A veces tomo la forma de una bola de cristal
Que refleja el pasado
Como si me agitaran
La nieve empieza a caer.
Lo bueno es que puedo lanzar la bola de cristal
Tan lejos como se me antoje
He creído ser oyente
Uno más de la manada.
Pero no lo era.
Nunca olvido.
Que en el año dos mil doce
Me dieron el certificado
Porque nunca escuche bien.
Seguía tocando el timbre de aquel
edificio, cuando ya me habían abierto la puerta desde arriba.
Entonces, recién en el año dos mil doce, con mis queridos audífonos, esas lombrices tan preciadas, tuve que adaptarme al rugido del mundo.
Me daba vergüenza acercarme a las chicas en un bar.
Me daba vergüenza que descubrieran mis putridos oídos.
Cómo un cadáver vivo que mira sus falanges descarnarse.
Nunca olvidaré, la distancia autoimpuesta de la prueba.
Nunca la palabra prueba significó nada para mí hasta ese día de 2011 o 2012, que más da.
Y la zozobra del ser o ya no ser.
Igual.
Así y todo elegí usarlos.
Era eso o no entender.
El sol se pone, pero el ruido se impone.
Los seres humanos cerramos los ojos, nunca los oídos.
Tan vitales son que permanecen atentos, aún cuando la alarma resuena y los tapamos con las manos.
Mis oídos eran como viejos caracoles que retumbaban con el viento.
Mi alma joven quería escucharlo todo. Incluso lo inexcuchable.
Antes de los audífonos, para la risa ajena; subtítulos, por favor.
Todavía no sé lenguaje de señas, pero conozco las marcas que deja la creciente
sensación de no comprender.
Aunque lo que no se dice a veces lo entiendo bien.
Pagué el precio de la incomprensión y de los que saben pero se hacen que no saben, de los que querían que fuera otro que no podía ser.
He sido abandonado: en los peores momentos.
Empujado al abismo: En los peores momentos.
Es un fundido lento como en las películas.
A otro ser, devenir.
Entusiasmo, renovado.
Tirité descalzo en el vacío.
Y un día apareció la casa, la rosa y, ay, la gran montaña blanca.
Yo que le temía a lo desproporcionado
a las imágenes grandes de animales
a la boca abierta del elefante marino
a la trompa de la orca encostrada en la diapositiva
Descubrí que no somos cámaras si no proyectores que apaga un dios ignoto por las noches.
Miedo hasta a los restos flacos de las ballenas que ya no nadan en los pisos de madera de esas feas instituciones.
Pero las ballenas eran animales,
¿quién era yo?
El que seguía algunas reglas,escritas por seres que tenían un sentido distinto al mío.
He sido ingenuo.
Y tan seguro para afuera como mis orejas me han permitido ser.
Lo sé.
No hay piedad en el mundo,
Ni camino recorrido,
Para la historia de mis oídos.
por Adrián Gastón Fares
22 enero de 2019 (reescrito 10 de Agosto de 2019)