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La paradoja de la inteligencia artificial: ¿El fin o el renacer de la escritura?

Estoy sorprendido por la capacidad que tiene GPT (desarrollada por OpeanAI) para contar un cuento.

Simplemente se me ocurrió preguntarle:

Escribir un cuento sobre un árbol que se convierte en hombre.

Y esta fue su frenética respuesta:

Había una vez un viejo árbol en medio del bosque que había estado allí durante cientos de años. A pesar de su avanzada edad, seguía siendo un árbol majestuoso, con ramas que se extendían hacia el cielo y un tronco grueso y robusto. Pero lo que nadie sabía era que este árbol tenía un deseo secreto: quería ser un hombre.

Una noche, cuando la luna llena brillaba en el cielo, un rayo de luz cayó sobre el árbol. De repente, las ramas comenzaron a moverse y a estirarse, y las hojas se convirtieron en dedos. El tronco se enderezó y se hizo más delgado, y las raíces se convirtieron en pies.

Cuando el sol salió la mañana siguiente, los animales del bosque se sorprendieron al encontrar a un hombre en el lugar donde antes había estado el árbol. El hombre se frotó los ojos y se estiró, sin saber cómo había llegado allí.

Pero pronto se dio cuenta de que tenía nuevas habilidades y habilidades que nunca había tenido antes. Podía caminar, hablar y pensar como un hombre, pero aún conservaba algunas características de árbol, como la habilidad de controlar el crecimiento de las plantas y de moverse sin hacer ruido.

El hombre-árbol se aventuró a explorar el bosque, y rápidamente se dio cuenta de que había mucho que aprender sobre el mundo de los hombres. Aprendió a hablar con ellos, a trabajar con ellos, e incluso a amar.

Pero, a medida que pasaba el tiempo, el hombre-árbol comenzó a extrañar su vida como árbol. Extrañaba la sensación del sol en sus hojas y la brisa del viento en sus ramas. Así que, una noche, cuando la luna llena brilló de nuevo en el cielo, el hombre-árbol se paró en el mismo lugar donde había nacido y se dejó caer al suelo.

A la mañana siguiente, los animales del bosque encontraron un árbol viejo y majestuoso donde antes había estado el hombre-árbol. Pero si alguien prestaba atención, podía escuchar un susurro en el viento que decía: «No te preocupes por mí, estoy en paz ahora. Pero no te sorprendas si algún día me convierto en hombre otra vez.

Fin.

Cualquiera puede probar en https://openai.com/

Claro que es injusto decir que el costado cuenta-cuentos o narrativo de GPT-3 o 4 terminará con la escritura. Más bien estas herramientas, para mí, se combinarán con la inteligencia humana para crear historias mejores.

Pero claro, por ahora vemos que la historia no tiene conflicto (quizá porque no se lo pedí o mejor dicho especifiqué), como dijo un amigo. Vemos que el árbol se convierte en hombre por un rayo de luz (una suerte de Deus ex machina, como si la AI tuviera una influencia narrativa griega)

Por otro lado, como hablábamos con otro amigo (que no es una inteligencia artificial) por el lado del cine dentro de poco (ya lo decía Spielberg en una entrevista, entre otros) la AI podrá generar secuencias completas cinematográficas o disminuir enormemente el costo de filmar películas independientes.

Pronto vamos a poder escribir una escena y verla filmada.

En cuanto a los cuentos, me imagino a una persona solitaria sentada en su casa y que quiere que le cuenten un cuento sobre un tema elegido con sus variantes (yo solía pedirle a una tía abuela, entre mate y mate, que me refiera incontables cuentos de fantasmas) y tal vez la generosa y rápida AI sepa como matar la soledad de ese momento con ese frenesí de palabras. Claro que están Robert Aickman, Charles Dickens, M. R. James, Stephen King, Shirley Jackson, entre otros. Pero también va a estar la misteriosa AI.

Me pregunto cuáles serán los datos que la AI sacará de escritores que han publicado en Internet como yo, escrito palabra por palabra sin ayuda más que el diccionario, y si en el futuro usará el propio estilo para desarrollar los cuentos que queramos escribir. Algo que nos preocupa (en mi caso me intriga), como preocupa a los ilustradores que haya programas que puedan reproducir sus estilos (algo que causó una gran controversia, si no ver las reacciones de Santiago Caruso y otros ilustradores argentinos)

En fin, en el siglo XXI parece que la inteligencia artificial y los androides (creo que por algo decidí escribir mi última novela, Voraces y crear ahí una IA que es a la vez tontamente mucho menos y de manera aterradora mucho más que una hiladora de cuentos) son el equivalente de la carrera espacial en el siglo XX.

Lo que tal vez nunca sepamos es cuando llegaremos al fin de esa carrera.

Y esto abre preguntas que tienen que ver más con la evolución del ser humano y el cerebro (y de las computadoras) que con otros tipos de metas humanas.

Eso da un poco de miedo.

¿No?

por Adrián Gastón Fares (y GPT-3)

PD: La imagen de portada fue generada por la IA images.ai. La que acompaña al cuento por Deep Dream Generator.

El hombre sin cara. Relato corto.

Un hombre sin rasgos faciales nació en el barrio de Once de Buenos Aires. Los médicos que lo extrajeron del cuerpo de su madre le advirtieron a ella que no tenía rasgos faciales, pero aclararon que gracias a Dios tenía todos los sentidos intactos. El niño había llorado y todo, luego de un minuto, ya que a través de los poros de su pielcita, salió disparada una nube de vapor, como si algo hubiera activado un rociador, que se esparció por toda la sala de la clínica.

Según el médico su verdadera cara estaba debajo de gruesos pliegues de lampiña piel, pero de alguna manera la información visual y auditiva, que son las más importantes para los humanos, ya que el olfato no parece muy útil, llegaba al cerebro, que estaba en algún lugar de esa cabeza que parecía un huevo rosáceo.

Cuando llegó el momento de pasear con el cochecito de bebé, la madre le dibujó antes con un marcador indeleble unos ojos, una nariz y una boca. El padre retocó un poco el dibujo de la madre y los dos quedaron muy contentos con el resultado. La gente quedó encantada con el resultado en la calle. Le sonreían y hasta lo acariciaban.

Aprendió a mover los rasgos como pudo y en la escuela, haciendo mucho esfuerzo, pudo estirar tanto la parte inferior del huevo que tenía de cara, lo que hubiera sido su mentón, que logró separar una hendidura parecida a una boca, justo donde tenía la boca dibujada. El tiempo pasó y el hombre sin cara creció y pasó como uno más entre los pares, salvo algunas bromas de los pocos que podían darse cuenta que su cara era un dibujo. Durante el colegio secundario el acné revistió la piel de donde hubiera ido el rostro de cráteres y eso ayudó a que otros se sintieran identificado con él. Después de todo, las caras están en proceso de erupción en esos años.

Con el tiempo, después de graduarse en Bellas Artes, el hombre sin cara se convirtió en un intérprete excepcional, aprendió a recitar obras de teatro clásicas de memoria, escribió las suyas, fue premiado, elogiado, e incluso ganó algo de dinero. Tenía ese don de contorsionista en su cara. Era un experto en la imitación. Y no sólo eso, a veces lograba transmitir estados de ánimos jamás experimentados por el público ya que podía plegar la piel de una manera nunca antes apreciada por los espectadores de teatro.

En ese momento, en la cresta de la ola de su popularidad, consiguió enamorar a una chica que con el tiempo se convirtió en su pareja. La misma chica lloró ante las menciones y premios colgados en las paredes del apartamento del hombre sin cara, donde vivía solo, con varios espejos, desde que se había mudado de su Once natal. El hombre sin cara no entendía por qué la chica había llorado, porque a él parecía irle bien.

Al poco tiempo el dinero no alcazaba. Y el hombre sin cara malgastaba en miles de lapiceras y marcadores de tinta indeleble su desequilibrada fortuna. Un primo lejano lo ayudaba en secreto económicamente y eso bastaba a esa familia para mantener la ilusión de que no habían tenido un hijo sin cara. Pero la chica ya no toleraba la situación y la gente decía que había que tener un futuro, que debía tener un PLAN B el hombre sin cara, y hacía rato que el hombre sin cara no quería hacer otra cosa que dibujar, escribir, actuar e incluso bailar; todo lo cual estaba escrito en la obra de teatro que quería presentar cuanto antes.

Así y todo, por esa época la pareja decidió festejar su unión espiritual, ya que la física no paraban de festejarla, y si bien no eligieron casarse, hicieron una fiesta en el apartamento de la suegra del hombre sin cara. Para la fiesta, fue invitado un familiar, el primo lejano que era una especie de mecenas de nuestro protagonista, que había crecido con el hombre sin cara, que había visto a los progenitores del mismo pintarle las facciones, porque era de esos hombres que siempre están en el momento justo y en lugar indicado para influir en la vida de los demás.

Es más, se vistió de lujo para la ocasión, él que era sucio y vulgar, y llevó un sombrero de vaquero, que le daba un aire de patriarca superado. Una mirada del primo lejano dejaba sin valor la de los padres del hombre sin cara. El brillo de esos ojos sagaces y resentidos era capaz de convencer al mundo de que nunca se habían destrenzado los continentes. El amor nunca tuvo un contrincante tan entrenado, tan erguido, tan lastimado como para clamar venganza.

El hombre sin cara, en la terraza donde se festejaba la unión de los amantes, se quejó de que faltaba vino para el festejo, algo de lo que se iba a encargar el primo lejano, incluso había dicho que su finalidad era alegrar la fiesta con los vinos que él mismo producía. El primo dijo, tomándose la punta de su sombrero.

–No tenés cara para decirme esto. No tenés cara.

El hombre sin cara no sabía que contestar. Empezó a sentir un remolino ardiente que nació en su estómago y subió hasta su pecho. Él había hecho las cosas bien, él había administrado las cosas para que ahora estuviera a punto de cumplir y realizar su gran obra. Las sumas que enviaba el primo lejano eran una limosna. Y hasta él había trabajado en sus viñedos al principio sin paga. Pero el primo lejano repitió.

–No tenés cara.

En ese momento el padrastro de la pareja del hombre sin cara se miró con su esposa y todos bajaron la cabeza, desilusionados del hombre con cabeza de huevo.

Unos días después, cuando seguía preparando una obra de teatro que se llamaba El hombre sin cara, el cielo ennegreció y se desató una tormenta, El hombre sin cara estaba ensayando en un galpón que había convertido en sala y se dio cuenta que era el cumpleaños de su querida y debía pasar por la florería. Olvidó su paraguas. La lluvia fue tan fuerte que borró las facciones que tenía dibujadas. Fue tanta el agua que cayó, y tan lacerante, que llegó a borrar incluso las que habían dibujado sus padres. La ciudad se inundó de agua y el semblante del hombre sin cara de tinta.

Las cejas se despintaron, cayeron sobre la nariz en una mancha que ya no tenía límites claros, la nariz se desparramó sobre lo que hubieran sido sus mejillas como si fueran los redondeles rojos de un payaso, y la boca cayó hasta la punta del huevo que debería haber sido su mentón. Aún así llegó a comprar el ramillete de flores para festejar el cumpleaños de su pareja.

Así que entró en su apartamento con las rosas y su pareja empezó a gritar. En vez de decirle que su cara se había desfigurado por el agua, le tiró un trapo y dijo que no podía seguir en la situación en que estaban. También le dejó en claro que era una maldición para sus padres, y para su primo lejano sin dudas, y que evidentemente tenía serios problemas psicológicos que había tratado de advertirle que fueran enmendados. El hombre sin cara sabía que tenía algunos problemas por no haber tenido cara, pero no eran nada comparables a los que tenían los demás. No había manera de explicar su vida.

El hombre sin cara terminó llorando y temblando en su apartamento frente a su pareja que le anunció que lo abandonaba y que se iba bien lejos porque su madre había comprado un pasaje para llevársela de viaje y alejarlo de él lo más rápido posible.

Solo en la casa, el hombre sin cara fue a una caja de madera que tenía en el placard, la abrió y sacó el certificado de hombre sin cara que le habían expedido el estado argentino hacía muy poco tiempo, mientras conocía a la que ahora era su ex pareja. No era el único, pero otros simplemente tenían un huevo en vez de cara, y desde niños andaban así, con una tez oscura, a veces con llagas de restregarla contra la pared para tratar de sentir algo de forma directa, otras veces bronceada por el sol, cuando elegían vivir alejados de la sociedad. Sabía que algunos sentían tanto que elegían esconder la cara en algún armario.

Con el certificado de hombre sin cara, y sin parar de llorar, el hombre se dirigió a la cocina, abrió la hornalla y quemó el certificado, que incluso le había sido entregado por su querida cuando llegó por correo. Luego tomó el jabón blanco de lavar la ropa, fue al baño y comenzó a lavarse la cara, hasta que no quedó ni las cicatrices de las repetidas manchas que había dibujado su madre hace tantos años, y las que él había vuelto a marcar tantas veces con ahínco; las que parecían ojos, una nariz y una diminuta boca, que él mismo había aprendido a fruncir haciendo esfuerzos desmedidos, como el mejor contorsionista, se fueron alisando y la cara quedó casi como un huevo rosado, enrojecido en su totalidad ahora y no sólo en algunas partes por la fricción del jabón y la de sus propias manos. El huevo que tenía de cara parecía ahora un gran ojo restregado.

Fue a una psicóloga, de ascendencia griega, que le dijo, como si fuera el mismo Zeus, que nadie debía quererlo si no quería estar con un hombre sin cara. No era una obligación que su ex pareja lo quisiera; con eso pareció estar descubriendo América la mujer. Luego fue a otro que le dijo que el mundo era injusto. Y que él debía ser descendiente de los primeros homínidos fallidos, esos que relataba el Popol Vuh, con caras yermas como la suya.

Desesperado, visitó a un homeópata que le dijo que tomando unas gotitas de un líquido podría empezar a recuperar sus rasgos. Todos los defectos del hombre sin cara que no tenían que ver con no tener rostro comenzaron a agigantarse ante él como terribles pesadillas que se proyectaban en la pared desnuda del apartamento donde vivía. Necesitaba salir de ese lugar cuanto antes.

Se había dado cuenta del gran sobreesfuerzo que estuvo haciendo toda su vida para encajar, para salir adelante, porque él era el primero de todos que sabía que en lugar de una cara tenía una planicie que tuvo que aprender a domar para expresar sus variadas emociones. Al principio golpeaba con su cabeza la de los demás, para dar a entender que le gustaban. Algunos, y con razón, lo tomaban a mal. Descubrir lo que ya se sabe es lo más aburrido del mundo. Y la tristeza y el sopor de lo monótono inundaron al hombre sin cara. El futuro estaba vacío.

Como el agua ahora parecía perseguirlo, el día que salió de su apartamento dispuesto a conquistar el mundo otra vez no paraba de lloviznar. En las calles céntricas de Buenos Aires, trató de encontrar a otro hombre sin cara, a una mujer sin cara también, pero fue en vano, todos parecían haber escapado de alguna manera de ese lugar. Sabía que no todos los hombres sin cara tenían cabeza de huevo, así que andaba mirando a los que tenían sombreros, a las que andaban con paraguas escondiendo la cabeza, a las niñas cuyo cabello parecía de utilería, a los niños que llevaban máscaras aunque no hubiera ninguna fiesta ni era carnaval, a los viejos que tenían una pipa más grande que su nariz, y más que nada, a los tatuados, con cuidado, porque algunos decían que traían mala suerte. Pero nada.

Entonces trastabilló y cayó en una zanja sucia, ya cuando estaba por el barrio de Palermo, y había caminado más de cinco kilómetros de donde vivía. Ahora sus facciones eran un caos organizado por el barro de la zanja. Pudo verlo en el baño de un bar y luego se alejó para meterse en el estudio donde estaba ensayando la obra. Juntó fuerzas y con la cara que parecía ser un lodazal, pero guarecido esta vez de la lluvia y de las personas, comenzó a proferir el discurso que había preparado para la obra que iba a interpretar con su amada ausente.

Odiaba realmente más que nunca a su primo lejano. Estaba dispuesto a ir a buscarlo y arrastrarlo de los pelos por todo su viñedo de uvas agrias. Pero él no era así. Sabía que la vida se desplegaba, se alisaba, se contraía, se ahuecaba, arrugaba, se desprendía y que esa verdad era inherente a todo, como si lo que lo separaba de su primo lejano fueran esas tierras resecas y partidas que generan las sequías. Y pensó que esa terracota inutilizable era la que tenía su primo en su corazón.

No había nadie en el galpón que usaba de sala de ensayo. Las ratas paseaban por las vigas y sorteaban los reflectores. Las palomas anidaban en el techo de zinc.

El hombre sin cara se mantuvo de pie una hora e interpretó todos los papeles de la obra que había escrito. Luego advirtió que por el techo, que debía estar agujereado, caía un pequeño hilo de agua. Caminó hasta el agua azul verdosa y dejó que lo salpicara para darle así un nuevo aspecto a su redondo y liso semblante. Entonces buscó una vieja silla de madera que había en un vértice de la habitación y se sentó. Levantó su mano derecha, extrajo de sus bolsillos un marcador y dibujó una cara en cada una de las yemas de sus dedos.

Una yema sonreía, la otra expresaba frustración, en el dedo medio había una asombrada, una frívola la seguía y en el meñique una carita absorta. Se quedó mirando su meñique por mucho tiempo, hasta que logró que la cara absorta comenzara a moverse.

De alguna manera, logró que la piel de su dedo meñique se estirara, cambiara de forma, comenzara a hacer una transición entre las caras que estaban dibujadas en las otras yemas. Y se distrajo tanto con eso, que la noche sobrevino, el día, las semanas, los meses y enflaqueció hasta quedar hecho un esqueleto. Un día su cabeza se desplomó del peso.

Lo encontraron, hecho un esqueleto, sin piel y con la cara que los médicos habían dicho que tenía bajo el huevo que debió contener una cara. El rostro descubierto, como el de los demás humanos, era único, y hasta en la deformidad de la muerte conservaba la pasión que lo había guiado en sus pasos por este mundo de gente que, en general, llevaba una cara bien visible.

Y así termina el relato de la vida del hombre sin cara.

Por Adrián Gastón Fares

La zombiada. Relato que forma parte de Los tendederos. Y recomendación de una serie.


Estaba la puerta abierta y también le pareció inusual que no estuviera la empleada de limpieza para gritarle que no le dejara yerba en el lavabo, y comentarle  que había inventado otra forma para separar la yerba del resto de la basura. Era raro no recibir el pedido de colocar el bidón de agua en el dispenser para los dirigentes ni bien llegaba. Pensó que ese día en el trabajo iba a ser distinto.
Así que puso su pulgar en la máquina de fichar, recibió un «Gracias», en español, de la grabación que la máquina contenía y se dirigió al segundo piso, a su oficina.
Golpeó pero nadie le abría.  Se quedó esperando en el pasillo. Eso era normal. En cambio, el olor penetrante, ácido, a vómito, no lo era. Provenía de su oficina. Esperó cinco minutos sin saber qué hacer. Golpeó otra vez la puerta, ya que no había timbre, y el empleado, Manuel, el único zombie que trabajaba en su piso, le abrió. Caminó hasta su computadora. A su lado estaban, sin ninguna separación, las de Pablo y Alfonso. Le pareció anormal que ninguno de los dos estuvieran. En la computadora de Alfonso se veía un polvo blanco cerca del teclado. Como si hubiera dejado caer hilariet, pero Gastón sabía que era cocaína. En la de Pablo, el mate, y la pantalla estaba clavada en una página web de Mobbing.
Pablo y Alfonso se odiaban y el primero sostenía que el segundo lo acosaba. Las mujeres habían sido trasladadas a otra oficina porque los hombres no querían almorzar con ellas ni escuchar sus chismorreos. Lo que más le había chocado a Gastón al entrar en ese trabajo era lo misóginos que eran sus compañeros. A él le gustaba estar rodeado de mujeres desde chico. Sin ellas, algo le faltaba. Y en vez de voces aflautadas tenía a Manuel, el zombie, y a los otros dos, eso hasta que llegaba Roberto, el superior, el analista de sistemas, una biblioteca itinerante que sabía de todo. Roberto le había recomendado a Gastón el libro Anatomía de la Crítica de Northrop Frye.
Gastón consultó con su ex profesora de la facultad de Letras, Isabel, quien le dijo que estaba pasado de moda Frye, que sus ideas habían sido superadas. Eso estaba leyendo en su email, pensando qué contestarle a la mujer porque a él le había llegado hondo el discurso del analista de sistemas sobre Northrop Frye para abordar la obra de Tolkien y comentar la serie de ciencia ficción que estaba mirando. Aunque Gastón nunca había leído a Tolkien. Pero la palabra inmersión le gustaba y se podía relacionar con la obra de Frye. Una palabra a veces lo define todo.
Eso pensaba Gastón, pero sus sentidos estaban alertas porque le picaba la nariz por el olor a vómito que provenía, sin dudas, del despacho de Roberto, cuya puerta estaba cerrada. Tenía que ver qué lo causaba, pero antes contestó un mensaje de su novia que decía que el bebé estaba bien, que le había vomitado el pelo y la blusa, algo común. Así que era el Día del Vómito para Gastón.
Manuel estaba durmiendo en su cubículo vidriado. Desde que los zombies habían evolucionado habían obtenido algunos derechos, uno de ellos era la inclusión social de los de conducta intachable a través del trabajo.
Manuel no contestaba cuando le abría la puerta, sólo bajaba la cabeza. Tampoco lo saludaba al llegar y al irse. A veces le preguntaba si no tenía la llave. Gastón le había dicho mil veces que no tenía llave y que dependía de él que le abriera, pero este tema parecía estar más allá de la comprensión del zombie, a quien le molestaba despegar el culo de la silla.
Gastón podía entenderlo. Los zombies comen el doble que un humano. Manuel no controlaba su esfínter y por lo tanto la cantidad de mierda que cagaba le producía hemorroides y otras complicaciones que convertían en obligatorio el uso de una silla especialmente acolchada.
Los zombies habían dejado de atacar a las personas al alcanzar la autoconciencia y luego se habían dado cuenta de que no les convenía ser perseguidos, reducidos y asesinados, así que su comportamiento había pasado de ser destructivo a casi altruista. Se adaptaban a cualquier tipo de trabajo. Se destacaban en los cargos administrativos porque su concentración para evitar sus desmadres era alta, pero también podían afrontar trabajos más precarios, de carga, por ejemplo, porque su fuerza era superior a la de un humano.
Lo único que Manuel compartía con Alfonso y Pablo era el gusto por ver en el móvil de este último imágenes truculentas. Un hombre trozado en dos por un tren, cuyas manos todavía se movían tratando de salir de las vías. Un ejemplo. Desmembramientos varios y miembros varios también, porque otras de las atracciones que ofrecía ese celular eran los videos de negros que bamboleaban sus genitales gigantes de aquí para allá o que los introducían en toda clase de agujeros pequeños, o que parecían pequeños por contraste.
Un día Pablo y Alfonso le pidieron a Manuel ver su pene, pero el zombie se había negado. Lograron su objetivo una tarde que Manuel fue a orinar y se metieron de golpe en el baño. Al parecer, no podían creer lo que habían visto.
Por lo demás, Manuel permanecía callado y sólo saludaba a Roberto, su superior. Eso pensaba Gastón, mientras leía la respuesta sobre Frye de su ex profesora y el olor que provenía del despacho cerrado se hizo tan penetrante que ya no pudo aguantarlo.
Vio que Manuel seguía sumido en su sueño. Controlar el instinto consumía gran parte de la energía del zombie y debía descansar más que un humano.
Entonces Gastón, le contestó a su novia que todo estaba bien, que por ahora no tenía trabajo, era una mañana tranquila, nadie lo llamaba y luego caminó hasta la oficina de su superior. Trató de abrir la puerta pero estaba cerrada, sin llave pero no podía abrirse de afuera. El olor nauseabundo provenía claramente de ahí.
Se dio vuelta para mirar a Manuel, que seguía con el mentón pegado al pecho. Por debajo de la puerta del despacho se escapaba un líquido color dulce de leche. Uno de los punteros del sindicato de Software en la que trabajaba le había enseñado a abrir la puerta con una tarjeta de plástico. Gastón no tenía tarjeta de crédito así que usó la de Starbucks.
Al abrir la puerta lo golpeó el frío que se escapaba del cubículo del servidor. Los cuerpos de Alfonso y Pablo estaban expuestos, partidos al medio, masticados, frente al escritorio. Roberto yacía en su silla, sin la tapa de los sesos, como un mono de banquete chino, el analista de sistema, dando órdenes, vaya a saber cuánto tiempo, a seres de otro mundo, si es que ese otro mundo existía.
El líquido que se había deslizado por debajo de la puerta provenía del cerebro de Roberto, ya que los otros dos cuerpos estaban medio resecos, los huesos a la vista, como si el atacante hubiera succionado hasta los tejidos.
Al darse vuelta, con sus manos congeladas que anunciaban un ataque de pánico, Gastón vio que Manuel ahora tenía la mirada clavada en él y notó lo que antes no había visto. A su lado, en su escritorio, como un melón recién cortado, el zombie tenía la tapa de los sesos de Roberto, medio masticada.
El zombie se levantó, rodeó su escritorio con parsimonia, sin perder los modales ni la postura erguida, y empezó a acercarse a Gastón tratando de ocultar sus uñas afiladas. Gastón corrió hacia la puerta con el objetivo de avisarle a las chicas que el zombie de su oficina había perdido el control. El hecho hacía presuponer que había contactado a otros zombies, los llamados marginados, que pronto estarían en el lugar para fortalecer la revuelta. Mientras Manuel se acercaba a él, Gastón logró salir de la oficina, cerró la puerta y subió a la oficina de las chicas.
Otra vez el olor agrio, nauseabundo, pero esta vez más fresco, más penetrante. Tras la puerta los cuerpos desmembrados de las que habían sido sus compañeras se apilaban. En un vértice de la oficina, ovillada, abrazando sus piernas, Lucía lloraba con la mirada perdida. La chica balbuceó que había más, que Manuel los había arengado, que su programa había fallado, y que nunca debieron incorporarlo a la empresa. Claro que Lucía era otra zombie y por eso se había salvado. Una zombie joven como Manuel, pero en otro estadio de evolución.
Gastón volvió a la entrada de la oficina para contener la puerta justo que las manos de Manuel la empujaban. Mientras tanto, vomitó el café que se había tomado por la mañana junto con la medialuna de manteca.
Esa oficina daba al patio del edificio. Al asomarse a la ventana, Gastón vio a varios zombies que dialogaban mientras se pasaban el mate y compartían pedazos de piel de un cuerpo humano. Reconoció a algunos que trabajaban en otras empresas ubicadas en el mismo edificio. Gastón no sabía qué hacer.
El celular de Lucía sonaba pero a ella le temblaban tanto las manos que no podía atender. Iba a caerse de la mesa si seguía vibrando, así que Gastón lo tomó y respondió la llamada. El marido de Lucía, Eduardo, era policía, uno de los  humanos que se habían enamorado de una zombie. Gastón le contó la situación a Edu, quien le dijo que se calmara, que buscara la pistola que Lucía tenía en el fondo de su bolso y siguiera las instrucciones.
Ya con el arma en sus manos y el móvil en altavoz, comenzó a describirle la situación a Edu. Zombies asesinos en el patio. Otro en el pasillo. No sabía cuántos más rebelados en el edificio.
Se animó a abrir la puerta de la oficina. El pasillo estaba vacío. El tubo fluorescente se encendía y apagaba. El cartel de prohibido fumar había sido masticado. Edu le dijo que disparara a cualquier punto. Gastón eligió el matafuegos. La explosión hizo que apareciera Manuel como una flecha con las fauces abiertas seguido de otros seis zombies más que trabajaban en el café de al lado. Edu le dijo que debía dispararle a los zombies en la zona del bajovientre, debajo del ombligo y arriba de los genitales, el hara de los hindúes pensó Gastón. Era la única forma de matarlos, aunque el folclore al respecto no lo especificaba.
Gastón pudo darle en ese punto a uno de los zombies, que cayó y exhaló su último suspiro, escupiendo un dedo humano a su vez. Los otros se abalanzaron sobre la puerta. Gastón llegó a cerrarla.
Lucía seguía temblando en un costado de la oficina. La novia de Gastón le informaba, a través de un audio que llegó a su celular, que debía llevar al bebé al médico.
Edu quería saber cuántos eran los que se habían rebelado y trató de calmarlo diciéndole que se dirigía hacia el lugar. La puerta ahora aguantaba la presión de varios cuerpos que empujaban para que cediera y Gastón no podía dejarla. Los zombies intercambiaban órdenes de mando para tratar de entrar a la oficina. Manuel los dirigía.
Era la hora del almuerzo. Las voces de los zombies eran claras. Uno decía que necesitaba abono para las plantas exóticas de su jardín y que se había cansado de usar los restos de café que Starbucks regalaba. El compost que tenía en una carretilla y que había realizado con restos de gatos muertos no era suficiente. Los demás felicitaron al zombie por su idea de incorporar humanos a la mezcla.
Gastón pensaba que esta situación se debía a que no había sabido cuidar sus pensamientos, que invocar a Frye y su teoría de la inmersión narrativa no había sido buena idea. La culpa no la tenían los zombies que habían perdido el control sino su superior que le había recomendado Anatomía de la Crítica y él lo había leído. Un verdadero desastre.

 

Por Adrián Gastón Fares.

PD: Para los que gusten de historias de zombis o zombies pueden leer mi novela inaugural, Suerte al zombi buscando en este blog.

PD2: Vean The Underground Railroad en Amazon Prime Video. La serie de 10 capítulos, dirigida por Barry Jenkins, está basada en la novela de Colson Whitehead.

Fotografía Flores A. G. F

Nuestros. Relato.

Despuntaba el atardecer sobre las antenas de las terrazas esa tarde agobiante de verano en una ciudad pueblo de Buenos Aires y Beatriz le pegó un grito a Josefa.

Que tuviera cuidado porque un día lo iba a pisar al Rubio. El Rubio siguió, como si nada, pasando la máquina de cortar el césped por su jardín delantero. Los tres sabían que Josefa era un peligro manejando, que sus pies apenas arañaban los pedales de su coche, pero el Rubio tenía reflejos perfectos y una vista de lince. Estaba preparado, como todos en esa ciudad pueblo.

Josefa, de unos ocho años, era un poco mayor que Beatriz. Pero Beatriz le había enseñado cómo limpiar el baño rápido para que ocupara el tiempo en otras tareas más entretenidas. También le había enseñado a educar a Rodó.

Rodó, con una lustrosa calva y unos cuarenta y cinco años se la pasaba girando discos en la bandeja de su casa. Beatriz logró que Josefa lo retara de una manera tan efectiva que Rodó terminó escondiendo todos sus discos en el sótano. Sólo los ponía cuando Josefa no estaba.

Pero estaba casi siempre así que Rodo no podía poner sus discos. Se la pasaba sentado frente a la pantalla, jugando, miraba un encadenado de series de televisión hasta que le dolían los muslos de tanto estar sentado y tenía que cambiar de posición y tirarse en el suelo, girar la cabeza y mirar desde ahí. Beatriz tampoco veía con buenos ojos que Josefa le dejara ver las maratones de series a Rodó. Pero tanto no podía meterse. Rodó era suyo, no de ella.

Así que ese día, que era como otro día cualquiera en esa ciudad pueblo, después de pegarle el grito, la pelirroja Beatriz hizo que Josefa detuviera el coche, le preguntó a dónde se dirigía, al centro comercial dijo Josefa, y aprovechó para pedirle que tuviera la mano más dura con Rodó, que suspendiera las series, porque si seguía así iba a engordar como un chancho. Y se lo iban a comer como si fuera uno, contestó, despreocupada, Josefa, copiando vayamos a saber qué clásico.

Beatriz se quedó con las manos cruzadas mientras el coche se alejaba y el Rubio, que medía un poco más de un metro de estatura, seguía cortando el césped medio molesto. Se había hecho encima.

Beatriz, cruzada de brazos, negaba con la cabeza. El pantalón del Rubio era un enchastre. Justo estaba agachado, sin doblar las rodillas, porque la ruidosa máquina se le había trabado con el césped de alto tránsito.

–Rubio, por favor,  ¿qué va a pensar Grise si te ve?

–Sería bueno que pienses en Martín ¿Acaso Grise es tuya?

–Martín siempre se portó bien, me costó alejarlo de la moto al principio.

–A Grise no le molesta que a veces haga cosas como esta. Me entiende.

–Pero tu Grise tiene como unos cincuenta, cinco años más que Martín y que Rodó.

El Rubio asintió con la cabeza y siguió cortando el césped con el pantalón color verde manchado. Beatriz esperó que su perro, un Labrador, volviera de hacer lo mismo que había hecho Rodó, pero en el suelo como debía hacerlo, y caminó hasta su casa lentamente, satisfecha. Antes de meterse en la casa, se subió a la banqueta de madera y se asomó a la hendija del buzón de cartas para ver si había alguna y si tenía que llamar a Martín para que se las alcanzara.

Notó que había telarañas en un vértice de la galería externa de la casa, así que debería llamar a Martín, otra no quedaba. El Rubio ya se había metido adentro. Seguramente estaba apurado.

Mientras tanto volvía del almacén Josefa. Se metió en su casa como si estuviera también apurada.

Como era costumbre a esa hora de un viernes, el Rubio cruzó con un vaso enorme de plástico lleno de pochoclos, un vaso casi más grande que él, a lo de Josefa y los dos se encerraron en la pieza. Decían que veían clásicos. Beatriz no sabía qué pensar.

En cambio, si sabía ordenarle a Martín que limpiara las telarañas con un plumero. Su voz se imponía sin ningún esfuerzo.

Martín sacó la cabeza de su casa, miró a un lado y otro, había un perro callejero panzudo, una lagartija cuyo tamaño era alarmante, pero que fue aplastada al instante por un auto que pasó como una luz, pero nada ni nadie más así que podía salir. Beatriz debía estar mirando esos videos para pintarse las uñas en su teléfono mientras pensaba que él era tan serio, tan obsesivo como ella limpiando, y celaba a Josefa y al Rubio. Pero él sólo quería juntarse con sus amigos.

A la vez que Martín salía, Rodó pasaba su pierna por arriba del marco de la ventana, tropezaba y caía en la vereda. Y enfrente,  Grise abría con cuidado la puerta de la casa de dos pisos en la que vivía con el Rubio. Con el dedo índice cruzando su boca Grise les pedía a Martín y a Rodó que no hicieran bochinche. Los dos ya se estaban riendo de la situación. Siempre se reían. Eran impacientes, pensó Grise.

Y bajó descalza los escalones de su casa para salir a la vereda.

Se saludaron y caminaron los tres, con los hombros bajos, como si estuvieran cansados desde antes, hasta la plaza.

El pelo blanco de Grise parecía más blanco, brillaba a esa hora donde casi reflejaba los rayos débiles del sol.

Las calles de cemento de la florida plaza convergían en el círculo con la estatua ecuestre del fundador del pueblo.  Personificaba a Don Prudencio, con capa y espada. La estatua del enorme caballo contrastaba con el tal Prudencio. Ninguno de los tres entendía cómo había logrado domarlo, ni conquistar nada, midiendo mucho menos que la mitad de ellos, y con una pelota de trapo del tamaño de un tomate en el regazo.  La cabeza redonda y la sonrisa de niño complacido de Prudencio era tal que hasta ellos podían deducir que mucho no le había costado ninguna batalla. Martín le preguntó a Rodó por Grise.

No estaba.

Rodó protestó:

–¡Grise! No esperaste que empezara a contar.

–Yo ni me escondí –dijo Martín–. No vale.

Los dos se miraron, sorprendidos por un instante, para luego concentrarse en lo que tenían cerca.

Los piernas, largas y pálidas, de Grise –que debía estar sentada en el suelo, sobre su falda–, sobresalían del entreverado pero pequeño matorral.

El juego recién había comenzado.

Y tenían la noche por delante.

por Adrián Gastón Fares

PD: Nuestros forma parte de la antología provisoria de los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog llamada Los tendederos. Recuerden que pueden leer, si no lo hicieron, mi última novela, Seré nada (2021, 200 páginas) buscándola en este mismo blog o en Google Play.

Las hermanas. Relato.

Mientras cortaba el pasto en el fondo de una casita, cuando vivía y trabajaba en Adrogué, me empecé a acordar de Luciana, la chica que creía en cosas raras. En el fondo de ese chalet casi muerto, un esqueleto de casa con un esqueleto de habitante, que era esa viejita encorvada y con olor a arroz con leche, también me acordé de Cecilia, una chica que más de una vez me había desnudado en su dormitorio. Esas cosas me pasaban un poco porque yo hacía changas de jardinería en ese tiempo, era un tipo que sabía mantener los fondos y jardines bien, cortaba y podaba, y después, si tenía suerte, agasajaba de alguna manera a la dueña de casa.

Ese verano todos mis clientes se habían ido a la costa. Me quedaron dos o tres, entre ellos la viejita con olor a arroz con leche. Ahí estaba cuando me acordé de esas dos chicas y conocí a las Hermanas.

La transpiración me nublaba la vista. El verde oscuro a mis pies me dio unas ganas inaguantables de tener cerca a una chica, de bajarla despacito hasta el pasto. Creo que me vi entre las piernas de una que se me hacía la difícil por esos tiempos; la poseía con la pollerita de tenis puesta y eso me calentó tanto que tuve que parar de cortar el pasto. Ahí pude sentir cómo tres miradas arañaban mi cuerpo desde una cercanía que yo no podía descifrar. Sentía sobre mi piel una caricia suave, que me impedía pasar la bordeadora como se debía.

Me saqué la remera y la tiré al piso, seguro que con lo sudada que estaba no me la volvería a poner, y mientras me pasaba la mano por la frente, mientras me enjugaba la mano en la frente mejor dicho, vi la mano de una de las Hermanas sobre la parecita de atrás que daba a otro terreno. En realidad, me pareció ver una mano fina y huesuda; sí escuché unos gemidos, como el de las crías de ratas.

Mi remera quedó al lado del montoncito de pasto, y cuando la quise agarrar se voló, como soplada por un viento fuerte, repentino, hacia la pared. Cuando la fui a buscar, los gemiditos recrudecieron y la remera se me escapó otra vez de las manos, ahora el viento la elevó en el aire hasta las macetas sobre la parecita y entonces fue sustraída por un aliento que parecía venir del otro lado. Enseguida vi dos manos color dulce de leche, apergaminadas, que se aferraban a los ladrillos para subir el resto, lo que hubiera abajo, y me di cuenta que esa cosa no tenía sangre o que la sangre no circulaba, sino que estaba como enterrada, encapsulada bajo la piel. Admito que la curiosidad sexual me impidió correr. La primera Hermana, la que usaba su mano para violarme, la que alguna vez creí que terminaría castrándome con sus tirones fuertes, apareció de un salto (después me di cuenta que no fue un salto sino que la otra, la que usaba la lengua, la había ayudado con sus manos) y quedó agazapada, como una gárgola, sobre la pared. Esa mezcla de gato enfermo y mujer (¿hijas mogólicas de quién?, me preguntaba) olía mi remera. Vestía un camisón rosa, al igual que las otras dos, que aparecieron al instante.

Pronto se me abalanzó, después la otra, y al rato la tercera, que al principio miraba con cierta timidez (era más alta que las demás, la última en saltar y en irse; sabía usar bien las manos y la lengua), y quedé tirado en un costado de ese fondo, sintiendo manos, lenguas, pies, labios (extrañamente suaves), sobre mí, hasta que, debo admitirlo, terminé desmayado, fresco y cansado como nunca. Esos demonios me violaron reiteradas veces. Sin embargo, no tuve contacto carnal con ellas; me guardaban para una mujer, una chica, una presencia que descubrí espiando por el paredón.

Seguido volví al fondo de la vieja, que hacía que no se daba cuenta que yo hacía que cortaba el pasto o podaba alguna planta, y no tardaba en verme rodeado por los tres demonios que formaban un innecesario triángulo de cacería.

Un día, al doblar la esquina, vi una ambulancia estacionada en la casa y debí aplazar el encuentro con las Hermanas. Al otro día llegué temprano con la máquina, la reja estaba entreabierta y avancé hasta la puerta. Un cartelito invitaba al velorio de la vieja. Como yo, previsor, me había hecho una copia de la llave de la casa, porque no podía perder mi infierno así porque sí, no podía perder mi paraíso así porque sí, me fijé que nadie espiara enfrente, abrí y me metí.

Vi el paragüero lleno de revistas, las mariposas en la heladera, las tacitas colgadas –parecieron temblar cuando pasó el tren–, llegué a la puerta que da al fondo, la abrí, empujé el mosquitero, estuve un rato parado. Nada. Me tiré en el pasto. Miraba el cielo nublado, mejor dicho miraba la nube, porque era grande y con matices de oscuridad, lo único que se veía en el cielo de ese fondo. De vez en cuando ojeaba la pared o giraba la cabeza. Pero nada.

Volví a la casa, se me dio por revisar, buscar si había algo valioso que a la vieja le hubiera gustado darme, entré en el baño, pasé por los dormitorios; uno casi vacío, con algunos juguetes estropeados (un león con bigotes larguísimos, un monigote rojo con orejas largas), el otro con una cama con un crucifijo grande encima; me tiré en la cama, después abrí la mesita de luz, encontré dibujos. Yo aparecía en el medio de una confusión de cuerpos flacos, de tres cuerpos.

Me levanté, abrí una puerta que daba a un pasillo oscuro y lo seguí hasta otra puerta que resultó estar entreabierta. Entré en una habitación, había una cocina con una ventana que daba a un fondo chiquito y cuadrado. El fondo del otro terreno, el lugar por donde aparecían las Hermanas. Me imaginé a la vieja espiándome por arriba o por algún agujero de la pared. Dibujando con dedos temblorosos. Soñando.

Otras veces volví a la casa; desde que murió la vieja jamás encontré a las Hermanas.

por Adrián Gastón Fares.

Si les gustó este cuento, y todavía no la conocen, pueden buscar en este blog mi nueva (y cuarta novela), Seré nada, una historia suburbana de terror.

El hombre sin cara. Relato corto.

Un hombre sin rasgos faciales nació en el barrio de Once de Buenos Aires. Los médicos que lo extrajeron del cuerpo de su madre le advirtieron a ella que no tenía rasgos faciales, pero aclararon que gracias a Dios tenía todos los sentidos intactos. El niño había llorado y todo, luego de un minuto, ya que a través de los poros de su pielcita, salió disparada una nube de vapor, como si algo hubiera activado un rociador, que se esparció por toda la sala de la clínica.

Según el médico su verdadera cara estaba debajo de gruesos pliegues de lampiña piel, pero de alguna manera la información visual y auditiva, que son las más importantes para los humanos, ya que el olfato no parece muy útil, llegaba al cerebro, que estaba en algún lugar de esa cabeza que parecía un huevo rosáceo.

Cuando llegó el momento de pasear con el cochecito de bebé, la madre le dibujó antes con un marcador indeleble unos ojos, una nariz y una boca. El padre retocó un poco el dibujo de la madre y los dos quedaron muy contentos con el resultado. La gente quedó encantada con el resultado en la calle. Le sonreían y hasta lo acariciaban.

Aprendió a mover los rasgos como pudo y en la escuela, haciendo mucho esfuerzo, pudo estirar tanto la parte inferior del huevo que tenía de cara, lo que hubiera sido su mentón, que logró separar una hendidura parecida a una boca, justo donde tenía la boca dibujada. El tiempo pasó y el hombre sin cara creció y pasó como uno más entre los pares, salvo algunas bromas de los pocos que podían darse cuenta que su cara era un dibujo. Durante el colegio secundario el acné revistió la piel de donde hubiera ido el rostro de cráteres y eso ayudó a que otros se sintieran identificado con él. Después de todo, las caras están en proceso de erupción en esos años.

Con el tiempo, después de graduarse en Bellas Artes, el hombre sin cara se convirtió en un intérprete excepcional, aprendió a recitar obras de teatro clásicas de memoria, escribió las suyas, fue premiado, elogiado, e incluso ganó algo de dinero. Tenía ese don de contorsionista en su cara. Era un experto en la imitación. Y no sólo eso, a veces lograba transmitir estados de ánimos jamás experimentados por el público ya que podía plegar la piel de una manera nunca antes apreciada por los espectadores de teatro.

En ese momento, en la cresta de la ola de su popularidad, consiguió enamorar a una chica que con el tiempo se convirtió en su pareja. La misma chica lloró ante las menciones y premios colgados en las paredes del apartamento del hombre sin cara, donde vivía solo, con varios espejos, desde que se había mudado de su Once natal. El hombre sin cara no entendía por qué la chica había llorado, porque a él parecía irle bien.

Al poco tiempo el dinero no alcazaba. Y el hombre sin cara malgastaba en miles de lapiceras y marcadores de tinta indeleble su desequilibrada fortuna. Un primo lejano lo ayudaba en secreto económicamente y eso bastaba a esa familia para mantener la ilusión de que no habían tenido un hijo sin cara. Pero la chica ya no toleraba la situación y la gente decía que había que tener un futuro, que debía tener un PLAN B el hombre sin cara, y hacía rato que el hombre sin cara no quería hacer otra cosa que dibujar, escribir, actuar e incluso bailar; todo lo cual estaba escrito en la obra de teatro que quería presentar cuanto antes.

Así y todo, por esa época la pareja decidió festejar su unión espiritual, ya que la física no paraban de festejarla, y si bien no eligieron casarse, hicieron una fiesta en el apartamento de la suegra del hombre sin cara. Para la fiesta, fue invitado un familiar, el primo lejano que era una especie de mecenas de nuestro protagonista, que había crecido con el hombre sin cara, que había visto a los progenitores del mismo pintarle las facciones, porque era de esos hombres que siempre están en el momento justo y en lugar indicado para influir en la vida de los demás.

Es más, se vistió de lujo para la ocasión, él que era sucio y vulgar, y llevó un sombrero de vaquero, que le daba un aire de patriarca superado. Una mirada del primo lejano dejaba sin valor la de los padres del hombre sin cara. El brillo de esos ojos sagaces y resentidos era capaz de convencer al mundo de que nunca se habían destrenzado los continentes. El amor nunca tuvo un contrincante tan entrenado, tan erguido, tan lastimado como para clamar venganza.

El hombre sin cara, en la terraza donde se festejaba la unión de los amantes, se quejó de que faltaba vino para el festejo, algo de lo que se iba a encargar el primo lejano, incluso había dicho que su finalidad era alegrar la fiesta con los vinos que él mismo producía. El primo dijo, tomándose la punta de su sombrero.

–No tenés cara para decirme esto. No tenés cara.

El hombre sin cara no sabía que contestar. Empezó a sentir un remolino ardiente que nació en su estómago y subió hasta su pecho. Él había hecho las cosas bien, él había administrado las cosas para que ahora estuviera a punto de cumplir y realizar su gran obra. Las sumas que enviaba el primo lejano eran una limosna. Y hasta él había trabajado en sus viñedos al principio sin paga. Pero el primo lejano repitió.

–No tenés cara.

En ese momento el padrastro de la pareja del hombre sin cara se miró con su esposa y todos bajaron la cabeza, desilusionados del hombre con cabeza de huevo.

Unos días después, cuando seguía preparando una obra de teatro que se llamaba El hombre sin cara, el cielo ennegreció y se desató una tormenta, El hombre sin cara estaba ensayando en un galpón que había convertido en sala y se dio cuenta que era el cumpleaños de su querida y debía pasar por la florería. Olvidó su paraguas. La lluvia fue tan fuerte que borró las facciones que tenía dibujadas. Fue tanta el agua que cayó, y tan lacerante, que llegó a borrar incluso las que habían dibujado sus padres. La ciudad se inundó de agua y el semblante del hombre sin cara de tinta.

Las cejas se despintaron, cayeron sobre la nariz en una mancha que ya no tenía límites claros, la nariz se desparramó sobre lo que hubieran sido sus mejillas como si fueran los redondeles rojos de un payaso, y la boca cayó hasta la punta del huevo que debería haber sido su mentón. Aún así llegó a comprar el ramillete de flores para festejar el cumpleaños de su pareja.

Así que entró en su apartamento con las rosas y su pareja empezó a gritar. En vez de decirle que su cara se había desfigurado por el agua, le tiró un trapo y dijo que no podía seguir en la situación en que estaban. También le dejó en claro que era una maldición para sus padres, y para su primo lejano sin dudas, y que evidentemente tenía serios problemas psicológicos que había tratado de advertirle que fueran enmendados. El hombre sin cara sabía que tenía algunos problemas por no haber tenido cara, pero no eran nada comparables a los que tenían los demás. No había manera de explicar su vida.

El hombre sin cara terminó llorando y temblando en su apartamento frente a su pareja que le anunció que lo abandonaba y que se iba bien lejos porque su madre había comprado un pasaje para llevársela de viaje y alejarlo de él lo más rápido posible.

Solo en la casa, el hombre sin cara fue a una caja de madera que tenía en el placard, la abrió y sacó el certificado de hombre sin cara que le habían expedido el estado argentino hacía muy poco tiempo, mientras conocía a la que ahora era su ex pareja. No era el único, pero otros simplemente tenían un huevo en vez de cara, y desde niños andaban así, con una tez oscura, a veces con llagas de restregarla contra la pared para tratar de sentir algo de forma directa, otras veces bronceada por el sol, cuando elegían vivir alejados de la sociedad. Sabía que algunos sentían tanto que elegían esconder la cara en algún armario.

Con el certificado de hombre sin cara, y sin parar de llorar, el hombre se dirigió a la cocina, abrió la hornalla y quemó el certificado, que incluso le había sido entregado por su querida cuando llegó por correo. Luego tomó el jabón blanco de lavar la ropa, fue al baño y comenzó a lavarse la cara, hasta que no quedó ni las cicatrices de las repetidas manchas que había dibujado su madre hace tantos años, y las que él había vuelto a marcar tantas veces con ahínco; las que parecían ojos, una nariz y una diminuta boca, que él mismo había aprendido a fruncir haciendo esfuerzos desmedidos, como el mejor contorsionista, se fueron alisando y la cara quedó casi como un huevo rosado, enrojecido en su totalidad ahora y no sólo en algunas partes por la fricción del jabón y la de sus propias manos. El huevo que tenía de cara parecía ahora un gran ojo restregado.

Fue a una psicóloga, de ascendencia griega, que le dijo, como si fuera el mismo Zeus, que nadie debía quererlo si no quería estar con un hombre sin cara. No era una obligación que su ex pareja lo quisiera; con eso pareció estar descubriendo América la mujer. Luego fue a otro que le dijo que el mundo era injusto. Y que él debía ser descendiente de los primeros homínidos fallidos, esos que relataba el Popol Vuh, con caras yermas como la suya.

Desesperado, visitó a un homeópata que le dijo que tomando unas gotitas de un líquido podría empezar a recuperar sus rasgos. Todos los defectos del hombre sin cara que no tenían que ver con no tener rostro comenzaron a agigantarse ante él como terribles pesadillas que se proyectaban en la pared desnuda del apartamento donde vivía. Necesitaba salir de ese lugar cuanto antes.

Se había dado cuenta del gran sobreesfuerzo que estuvo haciendo toda su vida para encajar, para salir adelante, porque él era el primero de todos que sabía que en lugar de una cara tenía una planicie que tuvo que aprender a domar para expresar sus variadas emociones. Al principio golpeaba con su cabeza la de los demás, para dar a entender que le gustaban. Algunos, y con razón, lo tomaban a mal. Descubrir lo que ya se sabe es lo más aburrido del mundo. Y la tristeza y el sopor de lo monótono inundaron al hombre sin cara. El futuro estaba vacío.

Como el agua ahora parecía perseguirlo, el día que salió de su apartamento dispuesto a conquistar el mundo otra vez no paraba de lloviznar. En las calles céntricas de Buenos Aires, trató de encontrar a otro hombre sin cara, a una mujer sin cara también, pero fue en vano, todos parecían haber escapado de alguna manera de ese lugar. Sabía que no todos los hombres sin cara tenían cabeza de huevo, así que andaba mirando a los que tenían sombreros, a las que andaban con paraguas escondiendo la cabeza, a las niñas cuyo cabello parecía de utilería, a los niños que llevaban máscaras aunque no hubiera ninguna fiesta ni era carnaval, a los viejos que tenían una pipa más grande que su nariz, y más que nada, a los tatuados, con cuidado, porque algunos decían que traían mala suerte. Pero nada.

Entonces trastabilló y cayó en una zanja sucia, ya cuando estaba por el barrio de Palermo, y había caminado más de cinco kilómetros de donde vivía. Ahora sus facciones eran un caos organizado por el barro de la zanja. Pudo verlo en el baño de un bar y luego se alejó para meterse en el estudio donde estaba ensayando la obra. Juntó fuerzas y con la cara que parecía ser un lodazal, pero guarecido esta vez de la lluvia y de las personas, comenzó a proferir el discurso que había preparado para la obra que iba a interpretar con su amada ausente.

Odiaba realmente más que nunca a su primo lejano. Estaba dispuesto a ir a buscarlo y arrastrarlo de los pelos por todo su viñedo de uvas agrias. Pero él no era así. Sabía que la vida se desplegaba, se alisaba, se contraía, se ahuecaba, arrugaba, se desprendía y que esa verdad era inherente a todo, como si lo que lo separaba de su primo lejano fueran esas tierras resecas y partidas que generan las sequías. Y pensó que esa terracota inutilizable era la que tenía su primo en su corazón.

No había nadie en el galpón que usaba de sala de ensayo. Las ratas paseaban por las vigas y sorteaban los reflectores. Las palomas anidaban en el techo de zinc.

El hombre sin cara se mantuvo de pie una hora e interpretó todos los papeles de la obra que había escrito. Luego advirtió que por el techo, que debía estar agujereado, caía un pequeño hilo de agua. Caminó hasta el agua azul verdosa y dejó que lo salpicara para darle así un nuevo aspecto a su redondo y liso semblante. Entonces buscó una vieja silla de madera que había en un vértice de la habitación y se sentó. Levantó su mano derecha, extrajo de sus bolsillos un marcador y dibujó una cara en cada una de las yemas de sus dedos.

Una yema sonreía, la otra expresaba frustración, en el dedo medio había una asombrada, una frívola la seguía y en el meñique una carita absorta. Se quedó mirando su meñique por mucho tiempo, hasta que logró que la cara absorta comenzara a moverse.

De alguna manera, logró que la piel de su dedo meñique se estirara, cambiara de forma, comenzara a hacer una transición entre las caras que estaban dibujadas en las otras yemas. Y se distrajo tanto con eso, que la noche sobrevino, el día, las semanas, los meses y enflaqueció hasta quedar hecho un esqueleto. Un día su cabeza se desplomó del peso.

Lo encontraron, hecho un esqueleto, sin piel y con la cara que los médicos habían dicho que tenía bajo el huevo que debió contener una cara. El rostro descubierto, como el de los demás humanos, era único, y hasta en la deformidad de la muerte conservaba la pasión que lo había guiado en sus pasos por este mundo de gente que, en general, llevaba una cara bien visible.

Y así termina el relato de la vida del hombre sin cara.

Por Adrián Gastón Fares

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Y todo termina que es un sueño.

Juan está sentado en los parlantes y descubre a la chica de pelo negro en la mitad de la pista. La chica lo mira fijo por un momento y luego cierra los ojos. Juan espera en vano que vuelva a abrirlos. La música, sintetizadores de los ochenta, parece lentificarse por unos segundos.

Juan piensa que es mejor bajarse y abordar a la chica. Eso o el infierno de qué hubiera ocurrido. Baja los pies. Ve que un tipo le ganó de mano. Ella rezonga ahora con los ojos bien abiertos y trata de soltarse del tipo.

Sentado en los parlantes, a Juan le cuesta cerrar los ojos. Asombrado comprueba que ya no puede parpadear. Levanta la vista y el haz de uno de los reflectores lo alcanza de lleno. Todo se vuelve negro.

Despierta en un banco de la plaza San Martín y sabe quién es pero no cómo llegó ahí. Le parece escuchar una versión lejana de Para Elisa. Busca un pañuelo y se lo lleva a los ojos. Le arden muchísimo. Sigue con los ojos congelados. Hasta el reflejo de la luna en un charco de agua lo marea. Cualquier haz de luz puede hacerle perder la conciencia.

Vuelve a su departamento, ubicado en el barrio de Retiro, y está toda la noche mirando el techo manchado por la humedad. Una mosca frota las patas en los bordes de la pantalla del velador. Amanece. Decide salir a buscar a la chica del boliche. Y como no sabe dónde empezar, se acerca a la ventana y mira fijo el sol. Su oscuridad empieza a llenarse de Para Elisa.

Despierta en la cama de una habitación fría. En algún lugar entre Temperley y Longchamps, le dice la chica albina y pelada (nota que es albina por las pestañas) que le aplica paños fríos en los ojos.

Juan aparta las sábanas y corre por los pasillos del caserón hasta dar con una puerta doble. Entra a un recinto donde un hombre lo espera de pie al lado de un ventanal. Se da vuelta y ve que dos patovicas están parados a sus espaldas, franqueando la puerta doble.

Escucha los llantos de la albina del otro lado de la puerta.

Un reloj de péndulo da la hora. Gerard, que parece ser el tipo que le ganó de mano en el boliche, le cuenta que es el dueño de una red de prostitución. Saca un arma con silenciador y la apunta hacia Juan, que gira la cabeza por instinto. El reflejo de un rayo de sol en el péndulo del reloj lo hunde en lo negro y en la música de Para Elisa.

Al volver en sí se limpia la baba. Un espejo lo deja verse de cuerpo entero. Al principio no se reconoce. Está agazapado como una gárgola sobre un mueble oscuro.

Se baja del imponente escritorio de caoba. Camina pateando pedazos de carne con retazos de ropa de los dos patovicas y de Gerard. Un brazo por acá, un dedo por allá, un torso, una oreja. Llega a la puerta doble que se abre y descubre del otro lado a la albina que esperaba sumisa, dispuesta a recibir un golpe de Gerard o vayamos a saber qué.

La albina lo toma de la mano y lo lleva por el pasillo hasta una habitación temática, llena de peluches rosados, donde la chica que lo miró en el boliche duerme apaciblemente con la mejilla apoyada sobre las manos con uñas pintadas de negro.

La chica se despierta. La albina sonríe. Abre un cajita de música de la que sale otra cajita de música de la que sale otra más y va abriendo todas las tapas hasta que infinitas bailarinas de cerámica giran al compás de Para Elisa que llena el caserón.

Entonces la chica de pelo negro toma a Juan de la mano y le dice que lo estuvo esperando. Y que deben huir. La albina asiente con la cabeza y ríe, ocultando sus desparejos dientes con una mano. Juan corre por los pasillos hacia la triunfal puerta de la calle, pero a mitad de camino se detiene y le pregunta a la chica por qué corren y ella le contesta porque así es más lindo.

Cuando llegan a la salida, la música cesa y la chica abre la puerta encegueciendo a Juan. La cierra de golpe dejándolo del lado de afuera. Un perro enorme, de pelo blanco, corre hacia Juan desde las rejas del jardín.

Juan no se desespera. Se vuelve, apoya la oreja en la madera de la puerta y oye el susurro de la chica que le pide perdón. La voz pastosa de la chica dice: todos mis sueños terminan igual.

por Adrián Gastón Fares.

PD: Parece que adaptaron este cuento, uno de los primeros que escribí, a guion para cortometraje. Esperemos que llegue a rodarse, entonces.

Maestros impostores.

El hombre de anteojos oscuros dudaba. Tenía un pie en el bordillo del cordón y el otro en el pavimento de la calle. El cuerpo inclinado hacia adelante.

—Interceptar por la radio posible ayuda —escuchó por la radio Mirta y miró hacia la cafetería.

Waldo miró desde la cafetería y envió otro mensaje. Vio que el chico que se acercaba al hombre de anteojos oscuros se había detenido para atender una llamada.

—Interceptar posible ayuda 2 —dijo por la radio para que recibiera el mensaje Mirta.

Mirta giró y miró a la adolescente que caminaba con velocidad hacia el hombre. Se interpuso y le mostró su placa.

—¿Salud? —dijo la chica y se detuvo en seco.

—Ni un paso más.

—Lo crucé muchas veces, no puede ser, no lo puedo creer.

—Quieta.

—Ayudante 3 a un metro —dijo Waldo y la radio.

Mirta se volteó. Waldo salió del bar y se apostó en la acera de enfrente a la que estaba el hombre de anteojos oscuros. El semáforo seguía en verde para el transeúnte.

De cualquier manera, los autos cruzaban y seguían sus recorridos vertiginosos. Cruzar era de lo más peligroso.

Waldo miró para los dos lados y luego cruzó. Tuvo que hacerlo porque un corredor había aparecido y tendía el brazo hacia el hombre de anteojos oscuros. Waldo se acercó al corredor y lo sujetó del brazo, lo miró a los ojos y negó con la cabeza.

—Salud —le dijo.

El corredor se apartó del hombre que estaba por cruzar la calle. Que bajó y subió de la vereda tanteando con su bastón blanco el pavimento. Miró un segundo hacia donde estaba Waldo y el corredor. Luego giró la cabeza como si mirara el cielo, pero Mirta vio que la reconocía, o eso creyó por lo menos.

El sol brillaba en los cristales de las ventanas de los negocios de la avenida. El hombre miró hacia los costados, esperando que alguien se ofreciera para ayudarlo a cruzar.

Miró hacia adelante y, ofuscado, negó con la cabeza. El bastón blanco tocó el suelo en un punto y luego en otro.

Cruzó. Llegó hasta la mitad de la calle.

Apareció un ómnibus a toda velocidad y se lo llevó puesto.

El corredor se tomó la cabeza. La adolescente lloraba. Mirta y Waldo clavaron la mirada en el piso.

Los esperaba el curso de Reentrenamiento.

Los instructores de Salud solían ser muy estrictos.

Y ellos ya sabían cómo iba a empezar la charla. Se la sabían de memoria por los libros de instrucción.

Les iban a explicar que no podía ser que Beethoven hubiera escrito la Novena Sinfonía si tenía sordera, que Borges nunca pudo escribir esos cuentos si no veía, que Van Gogh con lo que tenía, que no sabían bien qué era, pero era algún tipo de discapacidad, la verdad, nunca hubiera podido pintar.

Eran todos impostores. Y para su trabajo, para que no ocurriera un accidente como el que habían presenciado, tenían que saber diferenciar entre un impostor y una persona con discapacidad real. Eran pocas las que necesitaban ayuda como la persona ciega a la que habían confundido con un impostor. Para eso estaban, para que todos los falsos discapacitados fueran desenmascarados. Salud no podía vivir haciendo certificados y Argentina en 2030 estaba saturada de personas con algún déficit. Los habían contratado para eso y lo importante era que desempeñaran bien su trabajo. Saber discernir, iban a escuchar, era una virtud clave para que continuaran en sus puestos.

por Adrián Gastón Fares.

Salir adelante. Cuento.

Fue en la primera fiesta organizada por el festival de Sundance. Habían puesto música. Rigoberto bailaba pegado a Marta, y Rose, mi amiga estadounidense, no le sacaba la mirada de encima.

Después de eso, salimos a caminar por las calles de Park City. Rose se quedó bailando con un chico español que había conocido.

En la caminata, mientras Marta, un poco borracha, iba detrás, Rigo, como le decían, me contó cómo había contratado a Marta. ¿Contratado?, le pregunté casi a los gritos. Le dije que pensé que eran la pareja más feliz del mundo.

No era así.

Al igual que yo, Rigo usaba audífonos. Al igual que yo tenía un certificado de discapacidad por la sordera. Y, más o menos como yo, no tenía familia o le quedaba muy poca.

Cuando tomó la decisión vivía en Ituzaingó, me contó, en el oeste de Buenos Aires, cerca de Perrone, recalcó, cineasta al que pusimos de ejemplo porque filmaba siempre como podía, con VHS, con Super8, con lo que fuera. Como a mí, le caía muy simpático Raúl Perrone y era un ejemplo a seguir. En mi caso también habían sido ejemplos a seguir los cineastas que hacían terror independiente, como el grupo de Farsa, también del oeste (en el oeste está el agite es una frase verdadera, hay un sentimiento de amistad, de efervescencia, en ese lugar de Buenos Aires que no existe en Lanús, por ejemplo) o los platenses de Paura (yo siempre recordaba a Hernán Moyano que en un festival de Mar del Plata me había dicho que jamás me pusiera un quiosco porque cualquier tipo de emprendimiento era más lucrativo que el cine y eso haría que dejara el cine inmediatamente) Yo sentía que haría las cosas de otra manera, pero la forma de producir de esa gente me gustaba mucho. Cuando hicimos Mundo tributo con Leo Rosales, tanto Perrone como los que hacían cine de terror independiente nos influenciaron.

Esas cosas le comenté cuando íbamos caminando con Marta atrás recuerdo. Rigo me confesó que no le gustaba el terror, no quería saber nada. El terror, la intriga y la fantasía eran vitales para mí, por lo tanto, hablar con Rigo era siempre un poco aburrido, más allá de las experiencias en común con la sordera. Mi nuevo amigo carecía de imaginación. Para mí, charlar con una persona con gustos tan diferentes era como asomarme a una habitación mal iluminada.

En fin, después de tomar la decisión de que solo no podía seguir, Rigo puso un anuncio en la redes sociales. Después de todo, estaba claro, tenía discapacidad. Eso significaba que necesitaba alguien en qué apoyarse o algún tipo de ayuda, ¿no? Yo estaba totalmente de acuerdo con eso, pero por mucho tiempo en mi vida no había podido ver que las cosas eran así, a pesar de que lo hubiera practicado sin saberlo (el apoyarme en alguien, claro).

Rigo lo supo siempre pero nunca había podido ponerlo en práctica del todo. El anuncio de Rigo consistía en el pedido de una ayudante, con un pago fijo por mes. Era como una especie de acompañante terapéutica me dijo él, pero él no necesitaba eso. Quería alguien donde su amor por el cine rebotara, el entusiasmo creciera, y que eso le sirviera para volver a agarrar una cámara con confianza y producir una película. Por otro lado, necesitaba alguien que manejara sus proyectos, los enviara a festivales de cine y moviera un poco los guiones que había escrito. Debo admitir que en ese momento se me prendió una lamparita, yo con tantos trabajos literarios, más cinematográficos, necesitaba lo mismo.

Justo un año antes del momento en que me había contado eso en Sundance, le llegaron los emails respondiendo a su aviso a Rigo. Él apenas tenía fuerzas. Además que no sabía cómo hacer para filmar, tampoco tenía ganas. Ya todo le daba lo mismo.

No había nada de qué aferrarse y le parecía que cada vez escuchaba menos, incluso con audífonos. La perspectiva del implante coclear lo asustaba un poco. Todo eso era demasiado importante como para pensar en el cine. Descartó a unas cuantas sugars (justo él, manteniendo a una pendeja para fines sexuales, no necesitaba eso porque se había negado a abrirle las puertas a unas cuantas jóvenes que de manera totalmente gratuita querían darle ese servicio) Además ya no le gustaban las muy jóvenes, las veía como nietas a esa altura (Rigo tenía cuarenta y dos años) así que prefería una mujer más madura, de unos treinta años para arriba.

Destelló Marta. Le habló de Italo Calvino, de viejos cuentos italianos, de la magia del caos, de novelistas gráficos, de todo eso le habló Marta en un mail que le escribió.

Se conocieron, Marta viajó a su casa, tomaron mate, charlaron, y al otro día arrancaron a trabajar. Rigo tenía un guion que había escrito que era muy fácil de filmar en el barrio donde vivía. Comenzaron a hacer pruebas de cámara. Marta tenía unas amigas actrices a las que convocó (en el guion participaban sólo mujeres) Día a día, la película cobró forma. Jamás discutieron por algo creativo ni se pelearon por las ejecución de lo planeado; eran como hermanos. Le dije que así era como Billie Eilish se había hecho famosa: hacía todo con el hermano. Él me contestó que hasta Herzog hacía todo con el hermano. Agregué que también estaban los hermanos Muschietti. Y él nombró a las Wachowski. En esta época que no hay mecenas, convenimos, no tener hermanos era un ticket al fracaso. Por ese sincronismo de la vida, justo aparecieron en una esquina los hermanos Duplass. Seguimos caminando como si no los hubiéramos visto mientras escuchaba a Rigo.

Al terminar el proyecto, una película de ficción sobre el tema del maltrato y la indiferencia social, Rigo y Marta brindaron con unas copas de vino. Rigo negó el primer avance de Marta, luego se fue al baño en el segundo, pero sucumbió al tercero y terminaron en la cama haciendo el amor.

Al otro día, ya eran una pareja. Salieron a la calle y Marta lo tomó de la mano (en los días que siguieron Marta siempre llevaba la mano de Rigo a sus labios para besar el puño, como si lo reverenciara; algo parecido a lo que hacía Frida Kahlo, con Diego Rivera, salvando las diferencias, agregué)

Rigo, que ya no necesitaba a Marta para hacer tantos trámites porque estaba entusiasmado, envío él mismo la película a muchos festivales. El éxito fue inmediato.

Llegaron notas en la prensa, llegaron invitaciones a festivales, llegó Sundance e incluso distribuidores que ya habían comprado la película, que era realmente buena, antes de que Rigo y Marta viajaran al festival de cine donde los conocí.

¿Qué hacía yo ahí? Me habían invitado a ser jurado de una nueva sección, la sección dedicada al cine de género fantástico, ciencia ficción y, cuándo no, terror. La película de Rigo no estaba en esa sección así que caminar con él por las calles que rodeaban a la sede del festival no entorpecía mi labor de jurado.

O sea que Marta era una chica que había contratado con el fin de llegar exactamente a donde estaba. Y que todo había salido bien. Pero había algo que lo preocupaba. Él no estaba enamorado de ella. Ni siquiera le gustaba. La quería como amiga, la respetaba como empleada, la admiraba pero no había ningún amor más allá de eso. ¿Cómo iba a hacer? Al otro día tenía que hablar con los periodistas, iba a ser invitado a una fiesta, hasta Tilda Swinton se había interesado en él y quería producir su próxima película.

Yo ya sabía todo sobre Rigo, Marta nos alcanzó, y giró sobre sí misma como no pudiendo creer que estuviera ahí, en Sundance con la película que había ayudado a crear. Tomó de la mano a Rigo y siguieron caminando. Yo retrocedí hasta el hotel.

En la fiesta del día siguiente, pude ver como Marta estaba en un vértice de la sala, mientras Rigo no paraba de hablar con Rose en la barra. La mirada de Marta era desoladora. Rigo rebosaba vida, ni siquiera le molestaba, como a mí, la música tan fuerte. Yo no aguantaba en los boliches. Me tenía que ir directamente, los graves muy altos eran de lo más molestos y además tenía miedo que las prótesis auditivas más el sonido alto me terminaran dejando más sordo.

Me dio pena Marta, así que la invité a alejarse conmigo de la fiesta. Caminamos por las calles desoladas de Park City, que a mí me hacía acordar un poco a Ushuaia, la verdad, con esas montañas grisáceas. Ahí me confesó que estaba desesperada, que no sabía cómo seguir porque había notado que Rigo se había desinteresado totalmente de ella. Nunca se le había cruzado por la cabeza, al conocerlo, que se terminaría enamorando de Rigo.

Marta no quiso contar cómo había surgido la relación. Así que tuve que llenar los huecos de lo que no contaba con lo que me había contado Rigo. Dimos una vuelta a la manzana y cuando volvimos al bar, encontramos afuera a Rigo con Rose. Los dos estaban sentados en el bordillo de la acera, detrás del espeso vapor de un cigarrillo electrónico, hablando como si el mundo se fuera terminar al otro día.

Los días siguientes encontré a Marta cada día más sola. A Rigo lo llamaban para hacerle entrevistas de todos lados, lo invitaban a más festivales, se lo veía tan fuerte y tan activo, que durante el festival pareció crecer en estatura.

Cuando terminó el festival, Marta no tuvo más remedio que volver a Buenos Aires. Rigo se quedó para firmar un contrato para su próxima película.

Volví a Buenos Aires, por suerte, yo también había encontrado financiación para una película. Sabía que esto de las relaciones sociales daba resultado. Finalmente, iba a poder filmar, aunque a diferencia de Rigo, sin Tilda Swinton. Como había que esperar para empezar la preproducción, me dispuse a contactar a Marta. Había quedado un poco preocupado por ella.

No sabía donde vivía. Ya no estaba en la casa de Rigo. A través de una red social di con ella y le pregunté cómo estaba. Nadie contestó. Le escribí a la hermana, que encontré a través de la misma red social. Me comentó que Marta había vuelto muy triste de Estados Unidos. Con los días fue empeorando su situación. No sabía qué hacer con su vida. Hasta le habían salido zumbidos. A veces deliraba y decía que se los había contagiado Rigo.

No había quedado más remedio que internarla en un hospital para su rehabilitación. Cuando fui a visitarla, me vio, y negó con la cabeza. No quería saber nada con personas que tuvieran déficit de audición.

Ahora Ringo preproduce, acompañado de Rose, que es su productora, su próxima película, financiada por varios países europeos. Vi una fotografía de él en la prensa. Se lo ve serio, por costumbre, me parece, pero en la mirada brilla una sonrisa muy segura.

La última vez que hablé con la hermana de Marta, me comentó que Marta ya no podía valerse por sí misma y agregó que ella como estaba casada, con hijos, no podía ayudarla mucho. Me dijo que estaban tramitando un certificado de discapacidad para Marta, para que pudiera tener un acompañante terapéutico que la ayudara a salir adelante sola.

por Adrián Gastón Fares.

Audio Los tendederos, cuento de terror.

Los tendederos, por Adrián Gastón Fares.

Los tendederos, cuento, audio para escucharlo.

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra.  Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocí a un muchacho que pudo haberme hecho madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.  Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo.

Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero. Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento.

El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

De repente, el vestido flotó otra vez hacia la cuerda primera como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor.

Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo. Algo me acarició el brazo. Me di vuelta.

A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa. Como si la tela envolviera un alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto, me di vuelta.

Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia.

Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con una mano aferrada a la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre. Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las había alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.

Jamás encontré la corbata del señor. El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.

De vez en cuando veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa.

Pensará que nos debe algo.

por Adrián Gastón Fares.

Los tendederos. #relatoscortos Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.
Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra. Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocí a un muchacho que pudo haberme hecho madre, pero desapareció mucho antes que el señor.
La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.
Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.
Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.
La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente. Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.
Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo.
Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.
Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.
Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.
El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.
Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.
El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero. Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento.
El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.
Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.
El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.
De repente, el vestido flotó otra vez hacia la cuerda primera como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor.
Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo. Algo me acarició el brazo. Me di vuelta.
A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa. Como si la tela envolviera un alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.
La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto, me di vuelta.
Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.
El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia.
Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.
Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.
Maca seguía mirando con una mano aferrada a la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.
Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.
Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.
Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre. Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.
Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las había alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.
Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.
Jamás encontré la corbata del señor. El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.
De vez en cuando veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa.
Pensará que nos debe algo.
por Adrián Gastón Fares #blog #literatura adriangastonfares.com #terror #cuentos #lostendederos #horrorfiction #horrorfictionwriter #escritor #writer #writerscommunity #shortstory #supernatural #mystery #woman #fantasmas #oculto #ghosts #adriangastonfares

Ilustración boceto de Sebastián Cabrol para Gualicho

Los tendederos. Relato.

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra.  Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocí a un muchacho que pudo haberme hecho madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.  Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo.

Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero. Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento.

El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

De repente, el vestido flotó otra vez hacia la cuerda primera como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor.

Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo. Algo me acarició el brazo. Me di vuelta.

A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa. Como si la tela envolviera un alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto, me di vuelta.

Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia.

Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con una mano aferrada a la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre. Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las había alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.

Jamás encontré la corbata del señor. El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.

De vez en cuando veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa. Debe pensar que nos debe algo.

por Adrián Gastón Fares.

PD:

En la página de Inicio pueden encontrar el link al PDF de mi antología homónima de cuentos de terror y ciencia ficción.

O, con más libertad, pueden leer este y otros cuentos del blog en el Índice de cuentos de este blog:

https://adriangastonfares.com/cuentos/

Scouting Walichu Fotografía de Adrian G Fares

Cosa nuestra.

¿Cómo podía aparecer un cuerpo de golpe? De la nada misma. Y que los llamaran para avisarles que la persona muerta tenía en su teléfono la dirección de ellos por si algo le ocurriese.

Ahora estaban esperando para reconocer el cuerpo. No tenían la más mínima idea de dónde podría haber salido esa persona.

A los cuarenta y tantos años ninguno de los dos hermanos habían tenido hijos. Era una noticia impensable para ellos que apareciera un familiar nuevo. Y muerto, encima.

¡Ya no deberían existir ese tipo de sorpresas! No esperaban que se muriera nadie porque no tenían a nadie. Los que estaban antes se habían ido antes

Trataron de averiguar el nombre de la persona, pero los enfermeros negaban con la cabeza. Uno murmuró algo. La palabra era irrepetible. ¿Género? Movían la cabeza. ¿Edad? Inestimable, dijeron.

No quedaba otra que esperar en la antesala atestada de personas de ese hospital público hasta que les tocara el turno.

Ella trató de encontrar la respuesta en los ojos de los demás con hombros bajos que la rodeaban. Pero las miradas de la sala no reflejaban la pena esperada. Se tomó una fotografía con su celular y la miró para comprobar su propia expresión absorta.

Él seguía con la cabeza baja. Se suponía que era la postura correcta para esa circunstancia.

Esperaban ver atrocidades en el hospital, cuerpos retorcidos entrando y saliendo en camillas. Pero, por suerte, nada de ese macabro desfile.

La sensación de que había algo fuera de lugar crecía sin parangones en los dos hermanos. La puerta de la morgue se abrió. Salieron, cabizbajos, una mujer y un hombre de unos cuarenta años.

¿No se parecían a ellos?, pensaron.

Les tocaba. Debían estar preparados para enfrentar lo inevitable. La enfermera les hizo una seña con la mano para que se acercaran.

Estuvieron diez minutos mirando a lo que yacía en esa camilla.

Era un rostro que se parecía y a la vez no a los de las personas de la sala de espera. Y se parecía y a la vez no a ellos también y a otros rostros que habían visto en viejas fotografías familiares.

Llenaba la sábana blanca y luego la desinflaba. Los ojos parecían los de una mujer, luego los de un hombre, para terminar dividiéndose en varios, como los de una araña. La boca diminuta, luego ancha. Las orejas grandes y después chicas. Todo cambiaba y cambiaba.

Ante la camilla, trataron de llorar, de sentir algo que no fuera mero desconcierto y un poco de miedo. Pero nada los conmovía. Lo más fuerte había sido la emoción vaga de confirmar lo que ya sabían. No era cosa de ellos.

Empujaron la puerta principal del hospital y bajaron los anchos y gastados escalones. Enseguida notaron manchas oscuras, irregulares, a los costados.

Aceleraron el paso. No querían que los apostados cerca de las rejas de entrada buscaran respuestas en sus miradas.

En la esquina se voltearon.

Atrás, en la vereda, la fila de personas seguía recta. Una cuadra tras otra. A lo lejos, se veían carpas para afrontar la larga espera.

Empezaron a caminar. Las cabezas de los que esperaban en la fila giraron para seguirlos.

Llegar hasta el final sería un buen ejercicio para sus piernas. Y llevaría mucho más tiempo traspasar esta vez las rejas del hospital. Tal vez hasta llegaran a descifrar qué era lo que habían visto estirado en la camilla. Era cuestión de encontrar algún recoveco para guarecerse del viento fresco que se había levantado.

por Adrián Gastón Fares (segunda versión de un cuento que no forma parte de Los tendederos)

Los exultados.

Limpiaba con Alicia por las mañanas y después, cuanto ella se iba al curso de literatura rusa, yo atendía a los clientes. En París, como en Buenos Aires, los abogados eran muy buscados.

Allá la gente se daba cuenta de mi sensibilidad. Ayudaba que fuera un escritor en ciernes, que hubiera publicado una novela, los clientes me hablaban más de mi obra que de los casos. Luego volvía Alicia y seguía hablando con ella de literatura. Descorchábamos un champán. Y bebíamos hasta que nos dormíamos. Un día amanecimos desnudos y juntos. Abrazados por el frío que se coló durante la noche por la ventana balcón.

 A veces el sol inundaba la habitación. Preparábamos café. Lo tomamos con tostadas con mermelada de arándanos. Poníamos un poco de jazz en el tocadiscos.

Luego de almorzar íbamos a la Rue de Fleurus. A Alicia le gustan los números tanto como a mí. Y encontrábamos una casualidad interesante en que el número de la casa de dónde habían emergido tantos artistas era el mismo en el que se había clavado el tiempo de la vida de tantas estrellas de rock.

Por la Rue de Fleurus buscábamos a una mujer maciza, de pelo dorado. Debía acompañarla otra mujer, más enjuta. La habíamos visto rondar la placa de la casa que nos interesaba sin detenerse a leer la inscripción. Nos miraba porque íbamos demasiado elegantes, yo con sombrero y Alicia con un vestido azul con volados. Zapatos, nada de zapatillas. Seguíamos a la mujer tosca hasta que se detenía en una verdulería, por ejemplo. La mirábamos sopesar pomelos, aguacates, manzanas, hasta que seguía con sus compras sabatinas. Cada tanto se detenía a mirar su teléfono celular.

Uno de los sábados entró a una librería. Con Alicia nos miramos con los ojos brillando y nos fuimos a tomar un café. Hablamos de las posibilidades de que la mujer realmente fuera la buscada.

Pasó el tiempo, conocí a compañeros de curso de Alicia que parecían tener un interés que iba más allá de lo físico en ella, nos bañamos en champán y tomamos helado de limón. Rondando la madrugada volvíamos a dormirnos en cualquier lado, a veces observando el cuadro modernista de una pintora que había venido con el alquiler del departamento.

Y llegó otro sábado. La mujer maciza estaba hablando con dos jóvenes que parecían artistas. Nuestra excitación fue en aumento porque uno tenía la mandíbula cuadrada y un niño en brazos y el otro era calvo y de mirada penetrante. Se hizo de noche y a las sillas de la mesa de la vereda donde estaban sentados nuestros objetivos se acercó un gato que estuvo un buen rato lamiéndose las patas cerca del hombre de mandíbula cuadrada. El gato siguió de largo y Alicia dejó dinero en nuestra mesa y me tomó de la mano para arrastrarme detrás del gato.

Lo perseguimos por una cuadra. El gato se detuvo quizá con la esperanza que le diéramos alguna sobra de la cena. En realidad, para poder pagar el departamento y nuestro tipo de vida, no siempre cenábamos.

Alicia se agachó, con el vestido azul redondeando todavía más su espléndido cuerpo, y llamó al gato. Ven, Blancanieves, le dijo. Recién la cuarta vez que lo acarició lo tomé con fuerza, le separé los dedos y los conté. Esperábamos seis pero era un gato común que no tenía ninguna malformación genética. Alicia, desesperanzada, insistió en pasar por el restaurante, y esta vez escuchó que los tres eran hermanos, que la mujer rellena era la tía del niño, y que estaban hablando de neurociencias y psicología.

Volvimos al departamento. Tomamos champagne. Lloramos. Guardamos nuestros manuscritos en las valijas, con cuidado de no estropearlos. Volamos a Argentina. Tal vez tuviéramos suerte cerca del cementerio asediado por una feria hippie.

En este caso parece más fácil. Tenemos que dar con un hombre alto y delgado, acompañado de una mujer hermosa, casi secreta, con una mirada huidiza y, más que nada, de un ciego. Seguimos sin cenar algunas noches pero descorchando champanes y despertando felices, cada uno amodorrado en su lugar.

Creemos que un día vamos a encontrar al ciego, que la mujer de mirada huidiza, que volvimos a encontrar esperando que se detenga la lluvia en la puerta de las salas de cine, como si se fuera a lanzar al abismo húmedo en cualquier momento, debería tarde o temprano llevarnos a la mansión de la otra chica con la que suele pasearse, una que usa siempre anteojos de celuloide color marfil con cristales verde oscuro.

Y Alicia piensa que una vez que encontremos la primera repetición, podemos volver a Praga, a Boston, a París, con más probabilidad de que se den las demás.

Por Adrián Gastón Fares.

adriangastonfares.com

Un contrato conmigo mismo. Cuento.

Cuando sentí que todo estaba en peligro, que mi vida pendía de un hilo por un problema de salud serio, tan serio como pueden ser los problemas de salud hoy en día, una cuestión de ego quizás, te lleva a pensar la divulgación científica imperante, en las oficinas de la empresa, con paredes color ceniza leí el contrato y garabateé mi firma, además de desembolsar en efectivo el pago del servicio, el dinero que obtuve de la venta de la casa de mis padres.

A mi edad, una buena edad para reemplazar el cuerpo por otro nuevo, impoluto, libre de las emanaciones tóxicas de la ciudad que ya merman nuestra calidad de vida me venía bien tener el contrato firmado, como lo tienen tantos otros. No estaba siendo pionero en nada, ni rata de laboratorio, como sabrán, esto ya se ha hecho muchas veces, pero tal vez no pensé sí, claro, se había hecho muchas veces, pero nunca conmigo.

Fueron otros los que habían accedido a que la información de su cerebro fuera exprimida en un disco rígido y su cuerpo clonado para usar las dos cosas en cuanto fuera necesario, como yo acepté ese día.

Se sabe que familias enteras accedieron a esta panacea de inmortalidad, incluso promocionada por el Gobierno, para que lo hicieran y se apresuraran a dejar el presente por las promesas inciertas de un futuro mejor, y volvían a ser todos jóvenes y vivir juntos, en una casa familiar como la que yo acababa de vender, y la historia una vez más comenzaba.

Los tíos perdidos reaparecían, los abuelos y más que seguro los padres, y la mujer o el hombre que tenía suficiente dinero podía vivir en su barrio cerrado en una casa muy parecida a la que había pasado su niñez en otro barrio, en otra época. Eran cuerpos clonados con su mente de antaño, hasta el momento de la extracción de los datos, y una vez que eso ocurría, a veces días antes de la muerte de alguno de ellos, en poco tiempo podrían traer un cuerpo de reemplazo, de la edad preferida, para engañar a la tristeza y la desolación de antaño.

Pero en mi caso, por la fuerza de mi voluntad y quizás por un curandero que me convenció de que no estaba enfermo ni nunca lo había estado, mi firme convicción de tener que volver cuanto antes se dio vuelta como una media. Mis padres no habían tenido suficiente dinero para conservar la familia, así que habían desaparecido y su mente ya no podía recobrarse.

Mi vuelta iba a ser en un cuerpo sano, un poco más joven que este que escribe.

En cuanto me di cuenta que no moriría intenté dejar sin efecto el contrato.

Pronto me enteré de que no había manera, ellos debían seguir con el procedimiento, después de todo era un negocio y una transacción que hacía crecer a su empresa, y por ser mi nombre algo conocido, les convenía tenerme en la lista de clientes, así que no había reembolso del dinero invertido posible, ni podía de ninguna manera cancelar el contrato.

Así que cuando  la fecha en la que yo no debería haber seguido en el mundo y sí mi doble con los datos cargados en su cerebro de mis experiencias, de mis victorias y fracasos, de mi apreciación de las cosas simples y mi gusto por las flores y mi profesión de arquitecto comencé a buscarlo.

Sabía de otros casos parecidos, pero no me habían ocurrido a mí. Y lo que no le ocurre a uno es, qué paradoja en este caso, como si no ocurriera.

Un día, con el sol derramando pedazos de naranja en el horizonte y en el reflejo de mis anteojos, me dirigí a la casa donde había averiguado que yo vivía, puesto en funcionamiento otra vez.

No tenía intenciones de hablarme, tan solo quería ver si aquel hombre, yo, me reconocía o simplemente cómo reaccionábamos al encuentro.

Los perros del barrio ladraron mientras me acerqué a la casa, con un anotador y lápiz en el bolsillo, en la que ahora vivía, podríamos decir.

Me sorprendió encontrarla sin gatos, ya que a mí me gustaban los felinos, especialmente los tailandeses, siempre confundidos con los siameses, aunque son una raza distinta, pero sería que mi sucedáneo, o mejor dicho yo mismo, no había tenido tiempo de adquirir una mascota aún, pensé. En vez de eso, me desconcertó encontrar tres jaulas con pájaros colgadas de los árboles. Y ver una rata cruzar el sendero que conducía a la puerta principal de la casa. Los gatos odiaban a las ratas, desde que Buda y el horóscopo chino los habían marginado de los doce signos representados por animales por ser arrojados al río que debían cruzar, para figurar en el horóscopo, por un roedor, que sí tenía su lugar en el horóscopo pero los felinos no y odiaban a las ratas por esa misma razón. Pero yo no era Rata, era Serpiente. Y me sucedáneo debía ser Mono. Eso me tranquilizó un poco. Pero muy poco.

Me acerqué a la puerta y estuve a punto de dar tres golpes fuertes, que se convirtieron en tres pasos atrás y tantos otros, y me dejaron cerca de un árbol, un ficus enorme, cuyas raíces usé de atalaya para observar los movimientos de la casa. Evité golpear, porque tenía miedo que si yo mismo aparecía en la puerta, algo se desencadenará en mí que hiciera volver mi enfermedad o sufriera un stress post-traumático por el efecto de la emoción que verme me causara.

Escondido detrás del tronco del árbol, poblado de moscas, de repente, observé que la luz del dormitorio se apagaba y se encendía la del baño.

Una figura, de espaldas a mí, se inclinó ante el lavabo. Parecía estar lavándose los dientes, y pude sentir un gusto en la boca como si yo lo estuviera haciendo, un sabor a menta y una frescura que me hicieron cerrar los ojos.

Claro, yo lo estaba haciendo, porque cuando la figura se irguió para secarse la cara con una toalla me vi. La misma edad, la misma cara, la misma manera de fruncir el ceño, ante un pensamiento intruso.

Y entonces me vio, como los fantasmas se miran aunque no existan, y yo lo miré, como los monstruos se miran aunque tampoco existan, y volvió su mirada hacia el espejo como si no hubiera captado mi presencia.

Pero no me di cuenta que seguía observándome a través del espejo del baño.

Lo seguí mirando y no entendía quién era quién, me sentí mirar el espejo, como si lo tuviera enfrente en vez de la corteza lisa del árbol, a la que también veía, y en cuyo tronco me apoyaba para no desfallecer. Ya no sabía quién era yo. Traté de pensar en el alma, en el atman hindú que debe conectarse con el Brahmán, pero eso no ayudaba, tampoco el ego, ni la psicología, ni el eneagrama, ni las creencias esotéricas que una vez había sostenido por mera diversión y luego desechado, pero nada funcionó mientras me miraba en el baño, y a la vez desde ahí me miraba mirar.

Me acuclillé, luego me senté bajo la copa del árbol, apoyé mi espalda en el tronco; escribí esto. Me quedé profundamente dormido, soñando que soñaba. Y que vivía. Hasta que todo se llenó de blanco en el sueño. Desperté para ver a una chica parecida a la que una vez había querido y tenido que avanzaba por el sendero de la casa y esto es lo último que anoté porque mi escritura se volvió temblorosa y no sé qué hacer.

Quiero sentarme en el banco incómodo, duro y viejo, de una iglesia para sosegarme y pensar un rato.

por Adrián Gastón Fares

En la sección Índice.Cuentos de este sitio pueden encontrar más relatos.

Reunión. Cuento.

Reunión.

Nada que no se haya contado, que no se haya visto ni escuchado. Después de todo, a ella la había conocido por la evolución de la técnica a través de la cual en el siglo pasado un mago precoz había anunciado un falso fin del mundo.

Entonces, ahora que tal vez me quede poco tiempo, me cuento esto a mí mismo, ni mago ni precoz.

Primero quedamos pocos. Luego menos. Y por último todos se esfumaron.

Creí que era el único sobreviviente. Que ayudó la l-lisina, que había tomado para aumentar las defensas en un período de estrés. Pero ese suplemento dietario no resultó con mis perros. Ni con los familiares y conocidos que la tomaban. Así que quedamos las máquinas y yo.

Hasta que vi conectada a mi ex novia. Aunque antes me había bloqueado. Y yo a ella.

Entre los dos nos menospreciamos y criticamos todo lo que pudimos. Llegué a empujarla y ella a escupirme en la cara. Sin embargo, el día que partió con sus cosas nos dimos un beso que es el único que recuerdo de esa larga, interrumpida e intensa relación.

El último beso, la última caricia en la espalda en la cama antes de la separación, con el tiempo siempre parece el principio ¿Qué decir de estos inicios que son finales?

Este ser que me había criticado tanto, limando mis virtudes, atizando mis defectos hasta hacerme arder en el fuego de mi propia locura, este ser que me había empujado al vacío, al que había maltratado, claro que sí, sin darme cuenta hasta que era muy tarde, y que me había abandonado mucho tiempo antes de que se fuera, silente y firme, este ser que se había pegado a mí como una garrapata, sofocándome como un hada que nada sabía de la vida pero sí del final de su propio cuento, que era tan capaz de ponerte el pie sonriendo, este ser peligroso, inteligente, este ser era el último resorte de la humanidad para mí, la única manera de escuchar una voz humana después de tantos meses de soledad. Y de ver a una mujer, de olerla y sentirla.

Cuando tuve eso claro, el instinto me empezó a jugar una mala pasada. Quería acercarme. Pero ni bien arrancaba el auto, mis pies no querían pisar el acelerador. Volvía y me daba la cabeza contra la pared de mi casa.

Pronto manejaba a las velocidades más altas por la ruta sin destino buscando un precipicio al que ofrendar mi auto caro y mis músculos trabajados.

Sopesaba las ramas de los árboles que yo mismo había plantado para colgarme. Me acercaba el cuchillo a la garganta como quien no lo va a retirar y piensa hundirlo. Mezclaba todo lo que encontraba en el botiquín con vodka y me lo tomaba para terminar vomitando. Merodeaba a los animales salvajes y hambrientos del zoológico abandonado para que me devoraran. Pero los pobres leones no tenían ni fuerzas y apenas se arrastraban. No había nadie para bajarme el pulgar en esa palestra. Nadie que pudiera apretar el gatillo más que mi mano renuente, nadie que pudiera empujarme más que el viento. Pero lejos, bastante lejos, estaba ella.

El día que recorrí el camino hasta su casa, me bajé en el puente. Intenté lanzarme al río. Volví a mi casa.

¿Y a ella qué le pasaría? ¿Querría verme?

Tiré el teléfono, rompí la computadora. Ya nada me unía con el mundo y menos con ella. Pero al otro día de despojarme de mis dispositivos lloraba como un nene. ¿Qué fantasma había creado? ¿Había dejado otra vez que ese demonio me poseyera?

De las posesiones hijas de la ficción el amor es la peor. No hay sacerdote que la ahuyente, no hay médium que lo materialice, no hay espíritus guías que lo acompañen para que deje este mundo, no hay ángeles que puedan salvarlo, ni enviado que se haya sacrificado por él, no hay crucifijos que lo ahuyenten, ni balas de plata que lo maten, no hay manera de taparse los oídos, tenemos ojos en la nuca para mirarlo siempre a la cara, no hay espaldas, el amor te juega y te demanda, en el límite está la ficción más grande creada por el hombre, porque la muerte, tal vez la segunda, pudre, pero el amor persiste. Es impalpable como el tiempo. Y se escapa para siempre. Uno lo busca con parsimonia y lo encuentra con locura.

Ese virus que no destruyó a la humanidad, pero que casi me destruye a mí. Y con eso me basta.

O me bastaba, porque empecé a pensar otra vez, esta con razón, que era la única mujer en el mundo, que el destino de la humanidad, o por lo menos de mi raza, estaba en encontrarla, en reproducirme, y había eliminado la única señal de humo que me mantenía atado a ella. La humanidad dependía de que nos uniéramos pero a mí me había importado un pepino.

Hoy caminé hasta el borde de la terraza, pensando en ella, con más ganas que nunca de tirarme de cabeza. Pero me detuve. En ese momento un auto se subió a la vereda.

Como un rayo salió y me clavó la mirada.

Acabamos de tomar un té. Ella está maquillada, tiene varios cortes en las muñecas y una marca en el cuello, como si algún trastorno de la personalidad la hubiera llevado a lacerarse y colgarse, pero intuí que era el mismo instinto que a mí había querido ahogarme, y que casi había logrado esparcir mis sesos por el suelo, todos mis recuerdos una mermelada grisácea frente a mi casa, y después las moscas y los gusanos, que por suerte eran sordos, como los leones, a estos opuestos que nos habían vuelto a juntar.

Ella unta el pan con mermelada.

Hace un rato hicimos temblar la casa con una pasión comprensible.

Su sonrisa es tan brillante como el cuchillo que empuña.

Por Adrián Gastón Fares

PD: Agrego que vuelvo a publicar Reunión ahora por razones de tema y contenido. Fue escrito en 2018, si mal no recuerdo.

Este 2020 no debería detenernos sino todo lo contrario. Aunque tal vez sea también momento de pausa y reflexión, de unirse en la distancia y en la nuevas formas de acercamiento humano. Tocando el acordeón en el balcón o aprendiendo nuevas tareas u oficios. O, como escribió una persona en un Facebook, de retirarse a un campo como en el Decamerón, o a un baldío, a contarnos cuentos.

También pueden leer: Lo que algunos no quieren contar https://elsabanon.wordpress.com/2017/09/02/lo-que-algunos-no-quieren-contar/

Este cuento fue incluido dentro de mi colección de cuentos de terror y ciencia ficción llamada Los tendederos.

Los encantados. Cuento.

Le serví el té a la señora con una tarta de manzana espolvoreada con canela.

—Nena, estás preciosa hoy ¿Te das cuenta el color de piel que tenés? Fijáte.

Sacó un espejo. Mi piel estaba bastante bien, algunos puntos negros nada más.

—Necesita anteojos—le contesté.

La señora, con una expresión algo más amarga, siguió sonriendo.

—Qué pena que no tenga nietos, señora.

—Matilde, ninguna señora, ya te dije, además te conté que no tuve hijos, ¡cómo voy a tener nietos!

—Es un deseo nada más.

—Los deseos pedílos para vos— Miró hacia la calle. Así parecía darle la espalda a su pasado.

La señora era muy flaca, con los hombros un poco caídos, y se teñía el pelo de un rubio ceniza, como para que no se notara tanto.

Seguí atendiendo hasta que escuché la ambulancia.

Afuera, en la acera, había una señora de la edad de Matilde, unos ochenta años, pero rellena. O por lo menos eso parecía tirada en el suelo.

Javier, mi compañero, volvió y me contó que la vieja se había partido la cadera. Mientras, Matilde había dejado su mesa y ya estaba al lado de la accidentada. Aproveché que Rodolfo estaba en la cocina y salí detrás de ella.

Los labios de la vieja temblaban. Al fin logró pronunciar una palabra.

—Alejandro.

—¿Quién es Alejandro, señora? ¿Su hijo?—preguntó Matilde.

—Mi nieto.

Los labios de la mujer siguieron temblando.

El de la ambulancia ordenó que se corrieran porque la iba a ubicar en la camilla a la señora. Matilde me miró un segundo, y tomó una decisión.

—Tomá, nena—. Me dio unos pesos—. Me voy.

Y se subió en la ambulancia con la vieja accidentada.

A los dos días volvió. Le pregunté sobre lo que había pasado. Llovía. Matilde parecía preocupada pero esta vez no por su pelo.

—No sabés cómo lloraba esa mujer en la ambulancia. El médico me dijo que en el estado que tiene ella, partirse la cadera… Qué mala suerte.

—¿Y quién era ese Alejandro— le pregunté.

—El nieto. Me pidió que vaya a visitarlo, que necesitaba llevarle las pastillas. Había salido para comprarle eso.

—¿Es enfermo?

—Depresión, creo.

—¿Y fue?

—Nena, no me animé. Dice que no quiere hablar con nadie. Vive encerrado.

—Hikikomori.

—¿Fujimori? Qué tiene que ver.

—Hikikomori, dije, señora. Es una expresión japonesa. Son los que no salen de la casa. A mí me gusta la cultura japonesa, Matilde. Leo mucho… libros.

—A mí no me gustan los japoneses.

—Bueno, son gustos.

—Me dijo que apenas habla, que se la pasa en la maquinita… en la computadora ¿Y si es un psicópata? Cómo le voy a llevar comida.

—¿Le pidió que le llevara comida también?

Matilde asintió.

—Espere.

Fui a la cocina y armé unos paquetes.

—¿Vos te pensás que no cocino, no?

—No, señora, es para que sea más fácil.

—¿Para el loco ése?

—Por ahí no es loco.

Matilde se quedó mirando por la ventana un momento. Inspiró hondo y expiró largo.

—¿Qué hace?

—Eso me enseñaban en yoga…. Dame, nena.

Me sacó la comida de la mano, se incorporó, apoyándose en la mesa, y caminó hacia la puerta.

La lluvia trajo a muchos clientes y ese día pasó rápido. Javier no me miraba. Me pedía opiniones sobre las chicas que intentaban seducirlo. Yo hacía rato que estaba en Argentina pero Javier hablaba con encanto, era moreno, musculoso, alto. Cuando entré pensé que iba a pasar algo entre nosotros. Pero no pasó nada y yo con las ganas. Esas esperanzas que no son buenas.

Al otro día estaba sirviendo un desayuno. Vi que Matilde me llamaba desde enfrente, cruzando la calle. Le pedí permiso al encargado.

—El Fujimori tiene la barba por el piso. Es alto. Sin barba sería un chico lindo, pobre. Pero está arruinado. Si hasta debía haber pulgas ahí. No me quería abrir la puerta al principio.

—¿Y cómo hizo?

—Le dije que su abuela se había muerto.

—¿Se murió?

—No, ¿sos tonta? Pero se lo dije para que me abra.

—¿Y le abrió?

—Sí. Y me miró con los ojos redondos como platos. Estaba en otro mundo. Había humo… Humo de la cocina no era.

—¿Y comió?

—Me sacó las pastillas de la mano. Está flaco como un esqueleto. No quiso comer.

—Tengo que volver porque si no me retan, señora.

Crucé. Me pareció que la señora me llamaba.

Rodolfo estaba con esa cara de culo que ponía cuando yo salía un momento. Si no era para sacar a los que entraban a vender cosas no me lo permitía. Yo los acompañaba hasta la puerta porque a Javier una vez le habían pegado. En cambio, conmigo no se metían. Rodolfo decía que yo tenía algo que calmaba a la gente.

Al otro día tuve franco. Así que estuve en la cama bastante, me hice las uñas, terminé de ver la serie, traté de meditar, hablé un poco con un chico, un argentino de esos cancheros de la zona, y me fui a leer a la plaza un libro. A la noche descorché un vino, estudié un poco, por suerte faltaba para el examen, pensé que iba a tomar la mitad pero me lo tomé todo.

El día siguiente ni bien llegué la señora me estaba esperando con la expresión más dulce del mundo.

—Nena, ¿se puede saber cómo te llamás?

—María.

Se hizo la señal de la cruz.

—¿Qué hace?

—Está endemoniado ese muchacho. Poseído. Se tiró en el piso y gritaba.

—¿Usted cree en esas cosas?

—Yo no pero la vieja dijo que lo maldijeron.

—¿Cómo está?

—¿La vieja? Está mal. Cada vez, peor. Delira. Que la última novia vaya a saber qué le hizo a su nietito.

—¿Quiere que le prepare comida para llevarle?

—Ya le llevé— Matilde fue tajante —. Le hice un estofado—. Qué raro una mujer de antes que no supiera mentir, pensé.

—¿Y le gustó?

—No come el encantado.

—¿Y sigue sin salir?

—No sale ni a palos. No habla mucho tampoco. Por lo que pude escuchar de la vieja, desde que lo dejó esa chica quedó así medio estúpido.

—¿Tiene paranoia? ¿Se piensan que lo persiguen? ¿Es bipolar? ¿Autista?

—No es un maníaco. Le dan pastillas porque no puede dormir.

—Bipolar no es un maníaco, señora. Yo estudio psicología, sabe.

—Yo no creo en esas cosas.

—¿En qué cosas?

—En la psicología.

—Pero no es una religión.

—La vieja me contó que el Fujimori ese fue a un montón de psicólogos. Que se gastó la jubilación de ella en eso.

—No habrá tenido suerte.

—Y supongo que no. Está… rayado… rayado pero muy triste, yo me doy cuenta, y melancólico.

—Tendrá depresión entonces ¿No dijo eso?

—Las pastillas que les llevé son para dormir.

—Entonces es insomne.

—A mí también me cuesta dormir. Tomo unas parecidas pero yo me alimento como verás—. Se llevó un pedazo de tarta a la boca y masticó con ganas.

—Espere.

Fui a la cocina y volví con un paquete lleno de dulces esta vez. Matilde sonrió. Miraba la mesa, pensativa. La situación parecía superarla. Javier estaba hablando con una chica pálida de esas de este país que no dicen nada. Más las de esa zona, era como si les faltara algo, gracia, no sé. Lo dicen mis amigos argentinos. Y también lo decía Javier. Aunque después salía con ellas. Fui a atender a una pareja. Cada uno estaba en lo suyo, con celulares en la mano a la altura de sus rostros. Después atendí a otros que era primera cita.

El señor que me miraba siempre el culo.

El que tenía «conversaciones importantes»

La chica que venía con las amigas y se rían dos horas.

Ese chico que escribía y escribía y tomaba un café tras otro y no dejaba nunca propina o dejaba poco.

El otro tipo que me miraba el culo. Y que una vez me había invitado a salir.

El viejo que miraba la carta y no entendía nada.

Había tantas caras y yo me acuerdo de todas. Nunca las olvidé.

Y tuve otro franco que terminó con una botella de champagne de las pequeñas. La disfruté y luego prendí unas velas, me senté en la alfombra a meditar, tenía que pensar porque quería estar en mi país frente al mar, pero me costó visualizar el mar, si lo veía era el mar de acá, las playas ventosas y frías, que me gustaba pero menos. Luego prendí un puro, tiré humo para alejar a los malos espíritus que pudiera haber en ese edificio tan grande que parecía una pirámide. No sabía ni cuantos vecinos tenía. Eso me daba miedo. Tantos profesionales. Para qué estaba estudiando psicología si en mi edificio ya había ocho psicólogos, casi uno por cada piso.

Llegué al otro día con ganas de trabajar y olvidarme de todo, de la carrera, de mi edificio, de las burbujas del champagne, de la playa, de los espíritus en los que apenas creía.

Y ahí estaba Matilde. Hablando con Rodolfo.

Apenas puse el pie en la alfombra de la cafetería me agarró del brazo y me sacó afuera. No pensé que tuviera tanta fuerza.

—¿Qué hace, señora?

—Matilde, te dije, caramba. Vamos. Convencí a ese pelado de que te dejara salir.

—Tengo que trabajar.— Logré soltarme de ella, mientras Rodolfo negaba con la cabeza, como diciéndome que me fuera.

—Le conté a Rodolfo que se murió la vieja. Le quise pagar tu día. No quiso. Vamos. Tenemos que ir al velorio. También lo convencí al Fujimori.

Me di media vuelta.

—¡Señora!

—¡Vos vas a ser una señora! Yo no. Dale.

Matilde paró a un taxi. El coche casi la pisa.

—¿Me quiere decir adónde vamos?

—Al cementerio.

—Qué bien.

—El chico no es feo.

—¿Qué chico?

—A vos te gusta el Javier ése que no te da ni la hora. Además es colombiano y te va a meter los cuernos.

—¿Por qué dice eso?

—Mi amiga tuvo un novio colombiano. Le metió los cuernos.

—¿Y usted qué quiere?

—Dejá de decirme usted, carajo. Acá se dice: vos ¿No, señor?

—Si usted lo dice—contestó el taxista que no era argentino tampoco.

—Más vale que le sonrías.

—¿A quién?

—A Alejandro.

—¿Fujimori?

—El nieto de la Betty que murió la pobre con el nombre de él en sus labios.

—¿Qué es lo que quiere?

—¿Vos no me dabas paquetes para él?

—Sí.

—Bueno, yo tampoco voy a vivir para siempre y la vieja se murió. No es malo el Fujimori. Lo afeité un poco y todo.

—¿Qué quiere que haga?

La señora en vez de contestar me dio vuelta la cara y se puso a mirar por la ventanilla. Hice lo mismo. Era un día de la semana ajetreado, colas en los bancos, una manifestación que había cortado la avenida. Nuestro chófer sacudía la cabeza afligido.

—Este país—murmuró, clavándome la mirada por el espejo.

Matilde dijo sin mirarme.

—Le prometí que su ex novia iba a estar en el cementerio.

—¡Pero seño… ¡Matilde!

—Pero era para que él viniera al entierro, nena ¡Es su abuela!—. La señora se dio vuelta y me miró. Sus ojos tenían un brillo que nunca había notado—. Y quiero que estés ahí.

Tragué saliva.

Matilde no volvió a hablar hasta que en el cementerio Alejandro repitió mi nombre.

por Adrián Gastón Fares

 

Lo que algunos no quieren contar. Cuento.

En la ciudad, todas las noches me sentaba con mi hija y mi mujer a la mesa del comedor. Por eso el bosque. Quise aislarme de todo, como tantos otros. Elegí un lugar de la Patagonia, apacible pero ventoso, entre los árboles. En el tejado de la cabaña había una veleta de metal, con la rosa de los vientos, coronada por un pez.

Había comprado el terreno, que venía con la cabaña y una plantación de arándanos. Todo por poca plata. Según la inmobiliaria, el dueño era un viejo, alcohólico. El dinero iría a los nietos. Me habían ocultado que se había ahorcado en uno de los árboles, el más alto. Pronto me lo contaron en el pueblo. Me daba lo mismo.

Dejé que los arándanos crecieran salvajes. Los juntaba en diciembre, en mi gorra, arrancando al fruto a lo bestia, sin el cuidado que hay que tener al cosecharlos, que en este caso sería hacerlos girar lentamente para desprenderlos del tallo, sin arruinar la capa de protección. Pero yo era como un duende entre los arbustos, los recogía a las corridas, y los comía en mi casa de merienda o a la noche ya congelados.

Enfrentaba el fin del día extasiado ante la contemplación de las aves, de los quises andinos, de las liebres que se cruzaban al atardecer como si el mundo estuviera a un minuto de acabarse y algo ominoso viniera a ocurrir, que nunca era más que la simple noche.

Pero un día fue más que eso. Coincidió con el aniversario de la muerte del viejo. O por lo menos, yo me creo eso.

Me levanté, abrí la puerta de la casa y salí. Caminé automáticamente y sorteé el gran pino sin darme cuenta que ese árbol siempre estuvo en línea recta a la ventana. No a la puerta. Llegué a la cascada pequeña y me senté a fumar, lloré dos o tres lágrimas, porque el lugar era tan bello y yo había sufrido tanto, que estar ahí significaba mucho para mí. Sabía que hay que llorar sí, pero hay que llorar poco porque si no uno no para. Y el agua que fluía entre las piedras me recordó eso.

Volví caminando sin mirar a los costados, como un autómata cansado porque llorar, aunque sea un poco, cansa. Aunque sabía que en ese lugar debía estar una de las ventanas, entré por la puerta y fui directo a tirarme en la cama. Al rato, subí al techo de la cabaña, saqué la veleta y la ubiqué cerca del pino. La punta señalaba el norte.

Tomé bastante vino. A la medianoche salí, miré las estrellas, para mí, acostumbrado a la ciudad, el paraíso estaba en el cielo. Ese cielo, las ramas mecidas por el viento. Me gustaba esa imagen pero el viento nunca me gustó. Me molestaba.

Bajé la cabeza porque tenía una necesidad imperiosa de orinar. Así que me fui hasta el pino y rocié el suelo. Pero al terminar, me di cuenta que el árbol no estaba ahí. Había meado en la maleza. En frente no tenía nada. Me volví y noté que la casa estaba en su posición inicial. Caminé hasta el pino y la veleta. Seguía señalando el norte.

Esa noche dormí profundo, sin pesadillas, y al otro día me propuse ir al pueblo a comprar provisiones. Abrí la puerta, caminé y di con el arroyo. Me di vuelta para mirar la cabaña y la puerta estaba ahí, donde debía haber estado la pared del dormitorio.

Enmendé el trayecto, salí por la entrada de mi terreno hacia el almacén del alemán. Compré pan, fiambre, café y cigarrillos. Retorné, rodeé el terreno y me metí adentro. La que rotaba era la casa y no el terreno, me dije, como si ya no me asombrara.

Salí a orinar esa noche, estaba bastante borracho otra vez, y me di cuenta que estaba salpicando la rueda de mi camioneta. La dejaba en el fondo, detrás del porche, así que la casa había rotado otra vez.

El cielo encandilaba. La luna hipnotizaba. Las ramas de los árboles murmuraban.

Volví a la casa y dormí hasta bien avanzado el día siguiente. Estaba triste porque quería tranquilidad, me había alejado del mundo por sus inconsistencias, sus coincidencias infundadas, y ahora esto, ¿qué quería decir?

A las seis de la tarde del otro día se me dio por dirigirme a lo del alemán. Salí y caminé derecho, di con un cementerio antiguo, el de los galeses. Otra vez la casa me había engañado. Debía estar apuntando al noroeste. No importaba, como un turista más, comí torta con té. Contemplé a una francesa hermosa. Intenté hablarle pero la chica me intimidaba. Me volví a la casa, ya me había olvidado del alemán y lo que quería comprarle.

Entré a la casa. Subí un escalón para sentarme a la mesa del comedor ¿Un escalón? Alrededor de la mesa, el piso se estaba levantando, los bordes del círculo que se estaba formando eran como una rueda dentada.

Pensé que la casa estaba creando una sima, se estaba desenroscando, y que los árboles, mi camioneta, la plantación, serían chupadas por ese agujero que la cabaña estaba creando.

Al otro día salí, me cercioré que la puerta apuntaba donde me dirigía, era así, otra vez la puerta daba a la entrada del terreno, tal como lo compré, así que caminé derecho hasta el almacén del alemán.

Compré querosén, diarios, cerillas y volví lo más rápido que pude.  No tenía nada de valor en la casa. Mis documentos en el bolsillo. Rocié a la cabaña con querosén.

El fuego iluminó la plantación, se disparó una liebre entre los árboles, volaron los murciélagos y rajaron los quises que estaban escondidos entre los troncos cortados. Un resplandor dorado iluminaba la plantación, mi querido pino, el camino de entrada. La casa ardía. En las llamas vi proyectada la imagen de la chica francesa. Me había enamorado como un idiota.

Pero la cabaña giraba. Rápido. Lo hizo hasta desprenderse y dejar el comedor a la vista, la rueda dentada, con la mesa redonda y las sillas.

No me podía sentar en ese lugar. Me recordaba la compañía de mi hija y mi mujer. Pero no tenía otra, me dirigí a la plataforma, la cabeza plana del tornillo, que era lo único que había dejado el fuego, salté, y tuve el valor de correr una silla y apoyar el culo ahí.

Seguía rotando. Vi a la veleta, al árbol, a la plantación de arándanos, a la luna llena, al arroyo, vi la tierra, intuí que la casa me había propuesto todos los días un camino nuevo. Ahora mi musa era una extranjera, la chica francesa que había conocido por seguir el trayecto que la puerta de la casa me sugería. Sentado en el trono hogareño pero descubierto que la cabaña me ofrecía, mientras todo seguía girando, vi raíces, hormigueros, lombrices, bichos bolitas, rocas doradas y finalmente, una multitud de ojos azules brillantes comenzó a rodearme, mientras me sacudía la tierra de la cabeza.

Me agarré de las raíces, comencé a escalar, ya había hecho palestra en la ciudad, era rápido, vi como la plataforma con las sillas y las mesas se hundía, salí del agujero como un muerto viviente, nevaba y yo estaba de pie en la sima que había sido la cabaña, exultante y cansado.

En el escape, en la corrida, un cuerpo blando me golpeó el hombro, justo a la altura del pino. Supe que era el cadáver del viejo, el antiguo dueño. Escuché risas y seguí corriendo, hasta que dejé a las arándanos, la tranquera, el terreno, todo, atrás.

por Adrián Gastón Fares

Lo que algunos no quieren contar forma parte del libro, antología de cuentos propios del autor, llamada Los tendederos

Los-tendederos-portada

Reunión. Cuento.

Reunión

Nada que no se haya contado, que no se haya visto ni escuchado. Después de todo, a ella la había conocido por la evolución de la técnica a través de la cual en el siglo pasado un mago precoz había anunciado un falso fin del mundo.

Entonces, ahora que tal vez me quede poco tiempo, me cuento esto a mí mismo, ni mago ni precoz.

Primero quedamos pocos. Luego menos. Y por último todos se esfumaron.

Creí que era el único sobreviviente. Las máquinas y yo. Hasta que vi conectada a mi ex novia. Aunque antes me había bloqueado. Y yo a ella.

Entre los dos nos menospreciamos y criticamos todo lo que pudimos. Llegué a empujarla y ella a escupirme en la cara. Sin embargo, el día que partió con sus cosas nos dimos un beso que es el único que recuerdo de esa larga, interrumpida e intensa relación.

El último beso, la última caricia en la espalda en la cama antes de la separación, con el tiempo siempre parece el principio ¿Qué decir de estos inicios que son finales?

Este ser que me había criticado tanto, limando mis virtudes, atizando mis defectos hasta hacerme arder en el fuego de mi propia locura, este ser que me había empujado al vacío, al que había maltratado, claro que sí, sin darme cuenta hasta que era muy tarde, y que me había abandonado mucho tiempo antes de que se fuera, silente y firme, este ser que se había pegado a mí como una garrapata, sofocándome como un hada que nada sabía de la vida pero sí del final de su propio cuento, que era tan capaz de ponerte el pie sonriendo, este ser peligroso, inteligente, este ser era el último resorte de la humanidad para mí, la única manera de escuchar una voz humana después de tantos meses de soledad. Y de ver a una mujer, de olerla y sentirla.

Cuando tuve eso claro, el instinto me empezó a jugar una mala pasada. Quería acercarme. Pero ni bien arrancaba el auto, mis pies no querían pisar el acelerador. Volvía y me daba la cabeza contra la pared de mi casa.

Pronto manejaba a las velocidades más altas por la ruta sin destino buscando un precipicio al que ofrendar mi auto caro y mis músculos trabajados.

Sopesaba las ramas de los árboles que yo mismo había plantado para colgarme. Me acercaba el cuchillo a la garganta como quien no lo va a retirar y piensa hundirlo. Mezclaba todo lo que encontraba en el botiquín con vodka y me lo tomaba para terminar vomitando. Merodeaba a los animales salvajes y hambrientos del zoológico abandonado para que me devoraran. Pero los pobres leones no tenían ni fuerzas y apenas se arrastraban. No había nadie para bajarme el pulgar en esa palestra. Nadie que pudiera apretar el gatillo más que mi mano renuente, nadie que pudiera empujarme más que el viento. Pero lejos, bastante lejos, estaba ella.

El día que recorrí el camino hasta su casa, me bajé en el puente. Intenté lanzarme al río. Volví a mi casa.

¿Y a ella qué le pasaría? ¿Querría verme?

Tiré el teléfono, rompí la computadora. Ya nada me unía con el mundo y menos con ella. Pero al otro día de despojarme de mis dispositivos lloraba como un nene. ¿Qué fantasma había creado? ¿Había dejado otra vez que ese demonio me poseyera?

De las posesiones hijas de la ficción el amor es la peor. No hay sacerdote que la ahuyente, no hay médium que lo materialice, no hay espíritus guías que lo acompañen para que deje este mundo, no hay ángeles que puedan salvarlo, ni enviado que se haya sacrificado por él, no hay crucifijos que lo ahuyenten, ni balas de plata que lo maten, no hay manera de taparse los oídos, tenemos ojos en la nuca para mirarlo siempre a la cara, no hay espaldas, el amor te juega y te demanda, en el límite está la ficción más grande creada por el hombre, porque la muerte, tal vez la segunda, pudre, pero el amor persiste. Es impalpable como el tiempo. Y se escapa para siempre. Uno lo busca con parsimonia y lo encuentra con locura.

Ese virus que no destruyó a la humanidad, pero que casi me destruye a mí. Y con eso me basta.

O me bastaba, porque empecé a pensar otra vez, esta con razón, que era la única mujer en el mundo, que el destino de la humanidad, o por lo menos de mi raza, estaba en encontrarla, en reproducirme, y había eliminado la única señal de humo que me mantenía atado a ella. La humanidad dependía de que nos uniéramos pero a mí me había importado un pepino.

Hoy caminé hasta el borde de la terraza, pensando en ella, con más ganas que nunca de tirarme de cabeza. Pero me detuve. En ese momento un auto se subió a la vereda.

Como un rayo salió y me clavó la mirada.

Acabamos de tomar un té. Ella está maquillada, tiene varios cortes en las muñecas y una marca en el cuello, como si algún trastorno de la personalidad la hubiera llevado a lacerarse y colgarse, pero intuí que era el mismo instinto que a mí había querido ahogarme, y que casi había logrado esparcir mis sesos por el suelo, todos mis recuerdos una mermelada grisácea frente a mi casa, y después las moscas y los gusanos, que por suerte eran sordos, como los leones, a estos opuestos que nos habían vuelto a juntar.

Ella unta el pan con mermelada.

Hace un rato hicimos temblar la casa con una pasión comprensible.

Su sonrisa es tan brillante como el cuchillo que empuña.

Por Adrián Gastón Fares

PD: vuelvo a publicar Reunión un cuento que se me ocurrió y escribí en un lugar bastante extraño.

También pueden leer: Lo que algunos no quieren contar https://elsabanon.wordpress.com/2017/09/02/lo-que-algunos-no-quieren-contar/

Este cuento está dentro de mi colección de cuentos Los tendederos.

 

Marcado

La claridad entra cuando la mano corre la cortina en ese primer piso de Lanús. Ramas de olivo y brillo del sol. Ninguna figura espectral en el jardín, ningún plato volador en el cielo. Los marcianos prometidos en la Conozca más brillarán por su ausencia con el sol de otoño.

El chico suelta la cortina y gira, dando la espalda a la ventana, inmerso en el fulgor de la media tarde. El agujero de la escalera de la ventana. Risas que vienen del piso inferior, donde su madre da clases por la mañana y por la tarde.  Golpeteo intermitente de las teclas del piano.

La soledad es un movimiento mecánico. Uno camina hasta determinado lugar, como Glande hacia el agujero de la escalera, sabiendo que no va a encontrar lo que busca y sin embargo lo hace, ahí es dónde, con el tiempo, se dará cuenta años después, se manifiesta la soledad. Inmediatamente aparece su compañera habitual: la desesperación. La desesperación anida entre escalón y escalón de la soledad. Cuando tambalea la ficción que creamos para nosotros, cuando la esperanza ya no existe dice hola la desesperación. Porque nos damos cuenta que la comunicación entre las personas es casi imposible. Todo este aparato de palabras que deben ser repetidas una y otra vez para que alguna llegue al destinatario y dos cerebros compartan un dibujo parecido. Y entonces quizás…

La esperanza completa el círculo vicioso.

La soledad es mecánica y acumulativa. Al principio se aguanta mejor que con el tiempo, porque como a una novia, recién se la está conociendo.

Y entonces, el chico se acerca al agujero de la escalera para ver si sube alguien o para asegurarse de que nadie aparezca, y después sigue en su mundo, tan liviano entonces pero que pronto va a empezar a pesar más, cuando en la soledad del piso inferior, entre pianos y partituras, le ponga letra a la canción que compuso. La letra se le ocurrió en el colegio, rodeado de chicos.

No se encuentra un lugar

Parece que ya no estoy más

Estar apartado

Quedo marcado.

por Adrián Gastón Fares

Marcado. Relato.

La claridad entra cuando la mano corre la cortina en ese primer piso de Lanús. Ramas de olivo y brillo del sol. Ninguna figura espectral en el jardín, ningún plato volador en el cielo. Los marcianos prometidos en la Conozca más brillarán por su ausencia con el sol de otoño.

El chico suelta la cortina y gira, dando la espalda a la ventana, inmerso en el fulgor de la media tarde. El agujero de la escalera de la ventana. Risas que vienen del piso inferior, donde su madre da clases por la mañana y por la tarde.  Golpeteo intermitente de las teclas del piano.

La soledad es un movimiento mecánico. Uno camina hasta determinado lugar, como Glande hacia el agujero de la escalera, sabiendo que no va a encontrar lo que busca y sin embargo lo hace, ahí es dónde, con el tiempo, se dará cuenta años después, se manifiesta la soledad. Inmediatamente aparece su compañera habitual: la desesperación. La desesperación anida entre escalón y escalón de la soledad. Cuando tambalea la ficción que creamos para nosotros, cuando la esperanza ya no existe dice hola la desesperación. Porque nos damos cuenta que la comunicación entre las personas es casi imposible. Todo este aparato de palabras que deben ser repetidas una y otra vez para que alguna llegue al destinatario y dos cerebros compartan un dibujo parecido. Y entonces quizás…

La esperanza completa el círculo vicioso.

La soledad es mecánica y acumulativa. Al principio se aguanta mejor que con el tiempo, porque como a una novia, recién se la está conociendo.

Y entonces, el chico se acerca al agujero de la escalera para ver si sube alguien o para asegurarse de que nadie aparezca, y después sigue en su mundo, tan liviano entonces pero que pronto va a empezar a pesar más, cuando en la soledad del piso inferior, entre pianos y partituras, le ponga letra a la canción que compuso. La letra se le ocurrió en el colegio, rodeado de chicos.

No se encuentra un lugar

Parece que ya no estoy más

Estar apartado

Quedo marcado.

por Adrián Gastón Fares

Cuento para un guerrero muerto en otro.

La doncella vive en la torre. Cada tanto recibe a sus amigas y amigos. Sólo a algunos de estos últimos deja peinar su larga cabellera.

El príncipe cabalga hacia la torre. A través de la ventana, ve cómo uno de los amigos de la doncella, un musculoso joven, comienza por peinar sus cabellos y termina aplicándole unos masajes relajantes, a los que la doncella se entrega, aparentemente, sin culpa.

Su madre, una mujer que lee muchos tratados vacíos, de las más diversas índoles, uno sobre reinas exitosas, por ejemplo, es su libro de cabecera, quería que su hijastra tuviera contactos útiles a toda costa en el reino, y la familia del musculoso joven era más pudiente que la del primero seducido y luego enamorado príncipe.

El príncipe, que no sabe bien qué fuerza oscura lo arrastró hacia la torre, tal vez la misma que mantiene allí a la doncella, baja la colina espoleando con fuerza a su caballo.

Así empezaron las guerras.

Por Adrián Gastón Fares

Un posible fin del mundo

Fui al colegio como en los demás días, cansado y todavía medio dormido, y en la puerta encontré a los policías. Uno tenía un mate, otros dos compartían un cigarrillo. Cerca, Bernardo, el profesor de medios audiovisuales hablaba con la monja directora.

Habían encontrado el cuerpo de Sofía. Pronto vimos llegar a la madre, que se abalanzó sobre la directora en un ataque de furia que se convirtió en abrazos y lágrimas.

Las palabras cruzaron de boca a boca, como indiscretos dardos envenenados, y pronto todos supimos que a Sofi la habían violado y asesinado. Cuando entramos al colegio ya habían retirado el cuerpo. Una silueta de tiza lo reemplazaba.

Sofi era una chica de sonrisa franca y ojos tiernos. A mí en ese momento me gustaba otra. Aunque Sofi bien me podría haber gustado porque era muy linda.

Con el profesor de medios preparábamos un cortometraje. Enseñaba por placer, porque le gustaba trasmitir su conocimiento, que lo escucharan y lo alabaran. Salía, en secreto, con una de sus alumnas, Clementina, y cuando la policía lo supo, cuando el detective privado que contrató el tío de Sofi lo supo, el profesor vio en peligro su libertad. Como era bastante amigo mío, como nos llevábamos bien, más que nada en esas charlas donde hablábamos del uso de la simetría en Kubrick y del travelling en Ophuls, como la afinidad era tal que él creaba un mundo nuevo para mí, yo lo creí siempre inocente. Además no necesitaba violar a nadie. Varias estaban enamoradas de él, aunque fuera un barbudo desgarbado. Tal es el poder el conocimiento y más todavía el de la jerarquía.

Bernardo, era el nombre de mi profesor, creía que el asesino era el cura. Visitamos el colegio de noche y entramos en la casita dónde vivía el cura, atravesando la capilla, en el medio de un patio de baldosas oscuras y paredes grises. Al padre Eusebio lo encontramos durmiendo en un sillón, con una botella de vino casi vacía en una mesa, murmurando en sueños palabras ininteligibles.

Bernardo buscó en los armarios ropa interior femenina que incriminara a Eusebio, con la intención de señalarles a los policías la guarida del que podía ser su salvador. Los armarios estaban llenos de naftalina, camisas, y algo que nos llamó la atención, un capirote blanco con una estrella roja, no sabemos de qué orden eclesiástica pero parecía ser una bastante nefasta.

No había dudas para mí de la inocencia de mi profesor. Por un lado le gustaban demasiado las chicas para matarlas, sabía que había algunas cosas que se podían hacer y otras no.

La escuela hizo hincapié en el asunto de Bernardo con su alumna, Clementina, mi compañera, la chica que negó haber tenido relaciones con él, pero los policías le preguntaron a otras alumnas que sabían que Bernardo había desvirgado a Clementina sin muchos miramientos.

Estuve triste esa semana, no sólo se acusaba a la persona que tanto me había enseñado de cine, sino que además, por los nervios, había arrojado una ventana desde el tercer piso del colegio. Me había acercado para que el aire entrara, corrí el cristal para que dejara entrar el aire y la hoja titubeó en la cornisa antes de desplomarse al vacío. Con un compañero nos asomamos y vimos el cristal hecho añicos en el piso y un hombre de pie al lado, sorprendido, tal vez agradecido por haberse salvado por casualidad. En la corrida hacia la entrada del colegio encontré a la monja directora, que venía de rezar de la capilla y agradecer a Dios que los niños de jardín no estuvieran saliendo del colegio a esa hora. Sentí culpa y no recuerdo lo que pasó en los días siguientes.

Tanta fue la culpa que me identifiqué con Bernardo, que era el sospechoso número uno en el crimen de Sofía.

Me suspendieron del colegio por lo de la ventana. Luego pusieron tejidos para que las hojas de las ventanas jamás volvieran a caer.

Mientras tanto, yo permanecía en mi cama, los días pasaban lentos, no veía a mis amigos, y hasta mis padres me recriminaron por esa acción de la que yo no tenía ninguna culpa, vamos; la ventana estaba floja, no había tejido, tarde o temprano se iba a caer, y podía haber dejado consecuencias muchas más graves. Pero en ese momento, en la confusión de la adolescencia, no lo entendí de esa manera. Creí ser el demonio, un poco influenciado por la creencia de la monja directora de que tal vez yo estuviera poseído, ya que era un adolescente bastante revoltoso.

La verdad era que yo había nacido con fórceps. Nací sin llorar. No culpo a mis padres, tal vez a la partera o al obstetra. Ellos, por lo menos hasta que fui grande, no pudieron saber qué había ocasionado en mí nacer así, y tampoco yo me di cuenta. Pero la monja directora parecía saberlo.

Una de esas noches en las que no pude ir a la secundaria, mientras descubría un cuerpo enterrado de una joven en un jardín con Miss Marple, el teléfono sonó y era un compañero que me avisaba que había muerto el padre de una compañera. Teníamos que ir al velatorio.

Yo tenía un miedo terrible. No quería saber nada con los muertos en esa época. En esta tal vez pudiera compartir habitación con alguno sin preocuparme demasiado. Pero la adolescencia es una tierra donde la levadura de la ficción crea una cerveza mental que achica al mundo, agrava las ficciones; es un barrio ficticio, un barrio donde de noche pasan cosas de las que más vale no saber nada.

Entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas, pedía que ningún vampiro se acercara para rasgarlas o tironear de ellas, y trataba de dormir de esta manera hasta el otro día sin sofocarme. Admito que nací de esa manera, sin aire, y que tal vez esa especie de mortificación se me hizo un vicio, porque hasta el día de hoy me sigo tapando la cabeza con las sábanas o la cara con los dedos. Es como si de chico hubiera visto algo monstruoso, inaudito, y ya no lo quisiera volver a ver. A veces pienso que lo inaudito puede ser la palanca del fórceps entrando en el cuello uterino de mi madre para sacarme al mundo, rompiendo huesos, deformando mi cara, mis oídos, lo que fuera que tuviera a su paso, como un robot infalible que cumplió su misión a la perfección salvo por algo: no respiré por unos segundos.

Esa noche fui rescatado de la sofocación de las sábanas con dibujos del Hombre Araña por Little, un compañero, que me necesitaba en el velatorio en veinte minutos. Así que me subí a un remís hasta Lomas.

El velatorio era cerca del cementerio de Lomas, lugar tétrico si los hay con esas estatuas que parecen estar para asustar nada más. Decidimos dejar a nuestra compañera y con tristeza y un poco de rebeldía nos dirigimos al cementerio, cosa que yo no hubiera hecho solo ni que me regalaran el último CD de Soundgarden importado con bonustrack y todo.

Rondamos los mausoleos, elegimos uno con la puerta deshecha, y entramos, asustándonos entre todos. Ahí empecé a ver que algo raro le pasaba a Little (le decíamos así porque había otro Martín, que era casi un gigante) Me confesó que tenía miedo que el profanador de tumbas, del que estaban hablando por aquellos días en la televisión, anduviera por ahí. Little y yo nos detuvimos. Los demás, dos chicas, una que parecía querer tener sexo en el cementerio y la otra que parecía no querer tener sexo en ningún lado,  avanzaron un poco más y volvieron corriendo y muy asustadas después de haber introducido el pescuezo en una tumba donde los ataúdes parecían carozos de nueces rotas donde se veía el fruto, los cadáveres momificados, a través de las grietas de la cáscara nudosa que los había cubierto.

En la corrida por las calles del cementerio dimos con un hombre que se interponía entre la salida y nosotros. La esclerótica blanca, una pala en alto, no podía ser otro que el cuidador que estaba molesto porque habíamos entrado a la fuerza a su predio. Así que le pedimos perdón, nos abrió la puerta y nos dijo que si volvíamos a hacer eso iba a llamar a la policía, o a su muerta favorita, la señorita Robinson, una japonesa asesinada por su hermana, que solía dejar su tumba para comer el cabello de adolescentes como si fueran fideos. No podíamos creer que un zombi se alimentara de cabello, así que el miedo se concentró en el cuidador del cementerio y no en la señora Robinson; la zombi degustadora de cabelleras brillantes bajo la luna.

Después de esa noche, nos dimos cuenta de que podíamos entrar al cementerio fácilmente.

Así que el sábado siguiente, en vez de juntarnos en la plaza de la estación Lanús, nos tomamos el colectivo con Little, bajamos en el cementerio y caminamos hasta el mausoleo de la familia de Sofía.

Golpeamos la puerta hasta que cedió. Alcanzamos el cajón. Lo abrimos con las manos temblando y observamos que nuestra compañera estaba hinchándose bajo la lámina de cristal que separaba las emanaciones de su cuerpo del resto del mundo. Lo que vimos no podrá ser olvidado y sin embargo es tan natural y común como la lluvia que cae mientras escribo en esta llanura. Hay pocas personas y pocas casas alrededor. Ayuda a recordar. Y hay cosas que no se olvidan.

La putrefacción, la hinchazón, la sangre que empezaba a brotar era  algo que esperábamos, pero no esperábamos que el cuerpo de Sofía pestañara. Tanto Little como yo vimos eso. Luego nos miró por el rabillo del ojo. Supusimos con Little que era una burbuja, un coágulo que había explotado, como una supernova.

Al otro día me puse un buzo con una capucha y volví al colegio, busqué a Bernardo y con él nos acercamos al salón de actos donde había sido encontrado el cuerpo de Sofía. Una monja tocaba a Bach en el piano. Encontramos al padre Eusebio con una mano en el hombro de la monja. Mientras simulábamos arreglar el proyector para una función de L´ Atalante de Vigo, observamos que tanto la monja como el padre Eusebio parecían estar emocionados por la melodía que retumbaba desde el corazón del piano.

Con Bernardo decidimos, con la ayuda de Little, y la inspiración que nos había dado ver el cuerpo de nuestra compañera pudriéndose pero tratando de comunicarse con nosotros con un pestañeo que también podría ser un diminuto anélido que navegara por la sangre que había quedado bajo sus párpados pedir la ayuda de la amante del profesor para que nos ayudara a ver la reacción de Eusebio y la monja pianista.

Hicimos que Clementina entrara a la habitación, se sentara en la única silla en el centro, casi donde habían encontrado el cuerpo de Sofi, y que simulara estar masturbándose emitiendo algunos gemidos que parecían más de alarma que de placer (no era una gran intérprete Clementina) Al rato, como si se tratara de arañas que reaccionaban a la posible víctima que había caído en su iridiscente y musical hilo, Eusebio apareció por una de las puertas para caminar directo hacia Clementina. Con el extraño capirote blanco con la estrella roja comenzó a besarla en los hombros. La instrucción había sido que Clementina se hiciera la muerta ni bien Eusebio la tocara. El cura intentó primero aprovecharse de ella, ante su resistencia usó la fuerza, y cuando vio que Clementina caía al piso, aparentemente muerta por una bofetada, la excitación del hombre aumentó tanto que pareció convertirse en otro, fuera de sí. Ahí apareció la monja que tocaba el piano, y se arrojó sobre el cuerpo de Clementina para seguir con la violación que el cura no podía consumar.

Clementina seguía actuando como podía con la mirada congelada en el cielo raso como si fuera Sofi, su amiga. La monja dejó caer su hábito, aireando unos pechos turgentes, unas axilas peludas, separó las piernas de Clementina, y sosteniéndola del cuello, intentó introducirle una especie de estaca. En ese momento,  los tres salimos de la cabina de proyección para detenerla. Little le asestó un golpe con uno de los asientos que la dejó knock-out. Yo me encargué del cura, que terminó con la nariz sangrando. Clementina se cargó a la monja directora que, siempre dispuesta a poner el orden, entraba con la voz en alto; mi compañera le asestó un puñetazo en la cara que le partió la nariz.

Al otro día, gracias a las pruebas que pudimos dar, y al testimonio de Clementina, Eusebio fue apresado. En la actualidad continúa entre rejas, donde reza todos los días a un dios que se ha hecho cada vez más difuso para él en la cárcel y que ha tomado la forma de otros hombres.

Pronto supimos algo más, el crimen de Sofía no era el único que había ocurrido ese día. No era sólo Buenos Aires.

En Madrid, en Kiev, en Moscú, en Brasil, en Roma, había ocurrido lo mismo en diversas escuelas, los curas habían comenzado a atacar a sus alumnas; las monjas también. Algunos eran simples asesinatos, en otros casos; violaciones y vejaciones que terminaban con la muerte de la víctima. El día que murió Sofía, ella no fue la única, cientos de adolescentes, mujeres y hombres, habían sido ajusticiados por líderes religiosos de cualquier orden. Las siluetas de tiza se multiplicaban en las escenas de los crímenes. El misterio que habíamos resuelto ya no tenía sentido. No había misterio. Era un caso de histeria colectiva. Una epidemia como la del baile de Estrasburgo de 1518. Una coreomanía del crimen. Pero más amplia; enseguida hablaron  de enfermedad psicogénica masiva. Y si bien las conductas extrañas habían empezado antes, nadie se dio cuenta, nadie denunció a tiempo; nadie notó que las miradas de los religiosos se llenaban de lascivia y que las monjas apuntaban con la punta húmeda de su lengua al piano mientras tocaban en muchas ciudades distintas en el piano el Jesu, Joy of Man´s Desiring, de Johann Sebastian Bach.

por Adrián Gastón Fares

22 de Marzo de 2019

Recreando el cuento de terror

Los padres de Glande se fueron unos días a la costa y en la casa había quedado su abuela materna, quien le estaba contando que los golpes a la puerta, por los que antes tuvieron que cortar la conversación, eran de Jorge, el vecino de enfrente.

Glande se había mudado a vivir al centro. Jorge, unos veinte años mayor que Glande, fue durante mucho tiempo el único interlocutor que Glande había tenido para hablar de música y de películas.

Compartieron un recital de Ritchie Blackmore y a veces se encontraban en Lavalle y se metían en algún cine, cuando Jorge terminaba su recorrido con el taxi y Glande no tenía que ir al conservatorio.

De vuelta a Lanús, no hablaban mucho más que de música y de la película que habían visto, ya que Glande no sabía qué más hablar con un taxista y Jorge no sabía qué contarle a un chico que se la pasaba casi todo el día encerrado tocando la guitarra. Ahora el vecino, cuya esposa estaba con las hijas en la costa mientras él cumplía con su trabajo, aparentó estar interesado en la salud de la abuela de Glande pero en realidad lo que quería era preguntarle si lo dejaba quedarse a dormir en el sillón. Finalmente, recapacitó y volvió a cruzarse a su casa.

Está habitada por un fantasma desde hace años. La historia, que no ventilaremos completamente, tiene como protagonista a un profesor de biología. Antes de seguir dejaremos en claro que Lanus Oeste también es visitada por seres de otro planeta, por lo que parece ser un pueblo de una de esas series norteamericanas más que el lugar aburrido que siempre fue.

En el fondo de un chalet californiano una mujer recibe mensajes de extraterrestres hasta el día de hoy, muchos años después del llamado de la abuela de Glande, tantos que ya ni Glande puede atender los llamados de su abuela porque ya pasó a mejor vida.

Pero hay que volver atrás, olvidar la muerte, los ovnis, las noches y los días que pasaron desde el llamado de la abuela de Glande. Volver atrás en un pestañeo o como si el vecino de Glande pusiera marcha atrás a toda velocidad en su taxi para hacer desaparecer a los templos evangelistas que suplantaron a los cines como el Ocean y tal vez, de yapa, plantarlo a Glande de nuevo contra el paredón dando su primer beso, un beso seco a una hermosa venezolana. O arrimarlo a esa reunión en la casa de un amigo en que había pensado que la chica más bella de su curso estaba enamorada de él. Y que su vida sería como una de esas diapositivas de luna de miel que pasaban sus padres los sábados. No hay árbol que de frutos tan dulces como algunas tardes de la pubertad; no hay oleo 25 que refresque los sentidos como haber pensado que la vida sería buena, que el amor se encontraba en un bajar de párpados, casi como lavar las ropas en una comunidad en esas películas postapocalípticas al lado de la chica con la que cambiarás el futuro.

Pero estábamos contando una noche de las noches más comunes y no trascendentales en que el taxista temía al fantasma del profesor de biología.

Entonces diremos que el profesor de biología murió al ser fulminado por un rayo cuando orientaba la antena de televisión.

El resultado fue tan nefasto que de alguna manera el espíritu de este hombre, que vivía con los que compraron la casa tenía un dominio total sobre todas las telas y ropajes de la casa. Cosas de la energía.

Así, podía hacer flotar las cortinas de las ventanas y simular que había una forma femenina detrás.

Podía dar vuelta el moño de una escarapela, deshacer el nudo de las corbatas, hacer levitar un pantalón, arremolinar las sábanas de las habitaciones.

Un día, los vecinos de Glande entraron a un cuarto que tenían vacío y descubrieron donde estaban las zapatillas de gamuza, las toallas, los repasadores, las medias, los manteles que faltaban, todo eso estaba amontonado formando un bulto como una serpiente cuya cara estaba conformada por un traje raído del ex profesor y por dos ovillos de lana que simulaban ojos asomados a los bolsillos. Era como un amigurumi gigante. Pero los amigurumi no se lanzan sobre los que abren las puertas como pasó ese día. Tuvieron que cerrar esa habitación para siempre.

En un asado nocturno, el padre de Glande le preguntó a Jorge, alzando la voz en un intento de superar el volumen del televisor, si había presenciado alguna aparición. El vecino respondió que, además del anélido gigante de tela, había visto algo impresionante, que no se atrevía a contar. Otra vez, la hija mayor de Jorge estaba sentada en su cama y sintió una fuerza que le arrancó la almohada y la arrojó por los aires. Y el fantasma tiraba la cadena del baño como si todavía lo usara.

Glande no sabe cómo reaccionar ante estas historias. Él no cree en los fantasmas, pero mientras trata de dormirse se tapa la cara con las manos. Se debe a que repetidas veces el tema había rondado su infancia. Por ejemplo, uno de sus familiares había visto el fantasma de su abuelo en la casa de Mar de Ajó, merodeando el fondo. Y una ex novia de Glande sintió a una persona detrás para darse vuelta y no encontrar a nadie.

El día anterior al de la muerte de su abuela paterna, Glande tenía un año y estaba en la cuna, cuando sus padres escucharon un grito salvaje, indescriptible. Por como su madre cuenta el suceso, el grito venía de la pieza de Glande, que siempre se sintió un poco culpable y suele preguntarse qué habrá visto para gritar así. Eso lo aterra. Pero más que sus padres creyeran que ese grito inhumano provenía de él.

Un recuerdo elemental, está enlazado con otro, pero Glande no puede discernir qué hecho sucedió primero. Sus padres estaban mirando una película. Era de una mujer que se convertía en algo, que su madre identifica como una araña. Glande tuvo un ataque de pánico y estuvo gritando hasta que lo sacaron de la habitación donde estaba el televisor. Hasta el día de hoy, cuando pasan películas clásicas de terror en el cable, Glande teme dar con la escena de la transformación de la mujer araña (que por lo que sabe Glande en la actualidad también podría ser una mujer abeja)

El otro recuerdo, mucho más nítido, es el de estar durmiendo en brazos de su madre, cerca del pasillo oscuro que da a los dormitorios de la casa, en la época en que sus padres vivían arriba y alquilaban la planta baja (ocupada por evangelistas que celebraban reuniones hasta tarde; ahora Glande cree que esos cónclaves eran las reuniones secretas en las que planeaban destruir a los cines de la calle Lavalle), y sentir una presencia inclasificable que se acerca a observarlo desde la oscuridad.

Glade puede reconstruir en su mente el miedo que esa presencia le provocó, que de alguna forma relaciona con el concepto de la mujer araña (o abeja)

Con el paso del tiempo, en la imaginación de Glande, esta mujer empezó a convertirse en la personificación del miedo, pero también de la añoranza y el amor, no sólo hacia su madre y el hogar en que se sentía protegido en su infancia, sino hacia las mujeres en general. De algún modo, esa forma femenina parda e indescriptible que lo perseguía en su niñez, reaparece en los momentos que Glande cree cruciales en su vida, pero ahora personificando a un cálido temor indescifrable, que tiene significados esquivos tal vez porque están aferrados a los procesos de cambio en su vida. Sin embargo, él no quiere tocar a fondo el tema. Dice, citando el pasaje de una entrevista a Robert Graves, que no está dispuesto a tentar su suerte.

Pero, después de cortar con su abuela, a Glande se le ocurre que el fantasma del ex profesor de biología que vivió enfrente de su casa pudo ser la presencia que se le había acercado cuando estaba en los brazos de su madre, quizás para saludarlo y darle la bienvenida al barrio. Quizá convertido en una mujer. En la Gran Ovilladora, un mito oriental.

Aunque también podían ser otros, teniendo en cuenta el destino incierto de los integrantes de su familia que vivieron y murieron antes que él.

Y para recrear, terminar con el cuento de terror esta también aquel hombre que visitaba el trabajo de su padre que le había hecho una carta natal. Su padre decía que las uñas del hombre eran largas, duras, casi espiraladas en sus bordes por la longitud, esas uñas que habían señalado o inventado su futuro, ese futuro donde también había una llamada de su abuela, de esas que no aparecen en las cartas natales.

Si Glande hubiera sabido que su abuela no viviría mucho más habría vuelto esa noche a Lanús para enfrentar al fantasma del profesor y tal vez escuchar el mensaje de los extraterrestres.

por Adrian Gastón Fares

21 de Marzo 2019

 

 

La casa nueva

El camino de tierra todavía está marcado por las ruedas. El coche quedó en el garaje. De vez en cuando lo miramos, con ganas de dar un paseo, pero nos contenemos. Tenemos a quien cuidar. Tuve que armar unas muñecas de trapo. Desde ese día revelador hablamos muy poco con Pececita.

Vinimos, como es habitual, para tener mucho sexo, a veces a un ritmo lento, otras rápido, a veces suave, otras fuerte, a veces intercambiamos roles, nada de monotonía, a mí me gustaba que me digan malas palabras y a ella que la trataran como si fuera una niña problemática. A veces corríamos desnudos por los yuyos altos, otras por la madera húmeda del piso de la casa. Cuando nos hartábamos, cuando ya nos dolía el cuerpo merendamos algo y después nos dedicamos a mirar por la ventana.

Bajábamos las miradas desde el dintel descolorido hasta hundirlas en el verde del pasto y en el marrón de la tierra, ese marrón que enturbiaba nuestra satisfecha mirada.

Las demás casas de esta barrio parecían estar habitadas, pero nunca vimos a nadie. Lo único que se movía más rápido que el vaivén de los pastos por el viento eran algunas lagartijas, esas cucarachas grandes y esos lechuzones blancuzcos que se volaban cuando nos acercábamos. Y nuestra única vecina visible, esa mujer encorvada, la vieja bien flaca, con el pelo desgreñado como si los mechones fueran la llama del sol rojizo que era su cara de borracha. Sigue leyendo

El futuro cantado

Hace tiempo recibí un mensaje escrito con signos extraños proveniente de una comunidad del Amazonas.

Nunca lo pude descifrar.

Venía envuelto en una fina tela de color malva.

A veces la huelo.

El olor me guía.

La carta estaba bastante manoseada.

En el sobre decía:

Para vos

Y luego:

Luchando contra el bien y contra el mal.

Eso estaba escrito en inglés.

Recordé que Hegel había dicho que la lucha entre el bien y el mal no era un problema tan grave como la lucha entre el bien y el bien.

Esa fue la última vez que pensé en Hegel.

El mensaje estaba firmado por dos jóvenes que decían pertenecer a una comunidad de hilanderas dedicadas al tejido. No reproduciré sus nombres. Parecían ser mujeres:

De las Hilanderas.

Remataban.

La carta no había sido enviada por correo. Alguien la había deslizado por el umbral de mi puerta.

Yo estaba subido en una silla.

El resto pueden adivinarlo.

Ése fue uno de los milagros que me salvó la vida.

Me recordó los signos que estaban escritos en la puerta del ascensor de mi piso. Alguna chica que escribió tal vez mi inicial y la de ella envuelta en un corazón. Por lo menos, eso parece. Pueden ser la de otros.

Entendí que el mensaje se refería a mi propia lucha entre el bien y el mal.

Tenía algo que hacer, algo que descubrir, me dije.

Pero yo, que había abandonado la carrera de antropología, no era un explorador. Ni siquiera me interesó seguir entre la selva de alumnos.

¿Qué podía hacer con esos signos que no podía descifrar?

Entonces unos días después leí la noticia que revolucionó al mundo.

El futuro está cantado.

La humanidad es capaz de prever parte del futuro, lo que ya saben.

No se puede ver todo, pero sí un retazo de lo que va a ocurrir.

Segundo milagro.

A esa altura, ya había vuelto a mirar la silla y a la viga con cariño porque no sabía qué hacer con la carta.

Los científicos que descubrieron estas imágenes grabadas en el inconsciente eran de nuestro país, cuándo no. ¡Había una razón para creernos más de lo que somos!

La arrogancia argentina, que tantos detestan, venía de algún lugar.

Ahora que vamos dejando de ser se entiende mejor por qué vivíamos arañando las paredes. Por qué todo era tan difícil.

Entendimos porqué los argentinos cruzamos la calle casi siempre mal, por ejemplo.

Estábamos condenados a desaparecer, o mejor, dicho, a fundirnos con otros países.

Apurados pero con razón.

Esa era la punta del iceberg.

Atañe a nuestra sociedad.

Ustedes están al tanto.

El resto resultó ser que  las afecciones psicológicas tenían un motivo concreto.

Y la ansiedad era la que más motivo concreto tenía.

Uno de los posibles futuros, el que se observaba, estaba escrito en nuestra mente y en nuestro tiempo.

¿Cómo no impacientarse en algunos casos?

Yo, que caminaba de un lado para el otro en un apartamento de dos ambientes sin parar, hasta que dejé de hacerlo para subirme a la silla, yo que apenas podía dormir porque me la pasaba leyendo, escribiendo, hasta que un día me acosté y ya no tenía motivos para levantarme, yo que investigaba incansablemente sobre el destino de ciertos pueblos originarios argentinos incluso en sueños, casi un etnógrafo sin matrícula digamos tenía todas las razones del mundo para hacer todas esas cosas.

Delfos, la simpática aplicación más descargada del mundo, me dijo algo que cambiaría mi vida, más o menos como estos científicos cambiaron el mundo con el descubrimiento de que parte del futuro podía leerse.

No sé si estarán de acuerdo con los que quemaron libros, ni con los que los borraron, avergonzados, del espacio virtual, pero es un hecho que la psicología dejó de tener sentido.

El proceso de reconfiguración mental llevará años a la humanidad.

Es gracioso, pero el descubrimiento del futuro semi-previsible paralizó a muchos.

Hay gobiernos que se están desmoronando.

El tiempo no perdona.

Voy reconociendo los senderos.

Incluso los que yo mismo despejo.

Escribo esto desde Iquitos.

En camino de ser el que ya era.

 

por Adrián Gastón Fares, 1 de Marzo de 2019

La más buena. Cuento.

Son muchas las conversaciones que oigo. La mayoría no las escucho porque el ruido de la música está alto y significa un esfuerzo para mí concentrarme en una en particular. En general estoy cruzado de brazos y miro el culo lindo de María al darse vuelta para buscar los vasos y servir la cerveza tirada. Por lo general, no tengo que arrastrar a nadie hasta la puerta. Por lo general: a veces dos imbéciles se empujan sin querer y empiezan una pelea de borrachos y ahí me tengo que despegar de mi lugar. También lo dejo para ayudar a levantar las sillas a las doce, es el horario en que dejan de servir comida los de la cocina y el bar se convierte en una pista de baile. Era un poco después de las doce cuando el grupo de tres chicas se detuvo cerca de mí para tomar sus tragos. Dos chicos estaban pidiendo pintas en la barra. Pude apreciar otra vez el culo de María. Los dos chicos se pararon cerca de las chicas, como centinelas, aunque había más lugar atrás. Uno de los pibes era alto, atlético, el otro bajo y atlético también. En cuanto a las chicas, dos eran morochas de la misma altura y la tercera era castaña, de ojos claros, cara afilada. Parecía no tener tetas. Las morochas, más que nada una, tenía un escote bien relleno. Estaba tranquilo, relajado, me suelo tomar dos miligramos de clonazepam para aguantar más tiempo sin fumar.  Mientras un cliente esperaba, yo miraba el culo de María, en general miro el culo de María muchas veces por noche. El pibe alto se acercó a las chicas.

—Son todas muy lindas —dijo—. Pero: ¿cuál será la más buena?

Todas sonrieron menos la castaña, que miraba el piso. Las morochas señalaron a su amiga y dijeron al unísono “Ella”. El pibe se acercó a la chica que estaba apoyada en la pared.

—¿En serio?

—No soy buena.

—¿Qué estudias?

—¿Qué te importa?

—Dale, ¿contame que estudias?

—Veterinaria.

—¡Qué bueno! Yo tengo una gata.

—¿Y cómo se llama?

—Berta.

—¿Cómo? —. La chica levantó la voz.

—Berta—. El chico habló más alto. Tosió. Tomó un trago de la cerveza.

—Qué nombre.

—Sí, es una siamesa.

—Son lindas las siamesas. Hay siamesas siamesas con poco pelo y siamesas thai.

—Son todas de Tailandia.

—Sí, son todas.

Las amigas hablaban, entre sonrisas y miradas rápidas dirigidas al pibe.

—¿Cómo te llamás?

—Guadalupe.

—Lindo nombre.

—¿Y vos?

—Guillermo… ¿Y, es verdad?

—¿Qué cosa es verdad?

—¿Qué sos buena persona?

—No soy buena te dije —dijo Guadalupe mirando el piso.

—Pareces buena —dijo Guillermo.

—No tengo ganas de seguir.

—¿No tenés ganas de seguir…?

—Hablando.

—¿Por qué, qué te pasa? —preguntó Guillermo.

—Me separé hace poco. Estoy triste.

—Yo también me separé hace poco.

Guadalupe levantó la mirada.

—Y también estoy triste —agregó Guillermo.

—No se nota.

—¿Querés un poco? —. Guillermo le ofreció su vaso a Guadalupe. Ella asintió y tomó dos sorbos de cerveza. Miré el culo de María, mi trabajo estaba lleno ya a esas horas.

–Qué te parece si salimos de acá —dijo Guadalupe—. No aguanto más el reggaetón.

–Yo tampoco —. Guillermo miró a su amigo—. Dale, vamos.

Guillermo se acercó a su amigo. Intercambiaron algunas palabras. El amigo se acercó a las otras dos chicas. Se puso a hablar con ellas mientras los tres miraban a Guillermo y a la supuesta chica buena que enfilaban para la salida.

—Buena onda tu amigo —dijo una de las morochas.

—Sí, es muy simpático.

—Y eligió a Guada, que es muy particular.

—¿Por qué es particular?

—¿Guada? Es particular. Es… distinta.

—Tu amigo se habrá dado cuenta—dijo la otra chica.

—¿Cuenta de qué? ¿Distinta cómo?

Las chicas se rieron.

—Entonces si no te dijo nada no se dio cuenta —dijo una.

—¿De qué se tenía que dar cuenta? —preguntó el pibe.

Las chicas intercambiaron miradas cómplices.

—… De nada…

—¿Quieren un poco de cerveza? —dijo el pibe y le pasó el vaso a la que estaba más cerca.

El pibe se rió fuerte.

—¿No es una chica?

—No —dijo la chica que recibía el vaso de la otra.

–Yo no me di cuenta, tampoco. Parece una chica.

–Pero no es —dijo la otra.

—Es… ¿un traba?

Las dos chicas se miraron y sonrieron. Las dos estaban vestidas de negro y tenían tatuajes en las muñecas. No sé qué dibujo tenían, porque los vi de refilón mientras tomaban sus sorbos de cerveza.

—No —dijo una, la más tetona.

—¿Y qué es entonces? —preguntó el pibe.

–No es un traba, sólo eso.

El pibe miró hacia la puerta de salida.

—Y si no es un traba y tampoco es una chica… ¡¿qué es?!

—No te podemos decir.

—Como no me van a poder decir. No jodan… ¿QUÉ ES?

—No te podemos decir, pensamos que tu amigo se dio cuenta —repitió la otra.

El pibe las miró a las dos. Asintió y tomó otro sorbo de cerveza. Las dos chicas hablaban entre ellas. El pibe abrió la boca para decir algo.

—Perdón—dijo la tetona.

Las chicas se fueron para el fondo del boliche. El pibe me clavó la mirada. Yo hice como que no lo veía. Me fue fácil porque María otra vez se volteaba para ir a buscar un vaso.

 

Por Adrián Gastón Fares

 

Lo que algunos no quieren contar. Cuento.

Luego de estrenar, digamos, Los cara cambiante, vuelvo a publicar Lo que algunos no quieren contar para los que todavía no lo descubrieron.

En la ciudad, todas las noches me sentaba con mi hija y mi mujer a la mesa del comedor. Por eso el bosque. Quise aislarme de todo, como tantos otros. Elegí un lugar de la Patagonia, apacible pero ventoso, entre los árboles. En el tejado de la cabaña había una veleta de metal, con la rosa de los vientos, coronada por un pez.

Había comprado el terreno, que venía con la cabaña y una plantación de arándanos. Todo por poca plata. Según la inmobiliaria, el dueño era un viejo, alcohólico. El dinero iría a los nietos. Me habían ocultado que se había ahorcado en uno de los árboles, el más alto. Pronto me lo contaron en el pueblo. Me daba lo mismo.

Dejé que los arándanos crecieran salvajes. Los juntaba en diciembre, en mi gorra, arrancando al fruto a lo bestia, sin el cuidado que hay que tener al cosecharlos, que en este caso sería hacerlos girar lentamente para desprenderlos del tallo, sin arruinar la capa de protección. Pero yo era como un duende entre los arbustos, los recogía a las corridas, y los comía en mi casa de merienda o a la noche ya congelados.

Enfrentaba el fin del día extasiado ante la contemplación de las aves, de los quises andinos, de las liebres que se cruzaban al atardecer como si el mundo estuviera a un minuto de acabarse y algo ominoso viniera a ocurrir, que nunca era más que la simple noche.

Pero un día fue más que eso. Coincidió con el aniversario de la muerte del viejo. O por lo menos, yo me creo eso.

Me levanté, abrí la puerta de la casa y salí. Caminé automáticamente y sorteé el gran pino sin darme cuenta que ese árbol siempre estuvo en línea recta a la ventana. No a la puerta. Llegué a la cascada pequeña y me senté a fumar, lloré dos o tres lágrimas, porque el lugar era tan bello y yo había sufrido tanto, que estar ahí significaba mucho para mí. Sabía que hay que llorar sí, pero hay que llorar poco porque si no uno no para. Y el agua que fluía entre las piedras me recordó eso.

Volví caminando sin mirar a los costados, como un autómata cansado porque llorar, aunque sea un poco, cansa. Aunque sabía que en ese lugar debía estar una de las ventanas, entré por la puerta y fui directo a tirarme en la cama. Al rato, subí al techo de la cabaña, saqué la veleta y la ubiqué cerca del pino. La punta señalaba el norte.

Tomé bastante vino. A la medianoche salí, miré las estrellas, para mí, acostumbrado a la ciudad, el paraíso estaba en el cielo. Ese cielo, las ramas mecidas por el viento. Me gustaba esa imagen pero el viento nunca me gustó. Me molestaba.

Bajé la cabeza porque tenía una necesidad imperiosa de orinar. Así que me fui hasta el pino y rocié el suelo. Pero al terminar, me di cuenta que el árbol no estaba ahí. Había meado en la maleza. En frente no tenía nada. Me volví y noté que la casa estaba en su posición inicial. Caminé hasta el pino y la veleta. Seguía señalando el norte.

Esa noche dormí profundo, sin pesadillas, y al otro día me propuse ir al pueblo a comprar provisiones. Abrí la puerta, caminé y di con el arroyo. Me di vuelta para mirar la cabaña y la puerta estaba ahí, donde debía haber estado la pared del dormitorio.

Enmendé el trayecto, salí por la entrada de mi terreno hacia el almacén del alemán. Compré pan, fiambre, café y cigarrillos. Retorné, rodeé el terreno y me metí adentro. La que rotaba era la casa y no el terreno, me dije, como si ya no me asombrara.

Salí a orinar esa noche, estaba bastante borracho otra vez, y me di cuenta que estaba salpicando la rueda de mi camioneta. La dejaba en el fondo, detrás del porche, así que la casa había rotado otra vez.

El cielo encandilaba. La luna hipnotizaba. Las ramas de los árboles murmuraban.

Volví a la casa y dormí hasta bien avanzado el día siguiente. Estaba triste porque quería tranquilidad, me había alejado del mundo por sus inconsistencias, sus coincidencias infundadas, y ahora esto, ¿qué quería decir?

A las seis de la tarde del otro día se me dio por dirigirme a lo del alemán. Salí y caminé derecho, di con un cementerio antiguo, el de los galeses. Otra vez la casa me había engañado. Debía estar apuntando al noroeste. No importaba, como un turista más, comí torta con té. Contemplé a una francesa hermosa. Intenté hablarle pero la chica me intimidaba. Me volví a la casa, ya me había olvidado del alemán y lo que quería comprarle.

Entré a la casa. Subí un escalón para sentarme a la mesa del comedor ¿Un escalón? Alrededor de la mesa, el piso se estaba levantando, los bordes del círculo que se estaba formando eran como una rueda dentada.

Pensé que la casa estaba creando una sima, se estaba desenroscando, y que los árboles, mi camioneta, la plantación, serían chupadas por ese agujero que la cabaña estaba creando.

Al otro día salí, me cercioré que la puerta apuntaba donde me dirigía, era así, otra vez la puerta daba a la entrada del terreno, tal como lo compré, así que caminé derecho hasta el almacén del alemán.

Compré querosén, diarios, cerillas y volví lo más rápido que pude.  No tenía nada de valor en la casa. Mis documentos en el bolsillo. Rocié a la cabaña con querosén.

El fuego iluminó la plantación, se disparó una liebre entre los árboles, volaron los murciélagos y rajaron los quises que estaban escondidos entre los troncos cortados. Un resplandor dorado iluminaba la plantación, mi querido pino, el camino de entrada. La casa ardía. En las llamas vi proyectada la imagen de la chica francesa. Me había enamorado como un idiota.

Pero la cabaña giraba. Rápido. Lo hizo hasta desprenderse y dejar el comedor a la vista, la rueda dentada, con la mesa redonda y las sillas.

No me podía sentar en ese lugar. Me recordaba la compañía de mi hija y mi mujer. Pero no tenía otra, me dirigí a la plataforma, la cabeza plana del tornillo, que era lo único que había dejado el fuego, salté, y tuve el valor de correr una silla y apoyar el culo ahí.

Seguía rotando. Vi a la veleta, al árbol, a la plantación de arándanos, a la luna llena, al arroyo, vi la tierra, intuí que la casa me había propuesto todos los días un camino nuevo. Ahora mi musa era una extranjera, la chica francesa que había conocido por seguir el trayecto que la puerta de la casa me sugería. Sentado en el trono hogareño pero descubierto que la cabaña me ofrecía, mientras todo seguía girando, vi raíces, hormigueros, lombrices, bichos bolitas, rocas doradas y finalmente, una multitud de ojos azules brillantes comenzó a rodearme, mientras me sacudía la tierra de la cabeza.

Me agarré de las raíces, comencé a escalar, ya había hecho palestra en la ciudad, era rápido, vi como la plataforma con las sillas y las mesas se hundía, salí del agujero como un muerto viviente, nevaba y yo estaba de pie en la sima que había sido la cabaña, exultante y cansado.

En el escape, en la corrida, un cuerpo blando me golpeó el hombro, justo a la altura del pino. Supe que era el cadáver del viejo, el antiguo dueño. Escuché risas y seguí corriendo, hasta que dejé a las arándanos, la tranquera, el terreno, todo, atrás.

 

por Adrián Gastón Fares

Los cara cambiante.

Es poco sabido pero los escritores argentinos que escribieron los primeros relatos fantásticos en el siglo XIX se autocensuraron por el contexto de la época y dejaron las historias más frescas y jugosas en los hoteles donde se alojaban, en sus casas de campo, pensiones, etcétera. Tal es el caso de Juana Manuela Gorriti, quien dejó olvidados varios relatos en un desaparecido hotel del microcentro porteño.

La paradoja es que también eran jesuitas los que escribían relatos fantásticos. Es una paradoja sostenida, ya que en la última Ventana Sur, cuando di una charla sobre la película que estoy realizando, dije en broma que me parecía gracioso que una charla de cine fantástico estuviéramos rodeados de cruces. El mercado de cine fantástico Blood Window se emplaza en el corazón de la Universidad Católica Argentina. Los curas y los demonios siempre estuvieron cerca. Por otro lado, hay un libro de Fernando Peña, que fue mi profesor en la Universidad de Buenos Aires, que cuenta como era un padre jesuita el que traía de sus viajes las copias de Drácula, y otras películas menos apreciadas, que eran programadas en las formadoras tardes del Sábado de Super Acción de Telefé (por algo el canal se llama Tele, aún hoy en día) y ciclos parecidos, que evitaron que murieran de aburrimiento muchos niños de mi generación. Tal vez el cine argentino hubiera arrancado con otras historias sobrenaturales si se hubieran encontrado estos primeros relatos más osados que los publicados. Los primeros esfuerzos, alejados de la simple tarea milenaria de contar un cuento que asuste, dedicados a acercarse a lo extraño en la hoja impresa, a lo conocido pero no sabido, son pocos en este país en los inicios de la narrativa, pocos y, lo que es peor, de resultados poco inspiradores. Tal vez sean más interesante la historia de cómo fueron escritos que lo que contienen. Como es el caso de los de Manuela Gorriti. Hay un aura de lo que pudo ser y no fue, como un amor malgastado, en los cuentos publicados de esta mujer, y en los de otros escritores.

Por suerte, para no desesperar, a veces aparecen cuentos inéditos y alimentan la raquítica literatura fantástica argentina de mediados del siglo XIX. En la mente cansada de libreros y la chispeante de otros autores se refugiaron estos relatos leídos tras ser descubiertos en cajones con doble fondo y en algunos armarios olvidados.

No siguen las reglas que Poe propuso para los cuentos. Tampoco las que rompieron el resto de los narradores para ajustarse a sus monólogos internos. No todos quieren crear un efecto perdurable. No buscan el efímero placer de las palabras bien elegidas. Su contenido y ciertamente no su forma son bastante notables. Y lo que cuentan, se dice, no es inventado. Son hechos que sucedieron y que hoy en día estarían escondidos en los rincones más oscuros de la Fosa de las Marianas. No hablo del océano pacífico, sino de un lugar impenetrable, no se sabe si real o no, de la Deep Web o Red Oscura.

Tuve la suerte de encontrar en un hotel de la costa, en Mar del Plata, un cuaderno con cuentos superiores a la producción narrativa que correspondía a aquella época. Los cuentos me sorprendieron por su estilo pero más que nada por su contenido. Pertenecían a una escritora. En esa época, como casi siempre, las escritoras eran de una clase social privilegiada. No era fácil que los hombres te dejaran tomar un bocado.

Casualmente hoy en día protegen esos cuentos, en su mayoría por mujeres, un círculo de escritores que conocen su existencia pero prefieren que permanezcan ocultos para siempre. El Argentum Hermeticum Fantástico es un breviario interesante que solamente circula en grupos reducidos de amantes de lo extraño. La hermandad, algunos alcohólicos, otros sedientos de poder, protege con cuidado la entrada a ese mundo que pondría en jaque cualquier teoría de evolución literaria.

En el Argentum Hermeticum existen muchos cuentos que señalan la costa atlántica, o la costa, como la llamamos, como un lugar plagado de hechos increíbles y entidades de otras dimensiones o directamente diabólicas. Antes era la pampa a secas que terminó siendo el Allá lejos y hace tiempo, donde tal vez esté sugerido, de pasada, un buen relato fantástico.

El siguiente relato, si bien no pertenece a ese cuerpo hermético del que sólo he leído algunos cuentos porque los escritores no lo dejan tocar, lo escuché de primera mano de un conocido. Pero al enterarme de los cuentos que señalan el lugar cercano al mar, cuyos caracoles eran más grandes y sonoros en la época de los primeros narradores argentinos, como establecimiento de entidades sobrenaturales, no puedo más que escribirlo como otra anécdota que podría reposar en esas hojas amarillas, conquistadas por las pulgas y comidas por las ratas.

Mi conocido estaba de vacaciones en el partido de la costa atlántica bonaerense, en la localidad X, no diré cuál, no quiero que los alquileres bajen de precio y las casas se devalúen, ni que ocurra lo contrario por culpa de exponer esta historia. La literatura nunca modificó la economía y este tampoco será el caso.

Cuando se cierran las sombrillas, se devuelve la arena a los agujeros que sirven para que las mismas no se vuelen y terminen clavadas en la garganta de algún desprevenido, como ya ha ocurrido, cuando todo vuelve a ser normal, cuando nos rascamos la arena de los dedos de los pies, pensamos qué haremos al alejarnos del mar.

Lo común es comprar algo, la playa da hambre, mucho, y más si uno se zambulle al mar, uno inconscientemente siempre hace fuerza para que el mar no lo arrastre, aunque a veces la tranquilidad está en mirar el sol mientras flotamos, esa paz que se pierde a la vuelta, cuando volvemos al departamento, a la casa, al hotel, a la carpa. Qué placer meterse al mar en la mañana donde el mar de aquí parece otro mar que luego se transforma a la tarde de la peor manera posible.

Pero sigamos sin opiniones personales. A mi conocido no le gustaban las ferias hippies, las calles céntricas, las caracolas con vírgenes que predicen el tiempo según sus colores,  los libros que parecen haber sido lanzados desde mediados del siglo pasado por una embarcación a punto de naufragar a las librerías de saldos, y ninguna de las alternativas que la noche de la costa puede brindar, que no sea mirar las estrellas, reposar, leer, dormir o preparar un asado.

Mi conocido solo pensaba en retornar a su departamento con su mujer. A sus años, que no eran pocos, ya estaba acostumbrado a la dinámica de la costa, de la playa, de las sombrillas, de las banderas que señalan el mar peligroso o inofensivo.

Mientras arrastraba la sombrilla a sus espaldas como si fuera un pequeño cohete inútil, pensó que lo más aventurero sería volver a su transitorio hogar por una calle no habitual poco transitada, que no le hiciera recordar que otros volvían como él de la playa con sus cohetes inútiles en sus espaldas. Dobló por la costanera y enfrentó una calle no tan arbolada como él hubiera deseado, pero desierta.

A la mitad de su caminata, entre tantos chalet californianos,mi conocido tropezó con un desnivel en la vereda de uno de ellos. Se rompió la cara. La sangre brotó de su frente. Su mejor pegó un grito.

Mientras eran observados, sin saberlo, por una pareja como ellos, pero cuyos integrantes eran más jóvenes, un hombre y una mujer que estaban sentados plácidamente en la pared baja del jardín delantero.

Lo próximo que recuerda mi conocido es el agua cayendo en su cabeza en la pileta de los testigos de su accidente y los dueños de la casa. Cuando giró la cabeza en el lavabo para observarlos de perfil, en el baño, los rasgos faciales de la pareja se deformaron con una pequeña latencia para convertirse en saturninos semblantes con ofídicas pupilas que lo miraban con fijeza.

Por lo tanto, mi conocido trató de salir rajando del lugar cuanto antes, dejando en claro que el golpe no le había causado nada grave. De hecho, la herida le dolía y mucho me confesó. Volvió a su casa con la frente tan hinchada y la nariz algo partida.

A la noche, en su habitación, mi conocido le dijo a su mujer que si bien era el deber de la pareja ayudarlo porque la vereda peligrosa era de la propiedad de ellos, en verdad habían sido muy amables en dejarlo entrar en su baño, y socorrerlo con una venda y el agua.

Pero antes de dormirse recordó el detalle alarmante: los ojos de los integrantes de la pareja se habían transformado frente a él. ¿Por qué? Esas cosas no pasaban.

Decidió retornar al otro día a la casa de sus auxiliadores para regalarles una caja de alfajores y verlos otra vez para cerciorarse de que no tuvieran una cara cambiante.

El chalet brillaba bajo el sol, ya que era la hora de estar en la playa. Mi conocido era consciente de que había sido una accidente agradable; la excusa perfecta para armar otro plan que no sea ir a la playa con su esposa.

Con la caja de alfajores en un brazo, golpeó la puerta con el otro y esperó. Nada.

Oyó un crujido, una especie de respiración jadeante que provenía de adentro, y pensó que tal vez los dueños de la casa estuviesen haciendo algo que parecía más humano que ellos. Eso lo calmó un poco y dio media vuelta, volvió sobre su paso, con la idea de comerse los alfajores a la noche con un café, después de todo, eran ricos, los más ricos de ese paraje de la costa atlántica.

Entonces sintió un escalofrío a sus espaldas.

La puerta de entrada bajo la galería exterior se estaba abriendo sola. Escuchó el sonido inconfundible de la oportunidad, el aire fresco que venía de adentro de esa casa golpeó su cuello, y supo que la puerta se abría para que él entrara al vestíbulo.

Era un vestíbulo de casa de inmigrante italiano, con dos sillones enfrentados y una mesita en el medio, como si pasaran los antiguos dueños la tarde ahí esperando una visita o levantándose, apoyados en su andador, para mirar a la calle a través de los sucios cristales de sus ventanas.

Primero, creyó que estaba vacío. Que no había nadie en esa habitación de la casa en la que no había reparado el día anterior.

Pero no era así, la pareja estaba sentada en los antiguos y duros sillones, rígidos, como si fueran autómatas, perdidos en los sueños que sugerían sus ojos cerrados. Sus manos estaban cerradas en sus regazos como en una plegaria. Enfrentados, cada uno en su pequeño sillón, la pareja parecía más separada que nunca.

Mi conocido tosió dos veces. Los ojos de sus auxiliadores se abrieron sin apuro, lentamente y se clavaron cada uno a su turno, primero los de la mujer, luego el del hombre, en los suyos. El sol se apagó detrás de la espalda de mi conocido en cuanto la pareja despertó de su trance. El día se volvió gris.  Comenzó a llover.

Mi conocido entregó la caja de alfajores a la mujer, que la recibió con unas manos de uñas largas y grises, demasiado largas y demasiado grises. Intentó conversar con ellos para saber si eran turistas o residentes pero se mostraron reticentes y molestos. Y cada tanto los dos bañaban sus labios con la saliva de sus lenguas. Por lo tanto mi conocido, en ese momento recordó que en el baño había notado lo mismo el día anterior mientras su sangre se mezclaba con el agua de la canilla del lavabo. Entonces, si bien los ojos no eran ofídicos como lo recordaba, mi conocido se dio cuenta que los habitantes de la casa tenían una cara cambiante, bastante difícil de clasificar. No podía asimilar las facciones. Eso lo hizo zozobrar, como si estuviera en el borde de la terraza de una casa, en vez de en la costa atlántica en la casa de unos posibles turistas extraños.

Al otro día, mi conocido decidió volver a la playa cuanto antes y seguir el recorrido por el que había terminado en el suelo de una vereda dos días atrás.

Su esposa lo acompañó, preocupada por lo salud mental de su compañero. La noche anterior había hablado de más. De cosas negativas. Le molestaba a ella cuando él se ponía tan serio y negativo. En general, discutían por ese tema. En realidad la que percibía lo negativo era ella, para él no eran negativas si no relatos que le gustaba contar para no aburrirse y jugar con las emociones. Después de todo, a mi conocido, como los primeros relatores de lo fantástico, le encantaba contar historias, y no todas podían ser alegres.

A la altura de la casa tuvo que bajar el cordón de la vereda y alejarse de la misma para observarlo todo desde el medio de la calle.

Había un cartel grande que decía: En Venta. Y tenía una pegatina cruzada que decía Vendida. Las puertas estaban cruzadas por maderas nuevas. Las ventanas también. El pasto había crecido por la lluvia del día anterior. Estaba demasiado alto. Le pareció que el día anterior la casa no estaba en venta. Su esposa opinó que tal vez estaban tan preocupados por el golpe que se dio que simplemente no lo habían notado.

Lo cierto era que de un día para el otro, los ocupantes se habían marchado a otras playas, a otras ciudades, vaya saber. Mi conocido jamás podría reconocerlos pero me aseguró que no eran gente ordinaria, que ni siquiera eran gente, que podían ser otro tipo de seres en los que nunca había creído del todo. Y que para que nadie sospechara nada extraño, habían agregado ese cartel que decía En Venta y Vendido a la vez. Después de todo, la gente de ese lugar está acostumbrada a una subsistencia inexplicable para ellos mismos si se les pregunta bien, y cada vez más, a la gente para ellos rara de la ciudad que escapa del bullicio para establecerse cerca del mar.

Este subgénero del cuento fantástico, que llamaré de los cara cambiante, se repite en algunos relatos que encontré en las narraciones de los primeros cuentistas argentinos, donde yace inexplorada el esplendor de la verdadera narrativa del cuento sobrenatural argentino del siglo XIX.

 

por Adrián Gastón Fares, 27 de Enero de 2019.

 

El vendedor de tiempo

Hasta sacar turno fue difícil. Tuve que armarme de paciencia para aguantar hasta ese día y de tesón para sentarme en una silla frente a su mesa en el bar. Había que traspasar a un grupo de sindicalistas que estaban buscando al manosanta para que les augurara el resultado de las elecciones del año próximo. Como el augurio no era favorable para ellos intentaban sobornarlo para que realice un gualicho político. En vano porque el manosanta tenía más guardaespaldas diseminados por el bar que el líder sindical.

Lograron echar a los sindicalistas y logré sentarme frente al gurú. Sin vueltas, le dije que necesitaba comprar tiempo. Alisó su barba, bebió un trago de moscato y respondió que eso salía caro.

–¿Cuánto?–pregunté.

–Todo el dinero que tengas.

–Ahora tengo mil pesos.

–Dame los mil pesos.

Los tomó y se los entregó a un niño que lo secundaba.

–Para los fichines–le dijo.

–¿Y?–pregunté.

–Dije todo tu dinero. Eso es un vuelto que tenías en el bolsillo.

–No tengo más–aclaré.

–Entonces nada.

Me alejé y en un rapto de locura giré otra vez hacia la mesa que ocupaba el gurú en ese bar notable del centro de Buenos Aires. A su lado había un hombre con anteojos con lentillas de un brillo rojizo.

–Ok, te voy a dar mi casa.

–¿Tu auto?–preguntó el gurú.

–Mi auto también.

Extendió un contrato que firmé sin mirar.

–¿Y ahora?–pregunté.

–¿Vos querés tiempo, no? ¿Por qué lo querés?

–Estoy enfermo. Necesito un año para termina una tesis.

Los acompañantes del gurú comenzaron a reírse en ese típico bar de Buenos Aires. Estaban realizando otras tareas pero parecían estar atentos a nuestra conversación. Hasta el jamón que colgaba del techo parecía haber cobrado vida y temblaba por el estruendo de las risas. El gurú dejó de reír y señaló al hombre de  anteojos rojizos.

–Preguntale.

–¿De qué es la tesis?–se dirigió a mí el de gafas.

–Es una investigación sobre las diferentes especies humanas que conviven en la actualidad. Sabían que los Nearderthales llegaron a convivir con los Homo Sapiens, ¿no? Incluso parece ser que los extinguieron. Estoy estudiando distintos cerebros donados a la ciencia.

–Qué lindo ¿Y necesitás un año para eso?

–Mínimo–respondí.

–¿Cuánto te queda?

–¿De vida? Como mucho seis meses.

–Bueno–leyó el contrato.– Alejandro Heredia te presento a Gustavito.

Gustavito se sacó las gafas rojizas. Tenía lentes de contactos claros que contrastaban con su piel morena. Por lo demás, parecía un ex boxeador. El gurú preguntó.

–Ahora, ¿cuánto le queda de tiempo a Alejandro, Gustavito?

–¿Para terminar su investigación y escribir la tesis?–inquirió Gustavito.

–Así es, maestro–dijo el gurú.

–Un mes.

Enloquecí. En un mes no podría escribir ni diez páginas de mi tesis, ni mucho menos reunir los datos y hacer los experimentos necesarios.

–Necesito más tiempo, no menos–contesté subrayando la palabra más.

–¿Tenía un mes no, Gustavito?

–Tiene un mes–contestó el gurú.

–¿Y si no lo termino en un mes?–pregunté.

Gustavito abrió un cajón de la mesa, extrajo una pistola y la apoyo en la madera gastada de la mesa.

–Ya está cargada. En menos de un mes te va a encontrar.

–¿Un mes?

–Sabés que, Gustavito, ya que insiste, vamos a darle treinta días corridos ¿Te parece, justo?

–A ella le parece justo–dijo Gustavito sus ojos azules clavados en el frío metal de la pistola.

–¿Y a vos?–preguntó el gurú.

–Treinta días corridos me parece más que necesario.

–¡Son unos estafadore!–grité.

Aquel manosanta era mi último recurso. Había llegado a él por un editor de ciencia ficción, un gran amigo, que me lo había recomendado como la única solución a mi problema. Como yo estaba descubriendo información sobre el ser humano que me parecía increíble hasta el momento, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de ganar tiempo para terminar mi trabajo científico. Según mi amigo editor, el gurú había encontrado la manera de manipular el tiempo a gusto.

–Ni en un año y medio podría terminar este trabajo–expliqué.

–Veinticinco días corridos tenés ahora–murmuró Gustavito.

–Veinticinco días corridos–repitió el gurú.

Gustavito tomó una agenda barata, marcó una fecha del mes en que estábamos, y me la entregó. Luego acarició el arma.

–Ese día ella y yo vamos a dar un paseo. Hasta donde quieras que estés.

Tragué saliva.

Así fue que compré el tiempo para terminar mi tesis. Como verán si estoy escribiendo esto es que me sobraron unos cuantos días de ocio luego de finalizar el trabajo. Antes de dejar a Gustavito y de volverlo a ver recién el día que disparó tres tiros contra el cristal de la ventana de mi apartamento, el día en que tuve que escapar y buscarme un hotel para escribir las últimas veinte páginas de la tesis, antes de entregarla a mi editor, el gurú preguntó:

–¿Vos querías comprar tiempo, no?

–Sí, pero pensé…–balbuceé.

–El dinero es para tu sicario–dijo el gurú, mirando de reojo a Gustavito

Y agregó:

–El tiempo es tuyo.

Por Adrián Gastón Fares

El hombre sin cara. Cuento.

Un hombre sin rasgos faciales nació en el barrio de Once de Buenos Aires. Los médicos que lo extrajeron del cuerpo de su madre le advirtieron a ella que no tenía rasgos faciales, pero aclararon que gracias a Dios tenía todos los sentidos intactos. El niño había llorado y todo, luego de un minuto, ya que a través de los poros de su pielcita, salió disparada una nube de vapor, como si algo hubiera activado un rociador, que se esparció por toda la sala de la clínica.

Según el médico su verdadera cara estaba debajo de gruesos pliegues de lampiña piel, pero de alguna manera la información visual y auditiva, que son las más importantes para los humanos, ya que el olfato no parece muy útil, llegaba al cerebro, que estaba en algún lugar de esa cabeza que parecía un huevo rosáceo.

Cuando llegó el momento de pasear con el cochecito de bebé, la madre le dibujó antes con un marcador indeleble unos ojos, una nariz y una boca. El padre retocó un poco el dibujo de la madre y los dos quedaron muy contentos con el resultado. La gente quedó encantada con el resultado en la calle. Le sonreían y hasta lo acariciaban.

Aprendió a mover los rasgos como pudo y en la escuela, haciendo mucho esfuerzo, pudo estirar tanto la parte inferior del huevo que tenía de cara, lo que hubiera sido su mentón, que logró separar una hendidura parecida a una boca, justo donde tenía la boca dibujada. El tiempo pasó y el hombre sin cara creció y pasó como uno más entre los pares, salvo algunas bromas de los pocos que podían darse cuenta que su cara era un dibujo. Durante el colegio secundario el acné revistió la piel de donde hubiera ido el rostro de cráteres y eso ayudó a que otros se sintieran identificado con él. Después de todo, las caras están en proceso de erupción en esos años.

Con el tiempo, después de graduarse en Bellas Artes, el hombre sin cara se convirtió en un intérprete excepcional, aprendió a recitar obras de teatro clásicas de memoria, escribió las suyas, fue premiado, elogiado, e incluso ganó algo de dinero. Tenía ese don de contorsionista en su cara. Era un experto en la imitación. Y no sólo eso, a veces lograba transmitir estados de ánimos jamás experimentados por el público ya que podía plegar la piel de una manera nunca antes apreciada por los espectadores de teatro.

En ese momento, en la cresta de la ola de su popularidad, consiguió enamorar a una chica que con el tiempo se convirtió en su pareja. La misma chica lloró ante las menciones y premios colgados en las paredes del apartamento del hombre sin cara, donde vivía solo, con varios espejos, desde que se había mudado de su Once natal. El hombre sin cara no entendía por qué la chica había llorado, porque a él parecía irle bien.

Al poco tiempo el dinero no alcazaba. Y el hombre sin cara malgastaba en miles de lapiceras y marcadores de tinta indeleble su desequilibrada fortuna. Un primo lejano lo ayudaba en secreto económicamente y eso bastaba a esa familia para mantener la ilusión de que no habían tenido un hijo sin cara. Pero la chica ya no toleraba la situación y la gente decía que había que tener un futuro, que debía tener un PLAN B el hombre sin cara, y hacía rato que el hombre sin cara no quería hacer otra cosa que dibujar, escribir, actuar e incluso bailar; todo lo cual estaba escrito en la obra de teatro que quería presentar cuanto antes.

Así y todo, por esa época la pareja decidió festejar su unión espiritual, ya que la física no paraban de festejarla, y si bien no eligieron casarse, hicieron una fiesta en el apartamento de la suegra del hombre sin cara. Para la fiesta, fue invitado un familiar, el primo lejano que era una especie de mecenas de nuestro protagonista, que había crecido con el hombre sin cara, que había visto a los progenitores del mismo pintarle las facciones, porque era de esos hombres que siempre están en el momento justo y en lugar indicado para influir en la vida de los demás.

Es más, se vistió de lujo para la ocasión, él que era sucio y vulgar, y llevó un sombrero de vaquero, que le daba un aire de patriarca superado. Una mirada del primo lejano dejaba sin valor la de los padres del hombre sin cara. El brillo de esos ojos sagaces y resentidos era capaz de convencer al mundo de que nunca se habían destrenzado los continentes. El amor nunca tuvo un contrincante tan entrenado, tan erguido, tan lastimado como para clamar venganza.

El hombre sin cara, en la terraza donde se festejaba la unión de los amantes, se quejó de que faltaba vino para el festejo, algo de lo que se iba a encargar el primo lejano, incluso había dicho que su finalidad era alegrar la fiesta con los vinos que él mismo producía. El primo dijo, tomándose la punta de su sombrero.

–No tenés cara para decirme esto. No tenés cara.

El hombre sin cara no sabía que contestar. Empezó a sentir un remolino ardiente que nació en su estómago y subió hasta su pecho. Él había hecho las cosas bien, él había administrado las cosas para que ahora estuviera a punto de cumplir y realizar su gran obra. Las sumas que enviaba el primo lejano eran una limosna. Y hasta él había trabajado en sus viñedos al principio sin paga. Pero el primo lejano repitió.

–No tenés cara.

En ese momento el padrastro de la pareja del hombre sin cara se miró con su esposa y todos bajaron la cabeza, desilusionados del hombre con cabeza de huevo.

Unos días después, cuando seguía preparando una obra de teatro que se llamaba El hombre sin cara, el cielo ennegreció y se desató una tormenta, El hombre sin cara estaba ensayando en un galpón que había convertido en sala y se dio cuenta que era el cumpleaños de su querida y debía pasar por la florería. Olvidó su paraguas. La lluvia fue tan fuerte que borró las facciones que tenía dibujadas. Fue tanta el agua que cayó, y tan lacerante, que llegó a borrar incluso las que habían dibujado sus padres. La ciudad se inundó de agua y el semblante del hombre sin cara de tinta.

Las cejas se despintaron, cayeron sobre la nariz en una mancha que ya no tenía límites claros, la nariz se desparramó sobre lo que hubieran sido sus mejillas como si fueran los redondeles rojos de un payaso, y la boca cayó hasta la punta del huevo que debería haber sido su mentón. Aún así llegó a comprar el ramillete de flores para festejar el cumpleaños de su pareja.

Así que entró en su apartamento con las rosas y su pareja empezó a gritar. En vez de decirle que su cara se había desfigurado por el agua, le tiró un trapo y dijo que no podía seguir en la situación en que estaban. También le dejó en claro que era una maldición para sus padres, y para su primo lejano sin dudas, y que evidentemente tenía serios problemas psicológicos que había tratado de advertirle que fueran enmendados. El hombre sin cara sabía que tenía algunos problemas por no haber tenido cara, pero no eran nada comparables a los que tenían los demás. No había manera de explicar su vida.

El hombre sin cara terminó llorando y temblando en su apartamento frente a su pareja que le anunció que lo abandonaba y que se iba bien lejos porque su madre había comprado un pasaje para llevársela de viaje y alejarlo de él lo más rápido posible.

Solo en la casa, el hombre sin cara fue a una caja de madera que tenía en el placard, la abrió y sacó el certificado de hombre sin cara que le habían expedido el estado argentino hacía muy poco tiempo, mientras conocía a la que ahora era su ex pareja. No era el único, pero otros simplemente tenían un huevo en vez de cara, y desde niños andaban así, con una tez oscura, a veces con llagas de restregarla contra la pared para tratar de sentir algo de forma directa, otras veces bronceada por el sol, cuando elegían vivir alejados de la sociedad. Sabía que algunos sentían tanto que elegían esconder la cara en algún armario.

Con el certificado de hombre sin cara, y sin parar de llorar, el hombre se dirigió a la cocina, abrió la hornalla y quemó el certificado, que incluso le había sido entregado por su querida cuando llegó por correo. Luego tomó el jabón blanco de lavar la ropa, fue al baño y comenzó a lavarse la cara, hasta que no quedó ni las cicatrices de las repetidas manchas que había dibujado su madre hace tantos años, y las que él había vuelto a marcar tantas veces con ahínco; las que parecían ojos, una nariz y una diminuta boca, que él mismo había aprendido a fruncir haciendo esfuerzos desmedidos, como el mejor contorsionista, se fueron alisando y la cara quedó casi como un huevo rosado, enrojecido en su totalidad ahora y no sólo en algunas partes por la fricción del jabón y la de sus propias manos. El huevo que tenía de cara parecía ahora un gran ojo restregado.

Fue a una psicóloga, de ascendencia griega, que le dijo, como si fuera el mismo Zeus, que nadie debía quererlo si no quería estar con un hombre sin cara. No era una obligación que su ex pareja lo quisiera; con eso pareció estar descubriendo América la mujer. Luego fue a otro que le dijo que el mundo era injusto. Y que él debía ser descendiente de los primeros homínidos fallidos, esos que relataba el Popol Vuh, con caras yermas como la suya.

Desesperado, visitó a un homeópata que le dijo que tomando unas gotitas de un líquido podría empezar a recuperar sus rasgos. Todos los defectos del hombre sin cara que no tenían que ver con no tener rostro comenzaron a agigantarse ante él como terribles pesadillas que se proyectaban en la pared desnuda del apartamento donde vivía. Necesitaba salir de ese lugar cuanto antes.

Se había dado cuenta del gran sobreesfuerzo que estuvo haciendo toda su vida para encajar, para salir adelante, porque él era el primero de todos que sabía que en lugar de una cara tenía una planicie que tuvo que aprender a domar para expresar sus variadas emociones. Al principio golpeaba con su cabeza la de los demás, para dar a entender que le gustaban. Algunos, y con razón, lo tomaban a mal. Descubrir lo que ya se sabe es lo más aburrido del mundo. Y la tristeza y el sopor de lo monótono inundaron al hombre sin cara. El futuro estaba vacío.

Como el agua ahora parecía perseguirlo, el día que salió de su apartamento dispuesto a conquistar el mundo otra vez no paraba de lloviznar. En las calles céntricas de Buenos Aires, trató de encontrar a otro hombre sin cara, a una mujer sin cara también, pero fue en vano, todos parecían haber escapado de alguna manera de ese lugar. Sabía que no todos los hombres sin cara tenían cabeza de huevo, así que andaba mirando a los que tenían sombreros, a las que andaban con paraguas escondiendo la cabeza, a las niñas cuyo cabello parecía de utilería, a los niños que llevaban máscaras aunque no hubiera ninguna fiesta ni era carnaval, a los viejos que tenían una pipa más grande que su nariz, y más que nada, a los tatuados, con cuidado, porque algunos decían que traían mala suerte. Pero nada.

Entonces trastabilló y cayó en una zanja sucia, ya cuando estaba por el barrio de Palermo, y había caminado más de cinco kilómetros de donde vivía. Ahora sus facciones eran un caos organizado por el barro de la zanja. Pudo verlo en el baño de un bar y luego se alejó para meterse en el estudio donde estaba ensayando la obra. Juntó fuerzas y con la cara que parecía ser un lodazal, pero guarecido esta vez de la lluvia y de las personas, comenzó a proferir el discurso que había preparado para la obra que iba a interpretar con su amada ausente.

Odiaba realmente más que nunca a su primo lejano. Estaba dispuesto a ir a buscarlo y arrastrarlo de los pelos por todo su viñedo de uvas agrias. Pero él no era así. Sabía que la vida se desplegaba, se alisaba, se contraía, se ahuecaba, arrugaba, se desprendía y que esa verdad era inherente a todo, como si lo que lo separaba de su primo lejano fueran esas tierras resecas y partidas que generan las sequías. Y pensó que esa terracota inutilizable era la que tenía su primo en su corazón.

No había nadie en el galpón que usaba de sala de ensayo. Las ratas paseaban por las vigas y sorteaban los reflectores. Las palomas anidaban en el techo de zinc.

El hombre sin cara se mantuvo de pie una hora e interpretó todos los papeles de la obra que había escrito. Luego advirtió que por el techo, que debía estar agujereado, caía un pequeño hilo de agua. Caminó hasta el agua azul verdosa y dejó que lo salpicara para darle así un nuevo aspecto a su redondo y liso semblante. Entonces buscó una vieja silla de madera que había en un vértice de la habitación y se sentó. Levantó su mano derecha, extrajo de sus bolsillos un marcador y dibujó una cara en cada una de las yemas de sus dedos.

Una yema sonreía, la otra expresaba frustración, en el dedo medio había una asombrada, una frívola la seguía y en el meñique una carita absorta. Se quedó mirando su meñique por mucho tiempo, hasta que logró que la cara absorta comenzara a moverse.

De alguna manera, logró que la piel de su dedo meñique se estirara, cambiara de forma, comenzara a hacer una transición entre las caras que estaban dibujadas en las otras yemas. Y se distrajo tanto con eso, que la noche sobrevino, el día, las semanas, los meses y enflaqueció hasta quedar hecho un esqueleto. Un día su cabeza se desplomó del peso.

Lo encontraron, hecho un esqueleto, sin piel y con la cara que los médicos habían dicho que tenía bajo el huevo que debió contener una cara. El rostro descubierto, como el de los demás humanos, era único, y hasta en la deformidad de la muerte conservaba la pasión que lo había guiado en sus pasos por este mundo de gente que, en general, llevaba una cara bien visible.

Y así termina el relato de la vida del hombre sin cara.

Por Adrián Gastón Fares

El cuento original

No fue fácil encontrarla. Días que se convertían en noches cotejando mapas, leyendo sitios de Internet, rebuscando para dar con las claves de un cuento infantil, de esos que sólo cuentan los padres cuando desean asustar a su prole, o quieren sorprenderla, sin sospechar las consecuencias que este tipo de cuentos puede tener sobre la viva imaginación de un niño.

Y cuando me hice grande, cuando dejé de leer libros de terror, de repente, un día, recordé el viejo cuento infantil. Todas las familias tienen su canción, como en La Perla, de Steinbeck, y sin duda todas tienen sus cuento. Las letanías corrosivas de estos cuentos, como los zumbidos, solamente son escuchadas por quienes los padecen. Pero a diferencia de ese descalabro que me afecta tanto, el tinnitus, el padecimiento del cuento estaba unido a cierto placer. Creo que todo me llevó a esa casa, esa tarde, en la costa atlántica, cerca de Mar de Ajó para que se ubiquen pero a la vez se pierdan, porque no se las voy a hacer fácil, porque para mí no lo fue, y las cosas que cuestan son las mejores dicen, y crucé la tranquera, para seguir el camino que me sugerían los sauces y los nogales hasta la puerta desvencijada en el frente de ese chalet californiano hundido por los vientos.

Es sabido que en la costa atlántica de Buenos Aires abundan este tipo de chalet construidos por los italianos pero menos se sabe que es un lugar mágico, plagado de entidades de difícil clasificación científica. Es la cercanía del agua, algunos dicen, de la humedad, la falta de bullicio. Pero toda la costa atlántica está plagada de seres que otros piensan que viven en otras alturas, como las de Córdoba, o en la cristalina belleza de Neuquén. Son cosas que averigüé en el camino de lecturas incansables que me llevaron a dar con la casa exacta. En foros de pesca, en foros de viajeros, hoy en día las claves están para quienes quieran buscarla y estén lo suficientemente locos para hacerlo, o sean apasionados como yo por las aventuras inusuales. Lo único que yo sabía con seguridad era que en ese lugar habitaba un ser descrito por mi padre como fantástico.

Sabía que al empujar la puerta iba a encontrar a una mesa con adornos florales, porque era la historia que contaba mi padre que a su vez le había contado su padre, y que cuando mi padre la visitó ya no había sólo un jarrón con las flores, la casa estaba un poco más venida a menos, pero había sumado un altar con incienso y deliciosas frutas frescas ofrendadas a una fotografía de un orgulloso hombre de campo. Y el ser que vivía dentro seguía apareciendo. Y mi padre también fue bendecido por la presencia radiante y fresca de un ente de difícil descripción, una ondina algunas veces que la contaba, otras una loca ciega, pero bella como pocas, que se había alejado del pueblo a su quinta para esperar a un amante que se había ahogado en su lancha en una tormenta en el mar. Cuando era más pequeño mi padre decía que era una sílfide, una especie de hada que le había dado un gran placer, yo podía entenderlo, porque una noche corrí en el barrio con mi grupo de amigos, durante una peregrinación de la misma Virgen, y había una niña que me gustaba, y jugábamos al ring raje y al llegar a mi casa me pareció que había vivido la aventura más maravillosa del mundo al lado de la niña más dulce que el cielo puede cruzarle a un niño, y soñé durante años con eso, más o menos hasta que la historia que contaba mi padre cambió de cariz, y de repente me vine a enterar que la princesa de la casa abandonada en el camino a Mar de Ajó, no era una sílfide ni un hada, sino una desquiciada que confundía a los raros visitantes de esa quinta con la vuelta de su amor perdido.

Así que ese día esperé impaciente, sentado a la mesa, mirando como el polvillo caía del cielo raso descascarado. Y la primera cosa rara que vi fue al tomar una fotografía.

El flash de la cámara iluminó la habitación y el polvo que parecía caer del cielo raso en realidad subía. O sea, las motas blancas claramente volaban hacia arriba en vez de seguir la gravedad y caer. Me di cuenta que no había razones para ese fenómeno y que el viento que entraba por el cristal roto de la ventana bien podía ser el responsable del remolino que hacía que las motas se comportaran así, aunque las puntas celestes del mantel de la mesa no se movían. Impaciente, observé mejor la mesa. El vaso de vino, la damajuana a un costado, como relataba mi abuelo según mi padre, las servilletas amarillas, como contaba mi progenitor que las había visto, el pedazo de pan negro, de cerámica, no era un pan real, si no esos que ponen de adorno en las panaderías, y los cubiertos, no tan brillantes como contaba mi padre, más bien sucios, con pedazos de algo oscuro que parecía ser sangre. ¿Y dónde estaba la sílfide o la loca de los placeres? Esperé, la sombra de una silla dispuesta en una esquina, al lado de una ventana, se estiró bajo el techo alto y triangular. La vi desplegarse en el suelo hasta que alcanzó mis zapatos (no iba a ir en zapatillas a encontrarme con esa entidad femenina fantástica)

Estaba siguiendo las reglas del cuento. Lo estaba haciendo bien. Pero la casa estaba vacía. Me iba a levantar, avergonzado por haberme creído esa historia pensada y compuesta para los niños, pero no, de repente, una de las puertas que daba a ese living comedor se abrió y una mano pálida tanteó el aire. Tragué saliva y me mantuve en mi lugar, aunque la mano tenía uñas largas y sucias, con tierra húmeda debajo, como si viniera de escarbar en la tierra.

La mujer, porque no me animo a descalificar a un ente infantil con otro nombre, y el de sílfide o loca ya no le cabe, sacó el cuello por la puerta, girándolo como si fuera de goma, y fijando la mirada acuosa de esos ojos donde yo estaba. La oscuridad no dejaba que pudiera ver su cara.

Como pude me mantuve en mi asiento y me convertí, como habían hecho mi abuelo y mi padre, en su amante recobrado, observando como sus pasos se acercaban hasta mi silla como lo había hecho antes la sombra, pero mucho más rápido. Pronto me vi oscurecido por ella y sentí sus manos que me palpaban el rostro y después vi el brillo de un solo colmillo en su dentadura, que iluminó a la vez su boca fruncida: debía tener noventa años. Me quedé quieto, apenado por el destino de lo que uno sueña, que siempre tiene que ser tan distinto a la realidad, pero aún con el objetivo de cumplir un rito familiar y complacer al ente que había agraciado a otros integrantes de mi familia.

Esperé el manoseo, que mis ropas cayeran al piso, que me poseyera como lo había hecho con mi abuelo y mi padre, hacía años que había entendido que el cuento terminó en el dormitorio de la ondina, digamos ahora porque suena más a charco y a barro, incluso ante la risa de mi abuela materna, que decía que su yerno deliraba porque la única que lo aguantaba era su hija, pero sentí que en vez de caricias me estaban atando las manos detrás del respaldo de la silla con una soga.

La luna llena se filtró a través de un tragaluz ubicado sobre la puerta y pude ver mejor la cara de la ondina, que olía a tierra fresca como la que tenía en sus uñas; no tenía noventa años, parecía una anciana porque estaba tan flaca que uno podía contar sus huesos, pero debía rondar los cincuenta o sesenta años. Y tenía la fuerza de una demente.

Atado a la silla, con la respiración de ese ser al que apenas podía ver, me entregué a su juego como si fuera una tradición que debía cumplir, en este país tan falto de tradiciones propias, quise inmolarme a la familiar, la única que conocía, la que me hacía sentir parte de una comunidad, como la que había perdido cuando una exnovia griega había retornado a su país con su alegre familia.

Y pensé que la violación iba a comenzar, los botones de mi camisa cayeron uno a uno, arrancados por esa mano delgada y bruta, y cuando la cabeza de la entidad descendió pude observar que lo que tenía en los ojos era una secreción que ocultaba dos agujeros con forma de ombligo. La nariz del ente era tan chata que parecían ser los orificios de una calavera. Estaba ahí, pero como una mala operación estética, había deformado la cara de la mujer, cuyos rastros parecían haber sido finos y bellos en el pasado, cuando no eran tan angulosos y cuando tal vez la nariz estaba, o era otra, y los párpados estuvieran cerrados quizá y no enrollados en esa forma tan particular.

Y entonces, cuando pensé que sus manos iban a bajar hasta mi cinturón, cuando imaginaba que iba a sentir el casi nulo peso de ese cuerpo sobre el mío, y la tela inmunda de ese vestido manchado de orina, que iba a ocultar el abrazo de caderas en el que íbamos a quedar ese ente ciego y yo, sentí que pegaba sus ojos a mi pecho.

Me sacudí porque un escalofrío me recorrió la espina dorsal, pero mi movimiento no era para escapar si no para descubrir cuál era el objetivo de la exsílfide de los cuentos familiares.

Al ser la nariz chata, sobresalían más esos ojos con párpados enrollados como una persiana metálica vieja y rota que el resto de sus facciones. Y fueron sus ojos y los pómulos de sus mejillas los que empezaron a rozar mi piel. Al principio sentí una especie de frenesí, de ganas de que el acto sexual que esperaba se consumara, medí mi duda porque tal vez los cuentos siempre son un poco más oscuros de los que parecen, y al final existía esa recompensa de la que hablaba mi abuelo, la que transmitió a mi padre.

Pero el ser siguió rascándose contra mi pecho, a veces más rápido, otra veces más lento, pero sin parar, y ya no era el viento que entraba por el cristal roto el que sentía sino el de esas fosas nasales, que solamente exhalaban aire caliente, y sentía también que me ardía la piel porque el ente no paraba de restregar su cara contra mí, y luego siguió haciéndolo contra mi cuello.

El aire empezó a enfriarse, la llegada de la madrugada no debía estar lejos, y el ser seguía empeñado en lustrar mi cuerpo con su cara. Luego encontró mis zapatos, me descalzó, me quitó las medias y empezó a hacer frotar sus ojos contra mis pies.

Me reí como un loco en ese momento, aunque el pecho y el cuello me ardían de tanta fricción y aunque al mirar hacia abajo había visto que la sangre manaba de mi pecho como si esa cara me hubiera abrasado con sus frenéticas caricias.

El calor comenzó a llegar a mis pies, mientras imaginé que la boca de la exsílfide, en la más completa oscuridad, sonreía y se deleitaba. Cuando vi que apuntaba hacia mi cara, que su idea era ahora restregarse contra ella lo más que pudiera, empujé la silla hacia atrás. El ser trastabilló, giró la cabeza velozmente y acercó los ojos al florero, al jazmín marchito que desfallecía en el cristal. Comprendí que las dos aberturas que estaban sobre su nariz no eran ojos, que la nariz no podía ser una nariz, que lo que estaba haciendo era oler con sus ojos para ubicarse y que por eso los había frotado contra casi todo mi cuerpo, de una manera no tan impúdica es verdad, pero lacerante. Cuando su dos agujeros vertiginosos volvieron a apuntar hacia mí, hacia mi cara, desaté como pude los nudos, esa soga que en el suelo me parecía un ojo ahora, y dejé al ente en el medio de la habitación. Giré la cabeza antes de cerrar la puerta y vi cómo caía al piso y luego se arrastraba hacia mí con bastante velocidad, como si esa fuera su forma de caminar por el antiguo chalet californiano.

Así que si deciden parar en la ruta en su camino a la costa atlántica en las próximas vacaciones, o si van y vienen por trabajo, recuerden que hay una casa, detrás de unos árboles, morada por un ciega que alguna vez fue hermosa pero que el tiempo ha cambiado. Y recuerden que como dijo un maestro de zazen, practica que me consoló del tinnitus y de la vida, el tiempo fluye del presente al pasado, y ese margen de tiempo es impiadoso con los bellos cuentos. Más que nada sepan que las tradiciones a veces piden un sacrificio que no estamos dispuestos a tolerar.

En cuanto a ellos, los seres que descubrí en mi búsqueda de una mujer cuyos sentidos estaban intercambiados, que olía con los ojos, pero que era real; ellos son otra cosa, no son de este mundo, no envejecen, pero sí se adaptan a las circunstancias, y es más difícil encontrarlos. Pero no imposible. Y tendré que buscarlos para poder contar mi propia historia a mis sobrinos, una historia que el tiempo no destiña, cuyo objetivo brille más que el sol de aquella mañana en la que me aleje del chalet californiano a toda velocidad, con el cuerpo dolorido por las heridas que me causaron los ojos de esa mujer.

por Adrián Gastón Fares

 

 

 

 

 

 

Deslizate en el fuego. Cuento.

Parecía un decorado. El receptáculo blanco, con forma de molusco, que contenía a su antepasado, con trazos grises en los contornos, podía ser un dibujo en la pared. Pero no, era macizo y real. Dentro de ese hangar, en ese edificio magnánimo, descansaba un ser que había sido necesario para que él lo estuviera observando en ese instante. Sin ese ser, Oliverio nunca hubiera sido. El pensamiento lo mareó un poco. El lugar daba para ponerse a cavilar porque no había mucho que mirar. Salvo la pantalla, pero no quería que absorbiera su atención.

La habitación donde tenían a su antepasado era única. Estaba separada de la que contenía al resto de los receptáculos porque la familia de Oliverio había acumulado mucho dinero desde que el primer inmigrante italiano pisó el suelo del país, varios siglos atrás, allá por el 1900.

A Oliverio no le gustaban los números ni pensar en ellos. Con cierto desdén, aunque con un interés que no supo disimular ante el empleado de la empresa, confirmó que según el cronómetro del receptáculo faltaban tres días para que volvieran a la vida a su antepasado.

La ley exigía que un descendiente estuviera presente en el momento de la reanimación. El resto de su familia no quería hacerse cargo. Su padre, de vacaciones, tampoco hubiera existido sin la cosa que ahora flotaba en la máquina.

A Bautista lo habían criogenizado a los noventa años. El viejo se había empecinado. Al despertar su condena habría terminado. Pronto estaría libre. Lo había calculado.

Cómo odiaba los números, pensaba Oliverio. Esos números que eran tan vitales para el miembro de su estirpe.

El molusco no permitía ver las facciones de Bautista Segundo. El ser inspiraba y expiraba a través de dos tentáculos. Oliverio tenía grabada en su mente una fotografía del que estaba adentro de la caja. El ex jefe de la policía estaba en un zoológico y alzaba en sus brazos a un niño ¿Quién era ese otro antepasado?

Le daba igual a Oliverio. En la pantalla ubicada en el plexo solar del molusco podía ver las imágenes que proyectaba el ser que estaba adentro. Bautista estaba recordando como una mujer lo afeitaba frente a un espejo. Tenía que reconocer que las facciones de Bautista eran más afiladas que las suyas, su mentón más firme. Gracias a esa succión de recuerdos que demandaba la pantalla, la mente del congelado se mantenía activa. De otra manera, los recuerdos podían perderse y el que resucitara sería un ser sin pasado, con la memoria de un bebé.

La memoria era importante. El pasado. Lo que a Oliverio lo atraía de la situación era su trasfondo maléfico. Una búsqueda rápida de datos había dado como resultado lo que sus padres no quisieron nunca reconocer.

Bautista Segundo no había dudado en torturar a los que lideraban organizaciones religiosas cuando la revolución así lo había pedido. Su antepasado había mandado a asesinar a miembros de todas las religiones.

Oliverio no sabía mucho de historia pero la consigna había sido clara: exterminar las religiones organizadas. Se habían vuelto un peligro para el mundo. Su antepasado tenía un prontuario notable, incluso había practicado los últimos exorcismos, que eran una parodia de los reales, que terminaban en violaciones, estupros y asesinatos. Había sido una de las caras visibles del exterminio. La secularización había terminado con todas las creencias. Sólo algunos esperaban sin esperanza la aparición de vida extraterrestre.

Los gendarmes y la ciencia habían arrasado con todo. Era por la ciencia que Bautista estaba en ese cajón mágico y que no era una piedra, un puñado de polvo, o con suerte un par de huesos en una urna de un cementerio.

Dejó el edificio de la empresa, se subió a su motocicleta y volvió a su casa. Era la segunda vez que veía el receptáculo. En la primera había notado que otra persona lo miraba desde el otro lado de la pared de vidrio. El chico desapareció rápido.

Oliverio aceleraba mientras pensaba que la velocidad hacía que se olvidara de los números mejor. En una pisada podía pasar de 200 a 300 kilómetros por hora. Era imposible contar ese cambio en un período de tiempo tan corto. Eso lo alegraba y despreocupaba.

Pronto otra motocicleta lo alcanzó. Se le pegó y trató de desestabilizarlo para que chocara contra un camión. Oliverio traspaso el camión y aceleró, pero la motocicleta volvió a alcanzarlo con el objetivo claro de hacerlo despistar. Su motocicleta se ladeó hacia la derecha pero logró estabilizarla y esta vez alcanzó al otro motoquero. Le tiró su moto encima. A diferencia de él, su perseguidor tenía un casco, es lo que llego a ver mientras la motocicleta se metía entre las malezas a la vera de la ruta y el conductor salía expelido.

Oliverio detuvo su motocicleta y caminó hasta el tipo de casco. La motocicleta del desconocido se había arruinado pero el traje de grafeno que llevaba el motoquero lo había salvado. Oliverio buscó en su bolsillo el cuchillo y lo esgrimió contra el desconocido.

Él no se hacía problema, no llevaba casco ni nada. No le preocupaba estrellarse. El motoquero caído se quitó el caso. Oliverio reconoció al mismo chico que lo estaba espiado en la empresa.

El chico escupió y le dijo a Oliverio que no iba a permitir que despertara a ese monstruo asesino.

Oliverio, que no estaba seguro de si quería conocer o no a su antepasado, ante este exabrupto que lo ponía entre dos aguas, sintió que su vida tenía una razón y contestó.

–Es el derecho de Bautista volver. Él lo pidió. Pagó por eso.

–Pagó con la plata que le sacó a los que mató, Oliverio. Te conozco. Conozco a tu familia.

–Si seguís hablando así–contestó con seguridad Oliverio–­. Voy a clavarte esto en el ojo. Y te voy a meter ese casco caro en el culo.

El chico se levantó y le sostuvo la mirada mientras se limpiaba el traje que llevaba.

–Dale, hacélo.

–¿Quién sos?–. Le preguntó Oliverio.

–No tenemos la misma sangre. Pero vengo de la familia de la hermana de tu antepasado. Bautista mató a mis precursores, unos pastores evangelistas, y entregó al bebé que tenían a su hermana.

A Oliverio le importaba poco y nada el asunto. Lo que agregó el desconocido que afirmaba ser su familiar lo hizo reaccionar.

–No voy a permitir que levanten a ese viejo.

–Bueno–dijo Oliverio–. Eso se verá en tres días.

Se subió a su motocicleta y abandonó al extraño.

La satisfacción por haber encontrado un oponente apasionado, alguien que tal vez creyera con firmeza en algo, lo hacía pisar el acelerador a fondo.

Volvió a su apartamento, un piso ubicado en la esquina de la Avenida Santa Fe y la calle Talcahuano. Durmió un día entero. Al despertar contactó a su padre. Desde una playa y con la nuca sobre los duros pechos de una joven su padre le encomendó, con la promesa de retribuirle con dinero, el resguardo de la vuelta a la vida de Bautista.

Ya tenía dos incentivos. La estupidez del desconocido y el dinero de su padre.

Entrada la noche volvió a la empresa. Tenía que firmar el contrato donde certificaba que no demandaría a la empresa si la reanimación fallaba. Por otro lado, se sorprendió cuando la empleada del turno noche le explicó que se había puesto en marcha el rejuvenecimiento que había exigido Bautista.

Que no esperase ver salir a un anciano de la máquina. Si todo iba bien Bautista saldría con unos cuarenta años, que era lo que tenía, más o menos, cuando había cumplido con sus nefastas funciones.

Oliverio se sentó en una silla y se pasó la noche mirando los recuerdos de su ascendente.

Bautista levantaba a un niño. Corría por la costa bonaerense, debía ser Mar del Plata, donde ahora estaba la ruina que había sido la casa que el viejo tenía. En otra imágenes, Bautista, con la mirada acerada, enfrenta a una junta de jueces. Margarita O., una joven, declara que Bautista había matado a sus padres a sangre fría. Eran inocentes.  Sólo organizaban reuniones evangelistas. Su objetivo era mejorar el mundo, no destruirlo. No tenían nada que ver con los fanáticos religiosos que habían iniciado esa persecución despiadada. Bautista no contesta pero aclara que seguía órdenes.

Luego, ya viejo, está solo en una habitación, intenta salir, pero hay un policía en la puerta que lo detiene, vuelve sobre sus pasos, y se sienta apesadumbrado pero con la mirada altiva.

Oliverio buscó a la empleada y le preguntó si tenía criogenizado a un descendiente de Margarita O.

–Es una de las primeras junto con Bautista, Oli–. La empleada tenía el deber de llamarlo con su diminutivo, ser cariñosa, como en las tiendas de comida–. Ahora te voy a llevar a ver a la hija de Margarita O, está en la fosa común, si no te molesta entrar ahí claro, te llevo.

Filas de esos moluscos mecánicos se sucedían hasta casi el infinito. Oliverio se puso a ver la pantallita de la hija de Margarita. Sofía, se había llamado y se seguiría llamando.

El receptáculo, como el de su abuelo, había sido reforzado, modernizado y refaccionado a través de los siglos. No parecían simples heladeras como los primeros. Para apreciar el contraste sólo hacía falta mirar hacia el fondo.

Ahí estaban los receptáculos cuyos dueños no habían pagado lo suficiente para el mantenimiento. Eran unas cajas metálicas antiguas, tipo freezer comercial, medio oxidadas. Los ocupantes tal vez seguirían adentro hasta el fin de los tiempos. Oliverio había escuchado que algunos que salían de esas cajas vivían un día y morían. Un día para ver el futuro, qué locura.

Pero no sería el caso de Sofía, que estaba sumergida en un receptáculo actualizado y bien mantenido. Por lo que podía verse, siendo aún joven, y recién enterada de la criogenización de Bautista, la chica había desembolsado lo que había cobrado de indemnización su madre por el crimen de sus progenitores para asegurarse que dos días después de que volviera a la vida Bautista, ella también lo hiciera.

En las imágenes de Sofía se la veía junto a su madre de bebé succionando la teta en un calabozo. Luego con otra mujer, que vagamente le recordaba su padre a Oliverio, Sofía daba sus primeros pasos en la calle. Ya crecida, la hija de Margarita O., patina sobre hielo y es ovacionada por una multitud. No debía haberle costado el cambio, ese exilio en la máquina, pensó Oliverio.

Siguen imágenes de juicios. Sofía llora de alegría ante policías, de mirada preocupada, más jóvenes que Bautista. Esta vez, con esa mirada esperanzadora, estúpidamente triunfal, Oliverio la encontró parecida al motoquero que lo había perseguido.

Terminó teniendo sexo con la empleada en la cocina de la empresa. Sintió que se enamoraba. ¿Era eso? ¿Así nomás? ¿Cómo se atrevía hacerlo sentir de esa manera?

El amor era tan peligroso. Si bien las religiones habían desaparecido ante los avances vertiginosos de la ciencia, el amor seguía pujando y era la próxima cruzada de los humanos. Oliverio estaba de acuerdo en que era mejor la relación que su padre tenía con ese par de tetas de plástico que la que podía generar ese sentimiento pegajoso, irresponsable, que nacía en la panza y terminaba en los labios y que el común de los humanos llamaba amor.

¿Cómo era que una idea inventada por los humanos producía cambios químicos en el cuerpo? La creencia en la precognición de algunos retrógrados estaba basada en que era un instrumento para el amor. Las pruebas se habían sumado. Las coincidencias y los augurios debían ser atendidos. Lo único que había sido capaz de atentar contra la solidez del grafeno era lo que acababa de sentir cuando introducía parte de su carne en la carne de la empleada. Se olió la mano. Ese hedor…

Volvió a su casa, le temía más volver a encontrase con la empleada que enfrentar a ese chico que quería venganza. Desde el ventanal, observó la calle vacía y los vehículos que pasaban. Un par de zapatillas expuesto en una vidriera brillaba. Con lo que le pagaría su padre podía comprarse uno de esos y pagar las expensas a la vez. Era lo único que le importaba. Con un traje de grafeno y ese par de zapatillas podría esquiar sobre lava volcánica en las vacaciones. Deslizarse en el fuego. Eso era vivir. No quería atarse a nadie, ni siquiera a esa chica y mucho menos a ese ser que irrumpiría en su mundo en poco tiempo, con el que al fin y al cabo no tenía ninguna obligación más que asegurar su venida, porque lo único que le importaba era subir a esa montaña.

Sacaron uno a una las agarraderas que mantenían unidas las tapas del molusco dentro del cual flotaba Bautista.

Oliverio, como los dos técnicos presentes, llevaba barbijo y guardapolvos blancos. La resucitación ya estaba en marcha. La tapa comenzaba a levantarse. Salía humo. El olor era parecido al formol y lo prefería al otro que le había quedado pegado a sus manos.

Escuchó unos tiros y vio que entraba ese chico que lo había perseguido. Le disparó a los dos técnicos. Las paredes blancas se rayaron de grumos de sangre. Oliverio logró sacar su cuchillo y lo clavó en el cuello del chico que cayó redondo al piso. Mucho no le había servido el traje negro de grafeno al muy estúpido, pensó Oliverio. Fue lo último que pensó, porque desde el suelo el chico sacó otra pistola y le disparó un tiro que voló a Oliverio del mundo.

El día estaba nublado. El cielo arrastraba estrías blancuzcas. El edificio de la empresa, una masa gris con una puerta enorme, se recortaba contra el horizonte como si fuera el último refugio de la humanidad.

La puerta se abrió y salió caminando un hombre de unos cuarenta años con un portafolio negro. Con paso firme, marcial, dejó el predio y se adentró en la ciudad.

por Adrián Gastón Fares

Los edificios. Cuento.

Años encerrado en una habitación de paredes ocres. A mediodía, un rayo de sol entraba por un agujero hasta asentarse en una esquina. Desde el principio, habían llegado personas, toleró a algunas, quiso a otras, venían a entregarle un mensaje, a instruirlo para las pruebas: eran las pruebas, hablaban con él, se hacían tolerar o querer, ya lo dijimos, y desaparecían. Por su situación habían pasado muchos, como los vecinos que vivían en los otros recintos y ahora trabajaban para los magos. Lo recibían, para aconsejarlo a veces, darle un talismán otras, o para castigarlo, cuando retornaba de las pruebas y era que había fallado.

Mete el dedo índice en el rayo de sol y dispersa las partículas de polvo. Pasos leves en el pasillo. Un trío de mujeres se asoma. Debe seguirlas. Significa que su estancia ha concluido. Las sigue por el pasillo hasta la luz cegadora. Fuera de la pirámide su iniciación es condecorada por la ovación de sus amigos.  Abajo, una mujer de espaldas con el pelo revuelto por el viento del río. Las tres mujeres lo animan a descender por las rocas.

por Adrián Gastón Fares

La casa del temor

Antes que ellos muchos hicieron lo mismo. En la historia de la medicina hay algo en común entre los zapatos de los grandes caminantes, los cuernos de los unicornios, los polvillos de momias egipcias, las heces de los cocodrilos, y otros remedios que nunca fueron tales, que lo fueron como tantos otros que lo son y no dan resultados positivos, pero que han sido utilizados para que los pacientes se aferraran a una esperanza y se murieran más rápido.

Antes que ellos muchos buscaron medicamentos increíbles, valiosos por su rareza, su inexistencia –el cuerno de un unicornio solía ser el de un no menos increíble rinoceronte–, por esa creencia de que los objetos conservan propiedades de sus afortunados usuarios, de que un zapato puede contener la fuerza para caminar tres kilómetros por día, una posesión benigna del calzado que traspasaba al rico noble de turno el poder del pobre al que se lo habían quitado.

En nuestra época existen menos nobles que ricos, y en este sur de un continente donde los aborígenes escasean entre matorrales lejanos, cruzando algún lago casi desconocido, donde hubieron menos guerras que desastres políticos, donde la sangre está contenida en los ataúdes de los muertos cobrados por la economía y las personas que se sientan a decidir por los demás, donde las experiencias de vida en comunidad han fracasado lamentablemente, la familia, como antesala al poder, sigue siendo lo que siempre fue y será, un instrumento perfecto de tortura. Y por lo tanto una buena exportadora de heridas, males físicos y mentales.

Mis vecinos, los Vivillos Javier, no eran elegidos de los dioses, ni tenían mucho dinero, ni poder, eran de clase media, apuntando a alta pero sin dar en el blanco, algunos dirían, algunos que no son yo que no pertenezco a ninguna clase porque me he dedicado a vivir de rentas y de dar clases baratas de castellano a los pocos extranjeros que se mudan a este barrio no cerrado de mi querida Buenos Aires.

Desde que llegaron por la manera de hablar se notaba que no eran de dinero, Jorge era contador, María era profesora de Latín, pero nunca he conocido a una profesora de Latín que le importe menos el idioma y los libros que a esa mujer, había llegado a esa época de la vida donde todo lo hacía de manera mecánica, enseñar, venir a presentarse como lo hicieron el día que llegaron, con un vino bajo el brazo; y él, Jorge, podía tanto llevar las cuentas, como hacer crucigramas o jugar al solitario, ejercer su oficio para él era lo mismo que pavonear con las últimas páginas del diario. A los padres les había sacado la ficha bastante rápido, pero los hijos parecían ser agradables, Miranda Vivillo de unos ocho años, una morochita triste, de pelo corto negro, con unos ojos que se te clavaban en la boca, porque era sorda y no quitaba la mirada de ahí, Guido, de unos cinco años, flaco y de pelo más claro que su hermana menor, y Johana, la mayor, de unos veintitrés años, la única con ojos verdes, desvaídos, que parecían reflejar el agua sucia de mi pecera, ojos teñidos por la necesidad sexual, la falta de cariño y de esperanza. Pero esta no es la historia de una familia sola. Es la historia de una familia y de una casa.

Y la casa estaba enfrente de la mía. Era más bien tétrica y estaba catalogada como maldita. La causa eran los habitantes anteriores, otra familia en la que la hermana mayor, de la misma edad que Johana, un mal día había enloquecido, y con un cuchillo de carnicero había matado a sus hermanos menores y a sus progenitores, para luego ir a la cabañita de madera donde jugaba de niña, y cercenarse de cuajo las manos. La sangre corrió tanto que tiñó el piso de madera de la casa de los juegos.

Pronto la compraron los Vivillo Javier. Y enseguida, Johana, la hija mayor, empezó a pasar las tardes en mi dormitorio, sudada, con sus miembros en las posiciones más inverosímiles en las que yo los acomodaba para llegar más adentro de ella, tanto como pudiera. Y en uno de esos días, mientras estaba en eso, llegué a sentir que amaba a esa joven, que su lengua me pertenecía, que hacerme uno con ella era lo mío, y ella terminó llorando en mis brazos. Me di cuenta que algo parecido al amor había comenzado cuando dejé de atender los llamados de otra mujer.

Al principio nos veíamos cada tanto. Mejor dicho, cada vez que había una pelea en su casa, que su padre venía frustrado del trabajo, que su madre le alzaba la voz y la mandaba a trabajar, que los gritos desarticulados o el silencio de su hermanita la cansaba, que su hermano se burlaba de ella porque tenía el pecho más plano que él, Johana venía a mi casa y se sacaba las ganas conmigo. Luego yo la acompañaba a la puerta para que se fuera, a veces sin cruzar ninguna palabra una vez concluido nuestro juego sexual. Eso, claro, antes de que el amor arribara, después nos saludábamos con un beso en la mejilla.

Nunca tuve la exigencia que tienen otros hombres con las mujeres, siempre me gustaron flacas y simples, más bien discretas, jamás me iban a ver en la calle girando la cabeza para mirar el trasero de una chica o la delantera de otra, no era eso lo que me interesaba y lo digo con el orgullo de mi masculinidad vapuleada en esta época, ubicada en esa bolsa de gatos en que se convirtió ser varón, desvaída por otros que no son como yo y que esconden sus atrocidades cotidianas debajo del brillo del parquet, del cemento, de la tierra o el suelo que nos irguió como seres humanos.

Como el profesor de facultad de Johana. Un día me contó que su jefe de cátedra –una  eminencia en Biología– había abusado de ella. Arreglada como nunca, con tacos aguja y un vestido ceñido a su cuerpo, me confesó que había dejado también la facultad, que le mentía a sus padres, que pensaban que seguía yendo. En realidad, las tardes las pasaba conmigo, este cincuentón que sigue mirando a través de su persiana baja la calle vacía.

El sexo seguía ocurriendo del mismo modo, a la misma hora y lugar, pero ella había comenzado a hablar más. Me contaba de su pasado, de sus padres, y uno de los días llegué a juntar la información necesaria –y el resentimiento justo– para escribir esto.

Me enteré que los Vivillo Javier se habían mudado a esa casa porque la familia no tenía suerte. La madre había perdido a la mayoría de los alumnos, su padre no iba a ser ascendido hasta que se jubilara y ahí ascendiera, pero las escaleras de la casa pequeña en otro barrio hasta su dormitorio, donde completaría sus crucigramas, su hermano menor tenía un problema serio de conducta, de esos catalogados en los manuales de psiquiatría, y su hermanita vivía enferma cada dos por tres, además de la sordera. Por su parte, sus padres no podían creer que ella todavía no hubiera terminado la facultad, que no hubiera tenido novio, que fuera bisexual, que estuviera tan extraviada en la vida; para molestarlos les había dicho que no sabía si le gustaban los hombres.

Su familia estaba en picada. La mudanza no había alejado la mala suerte que los perseguía. Sus progenitores no podían creer que nada cambiara, que el hogar nuevo donde pasaban sus días, compartiendo más momentos de inestabilidad que de paz con su bella y maldita progenie, no hubiera servido para cambiarles la vida.

El problema siempre había sido que se la pasaban peleando. El padre con la madre, los hermanos menores entre ellos, ella contra los padres o al revés. Pero si era ella la peleadora todo terminaba con su padre abriendo la puerta para que escucharan los vecinos, para avergonzarla y que quedara en claro que no era él si no su hija, y hasta decía su padre dijo Johana, para que escuchen los vecinos, eso decía, me dijo negando la cabeza como perturbada. Era lo que hacía su padre en la casa anterior y la misma situación de la que fui testigo yo una noche, detrás de mi persiana baja, cuando todavía no había intimado con Johana y la observaba sentada en el borde de la vereda con su cara amarillenta por la luz del farol de la calle.

Para evitar esas peleas, habían ido a terapeutas familiares, a psicólogos, a psiquiatras, a curanderos y a curas católicos, y lo único que se ganó de eso Johana, fue el abuso de un curandero, que le toqueteo los genitales en un horrible rito. Y el último psicólogo la había despachado sin más ni menos; le dijo que su terapia había concluido y ella con orgullo jamás volvió a buscar esa ayuda necesaria que ahora exigía a sus padres.

Una de las noches que el padre volvió a abrir la puerta para avergonzar a su hija en la casa anterior, el hombre tuvo la fuerza necesaria para cerrarla y comunicarles a todos que ya había encontrado la solución. Que necesitaban aire nuevo. Que había encontrado la casa ideal para que pudieran vivir mejor, usó esa expresión decía Johana, vivir mejor, para decir que se iban a acabar esas peleas tan terribles, incluso sostenidas ante su abuelo paterno, que estaba tan viejo y enfermo que un día iba a quedar seco de un ataque al corazón en el medio de las trifulcas.

Así conocí la versión de Johana de cómo llegaron los Vivillo Javier a este barrio. Acá podían ver el cielo. Podían mirar la luna y sus cráteres. Pero ver el cielo no ocultaba el infierno. Las peleas siguieron. Incluso empeoraron. La tranquilidad del barrio, el silencio más augusto de la casa, el aire de construcción sobria y equilibrada por el estilo industrial moderno, desmechado en la fachada por el peso del follaje denso e inamovible en los hombros de los sauces jóvenes que crecían en la vereda, no evitaban que la grisácea casa diera miedo, pero a la vez hacían que la familia se relajara y que sus integrantes tuvieran más fuerzas para encarar los repetidos enfrentamientos. Las peleas comenzaron a ser esporádicas pero cuando ocurrían eran prolongadas y temibles. Guido llegó a comerse el implante coclear de la hermana discapacitada para dejarla más indefensa. El padre le arrancó los pelos a la madre un día –Johana agregó que guardaba en un libro el pelo de su madre, que lo había recuperado cuando su padre los arrojó al tacho de basura del baño. La madre le tiró el agua hirviendo de la tetera al padre, agua tibia fue por suerte, porque la pelea había empezó a la mitad de la sobremesa y duró todavía más que las otras.

Cualquier diferencia en las opiniones, una frase oída al azar y sacada de contexto hacían que elevaran la voz y discutieran a veces dos o tres horas, y el padre de Johana volvió a abrir la puerta para que los nuevos vecinos escucharan al coro terrible de sus nefastos hijos, ya no sólo a ella sino a esos pequeños demonios que estaban cada vez más fortalecidos. Y cuando una noche se dio cuenta que no había nadie, que no pasaban coches, que el único que estaba atento era yo, me dijo Johana, una sombra detrás de la ventana, que los demás vecinos estaban inmersos en sus televisores anchos, en sus juegos, o en otras casas más caras de fin de semana, el padre cerró la puerta y comenzó a llorar como un niño, apoyado contra la arcada que daba al comedor. Murmuró que estaba vencido, que no había manera de evitar esas peleas familiares, que lo había intentado todo.

El señor Vivillo Javier, como el culpable desenmascarado en una novela policial, se quebró y contó que había comprado la casa con el ánimo que los espíritus que decían que vivían en ella, de niños violentados, de la hermana asesina, que hasta había dicho que nombró a Lucifer como inspiración de sus crímenes, que esos espectros que deberían estar y no estaban, los atormentaran tanto que extinguieran las peleas. Que sus hijos estuvieran tan asustados, horrorizados, desgastados, doloridos, sufriendo tanto que no pudieran pelear más ni meterse en problemas, que él estuviera tan destruido por sus hijos que deberían estar en una semana como mucho poseídos, alienados, preocupados, y que también la culpa y la aprensión lo hiciera menos beligerante con ellos.

Él entonces hubiera podido aprender a quererlos, a dejar de pelearlos, y logrado su fin; que fueran una familia normal, de una vez por todas.

Y esta vez, me siguió contando Johana, el padre cerró la puerta principal y los guió en la oscuridad a la cabañita prefabricada, la de los juegos de los habitantes anteriores, donde les reveló a todos sus hijos –su esposa ya lo sabía– que se había desangrado la joven asesina.

El padre tenía la esperanza que vieran un demonio, un fantasma, una sombra, aunque sea de una rata, que escucharan un crujido, un trueno, un quejido, grito, el aleteo de un murciélago en la oscuridad, pero nada de nada, y el resto de la casa, incluso el sótano que fue alumbrado con una linterna por su padre porque así podría atraer más fantasmas, esos fantasmas por los que él había hipotecado su vida, no estaba embrujada. Buscaron atemorizarse con los restos de los niños muertos, pelos, un pedazo de un vestido, una uña, cristales rotos, algo cuyo grado de morbosidad los perturbara tanto que tuviera el increíble poder de hacer cesar las discusiones más triviales; pero la casa estaba impoluta. Hasta las manchas de sangre de la joven asesina habían desaparecido del piso de madera de la casucha del jardín.

Johana me contó que en la oscuridad, la familia entera había subido la escalera detrás de su madre, que había apoyado la idea del esposo de comprar la casa para que los fenómenos paranormales taparan a los normales, y lo hizo, su madre, con una vela encendida con la que iba iluminando los cuartos, donde esperaban encontrar una cara blanca con la boca abierta, pero sólo iluminó la mochila que llevaba a la facultad Johana, que estaba abierta como si fuera la dentadura de un tiburón muerto, las cartucheras de los niños también abiertas que parecían las fauces vengadoras de los espíritus de los niños que no había, y que sus padres esperaban encontrar al elegir esa casa de pasado no tan único.

Aquel día terminaron con un vacío que los unió en la desesperación. Y si bien ciertamente no existían en la casa nueva los esperados demonios y fantasmas del pasado por los que la había comprado su belicoso padre, terminó su relato Johana, cuando pronto la abandonaran, los que la habitaran en el futuro no iban a librarse de las voces desengañadas y arrepentidas con la que ellos la habían poblado.

por Adrián Gastón Fares