2.
En la ciudad de Buenos Aires no había mucho para hacer.
Ersatz trabajaba en una obra social. Llevaba encomiendas al correo, más que nada cajas de útiles para los niños de los beneficiarios. Recogía de la imprenta cajas con formularios con la carretilla de carga. Y, el colmo, pagaba las cuentas de los servicios básicos de sus superiores. Un lunes lo acusaron de no llevar unos sellos que debía duplicar… durante sus vacaciones. Recién llegado de unas vacaciones en que se las pasó escribiendo en su departamento, y con esa acusación injustificada, Ersatz decidió partir.
Guardó su termo en una bolsa con el resto de las cosas para el mate, borró toda la información que había en su computadora —también llenaba plantillas de datos y había filmado algunos eventos culturales—, metió los cuentos que había escrito en el pendrive que siempre llevaba en su mochila, saludó al único compañero que respetaba y desapareció.
Le quedaban algunos alumnos online de escritura de guiones con los que podría arañar la suma total del pago del alquiler. De última, se habían devaluado las propiedades y era fácil cambiar de casa. Pero estaba cómodo ahí. Sabía dónde estaban los negocios con los mejores precios. Llevaba tiempo descubrir un barrio nuevo. Lo único que no le gustaba de su departamento de un ambiente era que nunca daba el sol. No le parecía sano.
Haciendo trámites recibía los rayos de sol necesarios para diferenciar el día de la noche sin proponérselo. Ahora que no tenía excusa para salir lo hacía igual inventándose alguna compra urgente en negocios lejanos en los que al llegar se limitaba a mirar la vidriera para cerciorarse de que su producto elegido todavía siguiera disponible. Por lo general, la tristeza era real las pocas veces que otro producto reemplazaba al elegido o sólo quedaba el espacio vacío entre los otros.
Si eran unos auriculares inalámbricos nuevos, cuyas revisiones positivas venía siguiendo en Internet, desandaba los pasos con los hombros caídos hacia el edificio donde vivía.
En un día así, descargaba su frustración en conversaciones sobre temas aleatorios con los dos hipoacúsicos como él que conocía, como la duración de las baterías de los audífonos de cada uno, las películas que se estrenaban en los cines de Lavalle —que habían vuelto a abrir porque los evangelistas que los llenaban también desaparecieron de la ciudad—, y sobre la búsqueda eterna de encontrar o reproducir el zumbido que escuchaban, él de manera continua, pero Silvina y Manuel intermitente. Las palabras cuando tocaban este tema eran acompañadas de enlaces a YouTube con grabaciones de frecuencias extrañas. Y de elucubraciones por lo menos sospechosas, como que el zumbido, el pitido, el tinnitus, era en realidad alguna señal proveniente de los primeros satélites lanzados, que seguían dando vueltas en nuestro sistema solar o de alguna nave, propiedad de la humanidad o no, que andaba rondando el espacio interestelar.
En esas ocasiones, en el grupo de chat La Oreja, los mensajes iban y venían. Eso fogueaba la amistad que habían iniciado en un foro virtual y luego ampliado en algunos espacios más reales como antiguos cafés. Ese día notaron la incertidumbre de Ersatz y convinieron en reunirse el fin de semana.
por Adrián Gastón Fares.
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