hermana necesitaba más a mi madre porque, claro, ella había nacido casi ciega y su padre no había abierto jamás los ojos desde la noche en que los de su querida se cerraron, yo más me enfermaba. Mi madre no sabía cómo repartirse con los médicos. Pedía ayuda a sus amigas del barrio.

Me llevaban.

Hasta que mis enfermedades comenzaron a menguar, y mis ojos, que claro, ya se veían descoloridos en el espejo, volvieron a tomar el color que pueden ver en las fotografías, en las noticias. Estuve a punto de ser como ella. Pero el espejo no me lo permitió. Pude retroceder a tiempo.

No entiendo cómo pueden verla como una víctima.

Ni a mí tampoco.

No hay secreto. Sí un ánimo de vindicación con los que son como el padre de ella, los que no ven. Pero muchos hombres y mujeres deberían ser más fuertes que uno. ¿No? No sé…

El padre de ella negaba absolutamente la enfermedad de su hija. Para él su hija tenía los ojos tan normales como las demás. Era imposible sacarle esa venda a ese hombre que había perdido a su mujer anterior. La madre de ella. Eso hizo que cerrara la cortina de su negocio, y también la de su vida. Y mi madre estaba ahí para ayudarlo, para sacarlo, para mimarlo, lista para hacerlo sobrevivir.

El que no veía era él, no mi media hermana. Pero la realidad…  En fin, saben cómo es la realidad. Lo que se ve no siempre es lo que es.

Nunca pensé que iba a tener tanto placer con la hija de ese abogado arriba y yo abajo, extasiado. Dicen que la primera vez no se olvida. Y menos cuando es así.

Y fue en una de esas noches cuando le dije que la cicatriz de su vacuna de nacimiento era demasiado evidente. Ella no lo soportó ¿Otro agujero deforme en su cuerpo? La contuve como pude. Volviendo a estar dispuesto, en fin… Después van a estar comentando estas cosas en las noticias.

Se trata de que estoy dispuesto a admitir de que soy tan culpable como ella. Uno tiene que medir las palabras. Más las que larga ante alguien que no ve. O que ve poco. Es como si las absorbiera.

Ahí fue que me pidió que le pasara mis dedos sobre su estómago para demostrarle la forma de la cicatriz de la tuberculosis, la del brazo.  Con dedos pegajosos, sucios de lágrimas y otras cosas, lo hice. Esa gota rebalsó el vaso. Lo sé.

Habíamos llorado.

Nuestro suicidio no sería posible y cada uno debía buscar una vocación de ahora en más. No nos íbamos a dedicar a dar lástima.

Elegí la antropología. Y ella comenzó su relación con la muerte.

Con las personas de las que se tomaba del brazo para cruzar la calle. Los encerraba en el altillo de la casa y modificaba sus cuerpos.

El ombligo lo colocaba a la altura de la arteria humeral, en el brazo. Me decía que podía ver el color azul de las arterias. Un resplandor blanco que a veces se tornaba azul y que se intensificaba donde la sangre se acumulaba.

Sus invenciones las hacía entre el hombro y el codo. Nunca erraba. Eran dos cicatrices, decía ella. La umbilical y la de la vacuna contra la tuberculosis. Recordaba que el fórceps y un minuto sin oxígeno la habían dejado ciega. Habían pintado sus ojos, como ella decía.

Células muertas.

Médicos de mierda.

En el tanque de la casa, en vez de agua se acumulaban los cadáveres de los profesores, de una compañera, de un acompañante terapéutico, de mi profesora de particular, de un taxista, de una vecina.

Flotaban sin ombligo. Y el agua los deformó hasta que ese agujero se hizo enorme,  como ojos de esos dibujos japoneses dijo el forense.

Mangas que yo leía en voz alta a ella porque le encantaban. Una vez que uno empieza a leer al revés un libro no para.

Es ver el mundo como si retrocediera y tuviera sentido.

Y ella los llevó a todos a su estado inicial, al suyo digo, a la herida de nacimiento, a los agujeros lechosos que flotaban en su cara.

Hoy me tocó visitarla en la cárcel de mujeres. Hay otras mujeres. Algunas peligrosas, otras no tanto, pero que habían hecho lo que podían para sobrevivir frente a un hombre tan peligroso como ellas, o que simplemente habían matado a sangre fría, como las leonas lo hacen, desgarrando los músculos, chupando la sangre, hay de todo, hombres o mujeres, ya saben, el hilo se tensa hasta que se corta. Y luego tira cosas, ¿no? No sé si me entenderán…

El padre de ella la defendió bien.

Se comieron tan bien la historia del amante de mi madre. Yo no estoy en desacuerdo, ¿saben?. Todavía creo que la única justicia que existe es la del corazón.

Me desnudé para que vean que no traigo nada escondido.

No importa cuántas veces lo haga me sigue molestando.

 ¿Qué hice yo para pasar por eso? Sólo quiero visitarla.

Caminé hasta la habitación blanca. Ella me esperaba. Se levantó la remera. Me mostró el dibujo. Como una contraseña o un prólogo. Una raíz le crecía ahí. De la mugre. No le dije que parecía una rama de un rosal cubierta de hongos como esas que trataba de trasplantar su abuela en un frasco con agua y no le salía a la pobre.

Su espalda recortada contra el ventanal. Es distinto ver las rejas con ella adelante.

Le comenté que pronto la dejarían libre. Entonces se dio vuelta como si fuera un tornillo y me ordenó que vaya preparando todo. Escribo porque ni bien ella llegue ya no podré. Habrá muchas cosas que hacer.

Necesita más cicatrices. No sabe cuántas.  Y que los que quieran arreglar el mundo la tomen de la mano y la ayuden a cruzar.

Recién cuando el agua que tomábamos sabía peor que la que tomaba mi madre tuvo que empezar a plantar cuerpos en otros tanques de agua. Los vecinos ni se daban cuenta.

Le tenían tanta confianza que la invitaban a tomar el té y la dejaban sola en la casa, sabían que podía alimentar a los animales en sus vacaciones, que era ciega pero no estúpida, que en la oscuridad podía manejarse como nadie, que ella se dejaba llevar por el aire hasta que llegara donde tenía que llegar, y que sus animales estaban más a salvo con ella, que no veía el oro, ni las joyas, ni los electrodomésticos, que con otras.

Dirán que soy cómplice.

Pero un cómplice en construcción. Por ahora es todo posibilidad, incertidumbre, y esas muertes están tan lejanas como mi media hermana atornillada en la cárcel. Tan inconmovible y atrapada como el agua en el tanque de agua de la terraza.

Apenas se la llevaron empecé a tomar agua mineral. Los caños dejaron de funcionar bien. Me dediqué a arreglarlos. Compré destapadores líquidos y metí alambre y empujé con fuerza hasta sudar.

Ahora resuena el crujido del motor. Al fin.

El agua está subiendo.

 

por Adrián Gastón Fares

 

 

 

Kong 23. Una propuesta para Von Kong

PH: A. G. F.

Estimado Kong,

No te puedo creer lo del gorila y el tipo de cara larga. Y Taka con ellos, encima.

Tus aventuras no tienen punto en común con las mías. Aunque mis aventuras creativas son gestas con principio, desarrollo y desenlace no tiene sentido que te las cuente si vos andás con No-seres de aquí para allá.

Recibí mensajes cifrados de una comunidad oculta en el Amazonas. Viví coincidencias de todo tipo. Una vez me crucé con una bruja. Otra tuve una precognición. Bah, un sueño precognitivo. No le hice caso al sueño, porque no sabía que eso iba a ocurrir el mismo día y bueno, no se dio lo que se tenía que haber dado. Algo amoroso. ¿Qué es el amor? Baby, don´t hurt me, don´t hurt me, no more. Perdón por este exabrupto.

En Intransparente, una de mis novelas, esbocé una teoría del color, una especie de tesis, donde sostenía que los mantos de color púrpura tenían el poder que simbolizaban, como puede leerse en tantas narraciones antiguas, porque estaban teñidos con la secreción hiperbranquial de un caracol de mar. El gastrópodo marino Murex brandaris. Eso está en la segunda parte de la novela. Me pregunto si alguien la habrá leído. No me preocupé por buscarle editor.

Rastreé en los textos jónicos las huellas de este tinte. Pensé que por ser alucinógeno favorecía la clarividencia. En realidad, no me tomé en serio el tema, sino que se lo endilgué al personaje de la novela, una especie de thriller.

Pero me fascinan los colores. Como estoy ansioso por filmar me propuse hacer un ejercicio con tus mensajes. Vamos a hacer una pequeña propuesta estética, como si tu historia fuera una película. Feature, como le dicen los de arriba.

Acá le decimos película o largometraje, pero existen los largometrajes de ficción y los documentales. En cambio los de arriba dicen Feature y con eso se refieren a una película de ficción. Es más simple… A ver, vamos.

Imagino tu futuro como verde, amarillo y violeta. Los exteriores tirando a verde como esa película de Alfonso Cuarón (Children of men o Niños del hombre). Te veo en planos contrapicados, para acentuar tu trabajo de control sobre los No-seres, pero también en picados para aplastarte contra el piso como en el momento de esa caída moral que tuviste en el hospital de día.

Con Taka te imagino con teleobjetivos al principio para que estés pegado a ella, como el dúo que eran. Después, mientras se fueron distanciando, un gran angular sería lo adecuado para que los dos se pierdan un poco en el plano.

La composición sería desbalanceada en tu crisis, en ese período oscuro en el que fumabas en la terraza repleta de plantas exóticas en el hospital de día, para hacerse más balanceada en el presente –como en las primeras aventuras que me contaste, tus primeros mensajes–.

Tu historia es literalmente brillante, así que usaríamos en iluminación un ratio no tan contrastado, tirando a lo luminoso, más que a las sombras que están adentro tuyo y de los No-seres.

¿El nivel de saturación? Medio. Aunque tu futuro lo veo un poco saturado para ser sincero.

La música serían acordes simples en sintetizadores. Aunque varios violines juntos no vendrían mal. Fa menor. Mi menor. La menor. Sol.

Tu historia se está desarrollando y no puedo hacer una propuesta estética completa ahora, Kong, mis disculpas anticipadas por este texto dislocado.

Grabaríamos con una Alexa Mini, o una Red Weapon, y la resolución seria 8k. El formato sería anamórfico y la relación de aspecto 2.35. 1.  Hay muchas cosas para mostrar, Buenos Aires no es la misma, hay más verde, drones y No-seres que vuelan calculo, así que hay que aprovechar al máximo la pantalla.

Calculo que en tu futuro ya los píxeles habrán sido reemplazados por algo más homogéneo. Supongo que en tu época las pantallas son de grafeno, volátiles, transparentes y flexibles, así que no habrá manera de diferenciar una pantalla de lo que no lo es. Ese punto de giro, como les gusta decir a los guionistas, de la princesa Leia apareciendo en un holograma para lanzar a Luke a la acción en tu futuro está en todos lados.

Para mí que en el tiempo en que me escribís andan por ahí tratando de ver qué es real y que no. Calculo que habrá algún control, reglas: por ejemplo ponerle alguna marca para que el peatón pueda diferenciar entre lo que es una publicidad de una ama de casa en la calle limpiando el piso con un producto especial y una vecina real manguereando el piso. Pero las amas de casa y los amos de casa habrán sido reemplazados por No-seres para el bien de las mujeres y los hombres. Así que mis opiniones tal vez sean erróneas. Por lo menos en cuanto se refiere al contenido de las publicidades.

Y aquí una pregunta. ¿Hay niñeras No-seres? ¿Los padres del futuro dejan a sus vástagos en manos de las impresiones de Riviera?

Ahora bien, ¿cuál sería el plano emblemático? Creo que primero falta la toma de establecimiento para mostrar tu barrio, que bien puede ser Constitución, una Constitución de neón y vegetación profusa, como un suburbio, porque en tu futuro, a pesar de las predicciones, me parece que hay menos gente y quizá los edificios que no se usan fueron derribados para construir espacios verdes. Ese entonces sería el plano de establecimiento.

¿Y el emblemático? Prosigamos.

Tal vez, vos, el Inspector Von Kong, tomando un helado fluorescente, con esa ambientación de hotel subtropical, onda Cuba, que es rara en Buenos Aires, pero que sí existe en Colombia. El último es un país con lugares más alegres que el nuestro. Supongo que Buenos Aires en el futuro será más subtropical y con suerte tendremos el clima de Antioquia. Y esos hoteles con piletas templadas no me vendrían nada mal. Recuerdos del año pasado, en fin.

¿Pero esa sería la toma emblemática? No sé. Tal vez vos frente al hombre-cucha. Taka en la costa frente a los No-seres que eran unas sirenas no me convence. Creo que la mejor sería vos con la impresora vieja, la que incautaste al hermano del niño en la historia del hombre-cucha, una impresora grande, de las primeras de Riviera.

¡Y un No-ser realmente espantoso y amenazante a tus espaldas!

Para esto es clave el vestuario, y te imagino con un saco campera con las solapas del cuello levantadas, alto, imponente, como si a la vez fueras un No-ser y por eso te hayas enganchado tanto con Taka. Perdón, querido Kong, si repito un nombre que tal vez te molesta a estas alturas.

O vos frente al río, con esa almeja gigante, y el inspector Paulo a tu lado. Las fuerzas se han alineado, los enemigos también, tu historia se fue conformando de alguna manera a través de estos mensajes. La plasticidad que inyecta el tiempo al espacio es la misma en el futuro que en mi presente. Las cosas cambian, las personas también. ¿O es el espacio el que cambia y por esa transformación inherente a la cosa en sí existe el tiempo?

No me olvido de uno de los mensajes que me mandaste donde relatás la casa de un empresario de cine, un tipo que creó a unos caballitos diminutos que corren por la alfombra. De las imágenes que me mandaste esa quizá sea la que más me gusta.

Usaríamos OTS, planos Over-the-shoulder dirían en el norte, para enfatizar la relación entre Von Kong y los No-seres. Dependiendo del No-ser que enfrentes y siguiendo la regla de Hitchcock, que dice que el objeto debe ser tan grande en el plano como su importancia en la historia, te daría más o menos espacio en la pantalla en relación a tus contrincantes.

Los planos los diré en inglés porque así los aprendí. Un médium-close-up para mostrar tus reacciones frente a los No-seres.

Close-up sólo, a diferencia del Rey Arturo de Guy Ritchie, donde se usan mal, para mostrar tu sobrecogimiento ante los No-seres que tenés que inspeccionar y catalogar. El típico del asombro. Aunque tal vez esté mal porque a estas alturas ya no te asombren.

Medium-shot para mostrar tu relación con tu entorno, con tu oficina que está repleta de viejas impresoras Riviera obsoletas, de partes de No-seres en frascos de mermelada como esos recuerdos de extraterrestres (dejemos esta frase por qué no) que venden en el Uritorco.

Plano americano para mostrar tu relación con otros. Si bien esto no es un western, y el plano americano surgió de este género, tu enfrentamiento con No-seres amerita alguno de estos planos.

Planos generales (Long-shots, volvamos al inglés) para tomas emblemáticas de la ciudad y de vos como un estandarte, casi un héroe, enfrentándote a las creaciones desquiciadas de ciudadanos poco ilustres pero inspirados. En tu futuro las viejitas ya no hilan amigurumi, o esos muñecos de lana, entrelazan moléculas para parir No-seres, crean monstruos más o menos legales o no, según como se comporten o cómo han sido pensados.

Para el sistema de imágenes usaremos distintos lentes, eso que te decía de la distancia focal, para afianzar esta unión con Taka al principio y resaltar cómo te vas quedando solo, como salís del pozo con tu voluntad, y vas apartándote, sin querer, y agrandándote en el plano Kong.

Ves como una propuesta estética puede ser también una especie de libro de autoayuda. La estructura consabida de un guión, esos libros que te dicen cómo contar una historia, donde poner el punto de giro, cómo las subtramas se relacionan con el tema, y con la historia principal, son más aplicables a la psicología que a la creación de una obra audiovisual.

Me imagino que en tu futuro ya no usarán lentes, filmarán todo con un gran angular y después irán recortando de la imagen lo que más les gusta. O ya las películas serán hechas en una computadora con actores en 3D. O directamente pensadas y trasladas a un soporte que se amolde a los pensamientos del director. Qué glorioso. Pero qué solitario también. Gran parte del trabajo de hacer una película es seleccionar a la gente con la que vas a trabajar. Si en el futuro ese paso no existe, ¿qué seleccionarán? ¿El horario del día en que grabar las ensoñaciones que serán los filmes? Tal vez exista el anti-doping para directores. Y estos elijan la comida adecuada para que sus creaciones sean exitosas (un buen chocolate negro por ejemplo podría afianzar la trama) Pero también usarán drogas de todo tipo para crearlas y bueno, no todas serán legales, ni todo estará permitido. La ficción será alocada o un enigma. Ya no habrá distinción entre el consiente y el subconsciente. Stop. Me fui por las ramas.

Pero Kong no es una película, son estas cartas, estos mensajes, y más que nada me alegra saber que en tu futuro estás persiguiendo criaturas, que saliste del agujero donde vos mismo te habías metido por un apego excesivo.

Y vuelvo al principio, para Elortis busqué en fuentes jónicas, pero cada vez que leía un libro occidental lo contrastaba con otro oriental más antiguo y me daban ganas de llorar. Si mal no recuerdo para muchos académicos la historia de la mente comienza en el siglo XI antes de Cristo. Pero no, ya antes había cosas maravillosas.

Los textos taoístas, lo sin forma, el simple y complejo yin y yang, llevarían toda una vida y algo más para estudiarlos.

Y sin embargo, occidente se la cree un poco, es así.

Me están quedando pocas pilas en los audífonos. La grabación, una chica española, me dice Batería Baja.

La seguimos,

Adrián Gaston Fares

Los Endos. Cuento.

A través de la ventana la nieve cae afuera de Los Galgos, decorado en su interior a tono con la cercanía de la Navidad. Manuel posa su mirada en la mujer que tiene enfrente, de belleza andrógina, alta, flaca, ancha espalda, con unos pechos apenas insinuados y apenas caídos debajo del vestido gris sin corpiño que la hacen más deseable. Una chica retira sus vasos.

–Hay mucho ruido en este lugar.

–Sí, es molesto.

–¿No te gustaría ir a mi casa? Es más tranquilo.

–Dale, sí.

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Los tendederos. Cuento.

Vamos con Los tendederos. Para este Viernes 13. 

Ahora que estoy retocando el guión de Gualicho para el rodaje que se avecina (Shooting Script podríamos llamar a lo que estoy haciendo, aunque ya tenía hecho el guión técnico antes del literario; así es como nacen mis películas) recuerdo la atmósfera de este cuento con resonancias de un tema que comparte con mi largometraje: la familia (y sus desviaciones)

Estoy sorprendido con lo que intuyo que será Gualicho y muy ansioso por ponerme a trabajar luego en la dirección de Mr. Time, otra película que desarrollé desde cero y escribí cuya historia es: tre-men-da.

Tremendo viene del latín y significa lo que es digno de suscitar temblores. No solamente el miedo los suscita sino también embarcarse en una aventura, paladear el misterio. Son algunos ejemplos.

Gualicho y Mr. Time me emocionan, como esta historia corta, pensada para otro lenguaje, como es el literario, que se llama:

Los tendederos

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

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Fotografía tomada por el autor

La casa de Orlando. Cuento

Al jubilarse, el solitario albañil Orlando levantó una casa en poco tiempo. Los techos altos, las ventanas anchas, el recibidor chico, la cocina luminosa, el dormitorio cálido, el baño grande.

Cuando la terminó llevó una silla de mimbre al recibidor, donde se quedó mirando complacido la calle vacía. Esa misma tarde compró un enano de yeso a un vendedor callejero que ubicó al lado de la silla de mimbre.

Ya no tenía que trabajar así que leía el diario, tomaba mate y jugaba solitarios. Solamente hablaba con su perro. Lo maldecía porque atraía a otros perros a la puerta de la casa.

A veces, también le hablaba al enano.

Un día, por salir a echar a los perros, Orlando encontró un espejo de maquillaje en la puerta. Lo tiró a la basura, pero a la semana encontró otro. También pensó en tirarlo a la basura, pero notó que el espejito tenía una firma: un beso rojo profundo.

El albañil Orlando decidió, entonces, hacer algunos cambios en su casa.

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El reloj. Cuento.

La ambulancia estaba estacionada en diagonal. Las puertas traseras, abiertas de par en par, me impedían ver del otro lado. Bajé a la calle. Un enfermero estaba anotando algo en una libreta, tal vez nombre y demás datos personales del paciente que me miraba con los ojos entrecerrados, rizos blancos y barba, las manos superpuestas descansaban en su abdomen, los dedos entrelazados como dispuesto a repetir un viaje rutinario. Intentaba desprenderme de la situación cuando el segundo enfermero cerró una de las puertas y el primero, levantando la mirada de la libreta, me pidió que lo acompañara al señor en la ambulancia porque no tenía familiares.

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Muertos que gritan

En general, vivo en el hueco de la escalera. Cuando todos se van, cuando las cerraduras crujen, separo las revistas viejas, y las cajas grandes llenas de juguetes míos, y como una rata, salgo y recorro la casa.

Pero no soy una rata, las ratas se quedan ahí, en mi caja de zapatos agujereada compartiendo una hoja de potus. Después quedan pelados los potus. Y mamá se asusta. Se piensa que… hay fantasmas.

Los hay pero no son los que comen las plantas.

Hay otro fantasma como yo en el chalet de al lado. Es el de un hombre que era viejo rechoncho y así quedó. Todos saben que en nosotros la apariencia es lo único que importa.

Ignora la Ley.

Deambula por el pueblo raptando chicos. Ahora lo veo en el jardín, jugando con el perro y riendo hasta que el perro se enoja y lo quiere morder.

Para los mortales sería un perro ladrando al aire.

Como no puedo verme en el espejo, lo primero que hago cuando mis padres se van es correr hacia el armario y abrir la caja de fotografías.

Ahí está en la que sonrío con el vestido azul hasta las rodillas y el regalo de navidad en el regazo.

Cuando mis padres miran las fotos, Rodrigo pregunta en vano ¿quién es la chica que ahí aparece? 

Entonces, tiendo a creer que lloro en el hueco de la escalera y siento bronca por esas personas que no quieren reconocer que alguna vez tuvieron una hija —y que Rodrigo tiene una hermana, porque la tiene, y hasta me habla como si fuera un amigo invisible, ¡pero soy Yo!

María.

Ya ni me siento un fantasma decente, desde que mamá y papá simulan que nunca nací y que nunca morí. Además no morí así nomás. Me mataron.

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La nena de los velorios

 

Me atiende un viejo moreno, bajito y con anteojos. ¿Por qué no usa él esas prótesis que me va a vender? Parece simpático. Al costado del mostrador hay unos asientos delante de un espejo que cubre toda la pared. Receta, dice mientras me señala uno de los asientos. Revisa la receta, revuelve unas cajas sobre una repisa y saca unos estuches de plástico. Mete un dedo y lo alza con una fina baba pegada. Lentes de contacto, lentillas, de la mejor calidad.

Ni se notan, dice y agrega que debo tener paciencia con el asunto. Paso número uno; abrir grande los ojos; dos, mirar fijo adelante; tres, prohibido el pestañeo. El último era el más importante. Se acerca y me dice que abra grande.

Listo. Pestañea ahora…, así…, muy bien. Me echa unas gotitas. Seguí pestañando. Ahora el otro. Se acerca y hunde su dedo en mi ojo izquierdo. Se me caen los mocos y el viejo me alcanza un pañuelo. Me deja un rato solo y vuelve. Se sienta y me dice cabeceando complaciente: acordate que es un objeto extraño en tu ojo. Mientras tanto mis lagrimales no dejan de chorrear y siento como si tuviera espinas clavadas en los ojos. Miro con cariño a mis anteojos sobre la mesita.

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Buenos días, Sr. Presidente

No se lo esperaba.  Martín se restregaba los ojos rojos frente al monitor. Era casi mediodía. La tarde del día anterior había terminado un trabajo para Canadá, hackeó una tienda de ropa virtual y después había estado jugando hasta las cinco de la mañana.  Warcraft, Gods and Devils, un shooter en primera persona que simulaba que eras un agente anti terrorista, el viejo Swat que amaba, otro juego en el que dirigías una panadería de proyección internacional. Los resultados habían sido buenos, sabía que había superado a sus oponentes sin hacer trampas, pero no había reparado por cuánto los había vencido.

Y ahora estaba frente a la pantalla azul que decía Buenos días, Presidente No tenía ganas de cambiarse, no tenía fuerzas para enfrentar lo que sabía que tenía que enfrentar, pero se alegró de haber ganado algo. Bajó el volumen porque estaba sonando el himno nacional y sus oídos eran sensibles.

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La más buena

 

Son muchas las conversaciones que oigo. La mayoría no las escucho porque el volumen de la música está alto y significa un esfuerzo para mí concentrarme en una en particular. En general estoy cruzado de brazos y miro el culo lindo de María al darse vuelta para buscar los vasos y servir la cerveza tirada. Por lo general, no tengo que arrastrar a nadie hasta la puerta. Por lo general: a veces dos imbéciles se empujan sin querer y empiezan una pelea de borrachos y ahí me tengo que despegar de mi lugar. También lo dejo para ayudar a levantar las sillas a las doce, es el horario en que dejan de servir comida los de la cocina y el bar se convierte en una pista de baile. Era un poco después de las doce cuando el grupo de tres chicas se detuvo cerca de mí para tomar sus tragos. Dos chicos estaban pidiendo pintas en la barra. Pude apreciar otra vez el culo de María. Los dos chicos se pararon cerca de las chicas, como centinelas, aunque había más lugar atrás. Uno de los pibes era alto, atlético, el otro bajo y atlético también. En cuanto a las chicas, dos eran morochas de la misma altura y la tercera era castaña, de ojos claros, cara afilada. Parecía no tener tetas. Las morochas, más que nada una, tenía un escote bien relleno. Estaba tranquilo, relajado, me suelo tomar dos miligramos de clona para aguantar más tiempo sin fumar.  Mientras un cliente esperaba, yo miraba el culo de María, en general miro el culo de María muchas veces por noche. El pibe alto se acercó a las chicas.

—Son todas muy lindas —dijo—. Pero: ¿cuál será la más buena?

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La madrastra

 

Bocetos de Sebastián Asato para Mr. Time.

Diseño de personajes. Bocetos Mr. Time, de Adrián Gastón Fares. Ilustración de Sebastián Asato.

 

Sí, patalea mucho, Fran.

¿Marta? Está bien. Bueno, no tan bien. Está en la habitación, meditando hace varios días. Tengo miedo de que se convierta en Leona justo ahora. No aguanta que papá esté internado.  El otro día me dijo que trate de abortarlo.  Está claro que cuando una conciencia llega a la familia otra debe partir. Estoy preocupada, creo que no quiere que lo tenga. Así va a conservar a papá. Eso es lo que pensaba. Después entró en sadhana, justo después que te fuiste. Le expliqué que papá está bien. Pero el miedo es más potente. Ella dice que no tiene miedo, que son hechos.

Esperá, sí, me tiembla la voz. Marta está levitando. Si sube un escalón en su jerarquía estoy lista. No estoy acostumbrada a ver a alguien flotar en posición de loto. Estoy muy nerviosa. Ahora apareció en la puerta. Sus ojos están azules. Es una Leona, Fran, estamos listas. Necesito tu ayuda. Viene hacia mí. No sé si voy a poder sostener mi prana para seguir comunicándome con vos. Venite. Venite cuanto antes. Se convirtió en una Leona, me mira con las fauces abiertas. Tiene colmillos, los lóbulos de las orejas le cuelgan, la piel color dulce de leche pegada a las mejillas. Estamos listas. Ahí viene.

Me está pegando, Fran. Si alguien llega, el otro se va, dice. Ese niño no puede nacer, dice. Ahora puede dominarnos. Pienso en los chicos, en los alumnos, la mayoría tiene problemas de atención, están por debajo de los Leones y de las Zorras como yo. Son Abejas, pero tienen mucho potencial. Chicos, no voy a poder leerles el cuento que tenía pensado para que trabajen en sus casas.

Me está arañando con sus uñas azules. Le crecieron. Es una Leona. Estamos listas. Dice que estar en Vilcabamba, beber agua de un río, la ayudó con la transformación. Pero a papá le hizo mal. Demasiado para él, ya está grande.

Sangro, Fran. Logró reducirme en el piso, metió la mano debajo de mi vestido. Me siento toda babosa. El vestido se está manchando de rojo. Rebusca con la mano. Me lo está sacando. Puedo escuchar como llora. Está llorando. Sí. Me lo sacó, Fran. Lo tiene en la mano. Cortó el cordón umbilical con sus uñas. Me desmayo. Se está alejando, camina hacia la puerta mi madrastra con el bebé envuelto en la manta incaica del sillón.

Hay que tirarlo a la basura, dice. Por papá, por tú papá, dice. No debe vivir. El va a dejar la clínica ni bien este ser nuevo desaparezca. No hay lugar para todos. Repite, si uno viene el otro se va. Tu papá no se va  a ir.

Se lo lleva, Fran. Se lleva a nuestro hijo. Es puro como nosotras dos. Con lo que nos costó. Estás lejos. ¡Necesito que vengas urgente. Fran! No puedo escucharte. Mi pranaestá bajo. No me puedo concentrar. La escuchó a ella, es un ser andrógino ahora, ya la vejez lo había hecho, la había convertido en un ser andrógino, pero ahora se le nota mucho más. Es una Leona y puede decidir sobre nuestras vidas. Está en su derecho, dice. Ella manda. Va a salir, se va a llevar al bebé. Llora. Qué lindo, qué terrible escucharlo llorar.

Me levanté y caminé hasta la puerta para detenerla. Pero me di contra un campo de energía. Lo creó ella, claro. Una pared invisible. No sé si me estás escuchando, Fran o estás en modo contestador. Casi no te escucho. ¿Va a quedar grabado todo esto? Quería decirte que te quiero. Fue un error separarnos justo cuando Marta daba señales de ascender un peldaño sobre nosotras. No puedo pasar. Está abriendo la puerta.

Están los nenes, mis alumnos. Todos con los ojos azules. Sabía que tenían mucho potencial. Se ve que me escucharon, Fran. No la dejan salir, son seis. Apenas caben en el pasillo. Pero están contrarrestando el poder de Marta.

Me caigo, la pared de energía se desintegró. Gracias a ellos. Estoy en el suelo, sangrando. Sin fuerzas. Marta salió volando. Ellos lo lograron. Está aprisionada contra la pared. Tiene la lengua afuera, es larga, es afilada. Quiere atacar pero no puede. Los nenes me están rodeando. Pero Marta se está por escapar. Es un hija de puta, tiene mucho poder ahora. Los nenes me rodean. Escucho sus mentes. Maestra. Maestra me dicen. Lo lograron. No tenían déficit de atención. Nuestro bebé está en el suelo, arropado. Los nenes lo hicieron.

Marta ya no está contra la pared, Fran. Desapareció. Veo las caras de los nenes, todavía tienen los ojos azules, tal vez pasaron de Abejas a Leones sin escalas. Es único. Pero están… están congelados ahora. No pueden moverse. Escucho que sus mentes repiten la palabra Maestra, Maestra. Hicimos lo que pudimos, dice la nena.

Marta está suelta. Dios mío, cae desde el techo, como una rata o un vampiro. Escupió sangre. Los nenes pétreos, bañados en sangre.

La tengo enfrente, con los ojos bien abiertos, la lengua larga, abre la boca cada vez más. Se los va a tragar, uno a uno a los nenes y después…

Mis alumnos serán su cena, nuestro bebé el postre. Todo sea por papá, yo no puedo hacer nada, Fran.

Si uno llega, el otro parte, trasmite Marta.

 

Por Adrián Gastón Fares

El animal sumergido

 

Este cuento fue publicado con el nombre: Agua en movimiento.  Creo que el título El animal sumergido, le hace más justicia al cuento. Salpica una gota de ironía.

El animal sumergido

Cuando la sombra gigante llega, Lucía despega el dedo índice del vidrio y retrocede. Gira la cabeza para ofrecerle a él, cruzado de brazos, una sonrisa temerosa. Una empleada la agarra de la mano y se la lleva a recorrer el parque.

Ahora Guillermo está  sólo con Juana, la sombra. Piensa que en unas horas tiene que dejar a Lucía en la casa de su ex esposa. Nunca en la vida se le había ocurrido que una serie de situaciones desafortunadas iban a terminar en la separación. El golpe del sinsentido, de la suma de hechos que deshacen algo, era como recibir una piedra en la cabeza. ¿De dónde había caído? Produce la nada por un tiempo largo. Y la nada pesa.

Era como si la anduviera arrastrando por toda la ciudad. Nada por aquí. Nada por allá. La nada en sus ojos. La nada reflejada en los ojos de los demás. Reconocemos tu nada. Otra cosa era detenerse y ponerse a juntar los pedazos del derrumbe. Se volaban. Algunos se los alcanzaban, pero él sabía que no eran los suyos. Pertenecían a otra destrucción.

Lo único real que Guillermo veía, además de la lucha con su nada, era esa orca, maciza y resbalosa. Siempre había extraído de su trabajo las fuerzas para aguantar este tipo de contienda. Observar a estos animales que en la antigüedad eran, probablemente, los seres fabulosos de otras culturas extintas: sirenas, krakenes, leviatanes.  Conversar con ellos en su idioma oculto. ¡Qué privilegio! Ser invitado, con todo pago, al castillo del rey Ryujin.  Pocos pueden tolerar que otros tengan una profesión tan maravillosa, pensaba Guillermo.

Tenía que descubrir por qué ese animal, cuyo ojo pétreo lo observaba embutido en un cuerpo suspendido como por hilos transparentes desde la superficie, había matado a una entrenadora.

Había ido a la casa de los padres de la joven fallecida. Averiguó que era soltera, sin hijos, egresada de varias carreras, que incluían las artes circenses, los arreglos florales, la cerámica, fotografía, la administración hotelera y el turismo, y finalmente la escuela de entrenamiento de mamíferos marinos. Había nacido ciega de un ojo. Su madre dijo que siempre la trataron como si tuviera los dos sanos. Hacía diez años que la chica no tenía novio, para su hija habían terminado de común acuerdo, pero él se había alejado. Era un buen muchacho, fueron las últimas palabras de la madre, antes de largarse a llorar.

En estos momentos donde los derechos y las necesidades físicas y psicológicas de los animales se defienden en las redes sociales más que las de los seres humanos, a Guillermo le sorprendía que las medidas reglamentarias del tanque que contenía al animal no se hubieran respetado. Era la única explicación posible, mensurable. Eso, y el detalle de que un entrenador anterior la había sobre exigido. No la premiaba por las piruetas simples y demandaba que hiciera saltos imposibles.

El gerente del parque le había asegurado que los tiempos del entrenamiento del animal habían sido respetados. Juana sobresalía en inteligencia. Habían comprobado que su memoria era superior a la de otras orcas encerradas en parques marinos. En los atardeceres era un placer verla jugar con los perros.  En su tanque flotaban varias pelotas pero ella le lanzaba a cada uno la misma. Al dogo, la roja; al mestizo, la azul; a Cande, la ovejera, la naranja. También era sinéstata, si un entrenador le mostraba un número, el animal se sumergía para tocar en el piso del piletón una lámina de un determinado color. Por ejemplo:  7-naranja, 10-azul, 3 verde.

Ahora él, como perito psicológico de animales en cautiverio, debía decidir si la sacrificarían. Siente que le tiran de la manga de la remera, se da vuelta y descubre a su hija.

–¿Dónde está?

–En la otra punta de la pileta… la vez…ahí… al final del pasillo…

Lucía sale corriendo por el pasillo gris para ir a encontrarse con Juana. Aparece una terapeuta holística, una de las precursoras en el uso de esta práctica para la terapia con animales. Lo saluda y camina hasta el fondo del pasillo, hasta situarse al lado de su hija, a la que da un beso. La alza y la deja a la altura de la flotante Juana. Lucía grita, no se sabe si de alegría o de terror.  Con los compases de la La belle Hélène de Offenbach inundando el parque desde los parlantes del subsuelo, la profesora posa las palmas de sus manos sobre el vidrio, como si estuviera empujando un camión, pero sin esfuerzo.

Al minuto, la orca se aleja del vidrio, pega un salto en la mitad del tanque, que deja entrar un rayo de sol al romper el agua, y luego nada velozmente hacia Guillermo, que pensaba en la madre de Lucía, y ahora no puede creer que le hubieran encargado juzgar a ese animal.

Lucía lo llama. Guillermo camina por el pasillo hasta la otra punta del mirador del tanque. La bestia negra vuelve para dejarse imponer las manos de la terapeuta. Su hija sale corriendo, y estirando los brazos, posa las palmas de sus manos contra el vidrio como si fuera una ventosa. Pega una mejilla. Cierra y aprieta los ojos.

 

por Adrián Gastón Fares