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Voraces: Una Novela de Ciencia Ficción sobre Androides e Inteligencia Artificial que te dejará sin aliento (PDF).

¿Cómo están? Espero que muy bien.

Les dejo la edición del PDF de mi novela de ciencia ficción Voraces. Creo que es mucho más simple leerlo completo en este formato que en entregas en el blog (tengo que hacer lo mismo con 1995, mi otra novela corta)

Aquí tenemos a Voraces completa. También pueden descargarla siguiendo el link:

Voraces es una novela de ciencia ficción algo romántica, digamos, sobre el despertar de una Inteligencia Artificial (IA o AI).

Gastón recibe la encomienda de cuidar de unos androides que vienen con un cuento (una leyenda urbana sobre fantasmas) precargado. Los creadores de los androides (que son clones de Gastón y de una chica desconocida para Gastón llamada Vanina) parecen esperar que haya cambios significativos en la narración precargada (o eso es lo que espera también el esmerado cuidador que es Gastón)

Ahora bien, les digo un secreto de la novela: los cambios que Gastón empieza a notar parecen afectar más el entorno físico de Gastón que a la narración precargada por los androides.

Gastón tiene asignado los androides clones de él nombrados como X y Vanina tiene asignada las Y. Tenemos una regla de oro de Riviera, la misma empresa que encargada de controlar a los No-seres en Kong: la regla es que ni Gastón ni Vanina deben cruzarse nunca. La tarea de cuidar a los androides en un contenedor la deben realizar en solitario.

Pido que estén atentos a si hay errores, esta edición, a diferencia de mis otras novelas (Seré nada, Intransparente o Elortis y Suerte al Zombi) es provisoria y no viene acompañada con un archivo de libro electrónico (Epub o Azw3). Pero sentí la necesidad de armar rápidamente un PDF para los que quieran leerla.

Espero que la puedan disfrutar.

Confieso que a veces se me ocurre la idea de publicar algunos de mis guiones para cine en este blog (originalmente llamado El sabañón), tal vez El brote que tiene una estructura muy parecida a una obra de teatro. Por ahora no caí en esa tentación. Tampoco la de airear Mr. Time ni Gualicho, dos historias que se prestan a novelas gráficas o así me han dicho.

Al leer Voraces, recomiendo escuchar cada tanto esta canción que yo mismo escuchaba mientras escribía Voraces. Especialmente al terminar de leerla.

Gracias por leerme.

Saludos,

Adrián Gastón Fares

VORACES. Novela. 19.

Cuando abrió los ojos, Gastón vio verde alrededor, era de noche y divisó el parque Interama, con sus luces y juegos funcionando. Casi se desmayó de nuevo cuando notó la velocidad a que iban los pasajeros de la montaña rusa. Vio que más terrenos con verde pasaban delante de su vista. Reconoció la ventana de un vehículo y al girar la cabeza vio que un hombre con una gorra de color rojo y arrugas marcadas en los ojos era el conductor. Tenía la remera manchada de cemento. Lo miró con ojos bondadosos que parecían decir: de la que te salvamos.

—La chica… Vanina digo… ¿qué pasó? ¿dónde está?

El conductor musitó.

—No te preocupes pibe que puede ser que la hayan levantado también.

—¿Levantado? —preguntó Gastón.

El conductor asintió con la cabeza mientras se llevaba la mano a la gorra.

—¿A dónde vamos? —preguntó Gastón.

El conductor no contestó. Gastón ya podía reconocer las calles. Estaban yendo hacia su casa. La ventanilla de Gastón tenía vista hacia la derecha. La mueblería en una esquina. El almacén en otra y luego una hilera de casas bajas. El conductor detuvo el coche. Gastón se quedó mirando hacia arriba.

—¿Cómo puede ser? Esta no es mi casa— le dijo al conductor.

—Casa —respondió el conductor sin mirarlo, y agregó:— Tiempo de apearse.

Gastón abrió la puerta del coche, pisó con cuidado con una pierna por si la tenía lastimada, pero no sintió dolor. Bajó la otra y, con más seguridad, mientras el coche ponía primera y salía disparado como para que no se volviera a subir, volvió a mirar lo que tenía enfrente. El cartel decía:

Cervecería.

La dirección era la misma. El número. La calle. Gastón se dio cuenta de que esa había sido su casa. Pero la habían trabajado los albañiles. ¿Dónde estaría la perra?, pensó. Ahora en lo alto su casa tenía un gran ventanal que daba a una terraza con sillas altas y de asiento pequeño y cuadrado, mesas rectangulares con servilletas y un menú colorido con ofertas. Abajo había una recepción con una escalera que subía a la planta alta. Gastón entró y subió por la escalera. Arriba encontró una barra de metal con varios taburetes, dispensadores de cerveza tirada, y detrás de la barra, cristalerías con varias botellas verdes y azules de bebidas alcohólicas. Gastón pensó que un trago le vendría bien, así que se acercó y se sentó en uno de los taburetes y apoyó uno de los codos en la barra mientras miraba la terraza por encima del hombro. Miró hacia adelante y vio a un hombre, con la cara pálida, una camisa y jeans, que sin moverse lo observaba.

—¿Qué vas a tomar, Juan? —dijo sin acercarse a la barra.

—¿Qué hicieron con mi casa? ¿Y mi perra dónde está? —le preguntó Gastón.

—Deberías preocuparte por la chica.

—También, ¿dónde está?

El barman sonrió y sin adelantar el cuerpo alargó los brazos y apoyó las manos sobre la barra.

—Siempre contás la misma historia, Juan.

—¿Qué Juan? Digo, ¿qué historia? No me llamo Juan, soy Gastón.

El barman seguía con esa sonrisa altiva.

—Que te encontrás con Sara. Que se conocen. Toman un trago acá. La perdés. Vas a la casa. Ahí te enteras que es…

—Un fantasma —susurró Gastón—. Pero esa no es mi historia, yo preguntaba por Vanina, tuvimos un accidente en —Gastón señaló hacia el autódromo, a la vez, notó que el rugido de los motores había cesado—, La gran carrera.

—No conozco a la Gran Carrera, perdón. Tampoco a ningún Gastón. Pero a vos, Juan, sí te conozco. Te gusta pintar. A veces te ponés con nosotros un poco… persistente con algo, como decirlo, pero entendemos que sos una buena persona. Y te escuchamos. Y a mí me gustaría poder entenderte más. Y también entender lo que pasó con tu chica. —El barman señaló las paredes del bar. Habían conservado el retrato de Jimi Hendrix, el de Morrison y en el medio seguía colgada el cuadro que Gastón había pintado.

—¿Con Vanina? Sí, eso quería saber.

El barman seguía con esa sonrisa socarrona.

—¿Vanina? No conocemos a ninguna Vanina. Sara decía, Juan.

—No, no, no, usted está confundiendo las cosas. Yo —Gastón bajó la voz y miró hacia el balcón terraza— cuidaba a unos androides de la empresa Riviera que están en el garaje de ahí —señaló con el índice más allá de la baranda del balcón para remarcar lo que decía—, y esos androides contaban esa historia que usted dice.

El hombre ladeó la cabeza, quitó la mirada de Gastón por un segundo y luego volvió a mirarlo. Los ojos clavados en él parecían brillar.

—Vaya a fijarse.

Gastón sintió un ramalazo de miedo. Bajó la mirada y vio que el barman le había servido una media pinta. Bebió un sorbo y para parecer más decidido hizo sonar el vaso cuando lo posó en la barra. Luego dejó la silla atrás y avanzó con paso decidido hacia el balcón terraza. Primero apoyó las manos en la baranda del balcón, luego sintió que las piernas se le vencían, que iba a caerse. Decidió sentarse en uno de los bancos. Apoyó los codos en la mesa y se quedó mirando.

Enfrente ya no había más casas irregulares como antes. Lo que se veía era una pared que superaba en altura al balcón. Pero no se podía ver con qué elemento estaba construida la pared, que más bien era un muro que le tapaba la visión. ¿Otra fábrica?, pensó Gastón. ¿La van a inaugurar? Veía que la pared estaba totalmente cubierta por una lona negra que parecía un telón. Eso evitaba que se viera qué había sido del garaje con los contenedores y de las casas de los demás vecinos. Por la calle, los coches anticuados y los más modernos seguían su lenta ronda. Gastón miró hacia el final de la calle y le pareció ver una figura blanca, detrás de un árbol que nunca había visto en su cuadra. Le pareció como que la figura se había asomado y se había escondido. Pero no estaba seguro. Se dio vuelta, pensando que tenía que llamar a su perra a ver si aparecía. Pero no podía procesarlo todo junto, iba a preguntarle a ese barman qué era lo que había pasado con su cuadra. Miró hacia la barra pero estaba vacía. No había nadie detrás. El vaso de cerveza había quedado, así que se tomó lo que quedaba antes de animarse a descender.

Bajó los escalones, rápido, casi resbala en uno y cae, y salió al exterior. Todo seguía igual, al bajar del coche no había mirado hacia enfrente. No había visto esa lona enorme. No era uniforme. En los lugares en que se juntaba con los otros pedazos que tapaban lo que había detrás el viento se metía y Gastón pudo ver que era una pared de cemento. Pensó que Riviera había crecido, habían instalado otra planta ahí. Tal vez le habían puesto una cervecería en su casa para que estuviera más cómodo. ¿Quién sabe ahora cuántas réplicas habría? ¿De quiénes serían? Espero que se hiciera un hueco entre los coches que pasaban uno tras otro y cruzó.

Al pisar el cordón notó que no había zanja, no corría ningún agua por el desaguadero. Iba a acercarse para ver si podía descorrer una parte de la lona en el lugar donde estaba la entrada del garaje cuando unas palomas volaron (eran palomas pensó Gastón, ¿o serían los drones de su vecino revoltoso?) Vio que iban hacia el árbol. Y ahí cerca del árbol estaba la figura de una chica con un vestido blanco. Hierática, parecía esperarlo. Gastón miró hacia su casa, la cervecería mejor dicho, bajó los hombros y ubicó sus manos en los bolsillos. 

Caminó lentamente hacia la esquina. Mientras se acercaba iba notando que la chica parecía ser Vanina. Eso lo animó y sacó las manos de los bolsillos para caminar más rápido. Debía ser una broma muy cara todo eso, pensó Gastón. Pero Riviera debía tener los recursos para hacerla y no parecía una broma, él sentía que debía encontrarse con Vanina. Que lo estaba esperando.

Se detuvo cerca. La figura estaba demasiado quieta. Él había esperado que como en las películas ella se hubiera acercado hacia él, pero seguía ahí como atrapada por las sombras de aquel árbol. Vio que pestañeaba. Tenía las pecas pero se veían un poco menos, parecía estar un poco bronceada o se veía que se había maquillado. Por lo menos tenía una semi sonrisa. Gastón suspiró.

—¿Vanina? —preguntó.

La chica no respondió.

En ese momento la lona cedió. Retazo a retazo, desde los que estaban al principio de la cuadra hasta los que terminaban en el reencuentro de Juan y Sara estuvieron en el suelo. Sólo quedó el último retazo de lona para que no se cayera encima de la pareja. Juan no veía a otra cosa que a Sara. Pero el niño de los drones los había recuperado del poder de su padre y los estaba haciendo sobrevolar por la zona.

Uno registró que más allá de esa pareja que se reencontraba en una esquina para empezar una nueva historia, lo que la lona ocultaba era un muro de cemento. Y el muro de cemento quedaba dividido por una gran entrada con rejas altas negras, cerradas, y más arriba todavía, se podían ver un grupo de pequeñas casas de cemento y luego un retazo verde con muchas pero muchas cruces.

Juan avanzó, dubitativo, hacia la chica vestida de blanco.

Fin.

Música para acompañar el final:

VORACES. Novela. 18.

Vanina empujó a los demás pasajeros, que empezaban a despertar de ese sueño compartido que parecía flotar por el interior del vehículo y llegó hasta Gastón.

—Nos está llevando a la Gran Carrera.

Gastón caminó hasta el conductor y lo enfrentó.

—No queremos ir a la Gran Carrera.

El colectivero lo miró, no contestó y pisó el acelerador más fuerte.

Gastón volvió, empujando a personas que vitoreaban y otras que se quejaban, y llegó hasta Vanina.

—Mejor que te agarres fuerte.

Para entender esta parte de mi relato de las circunstancias que rodearon lo que algunos de nosotros vemos como el despertar de nuestra mente, el inicio de nuestra especie androide, debo describir antes cómo eran los vehículos de esa época. Si bien todos estamos al tanto de cómo eran esas latas gigantes llamadas colectivos o autobuses, se nos hace difícil visualizar, sin mover varios recursos que nos dejan sin energía habitualmente para otras tareas más importantes, cómo el pensar en por qué hay algo en vez de nada en el universo, tareas que han quedado irresueltas por nuestros antepasados y por los humanos. Por lo tanto, dejo en claro que los vehículos en aquella época no son como en esta, esferas rodantes, continentes de nosotros, sino que había una mezcla de modelos anticuados para esa época, como las camionetas que eran una especie de grandes carretas poco ergonómicas con cuatro ruedas y otros vehículos, más modernos, y menos ergonómicos todavía pero más útiles al tipo de vida que se llevaba en ellos, que eran rectángulos verticales con ruedas, algunos incluso con escaleras internas, como para poder cumplir con las necesidades de una vida trasladada del interior de un hogar a otro con ruedas. Nuestros vehículos actuales, que son capaces de rebotar entre ruinas sin que nosotros suframos ningún daño, e incluso colisionar y salir indemnes, no tienen punto en común con la mezcla de vehículos que vamos a encontrar hacia dónde se dirigen Gastón y Vanina.

Estaban bien aferrados a las arandelas cuando entraron al autódromo municipal. Así y todo la aceleración brusca que dio el conductor para meterse a través de la entrada y encontrar un hueco entre los vehículos que ya estaban en esa ronda veloz, arrojó a varios pasajeros hacia una punta u otra del colectivo. El conductor supo encontrar el hueco entre una camioneta y uno de esos vehículos rectangulares. Ahí tuvo que acelerar para evitar colisionar con la camioneta, que quedó atrás. Enseguida aparecieron dos coches más que superaron en velocidad al colectivo y a los otros dos autos. El conductor aceleró. Los pasajeros, ya aferrados a las arandelas y a los apoyamanos de los asientos, miraban hacia adelante, a la pista. Algunos pegaban gritos emocionados y otros de terror. Gastón y Vanina no hacían ninguna de las dos cosas. Maldecían cada tanto y trataban de aferrarse con fuerza para no terminar en el fondo del vehículo. El conductor aceleró de nuevo para pasar a otro coche en la curva. Dos ruedas del colectivo se levantaron del pavimento y Gastón y Vanina se vieron expulsados hacia los asientos a los que antes les daban la espalda. Al girar por la velocidad, vieron como otros coches pasaban más rápido por esas ventanas. Cuando al colectivo no le quedó otra que quedarse detrás de una de las camionetas anticuadas, Gastón abrazó a Vanina.

—Nunca entendí por qué le llaman la Gran Carrera si no hay premios ni nada.

—No es una carrera —contestó Vanina.

—Es para mantener la adrenalina a un nivel aceptable. Las vidas en esos coches afectan la química del cerebro. O también puede ser para bajar la oxitocina. Parece que la empatía puede ser un impedimento. Si hay demasiada, quieren salir de esas carcasas para buscar pares. Eso genera conflictos familiares.

—Debe ser por eso —dijo Vanina. Y pegó un grito porque el conductor había vuelto a acelerar en otra curva. Cuando las dos ruedas del colectivo chocaron otra vez contra el suelo y el vehículo zigzagueó. Vanina miró a Gastón.

—Por si pasa algo, me alegra haberte conocido.

—No son momentos para pensar en eso— dijo Gastón mientras se le escapaba un grito a la vez. El colectivo seguía zigzagueando para dejar atrás a uno de los vehículos rectangulares—. Por las dudas: a mí también me alegra. Estaba esperando que llegara algo definitivo a mi vida. Y uno no siempre obtiene lo que quiere, pero conocerte me hizo bien.

Con rapidez, y calculando el arranque para no golpearse la cabeza contra la de Gastón, Vanina alargó su cuello con ímpetu y lo besó. Fue un segundo donde la velocidad mayor del colectivo y un nuevo sacudón los alejó. Vanina salió disparada hacia atrás del vehículo y Gastón terminó en los regazos de dos monjas que iban santiguándose detrás de él. Cerró los ojos porque el movimiento lo había mareado. Al abrirlos vio que las monjas parecían gemelas, o debía ser alguna alucinación fruto de la adrenalina, el estrés y la velocidad. En ese momento, como si hubiera recuperado las fuerzas, Gastón se vio expulsado de golpe. Hasta que dio contra el costado opuesto del colectivo y logró agarrarse de las arandelas otra vez. Vanina seguía en el suelo, en el fondo, cerca de la portezuela. Gastón miró hacia atrás y vio cómo dos coches, uno rectangular y el otro anticuado, chocaban. Uno giró a más velocidad hasta que lo perdió de vista. En ese momento el colectivo se vio impulsado a más velocidad hacia adelante y chocó contra dos camionetas anticuadas. Las camionetas salieron expulsadas una para cada lado y el colectivo se ladeó. Miró a Vanina que seguía en el suelo cerca de la puerta aferrada a las piernas de una pareja que viajaba en los asientos del fondo. Luego el colectivo cayó hacia ese costado. Gastón vio como el pasajero que estaba sentado se golpeaba la cabeza contra la ventana de manera brutal. Luego Gastón perdió el conocimiento. En ese estado, seguía sintiendo que cada tanto golpeaban el chasis del colectivo. El colectivo temblaba como si otros coches le dieran de refilón. Cuando abrió los ojos le pareció ver a un hombre con ropa de trabajo, un albañil que le tendía la mano. Luego, volvió a desmayarse.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Novela. 17.

Estaban un poco excitados y sudados de tanto romper computadoras. Hacerlo les daba un placer particular, como si se estuvieran desquitando de haber escuchado la misma historia, o como si fueran chicos que revolean un libro aburrido porque no lo quieren leer más. Pronto, todos los caminantes estaban con los ojos clavados en el suelo y detenidos. La única que seguía yendo y viniendo era la chica de pelo largo lacio negro.

—¿Y ahora qué hacemos?— preguntó Gastón.

—¿Sacarla de acá?

Vanina caminó hasta la chica mientras Gastón se quedaba con una mano apoyada en el escritorio observando la pantalla de la computadora. Vanina estiró la mano y tomó la de la chica y en ese momento Gastón vio cómo las letras del texto que estaban en la pantalla giraban. Iban escribiendo Resulta que en una noche lluviosa.

Vanina ya venía trayendo a la chica de pelo lacio de la mano cuando escuchó que la voz en vez de repetir la historia de los leñadores contó desde el principio la del pintor y la chica de vestido blanco. Se dio vuelta, miró mal a la chica, y la empujó. La chica cayó al piso y se quedó ahí contando la historia ovillada con la mejilla pegada al suelo.

—Bueno —dijo Gastón—, ahora no podemos hacer nada más. Ni sabemos qué estamos haciendo. ¿Vos creías que esto iba a hacer que el vagabundo deje de escribir siempre lo mismo?

—Y lógica tiene— dijo Vanina.

—Hace rato que no veo ninguna lógica en las cosas que pasan —dijo Gastón.

—Es según como uno lo mire— le contestó Vanina y agregó: —pero, sí, no podemos hacer nada. No la podemos tocar a esta.

Miró hacia el suelo.

—Parece una programadora —dijo Gastón.

—Pobre gente.

—Pobre nosotros que tuvimos que hacer ese trabajo ingrato.

—Sí, pero estos zombis…

—Sí, parecen zombis.

Los dos se rieron. En ese momento las luces de todos los edificios de la zona se encendieron a la vez. De repente, el cielo más allá del gran ventanal parecía una mancha amarilla.

Cuando bajaron por la escalera y esperaban que se abriera el ascensor, Gastón recordó al robot de Maradona. No lo había visto al descender por las escaleras. Se dio vuelta y la pelota terminó de rodar hacia él y se quedó quieta en su pie. Gastón buscó al androide con la vista pero no estaba por ningún lado. Pensó en si lo habrían afectado al tocar las computadoras y en si ahora andaría por otras plantas de ese edificio.

En la calle no había un alma y las luces de los edificios se habían vuelto a apagar.

—Volvamos a mi casa— dijo y lo besó.

Gastón la abrazó. Vanina lo tomó de la mano y Gastón la siguió. Volvieron a la casa y fueron directo al dormitorio bajo la mirada desatenta de la Y-700b. En un momento mientras estaban desnudos Gastón miró a la Y-700b y le dijo a Vanina que le molestaba que estuviera mirando. Vanina apretó la boca, se incorporó y le tiró una sábana en la cabeza a la Y. Amaneció. Vanina dijo que iba a preparar un café con leche.

—No se puede vivir a café con leche —dijo Gastón.

—Demasiado que te alimento —contestó Vanina con una sonrisa.

Gastón estaba tomando el café y recordó a su perra y que su casa había quedado sola.

—Tengo que volver. No puedo dejar la casa sola.

—¿No suena peligroso?

—Y sí.

—Yo te acompaño.

—¿Te parece?

—Sí, solo no vas a ir ahí.

Gastón asintió lentamente con la cabeza y sonrió.

Esperaron al colectivo, los dos tenían los ojos enrojecidos por la noche anterior, tanto romper computadoras. El colectivo apareció, lo detuvieron y subieron. Había bastante gente, como el día anterior, pero esta vez parecían todos dormidos y cansados. Nadie miraba a nadie. Se agarraron de la arandela y el colectivo tomó 25 de Mayo. Ellos también se adormecieron mientras eran mecidos por el andar lento del vehículo. Vanina abrió un ojo y miró por las ventanas del colectivo. Había pasado ya por la cuadra en que tenía que doblar para llegar al garaje, o lo que quedaba pensó Vanina, de Riviera. Le dio un codazo a Gastón. Que abrió los ojos de golpe. Antes ya había escuchado ese rumor de motores a lo lejos. Pero esta vez no tan lejos. Vanina se acercó al colectivero y le preguntó adónde se dirigía. El hombre farfulló sin abrir la boca del todo.

—Hoy es el día de la Gran Carrera.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Novela. 16.

Los teclados de algunas notebooks eran rojos. De otras azules y esas luces eran las que, en conjunto, iluminaban la planta. No se veía a ninguna persona. Todos los asientos estaban vacíos. Las pantallas de las notebook tenían inscripciones en verde con un fondo negro. Debía haber unas treinta y cinco. Se acercaron a la del medio de la primera fila y leyeron lo que decía. Resulta que… Era la historia que repetían los X y la Y.

—¿Todas dirán lo mismo?— preguntó Gastón.

—Y, no sería raro… — dijo Vanina.

Empezaron a revisar una por una. Escucharon una especie de murmullo, como si alguien estuviera hablando en otra habitación. Salieron de una de las filas y se detuvieron, apoyándose en la pared y mirando hacia donde parecía crecer el murmullo. Era hacia los ventanales. La planta parecía formar una T que se ampliaba en dos pasillos cerca de los ventanales. 

Del pasillo izquierdo apareció una figura que caminaba con pasos destartalados en línea recta. Del pasillo derecho apareció otra que caminaba igual. Escucharon lo que decían. Repetían la historia de los androides. La pregunta que los asaltó era, ¿eran androides o programadores? Los androides no caminaban y si lo hicieran su anatomía no predecía tanta torpeza.

—Deben ser los programadores— dijo Gastón.

En ese momento apareció otra figura, una chica esta vez, caminando más rápido en línea recta desde la derecha. De la izquierda apareció otro varón caminando en línea recta a la misma velocidad que la chica. Como parecían inofensivos se acercaron con cuidado. Los caminantes tenían la vista clavada a lo lejos y repetían esa historia como si fuera un salmo. Cuando llegaron al final de la pared miraron hacia el fondo del pasillo de la derecha. Había como diez que caminaban en línea recta y luego volvían, sin llegar a cruzar el pasillo hacia donde habían arrancado. Giraban en redondo y, repitiendo la narración de Juan y Sara, iban y venían. Entre todos creaban una especie de murmullo sincronizado. Se pusieron en la fila, sin que pareciera notarlo ninguno de los caminantes, y fueron siguiéndolos al mismo paso hacia el pasillo izquierdo. Estaban por entrar a ese pasillo cuando se cruzó por el medio de ellos una mujer alta y de pelo lacio negro. El murmullo desentonaba con los otros. La siguieron para tratar de escuchar lo que decía.

Resulta que en un bosque vivía una pareja de leñadores. Eran ancianos que apenas ya tenían fuerza para hacer su trabajo. Y estaban solos y se lamentaban el no haber podido tener una hija. Un día la mujer le dijo al hombre que juntos talarían el último árbol. Así que fueron con sendas hachas y cada uno dio un golpe a una encina vieja hasta que el árbol se vino abajo. En el hueco del árbol encontraron una caja y adentro de la caja un tocadiscos con un elepé girando. El leñador anciano empujó la aguja y escucharon enseguida el murmullo que las hojas hacían cuando el viento pasaba por ese árbol. Ellos podían distinguir el sonido de cada árbol. Se les cayó a cada uno una lágrima y mientras miraban como giraba el elepé negro, vieron que empezaba a girar todo a su alrededor. De repente, de entre una mata de arbustos salió una niña. Vestía muy distinto a los leñadores, con ropas ajustadas y que brillaban y que ellos no sabían describir. Pero estaba perdida. Y lo leñadores la llevaron a su casa y la hicieron su hija. Así Juan y Sara fueron felices.

Cuando terminó de contar el cuento la chica que iba caminando, ya la habían seguido durante dos vueltas por el pasillo. Mientras no dejaban de seguirla, uno a cada lado, Vanina dijo:

—Esta historia termina mucho mejor que la otra.

—Sí, es más alegre— contestó Gastón.

—Y más original…

—Algo así…

Los demás seguían contando la historia de los androides. Como eran más, había que aguzar mucho el oído, o ponerse a la par, para escuchar la historia que contaba la chica de pelo largo lacio.

Vanina señaló hacia las notebooks anticuadas.

—Parece como que son transmisores las compus esas y estos… la reciben. Son receptores. Alguna debe estar transmitiendo la historia de los leñadores.

Gastón se la quedó mirando.

—¿Y?

—No sería bueno hacer algo para que no repitan más esa historia los demás. Digo la historia de la que estamos hartos.

—Pero no sabemos si son androides. Es más, están como en un trance.

Gastón se ubicó delante de uno que se detuvo, dio dos pasos hacia un costado, reanudó la historia y siguió caminando en línea recta.

—No los podemos tocar. No sabemos qué son.

—Pero sí podemos tocar las computadoras.

Los dos asintieron con la cabeza. Caminaron hasta la primera notebook de la fila que estaba detrás de ellos y se volvieron a mirar. Gastón repasó las manos por el teclado mientras Vanina hacía lo mismo con la siguiente. El texto, que en esas dos era el de la mayoría de las notebook, la consabida historia del cementerio, no cambiaba.

—¿No será mejor que encontremos la que tiene el texto de los leñadores?

—Es más rápido ir desechando las que no son. Ya lo vamos a encontrar— dijo Vanina mientras arrojaba la notebook contra la pared.

Al hacerlo uno de los caminantes se detuvo. Gastón tomó otra y la arrojó. Una caminante giró en redondo y se detuvo, mirando hacia ellos, bajó los hombros y se quedó mirando el suelo. Siguieron así, iban chequeando el texto y arrojaban las notebooks para un lado y el otro, estrellándolas contra las paredes y el piso del lugar. Más o menos en la fila cinco, encontraron en la mitad la computadora que tenía el texto de los leñadores. La saltearon y siguieron destruyendo todas las demás. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. NOVELA. 15.

Entre los dos ubicaron a la Y-700b acostada a lo largo del sofá. Vanina levantó sus piernas y fue poniéndole el vestido blanco. Una vez que hubo terminado le pidió ayuda a Gastón para sentar a la Y-700b en la silla que estaba frente a la ventana al lado de la puerta principal.

Una vez que la Y quedó exactamente igual a cómo estaba sentada en el contenedor pero con el vestido blanco, los dos se alejaron un poco y la observaron. Parecía que había recuperado su altiva serenidad. Y Vanina, notó Gastón cuando la miró, su ira. Chasqueó los dedos. La Y-700b dijo:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco.

Vanina chasqueó una vez los dedos y preguntó:

—¿Lugar de ensamblaje?

Por un momento, la Y siguió de perfil, y Vanina estaba por probar otra pregunta cuando el maxilar inferior del androide descendió suavemente. Una voz cavernosa dijo:

—Fier 3550. Piso 132.

Gastón repitió mentalmente el número.

—Es acá cerca, a unas cuadras —dijo Vanina con alivio.

—Nunca me imaginé— dijo Gastón rascándose la barba—, que Riviera podría estar en el centro de Lanús.

—Algo de eso yo había escuchado —dijo Vanina.

—Dadas las circunstancias, ¿no te parece un poco peligroso ir ahí? ¿Qué les vamos a decir?

—No hay ninguna ética en lo que hicieron. Está mal, hay que hacer algo —dijo, no muy firmemente, Vanina.

Gastón miró hacia otro lado y luego contestó:

—La verdad que sí, eso de andar robando canciones de los demás. Y enviarnos unidades dañadas para experimentar con nosotros, ¿no? Está mal…

—Sí —dijo Vanina, mientras miraba con lástima a la Y recién vestida.

—Esa voz horrible que sonó recién, será la del… ¿programador?

—No tengo idea. Habrá sido sepulturero o algo así antes si anda cargando esas historias en androides. Un pelotudo importante.

—Y es como desperdiciar el avance tecnológico pero quizá pensó que esa historia sería reformulada rápidamente.

—Debió probarlos bien antes. Mi novio, digo ex novio, pudo haberme dejado por las consecuencias psicológicas de tener que escuchar la misma historia todos los días. ¿No es aberrante?

—La verdad que sí. Yo venía bien, esperaba una máquina que había pedido por Ebay y me tenía preocupado eso, pero desde que llegaron los androides mi tristeza fue en aumento… Además, hay cosas raras, que ya no creo que sean casualidades y me preocupan, por ejemplo: mi vecino desapareció. El día anterior hizo un fuego enorme. No lo volví a ver más.

—Tengo hambre.

—Yo también. Un café con leche estaría bien.

Luego de tomar esas bebidas acompañadas de unas tostadas de arroz y mermelada orgánica de mora, salieron a la calle. Las luces del alumbrado público estaban prendidas, pero los carteles de los negocios de la planta baja de los edificios estaban apagados. Mirando más allá de los cables de alta tensión todas las ventanas de los edificios estaban oscuras. Gastón salió caminando para el lugar donde el colectivo los había dejado pero Vanina le indicó que era para el otro lado. Caminaron dos cuadras por esa calle de edificios altos y oscuros y Vanina dobló en Fier. De vez en cuando pasaban coches a lenta velocidad. Los miraban con añoranza como si fueran pequeños hogares móviles, donde podrían estar festejando cumpleaños, despidiendo las cenizas de algún antepasado antes de dejarlas volar por las ventanas de los techos, concibiendo otras personas, estudiando. Toda la vida que no veían afuera estaba contenida en esos pedazos de metal rodantes. El cielo era una franja angosta y negra. Los edificios eran más altos en Fier.

Gastón se iba fijando la altura hasta que Vanina se adelantó dando unos saltitos y luego subió los tres escalones que daban a la recepción del edificio. Gastón se acercó y con los hombros juntos leyeron la placa con los números de los apartamentos. Buscaron el 132 y Vanina pulsó el timbre. La recepción del edificio estaba en penumbras, era alumbrada solo por un velador rectangular que emitía un leve resplandor cremoso. Resonó una voz metálica, monótona, a través de los altavoces.

—¿Quién es?

Los dos contestaron, torpemente, casi al unísono como los androides que cuidaban:

—Vanina y Gastón.

Se escuchó una especie de zumbido y la puerta se abrió. Caminaron hasta el ascensor, que estaba con la puerta abierta. Era iluminado por el panel que contenía los números de los pisos. Los bordes de cada pulsador con los números tenían un resplandor azul frío. Gastón tocó el 132. La puerta del ascensor se cerró. Las luces se apagaron. Apenas llegaron a sentir el mareo de la subida cuando se volvió a abrir. Lo que tenían delante era una especie de loft vacío con grandes ventanales por los que entraba la luz verdosa de un cartel publicitario de un edificio de enfrente. Cerca de uno de los ventanales había una figura que se recortaba. Desde lejos, por la luz verdosa, parecía un actor que estuvieran filmando con fondo verde. Los bordes de esa figura humana se desprendían del fondo por esa luz, dando la sensación de que era un cartel. Pero tenía volumen. Y estaba repicando una pelota. Haciendo jueguito. El pelo era enrulado. Se fueron acercando, mientras Gastón sentía que algo le tiraba del estómago y su cabeza se llenaba de sangre. Se detuvo enfrente del robot y lo miró.

—¿Es un poco triste, no?— le dijo a Vanina.

—¿Es Maradona?— preguntó ella.

—Sí, es el Diego.

El androide iba a repicar eternamente esa pelota. Estaba vestido con la camiseta de Boca, amarilla y azul y tenía el pantalón corto negro, lo que les decía que nuestros antepasados programadores debían ser de ese equipo.

Estuvieron mirando el perfil de esa figura. Arriba de los ventanales, hacia la derecha de la figura, estaba escrito en letras doradas y metálicas, Impresoras Riviera. El rostro de la réplica de Maradona apuntaba hacia unas escaleras que parecían dar a un piso superior. Caminaron en línea recta y las subieron, tocando los pasamanos porque la iluminación rojiza recién comenzaba a iluminar la escalera en los últimos escalones. Dieron con una amplia planta, parecida a la anterior, pero repleta de filas con notebooks anticuadas. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 14.

Cuando, desnudos, se destrenzaron, los dos se quedaron mirando el cielo raso como si no comprendieran bien qué había ocurrido. Ella había olvidado lo que habían ido a hacer a su casa. Y él había olvidado por qué la había acompañado. Se sentían resguardados de lo que fuera que estuviera ocurriendo afuera. De repente, la radio ubicada en la sala de estar de la casa comenzó a sonar sola. Se escuchó a un locutor:

Y ahora, pasemos a una canción que está subiendo en los rankings de nuestros oyentes.

A Gastón no le costó reconocer los acordes. Más le costó comprender qué voz era la que repetía las letras de la canción que él había compuesto y que le había cantado a las cuatro réplicas. Se levantó de un salto de la cama y caminó hasta la sala de estar.

Se quedó escuchando la canción. No lo pudo tolerar y tocó el dial para cambiar de frecuencia. Pasó por varios locutores hasta que dio con otra canción. Suspiró de alivió. Hasta que se dio cuenta que era una versión electrónica de la canción que había compuesto él. Con la misma letra.

—Es muy linda. ¿De qué banda es?

Miró a Vanina.

—Es la canción que te dije que toqué yo. A los androides.

—¿Pero de dónde la sacaste?

—La compuse yo.

—Ah, es muy linda, Gastón.

—Gracias.

—¿Cuánto hace que la pasan en la radio?

—Nunca la grabé ni nada, Vanina. No soy músico. Esto no puede ser. Todo esto no puede ser.

La sonrisa de Vanina se desarmó. Miró hacia la puerta trasera que habían dejado abierta. Y luego hacia el suelo, dándole el perfil a Gastón.

—Hay que sacarla de ahí.

Vanina sostuvo las manos y Gastón los pies de la Y-700b que se combó hacia abajo cuando la levantaron. Mientras la llevaban, viendo el peso (debía pesar la mitad que una persona, pero así y todo pesaba) Gastón preguntó:

—Me querés decir cómo la trajiste hasta acá, ¿sola? ¿En colectivo?

Vanina negó con la cabeza.

Le contó que, después de que su ex novio la dejara, fue a visitarlas y no pudo aguantar ver a la Y-700 que quedó completa, con esa serenidad y arrogancia en el semblante. La arrastró de un brazo, la bajó de la escalerilla del contenedor y de ahí hasta la puerta de la calle. No pensó en las microcámaras ni en otra cosa. Abrió la puerta y pensaba en seguir arrastrándola así por el medio de la calle. Un auto se detuvo y bajó una mujer con el pelo rapado a los costados y una musculosa. Era grandota. Le preguntó si necesitaba ayuda y la misma mujer metió a la Y-700 en el baúl del coche y cerró el baúl. Vanina pensó que habían comprendido la situación en Riviera y que habían mandado alguien a ayudarla. Pero la mujer había dicho:

—A tu casa, ¿no? A nadie le gusta tener un maniquí parecido a uno mismo.

—¿Maniquí?— repitió Vanina.

La mujer la miró con comprensión y asintió.

Vanina sintió más ira porque no eran empleados de Riviera, si no una mujer de las que rondaban con los coches por esas cuadras.

—A mi casa, sí.

Cuando llegó la arrastró ella misma por el camino de entrada y una vez que la Y-700b estuvo dentro de la casa, fue peor. No aguantaba verla ahí. Tenía la expresión que ella había tenido tantas veces cuando se sentaba en el sofá con su novio. Esa tranquilidad. Era intolerable. Entonces vio al cofre y supo lo que tenía que hacer.

—Pero ahora me siento muy culpable —concluyó Vanina. —Yo estoy bien y ella…

Caminó hasta el dormitorio, entró, Gastón escuchó que un armario se abría y un roce de telas. Vanina volvió con una sonrisa triste. En sus manos descansaba un vestido blanco.

—El repartidor dijo que era para mí. Pensé que era un regalo de los de Riviera

.—Te entiendo— dijo Gastón.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 13.

Vanina estaba esperando en la parada de colectivo de la esquina que no tenía ninguna señal. Apenas llegó Gastón apareció el colectivo, que venía bastante lleno. Arrancó por 25 de Mayo hacia el centro de Lanús. Se agarraron de las arandelas que colgaban del techo, Vanina mucho más seria y preocupada que Gastón, al que no dejaba de parecerle una especie de excursión lo que estaban haciendo. Estaba cansado de pasarla con los androides o en esa casa todo el tiempo. Nunca tenía motivos para tomar un colectivo así que le parecía extraño volver a estar encima de uno. Vanina tenía el ceño fruncido. Debía estar pensando en su ex novio, pensó Gastón. Él miraba para todos lados. Le llamaba bastante la atención cómo había cambiado la zona céntrica de Lanús. Había edificios altos por todos lados, mezclados con fábricas y negocios antiguos. Las calles estaban bastante deshechas por lo que el colectivo cada tanto daba una sacudida y varias veces se rozaron los hombros los dos. Bajaron y Vanina ya tenía las llaves en la mano. Pasaron por delante de dos edificios que tenían pantallas planas con vigiladores. Las miradas de los vigiladores los siguieron.

La casa donde vivía Vanina era una antigua, con un jardín delantero dividido por un sendero que tenía plantas suculentas de un lado y del otro hortensias azules. Ella abrió la puerta y Gastón la siguió por una sala de estar amplia iluminada por la luz amarillenta que entraba por la ventana que daba al jardín. En ese trayecto el sol terminó de ocultarse en el horizonte y las luces del jardín se encendieron. Gastón se quedó pensando en qué lugar del jardín habría enterrado Vanina a la Y-700. Luego se distrajo constatando lo encajonado que estaba ese jardín entre tantos edificios altos. Lo extraño era que las luces de los balcones y las ventanas estaban todas apagadas. Vanina volvió con una pala que sacó de un cuarto y lo guió hasta debajo de la copa de un pino enano. A pesar de las sombras que generaba el pino, Gastón distinguió que la tierra estaba removida. Vanina lo apartó y clavó la pala. Gastón le tocó el hombro y le hizo una seña de que él se encargaba. Se sintió extraño al clavar la pala en la tierra. Como si fuera cómplice de un crimen que jamás había cometido. Pensó que la habría enterrado en la superficie pero el montón de tierra fue creciendo y Gastón sudando cada vez más. Al final, la punta de la pala chocó contra una madera. Gastón miró a Vanina con aprensión esperando un permiso para continuar, como si lo que estuviera enterrado ahí fuera alguna mascota muy querida. La mirada al borde del llanto de Vanina sugería que para ella era eso o incluso algo más. Gastón se arrodilló y con las manos encontró una soga que sobresalía de la tapa.

—¿Qué es esto?— preguntó.

—Un cofre que antes usaba de banco.

Gastón asintió y levantó la tapa. Del cofre, contrario a lo esperable, salió un aire fresco, casi helado. Gastón se incorporó y dejó que Vanina se adelantara, como si fuera a reconocer lo que estaba en la caja. Vio que los hombros de Vanina descendían, se mecía un poco como si se fuera a desmayar y luego se llevaba las manos a la cara. Se volteó y con lágrimas en los ojos le dijo:

—No sé cómo pude hacer esto. Tan abandonada. Encerrada ahí. Parece tan triste.

Gastón se acercó a observar lo que había adentro del cofre. La Y-700b estaba en las mismas condiciones en que la había visto por última vez. Sin embargo, por las sombras del follaje del pino que caían sobre su rostro, daba la impresión de que tuviera la boca apretada y que esa semi sonrisa que tenían se había diluido. Sin embargo, la Y-700b para él no parecía triste. Si uno no miraba la boca, el resto del semblante, con los ojos abiertos y las pecas, daba la misma impresión de altiva serenidad de antes. Así y todo a Gastón le pareció que debía abrazar a Vanina. Lo hizo. Vanina le apoyó la cabeza en los hombros y lloriqueó. Luego, rebuscó con su boca la de Gastón. Comenzó a besarlo y Gastón la abrazó más. Ella bajó sus manos, la metió por debajo de su cinturón y siguieron besándose. Tomó las manos de Gastón y lo guio hacia la puerta trasera de la casa. La Y-700b quedó en el cofre, la luz de la luna hacía brillar sus ojos claros. Vanina se arrojó encima de él en la cama. Se siguieron besando mientras se iban quitando las ropas.

por Adrián Gastón Fares.

Voraces. Nueva novela. 12.

Vanina se lo quedó mirando sin contestar, se dio vuelta, como agotada.

—Esperá, dijo Gastón, vos querés decir que de alguna manera le hicieron escribir eso al vagabundo. O que los de Riviera lo ubicaron en ese lugar y le dieron esa hoja y vos se la pediste y decía eso—. Gastón señaló el papel.

Vanina hizo un bollo con el papel y lo arrojó a un costado.

—No es esto solo. ¡Te quería mostrar esto para que veas las cosas!

—¿Qué cosas?

Vanina se largó a llorar. Gastón no sabía qué hacer. Luego se calmó y dijo:

—Yo estaba de novia antes de que empezara todo esto—. Gastón sintió algo contradictorio. Por un lado un rayo de esperanza y por otro el embarazo de no saber qué contestar.

—¿Y te dejó? Pero esas cosas pasan…

—No fue el tema que me dejó, sino cómo lo hizo. Estaba todo bien, nunca peleábamos ni nada, y de repente de un día para el otro se convirtió en otra persona.

—¿Cómo que en otra persona?

—Sí, me llevó a cenar y, fríamente, sin poder articular otras palabras, me dijo que: Debía dejarme.

—Fue una manera de decir. Seguramente conoció a otra chica—. Gastón se dio cuenta de que había metido la pata.

Vanina lo miró con odio.

—Es imposible.

—¿Y qué es posible para vos entonces?

—Desde que llegaron estos mamotretos todo cambió, ¿no te das cuenta?

—Pero nos eligieron para eso, los de Riviera, es algo importante, ¿no te pareció?

—¿Riviera? La busqué por todos lados pero no hay información de contacto.

En ese momento se escuchó un gran estruendo. El contenedor vibró. Gastón y Vanina hicieron silencio. Volvió a repetirse el estruendo. Esta vez empezó a entrar polvo por las rendijas del ventilador. Se empezaron a ahogar. Tuvieron que salir del contenedor. Afuera había un gran agujero en una de las paredes del garaje. Parte del cemento del cielo raso se desprendió y cayó cerca de Gastón y Vanina. Caminaron rápido hacia la puerta y al darse vuelta vieron que la bola de demolición volvía a atacar al garaje. La pared seguía desmoronándose. Una nube de polvo avanzó hacia ellos cuando lograron abrir la puerta y salir al exterior. Lo primero que vieron afuera fue a la cara sonriente de la vendedora de copos de algodón, luego escucharon por arriba del estruendo que volvía a generar la grúa de demolición al golpear las paredes del garaje, dos bocinazos que daba la mujer mientras los seguía mirando sonriendo y pedaleaba en zig zag por la calle. Miraron hacia los costados y vieron a muchos albañiles. Habían ubicado andamios en toda la cuadra. Estaban tapando los garajes con ladrillos. Caminaron hasta la esquina y al doblar vieron a la topadora que estaba derrumbando el techo del garaje. Uno de los vecinos de esa cuadra se metía con una mochila en el coche y se unía a la fila de vehículos que avanzaban hacia la avenida. Volvieron al garaje. Gastón le preguntó a uno de los albañiles.

—¿Qué están haciendo?

—Estamos construyendo— le contestó con una sonrisa.

—¿Qué cosa?

Lo siguió mirando con la sonrisa. Le dio vuelta la cara y siguió mirando al compañero que ubicaba los ladrillos. Hacia el final de la cuadra la nueva pared levantada, de bloques de cemento, ya tenía una altura que superaba la de la casa de Gastón, que era de dos pisos. Vanina miró hacia el vagabundo y caminó hacia él. Gastón la siguió. El hombre seguía con la cabeza baja escribiendo en el centro de un círculo de botellas tiradas, diarios retorcidos y mantas. Gastón le preguntó si podía ver qué estaba escribiendo. El hombre le devolvió una mirada perdida y no pareció entenderlo. Vanina le quitó de la mano el cuaderno y pasó las páginas. Gastón adelantó la cabeza para mirar. Las primeras hojas repetían una y otra vez el cuento contado por los androides. Vanina dejó de pasar las hojas cuando encontró palabras diferentes. Decía:

Y de Ilión los destinos viven quietos

Tu verás renacer su alzado muro

Y espera mi palacio al rey guerrero

Y jamás esta ley será violada

Mas en tu corazón triste despecho

Arde cruel y quiero revelarte

Que vencerá tu hijo muchos pueblos

Y en tres inviernos aniquile al Rútulo

Y Ascanio más feliz que a Julio hicieron…

Seguían otros versos que los dos reconocieron como diferentes partes de poemas épicos. Debo aclarar que el que reproduzco en mi narración es de La Eneida, de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por D. Graciliano Afonso. Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, 1853. No podían darle mucha importancia a las fuentes en ese momento ni Gastón ni Vanina ya que se les acercó un vecino que andaba con la camisa abierta y el abultado estómago escapando de un apretado cinturón.

—¿Qué es lo que están haciendo en esa cuadra? Por Dios… — les preguntó.

Iban a responderle cuando se detuvo uno de los vehículos que rondaban por la cuadra, bajó la persiana y una joven pelirroja miró al vecino y lo llamó. El hombre miró a la chica. Y se dirigió hacia el coche. La puerta trasera se abrió y el hombre los saludó, ya con una sonrisa desde la ventanilla, mientras el coche arrancaba.

—La verdad que tenías razón que esto es preocupante— le dijo Gastón a Vanina. Gastón no podía pensar muy claramente porque le parecía que le estaba hablando a las réplicas de ella, lo que era algo absurdo. Todavía no se había amoldado a la realidad de que era la original de carne y hueso la que estaba delante de él y no un robot lleno de fibras azules y rosadas y piel sintética.

—¿Preocupante? —dijo ella-. Tenemos que ir a hablar con los de Riviera.

—Pero si no sabemos donde queda.

—Los únicos que podían saber eran los androides. ¿Vos tenés auto?

—No y no sé manejar.

—Bueno entonces salvo que quieras caminar treinta cuadras vamos a tener que esperar al colectivo.

—¿Y cuál es la idea?

—Ir a mi casa y desenterrarla.

—Yo tengo una cabeza en mi casa, pero no la pude activar.

—No creo que funcionen las partes separadas del cuerpo. Pero en la bibliografía al respecto dicen que si se les pregunta dónde fueron construidos, contestan.

—Nunca coincide nada con la bibliografía.

—Y bueno, otra no queda.

—¿O sea que no era una metáfora eso de que enterraste a una de las tuyas?—. Vanina bajó la mirada.

—No. Cuando me dejó mi novio me tomé unos vinos y me pareció terrible que esa contestadora automática, si algo me pasara a mí, me reemplazara en el mundo.

—Ah, sí. Es entendible. Es muy molesto escuchar esa historia lúgubre tantas veces. Y encima que la cuenten con esa sonrisa, ¿no?

—Son insoportables.

Gastón se quedó pensando.

—Tengo un problema. Tengo una perra y se quedó adentro y con tanto lío en la cuadra me da miedo dejarla ahí.

—¿Y qué podés hacer?

Gastón bajó el cordón de la acera y desde la mitad de la calle vio que algunos albañiles estaban señalando su casa, parecían hacer mediciones e intercambiar información. Luego se escuchó otro estruendo de demolición. Desde la mitad de la calle Gastón vio que el resto del techo del garaje se venía abajo. 

Gastón miró hacia Vanina y le hizo una seña de que esperara. Empezó a andar rápido, saltó la zanja de la esquina, subió por la vereda inclinada de baldosas rotas del almacén y, antes de meterse en su casa, vio que la niña de los vecinos lo saludaba agitando las manos antes de meterse en el vehículo de los padres, que empezó a circular hacia el oeste, siguiendo una fila que parecía larga de coches. En su casa llamó a la perra pero no apareció. La buscó en las habitaciones y en el fondo y no la encontró. Se la habían llevado mientras estaba en el garaje, pensó. O se había escapado. Pero lo más probable era lo primero. Sintió una gran bronca contra Riviera porque que se hubieran llevado a la perra ya desbordaba lo que podía esperar de una empresa tan prometedora. Antes de salir miró con ganas a los barriles de cerveza. Qué bien le hubiera venido en ese momento poder tomarse un trago, pensó. Le pareció escuchar como un murmullo de motores a lo lejos.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 11.

No tenía paciencia ese día para esperar y concretar su visita por la tarde. Se había levantado temprano por el barullo que parecía provenir de la calle. Al cruzar divisó —perdón Gastón, este berretín no se nos ha ido— que en una de las esquinas estaban trabajando hombres con el torso al descubierto. Preparaban una mezcla de arena y cal y ubicaban ladrillos en lo que era un garaje. La vecina y el vecino de las casas linderas al garaje estaban dirigiendo a otros albañiles que entraban en sus casas y salían llevando baldosas rectangulares. Nadie reparó en Gastón, aunque él los saludó al pasar.

Ya en el contenedor, presionó la llave que prendía la luz principal. La luz parpadeó, bajó en intensidad y se apagó. Iba a fijarse si la bombilla se había quemado cuando pensó que esa variación era bienvenida. Un rayo de luz entraba por el ventilador que tampoco funcionaba y, al sentarse en el zafu, resaltó el perfil del X-700b y lo que quedaba del cuerpo del X-700a. Se preguntó si, a esa altura, tendría sentido hacerlos funcionar. Iba a chasquear los dedos cuando reparó en un cambio en el X-700b. Se levantó rápidamente y, con los brazos en la cintura, se quedó mirando a la cabeza de la réplica. Luego miró al suelo en búsqueda del miembro que le faltaba y lo encontró abandonado a sus pies. Se agachó y tomó la oreja con sus manos mientras empezaba a sentir que la sangre fluía hacia sus mejillas. Tomó la oreja de una de las puntas y la dejó oscilar sobre las fibras que salían del agujero que había quedado en la cabeza del X-700b. Las fibras se agitaban como tratando de conectarse con el miembro perdido. Luego se abrieron en abanico y cayeron vencidas por la falta de energía. Claramente él no había sido el que había atentado contra el X-700b. Se llevó las manos a sus orejas, como por instinto para corroborar que todavía estuviesen ahí. Le pareció que se estaban burlando de él y eso le dio más bronca. ¿Quién podía haberle hecho un chiste así más que la cuidadora las Y? Una cosa era que él decidiera qué hacer con sus réplicas y otra que lo hiciera otra persona. Le pareció algo fuera de lugar y se dijo para sí mismo que debía dejar una lección. Se guardó la oreja en los bolsillos y volteó el cuerpo para enfrentar a las Y. Se acercó a la Y-700b. Inclinó el cuerpo para observar la cara de la réplica. No había vuelto a ensuciarse. Parecía casi nueva. Le hizo recordar al primer día que las vio. Hizo una pinza con el dedo pulgar y el índice y, con la boca apretada, posó las manos en la oreja derecha de la Y-700b. Se disponía a tirar de la oreja cuando vio que la Y-700b parpadeaba. Luego se vio empujado hacia atrás. Cayó al suelo con sus dos piernas separadas. Vio como la Y-700b se ubicaba entre la separación y levantaba el brazo, amenazador. Gastón esperó lo peor. Pensó que esos brazos debían pesar lo suficiente como para aplastarlo. Entonces la Y-700b pegó un grito que reverberó por todo el contenedor. Gastón logró, mientras tanto, guarecerse en una de las esquinas del contenedor. Y desde ese lugar observó cómo la Y-700b pasaba del grito desesperado a una risa nerviosa. Luego, un sollozo. Gastón, apenado por la réplica, se levantó y se acercó para consolarla. Pensó que un despertar así tal vez fuera parecido a un nacimiento. Debía ir acompañado, más por lógica que por necesidad, de un llanto. Estiró la mano para ubicarla en el hombro de la espalda de la Y-700b y dijo:

—Bienvenida al mundo.

La Y-700b, sin darse vuelta, le respondió:

—¡Pelotudo!

Luego giró y lo encaró de lleno:

—¿Todavía pensás que esas chatarras pueden llorar o algo así?

Gastón sintió un ramalazo de adrenalina antes de tranquilizarse al comprender la situación. Era la cuidadora de las Y. ¿Cómo se había dejado engañar por un momento pensando que podría haber un cambio tan significativo en los androides? Señaló el asiento vacío.

—¿Y qué pasó con… ella?— le preguntó a la cuidadora de las Y.

—¿Con ella? ¿Vanina 2?

—¿Ese nombre le pusiste? A mí ni se me ocurrió renombrar a los míos.

—No, estúpido, Vanina me llamó yo.

—Ah, bueno, un gusto, Vanina. Pero, ¿qué pasó con ella? ¿Por qué hiciste esto?

Gastón sacó la oreja del bolsillo y abrió la palma de su mano.

—Eso porque se me cantó. Y ella. No está más acá, no ves, la reemplacé yo.

—¿Todos estos días eras vos? ¿Me escuchaste cantar y todo?— Las mejillas de Gastón se enrojecieron.

—¿Canción? Qué. ¿Les cantaste a estos muertos?— dijo Vanina señalando a lo que quedaba de los X, luego agregó—, ¿te parece que voy a quedarme acá escuchando siempre lo mismo?

—¿Cómo sabés que dicen lo mismo? ¿Los pudiste activar?

—No me interesa…

—Pará. Pero lo importante es qué hiciste con ella, eso te pregunté.

—Está enterrada. La enterré. ¿Qué está mal?

—¿Cómo no va a estar mal? ¿Te parece bien? No aportan mucho por ahora pero que yo sepa no hicieron ningún mal.

—¿Ningún mal? Pero, no te acercaste a hablar con el vagabundo, ¿no? Todos los días hacés el mismo recorrido. Caminás como si fueras uno de ellos. Pensé en eso. En si te habían reemplazado a vos en el mundo real. No te das cuenta de que hay casualidades raras, cosas que no deberían estar pasando?

Gastón pensó un poco.

—Siempre hay casualidades raras. La vida es así, está llena de esas cosas.

—¿De esas cosas? Mirá.

Vanina rebuscó en los bolsillos traseros de su pantalón corto y sacó una hoja doblada. La desdobló y se la pasó a Gastón.

—Leé, por favor.

Gastón primero vio que la letra era cursiva y el pulso uniforme. En tinta azul decía:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Gastón asintió con la cabeza. Volvió a doblar el papel y se lo devolvió a Vanina, que le dijo:

—¡¿Y?!

—Estoy pensando, ¿eso escribió el vagabundo? Vi que escribe todo el tiempo. Vos sugerís que tal vez se metió en este sucucho, pudo activar a los X y… ¿escuchó mi relato?

—¿Tu relato?

—Me refiero al relato que ellos me cuentan… contaban a mí.

—¿A vos? ¿Qué te pensás que contaban estas?— señaló a la Y restante.

—Espero que alguna otra cosa.

—No, contaban lo mismo. Exactamente eso y nada más.

—¿Nada más? Entonces, ¿se metió y escuchó a los cuatro? —Gastón se detuvo—. Perdón, no estoy pensando bien. Esto es demasiado para mí. ¿Qué es lo que intentás decir?

—Es imposible que el vagabundo pueda activar algo. Además no puede caminar, ¿o por qué te pensás que está siempre ahí?

—Ah… entonces… hace rato que me parece que pasa algo extraño en el barrio. ¿Vos también lo notaste?

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 10.

Al otro día lo despertó el pitido del timbre. Caminó preguntando quién era por el pasillo y vio que había una camioneta estacionada en su puerta y un hombre pelado y macizo sostenía contra sus piernas un objeto plano envuelto con papel. Gastón saludó a la persona y le dijo que no había pedido nada, que se habían equivocado. El hombre insistió en que era un regalo que debía aceptar. A Gastón le pareció entender que decía la palabra Riviera. Para sacárselo de encima tomó el objeto rectangular y despachó al pelado. Cuando la camioneta arrancó, aprovechó para mirar hacia enfrente por si veía salir o entrar a la chica al garaje. No había nadie. Prefirió no salir.

Entró el paquete y en el living, frente al televisor, rompió el papel que envolvía al objeto. Era un bastidor. ¿Para qué iba querer él un bastidor? Gastón recordó que le costaba dibujar algo de manera decente. Los de Riviera pretendían que encima de cuidar a los X se pusiera a pintar. Pero ni siquiera tenía en claro si eran los de Riviera los que habían enviado ese «regalo». Decidió salir a la calle, enfrentando la posibilidad de encontrarse con la cuidadora de las Y, para cerciorarse de que no estuvieran regalando bastidores a los demás vecinos. Apenas puso un pie en su acera frenó otra camioneta.

En la caja de carga tenían varios envases redondos metálicos etiquetados. Gastón escuchó dos portazos y uno de los empleados, vestido con uniforme de color caqui, se le acercó y le pidió que abriera la puerta para depositar el envío. Gastón iba a decir que no pero luego avanzó unos pasos hacia la caja de carga para ver qué eran. Barriles de cerveza. Había de varios tipos. Le preguntó al empleado:

—De Riviera, ¿no?

El tipo no contestó y Gastón dio por sentado que eran regalos de Riviera. Abrió la puerta y en el garaje los empleados descargaron los barriles de cerveza. Mientras lo hacían Gastón vio que el vecino que había descargado las herramientas estaba sacando escombros de su casa y los arrojaba a una pila que había formado sobre su vereda. Como estaba preocupado en que depositaran en fila a los barriles de cerveza sin golpearlos no le dio mucha importancia y hasta olvidó que antes le habían traído el bastidor. Se dijo que estaba claro que los de Riviera habían observado por alguna microcámara que la noche anterior había bebido y sabían que le gustaba la cerveza por eso le hacían ese regalo para compensar el mal funcionamiento de las unidades a su cuidado. Luego entró a la casa y vio al bastidor sobre el sofá. Como no sabía qué hacer ese día salió de la casa y caminó hasta la avenida, donde en una librería compró unos pinceles y algunos pomos de pintura. Después de todo, una cosa era dibujar mal y otra probar lo que podría salir con la pintura automática. Así que se pasó el día pintando en el cuarto de herramientas de su abuelo mientras uno de los ojos de la cabeza del X-700a lo observaba desde la abertura de la bolsa.

El resultado final en el lienzo fue un cielo moteado de nubes espiraladas con un molino de viento mal trazado pero discernible. A la noche se sintió satisfecho, aliviado por el acto de pintar y crear algo y cenó. Poco habitual en él, se quedó dormido mirando una película de Hitchcock.

Eso no quitó que al otro día se levantara tarde pero en alerta. Había soñado con la cabeza en el cuarto de herramientas y con la cuidadora de las Y con el ceño fruncido, como amonestándolo. Almorzó rápidamente y se dirigió al garaje de Riviera. El X seguía con las fibras cayendo sobre el pecho. Iba a sentarse en el zafu para activarlos —por lo menos al que quedaba— cuando reparó que había un nuevo cambio en las Y.

A una le faltaba una pierna. Observó los delgados cables, rosados y azules, que caían hasta rozar el piso frío del contenedor. Eso no le pareció fruto de un accidente como había sido el que había terminado con la cabeza separada del cuerpo de una de sus réplicas. Pero volvió a pensar que no era su asunto. Eran las réplicas de ella por lo tanto podía hacer lo que se le antojara con ellas. Tal vez la cuidadora de las Y sería demasiado crédula y esperanzada y pensara que las réplicas podrían reemplazarla en el mundo real y hubiera tomado acciones para que eso no ocurriese. O quizás ni siquiera contaban una historia, tal vez eran unidades más dañadas que las suyas.

Chasqueó los dedos y activó a los X. Las fibras del X-700a se movieron como sopladas por una brisa y el que conservaba la cabeza repitió otra vez la historia con la que había sido cargado. En ese momento Gastón sintió que era intolerable seguir escuchando lo mismo. Lleno de ira, se acercó al X-700b, lo tomó de una mano y tiró hasta que separó el brazo entero de la unidad. Debió apartarse porque las fibras salieron de golpe —una de ellas llegó a arañarlo antes de quedar inerte— eyectadas del muñón del que salían. Pensó que, a diferencia de la Y, él no iba a ocultar nada. Dejó el brazo tirado en el piso, salió del contenedor, abrió el portón y ya en la acera giró. Una vecina, la de la casa a la izquierda del garaje, estaba de pie con una pala en medio de un montón de arena y de una pirámide pequeña de cemento. Escuchó que decía hacía él:

—¿Cómo va el trabajo?

Pensó que se había enterado de que estaba cuidando a los androides. Iba a contestar cuando escuchó que otra persona respondía.

—Bien. ¿Y el suyo?

Era el vecino que había visto el día anterior. Era a esta persona a la que había dirigido la pregunta la vecina. El vecino tenía una columna de baldosas de cemento depositadas en la vereda de su casa. A Gastón le pareció que a él no lo registraban. Como si fuera transparente o una especie de fantasma. Parecían muy concentrados en la tarea que tenían que realizar. Decidió dejarlos en paz con lo suyo y cruzó a su casa.

Estuvo buscando en la computadora si había algún email de Riviera o dirección de contacto para agradecerles los regalos que le habían enviado pero no encontró ninguna. Mientras lo hacía volvió a escuchar sonidos de metales golpeados. En un momento el barullo fue tan grande que se puso de pie para ir a ver qué pasaba pero en ese momento cesó. Pensó que no podía aprovechar los barriles porque no tenía manera de verter el contenido. No le parecía raro que los inventores de esos androides se pasaran por alto el hecho de acompañar los barriles con el sistema adecuado para aprovecharlos. Pero, por lo menos, se habían acordado de él, eso era lo importante, pensó Gastón. Luego de cenar, tomó su martillo y colgó, en una habitación que no se utilizaba en la planta alta de la casa, entre un cuadro de Jimi Hendrix y otro de Jim Morrison, el cuadro que había pintado. En ese momento, mirando el cuadro, bastante satisfecho con lo que había hecho, recordó que en la narración de los X, Juan era pintor. Sintió una especie de vértigo que desapareció cuando pensó que esas casualidades existían siempre. Que no querían decir nada. Además, estaba encantado con el hecho de haberse animado a probar un arte como la pintura.

Después de hacer su rutina de ejercicios y tomar sus batidos proteicos, Gastón se metió en la cama y sintió nostalgia por los tiempos pasados. Por las salidas en grupo con amigos, las borracheras conjuntas y las anécdotas que compartían. Eso lo llevó a pensar en una de sus ex novias, que se había casado con otra persona y se había ido a vivir a otro país, y luego se durmió pensando en la cuidadora de las Y. Le parecía injusto que hubieran inventado esa regla de no poder compartir la experiencia de ser cuidadores de los androides.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 9.

Al otro día hizo todo lento. No quería que llegara el momento de tener que cruzar para escuchar otra vez la historia de Juan y Sara. Hasta limpió su casa. Baldeó el patio. Y jugó con el agua que salía de la manguera con su perra. Ya en el contenedor se sentó en el zafu sin ni siquiera mirar antes a los X. Los activó, escuchó el discurso —sin ninguna variación. 

Mientras, observó al X que tenía la cabeza ladeada. No soportaba verlo así. Era como verse a sí mismo abatido o amonestado. Se levantó tan de golpe que sintió que se mareaba. Caminó hasta el X-700a dañado. Con la mano derecha trató de levantar la cabeza. Primero suavemente, pero cuando vio que no se movía ni un milímetro probó con un tirón fuerte. Nada.

Luego otro más fuerte. En ese momento el cuello del X-700a se dejó levantar unos centímetros y, a la vez, la pierna derecha salió disparada y el pie dio con fuerza en la rodilla de Gastón. Maldijo al androide, y tiró más fuerte de la cabeza. Escuchó un crujido, el cuello del X se agrietó y la cabeza terminó en el piso. Saltaron fibras azules del hueco que quedaba en el cuello. Gastón se sintió muy culpable. Miró al otro X y a las Y como si hubieran sido testigos del incidente. Se acuclilló y observó a la cabeza que había quedado con una mejilla apoyada en el suelo. ¿Y ahora?

Una cosa era que le faltara un brazo a una Y. Pero él había dejado un androide sin cabeza. Chasqueó los dedos para ver si había alguna conexión entre esas fibras azules y la cabeza del X. Vio que algunas de las fibras se movían pero la boca del X no se movió. El otro X volvió a contar la historia mientras parecía tener la mirada —un poco afectada le pareció a Gastón por lo ocurrido— clavada en la de su par androide descabezado. Escuchar otra vez la historia irritó aún más a Gastón. Sentía que le faltaba el aire en el cubículo y hasta miró al hueco de refrigeración y comprobó que el ventilador seguía dando vueltas. Volvió a mirar la cabeza. Se dijo que no podía dejarla ahí. Rebuscó en los bolsillos traseros de sus jeans y encontró la bolsa negra que usaba para recoger las deposiciones en los paseos con su perra. Se agachó y embolsó a la cabeza. Luego se levantó, apagó las luces del contenedor, cerró la puerta y caminó hasta la salida preocupado por lo que había ocurrido.

Era un día muy húmedo y nublado. Por la mitad de la calle avanzaba a pasos rápidos hacia el garaje la cuidadora de las Y. 

Al verlo se detuvo. Gastón vio que miraba con perspicacia la bolsa que llevaba. Luego se cruzó se de brazos. Gastón, avergonzado, apuró sus pasos, entró a su casa y cerró la puerta. Fue rápido hasta el cuarto de herramientas y dejó la cabeza arriba de una mesa de trabajo que había pertenecido a su abuelo. Cerró la puerta del cuarto —con llave, por las dudas; no supo explicarse por qué.

Se sentó en una silla de madera verde, que él mismo había pintado para su abuela, inclinó la espalda y apoyó los antebrazos en las piernas. ¿Qué iba a pensar de él ahora la chica de pecas? ¿Justo tenía que aparecer el día que a él le ocurrió ése percance tan horrible? ¿Y tenía que encontrársela al salir? Pensó que lo último fue lo mejor porque si no tal vez la chica hubiera entrado al contenedor y descubierto lo que ella hubiera interpretado como un atentado a los X por parte de él. Se dijo que si ella había empezado con ese asunto de desguazar a los androides tal vez no lo vería como algo tan importante.

Después de todo, a él no le había molestado tanto que ella hubiera modificado a las Y. Eran copias de ella. Y él había terminado haciendo lo mismo con una de las suyas. Se entristeció al pensar que lo ocurrido requería que al otro día no pisara el contenedor porque era probable que la cuidadora de las Y, ya que había reaparecido, diera por sentado que era el día de ella. Y más viéndolo a él salir con una bolsa pequeña y abultada. Todo el asunto lo puso nervioso. Debían ser las seis de la tarde. Abrió un vino, un Syrah de una marca de gama baja, que tenía en la heladera, y fue mezclando el alcohol con soda —Gastón tomaba así el vino porque había leído que los persas tenían la costumbre de tomarlo de la misma manera; para ellos mezclar la cantidad justa de agua con el vino aseguraba veladas con gratas conversaciones— y bebiendo lentamente hasta que se quedó dormido frente a la mesa, en la silla de computadora con ruedas, con el respaldo inclinable ya vencido, en la que se sentaba todos los días.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 8.

Los registros del otro día, jornada de tormentas eléctricas, muestran que Gastón volvió a cruzar, a las corridas para no empaparse, algo que no logró evitar, y que al abrir la puerta un rayó lo encegueció por un instante. Empujó, todavía con la vista irritada, la puerta del contenedor. Prendió las luces. Vio que estaba vacío. No había rastros de los X ni de las Y. Descendió del contenedor y lo sobrepasó. Reparó en que había una puerta que daba a un pasillo, lo que sugería algo que él no había notado antes, que el garaje formaba una L y tenía una salida por la vuelta de esa cuadra.

La puerta que daba a ese tramo crujió mientras se abría sola. Quedó entornada. Gastón la empujó. Debajo de la luz cenital blanca que iluminaba a ese pasillo blanco vio una forma agazapada. Se acercó unos pasos porque la veía borrosa, no sabía si por el rayo que lo había enceguecido o por las potentes luces blancas que generaban ondas de fotones que molestaban a los ojos todavía sensibilizados de Gastón. Cuando distinguió lo que era la forma, se detuvo y empezó a correr hacia la puerta por la que había entrado. Manoteó el picaporte pero no se movió. Estaba encerrado en el área nueva.

Miró por encima de su hombro y vio que la figura estaba a tres metros de él ahora, dispuesta a dar un salto. Era una de las Y. Estaba en cuatro patas y sus ojos estaban enrojecidos. Se dio vuelta para pedir que se detuviera pero era tarde. La Y saltó sobre él. Y así termina este registro de ese día.

Lo catalogo como un sueño ya que en la etiqueta que lo acompaña está la duda de si fue un sueño o de si es parte de la realidad de Gastón. Por lógica nos inclinamos a creer que fue un sueño y que es mejor borrarlo de la Memoria luego de haber sido expuesto en esta narración.

Lo que no figura como duda de si fue un sueño o realidad es que el día siguiente, soleado, Gastón salió a caminar antes de acercarse al garaje. Ese día era el de la Gran Carrera. Lo que significaba que los coches que se desplazaban lentamente se dirigían hacia el autódromo para, una vez ahí, levantar la velocidad al máximo y pasarse unos a otros en una especie de loop que terminaba al anochecer. A veces, hasta algún colectivo se sumaba a la carrera y los pasajeros no tenían otra opción que aferrarse al respaldo de los asientos delanteros, arandelas si viajaban de pie, y disfrutar de un poco de adrenalina. Los vecinos con costumbres más antiguas (jóvenes o viejos) no participaban de ese juego.

Gastón se acercaba a la avenida cuando escuchó una melodía que ya conocía, nada molesta y muy bella en comparación a la que solía escuchar a esa altura. Los jóvenes tatuados que rodeaban a la camioneta con los parlantes parecían disfrutarla también. Gastón no podía comprender cómo de repente eran capaces de disfrutar del Adagio para cuerdas de Barber. Era la versión clásica. Le pareció tan fuera de lugar que hubiera preferido que pusieran alguna canción pop de esas olvidadas o algo más alegre. Pero se dijo que en la vida pasan cosas raras, no había que darle ninguna importancia a eso como nunca lo había hecho ante esas cosas incongruentes que eran la materia misma de la existencia. Siguió andando y, mientras le pareció escuchar el aullido de su perra que lo reclamaba desde el garaje, dobló en la esquina y caminó unas cuadras por la avenida cuando vio que una bicicleta venía dando tumbos por la calle, fuera de control. Se detuvo para observar mejor al que la manejaba. La cara era la misma del niño enyesado. Pero no tenía más el yeso. En cambio, su brazo se bamboleaba sin dirección, para un lado y otro, sin poder controlar la bicicleta y lo más raro de todo era que la cara del niño era de completa felicidad, incluso cuando terminó debajo de la bicicleta en el suelo. Gastón se acercó para ayudarlo a levantarse. Pero cuando llegó, el niño ya estaba de vuelta encima de la bicicleta y trataba de mantener el equilibrio con su brazo fuera de lugar. Eso le pareció a Gastón más raro que el Adagio y luego pensó que hasta se complementaban uno a otro, la música iba bien con un niño que necesitaba yeso sin yeso y que valientemente intentaba domar una bicicleta.

Siguió caminando hasta otra avenida y cuando la encaró vio que una niña morena venía cabalgando un caballo a toda velocidad, cuando estuvo cerca de él, tiró de las bridas y el caballo levantó las patas delanteras y relinchó. Luego la niña golpeó el lomo del caballo y siguió corriendo por la mitad de la calle (ayudaba que fuera el día de la Gran Carrera; en otro día hubiera sido imposible, pensó Gastón).

Gastón siguió caminando mientras pensaba que era todavía menos probable que a la vuelta se encontrara con la cuidadora de las Y. ¿Si había tomado el colectivo y justo se le había dado al conductor por ir al autódromo? No era lo habitual en esos colectivos antiguos pero podía ser. Más en en ese día que había visto tantas cosas incongruentes. Pero, me consta que se lo dijo a sí mismo, cosas simpáticas (salvo lo del niño sin yeso, le pareció demasiado temerario ese niño).

Al volver de la caminata, dejó en el lavadero de su casa la bolsa con la comida para la perra que había recogido en las cabinas de despacho alimentario ubicadas en la avenida y cruzó para visitar a nuestros antepasados. Algunos cuentan ese día de otra forma, pero yo me remito a narrar los hechos. Gastón se limitó a sacarlos del modo reposo, y escuchó la misma narración de siempre con toda la paciencia del mundo, ya sin esperar ningún cambio (aunque de hecho volvieron a decir VIO en vez de DIVISÓ; algo a lo que no le dio importancia a esa altura) luego intentó, sin éxito, lubricar el cuello del X para que retornara a la posición original, y dedicó el resto de la hora que estuvo en el contenedor a pasar el paño por las mejillas y el cuello de las Y.

Le pareció que no servía para quitar la película de polvo. También pensó que quizás la luz cenital fría del contenedor estuviera oscureciendo la piel sintética de las Y como si las bronceara. De pie delante de una de ellas inclinó el cuerpo hasta que su cara estuvo cerca de la fina nariz de la Y y la observó cuidadosamente, mirándola a los ojos, como si esperara que hubiera algún ensanchamiento o retraimiento de pupilas o algún microgesto que pudiera captar. Nada de eso. La Y-700b siguió impávida.

Ya en su casa lo recibió la perra, dando saltos alegres y reprochándole que hiciera tanto que no la sacara. Gastón primero pensó que tal vez sería bueno llevarla a que conociera a los androides. Descartó la idea cuando se imaginó que podía atacarlos, incluso privarlos de algún otro miembro. Era una perra cariñosa, pero grande y con colmillos filosos, a la que le gustaba comer papeles de cocina, por lo que él la llamaba a veces perra impresora. Aquel día hizo la rutina pero a la noche sintió como si el cielo oscuro, sin estrellas, descendiera sobre él y la falta de un trabajo grato y de una compañía femenina necesaria se le vino a la cabeza. Para despabilarse, salió a tomar aire y se acercó a las rejas de su garaje. Escuchó ese ruido de forja otra vez, como si estuvieran golpeando un metal con un martillo. Y vio que varios coches de su cuadra estaban aparcados en los ascensos a su garaje. No era lo habitual y menos de noche cuando la mayoría de los conductores disfrutaban más de correr las ventanas superiores de sus vehículos para ver cómo los follajes de las copas de los árboles filtraban las luces de las calles y creaban sombras. Solía provocar el bostezo y luego se dormían mientras los coches seguían rodando con ellos adentro.

Hasta solían parir en los coches porque la creencia popular aseguraba que era beneficioso para el cerebro del recién nacido —que así también se acostumbraba al ritmo de vida, por lo general enlentecido por antiguas costumbres burocráticas, que le esperaba.

Con la mejilla pegada en la almohada, pensando en si volvería a ver a la cuidadora de las Y, escuchó el murmullo de los motores lejanos de los coches que seguían, ese día, dando vueltas en el autódromo. El sonido lo apaciguó (le hacía recordar cuando su abuelo con su tío abuelo miraban la Fórmula Uno) pero cuando el sonido se detuvo volvió a sentir el peso ya no de ese día sino del siguiente que tenía que enfrentar. No podía dejar solos a los androides. La regla era que los habían hecho símiles a él para evitar cualquier escape. Aunque ya se imaginaba que durante la vida de él eso nunca iba a suceder sabía que tenía la tediosa responsabilidad de estar con ellos. Maldijo. Luego se encontró pidiéndole a las almas de sus abuelos y tíos que hicieran algo con esos dos robots opas que le habían tocado.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 7.

Iba por la mitad de la segunda cuadra cuando escuchó los altavoces de los coches antiguos de unos vecinos, unos chicos tatuados que se juntaban en la calle. La música estaba muy alta. Y como era reggaeton a Gastón le pareció todavía más alta. Negó con la cabeza y siguió caminando. Dobló en la avenida. Mientras caminaba lo sobrepasó un chico en bicicleta que tenía un brazo enyesado. A Gastón le dio pena por el chico. Con el calor le pareció que debía ser realmente molesto usar ese yeso y encima andar en bicicleta. Terminó caminando unas cuantas cuadras y se olvidó un poco de las réplicas, la chica de pecas, las copias de las chicas de pecas, y sus propias copias, de Riviera y todo nuestro asunto.

Miraba los árboles, especialmente los sauces llorones que le parecían árboles muy extraños. No desafiaban la gravedad como los demás árboles. Se les daba por tirar la copa hacia abajo, como si quisieran escurrirse por el suelo, pensó Gastón. También le gustaba ver las rosas que había en algunos jardines.

Gastón daba por sentado lo que no le interesaba, ya que no tenemos impresiones de lo demás registrado. Por ejemplo, mientras él caminaba los coches, en esa época, se desplazaban constantemente a una velocidad lenta. No había coches aparcados en las veredas de las casas. Algo que en décadas anteriores había hecho que las aceras de la zona fueran casi intransitables. Fue un proceso lento pero constante el que hizo que los vecinos cada vez más salieran de sus casas, se metieran en los coches automáticos y, sin conducir, dejaran que los pasearan de aquí para allá. Salvo algunos vecinos de Gastón como el desaparecido Elías, o el que dormía la siesta en el porche, los demás prácticamente no vivían en las casas sino que, podríamos decir, lo hacían más en los coches. La mano de obra robótica en las fábricas más los bots que hacían el trabajo que realizaba la mayoría de las personas en épocas anteriores, había dejado mucho tiempo libre para todos y nadie sabía muy bien qué hacer con ese tiempo. Dejar que los coches los llevaran de un lugar hacia otros, a veces para conocer nuevos lugares, pueblos de Buenos Aires, incluso provincias, o simplemente dar vueltas por el barrio, era una forma de matar el tiempo que resultaba ser muy efectiva. De vez en cuando, los vecinos se bajaban de los coches para cortar el césped de sus casas o controlar el sistema de aire acondicionado, pero las casas estaban la mayor parte del tiempo abandonadas. Uno podía salir a la noche y ver un tráfico continuo de coches y, aunque los vidrios polarizados no dejaban ver hacia adentro, había familias enteras cenando dentro, parejas reproduciéndose, y hasta animales que se subían solos a los coches para que los acercaran a otros animales que pululaban en los garajes. Claro que había excepciones, como Gastón que no sabía conducir (aunque tampoco se necesitaba saber conducir; tampoco le gustaban mucho los coches) y algunos vecinos que mantenían vigente el espíritu antiguo del barrio. Entre estos recordaremos a la señora que vendía copos de algodón y los descendientes de familias con tradiciones gauchescas que ya he señalado (y que sólo a Gastón se le podía ocurrir que tenían influencias del Western en ensillar los caballos y pasearlos por la zona) El equilibrado tránsito, que sólo se detenía completamente por momentos, cuando recargaban los coches (algo que solían hacer los vecinos al unísono, más o menos como hablaban nuestros antepasados) era posible gracias a la velocidad lenta a la que iban los coches. Ahora pensamos que el disgusto de Gastón por el corredor de remera fluorescente podría deberse a que era muy extraño ver gente desplazándose por sí misma en esa época. Aunque, ciertamente, habían quedado varios old fashioned. También pensamos que había algo romántico en las personas que se desplazaban en coches, siempre hacia algún lugar, muchos sin saber ni siquiera hacia dónde, confiando ciegamente en el impulso de nuestros antepasados. Yo me pregunto si nuestra relación afectuosa, digamos, con la humanidad, no viene ya de esa época, por las razones que expuse en este mismo párrafo.

Tengo que volver a Gastón porque ya estaba de vuelta en la puerta de su casa, poniendo la llave en la cerradura, cuando se le dio por mirar hacia la esquina para ver si a la original de las Y se le había dado por cubrir el turno de ese día. Habrá sentido un presentimiento, porque la chica venía caminando hacia el garaje, negando con la cabeza, como si estuviera muy enojada. Un joven alto, que no parecía del barrio por la vestimenta, la seguía. La chica se daba vuelta y con el brazo levantado y la palma hacia arriba parecía ordenarle que se detenga. El joven siguió avanzando hacia ella hasta que ella misma enfiló a pasos rápidos hacia él y desde muy cerca le gritó palabras muy desagradables que es mejor dejar sin transcribir en mi relato de esta historia fundacional que me propuse escribir.

El joven se quedó de pie, no siguió avanzando, pero tampoco se volvió, y la chica siguió negando con la cabeza mientras apresuraba el paso hacia el garaje. Gastón pensó por un momento en enfrentarla para preguntarle si había sido ella la culpable de desmembrar a las Y, pero enseguida recordó que eso sería romper una regla, así que le pareció mejor meterse cuanto antes en su casa. En la mitad de su rutina de ejercicios se detuvo para observar por la ventana. Según sus cálculos la chica estaba una media hora con las Y. La vio salir, esta vez sin ninguna bolsa de residuos, pero con las mejillas enrojecidas y la boca apretada. Gastón se preguntó si la volvería a ver. Parecía estar muy afectada. Gastón también vio algo que, como expliqué, sí era notable para él; había un coche aparcado en las veredas de uno de los vecinos que casi nunca abandonaba su coche. Y el vecino, un joven con cara redonda y una barba medio rojiza, alto, ancho y de hombros cargados estaba descargando cajas de herramientas pesadas del baúl del vehículo.

Gastón estaba preocupado porque estaba convencido de que no vería nunca más a la chica de pecas y eso significaba que debía cuidar de los X y de las Y. 

Y ya era bastante pesado hacerlo de a dos. Se imaginaba lo que sería hacerlo solo. Le costó dormirse esa noche. Pero pensó que llevaría adelante alguna estrategia para intentar sacar algo provechoso de los X. No podía ser que no sirvieran para nada y que sólo contaran ese cuento una y otra vez como si fuera lo único que la humanidad había inventado en materia narrativa. Aquella noche volvió a pensar en el estafador que le había quitado su máquina eutanásica y lloriqueo un poco como cuando era un niño. Luego se levantó, prendió las luces de la cocina y compuso una canción. La anotó por si se la olvidaba al otro día. Luego se acostó y se durmió al instante.

Ahora bien, aprovechemos que Gastón está durmiendo en el pasado, para dejar en claro una cuestión sobre la mecánica de su mente. Algo que él sabía bien, y por lo tanto ya daba por sentado, aunque no le encontraba solución alguna por el momento. Gastón no sabía si era por algunas promesas incumplidas de su niñez (a veces pensaba que debía tener con ese cuento que contaban los humanos sobre un invernal hombre con barba que a fin de año se le daba por repartir regalos; los progenitores siempre decían que había que esperarlo si uno se portaba bien y nos consta que muchos niños humanos se quedaban mirando un falso árbol que era ubicado dentro de la casa esperando que apareciera algo que depositara regalos al pie del árbol; eso casi nunca ocurría, y las veces que ocurría el hombre barbudo, y sudoroso, solía llegar caminando por la calle y entregaba sus regalos desde la acera, mientras intercambiaba conversaciones con los progenitores) pero Gastón tenía una sensación, activada a veces por alguna casualidades molestas para él, de que seguía esperando algo; que algo tenía que ocurrir y ese algo iba a cambiar su destino o torcerlo un poco por lo menos. Varias veces en la vida se había visto ante los signos que vaticinaban un cambio inminente pero eso nunca se había concretado. Gastón había visto la película Inteligencia Artificial, en la que un niño robot espera, como Pinocchio, ser convertido por un hada en humano. La diferencia con Pinocho es que eso nunca ocurría en la película, o mejor dicho lo hacía recién cuando una inteligencia extraterrestre llegaba a la tierra para leer los deseos del niño robot. Por lo tanto, a ese mecanismo, que algunos psicólogos llaman asíntota (debido a la comparación con un juego geométrico donde dos líneas paralelas jamás se tocan) él lo llamaba Síndrome de AI (Artificial Intelligence, claro, en inglés) El síndrome tenía maneras sutiles de afectarlo. Por ejemplo, aquella noche soñó con una máquina eutanásica con el chasis brillante, curvas bien delineadas y suaves, y él se daba cuenta que esa espera de la máquina eutanásica que nunca llegaba se había calzado dentro del síndrome AI. Al ser extorsionado en sus intenciones de obtención de esas máquinas de primera generación, Gastón reconocía en sí mismo que seguía esperando que el supuesto Papá Noel no fuera un barbudo que ascendía de la calle con la frente transpirada sino lo que la humanidad le había prometido de niño que iba a hacer, y que esta dinámica se había trasladado a la impaciencia por el extravío de la máquina que había pedido. Esto ya lo sabía, pero tenemos que agregar que también el trabajo encomendado, que parecía de lo más prometedor pero terminó siendo lo que él consideraba un fiasco, más la cercanía de una chica con pecas a la que desconocía pero que podía representar algún tipo de compañía conveniente humana para él, habían potenciado al síndrome en los últimos días. Por si hubiera que aclararlo, estaba decepcionado del mundo y un poco cansado de la vida, digamos. Necesitaba compañía también, no recordaba mucho cómo era vivir acompañado. Y las caricias que recibía provenían todas de su perra.

Así que apenas despertó ese día arrastró la guitarra hasta el contenedor bordó y, después de comprobar que no había cambios en la fisonomía de los androides —las partes que faltaban seguían ausentes, el que él había abofeteado seguía con el cuello inclinado en la posición que lo había dejado— en vez de chasquear los dedos prefirió rasgar su guitarra y cantarles una canción a los X. Después de todo, pensó, eso lo animaría un poco y, a pesar de la letra más o menos lúgubre de la canción, tal vez animara también a los X, o a las Y —si es que podían escuchar en el modo reposo.

Los que supuestamente escucharon mis antepasados fue una sucesión de acordes. Un Mi menor, un La Menor, un Sí sostenido en séptima, Mi Menor otra vez. La melodía era simple.

Dame un flor

Comprame un sueño

Porque me estoy yendo

Al lugar donde nunca estuve

No te quedes corta

Vení también

Nos vamos recién

Al lugar donde nunca estuve

Prestame los fósforos

Quememos el camino

Nos vamos al lugar

Donde nunca estuvimos

¿No es

gracioso?

¿No es lindo,

también?

Nuestro hogar está ahí

En el lugar donde no estuvimos

Es tan fácil

Ya antes lo hicieron

Muchos se fueron

Al lugar donde no estuvieron

Sacate el abrigo

Enfrentemos el frío

No habrá más sentido

En el lugar en que no estuvimos

Al concluir se acarició las yemas de los dedos endurecidas por el rasgueo diario. Chequeó si había algún cambio en el rostro de los X. Nada. Miró con más cariño a las Y. Le daba particularmente lástima la que ya no estaba entera. Esas pecas parecían tan reales. Observó que las Y tenían los labios superiores ligeramente alzados, era porque los dos incisivos centrales superiores eran más grandes que los otros dientes y estaban un poco sobresalidos. Les daba cierto aire de ingenuidad. ¿Cómo podía ser que tuvieran tanta habilidad para crear un molde de la cuidadora de las Y tan perfecto pero que, por lo menos con los X, no hubieran podido dotarlos de esa brisa que es la invención en los humanos? ¿No se trataba de eso? ¿No era la meta de Riviera?, pensó. Luego chasqueó los dedos para comprobar la narración. Su mirada era ya más sagaz, no esperaba ningún cambio. Escuchó.

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Suspiró hondo. No había ningún cambio y encima habían retrocedido un casillero volviendo a la narración original que decía DIVISÓ por VIO. No le pareció raro. Inhaló y suspiró largo. Luego miró a las Y y siguió rasgueando la guitarra mientras canturreaba:

Yo era un hombre

Yendo hacia abajo

Ahora descubrí

El lugar que nunca vi

Vienen nuevos tiempos

Esperen en la orilla

Esta nave te llevará

Al lugar donde nunca va

Esta canción fue escrita

Y ofrendada a mí

Fue compuesta en el lugar donde nunca fui.

Concluyó su canción. Pensó que si alguna de las cuatro réplicas tenía oídos realmente sensibles debía, por lo menos, sentirse irritadas por oírlo cantar a él. Los androides, como era esperable, no modificaron para nada su postura. Era él que ahora se sentía melancólico y con una añoranza que, por lo menos, parecía fuera de lugar. Hasta ese ligero olor rancio a cigarrillo que parecía pegado a las paredes del contenedor le pareció agradable en ese momento. Luego sintió lástima por nuestros rígidos antepasados. Pero se preguntó cómo podía sentir eso por un pedazo de piel sintética (le vinieron a la cabeza palabras como «de hojalata» que no eran apropiadas). Se levantó y, como un hippie molesto con su audiencia porque no le prestaba atención, tomó su guitarra. Antes de salir probó, como si ya no lo hubiera hecho, si el chasquido de sus dedos funcionaba con las Y. Pero no había caso.

En su casa pensó que tal vez su impaciencia era injusta con los androides. Podía ser que necesitaran tiempo para procesar los gritos que le había pegado para reaccionar y la canción que había compuesto. ¿Por qué tenía que ser tan impaciente? ¿Qué cambiaría del mundo si sus réplicas de repente se incorporaban? ¿Qué cambiaría si sus réplicas podían inventar una historia mejor? ¿Los humanos ya no habían escrito miles de historias? Con un diccionario finito era imposible que contaran nuevas historias y si lo hacían lo más probable era que volvieran a contar las mismas que ya habían contado sus antepasados. Pero eso no era lo que esperaba Riviera, seguro. Se sintió molesto otra vez, ¿por qué las reglas eran tan imprecisas? ¿Cómo era que no había información sobre el funcionamiento de los androides? Su celular había quedado inutilizable, pero la computadora funcionaba y ni ahí había rastros sobre lo que había creado Riviera. Y lo que más lo molestaba era que no coincidía con ninguna bibliografía al respecto. En las sedes de otros países de Riviera, las réplicas en general lograban mantener conversaciones interesantes con sus cuidadores. Eso es lo único que había en algunos foros de Internet al respecto. Hasta a algunos le habían tocado réplicas que tenían más humor que ellos mismos (o que los hacían reír que no es lo mismo que tener humor; vaya a saber qué cosas decían) Lo peor de todo era que no podía intercambiar información con la cuidadora de las Y.

Recordó que, con la cara que había puesto el día anterior la chica, daba por sentado que no la iba a ver nunca más. Cuando estuvo más tranquilo buscó por la casa un lubricante y un paño. El lubricante pensaba usarlo sobre el cuello del X para ver si por absorción permitía que el cuello se enderezara. El paño para limpiarlos un poco. Mientras tocaba le había parecido notar que la piel de las Y estaba ligeramente ennegrecida, como cubierta por hollín, lo cual no era extraño. Cuando cada quince días limpiaba su casa encontraba una gruesa capa de polvo en todos los aparatos. Además si la cuidadora de las Y les fumaba en la cara, pensó Gastón, no era raro que las réplicas sufrieran las consecuencias de la polución en un recinto tan pequeño. Pronto llegó el momento de ejercitarse, cenar, tomar su proteína, mirar una película de suspenso y luego dormirse.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 6.

Al día siguiente se despertó tarde. Estaba estresado por las emociones del día anterior, en los registros figuran pulsaciones cercanas a los 100 por minuto. Se pasó la tarde mirando por la ventanita de la puerta si veía entrar a la cuidadora de las Y. No pudo verla entrar (estaba en la cocina tomando un té en ese momento) pero la vio salir. La chica llevaba su cartera y en la otra mano una bolsa de residuos negra abultada. No pudo evitar pensar en las Y y, una vez que se aseguró de que la chica ya había tomado el colectivo, se acercó al portón pero se detuvo en seco. No podía hacer eso. No debía entrar el día en que el trabajo ya había sido cumplido por su compañera. Giró en redondo y se volvió a su casa. Mientras cruzaba la calle le llamó la atención la hija de los vecinos. Lo miraba sonriendo. Nunca la había visto sonreír y menos con esa mirada tan cariñosa. ¿Cómo podía haber cambiado de golpe? ¿La habrían cambiado de colegio o algo así? Pensó que no era su asunto pensar en eso. Entró a su casa, se preparó unos mates y se sentó en el garaje, con su perra al lado, a disfrutar de la vista: el portón del depósito de camiones, donde estaban las réplicas más allá de las rejas de su propia casa. Pero a él le gustaba mirar los coches que pasaban. Enseguida notó que la velocidad a que circulaban era mayor. También cuando las ventanas estaban abiertas notaba que los conductores ya no estaban enfrascados en sus pantallas o teléfonos y que miraban fijo hacia adelante, con mucha atención.

El domingo dio por sentado que ni la chica ni él tenían responsabilidad de cuidar a los androides, así que pensó que sería bueno pedirle prestada la cortadora de césped a su vecino traumatizado por la guerra, Elías. Ante la puerta del vecino sintió un olor fuerte a quemado. No el tipo de olor atribuido al tabaco, sino más bien a la goma. Elías salió y le hizo una seña de que pasara a buscar la máquina. Gastón lo siguió por el largo pasillo hacia el fondo. Se asustó al ver las llamaradas que salían de una parrilla circular de cemento que había en el medio del jardín. Intentó llevarse la cortadora de césped rápido pero Elías lo miró con los ojos medio perdidos y le dijo:

—Quedate a disfrutar conmigo del fuego.

Y giró la cabeza para mirar las llamaradas que salían, cada vez más altas, de la parrilla de cemento.

Gastón no tenía ganas de lavar la remera que tenía puesta, más allá de que le repugnaba ese olor. Al estar más expuesto le hizo recordar el olor que emanaba de las chimeneas de la fábrica de la zona, algo agrio y pastoso, que se metía por las ventanillas de los colectivos cuando cruzaban el riachuelo. Gastón le dio una palmada en la espalda a su vecino y lo dejó disfrutando del fuego y volvió a su casa para cortar el pasto. Mientras lo cortaba, por el rabillo del ojo miraba hacia la medianera para asegurarse de que las llamaradas se mantuvieran en el centro del fondo vecino. Pensó que nunca había visto esa mirada perdida en la cara de su vecino antes y que tampoco nunca lo había visto prender fuego, ni siquiera asados hacía. Pero tuvo en claro que esa actitud quizá fuera lo esperable de alguien traumatizado por la guerra o que por lo menos, había pensado más de una vez, la tranquilidad de su vecino no concordaba con lo que se esperaba de un ex combatiente tan sufrido. Gastón terminó el día tomando una lata de cerveza mientras miraba hacia el patio de la ex casa de su abuela, que él había plantado con Clorophytum Comosum, llamada popularmente como cinta argentina. Le gustaba mirar a la jaula grande con la puerta abierta. Su abuela había mantenido un loro ahí que él había dejado escapar (su abuelo nunca se lo había perdonado) y ver la reja abierta le daba una sensación instantánea de libertad. Pero como solía hacerlo mientras tomaba cerveza, no estaba claro si era la cerveza o la jaula abierta lo que lo alegraba.

El lunes saltó de la cama (este modo de decir en este caso es aplicable a cómo salió Gastón disparado de la cama ese día) y realizó todas las rutinas necesarias lo más rápido que pudo para estar seguro de estar libre luego de almorzar. Para bajar la ansiedad, o mejor dicho para ocultarla, tomó su café con lentitud. Luego cruzó y se metió en el garaje. Apenas abrió la puerta del contenedor dirigió la mirada hacia las Y. En la Y-700a, de la que fluía del dedo esa cascada de cables azules que pendía a unos centímetros de la rodilla, había otra modificación. Gastón sintió un ramalazo de bronca apenas la vio. Se acercó y, apoyando con cuidado una mano en el hombro de la Y, observó el costado opuesto del cuerpo del androide. Faltaba el brazo completo, que había sido reemplazado por otra catarata de cables azulados y rosados. Inspiró hondo para llenar sus pulmones del aire del contenedor y creyó distinguir ese olor ligero a cigarrillo. Rodeó a la Y para observar la espalda. Del lado posterior del brazo completo tenía un círculo que parecía ser una cicatriz de vacuna, pero con la piel chamuscada. No era difícil pensar en el olor a cigarrillo, en la cuidadora de las Y, y concluir que le había apagado un cigarrillo en el cuerpo, como si el androide fuera un cenicero y que, lo peor de todo, la bolsa de residuos con que la vio salir el día anterior debía contener el brazo que faltaba. Gastón no sabía qué pensar. ¿Sería que la cuidadora de las Y estaba trasladando de esa manera a sus réplicas para no tener que viajar para cumplir con su trabajo? Eso sonaba para él en una excusa para no afrontar la verdad sobre una persona que ni conocía y que había idealizado en tan poco tiempo. La Y estaba atacando a sus réplicas, por alguna razón. ¿Cuál podría ser? Se dijo que las Y no eran su responsabilidad así que debía, antes de hacerse el detective, hacerles vocalizar a los X su invariable cantata. Se sentó en el zafu, concentró la mirada y los oídos en los perfiles de las bocas articuladas de los X y chasqueó los dedos. Mientras iba escuchando la expresión esperanzada de Gastón se desarmó, el brillo de sus ojos se opacó, la sonrisa de mejor cuidador de androides se convirtió en dientes apretados, y la postura altiva se desinfló. Miró el suelo, había ceniza, concordaba con lo del cigarrillo, luego miró el muñón de cables que reemplazaba al brazo de la Y. Volvió a mirar a las réplicas de él y dijo:

—¿Es que no entienden, pedazo de imbéciles, lo que están diciendo? ¿Para qué tanto diccionario cargado? ¿No deberían tener los sentidos mejorados? ¿Para qué leí tantos libros sobre cibernética si nada concuerda con lo leído? ¿Son esto nada más?… ¿Unas marionetas sin titiritero? ¿Cómo pueden ser tan animales los de Riviera de enviarme réplicas de mí mismo que no cumplen con las expectativas que generaron? Tengo que escuchar el mismo cuento todos los días y se suponía que podían hacer variaciones o por lo menos inventar otros mucho mejores. ¿Para qué sirve la percepción superfina que supuestamente deberían tener? ¿No debería eso hacerlos más sensibles? Pensé que esa era la clave sobre cómo podían volverse sensibles y creativos. Que sintieran más y pudieran comprender y mejorar una historia nada original, ya escuchada mil veces antes. ¿Saben lo que es estar solo todo el día en esa casa? —Gastón señaló más allá de la pared de chapa del contenedor, hacia su casa—. ¿Mirarse en el espejo y verme a mí y encima venir acá y ver a ustedes que son iguales a mí? Pero son incapaces de contar algo nuevo. ¿Saben por qué? Porque no entienden nada de lo que repiten como loros. Espero que me estén escuchando —Gastón levantó la cabeza y apuntó la mirada hacia un vértice donde pensaba que podía estar ubicada la microcámara—, los genios de Riviera para ver si se los vienen a llevar y los arreglan. Pedazo de cables retorcidos. Chatarra terrestre.

Gastón suspiró. Miró de lleno a los X. No había ningún cambio en esa sonrisa de seductor entrenado que mantenían con altivez una vez que sus bocas dejaban de formar sonidos. Por un segundo le pareció ver cierto dejo de tristeza en la mirada de uno de los X, pero no podía decir con certeza que no fuera la imaginación de él. Miró a las Y, especialmente a la que le faltaba el brazo, para comparar las miradas. Parecía también ligeramente afectada, pero al compararlos con la otra no podía distinguirse el sentimiento atribuido por él. Concluyó que la red neuronal de los androides debía ser una versión antigua de los sistemas que en esa época existían en otros países. Decepcionado, se incorporó, y le dio la espalda a sus androides cuando escuchó la voz unísona:

—Desahuciado.

Se volteó y vio que seguían con esa sonrisa tonta. Se acercó al modelo X-700b y no pudo contener tanta ira. Lo abofeteó. El cuello del modelo cedió hacia un costado, la mata de pelo negro siguió la trayectoria, tapando ahora el perfil derecho. Enseguida se dio cuenta que no debió haber hecho eso. ¿Qué pensaría la cuidadora de él? Empujó con el dedo índice la mejilla derecha del X, intentando que el modelo quedara en la posición erguida habitual, pero la presión que él ejerció no produjo el movimiento esperado. Se inquietó más cuando pensó que tal vez ni siquiera era la cuidadora de las Y la que había estropeado a las copias. ¿Y si eran los de Riviera? ¿O algún vecino como ya había pensado? ¿Cómo es que no les habían enviado cámaras y monitores para controlar lo que pasaba en el cubículo antes y después de las visitas? Luego se tranquilizó al pensar que era casi imposible que los de Riviera chamuscaran la piel de un androide creado por ellos. Y que la responsable tenía que ser la cuidadora de las Y. Después de todo, ¿él no estaba actuando igual? ¿Cómo podía una persona aguantar un trabajo tan monótono con toda la expectativa que él tenía con la inteligencia artificial y los cyborgs? No podía entenderlo y a Gastón no le gustaban, como a nosotros, las cosas que no podía entender. Buscaba la manera de comprenderlo y gastaba mucha energía en eso. Se dio por vencido, y supuso que iba a tener que cumplir con su trabajo de escuchar a los androides muchísimo tiempo hasta que quizás algún día hubiera algún cambio en su monótona narración. Antes de salir les dijo:

—Son un fracaso.

Luego se sintió mal por decir eso. Pero, pensaba, ¿cómo podía hacerlos reaccionar? Caminó hasta salir del garaje y ya afuera giró para mirar hacia su casa. Vio al corredor de remera fluorescente pasar como una flecha. Cruzó, pensando que tenía que devolverle la máquina de cortar césped al vecino, y miró hacia el final de la calle. El corredor había dejado de correr. Con lentitud se iba alejando, de espaldas, hacia la avenida. Gastón frunció el entrecejo. Pensó que debía estar cansado el tipo de tanto correr, o que el día era demasiado caluroso y se debía a eso la falta de energía que podía dar por resultado que aminorara la marcha donde nunca lo hacía.

Esperó en la puerta de la casa del vecino a que le abriera. La reja no estaba totalmente cerrada. La empujó de un golpe e introdujo por la abertura la máquina de cortar pasto a la que empujó por el pasillo largo hasta el fondo. Llamó a Elías por su nombre. No aparecía. Apartó con el dorso de la mano la cortina de plástico que tenía la puerta del fondo de la casa del vecino y entró a la sala de estar. Había una mesa cubierta de estampillas y una carpeta abierta con una página a medio llenar con algunas ya pegadas, la silla corrida hacia atrás, como si alguien se hubiera levantado de golpe, pero su vecino no estaba ahí, ni en ningún otro lugar de la casa. A un costado del álbum estaba el teléfono de Elías. Gastón apretó el botón de encendido del celular y apareció el ícono de batería descargada.

Salió al fondo, donde Elías había plantado algunos tomates junto a la pared medianera, y caminó hasta la parrilla de cemento. Había restos de botellas de plástico de gaseosas entre las ascuas, pero lo demás era pura ceniza. Se estaba preguntando hasta qué hora de la noche había alimentado la hoguera su vecino cuando le pareció ver algo que brillaba en lo negro, como si fuera una estrella en ese cosmos de fibras oscuras. Se agachó y lo tomó.

El sol se escondió y evitó que el objeto siguiera brillando. Era una amalgama de acero. Gastón dejó entrar aire a sus pulmones, sintió que se mareaba un poco, pero luego se le pasó. Su vecino habría salido a visitar a una amiga o algo por el estilo, pensó. Lo mejor era dejar lo encontrado en el lugar donde lo había encontrado. Dejó caer la amalgama en el mismo hueco de cenizas de donde la había extraído. Volvió a su casa. Le pareció escuchar algunos golpes de martillo. Pero no venían de adentro de su casa. Debían ser el repiquetear del martillo contra los hierros de algunas columnas lejanas. Se enfrascó en su rutina de ejercicios. Esa noche, cansado, no puso en el televisor antiguo ninguna película de Hitchcock y se durmió fácilmente.

Mientras dormía pudo darse cuenta de que estaba en un sueño, se reía con una mujer. De repente, se encontró abrazando a la cuidadora de las Y. Bajando con sus labios por un camino de pecas hasta el ombligo y luego subiendo para terminar en un abrazo y un beso. Giraban en la cama. Ella se subía encima de él, estiraba el cuello hacia atrás y lo miraba fijo mientras disfrutaba. Él bajó la mirada, vio los senos de la chica, y de repente sintió que algo lo arañaba. Vio que a la chica de pecas le faltaba el brazo y del muñón salían finos cables azulados, brillantes y cortantes que se dirigían hacia su cara.

Gastón se incorporó en la cama. Despertó de esa pesadilla. Tomó su celular para comprobar si había completado la carga. Nunca había superado la mitad de la carga desde que se descargó al vincularlo con los X. Pensó en si esa era la causa de la súbita descarga, pero no podía afirmarlo. El celular ya venía andando mal por momentos, a veces se apagaba solo y volvía a encender. Durante la mañana estuvo tratando de componer algunas canciones simples en la guitarra. Mientras almorzaba pensó que ese día no se preocuparía por si la cuidadora de las Y aparecía o no. Él había estado el día anterior así que ahora era el turno de ella, la responsabilidad de ella. Luego del café con leche salió a caminar por el barrio a paso rápido.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 5.

Al otro día, Gastón deslizó el portón más animado y caminó con la cabeza alta hasta el contenedor. Tenía la sensación de que iba a encontrar algo nuevo en la respuesta de los androides a su repicar de dedos. Se sentó en el zafu, hizo una pausa para concentrar la atención en los perfiles de los X y los activó. Escuchó la voz unísona mientras sentía como el pecho se le iba desinflando y dejó caer la mirada al piso cuando el cuento terminó. Mis antepasados dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando vio en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Luego, Gastón levantó la mirada de a poco, no había procesado bien todavía lo que había escuchado, sentía el hastío por escuchar otra vez la historia pero distinguió que en vez de divisó habían dicho lo que él había pensado que sería más simple para una historia simple: vio. ¡Dijeron, vio!, se dijo, con una alegría que duró un instante. Pasado eso se dio cuenta de que era un cambió mínimo que apenas había notado en el discurso de lo X. Decidió enfrentar a los X. Miró a las Y antes con reproche, como diciéndoles esto va para ustedes también, si es que repiten la misma historia. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para que voz sonara iracunda. Gritó:

— ¿Cómo es que no sienten nada por Juan? ¿Cómo pueden contar la misma historia sin variar el destino del protagonista que termina desmayándose del susto que le da la madre? ¿No se dan cuenta que Sara es un fantasma?

Se levantó y caminó de un lado a otro del contenedor con ganas de pellizcar a los X a ver si eso los hacía reaccionar. Primero golpeó con fuerza la pared del contenedor. Luego se acercó al X-700a y lo pellizcó pero no hubo ningún reflejo en el androide. Seguía impávido. Agarró el manual que estaba en un rincón del contenedor y pasó rápido las páginas. No había dirección de contacto. Y pensó que tampoco sabía dónde quedaba la sede de Riviera en el país. Desahuciado, levantó la vista y notó una anomalía en una de las Y. Era en la Y-700a. Le faltaba el dedo meñique. Del agujero que habían dejado al quitárselo salían unos cables finos azulados. Y, casi a la vez, le pareció oler a quemado. Miró al recuadro donde estaba emplazado el extractor de aire en el contenedor para confirmar que funcionaba. Distendió las fosas nasales para discernir qué era el olor a quemado. Cigarrillo. ¿Cómo no lo había notado antes? Ese olor rancio, que él amaba y odiaba a la vez. Negó con la cabeza, caminó despacio hacia la puerta del contenedor, la abrió, miró por sobre su hombro por última vez ese día a los X, salió, cerró la puerta, bajó la escalerilla y caminó lentamente hacia la puerta de salida del garaje. Abrió la puerta principal. La luz del sol lo cegó un momento. Luego vio a un corredor que cruzó su campo visual con su remera fluorescente. Pensó que no le agradaban mucho los corredores. Una vez uno se lo había llevado puesto en la plaza. Cruzó y vio que en la otra cuadra, cerca de la panadería estaba el vagabundo que veía siempre en la avenida. Le pareció raro que se hubiera trasladado. Seguía con la cabeza casi clavada en un cuaderno en el que escribía o eso parecía desde lejos. Se detuvo cuando notó que una silueta venía caminando por la altura en que estaba el vagabundo. La silueta aminoró el paso al ver que él la miraba. También se detuvo. Luego dio unos pasos rápidos hacia el vagabundo y se agachó. Gastón siguió cruzando y se quedó observando. La cuidadora de las Y en cuclillas hablaba con el vagabundo. Vio que le alargaba la mano para darle algo que había sacado del bolso que llevaba. Gastón pensó que, más allá de la irreverencia por fumar en el contenedor, su compañera de trabajo parecía preocuparse por los demás. Pero, ¿qué había hecho con la réplica Y-700a? Esperó hasta cerciorarse de que ella dejaba de hablar con el vagabundo y volvía sobre sus pasos hasta la parada de colectivo.

Esa noche, luego de hacer ejercicio y tomar su licuado de proteínas, mientras escuchaba música, Gastón pensó que no podía reprocharle mucho a la cuidadora, si es que lo había hecho ella y no se había metido al contenedor de alguna manera ese niño que no respetó las reglas de no usar drones, que le hubiera quitado un dedo a las Y. Viajar para hacer ese trabajo tan poco grato podía afectar a cualquiera. Pero también se dijo que no sabía nada del funcionamiento de las Y porque nunca las había observado fuera de reposo. ¿Y si realmente habían hecho algún avance con la historia que le habían cargado? Tal vez tuvieran una historia mucho más interesante. Sopesó también la posibilidad de que su compañera hubiera intentado cargar, como él al X, a la Y-700a y, sin querer, le hubiera roto el dedo. Llamaba la atención de que no había rastros del dedo en ningún lugar del contenedor. Se cansó de pensar del tema y siguió escuchando música, luego miró una película muda de Hitchcock y se dirigió al dormitorio.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 4.

No desayunó como siempre, tomó unos mates amargos y leyó un libro de Locke sobre óptica. Después de almorzar, estuvo tocando la guitarra un rato, se le daba por componer algunas canciones, a veces sin letra, otras con letra, tomó un café con leche y empezó a caminar de una punta a otra en la casa chorizo de su abuela esperando la hora de cumplir con su deber diario. Antes abrió la ventana de la puerta para estar seguro de que la chica no estaba en la entrada del garaje de enfrente. Eso evitaba el momento embarazoso donde tenía que apartar la mirada para retroceder. El portón estaba despejado así que decidió cruzar su garaje, abrir la puerta y salir a la calle. En ese momento vio que la chica venía caminando por el medio de la calle. Era una cuadra tranquila donde no pasaba ningún coche y si lo hacía no superaba la velocidad de la vendedora de golosinas. Los coches iban muy lentos en esa época. Se debía a que la gente estaba enfrascada en algún dispositivo. Mirando alguna película, leyendo mensajes en los teléfonos o mirando algún tutorial en YouTube. La velocidad, en general, había dejado de ser un medio de la humanidad para llegar a algún fin.

En fin, para lo que vengo contando es mejor que diga que Gastón y la cuidadora de las Y cruzaron miradas, pero esta vez el que retrocedió no fue Gastón, fue la chica. No estaba claro cuándo era el día de uno o del otro así que desde ese día en adelante, la intención de proseguir era lo que definiría el día laboral. Esa vez la chica reculó y Gastón siguió, sin tener muy en claro por qué, hasta su puesto laboral.

Sentado en el zafu sin activar todavía a los X pensó, no sin amargura, que hubiera sido mejor que realizaran el trabajo en conjunto con la chica. Ella con sus Y y él con sus X. Pero si es así estarían rompiendo la regla escrita en el amarillento manual de instrucciones. Y, por si había algún supervisor de Riviera dando vueltas o mirando por las microcámaras, era mejor cumplir con lo que decía el prospecto y olvidarse de esas ilusiones. Se sentó en el zafu, irguió la espalda, apoyó las manos en las rodillas y probó si esa antigua teoría sobre la conexión mental con los androides funcionaba o no. Exhaló cuando vio que los androides seguían en reposo. ¿Cómo había pensado que algo así podía funcionar? Evidentemente, la rutina estaba afectando su capacidad de razonar adecuadamente. Chasqueó los dedos. Los X se encendieron. Encontró una anomalía en el funcionamiento de sus réplicas. Dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

A esta altura Gastón daba por sentado que los X decían siempre lo mismo. Debo decir que sobrevaloraba a su memoria. Pero la verdad es que decían lo mismo. Y a él le parecía que decían lo mismo. No veía alteraciones en el discurso porque hasta el momento no había sido modificado sustancialmente. Esta vez encontró una alteración pero no en el discurso, sino en que estaban un poco fuera de sincronía los dos. Algo muy molesto. Impedía que Gastón pudiera realizar su trabajo, la cacofonía que salió de esas bocas sintéticas no le dejó discernir si había algún cambio, pero lo importante para él fue que parecía que no había ninguno. Y que encima de eso, los androides mostraban un desperfecto en su funcionamiento básico. Se preguntó si habría sido porque habían roto alguna regla y ese era el día de la cuidadora de las Y. Se animó un poco pensando que el desperfecto intuido podría ser un avance. Pero eso mismo lo llevó en unos minutos a comenzar a hablarles a los androides. Los humanos sienten tedio fácilmente y Gastón no era una excepción. Lo que había pensado decirle los días anteriores salió ese día.

¿Cómo puede ser que repitan siempre lo mismo?, dijo. Luego se sintió un poco fuera de lugar, se tranquilizó, negó con la cabeza por hablarles a los X, miró el suelo de chapa del contenedor, que tenía algunas manchas de óxido, se levantó y volvió a su casa.

Pensó que al salir rápido quizás se cruzaría con la cuidadora de las Y. Pero recibió los ladridos amenazadores de los perros, la mirada reconcentrada de la niña de los vecinos, la cordialidad mecánica del vecino traumatizado y antes de cerrar la puerta de su casa escuchó la melodía que salía del altavoz de la vendedora de golosinas de algodón de maíz.

Entró a su casa, caminó hasta el fondo y se quedó mirando las nubes rosadas del atardecer. Pensó en si habían copiado exactamente la anatomía cerebral de él, si los androides tenían la misma densidad de chips de silicio que conexiones neuronales su cerebro, y si era así pensó que él debía ser como ellos y no poder modificar ninguna historia, lo que lo entristeció un poco. Era de noche y mientras se preparaba, luego de cenar, el licuado diario, se dijo que debía haber algún desperfecto. Riviera no explicaba el funcionamiento de las unidades que había creado. Era natural que despertaran tantas dudas en Gastón por las expectativas de sus lecturas científicas sobre la inteligencia artificial. Enseguida volvió a pensar en dónde viviría la cuidadora de las Y, por qué habían elegido a esa chica con pecas en vez de alguna persona conocida por él, cuál era el motivo de la elección si es que había alguno y se olvidó de los X y de las Y hasta el otro día.

Por la mañana varió y aceleró sus rutinas. A las doce ya había improvisado algunas melodías en la guitarra, había almorzado, tomado su café con leche luego de la comida, caminado de una punta a otra de su casa, preguntándose cómo arreglar la cortadora de césped, si debía cambiarla por alguna nueva o no, algo que estaba evitando por el miedo de caer en una nueva estafa en Ebay, y estaba ya mirando el pedazo de calle que le dejaba ver la ventanita de la puerta, con su perra al lado alerta para salir ni bien la abriera. Suspiró con una mezcla de resignación y alivio cuando vio que estaba desierto. Significaba que su lugar en el contenedor estaba disponible y aunque sea iba a poder cambiar un poco de lugar por un tiempo. Antes de entrar se quitó los anteojos y dejó que los rayos de sol abrasadores de ese día le dieran de lleno en sus párpados cerrados. Sabía que la vitamina D era necesaria para mantener su equilibrio anímico. Empujó el portón, entró y se dirigió al contenedor. Al entrar notó que algo había cambiado. Uno de los X estaba con los hombros desmoronados y los brazos colgando a los costados de la silla. Se sentó en el zafu y lo observó. La semi sonrisa no había cambiado pero la postura del androide le hizo pensar en cómo eran cargados. Chasqueó los dedos, escuchó que el X que seguía erguido reaccionaba y lanzaba el discurso de los días anteriores. Lo dejó terminar mientras pensaba cómo iba a hacer para que el androide recuperara la energía perdida. Revisó el manual y no había ninguna instrucción. Salió del contenedor y rebuscó por el suelo del garaje por si había algún enchufe en las paredes o plataforma de carga. Miró las paredes por si habían dejado alguna lámina con las instrucciones necesarias para tal tarea. Pero las paredes no escondían más que algunas manchas de humedad. Volvió a subir al contenedor. Repaso a las Y con la mirada. La postura no había cambiado, seguían erguidas con las palmas de las manos apoyadas suavemente sobre sus rodillas. Posó la mirada en el X con los hombros vencidos y eso hizo que él, al verse reflejado en ese androide que parecía abatido, mejorara su postura . Se dijo que debía encontrar la manera de recargar al modelo. Rodeó la silla y observó si había alguna ranura de carga a la altura del cuello, alguna marca en la piel que sugiriera que la réplica debía ser enchufada para el abastecimiento de energía. La respuesta fue negativa así que enfrentó al X, se inclinó e intentó levantarle la mano tomándolo del dedo medio de la mano derecha. Pudo levantar el dedo pero el brazo no se movió. Dejó caer el dedo otra vez. Se acuclilló delante del X y volvió a levantarle el dedo medio esta vez empujándolo con su dedo índice. No encontró ninguna célula de recarga debajo del dedo, que era lo esperable, según la bibliografía sobre androides leída en la red. Apoyó las rodillas en el suelo del contenedor, se dejó caer de manera lateral hacia la derecha y con ese ángulo nuevo de visión probó con el dedo meñique del pie derecho del X. En la yema del dedo estaba la célula de recarga, un recuadro iridiscente con circuitos expuestos. Mientras pensaba en qué plataforma de carga encastrar el dedo para recargar al X, le pareció ver que una de las Y giraba la cabeza por un segundo y lo miraba. Se arrodilló rápidamente y la observó.

Las dos Y seguían en la misma posición. Debía ser que él se había mareado al bajar hasta el suelo del cubículo, me consta que pensó Gastón. Salió del contenedor, cruzó la calle, desierta bajo el sol de esa tarde de verano, y rebuscó en uno de los dormitorios de su casa el módulo para recargar su antiguo reloj pulsera. Lo guardó en el bolsillo, volvió a cruzar, mirando para los dos lados de la calle por si veía a la chica (podría pensar que recién estaba entrando), abrió el portón y se apuró para estar cuanto antes frente al X descargado. En el piso encastró el dedo meñique del X en el módulo de carga y enchufó el módulo en uno de los cargadores de las paredes del contenedor, que a su vez estaban conectados a paneles solares ubicados encima del techo de chapa del garaje. Paseó la mirada por las Y y el otro X hasta dejarla reposar, con ansiedad, en el X que había dejado en carga. Mientras, sacó su teléfono del bolsillo y se puso a revisar si había alguna novedad sobre la entrega de su máquina eutanásica y, como no había ninguna, luego buscó cortadoras de césped. Había una con chasis de color naranja que parecía una motocicleta cuyas prestaciones parecían las ideales para los yuyos duros del fondo de su casa. Las unidades estaban en un depósito no muy lejos de su casa. De alegría, sin pensar en el acto que realizaba, chasqueó los dedos. Una voz cavernosa dijo Resul… muy lentamente. 

Miró al X que dejó en carga. La mandíbula inferior estaba caída y trataba de mover la boca como si fuera una vaca pastando. Completó la palabra Resulta y se desmoronó. El otro X funcionaba a la perfección y contó el cuento entero. El que él había intentado cargar tenía la espalda vencida y la cabeza entre las rodillas. Ofuscado, Gastón se dio cuenta de que no tenía idea cómo cargar a la réplica y que tampoco debería tenerla porque no había especificación alguna en el manual de Riviera. Retrocedió en el contenedor, apoyó su espalda contra la pared y agregó al carro de compra de la aplicación la cortadora de césped. Luego pensó que sería bueno ponerles algo de música a los X. Y hasta era posible que la escucharan las Y en el modo reposo. Desplegó en su teléfono la ventana de Bluetooth, como si en vez del cubículo estuviera en su casa y se dispusiera a conectar el teléfono con los altavoces Panasonic que usaba hacía treinta años. En la lista de dispositivos disponibles para ser vinculados aparecían varios que reconoció, el suyo y otros que el relacionaba con pertenecientes a artefactos de los vecinos, pero entre esos había cuatro nuevos dispositivos vinculables. Los X-700a y X700b y los Y-700a y Y-700b. Pulsó con el dedo índice el de X-700a. El teléfono advirtió que estaba intentando vincular el dispositivo. Mientras seguía pendiente del teléfono Gastón escuchó la campanilla de enlace exitoso de dispositivos que provenía de la boca semiabierta del X desmoronado. Gastón levantó la cabeza. Vio que los iris de los ojos del X se expandían. La cabeza se sacudía. El X levantó de golpe el cuerpo, se compuso y recuperó la postura original. Gastón miró su celular para comprobar si la vinculación había sido realmente exitosa y si eso era lo que había provocado el cambio. Pero el teléfono se había descargado y en la pantalla estaba el gráfico de batería agotada.

Chasqueó los dedos. Los X respondieron al instante:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

El que bajó la cabeza ahora fue Gastón. Estaba cansado de escuchar la misma historia. Se preguntaba si lo mismo le pasaría a la original de los Y. Además con el celular descargado era imposible ponerles música. Recuperó el módulo de recarga de su reloj pulsera. Volvió a su casa, dispuesto a encarar otra jornada de ejercicios pero se sintió súbitamente muy cansado. Decidió dormir media hora antes de retomar con su rutina muscular. En el ex dormitorio de su abuela, cada vez que iba a dormirse, sentía que se caía por un precipicio y luego se ahogaba. Era espantoso. No había ninguna pesadilla que acompañara a los ahogos así que era todavía más desagradable. Las otras, pocas veces, que había dormido la siesta, nunca le había ocurrido lo del ahogo. Miró al teléfono ahora conectado al cargador rápido a su lado y no parecía haber avanzado mucho en su carga. Decidió que era mejor levantarse y cumplir con su rutina de dominadas en el caño del pasillo (uno que había puesto su abuelo para colgar una hamaca). Realizó dieciocho dominadas y cuando estaba contando la número diecinueve con el cuello por encima de la barra y con la mirada clavada en el cielo más allá del techo del garaje de la casa, vio que una sombra metálica negra cruzaba el cielo. Se desprendió del caño, aterrizó en el suelo, caminó hasta la escalera de la terraza y subió corriendo los escalones. En el borde de la azotea vio que había por lo menos cinco drones sobrevolando el cielo del barrio.

Los drones habían sido prohibidos hacía años. Por los problemas que hubo con su funcionamiento tuvieron que ser desechados y solamente se podía «levantar» uno con un permiso especial (que nunca era otorgado). Dedujo que debía ser el hijo de algún vecino de la cuadra que se le había dado por jugar con los drones ilegales del padre. Se los quedó mirando porque hacía rato que no veía a ninguno. Esos modelos parecían telarañas de cables negros que portaban en el centro un huevo pardo. Giraban, alborotados, dirigiéndose para una esquina de la cuadra y luego la otra, asustando a las cotorras que no sabían para dónde dirigirse. Luego se escuchó un grito agudo. Los drones se detuvieron en seco y cayeron en picada. Gastón, un poco animado por el incomprensible show, volvió sobre sus pasos y siguió con su rutina de ejercicios. Al terminar, fue al dormitorio para desvestirse y reparó en el teléfono. La carga no había llegado aún ni al cincuenta por ciento.

Esa noche, antes de acostarse salió a respirar un poco de aire fresco. Vio a uno de sus vecinos, un hombre muy alto y encorvado, que estaba metiendo los drones que habían caído en su cuadra en bolsas de residuos. Cerca, un niño, nervioso, daba vueltas, y movía las piernas como si pateara piedras.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 3.

El tercer día de visita descubrió que los Miércoles era el turno de la original de las Y. No sabía de dónde la habían traído al barrio, o si venía desde el centro, pero antes de cruzar, la vio acercarse a la puerta, seguir la flecha como él y meterse en el garaje. Sabía que estaba prohibido interceptarla para conversar, así que se dio vuelta y volvió a su casa. Estuvo mirando a través de los visillos de la persiana para ver cuánto tardaba la chica en salir. Fue más rápida que él. Sentado en el garaje, mientras leía un libro —Los papeles de Aspern, de Henry James—, se preguntó qué cuento contarían las Y.

Luego fue al almacén, compró algunos productos de limpieza sueltos, que venían en botellas de gaseosa. La almacenera era una mujer entrada en años, con el pelo negro recogido, muy pálida. Se llamaba Augusta. Pensó en contarle a Augusta sobre la nueva ocupación que tenía —después de todo, no éramos un secreto— pero pensó que no le creería que en el barrio habían ubicado un contenedor Riviera, así que no dijo nada. Además estaban esperando otros clientes y pensó que podía llegar a estar a sus espaldas, esperando ser atendida, la Y original. Sabían que no debían cruzarse así que prefirió volver rápido a su casa. En el camino saludó a sus vecinos, una familia con una niña que siempre lo miraba de mala manera —Gastón no entendía por qué— y al motoquero que se la pasaba los días arreglando su motocicleta. Antes de entrar a su casa, se giró para saludar al hombre mayor que pasaba las tardes como él en el porche de entrada, a veces charlando con un vecino, ingeniero, de la esquina, otras mirando la nada fijamente. Gastón temía llegar a convertirse en ese hombre pero también lo tranquilizaba el hecho de que hubiera otros solitarios como él. Ese día se le ocurrió cruzar para preguntarle a Lorenzo, así se llamaba, si él había pedido también la máquina eutanásica, pero no se animó. Tal vez ya la hubiera recibido y él se sentiría mal por no tener la suya. Aquella noche Gastón tuvo una gran actividad REM, soñó con cementerios, una chica morena que llevaba un vestido blanco —pero con pecas— y un retrato oval.

El jueves comió un churrasco, tomó un café, dio vueltas por la casa pensando en que tenía que arreglar el motor de la cortadora de césped para ocuparse del fondo y a las cuatro y media de la tarde se enfrentó a los X. Se sentaba en el zafu de manera que pudiera ver el perfil derecho de uno y el izquierdo del otro, dando la espalda a las Y. Hizo chasquear el pulgar con el dedo medio. Mis antepasados salieron del modo reposo y dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Los X bajaron los párpados, estiraron los labios como si estuvieran contentos con la repetición y se quedaron en modo de espera. Gastón giró en el zafu casi en ciento ochenta grados para ver si había algún cambio en el modo reposo de las Y. Vio los perfiles opuestos de ambas y trató, infructuosamente, de contar la cantidad de pecas que tenían. Parecían ser las mismas en la dos (eran las mismas). Luego Gastón abrió un paquete de bocaditos de avena que se había llevado para la ansiedad. Tenían sabor a arándanos y venían con un poco de nicotina, la justa necesaria para contener las ansias de usar los cigarrillos electrónicos. Gastón se había cansado de cargar las baterías y los tenía en la casa en un armario con vitrina donde se podía apreciar la evolución de los aparatos desde cacharros pesados y con diseño steampunk a una especie de escarbadientes.

Una vez que llenó su ansiedad de nicotina, Gastón, de cara otra vez a los X, pensó en qué podía hacer para que dijeran algo nuevo en vez de la historia que ya conocía. Les preguntó cómo se llamaba él. Contestaron al unísono: Gaston, sin acentuar la o. Les preguntó si sabían cómo se llamaba la cuidadora de las Y. Siguieron con la media sonrisa de tranquilidad y no contestaron nada. Suspiró y miró, confundido, a mis antepasados. Dio por terminada su tarea, se levantó y retornó a su casa. Al cruzar la calle se detuvo para dejar pasar a la vendedora de golosinas de algodón de azúcar. El color fluorescente rosado de los copos, a través de las bolsas de plástico que los protegían, resaltaba más de lo habitual en ese día de nubes grises. La mujer no lo miró y siguió pedaleando en su bicicleta. A Gastón le molestó que no lo saludara. Nunca lo había saludado y si volvía la memoria atrás, para él, parecían que habían pasado siglos desde que la mujer había aparecido con su bicicleta y las golosinas. A la derecha del portón del garaje de contenedores había una reja con dos perros de pelaje amarillento que le ladraban continuamente. Gastón los miró de mala manera y cruzó la calle. Pensó que lo que faltaba era que estuviera la niña vecina que tenía esa cara con la boca apretada y la mirada fija siempre, como si estuviera triste y enojada. Por suerte no había nadie en la vereda de los vecinos y Gastón pudo entrar a su casa sin llevarse esa imagen desagradable adentro. Hizo ejercicio, dominadas, fuerzas de brazos, abdominales, lo mismo que hacía todos los días para mantenerse en estado físico. Por las dudas, se decía a sí mismo, debía mantenerse en forma. En otros tiempos, había tenido que enfrentar a varios ladrones en la calle. Uno lo había amenazado con una hoja de afeitar. Otro le había dado un cabezazo en la nariz.

Ahora, el mundo estaba sospechosamente tranquilo para Gastón. El malhumor de las personas había ido en crecida pero lo que leía en las noticias era de lo más pacífico. No entendía cómo la gente seguía cerrando las puertas cuando la inseguridad de la zona había quedado restablecida hacía muchos años atrás cuando ubicaron cámaras con láseres —que pronto dejaron de funcionar— en todos los palos de luz. Hasta habían reemplazado las luces frías por otras cálidas y el barrio parecía más antiguo que nunca. Gastón veía pasar a los caballos arrastrando carros. A niños subidos en caballos galopando como si estuvieran en el medio de la pampa. Y eso le gustaba, pero no porque pareciera algo gauchesco o propio de la zona, sino porque activaba recuerdos de los westerns que Gastón había visto en la universidad. A esa altura, Gastón no sabía si los chicos andaban a caballo para imitar a sus antepasados o si era porque lo habían visto en alguna película de acción.Ese día Gastón tomó sus proteínas, encastró la licuadora en su base para hacerse un licuado que era una mezcla de leche con las paltas que recogía en el fondo —caían del árbol de su vecino, una persona que había quedado traumatizada después de la guerra pero que era de lo más amable; algo que a Gastón le llamaba la atención— y bananas. Luego sabemos que Gastón tocó la guitarra y escuchó un poco de música en la computadora. Después repasó una película de Hitchcock. Se durmió y antes de despertar por la mañana tuvo una pesadilla. En el sueño estaba tomando una cerveza con una chica morena, en la terraza del bar frente al cementerio, y no entendía bien lo que le decía la chica pero sabía que estaba muerta, lo que le daba ganas de salir corriendo de la situación, no fuera que terminara como Juan, desmayado delante de la madre, pero no podía hacerlo. Como en los sueños de los humanos, algo lo retenía en su asiento alto.

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 14 (fin).

Anotaciones del cuaderno de Pompeo Tiesto.

Sabía que al resto los iban a atrapar. Mejor era enfrentar la prueba. Mastronardi hijo es un hombre de fortuna, en cambio, El Rubio y el Mati, ni hablar Carlitos, son un desastre. No tenía nada que perder y unas calaveras que yo sepa no pueden matar a nadie. Pero no sé si estaba preparado para tanta cosa rara. Mientras estaba atado en la silla las demás cabezas comenzaron a desprenderse. Algunas tenían pelos largos que quedaban colgando. Otras eran cráneos pelados, así nomás. Con el cuello hacia atrás observé que hasta detrás de la rata había una pequeña cabeza que debía corresponder a un niño, incluso tenía un rulo. Hasta ahí el asunto era comprensible por lo que había escuchado aparentemente los Mastronardi habían enterrado en el entablado que correspondía al balcón sobre la escalera central de la concesionaria a sus familiares. Es decir el pasillo estaba repleto de cadáveres. No debían ser familiares de estos tiempos, sino antepasados. El resto es difícil de contar. 

Las quijadas de las calaveras comenzaron a abrirse una a una. Un polvo que parecía por momentos dorado, por otro blanco comenzó a caer de las quijadas, como si estuvieran vomitando los años que habían pasado desde que habían muerto. Antes de que entraran los policías, que estaban ocupados persiguiendo a los demás, logré zafarme de las sogas, ponerme de pie, y sacar unas bolsas de supermercado que llevaba en la mochila. Busqué con frenesí una pala y la encontré en el cuarto de limpieza. Empecé a barrer todo el polvo y, en un momento, noté un brillo iridiscente en el polvo que seguía cayendo por las quijadas abiertas. Casi un arcoiris.

Con una pala junté todo el oro y lo embolsé. Salí y lo enterré afuera de la concesionaria, en un lugar que no pienso escribir acá para que no se sepa. Luego volví y me sorprendí. Las calaveras habían retrocedido en el entablado y sólo quedaban los huecos. El mecanismo era perfecto. A continuación me amarré con el resto de las sogas en la silla. Esperé a que llegaran los policías. 

No sé qué es la identidad y el asunto por el que la profesora le pagó al Rubio para que robemos. Tampoco quise delatar a esa Drusila a los policías. 

No sé qué es la identidad pero ahora sé que en cuanto salga voy a poder dedicarme a la música.

En todo caso, mi identidad será la de millonario.

Dejo escrita una canción, la versión nueva de mi antiguo hit radial.

En los pasillos de Caraza

encontré la luz

Y cabelleras de muertas que están vivas

ofrendas familiares

cariño en polvo

al fin en mi vida hay algo de justicia

no es para envidia

cantemos todos juntos

también te puede pasar a ti

de un día para el otro

todo cambia y se transforma

es la alquimia de las diosas miradas sin permiso

Oh patronas de los signos naturales

Y de los artistas

Vengan a mí, oh hermosas mujeres

Vengan por el pasillo de cemento a la vista

donde escribí mis primeras canciones

Yo rezo por la gente humilde

y por el conocimiento secreto,

que ofrendo en esta cumbia.

Un pasito para atrás,

y otro para adelante,

fuerza en los talones,

todo lo que sube baja

y lo que baja sube.

Sube como mi amor cuando hace calor

y baja como mi nieve cuando se derrite en tu pico

montañoso

Sube como mi amor cuando hace calor

y baja como mi nieve cuando se derrite en tu pico

montañoso

Muévelo, nena x 5

Bájalo x 3

¡Hasta el piso!

Súbelo x 3

Sin más que decir. 

Pompeo Tiesto.

Fin.

1995. Adrián Gastón Fares (2022).

1995. El paradigma perdido. 13.

Anotaciones del cuaderno del Chino.

La pistola de Carlitos apuntaba a Roberto. Acá llegamos a conocernos y no me dan miedo ni Carlitos, ni el Mati ni el Rubio pero en ese momento parecía que nos iban a despellejar. La amenaza de los aborígenes no era nada comparada a una persona con un arma moderna en la mano. No sé de dónde sacó los reflejos Alberto, pero apareció de repente y lo próximo que vi fue a Carlitos con la boca abierta y tomándose un costado. Alberto lo había traspasado, en el lado derecho del abdomen, con la espada samurái. Lucas seguía colgado del cuerno del bisonte. Barbara contenía un grito. Me acerqué a ella como para apaciguarla pero no me animé. Laura pareció querer hacerle frente al Mati, que en realidad se estaba dando vuelta para escapar. El Rubio también reculó. Fue en ese momento que Lucas cayó del cuerno y quedó despatarrado en el piso. Todos cejaron en sus intentos de alejarse unos de otros y se reunieron alrededor de Lucas. El rubio, que parecía conocerlo, estaba más preocupado que nosotros. Sin embargo, Lucas sólo se había lastimado un párpado. El resto del cuerpo estaba intacto. Nos dimos vuelta porque una voz nos llamaba desde la puerta. Yo no la escuché pero seguí a los demás que giraron sus cuerpos. La voz, que era un aborigen atiborrado de cenizas, con los ojos saltones dijo:

-Ese premio no lo puede tolerar cualquiera. Solamente puede tolerarlo alguien que en la vida haya pasado las peores dificultades. Penurias económicas, abandonos de los padres, etc.

Ni hay que decir que el aborigen parecía un profesor disfrazado, no tanto por el atuendo, que era muy fiel a lo que uno puede imaginarse, sino por la manera de hablar. Al lado del aborigen estaba Mastronardi hijo. Un hombre de unos cuarenta años con una barba candado, camisa, y zapatos.

-Lucas es en vano que busques el premio. Otros familiares lo intentaron. Esta concesionaria está maldita por el premio. El que lo encuentre va a tener que afrontar la locura. Es mejor que ya esté loco de antes o que haya pasado como bien dice mi amigo aborigen las peores dificultades. Hay cosas en este mundo que superan a nuestra humilde imaginación, querido primo.

Lucas se estaba levantando y desempolvando los pantalones. Abrió la boca para refutar a su primo pero no dijo nada.

En ese momento el bisonte cedió y cayó detrás de él. Desde el agujero que había dejado la cabeza del animal nos miraban dos ojos brillantes. Primero pensamos que era el reflejo de las luces de la calle en los ojos de unas ratas que se escondían allí. Pero no lo era. Me acerqué para observar desde abajo y reconocí a dos diamantes incrustados en las cuencas de los ojos de una calavera que tenía la boca abierta y los pelos largos, que una vez liberados por el bisonte, caían casi hasta la altura de Lucas.

Todos temblamos. El rubio dijo que se iba corriendo de aquel lugar, que a él lo había contratado una profesora para molestar a los chicos y no tenía nada que ver, se disculpó con Mastronardi hijo y nos preguntó, algo muy raro en una persona de su clase social, cuál era nuestra identidad.

Laura contestó que lo estaba pensando y los trekkies dijeron que ahora ellos eran parte del clan Uta y aspergers, sin lugar a duda. El Rubio se horrorizó un poco como si eso afectara el pago por su trabajo o si hubiera fallado. Confesó que los profesores no estaban de acuerdo con que un tal Albatracio les hubiera dado esas fotocopias y que de alguna manera había que arreglarlo. Lo hacían por el bien de ellos. En ese momento Mastronardi hijo dijo que lo mejor era que escaparan del lugar y que eligieran a uno para que la maldición de la concesionaria, una maldición que los había mantenido ganando dinero por mucho tiempo, siguiera su curso, ya que habían molestado a sus antepasados.

Laura le preguntó si eso quería decir que la calavera esa era alguna bisabuela suya o algo así y Mastronardi dijo que sí, y que eso sólo no era, había más. Si no querían quedar aterrorizados para siempre debían escapar antes que el mecanismo siguiera su curso. En ese momento otro bisonte cayó al piso. Vimos otro brillo, esta vez como de esmeralda. Mastronardi hijo nos señaló los coches, el aborigen se sacó la peluca y se dio vuelta, dispuesto a retirarse. Cuando subimos a los autos escuchamos sirenas de policía. Así y todo logramos escapar unos diez kilómetros hasta que nos rodearon.

Pero antes debimos elegir quién se quedaría en el lugar. Y el Rubio, Mati y Carlitos (que no paraba de sangrar) no dudaron y eligieron a Pompeo.

Cerramos la puerta y lo dejamos con Mastronardi hijo que volvía de uno de los coches con unas sogas en las manos. Mientras la puerta se cerraba vimos cómo Mastronardi hijo separaba una silla, tomaba a Pompeo de las manos, prometiéndole que si superaba la prueba se quedaría con algo único, y lo ataba.

Pompeo no se resistió.

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 10.

Anotación del cuaderno de Martín.

-Acá no vamos a jugar a ninguna búsqueda del tesoro -dijo Laura mientras se levantaba con los dos puños cerrados apuntando al piso.

Lucas la miró por encima del hombro mientras se acercaba a la heladera.

-Qué ganas de lastimarme tenés vos.

-¿Lastimarte? ¿Escucharon? Vengo de una familia de arquitectos.

Todos la miramos sin saber qué contestar. Menos Alberto.

-Eso significa que está familiarizada con ese tipo de escaramuzas familiares, en general son juegos inocuos, ya saben qué inventaron los arquitectos y constructores.

-¿Qué inventaron? Edificios, catedrales -dije yo.

-Alberto se refiere a algo de lo que no conviene hablar. Y está equivocado. No es la familia la que suele jugar con los futuros arquitectos. Eso ocurre cuando desafían alguna de las tradiciones vigentes y a la vez son provechosos para el ramo. Ayn Rand, etc… ¡Etc…! Pero Lucas, que yo sepa, no va a ser arquitecto y, a la vez, esto suena a un juego de familia. Lo más probable es que no encuentre nada.

-Peor es perder el tiempo haciendo esa monografía que ni sabemos con qué texto empezar -dijo Lucas, que ya tenía una cerveza en la mano-. Tengo razones de sobra -agregó girando las palma de la mano libre de modo que señalaba lo que tenía enfrente- para afirmar que mi familia tiene más de lo que parece. Miren, ahí hay una cruz que está torcida. Puede ser una pista.

Tenía razón. En el dintel de la puerta principal había una cruz levemente inclinada. De repente, sentimos un golpe sordo en la puerta. Era el repartidor de pizza, que nos dejó las tres cajas y nos miró mal por no dejarle propina.

Hicimos un interludio en las preguntas que la situación generaba. Volvimos a agruparnos alrededor del sillón de Lucas. Desatamos con paciencia los piolines que ataban las cajas. Algo poco habitual por lo menos en mí que suelo preferir cortarlos con un cuchillo. Y luego engullimos unas pizzas chatas y secas. Los trekkies ni se sentaron en el piso. Desde esa posición Roberto dijo:

-¿Para qué imprimen esa frase en la base de la caja?

Bárbara estiró el cuello para mirar una de las cajas, que descansaba sobre la mesa ratona.

-Es grasa. O sea, la grasa dejó escrito eso.

-Pero dice algo-dijo Alberto.

-Lamentablemente, sí – dijo Laura.

-Dice: El mundo dado vueltas – leyó Bárbara.

-Hay un papel debajo de la última porción de la otra caja. ¿Quién la quiere?

Todos contestamos que estábamos llenos. Laura tomó el papel. Era otra fotocopia que parecía pertenecer al manojo de las de Albatracio. Laura la iba a leer en voz alta pero todos nos quejamos. Pedimos un resumen.

-Sigue con lo de Uta y Asperger. Pero acá queda claro que está hablando de un síndrome, así le dicen, propuesto por el tal Asperger, un pediatra austríaco, y que puso en valor una psicóloga británica que se llama Uta en 1991. Ven, hasta tener algo legible no se puede opinar. Lo que no entiendo es por qué me siento tan identificada con esto. ¿A todos les pasa lo mismo?

-Todos nos sentimos Utas por un momento -dijo Bárbara.

-Yo todavía lo siento-dijo Alberto.

Convenimos en que el síndrome de Asperger nos caía como anillo al dedo.

(esta anotación de Martín continúa en otra hoja de su cuaderno…)

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 8.

Anotaciones de Lucas en uno de los manojos de fotocopias.

Creo que Laura leyó algo que debí haber encontrado a los cinco años. Puede ser también que fuera para mi tío o mi primo. Sin embargo, nadie comentó nunca nada en mi familia de un premio. Y antes que enfrentar la lectura de estos apuntes inútiles me pareció mucho más útil emprender el desafío de ese papelucho.

Parece que el destino era que lo encontrara un niño, o una niña, solitario. Ahora somos un grupo y, aunque propuse que dividiéramos las ganancias, mis compañeros se negaron y dijeron que iban a ayudarme a encontrar el premio sin nada a cambio.

Aunque tal vez ya de mucho no sirva, dejo constancia que he encontrado el susodicho papel, por las dudas.

La letra, con vocales redondas, no parece de hombre. No tengo idea qué antiguo Mastronardi pudo haber escrito lo que Laura leyó. Tampoco me parece algo importante.

Los trekkies nos hicieron jurar lealtad en una especie de ceremonia que armaron que me causó gracia, y un poco de miedo. Aproveché para hacerlos abrir las demás cervezas que al final terminaron en mi poder. La única empecinada con seguir con el trabajo práctico de Albatracio era Laura. Juró con desgano como si se tratara de un juego para ella. También susurró algo que ese tipo de nota no podía estar tan mal escrita. Afirmó que pudo ser escrita por una persona fuera de sus cabales. 

De repente, agobiada, rompió a llorar. Le habrá afectado encontrar tantas incoherencias en tan poco tiempo. Observé cómo pasó del fervor por Drusila a desestimar lo de los indígenas y proponer, con firmeza, que debíamos terminar el trabajo por el que nos juntamos esa noche.

Aunque tal vez ya sea un poco tarde vuelvo a certificar a través de esta carta que yo, Lucas Mastronardi, he sido el que hallé el papel en el cogote del puma y que mis amigos, a cambio de nada, se proponían ayudarme a encontrar el susodicho premio.

Aguante los Mastronardi.

Yo, Lucas.

Anotación de Laura inclinada al costado de la página en fibra azul:

PAYASO.

por Adrián Gastón Fares.

1995. Capítulo 5.

Anotaciones del cuaderno de Laura.

Soy un secreto. Un secreto que vio la luz de este mundo el día que dejaron de ocultar ese secreto. En algún momento mi abuela tenía un secreto que guardar y no lo hizo. Mi abuelo tampoco. Y ahí, en poco tiempo, nació mi padre. Me gusta pensar que lo mismo pasó con mis abuelos maternos. Y después con mis padres. Mientras mis padres no me nombraron yo no existía. Pero cuando se pusieron a formar nombres, nombres que son palabras también y que eligieron de palabras, desempolvaron ese secreto que llevaban con ellos en algún lugar, me gusta pensar, de sus cerebros y ahí me formé yo. No antes ni después. 

Me llamaron María Laura. Como María se da por sentado me quedó Laura. Un nombre más salvo que seas Petrarca, decía mi padre. 

Escribo esto porque no me gustan los secretos. Si el secreto hubiera prevalecido yo no existiría. Hay momentos en que quise no existir y pensé que escribiendo mis nombres y borrándolos iba a funcionar y yo desaparecería, pero nunca funcionó. Más bien sentí que me dividía al escribir mis nombres.

Al bajar de la oficina en la planta alta de ese lugar tan simplemente diseñado, encontramos otro zapato blanco con taco y hebilla de plata. Lo agarré al voleo y lo llevé a la planta baja. Lo puse sobre la mesa ratona que hay a un costado del sillón. Me apuré porque temí que hubiera desaparecido el manojo de fotocopias que nos habían dejado en la puerta.

Leí las costumbres de los indios Uta en voz alta. Era como si el texto dijera a la vez muchas cosas y también nada. También es un poco escatológico para mi gusto. Leí que los indios tenían una forma de distinguir a las personas que ellos consideraban distintas o particulares. Solían ser los adivinos de la tribu luego. La mayoría tenía lo que hoy en día llamamos invalidez. El texto describe cómo se podía diferenciar a un adivino de los demás integrantes del clan. No quedaba otra que fijarse en las deposiciones. Si una deposición, hecha siempre en el agua, caía de una manera que el lado izquierdo de la misma era más grande que el lado derecho entonces encontrábamos a un posible aspirante a adivino. El antropólogo que lo escribió cuenta que luego solían emparentar a personas e incluso unir a los aspirantes a adivinos de diferentes sexos para conservar esa estirpe que eran útil para la tribu. Y lo que nos hizo ruido a todos e hizo que relacionáramos este raído manojo de fotocopias con el otro de Albatracio fue que el antropólogo también describe la vida de los adivinos y resulta que convenimos en que no variaba mucho en sus costumbres, se dedicaban todo el día a estudiar los signos de la naturaleza de manera casi, agrego yo, obsesiva. Era como si el único interés que tuvieran fuera adivinar. Por otro lado, eran los que consolaban a los miembros del clan, por lo tanto debían ser muy empáticos y además lo que hacían era contar historias. Eran Narradores (el antropólogo escribe la N con mayúscula)

Aunque admito que la N estaba un poco deslucida en la fotocopia y en vez de Narradores parece decir Varradores (término que yo desconozco y los chicos obviamente también) El palito izquierdo de la V es un poco más largo que el derecho. Cuando comenté eso al finalizar la lectura los trekkies me pusieron la fotocopia de Albatracio en la cara. Estaban demasiado excitados para mi gusto pero tenían razón. En el margen inferior de las fotocopias de Albatracio había, en cada hoja, otras V. No numeraban nada ya que las dos hojas tenían la V. Y la V tenía también el palito izquierdo más largo. Nos miramos entre todos. ¿Era una mera coincidencia o los dos textos estaban describiendo al mismo tipo de persona? Para colmo, el texto de Albatracio decía que las personas descritas compensan con la parte derecha del cerebro porque en la izquierda hay una extraña dilatación de la materia gris o la blanca. O sea que la parte izquierda, en este caso del cerebro, es más grande. Entonces, si nos habíamos visto representados por el texto de Albatracio; ¿no nos correspondía también nuestro lugar en el otro? ¿Cuál era ése lugar y cuáles podrían ser las señales físicas que lo definen? Nos miramos entre todos.

-Dice Varrador, no Narrador -dijo el Chino, visiblemente afectado por la posibilidad que estuviera equivocado.

-No me suena esa palabra, tiene que ser Narrador -dije yo.

-¿Pensaste que es posible que Drusila no haya sido la que dejó eso acá? -me preguntó Lucas.

-Parece una maniobra de distracción -afirmó el Chino-. Notaron que de repente estamos hablando de inocentes tribus que nada tienen que ver con nosotros y antes como que nos sentimos tan reflejados con el texto de Albatracio que a más de uno se le salta una lágrima.

-¿Ustedes creen en las coincidencias? -pregunté al grupo.

-No -contestaron casi todos menos Lucas que había levantado el índice pero lo bajó enseguida como que no valiera la pena contestar. Hace esas cosas desagradables.

-¿Quién estuvo más en la Universidad, quién sostuvo la cátedra de Estructuras narrativas más años? Quise entrar a la cátedra de Drusila pero no había cupos.

-Drusila tiene libros publicados -dijo Martín.

-Bien -dije- entonces debemos tener en cuenta esta ofrenda de la profesora.

Sentí que el Chino y Bárbara apartaban una mirada que habían sostenido más de lo común. Martín me miró y se guardó la mano en los bolsillos. Los trekkies parecían haber vuelto a la realidad de este mundo e intercambiaban comentarios sobre cómo enriquecer la fan fiction que escribían con la nueva información. Vi que la atención del grupo se dispersaba. Hasta pensé que Lucas iba a volver a proponer la visita al supermercado.

-Me parece que tenemos que considerarlo todo. Tenemos un texto, claramente de Psicología, donde describen un tipo de persona. El paradigma que proponen parece ser diferente al de Lacan, por ejemplo. Nada del deseo del deseo del otro dijimos… Acá el fantasma parece más corpóreo.

-Las personas descritas parecen más el fantasma que creó Oscar Wilde -dijo Roberto.

-Nah… Y el otro texto describe un sistema de creencias por lo tanto ni siquiera podemos hablar de paradigma. Sin embargo, es el estudio de un antropólogo. Tal vez los profesores se pusieron de acuerdo y el objetivo es enriquecer tanto un paradigma como… bueno… como el sistema de creencias de los indios Uta.

-El otro estamos seguros que fue escrito en un lugar llamado Asperger -dijo Roberto- pero el texto de Drusila sobre el antropólogo no dice dónde vivieron estos aborígenes.

-Argentinos no parecen- dijo Lucas.

-A mí siempre me interesaron las costumbres de los Selknam, también llamados Onas -dije-. ¿Por qué no pueden ser argentinos? ¿De Tierra del Fuego por ejemplo?

-Puede ser -afirmaron los trekkies.

Me miran de esa manera que me deja claro que están bastante enamorados de mí. Hasta imagino que secretamente se odian entre ellos. El tipo de enamoramiento que tienen se traduce en respeto. Sé que si digo algo van a terminar dándome la razón. No saben expresarse de otra forma. No voy a ponerme a analizar ahora al grupo para decir que la misma dinámica se repite con el Chino y Bárbara y, aunque es mucho más reticente, hasta Martín actúa conmigo de la misma manera. Lucas directamente me mira el culo ni bien puede. Es el único del grupo que se atreve a sostenerme la mirada. Tal vez por eso fue el que dijo:

-¿Vos estás sugiriendo que esperemos a que nos dé ganas de ir al baño para descubrir si somos como los privilegiados del clan de los Uta? ¿Que uno vaya a mirar lo que hizo el otro y todo eso?

-Si tiene razón, ¿cómo sabemos que cada uno dice la verdad sobre lo que descubre de ahora en más en el baño?

-La verdad es importante para cada uno -dije; recordé a mi padre que suele contestar de esa manera cuando hay alguna duda filosófica en la familia- así que debemos confiar en lo que cada uno ve.

-Bueno, en tal caso, yo hice bien cuando les dije que era mejor comer y beber. ¿Alguien tiene ganas de ir al baño?

Todos, avergonzados, negaron con la cabeza.

-Creo que lo importante es ahora que decidamos si analizamos las películas con el texto de Albatracio o con el de Drusila. Votemos.

-¿Hay alguna duda sobre el que deberíamos elegir?-dijo Martín.

-Yo tengo mis dudas sobre Albatracio ya lo dije. No me importa que su texto esté más cercano a Kuhn y el otro a…

-Indiana Jones -dijeron los trekkies riéndose entre ellos.

-Ya que toda monografía es una prueba, mejor sería que lo pongamos a prueba al profesor y analicemos las películas con el otro, lo ocultemos y entreguemos una monografía como si hubiéramos hecho lo que él quería. Un profesor nuevo, así como nada. ¿No les parece un poco irreverente su actitud a darnos textos desconocidos?

-Pero el de Drusila también es desconocido -dije.

-Estoy segura que eso pertenece a Lévi Strauss. Estructuralismo. Eso es algo serio y lo otro no.

Ninguno del grupo estuvo de acuerdo en seguir con el texto de Drusila sin antes realizar las pruebas pertinentes y ver si nos producían la misma reacción que sentimos, incluso yo, debo admitirlo, con el texto de Albatracio. De repente, desanduve el camino que había propuesto y dije:

-Tienen razón, es demasiado seguir con el texto de Drusila. Hagamos lo que tenemos que hacer. Total después las monografías las termino siempre yo sola.

-Eso no es verdad -dijeron el Chino y Martín casi al unísono.

-Las que elijo el tema yo. Siempre es así.

-¿Por qué te pensás que estás acá? -comentó Lucas-. Dejemos estas dudas turbias de lado.

-¿Qué? -preguntó el Chino. Nunca entiende nada. Pero esta vez lo acompañé y yo también dije:

-¿Qué dijiste?

-Creo que dijo que cuando leíste el texto de Drusila las sombras comenzaron a crecer a nuestro alrededor- se sinceró el Chino sobre lo que había entendido.

Lucas movió la cabeza, como si no quisiera gastarse en definir lo que había dicho.

-Hagamos el trabajo que tenemos que hacer. Es la manera más fácil de aprobar -dijo, con esa mirada que me interpela-. Y el tema ese, increíble, de los indios y Drusila lo hablamos después de tomarnos algo. Miren que la pizzería cierra en media hora como mucho.

-Nos va a hacer bien -dijo Barbi- Tenemos que aclarar la mente. Salir nos va a hacer bien.

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 4.

Anotaciones del Cuaderno del Chino.

Bárbara, que había apoyado un codo en el piso y tenía la cabeza ladeada para poder sortear una de las columnas, fue la última en levantarse. Yo la seguí. Lucas abrió la puerta y lo único que entraron fueron hojas de árboles amarillentas. No había nadie. Pensamos que debía ser algo que el vendaval había arrojado contra la madera. Laura sugirió que tal vez la persona que había golpeado se había escondido en algún lugar del jardín. Pero Lucas cerró la puerta antes de que alguno se aventurara afuera. 

Todos le dimos la espalda a la puerta menos Laura. Cuando me di vuelta la vi de cuclillas mirando el suelo. Lucas le preguntó si había entrado algún bicho. Pero lo que Laura tenía entre las manos eran unas fotocopias amarillentas. Le pregunté a Martín qué estaba diciendo Laura. Estaba concentrado escuchando y giró la cabeza recién la segunda vez que lo interpelé.

-Es una fotocopias de los rituales de los indios Uta.

-¿Y quién la escribió?

-No sé. A ver.

Martín se acercó a Laura y le quitó las hojas de las manos.

-¿Rituales de los indios Utas por Amancio Valverde? -gritó.

Lucas, ya sentado en el sillón, hizo una mueca de menosprecio.

-Deben ser cosas de mi tío. Se metía en cada lado para cazar. Hasta que conoció a la mujer. Ahí la mujer lo empezó a cagar a pedos si mataba animales. Habrá intentado quemar eso en la parrilla para que no lo vea la jermu pero bueno… ahí está.

-¿No es demasiada casualidad? -sugerí.

Todos asintieron con la cabeza.

En lo alto escuchamos un ruido sordo. Parecía una estantería que se vino abajo. Libros sobre libros. Nos miramos entre todos para ver si alguno se animaba a subir la desproporcionada -de acuerdo al espacio restante- escalera y antes de que yo volviera a mirar hacia arriba, Laura ya había dejado atrás la mitad de los peldaños. Los trekkies la seguían como dos escoltas. Lucas levantó el cuerpo del sillón, sosteniéndose con una mano en el apoyabrazos, murmuró algo que sugería que eso sí le preocupaba y volvió a recostarse.

-Ratas -gritó estirando el cuello hacia atrás como para que Laura lo oyera.

Cuando me quise acordar por un impulso indescriptible yo estaba arriba también. Miraba por encima del hombro de Laura. Había abierto la puerta de la oficina con el cartel Mastronardi hijo. Vi un escritorio enfrentado a la puerta y detrás una de las hojas de la ventana estaba abierta. Nos acercamos al escritorio y descubrimos que había una huella. Una pisada. Debían ser unos pies descalzos y muy transpirados porque el soplo de aire que entraba por la ventana todavía no la había secado. Vimos cómo se fue borrando. Entonces Lucas apareció, se nos adelantó a todos y cerró el ventanal.

-¿Qué dijo? -le pregunté a Martín.

-Que es un basurero ahí atrás.

-Se nota -dijo Roberto. Acababa de recoger algo de las patas del escritorio. Era un zapato blanco. Con tacos y todo. Estiró la mano para ofrecérselo a Alberto, que retrocedió inmediatamente.

-Está en mi derecho rechazar un zapato cuya huella parece ser tan nauseabunda -dijo Alberto.

Bárbara se lo quitó de las manos a Roberto. Yo me acerqué porque quería conocer su opinión del asunto.

-Este zapato es el que usa Drusila. La jefa de la otra cátedra de Estructuras narrativas.

Lucas se movió rápido. Tomó el zapato, entreabrió la ventana y lo lanzó fuera.

Laura apoyó la palma de la mano sobre el lugar donde había estado la huella del pie.

-Admiro a Drusila.

Los trekkies fruncieron la nariz. Yo también.

En ese momento me di cuenta de que ese brillo que en la planta baja teníamos en los ojos se había esfumado. Lo noté hasta en la mirada tenue de Laura. Y luego en la de todos los demás. Necesitaba verme en un espejo. No se me ocurrió donde podría haber uno y no me animé a preguntarle a Lucas dónde podría estar el baño.

por Adrián Gastón Fares.

Las despedidas de solteros de Orc. 2. El caso de la cantante de trap.

Ven a ese colibrí con alas irisadas, se sostiene frente a las ventanas, suspendido, ustedes deben dominar ese arte, el arte de suspender la belleza. Esto me recuerda el caso de la cantante de trap. ¿Quieren escucharlo?

¿No hay otro, Marisqueta? Me parece que ya conocemos el caso, dijo Sono Meta.

No creo que sepan cuán enrevesada es la verdad.

¿Ella ya lo sabe?, preguntó Chessmate.

No nos gusta escuchar casos de manipulación de personas, protestó Brisa.

Es que no hay otros, contestó Marisqueta.

Bueno, aceptó Brisa. Con tal de que antes del recreo la exposición del caso este completa. El recreo es un lugar para disfrutar, no queremos ir con sospechas de nuestro propio pasado inspirados por una conspiradora incipiente como vos.

Nada de incipiente, si algo fui en mi vida fue consecuente, dijo Marisqueta.

Córtela. Exponé, nomás, pidió Brian de Brian.

¿Conocen el Luna Park?

¿Te referís a la estación espacial o al otro?

Al otro, al de acá cerca.

Pero ahora es un zoológico de animales irreales. Mecanismos salvajes.

Sí, pero antes no. Empezó como un palacio de los deportes, era para boxeo y esas cosas, pero luego tocaron muchas bandas, entre ellas The Smashing Pumpkins, Franz Ferdinand, recuerdo que con Orc una noche…

Chsss, protestó Brisa.

En fin, tocaban bandas y solistas, incluso bandas que eran clones de otras bandas, pero el sueño de la protagonista de este caso parecía ser tocar ahí. Cantar ahí. Era solista, armaba buenas frases con el free style, luego decidió comercializarse mejor, mezcló rap con reggaetón, se dedicó al trap.

Ya sabemos lo que es el trap, igualmente esa definición es incorrecta, dijo Sono Meta.

Bueno, sigo, la chica quería tocar ahí, tenía todo el talento del mundo. Orc solía pasear por ese lugar, solía ir a meditar al árbol que hay en el parque que hay detrás. Subía las escaleras, se encaramaba a alguna rama, se sentaba y para Orc era como estar en la higuera de su tía abuela.

¿Y entendía lo que el árbol decía?, preguntó Chessmate.

No, en esa época todavía los árboles no hablaban, quiero decir que no habían decodificado el lenguaje de los árboles como ahora, por lo tanto era algo inofensivo estar ahí sentado. Tengan en cuenta que todavía no sabemos si el lenguaje de los árboles está bien interpretado, puede ser que todo lo que dicen que los árboles dicen sea mera invención…

Ok, ya entendí, zanjó Chessmate.

Y bueno, a ella la vio un día que volvía de visitar la tienda Harrods y de encargarse un autoregalo.

¿Qué era esta vez?, preguntó Brisa.

Un micrófono para karaoke. Cosas que no iba a usar. Vieron como es Orc, se pedía cosas porque le daban alegría recibirlas. Tenía esa especie de asíntota de niño, ese síndrome de abandono a lo Inteligencia Artificial, Kubrick-Spielberg, ¿vieron?, algo Collodiano, o al revés, era porque en realidad había vivido una niñez que era mucho mejor que el resto de su vida, a diferencia de Blas, que bueno, así terminó, pero la cosa es que para mantener esa niñez intacta, su empatía decía Orc, debía autorregalarse cosas, había días que recibía los regalos y otros que se encerraba en los Escapes Games. Mantenerse en esa especie de equilibrio era vital para él.

Entendido, dijo Brisa. Seguir por favor.

Venía de pedirse con una tarjeta con el nombre de una mujer de unos setenta años ese regalo, y debía esperar una hora para que lo envolvieran a su gusto y se lo entregaran en el edificio en que trabajábamos. Así que se sentó en el árbol a pensar. Y justo pasaba la aspirante a figura musical. Los hombros bajos, el cuello inclinado, musitando sola palabras que Orc no entendió pero a la vez sí. Componiendo canciones. Eso lo alertó de que estaba ante un posible nuevo caso. Orc la siguió. Sin que la chica se sintiera en peligro. La chica se detuvo frente al Luna Park, donde había una fila de personas que esperaban entrar a un recital, miró el anuncio de una cantante de pelo fucsia, con un mechón blanco. Exhaló y suspiró. Orc vio que una de las adolescentes que estaban en la fila la señalaba a la chica, y otra también. Vio que ambas se reían al unísono. Gemelas. Listo, dijo Orc. Caso. Ese día iba a pasar algo terrible. Orc estaba seguro. Debía seguirla porque antes de entrar en la casa la chica iba a recibir a la vez una muy buena noticia falsa y le iban a hacer algo malo. Muy malo.

Listo, dijo Orc. Caso. Ese día iba a pasar algo terrible. Orc estaba seguro. Debía seguirla porque antes de entrar en la casa la chica iba a recibir a la vez una muy buena noticia falsa y le iban a hacer algo malo. Muy malo.

Eh, dijo Sono Meta. ¿No dijimos que no queremos escuchar problemas de nadie?

Pero esto termina bien, dijo Marisqueta, al menos para la chica. No es como esos casos de Blas en que todo…

Bueno, continuó entonces, continuó a su vez Sono Meta, mientras se miraba la muñeca para chequear la hora. Debajo de la piel translúcida brillaban los números. Ese día había tomado la suficiente beta alanina para recargar el reloj biológico.

La chica iba cantando y se detuvo en un semáforo de la ex peatonal Lavalle.

Perdón, la ex Lavalle, todo eso es una continuación de Puerto Madero ahora, un barrio nuevo, que fue inaugurado en realidad por un ex Presidente patilludo que preferimos no nombrar, allá por los noventa del siglo pasado, todavía está la grúa con la inscripción de la inauguración, se excedió Brisa.

En mi época había cines en Lavalle, para esa sólo había quedado el Monumental. No importa. El tema es que la chica estaba esperando ahí a que cambiara el semáforo y Orc la alcanzó. Orc sabía que iba a suceder algo, así que dejó que la chica se adelantase. No podía interferir. Unas palomas que se alzaron en vuelo distrajeron a Orc y cuando volvió a ver a la chica ella notó que ella tenía el celular pegado al oído y escuchó que ella decía:

«¿En serio? ¿Gané? Nahhh… ¡Gané!»

Y en ese momento cruzó la mirada con Orc, que se emocionó porque la emoción que tenía la chica cruzó hacia él como si fuera un viento alegre. Orc olió la alegría, me comentó.

¿Pero cómo huele la alegría, Marisqueta?, preguntó Brisa.

No tengo idea, Orc no me dijo cómo… Lo importante igual es que esa alegría duró lo que Orc esperaba. Un minuto. Unas palomas que se alzaron en vuelo por un colectivo con un motor muy ruidoso distrajeron a Orc y cuando volvió a ver a la chica había cambiado la situación. La chica estaba de pie, azorada, mirando la baldosa con una estela que recordaba al ex cine Ocean. Eso la debía distraer de lo que había delante. Por esa calle solían dejar ingresar a algunos coches y un coche estaba atravesado en la peatonal. Tenía la puerta abierta y el chófer, que se había pasado al asiento del acompañante, se agarraba la cabeza con las manos. Cerca, había un cuerpo tirado. El teléfono celular se le cayó de las manos a la chica cuando lo vio. Alguien le habló. La persona, una mujer de pelo canoso pero joven, dijo de manera medio teatral, que ella era psicóloga y trabajaba para que esas cosas no ocurrieran. Otro, que estaba cerca, un hombre bastante mayor con la cara delgada y las mejillas coloradas, comentó que todo era culpa de la publicidad y las aspiraciones exitistas falsas que creaban en la juventud, ya saben, antes eran los televisores los que apabullaban un poco, no tanto como ahora el predictivo del celular con publicidades encubiertas, pero más o menos igual. La chica giró en redondo y por un momento miró a Orc. Ella quería escapar, no aguantaba la situación, si bien no había sangre a la vista, era evidente que lo que tenía enfrente era el cuerpo de una chica aunque no se le veía la cara, el capó del coche estaba hundido, como si hubiera golpeado ahí antes de caer y luego rebotara y quedara despatarrada en el piso. El coche había descarrilado. Todo indicaba un suicidio. Un suicidio para una cantante, para una artista. Alguien sensible, empática. Algo que iba a tener que aguantar cuando regresara a la soledad de su casa, pensó Orc y luego me contó. Pero él estaba ahí. Estaba ahí para evitar que la chica se creyera esa mentira. Se acercó a la chica y le pidió que por favor no se pusiera mal, que todo eso era mero teatro. Dijo:

«Eso que ves ahí es un muñeco. Tranquila.»

¿Y la chica se tranquilizó?, preguntó Sono Meta.

No funciona tan rápido, vieron como es, por más que algo esté armado, la mente tarde en volver a su posición de descanso, es como los cambios en un coche.

No use expresiones de paradigmas que ya no existen, protestó Chessmate. Hace rato que no hay cambios en los autos, usted debe decir, tardó en discernir lenguaje de reacciones químicas en el cerebro. Signos, hechos, que adquirieron otro significado cuando Orc le dijo que era todo una farsa, algo artificial, ¿no?

Bien dicho. En fin, no se reponía. Orc dio unos pasos de baile incluso para que ella viera cómo a él no le afectaba para nada la situación. Los transeúntes que había, que eran bastante pocos, lo miraron bastante mal, como si fuera un desubicado. Pero la chica había retrocedido y estaba acurrucada contra la pared de un edificio. Hecha casi un bollo. Así que Orc volvió y le recalcó que era TODO MENTIRA. Él le iba a demostrar que eso no era un suicidio. Nadie se había arrojado al vacío. Que mirara.

Orc caminó hasta el coche de último modelo, le apoyó la mano en el hombre al personaje que estaba ensimismado, algo que él hacía en sus casos para que notaran que él había descubierto que estaban actuando y que podían ya salir de sus papeles, después de todo actuar también afectaba, y algunos de los contratados por Blas no habían terminado mentalmente bien. Se creían sus propias actuaciones.

Esta vez Orc caminó hasta el cuerpo y como si fuera a dar vuelta un muñeco, le dio un ligero puntapié en la cabeza. Entonces el estómago se le dio vuelta. Lo que vio fue a una chica con los ojos desencajados y enrojecidos, con magulladuras en la cara, la nariz abollada, ya saben, un golpe que la había matado. No era ningún muñeco, era un cadáver real. Orc buscó a las palomas en el cielo pero no las encontró. Quería aferrarse de cualquier cosa. Pensó en volver y decirle a la chica que él tenía todavía razón, que lo que había ahí era un muñeco. Pero él no era bueno actuando. No podía actuar. No le salía. Apretó fuerte el puño, porque esta vez Blas se iba a salir con la suya, había dejado traumatizada a la chica para siempre con esa doble treta, el premio y el suicidio, él no podría hacerle ver que todo era un invento. No había manera de demostrarlo. Y la chica iba a pensar que lo que había ganado era real. Iba a esperar.

Volvió hasta la chica y le dijo que esas cosas pasaban, que lo mejor era que lo tomara como un signo de que la llamada que había recibido tal vez no era lo mejor para ella. Orc no sabía cómo decirle que ese concurso era falso e inventado por Blas. Iba a ser demasiado para ella. Por lo tanto, Blas había ganado. La chica la iba a pasar mal.

Como verán, Orc era muy malo convenciendo a alguien de que algo tan tremendo no era terrorífico. Así que decidió irse. Había perdido. No podía hacer nada. Le deseó lo peor a Blas. Esta vez había ido demasiado lejos y había provocado un suicidio o más bien simulado con un cuerpo real. Pensó en volver y usar un poco de su fuerza física. Pero, ¿con quién? El chófer ya había abandonado el vehículo y se había perdido entre los policías que empezaban a rodear la zona.

Orc pensó que esa noche no iba a ser fácil. Esperaba que despacharan bien su micrófono de karaoke, aunque no le gustaba cantar, iba a tener que usarlo para sacarse la bronca que tenía. Y la tristeza. Ya saben, el mundo lo había traicionado otra vez. Blas no tenía ninguna regla. Ninguna ética. Nada.

Marisqueta, ¿puede bajar un poco el tono del contenido de esta aventura de Orc? Mire como se está poniendo la cara de Brisa, dijo Brian de Brian.

Los ojos de Brisa parecían dos platos vacíos.

No se preocupen, eso es lo peor, voy a continuar con mi narración.

Chessmate estaba arañando la mesa con sus afiladas uñas postizas, un chirrido que Marisqueta parecía no escuchar, pero que mantenía a salvo a los otros alumnos de que sus ojos quedaran tan abiertos como los de Brisa.

Por suerte, Orc no se encontró solo al volver de presenciar tamaño desastre, estaba yo con una paleta de helado de gelatina en la mano, de un gusto nuevo, mezcla de frutas tropicales, para encajársela apenas entrara. No quería que Orc recurriese a sus cigarrillos hindúes. No tenían filtro y le manchaban los labios. Esos labios que yo…

Acábela de una buena vez por todas, dijo Chessmate dejando de arañar la mesa y apuntando con las manos y las uñas a Marisqueta.

¿Eso es una amenaza?, preguntó Marisqueta.

No, pura actuación, dijo Chessmate que intentó reír sin lograrlo.

Bueno. La cosa es que Orc se pasó la noche sin dormir. Con la nariz pegada a su pizarra blanca no dejaba de garabatear nombres y líneas que los conectaban. Quería descubrir quién en la policía había ayudado a Blas a cometer uno de sus siniestros más alevosos. ¿Ferrero? ¿Dalmacio? Sin duda, alguna antigua orden también había ayudado en el caso. Orc era un experto en todo tipo de órdenes secretas, desde el paleolítico hasta la actualidad, se sabía todas las deformaciones de la realidad que la mente humana era capaz de realizar cuando no actuaba en soledad. Darse importancia era vital para la gente y usaban cualquier cosa para engañar a los demás y sentirse superiores.

¿Y encontró la respuesta?, preguntó Sono Meta, alisándose el vestido con un mano y con la otra aflojándose el nudo de la corbata.

La verdad que no. No tenía idea. Yo fingía que dormía en el sofá y lo observaba. En un momento, como un perro cansado, se recostó al lado mío, pero lo sentí tenso, aunque sentir un cuerpo humano cerca fue reconfortante para mí y más si era el cuerpo de Orc.

Qué términos que usa, Marisqueta, dijo Brisa.

Ya sé, son los que hay. Los que me salen, digo… Luego, Orc se levantó, enfrentó el pizarrón, giró en redondo y se me quedó mirando fijamente. Su boca se estiraba en una especie de dolida sonrisa. Los labios formaban una raya oblicua. Los ojos centelleantes. Ahí supe que lo había perdido. Lo había descubierto todo. De ahí en más nunca me trató de la misma manera. Esa noche Orc había perdido la poca inocencia que le quedaba.

¿Puede limpiarse esa lágrima?, dijo Sono Meta.

Gracias. Usted dice que esa noche, Orc, descubrió que la que estaba detrás de todo eso era usted. Que el que había ido demasiado lejos no era Blas, que incluso Blas era, como ya contó, algo creado por usted y otros tipos difusos.

Por lo tanto, continúo Chessmate, Orc se dio cuenta, porque descubrió la misma expresión en usted que en la cantante de trap, de que usted había hablado la misma tarde con la chica, de que ambas se habían influenciado en sus gestos, aunque fueran mínimos detalles faciales, algo había cambiado en usted.

Usted, completó Sono Meta, que había encomendado a la chica que se hiciese pasar por una aspirante a cantante de trap. Y además con ayuda de su ex amante, el comisario Robledo Seagate, había arreglado todo el asunto. Robando un cuerpo en la morgue judicial, arrojándolo a la vía pública, pagando al chófer del coche, disponiendo todo para que Orc sienta culpa y no la chica, que era, claro, otra actriz contratada por ustedes.

Sonó el timbre del recreo.

Marisqueta había girado su cuello, no quería enfrentar la mirada de los alumnos, exhaló y suspiró largo.

Muy bien, diez.

Los alumnos tardaron esta vez en levantarse. Parecían querer seguir escuchando sobre Orc y no salir al recreo. Pero el timbre volvió a sonar, desde el patio del recreo llegaba una canción de Dire Straits, Sultanes del ritmo, que habían reversionado hacía poco en un hiperjuego.

Y se dieron cuenta de que debían dejar a Marisqueta sola.

Esta vez el recreo iba a durar lo que ellos quisieran.

por Adrián Gastón Fares.

Las despedidas de solteros de Orc. El caso de la paseadora de perros.

Es bien sabido que en el pasado las despedidas de solteros eran peligrosas. Siempre hay algún abuelo que cuenta cómo lo arrojaron desnudo al río o alguna abuela que terminó de cabeza en el cemento, chapoteando en su propio vómito, después de una noche de striptease y alcohol. A algunos los dejaron atados a mástiles más de una noche, hasta que la sed y el hambre les hicieron reflexionar sobre la empresa que estaban a punto de acometer, o más bien sobre su vida entera, efecto colateral que solo pudo amortiguar el olor a huevo podrido, orina, y mierda con los que estaban embadurnados. Las despedidas de solteros cumplían, y con creces, la tarea de iniciar al profano en el arte del adiós. Adiós a los amigos, amigas, familia, a la libertad y otras ilusiones parecidas. La cordura ya la habían perdido antes, cuando decidieron dar ese paso que los dejaría atados a un mástil como primera, y para algunos última, consecuencia. También eran una  preparación visceral para las obligaciones prontas a suceder.

Pocos de ustedes, chicles, tendrán el placer de conocer en vida a una persona como Oloong. Oloong Orc era, mejor dicho es, una cosa única. No saben ni se imaginan lo que era. Lo peor era que lo habíamos hecho nosotros así. Bah, creo que fue un error mío el que lo encimó a la ocupación de intervenir socialmente cuando se le prendía esa alarma que le sugería que otro podía estar por vivir lo que él había vivido. Tal vez hasta yo misma, sin querer, creé a sus archienemigos que ni siquiera existían o no eran tales, pero tomaron forma, altura y peso, y en el caso de Blas una altura considerable, una robustez que sobrepasaba la de Oloong , y una mente casi tan torcida como la suya. O más. No me queda otra que hablar de Blas cada vez que hablo de Orc. También estaba Franca López, una enfermera francamente, digamos, temible. Cuando los casos de Orc llegaban al hospital, no pocas veces, Franca, con su red de compañeras, una sociedad  llamada Las iconoclastas de las velas, para dejar en claro su desavenencia con el juramento de Florence Nightingale, se encargaba de que de allí no salieran o mejor dicho salieran en camillas con la sábana hasta la cabeza.

Sí, queridito, diga nomás.

Mis compañeros ya le dejaron en claro que no nos gusta que nos llame chicles. A mí me gustaría saber a qué se debe que use esa palabra para referirse a nosotros, se quejó Nothingman.

Brisa contestó por la profesora Marisqueta Sativa Gómez:

Ya nos explicó Sativa que chicles nada tiene que ver con la terminología prohibida. Le gusta llamarnos así…

Porque ustedes, queridas y queridos, son como un chicle, sus cerebros pueden ser amasados, estirados a gusto, es más: me contrataron para eso. Si tienen quejas diríjanse al director de esta escuela, jiji (Sativa, tapándose la boca)

Sono Meta contestó que bien sabía ella que había sido seleccionada para la tarea por una AI. Que habían ido varias veces a dejar sugerencias a la Dirección, pero que no hubo caso. Solo había un escritorio de madera barata ahí y un busto de ascendencia grecorromana. Ninguna presencia humana.

Brisa cortó a su compañera en seco y zanjó la cuestión: no estaban en el colegio para aprender, en este caso Instrucción Cívica con Marisqueta Sativa Gómez, sino que la habían elegido como una opción retro, más bien retrógrada, de educación. Querían vivir lo que era estar así, unidos en un aula bajo el ala díscola de una dulce mandona como Marisqueta. Aprovechó para pedirle a la profesora, entonces, que los llamara mis polluelos en lo posible. Ella no prestó atención y siguió con su historia.

Marisqueta no tenía ninguna duda de que lo que ella contaba era mucho más edificante que lo escrito en los manuales. Además la AI no le había dado ninguna regla a seguir. Si fuera por eso, podría dar las clases subida a un monopatín eléctrico mientras vociferaba sobre lo que se le antojara.

Creo que la interrupción, tiene que ver, chicles míos, con que los estoy aburriendo. Mejor es ir de lleno de nuevo al caso que expondré hoy, afuera llueve, hay esa luz atenuada, que tanto le hubiera gustado a Oolong, amante del añil, y del azul marino, y escuchamos un aullido. Aúlla un perro, no sabemos si grande o chico, probablemente grande por el timbre, de pecho ancho, colmillos blancos y encrespada crin, más como una cobra asustada que un mastín. Las ratas pasean entre las palmeras, la estatua del creador de esta cálida institución está bien abrigada entre las vallas de ligustros, se podría decir que los párpados de la estatua de Almirante Página están entrecerrados ahora por el peso grácil y tierno de los piecitos de esas palomas parduzcas que parecen mantener en sitio sus sesos y que tanto nos gustan, ¿no? El can me sugiere el caso de la paseadora de perros. ¿Les gustaría escucharlo?

Nadie contestó pero Marisqueta siguió y dijo que, para entender la historia bien, había que contar que de chica a la paseadora de perros no le habían dejado tener ningún perro. Los padres tenían fobia a los animales pero ella, no. Y cuando se egresó de diseño industrial, una de las pocas a la que no le gustaba Star Trek, no encontraba trabajo y los ofrecidos no le gustaban porque ella quería ser inventora, pero no había trabajo de inventora. Entonces la chica, que ya debía tener unos veintidós años, se dijo que en el barrio donde vivía, acá cerca, creo que era el mismo, San Nicolás, sí, muchos debían necesitar que les pasearan los perros, a la gente ya no les gustaba caminar mucho, no tanto como no les gusta ahora, pero casi igual. Y esta chica encima tenía un gusto por los perros grandes, les gustaban las razas más parecidas al lobo y con orejas paradas en lo posible (esto era porque tenía un problema de procesamiento auditivo, no viene al caso, pero hay que decirlo, era como si las orejas paradas de los perros reemplazaran las defectuosas suyas, por lo menos eso yo interpreto, y Oolong, que sufría de alarmantes zumbidos en los oídos, que yo me había encargado de hacerle creer que era la reverberación del universo a veces, y otras una frecuencia que emanaba de él para no llevarse todo puesto a su paso, también pensaba lo mismo. La verdad que todavía no sabemos nada al respecto.)

Así que estaba muy ilusionada Katrina la paseadora novicia cuando, luego de pegar unos papeles en los postes de luz de la calle, la llamaron de varios lugares a la vez. Pasó a conocer a los dueños y a buscar a los perros y la cara se le fue alargando mientras caminaba con los animalitos. Al mirar para abajo no pudo dejar de notar que los perros que le habían dado, unos cinco más o menos, eran todos pequeños, pequineses, salchichas, y cosas así. ¿Cómo podía ser que habiendo tantos perros justo le hubieran encajado esos que les gustaban a tantas personas pero a ella para nada? Al lado de ella pasaban otras paseadoras de perros y tenían perros hermosos, casi gigantes. ¿Por qué a ella le había tocado justo pasear a los perros que no le gustaban? ¿Por qué se rían los dueños cuando les dejaban a sus perros a los que les prestaban poca atención además, ni parecían perros de ellos?

Claro que todo esto no era motivo para que Oloong interviniera. Él observaba a la paseadora de perros por el cristal de la ventana francesa del edificio donde lo habíamos ubicado. Solía mirar a la calle mordiendo su mini-helado de gelatina verde, con frecuencia de kiwi o de frutas peludas parecidas. Yo me tomaba el trabajo de hacérselos, dos tazas y media de agua caliente, dos tazas y media de agua fría, revolver de derecha a izquierda (si no salía mal, decía Orc), rociar el resultado en los moldes con forma de paleta, y al congelador.

Como Orc era bastante supersticioso pidió mudarse de piso, él creía que no convenía dormir en el último piso de un edificio, no confiaba en sus sueños, decía que alguien lo hacía soñar. Creía que con un satélite o con electromagnetismo podían proyectar los sueños en la mente de algunas personas. Aunque una vez sugirió que el procedimiento debía ser más simple, directamente algún miembro familiar se acercaba a la cama con un mini proyector y lo apuntaba a los ojos del durmiente.

Se ubicó entonces en el sexto piso y desdeñó el superior con balcón que le habíamos alquilado. El día que decidió que debía intervenir con el asunto de los perros, recuerdo que yo le estaba sirviendo un café frío (a Orc le gustaba el Cold Brew, partía el hielo con los dientes y era el único momento en que dejaba sus heladitos) en un vaso de plástico cuando me llamó para que me asomara a la ventana.

La paseadora de perros venía caminando por la cuadra de enfrente. Tenía una sonrisa porque le habían dado una especie de perro afgano, uno que veía raramente en esos días y ahora también, y Oloong señaló a un hombre, medio deformado por hacer ejercicios incorrectos, parecía una especie de bulldog dijo Orc, y yo asentí. Tiene cara de bestia, comenté, retrocediendo para seguir contestando los mensajes en mi celular. Oloong me retuvo para que observara. El mastodonte de mandíbula cuadrada y brazos con forma de doble hélice, llegó a la altura de la chica y escuchamos enseguida un gañido potente. El cuerpo alargado del perro se dobló por un momento y luego salió disparado como un caballo encabritado. A la chica, que trataba de contener a los demás perros, se le escapó el mandoble de la correa del plañidero afgano y quedó congelada con un ataque de pánico. Oloong me preguntó si me había dado cuenta de lo que había pasado. Dije que la chica se había distraído y ahora al perro podía pisarlo un coche. Aunque cuando terminé de decir eso el perro ya estaba en las manos de otro paseador de perros que negaba con la cabeza mirando a la chica, como echándole la culpa del descuido. La chica no se movía, las manos en el rostro, las otras correas tirantes, era como si los contratiempos del día la hubieran sobrepasado. Oloong corrigió mi opinión, y me dijo que el perro había sido pinchado con una aguja por el tipo ese que parecía un bulldog y que la paseadora era inocente de descuido. Yo le pregunté si también hacían despedidas para paseadores de perros. Y él me dijo que obviamente, todos los oficios tenían sus despedidas.

Nunca entendemos por qué Orc le dice despedidas a los casos en los que interviene, Marisqueta, se encargó de preguntarle Sono Meta.

Tienen problemas con interpretar los textos, por eso no entienden. ¿Qué dije al principio? Las despedidas son peligrosas, como todas las iniciaciones, y un desagradable derecho de piso laboral, también podríamos decir, no me gusta andar explicándoles todo, ¿dónde queda la belleza de lo sugerido?

Brisa dijo que a ella nunca le había interesado esa belleza, además no entendía para nada bien las metáforas, así que en lo posible, ya que el dinero que iba a parar a los bolsillos de Marisqueta salía de los esfuerzos que ellos hacían por las noches en los hiperjuegos, era mejor que las evitara, el tiempo para ellos era valioso.

Le pregunté a Orc si ya ameritaba una intervención de él. Ya saben que tenía que distraerlo con algo. Orc había nacido… bueno, ya saben. Nosotros tenemos la culpa de que se convirtiera en un interventor de despedidas, como le decíamos y que incluso se creyera que tenía algunos poderes sobrenaturales tan ingobernables como incomprobables. ¿Pero qué podíamos hacer? Ya era tarde, Orc se había creído nuestro cuento, nuestro miedo no tenía que ver con eso, sino con cómo iba a sostener la lucha con su archivillano Blas, ya lo dije, que también había sido creado por nosotros para distraerlo de algo parecido a lo de Orc, Blas había sido abandonado en una canasta en…

Ya sabemos, dijo Brisa. No queremos escuchar historias tristes.

Cosas positivas por favor, bufó Sono Meta.

Pero en ese caso teníamos serias dudas sobre si los poderes eran reales o no. En fin, todos temíamos a Blas y él era el que hacía las despedidas más duras de todas. Él único que no le tenía miedo era Orc… Un loco, yo no sé cómo me fui a enamo…

Pará, dijo Sono Meta.

No nos gustan las historias románticas, siguió quejándose Brisa.

Trigueño dijo que a él sí. Chessmate también. Pero ganaron los otros así que Marisqueta se calló lo que iba a exponer. No es que le costara mucho; en realidad no le gustaba contar mucho de sí misma a Sativa, pero su lengua era más veloz que la capacidad de volición que tenía al hablar. Uno de los alumnos, Brian de Brian, directamente no la escuchaba. Le gustaba mirarla. Marisqueta era alta, esmirriada, rara vez movía su cuerpo cuando hablaba, todo el movimiento estaba comprimido en sus enlazados dedos. Las manos juntas eran las que parecían sostenerla de pie, no sus huesudas piernas en jeans de color claro. De vez en cuando ladeaba la cabeza hacia un lado y otro. Su cuello era largo, tan largo que superaba a la pizarra verde, parecía una de esas chicas que sólo Modigliani sabía encontrar. Marisqueta La Hierática, la llamaba Chessmate, la única de las alumnas con una belleza análoga. Chessmate era una ex asiática, o sea una chica asiática modificada. No era que sus ojos fueran más grandes, como suelen ser en el animé, sino que se los había achicado más. Chessmate era fanática de películas viejas, parece que le encantaba Jerry Maguire y era admiradora de Renée Zellweger. Aunque Trigueño decía que en realidad Chessmate intentaba seducir a los demás con esa cara de orgasmo permanente que los ojos entrecerrados le conferían.

Siguió Marisqueta, admitió que en esos días de lluvia oblicua, estaba bien que no se hablara mucho de los sentimientos del pasado. Los alumnos convinieron en que querían vivir un día de lluvia en la escuela como vivían los de antes, así que lo mejor era que la profe no se fuera más por las ramas y contara por qué demonios el tal Orc se le había dado por ayudar a la paseadora de perros.

Sativa dijo que eso que habían visto por el empañado, más bien engrasado cristal de la ventana francesa, si no fuera por ellos hubiera sido sólo el comienzo del hostigamiento de un sindicato de paseadores de perros que tenían sus reglas para aceptar a uno nuevo. Orc decía que era injusto porque la chica jamás se habría imaginado que hubiera reglas para entrar a pasear perros. No era una entrenadora sino una paseadora. Y ella no tenía la culpa que por la proliferación de animales robóticos los entrenadores de perro se hubieran quedado sin trabajo y se hubieran dedicado a pasear a los pocos perros que quedaban mientras sus dueños se quedaban en la casa con sus mascotas de metal. Habían logrado que fueran cariñosas, incluso más que las naturales, aunque no habían logrado imitar su inteligencia tenían varias ventajas sobre los perros de carne y hueso, la primera de la cuales era que su esqueleto, con algunos ajustes, podía adaptarse a cualquier musculatura que eligieran y a cualquier pelaje, por lo tanto un dueño de perro, inflado de humildad, podía tener un perro mestizo un día y al otro andar jactándose de un Cane Corso y era siempre el mismo animal robótico, la misma materia y nanochips neuronales disfrazados de una cosa u otra. Marisqueta aclaró a sus alumnos que para ellos era común que ya no hubiera mascotas, habían sido prohibidas, pero en esa época todavía eso estaba en pañales.

Orc sabía cuál iba a ser el siguiente paso y no se asombraba que un trabajo tan nimio estuviera comandado por Blas, a quien la injusticias no le importaban en lo más mínimo, era capaz de disfrutar muchísimo con un trabajo tan insignificante porque era más irresponsable todavía lo que estaba haciendo. Le encantaba eso.

Blas era capaz de partirle la pierna a la chica. Era capaz de enviar a que le cortaran, cuando se descuidara, una de las correas para que el perro cruzara y fuera atropellado por un colectivo. Orc debía intervenir cuanto antes. Ni siquiera tomó el café. Salió al balcón, empujó la portezuela y entró al ascensor exterior del edificio. Yo salí disparada hasta el pasillo del departamento y al ascensor interior. Tenía que alcanzar a Orc. Ya saben, podía perderlo de un momento a otro y…

Sonó el timbre del recreo. Marisqueta suspiró hondo. Los alumnos, que más o menos tenían unos treinta años (pero parecían de dieciocho) se levantaron y salieron al unísono al bullicio del patio central. Marisqueta, que no perdía oportunidad para investigar la conducta humana, se quedó mirando desde el borde de la gran escalera. Parecía buscar algo conocido ya por ella en los andares y comportamientos de sus alumnos y cuando se decía que sí, que ya lo había encontrado, negaba con la cabeza y retrocedía desilusionada. Esperaba, cansada ya de buscar algo que sabía que no iba a volver a encontrar, a que el recreo terminara. Y se cantaba alguna canción a sí misma. Era para alejar los pensamientos, una podía encontrar cierto sosiego en repetir letras ya conocidas, cuando no era así una tendía a usar las voces que había leído y las ajustaba a lo que estaba sintiendo. Por ejemplo, Marisqueta sentía un pinchazo en la pierna izquierda, seguramente se debía a la asimetría que tenía en las piernas, la derecha era algo más corta que la izquierda, cuando había salido a observar la interacción de los alumnos en uno de los recreos se había tropezado con un escalón. Sabía que sus tibias eran bastante endebles. Luego de la canción, una de Tom Waits (musitó Blue waters, my daughter), y luego de este pensamiento sobre  su condición física, pasó a pensar, mientras esperaba que volvieran sus alumnos, en cómo fue que se desarrolló la conciencia. La pérdida, por ejemplo, el dolor de cuando algún ser querido pasa a mejor vida, ¿cómo era que la mente humana lo había creado? Apoyada contra el reborde de su escritorio de melanina color crema se dijo que seguramente tenía que ver con la supervivencia. O sea, sentimos dolor cuando perdemos a alguien y casi siempre ese dolor está relacionado con que esa persona que perdemos de alguna manera u otra nos cuidaba. Eso permitía que sobreviviéramos y la tristeza o la melancolía entonces era un mecanismo para apuntalar qué nos había hecho bien y que nos había hecho mal. ¿Cómo era que sentía algo parecido cuando pensaba en Orc? Que ella supiera, la cuidadora, incluso la educadora de Orc, había sido ella. No al revés. Pero…

Los alumnos entraron en tropel, repasando a los gritos los eventos que habían vivido en el recreo, algún bullying de mentira, alguna diferencia entre grupos, cosas para seguir el guion que ellos mismos habían armado cuando decidieron que quería vivir La Experiencia. Ya apretados en sus pupitres, y con la frente en alto, aunque todavía concentrados en las interacciones del recreo, posaron la mirada en Marisqueta que no recordaba aún por dónde debía seguir con la historia de la paseadora de perros.

Mientras anochecía, Orc se dedicó a seguir a la paseadora de perros en su camino en que iba regresando a cada perro a la indiferencia de sus dueños. Yo iba detrás, claro. No subí a los edificios. Y lo perdí de vista varias veces. Como deben recordar, o eso espero, Orc había usado los ingresos que recibía en los casos (que en realidad salían de nuestros bolsillos) para armar una red de atajos en la ciudad y tenía un grupo de vagabundos, delincuentes en este caso mejor dicho, que le informaban o lo ayudaban en su encarnecida lucha contra Blas. Ni por asomo tenían el poder ni  la agilidad o el entrenamiento que tenían los de Blas, pero a veces les resultaban útiles. Estos atajos también eran puertas falsas en edificios abandonados, pozos en plazas con una rejilla recubierta de falso césped, bocas de ingresos a redes subterráneas, ascensores que daban a pisos inexistentes en el tablero de mandos y cosas por el estilo que casi nunca usaba. Él sostenía que siempre le habían sido útiles, pero en realidad estaban para alguna emergencia mayor. Orc solía prever mucho las cosas y no era para menos estar prevenido cuando se trataba de Blas.

Cuando lo alcancé, Orc había interceptado a un hombre que se había detenido con un coche cerca de la paseadora de perros que ya volvía con las manos libres. El hombre, moreno  y con el pelo rapado, se estaba acercando con parsimonia hacia la chica. Orc estiró los hombros hacia atrás y el cuello hacia adelante. Me asusté porque sabía que Orc no iba a escatimar ningún golpe si veía en peligro a su paseadora. Y supe, como Orc, que el hombre probablemente se disponía a raptar a la chica para dejarla afuera de su oficio por unos días. Blas tenía numerosos aposentos donde dejaba encerrada a las personas que secuestraba. Por lo general, en solares arbolados, terrenos inaccesibles que habían quedado atrapados entre edificios. Una cabina instalada en ese lugar, sin ventanas, y con fotografías en las paredes interiores cuidadosamente seleccionadas del pasado traumático de cada uno, unas nueve iluminadas alternativamente por LEDs estratégicamente colocados, en el que solía dejar reposar varios días a sus víctimas.

Para marearlas, Blas, en sus museítos, como llamaba a las cabinas, era capaz de usar cualquier  tipo de creencia rara, sabía todas las historias que había creado la mente humana desde los inicios de los tiempos, como suelen decir aunque no creo que haya habido algún inicio, en fin, el tal Blas era un manual de mitología caminante, y tenía los recursos tecnológicos necesarios para hacer creer a una persona que en vez de en un solar, estaba atrapado en la Luna por ejemplo, o en alguna estación espacial en Marte. En Disney, o en alguna supuesta área 51.  Varios interceptados por Blas quedaron totalmente locos. Algunos de los que ustedes ven en las plazas vociferando  para sí mismos, o pegando gritos sin razón aparente, incluso enfrentando a los escudos de los policías, quejándose de que la gente tiene hambre o que está asustada, fueron víctimas de Blas.

Orc sabía entonces que el objetivo de Blas con esta chica era dejarla totalmente fuera de juego. A Blas le encantaba repetir lo que habían (habíamos debo admitir) hecho con él. Disfrutaba tanto con eso. En fin. La cosa fue que Orc en vez de ponerse a pelear con el tipo moreno, sacó su billetera, alisó algunos billetes, y se los dio. El hombre desvió la mirada de Orc hacia la chica por un momento pero luego tomó los billetes y volvió al coche del que había salido. Yo suspiré aliviada. Orc entonces se dirigió hacia la fachada de un edificio que tenía una de las puertas escondidas que él había mandado hacer, quería probarla al menos, y se dio de cabeza contra unos ladrillos reales. Terminó en el suelo y lo tuve que traer, agarrado de mi hombro, hasta el piso que usaba  por ese entonces.

Se recuperaba rápido. Y en cuanto se recuperaba ya necesitaba estar haciendo algo de nuevo. Debían ser las diez de la noche cuando, después de que compartimos una cena, me informó que debía retirarse. Me dijo que tenía una cita con una chica que había conocido. Yo sabía que no era así.

¿Escape Games?, adivinó Sono Meta.

Exacto. Cuando no pasaba nada, necesitaba meterse en esos juegos. Pero no buscaba la salida hasta que no sentía hambre y luego resolvía el acertijo con rapidez. Se ponía a leer ahí e incluso lograba esconderse y se quedaba adentro cuando entraban otros grupos, a los que solía ayudar a resolver el asunto lo más rápido posible para quedarse solo otra vez. Gastaba cuantiosas sumas en eso.

Alarma de algo negativo otra vez, Marisqueta. ¿No fue culpa de ustedes que Orc tuviera ese gusto, sadomasoquista, digamos? Que noche tras noche buscara el cobijo en la dificultad.

En nuestra profesión nunca hablamos de culpa pero sí de responsabilidad, afirmó Marisqueta.

Y ¿cuál era su profesión? Nunca nos quedó claro, dijo Chessmate.

Eh, bueno, yo estudié… Psicología, humana y animal, y eh…, también literatura, pero recibía instrucciones de alguien que recibía instrucciones de otro y…

¿Cuál era su profesión?, remató Chessmate.

La verdad, no lo sé. Aceptó Marisqueta. Uno hace lo que puede o lo que le piden a veces, para qué poner etiquetas… De cualquier manera, así termina el caso de la paseadora de perros, al otro día el mismo al que le había pagado Orc se encargó de que la chica paseara a los perros que le gustaban y jamás tuvo más problemas con otros paseadores ni con Blas, que ya tenía una nueva víctima en la que afilar sus roídos  colmillos. Y por lo tanto, ese caso fue otra de las aventuras que viví con… En fin. Es hora de que vuelvan a sus casas. Su familia ya les debe haber preparado la cena y debe estar humeando a esta altura. Los quiero bien comidos para que puedan seguir aprendiendo en la institución (Marisqueta señaló a la estatua en el centro de los escalones concéntricos, espacios verdes divididos por rectángulos de ligustrinas) que Página fundó para ustedes. No olviden al pasar por su lado saludarlo, recuerden que es la primera estatua de una inteligencia artificial que el ser humano creó, o mejor dicho una impresora 3D, y que su altura y aspecto tiene un origen desconocido.

No nos haga creer en cosas raras, agregó Chessmate con los ojos todavía más entornados.

Son hechos, respondió Sativa.

por Adrián Gastón Fares (2022)

Yo que nunca fui, soy. Novena parte.

Adocenados por empecinados manosantas del siglo XIX que intentan construir al acólito de sus propias instituciones para hacerlo bailar a su ritmo. Estupideces que serán quemadas por nosotras una y otra vez en la parrilla de la torre desde donde la ceniza de nuestra verdad va a llegar al mundo.

A su tiempo.

Nunca pensamos que con tres personas se podía construir el infierno.

Fuimos seleccionados junto al río, elegidos junto al río. Éramos dos y uno de nosotros, decían con los ojos pastosos, sería el que lo cambiaría todo. Entonces, nos llevaron a presenciar sus amaneceres. A enlistarnos en sus estólidas órdenes. ¿Hermano dónde estás? ¿Hermana?

Mi hermano se volvió un extraño. La mujer ancha lo quería todo de nosotros. Los otros escribían con escritura automática nuestros destinos. Nos pusimos contentos cuando ese mono rio.

Y ellos con las manos vacías, esas manos que nos habían arrancado de nuestro río. Divididos. Nunca pensamos que su arrogancia se volvería institución.

Yo mando a mi niño a un colegio que fue creado por ocultistas. Por sombríos magos expectantes de luminosos cambios. Yo fui a una institución que cuidaba la salud de la mente y recorriendo oscuros pasillos encontré una biblioteca con estantes repletos de muñecos pinchados con obtusa e inexistente magia. De creencias que poco y nada tienen que ver con la ciencia de la felicidad y la tristeza.

Todos nosotros nos juntamos para formar una pequeña religión entonces. Una X escrita en los márgenes de los libros sagrados. Y la llamamos la religión de la felicidad y la tristeza. Es en esa dicha, en cómo producirla y sostenerla, en esa paz, y cómo producirla y sostenerla, y en su contraparte la reacción y la tristeza en lo único que creemos. En los angulosos tres senderos de la paz y la soledad invocados en dos paredes.

Dos de esos senderos nos protegen del caos del universo. El tercero es una flecha lanzada al tiempo para afianzar nuestra labor nunca empezada.

El tiempo nos mece. Mecemos al tiempo.

Así fue que éramos los que lo sabíamos todo sin nunca haber sido iniciados. Porque somos la iniciación. Dimos orden de apartar todo cáliz de nosotros. Para que nuestra sangre no fuera contenida y se transformara en otro río de donde raptaran a otros como nosotros.

Como en el que nos encontraron, eligieron y separaron.

Y esta vez, cuando se acerquen esperanzados en sus pesquisas, sólo verán el paisaje final carmesí. Ese que enloquece a los ciervos y ciega a los que miran hacia atrás cuando tienen los ojos adelante. Entre los arbustos, nosotros, guarecidos, hermanados por cosquillas de viento, presenciaremos a hurtadillas cómo el desaliento conquista a nuestros conquistadores.

Y nos alegraremos.

Con sólo pensarlo nos reímos como hacíamos antes de que pasaran su bolsa sobre nuestras sonrisas. Y pusieran un precio tan alto para devolverlas. Tan alto como la torre que sostiene la cruz de nuestros colegios, que fueron templos y nadie nos avisó de que los huesos que reverenciaban eran los de nuestros hermanos con jardines diseñados por nuestras hermanas, jardines con parterres que parafrasean libros prohibidos y perdidos.

Pasamos de jugar con muñecos a reverenciar muñecos. Autómatas equipados con oblongas válvulas que podían verter un poco de la sangre artificial equiparable a la de nuestro río. No nos parecía mal que usaran un muñeco para esperanzar a las personas que no son nosotros, incluso a nosotros mismos, de futuros y posibles milagros. Pero nunca nos imaginamos que nosotros podíamos ser una parte del mecanismo.

Nunca nos agradaron los arco iris pálidos de la lluvia dorada. Distinguimos a las gotas suspendidas, en el instante justo, antes de que caigan todas juntas.

Vemos esas manchas luminosas que se mueven cuando cerramos los ojos, como si una vela sostenida por una mano invisible desfilara enfrente.

La seguimos hasta un pasillo largo que daba a una puerta y una vez que la cruzamos y nos volteamos esperando compañía ya era tarde.

Nos habían encerrado.

Ciencia ficción y terror en Argentina. Una introducción a Seré nada.

Ebook cover Seré nada, una historia suburbana de terror. Y ciencia ficción, deberíamos agregar.

Seré nada, una historia suburbana de terror ( y ciencia ficción ) es una novela cuya acción transcurre en Lanús, en el conurbano bonaerense. Es una distopia. Luego de dos epidemias, el sur del Gran Buenos Aires queda casi abandonado. Y gracias a una concentración política en el norte de Argentina hasta en la ciudad de Buenos Aires no hay mucho para hacer. Así que tres amigos con sordera o hipoacusia, usuarios de audífonos como el que escribe, o sea yo, deciden partir en busca de una supuesta comunidad de personas sordas de la que habla un difuso blog (como este).

Parten a pie y caminan hacia el sur. Tras cruzar el puente, un vagabundo les grita «la piedra rechazada será la piedra angular», parafraseando a un pasaje de los evangelios… Y como todos los que buscan encuentran, Ersatz, Silvina y Manuel dan con un mundo suburbano dónde hay seres a los que no les quedó otra que adaptarse.

Es una novela sobre la adaptación y hay personajes, como en la realidad, que les encanta hacer sufrir a las personas diferentes y, como en la realidad, tal vez tengan que aprender por las malas.

Me gusta pensar que Seré nada, una historia suburbana de terror, no es una novela fantástica. La veo más como una mezcla de ciencia ficción, aventuras, comedia social y terror con personajes que podrían existir.

Busquen un poco de sol para estar a tono con el culto a Helios y aspiren hondo por la nariz como Gema. Ojalá encuentren su propia novela en las páginas de Seré nada.

Para eso, espero que antes hallen el susodicho libro en el laberinto que es este blog, a esta altura, donde hace varios años un escritor llamado Adrián Fares escondió muchos monstruos para regocijarse (y asustarse también) al encontrarlos.

Adrián Gastón Fares

Si usan Instagram pueden seguir este blog en el nuevo espacio @el_sabanion

Un instagram para El sabañon.

No hay ñ en Instagram así que lo llamaremos El_sabanion.

Larga vida a la ñ!

Espero que estén bien!

PDF de Seré nada, una historia suburbana de terror. Ciencia ficción, misterio y terror en la zona sur de Buenos Aires.

Seré nada, una historia suburbana de terror. 200 páginas. 2021.

Seré nada trata de un grupo de amigos, Silvina, Manuel y Ersatz, que emprenden un viaje en busca de una leyenda urbana; una colonia de personas con sordera profunda, fundada por la controversial maestra Riannon Coveland en el sur del conurbano bonaerense.

Libro en PDF:

Adrián Gastón Fares

Les recuerdo que grabé con mi propia voz la lectura de la novela y que si buscan en el menú de este blog, novelas, índice pueden descargar o escuchar los audios.

PD: en Google Play Books pueden descargar la versión ePub de mí última novela también.

Nadie te quiere y eres un monstruo. Sobre Más que humano, de Theodore Sturgeon. Y enlace a una más que reseña de Pablo Cappana en El Diletante.

http://eldiletante.net/trabajos/mas-que-humano

Más que humano es esa novela de ciencia ficción de Theodore Sturgeon que es más que tres cuentos largos que una novela. Y Cappana reseña lo irreseñable en esta reseña publicada en El Diletante. (Revisar el link anterior)

La novela de Sturgeon es menos que una novela. Y los signos de los tiempos la marcan demasiado (Gestalt?) Pero lo mismo podríamos decir de ese cuento de Bolaño dónde rememora a un tal Gui Rosey, un poeta surrealista que tal vez nunca existió, y ese cuento de Putas asesinas, llamado, Últimos atardeceres en la tierra, no por esa repetición absurda y adolescente, se abstiene de ser leído y querido.

Recomiendo más el comienzo de Más que humano (el capítulo llamado El idiota fabuloso) y este especie de poema / monólogo / transferencia mental de su desenlace, que aquí transcribo:

Más que humano, de Theodore Sturgeon (traducción al español de José Valdivieso)

Escúchame, pequeño huérfano. También a mí me odiaron. Te persiguieron. También a mí. Escúchame, niño de la cueva. Encontraste un lugar donde vivir, aprendiste a ser feliz en él. Yo también. Escúchame, niño de Alicia. Te extraviaste durante años. Y luego regresaste y aprendiste de nuevo. Yo también.

Escúchame, muchacho Gestalt. Descubriste en ti un poder que no habías soñado, lo utilizaste y te gustó. Yo también. Escúchame, Gerry. Descubriste que aunque tu poder era inmenso, nadie lo quería. Yo también. Quieres que te quieran. Quieres que te necesiten. Yo también. Janie dice que necesitas una moral. ¿Sabes qué es una moral? Obedecer las reglas establecidas por ciertos hombres para ayudarte a vivir entre ellos. No necesitas una moral. No puedes seguir una moral. No puedes obedecer las leyes de tu especie, pues no hay otros de tu especie. Y no eres un hombre común, y la moral de los hombres comunes te serviría de tan poco como a mí la moral de las hormigas. Nadie te quiere y eres un monstruo. Nadie me quería cuando yo era un monstruo.

Sin embargo, Gerry, existe para ti otro tipo de código. Un código basado en la sabiduría antes que en la obediencia. Se llama etos.

Con el etos podrás también sobrevivir. Pero será una supervivencia superior a cualquier supervivencia individual, o a la de cualquier especie: la tuya o la mía. Será como reconocer tu origen y tu posteridad. Será como remontar esa corriente madre en la que fuiste creado y en la que crearás algo todavía mejor cuando llegue el momento. Ayuda a la humanidad, Gerry. La humanidad es ahora, y a la vez, tu padre y tu madre. Y la humanidad te ayudará produciendo más seres como tú. Y ya nunca estarás solo. Ayuda a esos seres mientras crecen; ayúdalos a ayudar a la humanidad y a unirte a otros seres como tú. Pues eres inmortal, Gerry. Eres inmortal ahora. Y cuando haya muchos seres como tú, tu ética será una moral. Y cuando esa moral no convenga a la especie, tú, u otro ser ético crearéis una nueva moral que ascendiendo todavía más, por esa antigua corriente, honrará a tus padres, y a quienes engendraron a tus padres, y así hasta llegar a aquella criatura que se distinguió de sus antecesores porque una vez lo emocionó la luz de una estrella.

Yo fui un monstruo y encontré esta ética. Tú eres un monstruo. Decide.

Chusmeen, como decimos, a Más que humano, de Sturgeon, que bien se lo merece.

Adrián G. Fares.

Una historia suburbana de terror. Seré nada. Capítulo 21. Pueden leerla completa en Google Play Libros o en el menú de este blog.

Volvieron, Silvina con los hombros bajos, Ersatz apurando el paso por si cruzaban alguno de los nuevos vecinos.

Por suerte, el aroma que había en la casa les despertó el apetito.

Manuel había terminado de hacer la pizza en la parrilla, el horno no servía, se apagaba, y como había mucha humedad y hacía calor, comieron en silencio debajo del olivo.

Al terminar la cena le contaron lo que habían averiguado a Manuel que hasta ese momento pensaba que no habían encontrado a Roger.

—Lo que habrá hecho ese Roger para que lo echaran de un colegio… —comentó Manuel—. ¡¿Problemas con autoridades escolares…?! Fue un sueño la colonia de sordos. Esto es un asentamiento de delincuentes —aseguró.

Ersatz asintió y dijo:

—Silvina es capaz de llevarle un pedazo de pizza al rayado ese antes de aceptarlo.

Silvina rompió a llorar y subió corriendo a su dormitorio, donde empezó a armarse la mochila casi mecánicamente para no pensar.

Manuel miró a Ersatz con recelo por intensificar el dolor que podía haberle causado a Silvina con su comentario tajante. Le dio la espalda y terminó de apagar el fuego.

Pusieron más muebles delante de las entradas y se aseguraron de que fuera difícil entrar a la casa. Mucho más no podían hacer.

Manuel y Ersatz también hicieron sus mochilas y dejaron todo preparado para partir otra vez hacia sus departamentos en la ciudad al día siguiente.

Cada uno se encerró en su dormitorio.

Ersatz apagó la luz y se quedó mirando la galaxia de las estrellas en el techo. ¿Qué era? ¿Un mapa? Le pareció una espiral como la de los caracoles.

Mientras miraba resonó el primer trueno.

Imposible, hacía meses que no llovía, pensó. Luego del segundo trueno la lluvia empezó a caer a raudales. La puerta se abrió. Silvina, asustada, se acostó a su lado.

Miraban el cielo raso cuando resonó el tercer trueno.

Silvina se pegó más a Ersatz.

—Hay una cara en el techo —dijo Silvina.

Entonces Ersatz también la vio.

Desde que habían llegado, había estado todo el tiempo arriba suyo, gritándole con el silencio de las formas que la casa había sido intervenida como el resto del barrio. Nada era igual a lo conocido.

En el techo había un rostro, brillante, verdoso, de bordes indefinidos, formado con algunas estrellas menores, y con las mayores remarcando una boca abierta. La falsa luna era la nariz de la que parecían salir unos dientes de conejo formados por más pegatinas luminosas. Las espirales formadas por estrellas eran los ojos dementes de esa cara.

Llamaron a Manuel, que se quedó mirando el techo cruzado de brazos sin abrir la boca para no molestar más a Silvina.

Durmieron los tres juntos, sin quitarse los audífonos, escuchando la lluvia que no paraba de caer.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre el autor.

Adrián Gastón Fares es escritor, guionista y director de cine. Estrenó la película documental Mundo tributo como guionista, productor y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine. Desarrolló cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados y seleccionados como Gualicho y Las órdenes), Mr. time. Escribió tres novelas anteriores a Seré nada, una historia suburbana de terror (Intransparente¡Suerte al zombi! El nombre del pueblo).

Fotografía Flores A. G. F

Nuestros. Relato.

Despuntaba el atardecer sobre las antenas de las terrazas esa tarde agobiante de verano en una ciudad pueblo de Buenos Aires y Beatriz le pegó un grito a Josefa.

Que tuviera cuidado porque un día lo iba a pisar al Rubio. El Rubio siguió, como si nada, pasando la máquina de cortar el césped por su jardín delantero. Los tres sabían que Josefa era un peligro manejando, que sus pies apenas arañaban los pedales de su coche, pero el Rubio tenía reflejos perfectos y una vista de lince. Estaba preparado, como todos en esa ciudad pueblo.

Josefa, de unos ocho años, era un poco mayor que Beatriz. Pero Beatriz le había enseñado cómo limpiar el baño rápido para que ocupara el tiempo en otras tareas más entretenidas. También le había enseñado a educar a Rodó.

Rodó, con una lustrosa calva y unos cuarenta y cinco años se la pasaba girando discos en la bandeja de su casa. Beatriz logró que Josefa lo retara de una manera tan efectiva que Rodó terminó escondiendo todos sus discos en el sótano. Sólo los ponía cuando Josefa no estaba.

Pero estaba casi siempre así que Rodo no podía poner sus discos. Se la pasaba sentado frente a la pantalla, jugando, miraba un encadenado de series de televisión hasta que le dolían los muslos de tanto estar sentado y tenía que cambiar de posición y tirarse en el suelo, girar la cabeza y mirar desde ahí. Beatriz tampoco veía con buenos ojos que Josefa le dejara ver las maratones de series a Rodó. Pero tanto no podía meterse. Rodó era suyo, no de ella.

Así que ese día, que era como otro día cualquiera en esa ciudad pueblo, después de pegarle el grito, la pelirroja Beatriz hizo que Josefa detuviera el coche, le preguntó a dónde se dirigía, al centro comercial dijo Josefa, y aprovechó para pedirle que tuviera la mano más dura con Rodó, que suspendiera las series, porque si seguía así iba a engordar como un chancho. Y se lo iban a comer como si fuera uno, contestó, despreocupada, Josefa, copiando vayamos a saber qué clásico.

Beatriz se quedó con las manos cruzadas mientras el coche se alejaba y el Rubio, que medía un poco más de un metro de estatura, seguía cortando el césped medio molesto. Se había hecho encima.

Beatriz, cruzada de brazos, negaba con la cabeza. El pantalón del Rubio era un enchastre. Justo estaba agachado, sin doblar las rodillas, porque la ruidosa máquina se le había trabado con el césped de alto tránsito.

–Rubio, por favor,  ¿qué va a pensar Grise si te ve?

–Sería bueno que pienses en Martín ¿Acaso Grise es tuya?

–Martín siempre se portó bien, me costó alejarlo de la moto al principio.

–A Grise no le molesta que a veces haga cosas como esta. Me entiende.

–Pero tu Grise tiene como unos cincuenta, cinco años más que Martín y que Rodó.

El Rubio asintió con la cabeza y siguió cortando el césped con el pantalón color verde manchado. Beatriz esperó que su perro, un Labrador, volviera de hacer lo mismo que había hecho Rodó, pero en el suelo como debía hacerlo, y caminó hasta su casa lentamente, satisfecha. Antes de meterse en la casa, se subió a la banqueta de madera y se asomó a la hendija del buzón de cartas para ver si había alguna y si tenía que llamar a Martín para que se las alcanzara.

Notó que había telarañas en un vértice de la galería externa de la casa, así que debería llamar a Martín, otra no quedaba. El Rubio ya se había metido adentro. Seguramente estaba apurado.

Mientras tanto volvía del almacén Josefa. Se metió en su casa como si estuviera también apurada.

Como era costumbre a esa hora de un viernes, el Rubio cruzó con un vaso enorme de plástico lleno de pochoclos, un vaso casi más grande que él, a lo de Josefa y los dos se encerraron en la pieza. Decían que veían clásicos. Beatriz no sabía qué pensar.

En cambio, si sabía ordenarle a Martín que limpiara las telarañas con un plumero. Su voz se imponía sin ningún esfuerzo.

Martín sacó la cabeza de su casa, miró a un lado y otro, había un perro callejero panzudo, una lagartija cuyo tamaño era alarmante, pero que fue aplastada al instante por un auto que pasó como una luz, pero nada ni nadie más así que podía salir. Beatriz debía estar mirando esos videos para pintarse las uñas en su teléfono mientras pensaba que él era tan serio, tan obsesivo como ella limpiando, y celaba a Josefa y al Rubio. Pero él sólo quería juntarse con sus amigos.

A la vez que Martín salía, Rodó pasaba su pierna por arriba del marco de la ventana, tropezaba y caía en la vereda. Y enfrente,  Grise abría con cuidado la puerta de la casa de dos pisos en la que vivía con el Rubio. Con el dedo índice cruzando su boca Grise les pedía a Martín y a Rodó que no hicieran bochinche. Los dos ya se estaban riendo de la situación. Siempre se reían. Eran impacientes, pensó Grise.

Y bajó descalza los escalones de su casa para salir a la vereda.

Se saludaron y caminaron los tres, con los hombros bajos, como si estuvieran cansados desde antes, hasta la plaza.

El pelo blanco de Grise parecía más blanco, brillaba a esa hora donde casi reflejaba los rayos débiles del sol.

Las calles de cemento de la florida plaza convergían en el círculo con la estatua ecuestre del fundador del pueblo.  Personificaba a Don Prudencio, con capa y espada. La estatua del enorme caballo contrastaba con el tal Prudencio. Ninguno de los tres entendía cómo había logrado domarlo, ni conquistar nada, midiendo mucho menos que la mitad de ellos, y con una pelota de trapo del tamaño de un tomate en el regazo.  La cabeza redonda y la sonrisa de niño complacido de Prudencio era tal que hasta ellos podían deducir que mucho no le había costado ninguna batalla. Martín le preguntó a Rodó por Grise.

No estaba.

Rodó protestó:

–¡Grise! No esperaste que empezara a contar.

–Yo ni me escondí –dijo Martín–. No vale.

Los dos se miraron, sorprendidos por un instante, para luego concentrarse en lo que tenían cerca.

Los piernas, largas y pálidas, de Grise –que debía estar sentada en el suelo, sobre su falda–, sobresalían del entreverado pero pequeño matorral.

El juego recién había comenzado.

Y tenían la noche por delante.

por Adrián Gastón Fares

PD: Nuestros forma parte de la antología provisoria de los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog llamada Los tendederos. Recuerden que pueden leer, si no lo hicieron, mi última novela, Seré nada (2021, 200 páginas) buscándola en este mismo blog o en Google Play.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo y enlace a mi última novela.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo 17.

Silvina, impaciente, decidió subir a la terraza para encontrar a la estatua de Gema cerca del tanque.

Caminó hasta sobrepasarla, subió los peldaños del cuarto hasta lograr asomar la cabeza en la plataforma del tanque y miró la espalda rígida de Gema. Cerca de los pies descalzos de la mujer estaba su celular.

Silvina pensó que no debían querer ninguna distracción mientras hacían su meditación diaria. En silencio, se ayudó con los brazos y logró encaramarse al techo. Caminó hasta el hueco que había debajo del tanque del agua. Ahí estaba el celular de Gema.

Estaba por agacharse para tomarlo cuando sintió que la arrastraban hacia atrás. Se sobresaltó y se inclinó hacia delante por instinto. Cerca de caer al vacío, sintió que la retenían del brazo. Por miedo a que se arrojara o de que cayeran juntos, la mano que la había tomado la dejó por un momento.

Silvina se volvió y vio que era el hombre con la remera de Megadeth. Silvina iba a gritarle a Gema. El hombre se abalanzó sobre ella. Le tapó la boca con la mano.

Eran tan largos sus brazos que la tomaba con uno solo, con el otro hacía la señal de silencio.

Pensó que quería apoyarle el bulto, ese impresentable, y trató de clavarle el codo para que retrocediera, pero era inamovible. Era extraño el olor del hombre. Una transpiración agria que le hizo recordar a la de su padrastro. Le mordió la mano.

El hombre trastabilló con el último peldaño de la escalera. Cayeron desde tres metros de altura. Por suerte, ella dio contra el cuerpo del hombre.

En el piso se deshizo del metalero, rodando dos metros para hacer fuerzas con las manos y ponerse de pie. Desde ahí, inclinada, vio que Gema seguía impertérrita.

En cambio, el metalero se había torcido el pie, y por como respiraba por la nariz, parecía que alguna costilla estaba rota.

Silvina pensó que se podían haber matado. Bajó los escalones de la escalera lo más rápido que pudo, sintiendo una punzada de dolor en el hombro.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Para leer Seré nada, una historia de terror (2021, 200 pág):

Nueva portada de Seré nada, novela (2021)

Mi nueva novela, Seré nada (2021) tiene nueva portada.

Con Seré nada, incursioné nuevamente, luego de Gualicho y Mr. Time, en la ficción de terror.

Quería volver a la novela (la última en invención fue Intransparente, también llamada Elortis).

Quería que fuera de terror, y quería que fuera ficción oscura (o fantasía oscura).

No sé si hubiera podido escribirla sin antes ensayar los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog.

Tenía muchas ganas de inventar algo nuevo y de poder compartirlo. Y en cierto modo, de poner lo que aprendí estos últimos años en este arte de invocar historias.

Escribiendo Seré nada aprendí a redactar mejor.

Espero que disfruten de esta aventura, que se conmuevan un poco como yo al escribirla.

Claro que una vez que la terminen pueden opinar lo que gusten y, si les gustó, también compartirla para que otros la descubran.

Pueden leer la novela en:

También pueden buscarla en ebook en la página principal.

O bien leerla y escucharla en el Índice de Seré nada que se encuentra en el Menú de este blog.

¿Se editará en papel?

Ah, no sé…

Adrián G. Fares.