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La paradoja de la inteligencia artificial: ¿El fin o el renacer de la escritura?

Estoy sorprendido por la capacidad que tiene GPT (desarrollada por OpeanAI) para contar un cuento.

Simplemente se me ocurrió preguntarle:

Escribir un cuento sobre un árbol que se convierte en hombre.

Y esta fue su frenética respuesta:

Había una vez un viejo árbol en medio del bosque que había estado allí durante cientos de años. A pesar de su avanzada edad, seguía siendo un árbol majestuoso, con ramas que se extendían hacia el cielo y un tronco grueso y robusto. Pero lo que nadie sabía era que este árbol tenía un deseo secreto: quería ser un hombre.

Una noche, cuando la luna llena brillaba en el cielo, un rayo de luz cayó sobre el árbol. De repente, las ramas comenzaron a moverse y a estirarse, y las hojas se convirtieron en dedos. El tronco se enderezó y se hizo más delgado, y las raíces se convirtieron en pies.

Cuando el sol salió la mañana siguiente, los animales del bosque se sorprendieron al encontrar a un hombre en el lugar donde antes había estado el árbol. El hombre se frotó los ojos y se estiró, sin saber cómo había llegado allí.

Pero pronto se dio cuenta de que tenía nuevas habilidades y habilidades que nunca había tenido antes. Podía caminar, hablar y pensar como un hombre, pero aún conservaba algunas características de árbol, como la habilidad de controlar el crecimiento de las plantas y de moverse sin hacer ruido.

El hombre-árbol se aventuró a explorar el bosque, y rápidamente se dio cuenta de que había mucho que aprender sobre el mundo de los hombres. Aprendió a hablar con ellos, a trabajar con ellos, e incluso a amar.

Pero, a medida que pasaba el tiempo, el hombre-árbol comenzó a extrañar su vida como árbol. Extrañaba la sensación del sol en sus hojas y la brisa del viento en sus ramas. Así que, una noche, cuando la luna llena brilló de nuevo en el cielo, el hombre-árbol se paró en el mismo lugar donde había nacido y se dejó caer al suelo.

A la mañana siguiente, los animales del bosque encontraron un árbol viejo y majestuoso donde antes había estado el hombre-árbol. Pero si alguien prestaba atención, podía escuchar un susurro en el viento que decía: «No te preocupes por mí, estoy en paz ahora. Pero no te sorprendas si algún día me convierto en hombre otra vez.

Fin.

Cualquiera puede probar en https://openai.com/

Claro que es injusto decir que el costado cuenta-cuentos o narrativo de GPT-3 o 4 terminará con la escritura. Más bien estas herramientas, para mí, se combinarán con la inteligencia humana para crear historias mejores.

Pero claro, por ahora vemos que la historia no tiene conflicto (quizá porque no se lo pedí o mejor dicho especifiqué), como dijo un amigo. Vemos que el árbol se convierte en hombre por un rayo de luz (una suerte de Deus ex machina, como si la AI tuviera una influencia narrativa griega)

Por otro lado, como hablábamos con otro amigo (que no es una inteligencia artificial) por el lado del cine dentro de poco (ya lo decía Spielberg en una entrevista, entre otros) la AI podrá generar secuencias completas cinematográficas o disminuir enormemente el costo de filmar películas independientes.

Pronto vamos a poder escribir una escena y verla filmada.

En cuanto a los cuentos, me imagino a una persona solitaria sentada en su casa y que quiere que le cuenten un cuento sobre un tema elegido con sus variantes (yo solía pedirle a una tía abuela, entre mate y mate, que me refiera incontables cuentos de fantasmas) y tal vez la generosa y rápida AI sepa como matar la soledad de ese momento con ese frenesí de palabras. Claro que están Robert Aickman, Charles Dickens, M. R. James, Stephen King, Shirley Jackson, entre otros. Pero también va a estar la misteriosa AI.

Me pregunto cuáles serán los datos que la AI sacará de escritores que han publicado en Internet como yo, escrito palabra por palabra sin ayuda más que el diccionario, y si en el futuro usará el propio estilo para desarrollar los cuentos que queramos escribir. Algo que nos preocupa (en mi caso me intriga), como preocupa a los ilustradores que haya programas que puedan reproducir sus estilos (algo que causó una gran controversia, si no ver las reacciones de Santiago Caruso y otros ilustradores argentinos)

En fin, en el siglo XXI parece que la inteligencia artificial y los androides (creo que por algo decidí escribir mi última novela, Voraces y crear ahí una IA que es a la vez tontamente mucho menos y de manera aterradora mucho más que una hiladora de cuentos) son el equivalente de la carrera espacial en el siglo XX.

Lo que tal vez nunca sepamos es cuando llegaremos al fin de esa carrera.

Y esto abre preguntas que tienen que ver más con la evolución del ser humano y el cerebro (y de las computadoras) que con otros tipos de metas humanas.

Eso da un poco de miedo.

¿No?

por Adrián Gastón Fares (y GPT-3)

PD: La imagen de portada fue generada por la IA images.ai. La que acompaña al cuento por Deep Dream Generator.

VORACES. NOVELA. 15.

Entre los dos ubicaron a la Y-700b acostada a lo largo del sofá. Vanina levantó sus piernas y fue poniéndole el vestido blanco. Una vez que hubo terminado le pidió ayuda a Gastón para sentar a la Y-700b en la silla que estaba frente a la ventana al lado de la puerta principal.

Una vez que la Y quedó exactamente igual a cómo estaba sentada en el contenedor pero con el vestido blanco, los dos se alejaron un poco y la observaron. Parecía que había recuperado su altiva serenidad. Y Vanina, notó Gastón cuando la miró, su ira. Chasqueó los dedos. La Y-700b dijo:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco.

Vanina chasqueó una vez los dedos y preguntó:

—¿Lugar de ensamblaje?

Por un momento, la Y siguió de perfil, y Vanina estaba por probar otra pregunta cuando el maxilar inferior del androide descendió suavemente. Una voz cavernosa dijo:

—Fier 3550. Piso 132.

Gastón repitió mentalmente el número.

—Es acá cerca, a unas cuadras —dijo Vanina con alivio.

—Nunca me imaginé— dijo Gastón rascándose la barba—, que Riviera podría estar en el centro de Lanús.

—Algo de eso yo había escuchado —dijo Vanina.

—Dadas las circunstancias, ¿no te parece un poco peligroso ir ahí? ¿Qué les vamos a decir?

—No hay ninguna ética en lo que hicieron. Está mal, hay que hacer algo —dijo, no muy firmemente, Vanina.

Gastón miró hacia otro lado y luego contestó:

—La verdad que sí, eso de andar robando canciones de los demás. Y enviarnos unidades dañadas para experimentar con nosotros, ¿no? Está mal…

—Sí —dijo Vanina, mientras miraba con lástima a la Y recién vestida.

—Esa voz horrible que sonó recién, será la del… ¿programador?

—No tengo idea. Habrá sido sepulturero o algo así antes si anda cargando esas historias en androides. Un pelotudo importante.

—Y es como desperdiciar el avance tecnológico pero quizá pensó que esa historia sería reformulada rápidamente.

—Debió probarlos bien antes. Mi novio, digo ex novio, pudo haberme dejado por las consecuencias psicológicas de tener que escuchar la misma historia todos los días. ¿No es aberrante?

—La verdad que sí. Yo venía bien, esperaba una máquina que había pedido por Ebay y me tenía preocupado eso, pero desde que llegaron los androides mi tristeza fue en aumento… Además, hay cosas raras, que ya no creo que sean casualidades y me preocupan, por ejemplo: mi vecino desapareció. El día anterior hizo un fuego enorme. No lo volví a ver más.

—Tengo hambre.

—Yo también. Un café con leche estaría bien.

Luego de tomar esas bebidas acompañadas de unas tostadas de arroz y mermelada orgánica de mora, salieron a la calle. Las luces del alumbrado público estaban prendidas, pero los carteles de los negocios de la planta baja de los edificios estaban apagados. Mirando más allá de los cables de alta tensión todas las ventanas de los edificios estaban oscuras. Gastón salió caminando para el lugar donde el colectivo los había dejado pero Vanina le indicó que era para el otro lado. Caminaron dos cuadras por esa calle de edificios altos y oscuros y Vanina dobló en Fier. De vez en cuando pasaban coches a lenta velocidad. Los miraban con añoranza como si fueran pequeños hogares móviles, donde podrían estar festejando cumpleaños, despidiendo las cenizas de algún antepasado antes de dejarlas volar por las ventanas de los techos, concibiendo otras personas, estudiando. Toda la vida que no veían afuera estaba contenida en esos pedazos de metal rodantes. El cielo era una franja angosta y negra. Los edificios eran más altos en Fier.

Gastón se iba fijando la altura hasta que Vanina se adelantó dando unos saltitos y luego subió los tres escalones que daban a la recepción del edificio. Gastón se acercó y con los hombros juntos leyeron la placa con los números de los apartamentos. Buscaron el 132 y Vanina pulsó el timbre. La recepción del edificio estaba en penumbras, era alumbrada solo por un velador rectangular que emitía un leve resplandor cremoso. Resonó una voz metálica, monótona, a través de los altavoces.

—¿Quién es?

Los dos contestaron, torpemente, casi al unísono como los androides que cuidaban:

—Vanina y Gastón.

Se escuchó una especie de zumbido y la puerta se abrió. Caminaron hasta el ascensor, que estaba con la puerta abierta. Era iluminado por el panel que contenía los números de los pisos. Los bordes de cada pulsador con los números tenían un resplandor azul frío. Gastón tocó el 132. La puerta del ascensor se cerró. Las luces se apagaron. Apenas llegaron a sentir el mareo de la subida cuando se volvió a abrir. Lo que tenían delante era una especie de loft vacío con grandes ventanales por los que entraba la luz verdosa de un cartel publicitario de un edificio de enfrente. Cerca de uno de los ventanales había una figura que se recortaba. Desde lejos, por la luz verdosa, parecía un actor que estuvieran filmando con fondo verde. Los bordes de esa figura humana se desprendían del fondo por esa luz, dando la sensación de que era un cartel. Pero tenía volumen. Y estaba repicando una pelota. Haciendo jueguito. El pelo era enrulado. Se fueron acercando, mientras Gastón sentía que algo le tiraba del estómago y su cabeza se llenaba de sangre. Se detuvo enfrente del robot y lo miró.

—¿Es un poco triste, no?— le dijo a Vanina.

—¿Es Maradona?— preguntó ella.

—Sí, es el Diego.

El androide iba a repicar eternamente esa pelota. Estaba vestido con la camiseta de Boca, amarilla y azul y tenía el pantalón corto negro, lo que les decía que nuestros antepasados programadores debían ser de ese equipo.

Estuvieron mirando el perfil de esa figura. Arriba de los ventanales, hacia la derecha de la figura, estaba escrito en letras doradas y metálicas, Impresoras Riviera. El rostro de la réplica de Maradona apuntaba hacia unas escaleras que parecían dar a un piso superior. Caminaron en línea recta y las subieron, tocando los pasamanos porque la iluminación rojiza recién comenzaba a iluminar la escalera en los últimos escalones. Dieron con una amplia planta, parecida a la anterior, pero repleta de filas con notebooks anticuadas. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 14.

Cuando, desnudos, se destrenzaron, los dos se quedaron mirando el cielo raso como si no comprendieran bien qué había ocurrido. Ella había olvidado lo que habían ido a hacer a su casa. Y él había olvidado por qué la había acompañado. Se sentían resguardados de lo que fuera que estuviera ocurriendo afuera. De repente, la radio ubicada en la sala de estar de la casa comenzó a sonar sola. Se escuchó a un locutor:

Y ahora, pasemos a una canción que está subiendo en los rankings de nuestros oyentes.

A Gastón no le costó reconocer los acordes. Más le costó comprender qué voz era la que repetía las letras de la canción que él había compuesto y que le había cantado a las cuatro réplicas. Se levantó de un salto de la cama y caminó hasta la sala de estar.

Se quedó escuchando la canción. No lo pudo tolerar y tocó el dial para cambiar de frecuencia. Pasó por varios locutores hasta que dio con otra canción. Suspiró de alivió. Hasta que se dio cuenta que era una versión electrónica de la canción que había compuesto él. Con la misma letra.

—Es muy linda. ¿De qué banda es?

Miró a Vanina.

—Es la canción que te dije que toqué yo. A los androides.

—¿Pero de dónde la sacaste?

—La compuse yo.

—Ah, es muy linda, Gastón.

—Gracias.

—¿Cuánto hace que la pasan en la radio?

—Nunca la grabé ni nada, Vanina. No soy músico. Esto no puede ser. Todo esto no puede ser.

La sonrisa de Vanina se desarmó. Miró hacia la puerta trasera que habían dejado abierta. Y luego hacia el suelo, dándole el perfil a Gastón.

—Hay que sacarla de ahí.

Vanina sostuvo las manos y Gastón los pies de la Y-700b que se combó hacia abajo cuando la levantaron. Mientras la llevaban, viendo el peso (debía pesar la mitad que una persona, pero así y todo pesaba) Gastón preguntó:

—Me querés decir cómo la trajiste hasta acá, ¿sola? ¿En colectivo?

Vanina negó con la cabeza.

Le contó que, después de que su ex novio la dejara, fue a visitarlas y no pudo aguantar ver a la Y-700 que quedó completa, con esa serenidad y arrogancia en el semblante. La arrastró de un brazo, la bajó de la escalerilla del contenedor y de ahí hasta la puerta de la calle. No pensó en las microcámaras ni en otra cosa. Abrió la puerta y pensaba en seguir arrastrándola así por el medio de la calle. Un auto se detuvo y bajó una mujer con el pelo rapado a los costados y una musculosa. Era grandota. Le preguntó si necesitaba ayuda y la misma mujer metió a la Y-700 en el baúl del coche y cerró el baúl. Vanina pensó que habían comprendido la situación en Riviera y que habían mandado alguien a ayudarla. Pero la mujer había dicho:

—A tu casa, ¿no? A nadie le gusta tener un maniquí parecido a uno mismo.

—¿Maniquí?— repitió Vanina.

La mujer la miró con comprensión y asintió.

Vanina sintió más ira porque no eran empleados de Riviera, si no una mujer de las que rondaban con los coches por esas cuadras.

—A mi casa, sí.

Cuando llegó la arrastró ella misma por el camino de entrada y una vez que la Y-700b estuvo dentro de la casa, fue peor. No aguantaba verla ahí. Tenía la expresión que ella había tenido tantas veces cuando se sentaba en el sofá con su novio. Esa tranquilidad. Era intolerable. Entonces vio al cofre y supo lo que tenía que hacer.

—Pero ahora me siento muy culpable —concluyó Vanina. —Yo estoy bien y ella…

Caminó hasta el dormitorio, entró, Gastón escuchó que un armario se abría y un roce de telas. Vanina volvió con una sonrisa triste. En sus manos descansaba un vestido blanco.

—El repartidor dijo que era para mí. Pensé que era un regalo de los de Riviera

.—Te entiendo— dijo Gastón.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 9.

Al otro día hizo todo lento. No quería que llegara el momento de tener que cruzar para escuchar otra vez la historia de Juan y Sara. Hasta limpió su casa. Baldeó el patio. Y jugó con el agua que salía de la manguera con su perra. Ya en el contenedor se sentó en el zafu sin ni siquiera mirar antes a los X. Los activó, escuchó el discurso —sin ninguna variación. 

Mientras, observó al X que tenía la cabeza ladeada. No soportaba verlo así. Era como verse a sí mismo abatido o amonestado. Se levantó tan de golpe que sintió que se mareaba. Caminó hasta el X-700a dañado. Con la mano derecha trató de levantar la cabeza. Primero suavemente, pero cuando vio que no se movía ni un milímetro probó con un tirón fuerte. Nada.

Luego otro más fuerte. En ese momento el cuello del X-700a se dejó levantar unos centímetros y, a la vez, la pierna derecha salió disparada y el pie dio con fuerza en la rodilla de Gastón. Maldijo al androide, y tiró más fuerte de la cabeza. Escuchó un crujido, el cuello del X se agrietó y la cabeza terminó en el piso. Saltaron fibras azules del hueco que quedaba en el cuello. Gastón se sintió muy culpable. Miró al otro X y a las Y como si hubieran sido testigos del incidente. Se acuclilló y observó a la cabeza que había quedado con una mejilla apoyada en el suelo. ¿Y ahora?

Una cosa era que le faltara un brazo a una Y. Pero él había dejado un androide sin cabeza. Chasqueó los dedos para ver si había alguna conexión entre esas fibras azules y la cabeza del X. Vio que algunas de las fibras se movían pero la boca del X no se movió. El otro X volvió a contar la historia mientras parecía tener la mirada —un poco afectada le pareció a Gastón por lo ocurrido— clavada en la de su par androide descabezado. Escuchar otra vez la historia irritó aún más a Gastón. Sentía que le faltaba el aire en el cubículo y hasta miró al hueco de refrigeración y comprobó que el ventilador seguía dando vueltas. Volvió a mirar la cabeza. Se dijo que no podía dejarla ahí. Rebuscó en los bolsillos traseros de sus jeans y encontró la bolsa negra que usaba para recoger las deposiciones en los paseos con su perra. Se agachó y embolsó a la cabeza. Luego se levantó, apagó las luces del contenedor, cerró la puerta y caminó hasta la salida preocupado por lo que había ocurrido.

Era un día muy húmedo y nublado. Por la mitad de la calle avanzaba a pasos rápidos hacia el garaje la cuidadora de las Y. 

Al verlo se detuvo. Gastón vio que miraba con perspicacia la bolsa que llevaba. Luego se cruzó se de brazos. Gastón, avergonzado, apuró sus pasos, entró a su casa y cerró la puerta. Fue rápido hasta el cuarto de herramientas y dejó la cabeza arriba de una mesa de trabajo que había pertenecido a su abuelo. Cerró la puerta del cuarto —con llave, por las dudas; no supo explicarse por qué.

Se sentó en una silla de madera verde, que él mismo había pintado para su abuela, inclinó la espalda y apoyó los antebrazos en las piernas. ¿Qué iba a pensar de él ahora la chica de pecas? ¿Justo tenía que aparecer el día que a él le ocurrió ése percance tan horrible? ¿Y tenía que encontrársela al salir? Pensó que lo último fue lo mejor porque si no tal vez la chica hubiera entrado al contenedor y descubierto lo que ella hubiera interpretado como un atentado a los X por parte de él. Se dijo que si ella había empezado con ese asunto de desguazar a los androides tal vez no lo vería como algo tan importante.

Después de todo, a él no le había molestado tanto que ella hubiera modificado a las Y. Eran copias de ella. Y él había terminado haciendo lo mismo con una de las suyas. Se entristeció al pensar que lo ocurrido requería que al otro día no pisara el contenedor porque era probable que la cuidadora de las Y, ya que había reaparecido, diera por sentado que era el día de ella. Y más viéndolo a él salir con una bolsa pequeña y abultada. Todo el asunto lo puso nervioso. Debían ser las seis de la tarde. Abrió un vino, un Syrah de una marca de gama baja, que tenía en la heladera, y fue mezclando el alcohol con soda —Gastón tomaba así el vino porque había leído que los persas tenían la costumbre de tomarlo de la misma manera; para ellos mezclar la cantidad justa de agua con el vino aseguraba veladas con gratas conversaciones— y bebiendo lentamente hasta que se quedó dormido frente a la mesa, en la silla de computadora con ruedas, con el respaldo inclinable ya vencido, en la que se sentaba todos los días.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 6.

Al día siguiente se despertó tarde. Estaba estresado por las emociones del día anterior, en los registros figuran pulsaciones cercanas a los 100 por minuto. Se pasó la tarde mirando por la ventanita de la puerta si veía entrar a la cuidadora de las Y. No pudo verla entrar (estaba en la cocina tomando un té en ese momento) pero la vio salir. La chica llevaba su cartera y en la otra mano una bolsa de residuos negra abultada. No pudo evitar pensar en las Y y, una vez que se aseguró de que la chica ya había tomado el colectivo, se acercó al portón pero se detuvo en seco. No podía hacer eso. No debía entrar el día en que el trabajo ya había sido cumplido por su compañera. Giró en redondo y se volvió a su casa. Mientras cruzaba la calle le llamó la atención la hija de los vecinos. Lo miraba sonriendo. Nunca la había visto sonreír y menos con esa mirada tan cariñosa. ¿Cómo podía haber cambiado de golpe? ¿La habrían cambiado de colegio o algo así? Pensó que no era su asunto pensar en eso. Entró a su casa, se preparó unos mates y se sentó en el garaje, con su perra al lado, a disfrutar de la vista: el portón del depósito de camiones, donde estaban las réplicas más allá de las rejas de su propia casa. Pero a él le gustaba mirar los coches que pasaban. Enseguida notó que la velocidad a que circulaban era mayor. También cuando las ventanas estaban abiertas notaba que los conductores ya no estaban enfrascados en sus pantallas o teléfonos y que miraban fijo hacia adelante, con mucha atención.

El domingo dio por sentado que ni la chica ni él tenían responsabilidad de cuidar a los androides, así que pensó que sería bueno pedirle prestada la cortadora de césped a su vecino traumatizado por la guerra, Elías. Ante la puerta del vecino sintió un olor fuerte a quemado. No el tipo de olor atribuido al tabaco, sino más bien a la goma. Elías salió y le hizo una seña de que pasara a buscar la máquina. Gastón lo siguió por el largo pasillo hacia el fondo. Se asustó al ver las llamaradas que salían de una parrilla circular de cemento que había en el medio del jardín. Intentó llevarse la cortadora de césped rápido pero Elías lo miró con los ojos medio perdidos y le dijo:

—Quedate a disfrutar conmigo del fuego.

Y giró la cabeza para mirar las llamaradas que salían, cada vez más altas, de la parrilla de cemento.

Gastón no tenía ganas de lavar la remera que tenía puesta, más allá de que le repugnaba ese olor. Al estar más expuesto le hizo recordar el olor que emanaba de las chimeneas de la fábrica de la zona, algo agrio y pastoso, que se metía por las ventanillas de los colectivos cuando cruzaban el riachuelo. Gastón le dio una palmada en la espalda a su vecino y lo dejó disfrutando del fuego y volvió a su casa para cortar el pasto. Mientras lo cortaba, por el rabillo del ojo miraba hacia la medianera para asegurarse de que las llamaradas se mantuvieran en el centro del fondo vecino. Pensó que nunca había visto esa mirada perdida en la cara de su vecino antes y que tampoco nunca lo había visto prender fuego, ni siquiera asados hacía. Pero tuvo en claro que esa actitud quizá fuera lo esperable de alguien traumatizado por la guerra o que por lo menos, había pensado más de una vez, la tranquilidad de su vecino no concordaba con lo que se esperaba de un ex combatiente tan sufrido. Gastón terminó el día tomando una lata de cerveza mientras miraba hacia el patio de la ex casa de su abuela, que él había plantado con Clorophytum Comosum, llamada popularmente como cinta argentina. Le gustaba mirar a la jaula grande con la puerta abierta. Su abuela había mantenido un loro ahí que él había dejado escapar (su abuelo nunca se lo había perdonado) y ver la reja abierta le daba una sensación instantánea de libertad. Pero como solía hacerlo mientras tomaba cerveza, no estaba claro si era la cerveza o la jaula abierta lo que lo alegraba.

El lunes saltó de la cama (este modo de decir en este caso es aplicable a cómo salió Gastón disparado de la cama ese día) y realizó todas las rutinas necesarias lo más rápido que pudo para estar seguro de estar libre luego de almorzar. Para bajar la ansiedad, o mejor dicho para ocultarla, tomó su café con lentitud. Luego cruzó y se metió en el garaje. Apenas abrió la puerta del contenedor dirigió la mirada hacia las Y. En la Y-700a, de la que fluía del dedo esa cascada de cables azules que pendía a unos centímetros de la rodilla, había otra modificación. Gastón sintió un ramalazo de bronca apenas la vio. Se acercó y, apoyando con cuidado una mano en el hombro de la Y, observó el costado opuesto del cuerpo del androide. Faltaba el brazo completo, que había sido reemplazado por otra catarata de cables azulados y rosados. Inspiró hondo para llenar sus pulmones del aire del contenedor y creyó distinguir ese olor ligero a cigarrillo. Rodeó a la Y para observar la espalda. Del lado posterior del brazo completo tenía un círculo que parecía ser una cicatriz de vacuna, pero con la piel chamuscada. No era difícil pensar en el olor a cigarrillo, en la cuidadora de las Y, y concluir que le había apagado un cigarrillo en el cuerpo, como si el androide fuera un cenicero y que, lo peor de todo, la bolsa de residuos con que la vio salir el día anterior debía contener el brazo que faltaba. Gastón no sabía qué pensar. ¿Sería que la cuidadora de las Y estaba trasladando de esa manera a sus réplicas para no tener que viajar para cumplir con su trabajo? Eso sonaba para él en una excusa para no afrontar la verdad sobre una persona que ni conocía y que había idealizado en tan poco tiempo. La Y estaba atacando a sus réplicas, por alguna razón. ¿Cuál podría ser? Se dijo que las Y no eran su responsabilidad así que debía, antes de hacerse el detective, hacerles vocalizar a los X su invariable cantata. Se sentó en el zafu, concentró la mirada y los oídos en los perfiles de las bocas articuladas de los X y chasqueó los dedos. Mientras iba escuchando la expresión esperanzada de Gastón se desarmó, el brillo de sus ojos se opacó, la sonrisa de mejor cuidador de androides se convirtió en dientes apretados, y la postura altiva se desinfló. Miró el suelo, había ceniza, concordaba con lo del cigarrillo, luego miró el muñón de cables que reemplazaba al brazo de la Y. Volvió a mirar a las réplicas de él y dijo:

—¿Es que no entienden, pedazo de imbéciles, lo que están diciendo? ¿Para qué tanto diccionario cargado? ¿No deberían tener los sentidos mejorados? ¿Para qué leí tantos libros sobre cibernética si nada concuerda con lo leído? ¿Son esto nada más?… ¿Unas marionetas sin titiritero? ¿Cómo pueden ser tan animales los de Riviera de enviarme réplicas de mí mismo que no cumplen con las expectativas que generaron? Tengo que escuchar el mismo cuento todos los días y se suponía que podían hacer variaciones o por lo menos inventar otros mucho mejores. ¿Para qué sirve la percepción superfina que supuestamente deberían tener? ¿No debería eso hacerlos más sensibles? Pensé que esa era la clave sobre cómo podían volverse sensibles y creativos. Que sintieran más y pudieran comprender y mejorar una historia nada original, ya escuchada mil veces antes. ¿Saben lo que es estar solo todo el día en esa casa? —Gastón señaló más allá de la pared de chapa del contenedor, hacia su casa—. ¿Mirarse en el espejo y verme a mí y encima venir acá y ver a ustedes que son iguales a mí? Pero son incapaces de contar algo nuevo. ¿Saben por qué? Porque no entienden nada de lo que repiten como loros. Espero que me estén escuchando —Gastón levantó la cabeza y apuntó la mirada hacia un vértice donde pensaba que podía estar ubicada la microcámara—, los genios de Riviera para ver si se los vienen a llevar y los arreglan. Pedazo de cables retorcidos. Chatarra terrestre.

Gastón suspiró. Miró de lleno a los X. No había ningún cambio en esa sonrisa de seductor entrenado que mantenían con altivez una vez que sus bocas dejaban de formar sonidos. Por un segundo le pareció ver cierto dejo de tristeza en la mirada de uno de los X, pero no podía decir con certeza que no fuera la imaginación de él. Miró a las Y, especialmente a la que le faltaba el brazo, para comparar las miradas. Parecía también ligeramente afectada, pero al compararlos con la otra no podía distinguirse el sentimiento atribuido por él. Concluyó que la red neuronal de los androides debía ser una versión antigua de los sistemas que en esa época existían en otros países. Decepcionado, se incorporó, y le dio la espalda a sus androides cuando escuchó la voz unísona:

—Desahuciado.

Se volteó y vio que seguían con esa sonrisa tonta. Se acercó al modelo X-700b y no pudo contener tanta ira. Lo abofeteó. El cuello del modelo cedió hacia un costado, la mata de pelo negro siguió la trayectoria, tapando ahora el perfil derecho. Enseguida se dio cuenta que no debió haber hecho eso. ¿Qué pensaría la cuidadora de él? Empujó con el dedo índice la mejilla derecha del X, intentando que el modelo quedara en la posición erguida habitual, pero la presión que él ejerció no produjo el movimiento esperado. Se inquietó más cuando pensó que tal vez ni siquiera era la cuidadora de las Y la que había estropeado a las copias. ¿Y si eran los de Riviera? ¿O algún vecino como ya había pensado? ¿Cómo es que no les habían enviado cámaras y monitores para controlar lo que pasaba en el cubículo antes y después de las visitas? Luego se tranquilizó al pensar que era casi imposible que los de Riviera chamuscaran la piel de un androide creado por ellos. Y que la responsable tenía que ser la cuidadora de las Y. Después de todo, ¿él no estaba actuando igual? ¿Cómo podía una persona aguantar un trabajo tan monótono con toda la expectativa que él tenía con la inteligencia artificial y los cyborgs? No podía entenderlo y a Gastón no le gustaban, como a nosotros, las cosas que no podía entender. Buscaba la manera de comprenderlo y gastaba mucha energía en eso. Se dio por vencido, y supuso que iba a tener que cumplir con su trabajo de escuchar a los androides muchísimo tiempo hasta que quizás algún día hubiera algún cambio en su monótona narración. Antes de salir les dijo:

—Son un fracaso.

Luego se sintió mal por decir eso. Pero, pensaba, ¿cómo podía hacerlos reaccionar? Caminó hasta salir del garaje y ya afuera giró para mirar hacia su casa. Vio al corredor de remera fluorescente pasar como una flecha. Cruzó, pensando que tenía que devolverle la máquina de cortar césped al vecino, y miró hacia el final de la calle. El corredor había dejado de correr. Con lentitud se iba alejando, de espaldas, hacia la avenida. Gastón frunció el entrecejo. Pensó que debía estar cansado el tipo de tanto correr, o que el día era demasiado caluroso y se debía a eso la falta de energía que podía dar por resultado que aminorara la marcha donde nunca lo hacía.

Esperó en la puerta de la casa del vecino a que le abriera. La reja no estaba totalmente cerrada. La empujó de un golpe e introdujo por la abertura la máquina de cortar pasto a la que empujó por el pasillo largo hasta el fondo. Llamó a Elías por su nombre. No aparecía. Apartó con el dorso de la mano la cortina de plástico que tenía la puerta del fondo de la casa del vecino y entró a la sala de estar. Había una mesa cubierta de estampillas y una carpeta abierta con una página a medio llenar con algunas ya pegadas, la silla corrida hacia atrás, como si alguien se hubiera levantado de golpe, pero su vecino no estaba ahí, ni en ningún otro lugar de la casa. A un costado del álbum estaba el teléfono de Elías. Gastón apretó el botón de encendido del celular y apareció el ícono de batería descargada.

Salió al fondo, donde Elías había plantado algunos tomates junto a la pared medianera, y caminó hasta la parrilla de cemento. Había restos de botellas de plástico de gaseosas entre las ascuas, pero lo demás era pura ceniza. Se estaba preguntando hasta qué hora de la noche había alimentado la hoguera su vecino cuando le pareció ver algo que brillaba en lo negro, como si fuera una estrella en ese cosmos de fibras oscuras. Se agachó y lo tomó.

El sol se escondió y evitó que el objeto siguiera brillando. Era una amalgama de acero. Gastón dejó entrar aire a sus pulmones, sintió que se mareaba un poco, pero luego se le pasó. Su vecino habría salido a visitar a una amiga o algo por el estilo, pensó. Lo mejor era dejar lo encontrado en el lugar donde lo había encontrado. Dejó caer la amalgama en el mismo hueco de cenizas de donde la había extraído. Volvió a su casa. Le pareció escuchar algunos golpes de martillo. Pero no venían de adentro de su casa. Debían ser el repiquetear del martillo contra los hierros de algunas columnas lejanas. Se enfrascó en su rutina de ejercicios. Esa noche, cansado, no puso en el televisor antiguo ninguna película de Hitchcock y se durmió fácilmente.

Mientras dormía pudo darse cuenta de que estaba en un sueño, se reía con una mujer. De repente, se encontró abrazando a la cuidadora de las Y. Bajando con sus labios por un camino de pecas hasta el ombligo y luego subiendo para terminar en un abrazo y un beso. Giraban en la cama. Ella se subía encima de él, estiraba el cuello hacia atrás y lo miraba fijo mientras disfrutaba. Él bajó la mirada, vio los senos de la chica, y de repente sintió que algo lo arañaba. Vio que a la chica de pecas le faltaba el brazo y del muñón salían finos cables azulados, brillantes y cortantes que se dirigían hacia su cara.

Gastón se incorporó en la cama. Despertó de esa pesadilla. Tomó su celular para comprobar si había completado la carga. Nunca había superado la mitad de la carga desde que se descargó al vincularlo con los X. Pensó en si esa era la causa de la súbita descarga, pero no podía afirmarlo. El celular ya venía andando mal por momentos, a veces se apagaba solo y volvía a encender. Durante la mañana estuvo tratando de componer algunas canciones simples en la guitarra. Mientras almorzaba pensó que ese día no se preocuparía por si la cuidadora de las Y aparecía o no. Él había estado el día anterior así que ahora era el turno de ella, la responsabilidad de ella. Luego del café con leche salió a caminar por el barrio a paso rápido.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 2.

Aquel día, casi inaugural para nosotros, digamos, Gastón cruzó la calle y se quedó mirando la enjaulada cámara de seguridad del garaje. La puerta no se movió ni salió nadie. Estuvo ahí diez minutos esperando que algo ocurriese y escuchando a las cotorras chillar en lo alto. Después vio que había una flecha escrita en la puerta, con pintura blanca, que señalaba para la derecha. Entendió que quería decir que debía abrir el portón. Lo empujó con la mano izquierda, separándolo de la bisagra la distancia suficiente para poder pasar al interior del garaje.

Encontró dos camiones aparcados con sendos contenedores de color bordó. La luz que entraba por las ventanas altas era difusa. Un rayo de sol se aplastaba contra el contenedor del camión que estaba a su izquierda. Gastón caminó hasta el fondo del garaje y encontró la escalera que daba a la puerta del contenedor. Subió los tres escalones, abrió la puerta y encontró una pecera —así llamábamos a los entornos en que nos estudiaban por esa época. 

Una pecera era un ambiente con luz blanca cenital, cuatro asientos, un almohadón redondo en el suelo y un sistema de ventilación. Gastón activó un interruptor. Las luces se prendieron y se vio a sí mismo sentado en una silla. Frente al androide que era una copia de él, había otro androide igual a Gastón en otra silla. En sillas paralelas a las de estos dos androides encontró dos figuras más sentadas. No se asombró por verse a sí mismo como androide, por esa época ya todos daban por sentado el experimento que estaban realizando con la inteligencia artificial y sabían todos cuáles eran las reglas. Las personas sólo esperaban que no fueran reclutados para esa empresa financiada por el estado. Sí le asombró ver las otras dos figuras. Dos androides con forma femenina, pelo lacio, figura delgada, las manos sobre las rodillas. Estuvo un rato tratando de recordar si la figura le recordaba a alguien. No había caso. 

Nunca había conocido Gastón a una persona de pelo lacio castaño, pecas, ojos que parecían grandes y redondos como los de un animé. En el medio del cuadrilátero formado por las sillas estaba el zafu, el almohadón de meditación. Gastón entendió que debía sentarse ahí. Así lo hizo, tomando el manual de instrucciones que sobresalía de debajo del almohadón. Leyó sin poder creer que hubiera sido reclutado para esa tarea.

El manual le explicaba la suerte que tenía de haber sido elegido entre tantos para ser duplicado. Luego seguía la advertencia, ya sabida pero que leyó como si no la supiera. Era su responsabilidad cuidar de los prototipos, si le ocurría algo a los X, sus copias, el que sufriría las consecuencias sería él. Era como un prospecto de esos que vienen con los medicamentos. Luego explicaba cómo era el funcionamiento de los androides. En esa época, debajo de la uña del dedo meñique de la mano derecha estaba nuestra fecha de fabricación. Las réplicas se encendían haciendo sonar los dedos, para ser exacto: con un repicar de dedos. Se apagaban con dos. Gastón estaba interesado en cómo estaban construidos pero el manual no especificaba nada de eso. Lo que estaba impreso con tinta roja era la tarea. Debía encender a los androides y escuchar la historia que iban a contar. Anotar si había variaciones en esta historia que denotaran algún cambio en el funcionamiento, una sinapsis que delatara que habían reconfigurado sus redes neuronales. Mis antepasados sabían hacer operaciones matemáticas y repetir algunas frases. Incluso hacer preguntas simples. Todas esas funciones se usaban en electrodomésticos. Los androides no tenían programadas estas funciones. El interés estaba en los cambios en el lenguaje. Y en la estructura narrativa.

En la pared del contenedor, en una lámina, estaban las reglas del cuidado. Los cuidadores, los originales de los androides clonados, o sea él y la chica, no podían coincidir dentro del contenedor y estaba prohibido también que se comunicaran en el exterior. Enmarcada en la pared, debajo de la fotografía de la réplica de Gastón estaba anotada una X. En la fotografía de la réplica de la chica, una Y. No había mucho más que mirar y Gastón bostezó, como si fuera un chiste la tarea monótona y aburrida que le habían encomendado. La de escuchar vaya a saber qué de una réplica de sí mismo. Chasqueó los dedos para ver cómo funcionaba el asunto.

Los X abrieron los ojos. Miraron para un lado y el otro y luego los cerraron. Gastón tuvo que volver a hacer el chasquido. Seguían con los párpados cerrados. Probó tres veces y todo seguía igual, así que Gastón se levantó para retirarse. Tenía pensado escribir a Riviera para decir que no aceptaba el trabajo y que podían deshacerse de sus réplicas. Pero cuando estaba por bajar la escalerilla del contenedor Gastón oyó que los X decían, a la vez, Resulta que.

Gastón se volvió sobre sí mismo y observó a los androides que habían detenido su discurso y parecían estar pensando. Soltaron su discurso de golpe como si se hubieran atragantado al comenzar y después escupieran la historia que tenían que contar:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Los X hablaban al unísono, sincronizados, era una única voz. Gastón ya conocía ese cuento, una leyenda urbana. Entendió que habían sido cargados con algún cuento básico. Pensó en si las Y tendrían la misma historia de base cargada. No podía saberlo porque la única que podía activarlos era la chica original, que él desconocía. Entiendo que esa leyenda urbana le debía de parecer sospechosa, como si le hubieran jugado una broma de mal gusto al tal Juan. Gastón tenía esa manera de pensar, por algo lo habrán elegido para que cuidara a nuestros antepasados. Debió pensar que se aburriría mucho con la perspectiva de escucharla todos los días. Y estaba molesto, como sabemos por lo que decía en los días siguientes cuando hablaba solo con los X porque habían usado la palabra divisó en vez de vio. Debía pensar que era imposible que la chispa se encendiera con esa historia trillada contada torpemente una y otra vez.

Ese día inaugural, acercó su nariz a los X para ver a qué olían. Lo asustó un poco que en esa época, como en la actualidad, no oliéramos a nada. Y habrá pensado que no sólo no le había llegado la máquina que había pedido sino que encima ahora tenía que cuidar de dos réplicas de él. Aunque no creía que el asunto fuera demasiado lejos. Gastón volvió a su casa, o sea cruzó la calle, y durmió apaciblemente, como si nada importante hubiera ocurrido. Al otro día después de almorzar decidió cumplir la con la visita diaria a los X. Empujó la puerta del garaje, entró al contenedor, activó a los androides y mis antepasados volvieron a contar la misma historia sin ninguna variación. Gastón se aseguró de que quedaran bien apagados los X —aunque apenas concluían la narración de Sara y de Juan entraban en inmediato reposo— y miró de reojo a las Y. Le parecieron muñecas de cerámica dormidas. Volvió a su casa y sacó a pasear a su perra hasta la plaza que había en 25 de Mayo. Los registros dicen que esa noche durmió bien, y que antes de dormirse, miró una película de Hitchcock.

por Adrián Gastón Fares.

Nota del autor:

Agradezco si pueden firmar esta petición por mi problema con la inclusión e integración en discapacidad (como sabrán tengo asperger y sordera) y me han quitado un premio que gané en cine:

change.org/gualicho

Gracias,

Adrián

PD:

Felices Fiestas!

1995. El paradigma perdido. 13.

Anotaciones del cuaderno del Chino.

La pistola de Carlitos apuntaba a Roberto. Acá llegamos a conocernos y no me dan miedo ni Carlitos, ni el Mati ni el Rubio pero en ese momento parecía que nos iban a despellejar. La amenaza de los aborígenes no era nada comparada a una persona con un arma moderna en la mano. No sé de dónde sacó los reflejos Alberto, pero apareció de repente y lo próximo que vi fue a Carlitos con la boca abierta y tomándose un costado. Alberto lo había traspasado, en el lado derecho del abdomen, con la espada samurái. Lucas seguía colgado del cuerno del bisonte. Barbara contenía un grito. Me acerqué a ella como para apaciguarla pero no me animé. Laura pareció querer hacerle frente al Mati, que en realidad se estaba dando vuelta para escapar. El Rubio también reculó. Fue en ese momento que Lucas cayó del cuerno y quedó despatarrado en el piso. Todos cejaron en sus intentos de alejarse unos de otros y se reunieron alrededor de Lucas. El rubio, que parecía conocerlo, estaba más preocupado que nosotros. Sin embargo, Lucas sólo se había lastimado un párpado. El resto del cuerpo estaba intacto. Nos dimos vuelta porque una voz nos llamaba desde la puerta. Yo no la escuché pero seguí a los demás que giraron sus cuerpos. La voz, que era un aborigen atiborrado de cenizas, con los ojos saltones dijo:

-Ese premio no lo puede tolerar cualquiera. Solamente puede tolerarlo alguien que en la vida haya pasado las peores dificultades. Penurias económicas, abandonos de los padres, etc.

Ni hay que decir que el aborigen parecía un profesor disfrazado, no tanto por el atuendo, que era muy fiel a lo que uno puede imaginarse, sino por la manera de hablar. Al lado del aborigen estaba Mastronardi hijo. Un hombre de unos cuarenta años con una barba candado, camisa, y zapatos.

-Lucas es en vano que busques el premio. Otros familiares lo intentaron. Esta concesionaria está maldita por el premio. El que lo encuentre va a tener que afrontar la locura. Es mejor que ya esté loco de antes o que haya pasado como bien dice mi amigo aborigen las peores dificultades. Hay cosas en este mundo que superan a nuestra humilde imaginación, querido primo.

Lucas se estaba levantando y desempolvando los pantalones. Abrió la boca para refutar a su primo pero no dijo nada.

En ese momento el bisonte cedió y cayó detrás de él. Desde el agujero que había dejado la cabeza del animal nos miraban dos ojos brillantes. Primero pensamos que era el reflejo de las luces de la calle en los ojos de unas ratas que se escondían allí. Pero no lo era. Me acerqué para observar desde abajo y reconocí a dos diamantes incrustados en las cuencas de los ojos de una calavera que tenía la boca abierta y los pelos largos, que una vez liberados por el bisonte, caían casi hasta la altura de Lucas.

Todos temblamos. El rubio dijo que se iba corriendo de aquel lugar, que a él lo había contratado una profesora para molestar a los chicos y no tenía nada que ver, se disculpó con Mastronardi hijo y nos preguntó, algo muy raro en una persona de su clase social, cuál era nuestra identidad.

Laura contestó que lo estaba pensando y los trekkies dijeron que ahora ellos eran parte del clan Uta y aspergers, sin lugar a duda. El Rubio se horrorizó un poco como si eso afectara el pago por su trabajo o si hubiera fallado. Confesó que los profesores no estaban de acuerdo con que un tal Albatracio les hubiera dado esas fotocopias y que de alguna manera había que arreglarlo. Lo hacían por el bien de ellos. En ese momento Mastronardi hijo dijo que lo mejor era que escaparan del lugar y que eligieran a uno para que la maldición de la concesionaria, una maldición que los había mantenido ganando dinero por mucho tiempo, siguiera su curso, ya que habían molestado a sus antepasados.

Laura le preguntó si eso quería decir que la calavera esa era alguna bisabuela suya o algo así y Mastronardi dijo que sí, y que eso sólo no era, había más. Si no querían quedar aterrorizados para siempre debían escapar antes que el mecanismo siguiera su curso. En ese momento otro bisonte cayó al piso. Vimos otro brillo, esta vez como de esmeralda. Mastronardi hijo nos señaló los coches, el aborigen se sacó la peluca y se dio vuelta, dispuesto a retirarse. Cuando subimos a los autos escuchamos sirenas de policía. Así y todo logramos escapar unos diez kilómetros hasta que nos rodearon.

Pero antes debimos elegir quién se quedaría en el lugar. Y el Rubio, Mati y Carlitos (que no paraba de sangrar) no dudaron y eligieron a Pompeo.

Cerramos la puerta y lo dejamos con Mastronardi hijo que volvía de uno de los coches con unas sogas en las manos. Mientras la puerta se cerraba vimos cómo Mastronardi hijo separaba una silla, tomaba a Pompeo de las manos, prometiéndole que si superaba la prueba se quedaría con algo único, y lo ataba.

Pompeo no se resistió.

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 7.

Nota encontrada en la fauce del puma.

Adorable Niño:

O Querida Niña.

Si llegaste hasta este trozo de papel quiere decir que ya estás listo para iniciar la búsqueda de algo importante para tu futuro. Fue importante para nuestra familia y como, espero, formás parte de la misma es hora de que el valor te deje aceptar el reto que antes afrontamos, con éxito o no, algunos de nosotros. Existen muchas maneras, sabemos, de poner en evidencia el verdadero talante de un ser humano. Nosotros siempre fuimos obsequiosos y decidimos que nadie pase por una inocente penuria sin un rédito acorde a la aventura que proponemos.

En esta, tu casa, ocultamos un premio. Lo que ocultamos puede ser intercambiado por una importante suma de dinero. Tu trabajo consiste en encontrar lo que está oculto en esta, tu casa, y llevarlo sano y salvo hasta el lugar que indicamos en un pedazo de papel que deberás encontrar antes de encontrar el premio.

Que hayas llegado hasta esta puerta que es esta hoja quiere decir que ya has desarrollado las facultades de observar los detalles necesarios para emprender el resto de la tarea.

Ahora, que te encuentras solo en esta casa, en la casa de la montaña o en la casa del perro, como le decimos metafóricamente, es el momento para continuar con nuestro círculo de lealtad familiar.

Nos agrada haber encontrado un digno sucesor, o sucesora, a nuestra estirpe de valientes emprendedores.

Te encomendamos que no salgas de esta casa hasta que tengas el premio en tus manos.

Te saludamos, ya desde el otro lado de este espejo llamado vida, tus devotos antepasados.

Tenacidad y Valentía nuestro adorable Niño.

O bien querida Niña.

M.

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 2.

Anotaciones del cuaderno del Chino.

Uno de los trekkies se había mojado las medias al pisar por el camino una zanja. Les decíamos los gemelos porque eran de la misma estatura y muy parecidos aunque no tenían familiares en común. Cada uno tenía una insignia de su serie favorita, un alfiler dorado clavado en las remeras a la altura del pecho, y a mí me parecían lampiños. Estaba acertado porque en el tiempo que pasamos acá a mí me creció una molesta barba pero ellos siguen como el primer día. Uno se llama Alberto y el otro Roberto. Son nombres un poco de persona grande para la edad que tenemos. El promedio es 20 años o menos. Laura y Bárbara son las únicas mujeres del grupo. 

La concesionaria donde estábamos era del tío de Lucas. Lucas es mecánico, o mejor dicho trabaja en un taller mecánico, siempre con las uñas sucias y las manos engrasadas, no sabemos muy bien qué hace estudiando cine. Él mismo dice que no le gusta el cine. Tal vez antes de que termine de escribir esto logre desatar algunos nudos del misterio que nos rodea pero no creo que vaya a comprender por qué Lucas estudia con nosotros. ¿Cine? Nunca habla de películas.

Por lo demás, es el más alegre del grupo y el primer día apenas entramos al lugar se tiró en un sillón, cruzó las piernas y declaró que se había olvidado las copias de sus apuntes. 

Propuso que, antes de que el negocio cierre, fuéramos al supermercado a comprar varias cervezas, Coca Cola y algunos vinos y dejáramos el trabajo práctico para otra ocasión. Si lo hubiéramos escuchado -admito que yo no soy muy bueno escuchando- esto no hubiera ocurrido. Pero, ¿quién cambiaría el pasado reciente? Con todas las cosas que llegamos a entender… Parece inadmisible. 

Nadie lee dos páginas fotocopiadas y siente una revelación. Por lo menos, ni yo, al que gustan de llamar Chino -en dinámica de grupos de varones es impresionante la rapidez con la que uno se gana un apodo-, ni Martín, que somos los que más leemos -devoramos todos los cuentos de Lovecraft, no somos de esos que miran películas nada más- pensábamos que leyendo tan poco se puede ganar tanto.

A los trekkies no los cuento porque son una especie de genios.  Las revelaciones, especialmente las creativas, no parecieron serles indiferentes en sus vidas. Entre los dos escribieron una versión de Star Trek ambientada en la época victoriana. Y otra inspirada en Chesterton. Sólo sé que hay un sacerdote a lo Alien3 (no es lo mejor recordar esa película ahora que estamos encerrados en estas celdas tan desagradables, una cosa es estar encerrado en una nave, que ya de por sí es una especie de prisión, y otra en una celda la comisaría 9na de Lanús) que resuelve casos detectivescos. 

A Martín y a mí nos gustan más las películas de John Woo, vimos todas las de Tarantino, claro, y deliramos bastante con lo que hace Lynch, aunque no entendamos realmente mucho esas tramas tan densas. A la vez, tenemos como una especie de deidad a George Romero e incluso podríamos competir con los trekkies porque escribimos una monografía sobre su trilogía zombi (pero comprendo que el ensayo es un arte menor a la ficción). Tratamos de dejar de lado las de Fulci, aunque fue imposible.

Todavía no sé bien qué le gusta a Bárbara. Creo que la música, por lo menos habla bastante de The Cure y otras bandas que también me gustan. Laura era fanática de X Files y estaba entre estudiar lo nuestro, o sea cine, o arquitectura. Creo que la esperanza secreta de sus padres era que dejara lo nuestro, o sea el afán por algún día dirigir películas y escribirlas, en cuanto viera lo insulsas que podrían ser nuestras charlas. Por lo menos, eso era lo que ella decía cuando peleaba en broma.

Ahora bien, paso a describir a los personajes de este  misterio dramático educativo, como lo llaman los trekkies, personajes entre los que, no diré lamentablemente porque confío en que algún familiar me sacará de esta prisión, me encuentro. 

Lucas, el más flaco y alto, medio dormido en el sillón, Martín un rubiecito compacto y de pelo enrulado, yo, el más petiso, con los ojos medio achinados, pelo oscuro y cuello largo -me decían Jirafa en el colegio, en otra dinámica de grupos- y las chicas: Bárbara,  de tez muy pálida y pelo largo oscuro; Laura, grandota, bien morena, y con una campera de jean y un buzo atado a la cintura que ahora mira hacia cualquier lado -los policías decidieron que debíamos compartir la celda, chicas y chicos- mientras escribe también notas sobre lo ocurrido en su libreta. 

Nunca vivimos algo como esto y hay que escribirlo. Además si nadie nos viene a sacar de acá, vaya a saber cómo podemos terminar. Resulta que encerraron a los asaltantes con nosotros también. Bueno, no a todos. Falta uno. Creen que son estudiantes. En eso seguramente la imagen de Lucas ayudó bastante. Más allá de estas elucubraciones, creo que es la única celda que hay en la novena, tal vez sea esa la única razón de que la compartamos.

Para terminar la descripción faltan los trekkies. Ni en una celda se los puede ubicar. Logran pasar desapercibidos. Siempre andan por ahí como si no estuvieran. Podrían estar en el centro del grupo mientras escribo esto sentado en este duro banco y yo no verlos. En fin, basta de personas, pasemos a los objetos. Primero, el más grande.

El lugar, claro. La concesionaria. ¿Cómo es la maldita concesionaria? 

Hay una escalera que desemboca en un pasillo en el que están apostadas  las oficinas superiores. Si antes de entrar a las oficinas superiores uno se da vuelta puede mirar por los balcones hacia abajo y ver la sala grande. 

En el pasillo superior, la oficina de un tal Mastronardi está en el ala derecha. Y la de un tal Mastronardi hijo en el ala izquierda. En realidad no se puede mirar muy bien hacia abajo porque uno, por lo menos yo, se impresiona con las cornamentas de las cabezas de los animales colgados del entablamento. Mientras escribo esto apenas me animo a recordar el ojo del león rugiente. De los colmillos parecían suspenderse hilos de baba (tiene que ser el efecto de alguna gotera en el techo, qué otra cosa puede ser). El alce es más difícil de describir, tal vez porque no estoy demasiado seguro de que sea un alce. Podría ser el fauno más natural que vi. Creo que es un bisonte. Pero hay también unos cuantos alces. Esos me dan más pena, ahí colgando muertos con sus cornamentas.

Fuera, después de la puerta amplia y los ventanales vidriados, hay un camino de cemento, flanqueado por dos jardines con gravilla entre los que están en exhibición coches y motocicletas y algunos granados plantados. También hay una parrilla en la que pensamos hacer un asado. Pero dadas las circunstancias parecía una aventura demasiado irresponsable.

Falta describir a alguien más. Es el tío de Lucas, que por lo menos Martín y yo, creemos que estaba oculto en algunas de las oficinas. Además de la subrepticia Drusila. Estos dos actantes son las únicas explicaciones que encontramos a lo que no podemos explicar.

por Adrián Gastón Fares.

Las despedidas de solteros de Orc. 2. El caso de la cantante de trap.

Ven a ese colibrí con alas irisadas, se sostiene frente a las ventanas, suspendido, ustedes deben dominar ese arte, el arte de suspender la belleza. Esto me recuerda el caso de la cantante de trap. ¿Quieren escucharlo?

¿No hay otro, Marisqueta? Me parece que ya conocemos el caso, dijo Sono Meta.

No creo que sepan cuán enrevesada es la verdad.

¿Ella ya lo sabe?, preguntó Chessmate.

No nos gusta escuchar casos de manipulación de personas, protestó Brisa.

Es que no hay otros, contestó Marisqueta.

Bueno, aceptó Brisa. Con tal de que antes del recreo la exposición del caso este completa. El recreo es un lugar para disfrutar, no queremos ir con sospechas de nuestro propio pasado inspirados por una conspiradora incipiente como vos.

Nada de incipiente, si algo fui en mi vida fue consecuente, dijo Marisqueta.

Córtela. Exponé, nomás, pidió Brian de Brian.

¿Conocen el Luna Park?

¿Te referís a la estación espacial o al otro?

Al otro, al de acá cerca.

Pero ahora es un zoológico de animales irreales. Mecanismos salvajes.

Sí, pero antes no. Empezó como un palacio de los deportes, era para boxeo y esas cosas, pero luego tocaron muchas bandas, entre ellas The Smashing Pumpkins, Franz Ferdinand, recuerdo que con Orc una noche…

Chsss, protestó Brisa.

En fin, tocaban bandas y solistas, incluso bandas que eran clones de otras bandas, pero el sueño de la protagonista de este caso parecía ser tocar ahí. Cantar ahí. Era solista, armaba buenas frases con el free style, luego decidió comercializarse mejor, mezcló rap con reggaetón, se dedicó al trap.

Ya sabemos lo que es el trap, igualmente esa definición es incorrecta, dijo Sono Meta.

Bueno, sigo, la chica quería tocar ahí, tenía todo el talento del mundo. Orc solía pasear por ese lugar, solía ir a meditar al árbol que hay en el parque que hay detrás. Subía las escaleras, se encaramaba a alguna rama, se sentaba y para Orc era como estar en la higuera de su tía abuela.

¿Y entendía lo que el árbol decía?, preguntó Chessmate.

No, en esa época todavía los árboles no hablaban, quiero decir que no habían decodificado el lenguaje de los árboles como ahora, por lo tanto era algo inofensivo estar ahí sentado. Tengan en cuenta que todavía no sabemos si el lenguaje de los árboles está bien interpretado, puede ser que todo lo que dicen que los árboles dicen sea mera invención…

Ok, ya entendí, zanjó Chessmate.

Y bueno, a ella la vio un día que volvía de visitar la tienda Harrods y de encargarse un autoregalo.

¿Qué era esta vez?, preguntó Brisa.

Un micrófono para karaoke. Cosas que no iba a usar. Vieron como es Orc, se pedía cosas porque le daban alegría recibirlas. Tenía esa especie de asíntota de niño, ese síndrome de abandono a lo Inteligencia Artificial, Kubrick-Spielberg, ¿vieron?, algo Collodiano, o al revés, era porque en realidad había vivido una niñez que era mucho mejor que el resto de su vida, a diferencia de Blas, que bueno, así terminó, pero la cosa es que para mantener esa niñez intacta, su empatía decía Orc, debía autorregalarse cosas, había días que recibía los regalos y otros que se encerraba en los Escapes Games. Mantenerse en esa especie de equilibrio era vital para él.

Entendido, dijo Brisa. Seguir por favor.

Venía de pedirse con una tarjeta con el nombre de una mujer de unos setenta años ese regalo, y debía esperar una hora para que lo envolvieran a su gusto y se lo entregaran en el edificio en que trabajábamos. Así que se sentó en el árbol a pensar. Y justo pasaba la aspirante a figura musical. Los hombros bajos, el cuello inclinado, musitando sola palabras que Orc no entendió pero a la vez sí. Componiendo canciones. Eso lo alertó de que estaba ante un posible nuevo caso. Orc la siguió. Sin que la chica se sintiera en peligro. La chica se detuvo frente al Luna Park, donde había una fila de personas que esperaban entrar a un recital, miró el anuncio de una cantante de pelo fucsia, con un mechón blanco. Exhaló y suspiró. Orc vio que una de las adolescentes que estaban en la fila la señalaba a la chica, y otra también. Vio que ambas se reían al unísono. Gemelas. Listo, dijo Orc. Caso. Ese día iba a pasar algo terrible. Orc estaba seguro. Debía seguirla porque antes de entrar en la casa la chica iba a recibir a la vez una muy buena noticia falsa y le iban a hacer algo malo. Muy malo.

Listo, dijo Orc. Caso. Ese día iba a pasar algo terrible. Orc estaba seguro. Debía seguirla porque antes de entrar en la casa la chica iba a recibir a la vez una muy buena noticia falsa y le iban a hacer algo malo. Muy malo.

Eh, dijo Sono Meta. ¿No dijimos que no queremos escuchar problemas de nadie?

Pero esto termina bien, dijo Marisqueta, al menos para la chica. No es como esos casos de Blas en que todo…

Bueno, continuó entonces, continuó a su vez Sono Meta, mientras se miraba la muñeca para chequear la hora. Debajo de la piel translúcida brillaban los números. Ese día había tomado la suficiente beta alanina para recargar el reloj biológico.

La chica iba cantando y se detuvo en un semáforo de la ex peatonal Lavalle.

Perdón, la ex Lavalle, todo eso es una continuación de Puerto Madero ahora, un barrio nuevo, que fue inaugurado en realidad por un ex Presidente patilludo que preferimos no nombrar, allá por los noventa del siglo pasado, todavía está la grúa con la inscripción de la inauguración, se excedió Brisa.

En mi época había cines en Lavalle, para esa sólo había quedado el Monumental. No importa. El tema es que la chica estaba esperando ahí a que cambiara el semáforo y Orc la alcanzó. Orc sabía que iba a suceder algo, así que dejó que la chica se adelantase. No podía interferir. Unas palomas que se alzaron en vuelo distrajeron a Orc y cuando volvió a ver a la chica ella notó que ella tenía el celular pegado al oído y escuchó que ella decía:

«¿En serio? ¿Gané? Nahhh… ¡Gané!»

Y en ese momento cruzó la mirada con Orc, que se emocionó porque la emoción que tenía la chica cruzó hacia él como si fuera un viento alegre. Orc olió la alegría, me comentó.

¿Pero cómo huele la alegría, Marisqueta?, preguntó Brisa.

No tengo idea, Orc no me dijo cómo… Lo importante igual es que esa alegría duró lo que Orc esperaba. Un minuto. Unas palomas que se alzaron en vuelo por un colectivo con un motor muy ruidoso distrajeron a Orc y cuando volvió a ver a la chica había cambiado la situación. La chica estaba de pie, azorada, mirando la baldosa con una estela que recordaba al ex cine Ocean. Eso la debía distraer de lo que había delante. Por esa calle solían dejar ingresar a algunos coches y un coche estaba atravesado en la peatonal. Tenía la puerta abierta y el chófer, que se había pasado al asiento del acompañante, se agarraba la cabeza con las manos. Cerca, había un cuerpo tirado. El teléfono celular se le cayó de las manos a la chica cuando lo vio. Alguien le habló. La persona, una mujer de pelo canoso pero joven, dijo de manera medio teatral, que ella era psicóloga y trabajaba para que esas cosas no ocurrieran. Otro, que estaba cerca, un hombre bastante mayor con la cara delgada y las mejillas coloradas, comentó que todo era culpa de la publicidad y las aspiraciones exitistas falsas que creaban en la juventud, ya saben, antes eran los televisores los que apabullaban un poco, no tanto como ahora el predictivo del celular con publicidades encubiertas, pero más o menos igual. La chica giró en redondo y por un momento miró a Orc. Ella quería escapar, no aguantaba la situación, si bien no había sangre a la vista, era evidente que lo que tenía enfrente era el cuerpo de una chica aunque no se le veía la cara, el capó del coche estaba hundido, como si hubiera golpeado ahí antes de caer y luego rebotara y quedara despatarrada en el piso. El coche había descarrilado. Todo indicaba un suicidio. Un suicidio para una cantante, para una artista. Alguien sensible, empática. Algo que iba a tener que aguantar cuando regresara a la soledad de su casa, pensó Orc y luego me contó. Pero él estaba ahí. Estaba ahí para evitar que la chica se creyera esa mentira. Se acercó a la chica y le pidió que por favor no se pusiera mal, que todo eso era mero teatro. Dijo:

«Eso que ves ahí es un muñeco. Tranquila.»

¿Y la chica se tranquilizó?, preguntó Sono Meta.

No funciona tan rápido, vieron como es, por más que algo esté armado, la mente tarde en volver a su posición de descanso, es como los cambios en un coche.

No use expresiones de paradigmas que ya no existen, protestó Chessmate. Hace rato que no hay cambios en los autos, usted debe decir, tardó en discernir lenguaje de reacciones químicas en el cerebro. Signos, hechos, que adquirieron otro significado cuando Orc le dijo que era todo una farsa, algo artificial, ¿no?

Bien dicho. En fin, no se reponía. Orc dio unos pasos de baile incluso para que ella viera cómo a él no le afectaba para nada la situación. Los transeúntes que había, que eran bastante pocos, lo miraron bastante mal, como si fuera un desubicado. Pero la chica había retrocedido y estaba acurrucada contra la pared de un edificio. Hecha casi un bollo. Así que Orc volvió y le recalcó que era TODO MENTIRA. Él le iba a demostrar que eso no era un suicidio. Nadie se había arrojado al vacío. Que mirara.

Orc caminó hasta el coche de último modelo, le apoyó la mano en el hombre al personaje que estaba ensimismado, algo que él hacía en sus casos para que notaran que él había descubierto que estaban actuando y que podían ya salir de sus papeles, después de todo actuar también afectaba, y algunos de los contratados por Blas no habían terminado mentalmente bien. Se creían sus propias actuaciones.

Esta vez Orc caminó hasta el cuerpo y como si fuera a dar vuelta un muñeco, le dio un ligero puntapié en la cabeza. Entonces el estómago se le dio vuelta. Lo que vio fue a una chica con los ojos desencajados y enrojecidos, con magulladuras en la cara, la nariz abollada, ya saben, un golpe que la había matado. No era ningún muñeco, era un cadáver real. Orc buscó a las palomas en el cielo pero no las encontró. Quería aferrarse de cualquier cosa. Pensó en volver y decirle a la chica que él tenía todavía razón, que lo que había ahí era un muñeco. Pero él no era bueno actuando. No podía actuar. No le salía. Apretó fuerte el puño, porque esta vez Blas se iba a salir con la suya, había dejado traumatizada a la chica para siempre con esa doble treta, el premio y el suicidio, él no podría hacerle ver que todo era un invento. No había manera de demostrarlo. Y la chica iba a pensar que lo que había ganado era real. Iba a esperar.

Volvió hasta la chica y le dijo que esas cosas pasaban, que lo mejor era que lo tomara como un signo de que la llamada que había recibido tal vez no era lo mejor para ella. Orc no sabía cómo decirle que ese concurso era falso e inventado por Blas. Iba a ser demasiado para ella. Por lo tanto, Blas había ganado. La chica la iba a pasar mal.

Como verán, Orc era muy malo convenciendo a alguien de que algo tan tremendo no era terrorífico. Así que decidió irse. Había perdido. No podía hacer nada. Le deseó lo peor a Blas. Esta vez había ido demasiado lejos y había provocado un suicidio o más bien simulado con un cuerpo real. Pensó en volver y usar un poco de su fuerza física. Pero, ¿con quién? El chófer ya había abandonado el vehículo y se había perdido entre los policías que empezaban a rodear la zona.

Orc pensó que esa noche no iba a ser fácil. Esperaba que despacharan bien su micrófono de karaoke, aunque no le gustaba cantar, iba a tener que usarlo para sacarse la bronca que tenía. Y la tristeza. Ya saben, el mundo lo había traicionado otra vez. Blas no tenía ninguna regla. Ninguna ética. Nada.

Marisqueta, ¿puede bajar un poco el tono del contenido de esta aventura de Orc? Mire como se está poniendo la cara de Brisa, dijo Brian de Brian.

Los ojos de Brisa parecían dos platos vacíos.

No se preocupen, eso es lo peor, voy a continuar con mi narración.

Chessmate estaba arañando la mesa con sus afiladas uñas postizas, un chirrido que Marisqueta parecía no escuchar, pero que mantenía a salvo a los otros alumnos de que sus ojos quedaran tan abiertos como los de Brisa.

Por suerte, Orc no se encontró solo al volver de presenciar tamaño desastre, estaba yo con una paleta de helado de gelatina en la mano, de un gusto nuevo, mezcla de frutas tropicales, para encajársela apenas entrara. No quería que Orc recurriese a sus cigarrillos hindúes. No tenían filtro y le manchaban los labios. Esos labios que yo…

Acábela de una buena vez por todas, dijo Chessmate dejando de arañar la mesa y apuntando con las manos y las uñas a Marisqueta.

¿Eso es una amenaza?, preguntó Marisqueta.

No, pura actuación, dijo Chessmate que intentó reír sin lograrlo.

Bueno. La cosa es que Orc se pasó la noche sin dormir. Con la nariz pegada a su pizarra blanca no dejaba de garabatear nombres y líneas que los conectaban. Quería descubrir quién en la policía había ayudado a Blas a cometer uno de sus siniestros más alevosos. ¿Ferrero? ¿Dalmacio? Sin duda, alguna antigua orden también había ayudado en el caso. Orc era un experto en todo tipo de órdenes secretas, desde el paleolítico hasta la actualidad, se sabía todas las deformaciones de la realidad que la mente humana era capaz de realizar cuando no actuaba en soledad. Darse importancia era vital para la gente y usaban cualquier cosa para engañar a los demás y sentirse superiores.

¿Y encontró la respuesta?, preguntó Sono Meta, alisándose el vestido con un mano y con la otra aflojándose el nudo de la corbata.

La verdad que no. No tenía idea. Yo fingía que dormía en el sofá y lo observaba. En un momento, como un perro cansado, se recostó al lado mío, pero lo sentí tenso, aunque sentir un cuerpo humano cerca fue reconfortante para mí y más si era el cuerpo de Orc.

Qué términos que usa, Marisqueta, dijo Brisa.

Ya sé, son los que hay. Los que me salen, digo… Luego, Orc se levantó, enfrentó el pizarrón, giró en redondo y se me quedó mirando fijamente. Su boca se estiraba en una especie de dolida sonrisa. Los labios formaban una raya oblicua. Los ojos centelleantes. Ahí supe que lo había perdido. Lo había descubierto todo. De ahí en más nunca me trató de la misma manera. Esa noche Orc había perdido la poca inocencia que le quedaba.

¿Puede limpiarse esa lágrima?, dijo Sono Meta.

Gracias. Usted dice que esa noche, Orc, descubrió que la que estaba detrás de todo eso era usted. Que el que había ido demasiado lejos no era Blas, que incluso Blas era, como ya contó, algo creado por usted y otros tipos difusos.

Por lo tanto, continúo Chessmate, Orc se dio cuenta, porque descubrió la misma expresión en usted que en la cantante de trap, de que usted había hablado la misma tarde con la chica, de que ambas se habían influenciado en sus gestos, aunque fueran mínimos detalles faciales, algo había cambiado en usted.

Usted, completó Sono Meta, que había encomendado a la chica que se hiciese pasar por una aspirante a cantante de trap. Y además con ayuda de su ex amante, el comisario Robledo Seagate, había arreglado todo el asunto. Robando un cuerpo en la morgue judicial, arrojándolo a la vía pública, pagando al chófer del coche, disponiendo todo para que Orc sienta culpa y no la chica, que era, claro, otra actriz contratada por ustedes.

Sonó el timbre del recreo.

Marisqueta había girado su cuello, no quería enfrentar la mirada de los alumnos, exhaló y suspiró largo.

Muy bien, diez.

Los alumnos tardaron esta vez en levantarse. Parecían querer seguir escuchando sobre Orc y no salir al recreo. Pero el timbre volvió a sonar, desde el patio del recreo llegaba una canción de Dire Straits, Sultanes del ritmo, que habían reversionado hacía poco en un hiperjuego.

Y se dieron cuenta de que debían dejar a Marisqueta sola.

Esta vez el recreo iba a durar lo que ellos quisieran.

por Adrián Gastón Fares.

Las despedidas de solteros de Orc. El caso de la paseadora de perros.

Es bien sabido que en el pasado las despedidas de solteros eran peligrosas. Siempre hay algún abuelo que cuenta cómo lo arrojaron desnudo al río o alguna abuela que terminó de cabeza en el cemento, chapoteando en su propio vómito, después de una noche de striptease y alcohol. A algunos los dejaron atados a mástiles más de una noche, hasta que la sed y el hambre les hicieron reflexionar sobre la empresa que estaban a punto de acometer, o más bien sobre su vida entera, efecto colateral que solo pudo amortiguar el olor a huevo podrido, orina, y mierda con los que estaban embadurnados. Las despedidas de solteros cumplían, y con creces, la tarea de iniciar al profano en el arte del adiós. Adiós a los amigos, amigas, familia, a la libertad y otras ilusiones parecidas. La cordura ya la habían perdido antes, cuando decidieron dar ese paso que los dejaría atados a un mástil como primera, y para algunos última, consecuencia. También eran una  preparación visceral para las obligaciones prontas a suceder.

Pocos de ustedes, chicles, tendrán el placer de conocer en vida a una persona como Oloong. Oloong Orc era, mejor dicho es, una cosa única. No saben ni se imaginan lo que era. Lo peor era que lo habíamos hecho nosotros así. Bah, creo que fue un error mío el que lo encimó a la ocupación de intervenir socialmente cuando se le prendía esa alarma que le sugería que otro podía estar por vivir lo que él había vivido. Tal vez hasta yo misma, sin querer, creé a sus archienemigos que ni siquiera existían o no eran tales, pero tomaron forma, altura y peso, y en el caso de Blas una altura considerable, una robustez que sobrepasaba la de Oloong , y una mente casi tan torcida como la suya. O más. No me queda otra que hablar de Blas cada vez que hablo de Orc. También estaba Franca López, una enfermera francamente, digamos, temible. Cuando los casos de Orc llegaban al hospital, no pocas veces, Franca, con su red de compañeras, una sociedad  llamada Las iconoclastas de las velas, para dejar en claro su desavenencia con el juramento de Florence Nightingale, se encargaba de que de allí no salieran o mejor dicho salieran en camillas con la sábana hasta la cabeza.

Sí, queridito, diga nomás.

Mis compañeros ya le dejaron en claro que no nos gusta que nos llame chicles. A mí me gustaría saber a qué se debe que use esa palabra para referirse a nosotros, se quejó Nothingman.

Brisa contestó por la profesora Marisqueta Sativa Gómez:

Ya nos explicó Sativa que chicles nada tiene que ver con la terminología prohibida. Le gusta llamarnos así…

Porque ustedes, queridas y queridos, son como un chicle, sus cerebros pueden ser amasados, estirados a gusto, es más: me contrataron para eso. Si tienen quejas diríjanse al director de esta escuela, jiji (Sativa, tapándose la boca)

Sono Meta contestó que bien sabía ella que había sido seleccionada para la tarea por una AI. Que habían ido varias veces a dejar sugerencias a la Dirección, pero que no hubo caso. Solo había un escritorio de madera barata ahí y un busto de ascendencia grecorromana. Ninguna presencia humana.

Brisa cortó a su compañera en seco y zanjó la cuestión: no estaban en el colegio para aprender, en este caso Instrucción Cívica con Marisqueta Sativa Gómez, sino que la habían elegido como una opción retro, más bien retrógrada, de educación. Querían vivir lo que era estar así, unidos en un aula bajo el ala díscola de una dulce mandona como Marisqueta. Aprovechó para pedirle a la profesora, entonces, que los llamara mis polluelos en lo posible. Ella no prestó atención y siguió con su historia.

Marisqueta no tenía ninguna duda de que lo que ella contaba era mucho más edificante que lo escrito en los manuales. Además la AI no le había dado ninguna regla a seguir. Si fuera por eso, podría dar las clases subida a un monopatín eléctrico mientras vociferaba sobre lo que se le antojara.

Creo que la interrupción, tiene que ver, chicles míos, con que los estoy aburriendo. Mejor es ir de lleno de nuevo al caso que expondré hoy, afuera llueve, hay esa luz atenuada, que tanto le hubiera gustado a Oolong, amante del añil, y del azul marino, y escuchamos un aullido. Aúlla un perro, no sabemos si grande o chico, probablemente grande por el timbre, de pecho ancho, colmillos blancos y encrespada crin, más como una cobra asustada que un mastín. Las ratas pasean entre las palmeras, la estatua del creador de esta cálida institución está bien abrigada entre las vallas de ligustros, se podría decir que los párpados de la estatua de Almirante Página están entrecerrados ahora por el peso grácil y tierno de los piecitos de esas palomas parduzcas que parecen mantener en sitio sus sesos y que tanto nos gustan, ¿no? El can me sugiere el caso de la paseadora de perros. ¿Les gustaría escucharlo?

Nadie contestó pero Marisqueta siguió y dijo que, para entender la historia bien, había que contar que de chica a la paseadora de perros no le habían dejado tener ningún perro. Los padres tenían fobia a los animales pero ella, no. Y cuando se egresó de diseño industrial, una de las pocas a la que no le gustaba Star Trek, no encontraba trabajo y los ofrecidos no le gustaban porque ella quería ser inventora, pero no había trabajo de inventora. Entonces la chica, que ya debía tener unos veintidós años, se dijo que en el barrio donde vivía, acá cerca, creo que era el mismo, San Nicolás, sí, muchos debían necesitar que les pasearan los perros, a la gente ya no les gustaba caminar mucho, no tanto como no les gusta ahora, pero casi igual. Y esta chica encima tenía un gusto por los perros grandes, les gustaban las razas más parecidas al lobo y con orejas paradas en lo posible (esto era porque tenía un problema de procesamiento auditivo, no viene al caso, pero hay que decirlo, era como si las orejas paradas de los perros reemplazaran las defectuosas suyas, por lo menos eso yo interpreto, y Oolong, que sufría de alarmantes zumbidos en los oídos, que yo me había encargado de hacerle creer que era la reverberación del universo a veces, y otras una frecuencia que emanaba de él para no llevarse todo puesto a su paso, también pensaba lo mismo. La verdad que todavía no sabemos nada al respecto.)

Así que estaba muy ilusionada Katrina la paseadora novicia cuando, luego de pegar unos papeles en los postes de luz de la calle, la llamaron de varios lugares a la vez. Pasó a conocer a los dueños y a buscar a los perros y la cara se le fue alargando mientras caminaba con los animalitos. Al mirar para abajo no pudo dejar de notar que los perros que le habían dado, unos cinco más o menos, eran todos pequeños, pequineses, salchichas, y cosas así. ¿Cómo podía ser que habiendo tantos perros justo le hubieran encajado esos que les gustaban a tantas personas pero a ella para nada? Al lado de ella pasaban otras paseadoras de perros y tenían perros hermosos, casi gigantes. ¿Por qué a ella le había tocado justo pasear a los perros que no le gustaban? ¿Por qué se rían los dueños cuando les dejaban a sus perros a los que les prestaban poca atención además, ni parecían perros de ellos?

Claro que todo esto no era motivo para que Oloong interviniera. Él observaba a la paseadora de perros por el cristal de la ventana francesa del edificio donde lo habíamos ubicado. Solía mirar a la calle mordiendo su mini-helado de gelatina verde, con frecuencia de kiwi o de frutas peludas parecidas. Yo me tomaba el trabajo de hacérselos, dos tazas y media de agua caliente, dos tazas y media de agua fría, revolver de derecha a izquierda (si no salía mal, decía Orc), rociar el resultado en los moldes con forma de paleta, y al congelador.

Como Orc era bastante supersticioso pidió mudarse de piso, él creía que no convenía dormir en el último piso de un edificio, no confiaba en sus sueños, decía que alguien lo hacía soñar. Creía que con un satélite o con electromagnetismo podían proyectar los sueños en la mente de algunas personas. Aunque una vez sugirió que el procedimiento debía ser más simple, directamente algún miembro familiar se acercaba a la cama con un mini proyector y lo apuntaba a los ojos del durmiente.

Se ubicó entonces en el sexto piso y desdeñó el superior con balcón que le habíamos alquilado. El día que decidió que debía intervenir con el asunto de los perros, recuerdo que yo le estaba sirviendo un café frío (a Orc le gustaba el Cold Brew, partía el hielo con los dientes y era el único momento en que dejaba sus heladitos) en un vaso de plástico cuando me llamó para que me asomara a la ventana.

La paseadora de perros venía caminando por la cuadra de enfrente. Tenía una sonrisa porque le habían dado una especie de perro afgano, uno que veía raramente en esos días y ahora también, y Oloong señaló a un hombre, medio deformado por hacer ejercicios incorrectos, parecía una especie de bulldog dijo Orc, y yo asentí. Tiene cara de bestia, comenté, retrocediendo para seguir contestando los mensajes en mi celular. Oloong me retuvo para que observara. El mastodonte de mandíbula cuadrada y brazos con forma de doble hélice, llegó a la altura de la chica y escuchamos enseguida un gañido potente. El cuerpo alargado del perro se dobló por un momento y luego salió disparado como un caballo encabritado. A la chica, que trataba de contener a los demás perros, se le escapó el mandoble de la correa del plañidero afgano y quedó congelada con un ataque de pánico. Oloong me preguntó si me había dado cuenta de lo que había pasado. Dije que la chica se había distraído y ahora al perro podía pisarlo un coche. Aunque cuando terminé de decir eso el perro ya estaba en las manos de otro paseador de perros que negaba con la cabeza mirando a la chica, como echándole la culpa del descuido. La chica no se movía, las manos en el rostro, las otras correas tirantes, era como si los contratiempos del día la hubieran sobrepasado. Oloong corrigió mi opinión, y me dijo que el perro había sido pinchado con una aguja por el tipo ese que parecía un bulldog y que la paseadora era inocente de descuido. Yo le pregunté si también hacían despedidas para paseadores de perros. Y él me dijo que obviamente, todos los oficios tenían sus despedidas.

Nunca entendemos por qué Orc le dice despedidas a los casos en los que interviene, Marisqueta, se encargó de preguntarle Sono Meta.

Tienen problemas con interpretar los textos, por eso no entienden. ¿Qué dije al principio? Las despedidas son peligrosas, como todas las iniciaciones, y un desagradable derecho de piso laboral, también podríamos decir, no me gusta andar explicándoles todo, ¿dónde queda la belleza de lo sugerido?

Brisa dijo que a ella nunca le había interesado esa belleza, además no entendía para nada bien las metáforas, así que en lo posible, ya que el dinero que iba a parar a los bolsillos de Marisqueta salía de los esfuerzos que ellos hacían por las noches en los hiperjuegos, era mejor que las evitara, el tiempo para ellos era valioso.

Le pregunté a Orc si ya ameritaba una intervención de él. Ya saben que tenía que distraerlo con algo. Orc había nacido… bueno, ya saben. Nosotros tenemos la culpa de que se convirtiera en un interventor de despedidas, como le decíamos y que incluso se creyera que tenía algunos poderes sobrenaturales tan ingobernables como incomprobables. ¿Pero qué podíamos hacer? Ya era tarde, Orc se había creído nuestro cuento, nuestro miedo no tenía que ver con eso, sino con cómo iba a sostener la lucha con su archivillano Blas, ya lo dije, que también había sido creado por nosotros para distraerlo de algo parecido a lo de Orc, Blas había sido abandonado en una canasta en…

Ya sabemos, dijo Brisa. No queremos escuchar historias tristes.

Cosas positivas por favor, bufó Sono Meta.

Pero en ese caso teníamos serias dudas sobre si los poderes eran reales o no. En fin, todos temíamos a Blas y él era el que hacía las despedidas más duras de todas. Él único que no le tenía miedo era Orc… Un loco, yo no sé cómo me fui a enamo…

Pará, dijo Sono Meta.

No nos gustan las historias románticas, siguió quejándose Brisa.

Trigueño dijo que a él sí. Chessmate también. Pero ganaron los otros así que Marisqueta se calló lo que iba a exponer. No es que le costara mucho; en realidad no le gustaba contar mucho de sí misma a Sativa, pero su lengua era más veloz que la capacidad de volición que tenía al hablar. Uno de los alumnos, Brian de Brian, directamente no la escuchaba. Le gustaba mirarla. Marisqueta era alta, esmirriada, rara vez movía su cuerpo cuando hablaba, todo el movimiento estaba comprimido en sus enlazados dedos. Las manos juntas eran las que parecían sostenerla de pie, no sus huesudas piernas en jeans de color claro. De vez en cuando ladeaba la cabeza hacia un lado y otro. Su cuello era largo, tan largo que superaba a la pizarra verde, parecía una de esas chicas que sólo Modigliani sabía encontrar. Marisqueta La Hierática, la llamaba Chessmate, la única de las alumnas con una belleza análoga. Chessmate era una ex asiática, o sea una chica asiática modificada. No era que sus ojos fueran más grandes, como suelen ser en el animé, sino que se los había achicado más. Chessmate era fanática de películas viejas, parece que le encantaba Jerry Maguire y era admiradora de Renée Zellweger. Aunque Trigueño decía que en realidad Chessmate intentaba seducir a los demás con esa cara de orgasmo permanente que los ojos entrecerrados le conferían.

Siguió Marisqueta, admitió que en esos días de lluvia oblicua, estaba bien que no se hablara mucho de los sentimientos del pasado. Los alumnos convinieron en que querían vivir un día de lluvia en la escuela como vivían los de antes, así que lo mejor era que la profe no se fuera más por las ramas y contara por qué demonios el tal Orc se le había dado por ayudar a la paseadora de perros.

Sativa dijo que eso que habían visto por el empañado, más bien engrasado cristal de la ventana francesa, si no fuera por ellos hubiera sido sólo el comienzo del hostigamiento de un sindicato de paseadores de perros que tenían sus reglas para aceptar a uno nuevo. Orc decía que era injusto porque la chica jamás se habría imaginado que hubiera reglas para entrar a pasear perros. No era una entrenadora sino una paseadora. Y ella no tenía la culpa que por la proliferación de animales robóticos los entrenadores de perro se hubieran quedado sin trabajo y se hubieran dedicado a pasear a los pocos perros que quedaban mientras sus dueños se quedaban en la casa con sus mascotas de metal. Habían logrado que fueran cariñosas, incluso más que las naturales, aunque no habían logrado imitar su inteligencia tenían varias ventajas sobre los perros de carne y hueso, la primera de la cuales era que su esqueleto, con algunos ajustes, podía adaptarse a cualquier musculatura que eligieran y a cualquier pelaje, por lo tanto un dueño de perro, inflado de humildad, podía tener un perro mestizo un día y al otro andar jactándose de un Cane Corso y era siempre el mismo animal robótico, la misma materia y nanochips neuronales disfrazados de una cosa u otra. Marisqueta aclaró a sus alumnos que para ellos era común que ya no hubiera mascotas, habían sido prohibidas, pero en esa época todavía eso estaba en pañales.

Orc sabía cuál iba a ser el siguiente paso y no se asombraba que un trabajo tan nimio estuviera comandado por Blas, a quien la injusticias no le importaban en lo más mínimo, era capaz de disfrutar muchísimo con un trabajo tan insignificante porque era más irresponsable todavía lo que estaba haciendo. Le encantaba eso.

Blas era capaz de partirle la pierna a la chica. Era capaz de enviar a que le cortaran, cuando se descuidara, una de las correas para que el perro cruzara y fuera atropellado por un colectivo. Orc debía intervenir cuanto antes. Ni siquiera tomó el café. Salió al balcón, empujó la portezuela y entró al ascensor exterior del edificio. Yo salí disparada hasta el pasillo del departamento y al ascensor interior. Tenía que alcanzar a Orc. Ya saben, podía perderlo de un momento a otro y…

Sonó el timbre del recreo. Marisqueta suspiró hondo. Los alumnos, que más o menos tenían unos treinta años (pero parecían de dieciocho) se levantaron y salieron al unísono al bullicio del patio central. Marisqueta, que no perdía oportunidad para investigar la conducta humana, se quedó mirando desde el borde de la gran escalera. Parecía buscar algo conocido ya por ella en los andares y comportamientos de sus alumnos y cuando se decía que sí, que ya lo había encontrado, negaba con la cabeza y retrocedía desilusionada. Esperaba, cansada ya de buscar algo que sabía que no iba a volver a encontrar, a que el recreo terminara. Y se cantaba alguna canción a sí misma. Era para alejar los pensamientos, una podía encontrar cierto sosiego en repetir letras ya conocidas, cuando no era así una tendía a usar las voces que había leído y las ajustaba a lo que estaba sintiendo. Por ejemplo, Marisqueta sentía un pinchazo en la pierna izquierda, seguramente se debía a la asimetría que tenía en las piernas, la derecha era algo más corta que la izquierda, cuando había salido a observar la interacción de los alumnos en uno de los recreos se había tropezado con un escalón. Sabía que sus tibias eran bastante endebles. Luego de la canción, una de Tom Waits (musitó Blue waters, my daughter), y luego de este pensamiento sobre  su condición física, pasó a pensar, mientras esperaba que volvieran sus alumnos, en cómo fue que se desarrolló la conciencia. La pérdida, por ejemplo, el dolor de cuando algún ser querido pasa a mejor vida, ¿cómo era que la mente humana lo había creado? Apoyada contra el reborde de su escritorio de melanina color crema se dijo que seguramente tenía que ver con la supervivencia. O sea, sentimos dolor cuando perdemos a alguien y casi siempre ese dolor está relacionado con que esa persona que perdemos de alguna manera u otra nos cuidaba. Eso permitía que sobreviviéramos y la tristeza o la melancolía entonces era un mecanismo para apuntalar qué nos había hecho bien y que nos había hecho mal. ¿Cómo era que sentía algo parecido cuando pensaba en Orc? Que ella supiera, la cuidadora, incluso la educadora de Orc, había sido ella. No al revés. Pero…

Los alumnos entraron en tropel, repasando a los gritos los eventos que habían vivido en el recreo, algún bullying de mentira, alguna diferencia entre grupos, cosas para seguir el guion que ellos mismos habían armado cuando decidieron que quería vivir La Experiencia. Ya apretados en sus pupitres, y con la frente en alto, aunque todavía concentrados en las interacciones del recreo, posaron la mirada en Marisqueta que no recordaba aún por dónde debía seguir con la historia de la paseadora de perros.

Mientras anochecía, Orc se dedicó a seguir a la paseadora de perros en su camino en que iba regresando a cada perro a la indiferencia de sus dueños. Yo iba detrás, claro. No subí a los edificios. Y lo perdí de vista varias veces. Como deben recordar, o eso espero, Orc había usado los ingresos que recibía en los casos (que en realidad salían de nuestros bolsillos) para armar una red de atajos en la ciudad y tenía un grupo de vagabundos, delincuentes en este caso mejor dicho, que le informaban o lo ayudaban en su encarnecida lucha contra Blas. Ni por asomo tenían el poder ni  la agilidad o el entrenamiento que tenían los de Blas, pero a veces les resultaban útiles. Estos atajos también eran puertas falsas en edificios abandonados, pozos en plazas con una rejilla recubierta de falso césped, bocas de ingresos a redes subterráneas, ascensores que daban a pisos inexistentes en el tablero de mandos y cosas por el estilo que casi nunca usaba. Él sostenía que siempre le habían sido útiles, pero en realidad estaban para alguna emergencia mayor. Orc solía prever mucho las cosas y no era para menos estar prevenido cuando se trataba de Blas.

Cuando lo alcancé, Orc había interceptado a un hombre que se había detenido con un coche cerca de la paseadora de perros que ya volvía con las manos libres. El hombre, moreno  y con el pelo rapado, se estaba acercando con parsimonia hacia la chica. Orc estiró los hombros hacia atrás y el cuello hacia adelante. Me asusté porque sabía que Orc no iba a escatimar ningún golpe si veía en peligro a su paseadora. Y supe, como Orc, que el hombre probablemente se disponía a raptar a la chica para dejarla afuera de su oficio por unos días. Blas tenía numerosos aposentos donde dejaba encerrada a las personas que secuestraba. Por lo general, en solares arbolados, terrenos inaccesibles que habían quedado atrapados entre edificios. Una cabina instalada en ese lugar, sin ventanas, y con fotografías en las paredes interiores cuidadosamente seleccionadas del pasado traumático de cada uno, unas nueve iluminadas alternativamente por LEDs estratégicamente colocados, en el que solía dejar reposar varios días a sus víctimas.

Para marearlas, Blas, en sus museítos, como llamaba a las cabinas, era capaz de usar cualquier  tipo de creencia rara, sabía todas las historias que había creado la mente humana desde los inicios de los tiempos, como suelen decir aunque no creo que haya habido algún inicio, en fin, el tal Blas era un manual de mitología caminante, y tenía los recursos tecnológicos necesarios para hacer creer a una persona que en vez de en un solar, estaba atrapado en la Luna por ejemplo, o en alguna estación espacial en Marte. En Disney, o en alguna supuesta área 51.  Varios interceptados por Blas quedaron totalmente locos. Algunos de los que ustedes ven en las plazas vociferando  para sí mismos, o pegando gritos sin razón aparente, incluso enfrentando a los escudos de los policías, quejándose de que la gente tiene hambre o que está asustada, fueron víctimas de Blas.

Orc sabía entonces que el objetivo de Blas con esta chica era dejarla totalmente fuera de juego. A Blas le encantaba repetir lo que habían (habíamos debo admitir) hecho con él. Disfrutaba tanto con eso. En fin. La cosa fue que Orc en vez de ponerse a pelear con el tipo moreno, sacó su billetera, alisó algunos billetes, y se los dio. El hombre desvió la mirada de Orc hacia la chica por un momento pero luego tomó los billetes y volvió al coche del que había salido. Yo suspiré aliviada. Orc entonces se dirigió hacia la fachada de un edificio que tenía una de las puertas escondidas que él había mandado hacer, quería probarla al menos, y se dio de cabeza contra unos ladrillos reales. Terminó en el suelo y lo tuve que traer, agarrado de mi hombro, hasta el piso que usaba  por ese entonces.

Se recuperaba rápido. Y en cuanto se recuperaba ya necesitaba estar haciendo algo de nuevo. Debían ser las diez de la noche cuando, después de que compartimos una cena, me informó que debía retirarse. Me dijo que tenía una cita con una chica que había conocido. Yo sabía que no era así.

¿Escape Games?, adivinó Sono Meta.

Exacto. Cuando no pasaba nada, necesitaba meterse en esos juegos. Pero no buscaba la salida hasta que no sentía hambre y luego resolvía el acertijo con rapidez. Se ponía a leer ahí e incluso lograba esconderse y se quedaba adentro cuando entraban otros grupos, a los que solía ayudar a resolver el asunto lo más rápido posible para quedarse solo otra vez. Gastaba cuantiosas sumas en eso.

Alarma de algo negativo otra vez, Marisqueta. ¿No fue culpa de ustedes que Orc tuviera ese gusto, sadomasoquista, digamos? Que noche tras noche buscara el cobijo en la dificultad.

En nuestra profesión nunca hablamos de culpa pero sí de responsabilidad, afirmó Marisqueta.

Y ¿cuál era su profesión? Nunca nos quedó claro, dijo Chessmate.

Eh, bueno, yo estudié… Psicología, humana y animal, y eh…, también literatura, pero recibía instrucciones de alguien que recibía instrucciones de otro y…

¿Cuál era su profesión?, remató Chessmate.

La verdad, no lo sé. Aceptó Marisqueta. Uno hace lo que puede o lo que le piden a veces, para qué poner etiquetas… De cualquier manera, así termina el caso de la paseadora de perros, al otro día el mismo al que le había pagado Orc se encargó de que la chica paseara a los perros que le gustaban y jamás tuvo más problemas con otros paseadores ni con Blas, que ya tenía una nueva víctima en la que afilar sus roídos  colmillos. Y por lo tanto, ese caso fue otra de las aventuras que viví con… En fin. Es hora de que vuelvan a sus casas. Su familia ya les debe haber preparado la cena y debe estar humeando a esta altura. Los quiero bien comidos para que puedan seguir aprendiendo en la institución (Marisqueta señaló a la estatua en el centro de los escalones concéntricos, espacios verdes divididos por rectángulos de ligustrinas) que Página fundó para ustedes. No olviden al pasar por su lado saludarlo, recuerden que es la primera estatua de una inteligencia artificial que el ser humano creó, o mejor dicho una impresora 3D, y que su altura y aspecto tiene un origen desconocido.

No nos haga creer en cosas raras, agregó Chessmate con los ojos todavía más entornados.

Son hechos, respondió Sativa.

por Adrián Gastón Fares (2022)

Sobre lo último que terminé de escribir.

Estuve publicando los primeros capítulos de la novela corta que escribí el verano pasado (Voraces) Y los acabo de borrar. Me di cuenta que, por la extensión de los capítulos, lo mejor es publicarla en su totalidad y no por entradas.

Por otro lado, para entretenerme, estuve diseñando los argumentos de lo que sería una segunda parte y una tercera parte de Seré nada.

Espero que estén bien.

Adrián G. Fares

Yo que nunca fui, soy. Décima parte, final.

Y entonces en la oscuridad los maniquíes se arrojaban sobre nosotros en los sueños que ya no soñábamos. Caminábamos de un lado hacia el otro en pasillos largos, rebotando como si estuviéramos en un pinball de esos con motivos de películas de terror. La falta de luz nos hacía mal. La soledad nos hacía mal. Corrimos hacia una punta del pasillo, abrimos una puerta y nos dijeron: Lleva mucho tiempo recuperar lo perdido. A nosotros que no teníamos nada.

Corrimos hacia otra punta, volteamos otra puerta y nos encontramos acompañados por personas que reían sin saber por qué. Alguno que no hablaba. Otras que estaban tristes sin saber la razón. Pero nosotros sabíamos por qué estábamos tristes. Nos dijeron que teníamos bronca, que teníamos toda la razón del mundo en tener bronca. Y ahí escribimos sobre el futuro mientras otros escribían sobre nosotros. Armaban una historia que sólo ellos leían (hasta que la pedimos para corroborar qué decía) que está llena de palabras como culpa, no presenta mejoría, interactúa bien con sus compañeros, de repente mejorábamos, otras veces lo escrito es como una canción indistinta. Lo sabían se ve. A veces nos mecían con palabras de aliento, para que sobreviviéramos porque valíamos más vivos que muertos.

En las eras del encierro, a veces traían a una persona que se quedaba mirando el vacío. No duraba mucho porque nadie sabía qué hacer con él. Así como llegaban se iban. Y nosotros también nos fuimos porque no sabían qué hacer con nosotros.

Corrimos otra vez, esta vez por otro pasillo, abrimos la puerta que daba al rellano de la escalera, abrimos la puerta del ascensor. Bajamos. Salimos a la calle. Dimos vuelta todo el cuerpo para ver lo que se decía en la pared de ese edificio y alguien había garabateado Hay curas que matan.

Nosotros contábamos con vos. Contábamos con ustedes. Contábamos con nosotros.

¿Cuánto te pagaron? ¿Qué te compraste?

Creíamos en sus palabras. Creíamos en sus solfeos. En su hablada y anaquelada ciencia. Creíamos en sus miradas, en sus risitas benévolas. Y cometieron tantos pero tantos errores que la verdad, como un globo que el viento se lleva de casa en casa, fue recorriendo todos los rincones, rozando a uno y a otra, volando de lugar en lugar como si las casualidades no existieran.

Pronto todos lo supieron, fue de voz en voz; las habitaciones donde nos encierran tienen escondidas muchas llaves.

Y así abrimos los ojos y enderezamos la espalda. Crecimos, nos volvimos más altas, más altos. Más fuertes de tanto enfrentar incoherencias, injusticias. Necedades.

Se destaparon nuestros oídos. Escuchamos ese siseo que produce la tierra, que producen las raíces cuando crecen y los muertos cuando se pudren.

Pero ya esto no es nuestra vida. Otra vida es la nuestra que pasa en otro lado, a la vez, como un sueño paralelo sin maniquíes, o como una liebre avistada al cruzar entre los árboles, interceptada por la mente por un segundo, fácilmente olvidable, y así pasó nuestra vida mientras tanto capturada en otras manos.

¿Cuáles son las puertas de escape de esta irrealidad? ¿Cuándo fueron construyendo esta casa alrededor nuestro? ¿Cuándo les pusieron las ventanas y las persianas? ¿Cuándo colgaron las luces? Nos molestan a la vista, los fotones caen en picada. ¿En dónde y cuándo arrancan los coches que terminan cruzando por la calle de nuestra casa y los vemos cuando nos asomamos por las ventanas? ¿Hacia dónde viajan?

Había todo un universo de palabras esperándonos. De letras desparramas por el piso que alguna vez habíamos ya puesto en fila contando una historia que tenía un lindo final. Pero no les convenía reescribir sus historias.

Ahora volamos otra vez. Cada vez más alto, aprendimos a descender al centro de la tierra también, a cruzar zanjas nuevas, a saltar, como el globo de la verdad, de azotea en azotea. A subir a las cúpulas de las iglesias y a soplar las campanas. Nos hicimos amigos de mucha gente y olvidamos a muchos otros que no tardaremos en recordar, olvidando si alguna vez nos hicieron mal o bien, si fueron amigos o enemigos.

A los que jamás vamos a olvidar es a los nuestros que cayeron en el camino. Los perdidos en el camino de esta artística diferencia, los batracios que terminaron ahogados en sus pozos. Los que se llevaron las luces, paso a paso, hasta el fondo del mar. Nosotras los fuimos a buscar, tomamos la luz, nos abrazamos a los silenciosos peces y en el légamo paseamos por las calles de un barrio sumergido.

Hay callejones de grafitis ahí, ríos verticales de tintura fluorescente, y si nosotros buscamos, si cada una de nosotras busca puede encontrar las palabras en esa calle angosta que concluye en un paredón. Si cada uno de nosotros busca con la mirada puede encontrar, ver, discernir una dedicatoria triste y persistente, como esas que mirábamos de refilón desde las ventanas de los colectivos.

Son letras enroscadas, corazones mal trazados, de cuyos huecos siempre algo se puede escapar.

Forman esta frase:

Por siempre nosotros.

Fin.

Adrián Gastón Fares

PD. Yo que nunca fui, soy, esta dedicada a todas las personas adultas que, a pesar de haber nacido con alguna condición/discapacidad han vivido sin diagnóstico, por no existir un paradigma afín o por no haberse respetado ese paradigma si ya existiera.

Yo que nunca fui, soy. Novena parte.

Adocenados por empecinados manosantas del siglo XIX que intentan construir al acólito de sus propias instituciones para hacerlo bailar a su ritmo. Estupideces que serán quemadas por nosotras una y otra vez en la parrilla de la torre desde donde la ceniza de nuestra verdad va a llegar al mundo.

A su tiempo.

Nunca pensamos que con tres personas se podía construir el infierno.

Fuimos seleccionados junto al río, elegidos junto al río. Éramos dos y uno de nosotros, decían con los ojos pastosos, sería el que lo cambiaría todo. Entonces, nos llevaron a presenciar sus amaneceres. A enlistarnos en sus estólidas órdenes. ¿Hermano dónde estás? ¿Hermana?

Mi hermano se volvió un extraño. La mujer ancha lo quería todo de nosotros. Los otros escribían con escritura automática nuestros destinos. Nos pusimos contentos cuando ese mono rio.

Y ellos con las manos vacías, esas manos que nos habían arrancado de nuestro río. Divididos. Nunca pensamos que su arrogancia se volvería institución.

Yo mando a mi niño a un colegio que fue creado por ocultistas. Por sombríos magos expectantes de luminosos cambios. Yo fui a una institución que cuidaba la salud de la mente y recorriendo oscuros pasillos encontré una biblioteca con estantes repletos de muñecos pinchados con obtusa e inexistente magia. De creencias que poco y nada tienen que ver con la ciencia de la felicidad y la tristeza.

Todos nosotros nos juntamos para formar una pequeña religión entonces. Una X escrita en los márgenes de los libros sagrados. Y la llamamos la religión de la felicidad y la tristeza. Es en esa dicha, en cómo producirla y sostenerla, en esa paz, y cómo producirla y sostenerla, y en su contraparte la reacción y la tristeza en lo único que creemos. En los angulosos tres senderos de la paz y la soledad invocados en dos paredes.

Dos de esos senderos nos protegen del caos del universo. El tercero es una flecha lanzada al tiempo para afianzar nuestra labor nunca empezada.

El tiempo nos mece. Mecemos al tiempo.

Así fue que éramos los que lo sabíamos todo sin nunca haber sido iniciados. Porque somos la iniciación. Dimos orden de apartar todo cáliz de nosotros. Para que nuestra sangre no fuera contenida y se transformara en otro río de donde raptaran a otros como nosotros.

Como en el que nos encontraron, eligieron y separaron.

Y esta vez, cuando se acerquen esperanzados en sus pesquisas, sólo verán el paisaje final carmesí. Ese que enloquece a los ciervos y ciega a los que miran hacia atrás cuando tienen los ojos adelante. Entre los arbustos, nosotros, guarecidos, hermanados por cosquillas de viento, presenciaremos a hurtadillas cómo el desaliento conquista a nuestros conquistadores.

Y nos alegraremos.

Con sólo pensarlo nos reímos como hacíamos antes de que pasaran su bolsa sobre nuestras sonrisas. Y pusieran un precio tan alto para devolverlas. Tan alto como la torre que sostiene la cruz de nuestros colegios, que fueron templos y nadie nos avisó de que los huesos que reverenciaban eran los de nuestros hermanos con jardines diseñados por nuestras hermanas, jardines con parterres que parafrasean libros prohibidos y perdidos.

Pasamos de jugar con muñecos a reverenciar muñecos. Autómatas equipados con oblongas válvulas que podían verter un poco de la sangre artificial equiparable a la de nuestro río. No nos parecía mal que usaran un muñeco para esperanzar a las personas que no son nosotros, incluso a nosotros mismos, de futuros y posibles milagros. Pero nunca nos imaginamos que nosotros podíamos ser una parte del mecanismo.

Nunca nos agradaron los arco iris pálidos de la lluvia dorada. Distinguimos a las gotas suspendidas, en el instante justo, antes de que caigan todas juntas.

Vemos esas manchas luminosas que se mueven cuando cerramos los ojos, como si una vela sostenida por una mano invisible desfilara enfrente.

La seguimos hasta un pasillo largo que daba a una puerta y una vez que la cruzamos y nos volteamos esperando compañía ya era tarde.

Nos habían encerrado.

Yo que nunca fui, soy. Octava parte.

Ancianas sentadas en sillas. Suspendidas boca abajo en un largo pasillo. Las patas de la silla están pegadas al cielo raso y cada tanto giramos el cuello para ver si el pegamento se afloja. Tenemos la boca abierta. Es que gritan, dicen los que pasan caminando debajo de nuestras cabezas. Pero a nosotras no nos suena. Los seguimos con la mirada hasta que encontramos a uno de nosotros, a una como nosotras. Suele ser un niño que un adulto arrastra por un pasillo hasta la sala de enfermería donde lo espera una aguja.

En San Telmo, somos fantasmas de la planta alta de la casa de los Ezeiza. Los vivos ven nuestros reflejos en espejos de pie ingrávidos en una tienda de antigüedades donde el aire no circula. Nuestras palideces ovales están enmarcadas por pelo largo enrulado. Ya no necesitamos escuchar pero en vida tampoco escuchábamos. Tenemos una misión torpe. Aparecernos a los miembros de una familia en los que hay gente como nosotros pero vivas.

Levanto la mano para hablar yo que era guardia en un museo. De tanto estar callado olvidé como suena mi voz. Un día llegaron y me movieron con el resto de los muebles estilo Luis XV. Me desarmaron y ahora miro el cielo desde el ojo de buey del altillo de una fábrica. A veces soplo el polvo del alfeizar. Otras me acerco, apoyo los codos y miró hacia abajo.

Los coches eran lentos al principio. Se fueron haciendo más rápidos. Tenían conductores al principio. Después, no. Nunca me interesaron las máquinas. Más me gustaba mirar la belleza de un murciélago de plata que revoloteaba cerca de un palo de luz. Hasta que pude ver mejor. Lo que había tomado como producto de la naturaleza tenía alas que giraban y cortaban el aire como si fueran una navaja; mi murciélago era una de esas máquinas que llaman drones.

A nosotras nos gustaba decir que nuestra casa estaba en una ciudad perdida. Que éramos de la del agua o de la de los vientos del norte, de la del oro o de la de los lémures. Ya no lo decimos más porque sabemos que así terminamos en casas de pasillos blancos y listado de tareas colgados en las paredes.

A mí me tocaba lavar los vasos de plástico los miércoles.

Yo servía el jugo de manzana por las mañanas.

Yo limpiaba el cenicero abandonado en la mesita de la azotea, donde los fantasmas aspiraban las cenizas.

Son más conocidos los fantasmas de los lugares cerrados. Pero su imagen no es tan grande como la de los de arriba de los techos donde el viento los infla hasta que explotan como globos. Caen con la lluvia. Descansan en cada gota, cada uno en sus parterres más o menos plantados.

Nosotros juntamos a uno que cayó sobre la yema de nuestros dedos y lo guardamos en una cajita para clonarlo. Es que estamos en la época en que todo se clona. Desde un beso de despedida a una identidad.

Ya no existe lo que éramos. Fue suplantado por un trastorno de palabras.

Algunas encontramos portales a nuestras viejas mentes. Son letras sueltas que escribimos una por minuto en pantallas con píxeles muertos, sentadas en nuestros tronos, sillas azules con ruedas y el respaldo roto, mientras lloramos por el ojo derecho.

Nos llevó veinticinco horas escribir el siguiente párrafo:

Allá por las vías vimos llorar a una de las nuestras y no pudimos hacer nada. Cercada por sus familiares y los ladridos de un perro. La dejamos atrás. Teníamos que ir más allá de El Karma, que es una tienda que vende muebles de pino.

En una milésima de segundo escribimos que nos volteamos antes de cambiar de camino y obtuvieron un perfecto primer plano de nosotros. Miramos la cámara. Nuestra mirada decía.

Nosotros que nunca fuimos, somos.

Somos los que nos fuimos.

Los reemplazados porque una parte estaba dañada. Los abandonados por un defecto de fábrica. La ropa devuelta sin probar. Somos las ventanas tapiadas para que no vean lo que hay adentro. Las lámparas con pantallas torcidas para que nuestro resplandor no alcance lo que no quieren ver. Escribimos lo que no quieren leer. Decimos lo que nos sale y no nos debería salir.

Somos el típico grupo de amigos, chicos y chicas, atacados por un nombre que no tiene entidad. Escapamos en bicicletas hasta la típica esquina en la que nos saludamos y separamos para volver cada uno a sus hogares. Directo al dormitorio para inventarnos que tenemos un grupo de amigos, chicas y chicos, perseguidos por una entidad innombrable, separables en las esquinas.

Somos cadáveres con la cabeza explotada. En nuestra materia gris humeante por una bala que siguió su trayectoria pueden entreverse nuestros sueños que se escurren hasta una alcantarilla.

Algunos decidieron agruparse y formaron una expedición para rastrear el subterráneo camino de ese légamo de sueños iridiscentes hasta la desembocadura: un silencioso mar.

En cambio, en la vigilia somos ruidosos como el sonido que acaricia tu tímpano, la presión variable creada por un mundo que no se hace cargo. Nos convertimos en el hueco entre las palabras de tu historia favorita. Somos la contratapa de la vida.

Fogosos desangelados.

Nuestra historia tiene miles de finales y siempre está por empezar. Puede escribirse, puede leerse; no puede entenderse. Pasan siglos hasta que de boca en boca le agregan circunstancias que la hacen compresible. Entonces, pierde todo significado y toda emoción.

Porque de eso se trata.

De contar historias extrañas pero emocionantes que quepan en el ascensor, que sepan entrar justo antes de que la puerta se cierre, en esos edificios que llaman cabezas de los nuestros y de los otros.

La verdad es que nos gustaría ser uno solo para sentir menos. Así tampoco sentiríamos nada cuando eliminan a uno de los nuestros y no nos dolería cuando se llevan presas a nuestras historias. Tampoco nos molestaría que nos interrumpan.

Yo que nunca fui, soy. Séptima parte.

Recordamos cuando éramos chicos

En nuestras fortalezas

Ya sabíamos

Que no éramos iguales

Es aburrido

Vivir todo de nuevo

Nos transformamos para ser como ustedes

Queríamos ser como ustedes

Pero otra vez descubrirlo todo

Los hedores

Las defensas

Los límites lejanos

Todo huele a hospital

Huele a muerte y lo sabemos

Los gustos

Nuestro cuerpo ya extraño

Las venas marcadas

Porque nos marcaron de chicos

Nos molestaron de chicas

Nosotros no somos como vos

Nosotras no somos como vos

Un océano nos separa

Un cromosoma X

Un cerebro X

Las alas que tendrían que estar pero no están

Por vos

Nos ponemos negros

Adelantamos los hombros como si viniera una guerra

Soldados

Soldadas

Llevamos arriba nuestro a nuestras muertas

Llevamos letras de canciones que no entendíamos

Pero que ahora entendemos

Llevamos miradas compasivas

Que no son nuestras

No son nosotros

Pasó esto antes

Nos diezmaron

Destrozaron nuestros corazones

Nuestros miembros

Nos comieron

Nos extinguieron

No quieren decir nada de la gelatinosa diferencia

Es fácil controlar un color de piel

Una nación

Pero no es fácil controlar un cerebro

Que tiene todos los colores de piel

Todas las alturas

Todas las tallas

Y los números de calzado y vestimenta

Fuego

Nos tiraron

Lo vienen haciendo hace años

Era solo darse cuenta

Saberlo

Unirse en armas

Juntar hombro con hombro

Formar una invisible muralla

Y avanzar

Hasta que la tierra injusta caiga

Hasta que ellos y ellas retrocedan

Y clamen perdón

Yo trabajaba en una refugio en la época de la beneficiencia

Vi como mataban a los peores

Si teníamos un problema

Éramos ya provisorios

Extinguibles

Olvidables

Nos iban

Nos esterilizaban

Descerebraban

Con un golpe seco en la cabeza

Porque no éramos como ellos

Así es que somos menos

Así es que nuestra batalla siempre pierde

Nosotros que nunca peleamos

Y si lo hicimos fue por ellos

Sin ellos no seríamos nada porque se pusieron en el cielo

Pero nada es mejor que esto

Es mejor que arrastrar heridas que ni son nuestras

Es mejor que burlas

E inclinadas mentiras

Vimos un mundo que no existía

Lo vimos de chicas

Tratamos de salvar a los nuestros

Les dimos amuletos para eso

Nos vencieron

No dejaron que los ayudemos

Nuestra sangre se secó en antiguos bancos de madera

Entre maestras y maestros y grupitos de chicas

Entre camas marineras

Entre adversas religiones

Nosotras que éramos la religión

Nosotros que somos religión

Todos los laberintos ganaron

Las mentiras ganaron

Tu madre ganó

Tu hermana ganó

Nuestras compañeras ganaron

Perdimos nosotras

Nos volvimos con la cabeza baja

No pudimos disfrutar lo que vos disfrutaste

No pensamos que a pesar de sobrevivir esa estupidez y maldad temprana

La íbamos a tener que aguantar toda la vida

Desaparecimos

Nos desaparecieron

Nunca hubo lugar para la diferencia y siempre tiraron

A matar

No lo sabíamos

Las balas invisibles matan años después

Por eso adelantamos los hombros

Enterramos nuestros cuerpos

Un centímetro ganado a la Tierra

Es un espacio ganado a ellos

Desplegamos alas muertas

Nos guarnecimos

Ya no somos lo que vos querías.

Yo que nunca fui, soy. Sexta parte.

Intervalo (o tal vez final)

Puede ser que el destino de un árbol sea no saber que tiene raíces

Puede ser que la vida de un pájaro sea no saber que tiene alas

O la de un pez nadar sin conocer sus aletas ni el agua en la que nada

Puede ser que las cucarachas no sepan que tienen antenas

Y los murciélagos soñar boca abajo sin saber que tienen las patas cruzadas

Puede ser que una hormiga no sepa que existe el hormiguero

Y que una abeja ronde una flor sin saber que es una flor

Lo que no puede ser es que los seres humanos

Tengan que desconocer los sustantivos que los describen

Para caer en viejas telarañas sin radio ni centro

No podemos dejar que nos escondan las palabras que nos nombran

Que nos giren el tablero

Cada vez que nos aproximamos a nuestras verdades

Cuanto tiempo un hombre tiene que ver cómo le cambian el arco de lugar?

Cuanto tiempo hay que empujar la mentira hasta que caiga en el precipicio de la verdad

Yo vi los cuerpos en el piso

Yo vi la sangre en la pared

Vi el fuego que quema tu asiento

Y de gritar justicia y verdad bajo el agua me quede ronco

Nosotros que tenemos en el cuerpo la marca de las pezuñas de nuestras mascotas muertas

Esa desgastada V

Nosotros que tenemos pesadillas en las que somos rechazados hasta el principio

De los tiempos

Venimos

Con humildad

A darlo vuelta todo

Yo que nunca fui, soy

Ella que nunca era, es

El que nunca pensó, piensa

La que nunca habló, habla

La que no podía, puede

Y puede más que vos

Ellos que nunca iban a crecer, crecieron

Y crecieron más que ustedes

Nunca nos dijeron te íbamos a esconder las cosas para que no las encuentres

Nunca nos dijeron te íbamos a esconder la verdad para cuidarte

Para que no sufras

Y nunca se imaginaron que la íbamos a descubrir solos

Gracias a la señora Olga y a la señora Temple

Gracias a una chica que nos vino a buscar desde lejos

La noche que pasaban la película de nuestras vidas

Y cortaron la luz de toda la avenida

Para que nuestros ojos se acostumbren a la oscuridad

Esa oscuridad que iba a seguir creciendo hasta volverse un obelisco negro

Que nos pinchó el cielo de fuegos artificiales

Y encima nos llevaron en helicóptero para ver el agujero que iba a quedar

Por ahí vimos tu planeta falso

Tu asociación de versos célebres

Nosotros que siempre nos hamacamos

Que esperamos nuestro vaso de plástico de café en puntas de pie

Nosotros que nos hicieron pasar por ciegos de amor

Por hijos de la dictadura de la sordera

Nosotras que siempre estamos listas para una fiesta que nunca empieza

Nosotros que escribimos el escuchar de los escuchares

Gigantes perseguidos por gigantes que ya son más bajos que nosotros

Nosotras que nunca nos inscribieron

A nosotros que nos salva el juego triste y solitario de escribir con inocencia palabras letales

Nosotras que nacimos con dedo de revolver y fuimos ametralladas por un manojo de signos

Nosotros que esperábamos amor y obtuvimos burla y silencio

Nosotros que estábamos llenos de cosas que nos hacen ruido

Nosotros que rondamos la dicha

Y ya probamos que no necesitamos nada

Los ascéticos de la nueva era

Las desinteresadas de los intereses restringidos

Rígidas

Durangas

Forrest Gumps sin zapatillas

Maléficas sin Disney Plus

Yo que nunca fui, soy. Quinta parte.

En el ocaso de un siglo que presagió guerras y epidemias descubrimos el cinematógrafo. Fuimos al cinematógrafo y nos hicieron olvidar nuestra identidad. Cuando fuimos a nuestra identidad nos hicieron olvidar el naciente cinematógrafo. Habían pianos que tocaban solos. Mancos sentados en taburetes con la espalda recta. Había mujeres que cantaban en silencio. Vimos los títulos finales. Vimos todos los fundidos a negro. Nuestra película terminó y estamos buscando al encargado para que la encienda fuego.

No queremos que la vuelvan a usar, no queremos que la vuelvan a exhibir. No queremos que se sigan burlando de nosotras.

Ya tuvimos que aprender a poner marcha atrás a toda velocidad. Siembre nos salvó poner marcha atrás a toda velocidad. Es inesperado para ellos cuando usamos nuestra vertiginosa memoria eidética. Podemos volvernos semidioses usando la memoria. Podemos trastocar los mejores planes. Y si no, quemamos nuestras naves. Es otro recurso que usamos seguido para sobrevivir en el mundo desalado o cuando prevemos que nos están por arrojar a una de Las Simas. Muchos de nosotros arañaron las paredes ardientes de alguna Sima y supieron la verdad.

Porque si los tocamos sabemos la verdad. Un apretón de manos puede terminar con un siglo de secretos urdidos. Es uno de nuestros dones.

Arrastramos las imágenes de lo cierto hasta dar con lo cierto. Si nos concentramos y nos apabullamos y caminamos mucho y damos vuelta, volteando papeles y libros, como buscando algo que sabemos que está pero no dónde, eso significa revelación cercana. Frío, tibio, caliente.

Estamos acostumbrados a lo caliente. A lo caliente que se congela. A lo frío que se enciende. A la verdad que espera en desvanes. Otro de nuestros dones.

Nosotras tenemos visión periférica. Captamos todas las miradas. Discernimos los pedidos de ayuda, los brazos cruzados arriba de las cabezas, las mejillas sonrosadas. Interceptamos a los ojos que se desencuentran rápido. Los ojos que se van porque no les conviene. Las miradas que vienen porque no se van. Estamos acostumbrados a ver en la oscuridad. Repicamos nuestras lenguas contra los paladares para ubicarnos en la oscuridad.

Nuestros retratos nunca recibieron luz. Nuestros retratos están colgados en cuartos cerrados con olor a lona de pileta desarmada. Cuartos a los que entran una vez al año. Nuestros retratos están ocultos en cajones de armarios. En cajones trabados.

Nuestros retratos nunca fueron tomados, nunca fueron dibujados, nunca fueron firmados por artista alguno. No llevan nuestros verdaderos nombres.

Porque dudamos de nuestros nombres, dudamos de nuestros segundos nombres, dudamos de nuestros apellidos. Existen familias como las nuestras en muchos lugares. Los ayuntamientos siguen el mismo patrón. Nos llamamos oscuros en todos los idiomas. Caballeros en todos los idiomas. Guerreros en todos los idiomas.

El pueblo, chico. Las caras que se repiten en todos los ayuntamientos. Los caminos que se repiten en todos los ayuntamientos. Los amigos se repiten en todos los pueblos. Nuestros esposos se repitieron en todos los lugares. Nuestras mujeres…

Nos interceptaban en todos los lugares. Bajábamos escaleras y nos interceptaban. Íbamos al baño y nos interceptaban. Nunca tuvimos miedo, nunca pensamos que no eran casualidades. Tuvimos que aprender a olvidar la casualidad.

Nos gustaba ir solas al cine. Nos gustaba salir solas del cine. Nos gustaba salir solas del cine y que lloviera. A veces nos interceptaban afuera del cine. A veces en las puertas de las iglesias cuando un casamiento. A veces nos enganchaban de manera tan rara que no lo podíamos creer. Nos perseguían en los túneles bajo tierra. Algunos de nuestros familiares tenían radios que interceptaban una estación que sólo ellos podían escuchar. Los engañaban así. Nos engañaban así. Cantaban canciones que nunca hubieran escrito.

Ahora la sombra de sus drones se dibuja en nuestros cuerpos desnudos cuando apacentamos cerca de los árboles frutales. Es difícil escapar. Más difícil que antes. Tanto que a veces ni queremos escapar. Es una contradicción que la mentira pueda pasar por belleza. No nos gustan las contradicciones.

No podemos soltarnos a recordar el pasado. Son muchos detalles, muchas historias, no podríamos seguir adelante con nuestra tarea. Pero basta pestañear para que el pasado escale a nuestro cuello y se cuelgue de nuestras pestañas largas como cerrando la persiana metálica de una tienda de antigüedades.

En nuestros cumpleaños, de niñas, nos regalaban cajas con un moño rosado. Tirábamos de las vueltas y el interior nos revelaba la sorpresa: nuestras propias manos con uñas largas. La velita de nuestros pasteles, de nuestras tortas, era un dedo de piel arrugada y uñas largas y pintadas de color rojo. Eran dedos fríos que soplábamos hasta que se encendían. Hasta que eyectaban de las yemas hilos finos de sangre que dibujaban nombres en el cielo raso grisáceo y en el cemento sudado.

Nos lloraban encima.

De chico, cuando las navidades eran paganas y todavía no existían los pobres angelitos, una estrella nos explotó en la cara. Descansamos del accidente en el dormitorio donde escribimos esto. Nos llenamos de luces en la cama donde escribimos esto. En el cuarto de las Abuelas Viejas de pelo largo y blanco.

Ellas nos enseñaron el tesoro. Ellas jugaban con las monedas. Era un juego simple y justo, no como Los Juegos Grandes en los que ya estábamos anotados cuando las Abuelas Viejas jugaban con nosotras con las monedas, con nosotros y las monedas.

Somos las Abuelas Viejas.

Y morimos en primavera en los dormitorios donde dictamos esto.

Somos un personaje de un cortometraje que moría en los dormitorios donde escribimos esto. Somos un personaje que escribía en una máquina de escribir en este dormitorio. Somos el fantasma de un niño actor de un cortometraje que ya nos andaba corriendo con un chipote chillón para que despertáramos de la ficción que nos escribieron, del plan de 1921, del plan de 1974, del plan de 1851, del plan de 1112 y así podemos seguir para atrás.

Dormimos con las luciérnagas. Compartimos la cama con estrellas fugaces.

¿Qué luz nos perdimos que los demás vieron? ¿Por qué nos dejaban siempre esperando en la puerta de la calle? O rondando ascensores con iniciales envueltas en corazones.

De chicas un ascensor nos llevó a un piso inexistente en un edificio insostenible. Había maniquíes, muebles cubiertos con trapos, y partículas de polvo que caían de abajo para arriba, subían hacia el cielo raso. Entre las formas ovaladas de los muebles ocultos yacía el ala trasparente y nervuda de una libélula gigante. Entonces el ascensor descendió y ya no fuimos las mismas.

De chicos nos llevaron a la iglesia y ante el altar dijeron que el pez dorado en la bolsa de plástico estaba diabólico.

De chico éramos viejas problemáticas.

Éramos viejas chicas problemáticas insomnes que juntábamos alas de cucarachas de la alacena de los lavaderos.

Nos hicieron soñar.

Aprendimos a hacer soñar a los que nos hacían soñar. Aprendimos a hacer soñar en general para los buenos fines. Ya no se sabe quién sueña y quién hace soñar.

Estamos en el medio de una guerra de sueños.

Tuvimos que aprender a retener nuestra simiente en los sueños que nos tomaban de las manos y nos descendían por una escalera caracol para quitárnosla en un sótano. Tuvimos que aprender a sacárnoslos de encima antes que nos ahoguen en el horario de la siesta. Aunque rara vez dormimos la siesta.

Nuestras hilanderas en Iquitos producen redes para atrapar a los cultivadores de perlas. Pero sabemos que no tiene sentido atraparlos porque son perversos y les gusta ser atrapados, ven como un mérito la persecución. Somos sus gladiadoras. Somos sus gladiadores para divertirlos en potreros sin lectores.

Acariciamos nuestros pies en agradecimiento al camino recorrido, anduvieron mucho y el suelo siempre pedregoso y la arena caliente. Recordamos cuando teníamos alas y agradecemos el haber tenido alas.

Cuando teníamos alas guarecimos a San Atanasio de una hueste de humanos disfrazados de demonios. El santo barbudo debajo de nuestra espina dorsal encorvada y nuestras alas cerradas como formando una crisálida a su alrededor. Mariposas, no, decimos, aunque nos coleccionaban así también pinchados a lo Gran Gatsby en nuestras islas desesperadas.

Vampiros, no, decimos. Aunque nos enterraban al ras de la tierra y esperaban a que nos pudriéramos y entonces no y pensaban que éramos no muertos. Nos enterraban en urnas de cristal y veían que no nos pudríamos y nos reverenciaban. Coleccionaban nuestras reliquias. Nuestros huesos líquidos, nuestros corazones secos, nuestras manos de dedos largos, cuándo no.

Conocimos vampiros como la chica que nos mostró el colgante con el retrato oval de una pálida antepasada de su especie en noches que amanecieron frías.

Con el tiempo olvidamos los apellidos que nos llevaron a los lugares. El espacio es el tiempo aprendimos a rezar, las personas son el tiempo, aprendimos a rezar. Los lugares son el tiempo. Las personas vienen y crean el tiempo, las personas se van y crean otro tiempo. No hay manera de escapar de estos tiempos, salvo cuando repetimos nuestras obstinadas rutinas y juntamos las palmas de las manos e inclinamos el cuello hacia delante. Y así tampoco escapamos.

No existe el tiempo. Lo inventaron para atraparnos a nosotros.

Las estrellas que vemos están muertas. Las muertas que vemos son estrellas. La distancia entre las estrellas es la velocidad de la oscuridad. Conocemos la velocidad de la oscuridad porque fuimos traicionados entre árboles, fuimos traicionados entre telescopios. No vemos con los ojos, no escuchamos con los oídos.

Les tememos a los mamíferos marinos porque en el principio éramos peces. Los mamíferos marinos nos engullían, nos tragaban en cardúmenes. Escribimos un cuento de un mamífero marino, blanco y gigante, un empecinamiento de nuestra alegoría.

Los mamíferos marinos fueron los primeros guardas que rondaron nuestras ciudades sumergidas, cuando boqueábamos nuestros amores y apacentábamos caracolas.

En las profundidades de los mares hay montañas formadas con las escamas que perdimos.

Astillamos las olas. Pegamos el salto.

Yo que nunca fui, soy. Cuarta parte.

No tuvimos padre, no tuvimos madre. Somos nuestros padres, somos nuestras madres. Somos madres de nuestros padres, padres de nuestras madres. Alejaron a nuestros hermanos, alejaron a nuestras hermanas. En sus escrituras aparecen como los malos. ¿Quiénes son los malos? ¿Quién se atreve a escribir eso? ¿Quién se atreve a individualizar la maldad? A decir que es una cara. Que es una calavera. ¿Quién es el dueño de la calavera? ¿Quién es la dueña de la calavera?

Los sumos sacerdotes, los escribas, ¿quiénes son? Nos marcaron de nacimiento, nuestra partida de nacimiento está marcada. Nos siguieron toda la vida para ver qué pasaba con nosotros. Se ubicaron frente a nosotras, se ubicaron frente a nosotros. Ellos sabían y nosotros no. Ellas sabían y nosotros no. Nos lo ocultaron. Nos mintieron.

Nos vieron volar de chicos, nos vieron arañar el salpicado de las paredes, sabían que podíamos volar, nosotros lo olvidamos, olvidamos cómo hacer para flotar en nuestros claustros. Cuidaron de nosotros monjas hasta que decidieron que la beneficencia no era lo mejor. Jugábamos en el recreo del modelo demonológico. Trabajamos en las oficinas del modelo organicista. Los otros modelos aplicados a los seres diferentes nunca fueron para nosotros, nunca los aplicaron con nosotros.

Somos invisibles. Nunca nos vieron, nunca nos anotaron, perdieron nuestros registros, olvidaron nuestros hechos, borraron nuestras historias, las ocultaron, las intercambiaron, las barajaron, las apilaron y luego las vendieron en un lote de libros usados. Los médicos pasaron sus secretos, las parteras no podían creer lo que hacían. No podían contar en sus casas lo que veían. Nadie les creía. Como a nosotras. Como a nosotros.

Soy un esqueleto sordo de la sierra de Atapuerca. Soy el fantasma de una epiléptica exorcizada. Largo espuma por la boca. Mi espuma son los mares en los que se bañan los hijos de los escribas. Las hijas de los sumos sacerdotes se bañan en mi espuma.

En 2006, pedimos limosna hasta que con ella financiaron una convención para nosotros que nunca tuvo peso, que nunca se leyó, un papel más, una ley más entre tantas leyes transparentes, invisibles como nosotros. Viajamos a Nueva York, escuchamos el nuevo sermón, escuchamos a los predicadores de nuestra condición que no tenían nuestra condición. Con la excusa de ayudarse a ellos mismos, inventaron organismos para ayudarnos a nosotros. No emplearon a seres como nosotros en esos organismos, no sirvieron, son pantallas para quedar bien. Otro mail vacío. Otro cuento del tío. Cuando pedimos ayuda, nos atrapan en esas redes y nos dejan solos en el muelle. A veces decimos que antes era mejor, en 1784, en el Santa Catalina éramos por lo menos sirvientes. Nos sentíamos útiles, teníamos algo para hacer. Nos miraban con lástima por lo menos pero nos miraban. Nos llamaban con palabras reales, como maníacos, como retrasados mentales, como graciosos y raros. Intentamos hablar pero nos daba vergüenza. Se reían de nuestra voz. Nos callamos. Aprendimos la lengua de señas. Aprendimos a leer los labios. Fuimos mudos. Fuimos ciegos. Aprendimos a no escuchar. Aprendimos a no mirar. El que quiera oír que oiga. El que quiera mirar que mire.

Para restituir el vuelo, aprendimos la matemática, aprendimos la tornería. Era mejor antes porque para luchar aprendimos a fundir metales, aprendimos a afilar piedras y a usar los yuyos para atarlas a un palo. Aprendimos a hacer sogas. Algunos usaron esas sogas para volar otra vez. Volaron, dijeron. Se nos fueron. Terminaron como sabían que iban a terminar.

Somos los hijos de la polio, somos las hijas de la polio. Somos viejos, somos jóvenes, somos adolescentes, somos niños, somos niñas, somos adultos, somos cadáveres, somos fetos en frascos y desde ahí cantamos nuestras canciones de revancha con violines desafinados. Tenemos un certificado que no sirve y que prendimos fuego en la parrilla. Se viaja más rápido con la imaginación que en colectivo, nos decimos. Leíamos a Burroughs; amanecía en la espera de viejos hospitales de la ciudad de Buenos Aires. Desfilábamos entre pasillos con vistas a silla de ruedas y cuerpos vendados.

Nos sacamos el chipote chillón en las máquinas de juguetes. Es como nuestro martillo de Thor. Aúlla como un mono. No nos dimos cuenta de que el chiste era golpear en la cabeza con el chipote chillón del mono a medio mundo para que se acordaran de que existimos. Nos olvidamos. Pensamos que iba a ser fácil. Pensamos que nos iban a comprender antes de preguntarnos si queríamos ser comprendidos. Si nos convenía ser comprendidos. Si era necesario ser comprendidos. Porque es más fácil luchar que buscar la comprensión, es más fácil escalar montañas, es más fácil ganar olimpíadas para sostener el fuego. Estallamos. Combustión espontánea.

Nos convertimos en nuestras propias estrellas. Creamos nuestro universo, una nueva órbita de la que estamos tratando de alejar todo lo dañino, todo lo innecesario, todos los paradigmas feos, todo lo maligno, toda la hipocresía. No nos quedo otra que convertirnos en soles. Crear nuevas órbitas.

No nos quedó otra que crear sucedáneos alados, mosquitos gigantes de alas tornasoladas. Sabemos cómo pegárselos en las espaldas a los que juegan con nosotros. Sabemos cómo hacer que los lleven arriba sin sospecharlo. Nunca los ven. No adivinan que los tienen agazapados ahí. Nuestros bichos raros escuchan todo, lo ven todo y nos lo mandan a nuestras antenas. Nuestros bichos raros tuercen las órbitas que no nos favorecen.

Al principio no funcionaban porque no creíamos en los bichos raros. No teníamos fe. Pero cuando tuvimos fe, las imágenes empezaron a llegar. Les devolvimos el rechinar de dientes pero no nos gusta reírnos de eso. No nos gusta usar a nuestros bichos mansos para eso. A veces no nos queda otra. Tenemos una responsabilidad con nuestra especie sin nombre. Ellos aplican sus protocolos, nosotros aplicamos los nuestros. No siempre nos quedamos cruzados de brazos.

Quisieron institucionalizarnos, quisieron violarnos, quisieron matarnos. Fue demasiado. Aguantamos todo eso pero cuando se burlaron de nosotros, cuando jugaron con nuestras creaciones y quisieron raptar a nuestros hermanos, raptar a nuestras hermanas con promesas falsas, reaccionamos.

Reaccionamos y nos dijeron vení que te vamos a ayudar, vení que te vamos a llevar de la mano, con nosotros vas a poder. Fuimos y abusaron de nosotros. Fuimos y nos llevaron de la mano hasta un volcán. Nos arrojaron a La Sima. Aprendimos a respirar el aire tóxico. Nuestros pulmones se adaptaron pero la energía necesaria para volver a generar alas se fue en eso.

¿Y entonces qué?

Yo que nunca fui, soy. Tercera parte.

Con tristeza entendemos que nosotras recibimos los golpes, las bromas, las burlas. Es porque los alegra, porque eso los libera como a nosotras patear una puerta. No pueden crear belleza y es lo único que les queda, no pueden apreciar la belleza y es lo único que les queda dejarnos un arma descargada para que la usemos en la desesperación.

Hay que patear más puertas para ver lo que sienten ellos cuando nos denigran con su insensibilidad, cuando nos usan. Lo que sale, lo que flota después de golpear una puerta es eso que ellos sienten después de usarnos a gusto.

Nunca desquitárselas con humanos porque vamos a caer tan bajo como ellos y nosotros ya no somos humanos. Dejamos atrás ese paradigma. Buscamos otros. Encontramos otros. Aparecieron otros.

Algunos trashúmanos, decimos, porque usamos aparatos, porque sin la tecnología no veríamos, porque sin la tecnología no caminaríamos, porque sin la tecnología no oiríamos. Sin la tecnología no tendríamos tacto, no podríamos acariciar por última vez el hocico de nuestro perro muerto. Aunque nosotros somos conscientes de la paradoja de que tal vez la tecnología no funciona, de que tal vez con ese guante que desarrollaron nos imaginamos que tocamos, nos liberamos de las ataduras que no nos permiten sentir más allá de nuestro cuerpo y es eso y no lo otro.

Y cuando acariciamos a nuestro perro en vida, otra deva, los ojos nos brillan como antes de que nos arrojaran al vacío, como antes de que nos hicieran ver la negrura de La Sima, los que tienen los ojos abiertos y no ven nada, los que tienen los oídos perfectos y no escuchan nada, los que tienen las piernas bien y no caminan nada. Nunca los vamos a entender, nunca las vamos a entender. Nunca nos vamos a entender. ¿Para qué nos preocupamos? ¿Por qué nos afectan?

¿Por qué tenemos piedad? ¿Para qué la compasión?

¿Por qué no crear alas sintéticas, alas mecánicas, extensiones de nuestro cuerpos pegadas a nuestras espaldas? ¿Así no recuperaríamos las que teníamos? ¿No sentiriamos que podríamos volar aunque esos aparatos no funcionaran? ¿Aunque fuera una mentira?

Ya nos mintieron tanto.

Y nos cincelaron hombres de uñas largas, nos reprimieron, nos oprimieron, nos amedrentaron con sus paradigmas fáciles de caretas de fakir con un cuchillo clavado en la sobresaliente mejilla izquierda, con sus paradigmas de mil quinientos pesos la media hora, con sus paradigmas de ascensores y tronos de metales imprecisos, se elevaron ante nuestros ojos, se endiosaron, nos miraron con cautela y nos sacaron el brillo de los ojos, nos borraron la sonrisa, nos dejaron sin poder llegar al final de la página, nos dejaron sin atender a los llamados, nos invitaron a nuestra propia boda burlesca, con la correa ríspida en el cuello hasta el altar de las palomas sin pico, nos llenaron de lugares comunes: nos quitaron a nuestras mujeres, destruyeron a nuestros hombres.

Los echaron de sus trabajos de años, sus trabajos de toda la vida, y sabían que ninguna indemnización los iba a salvar, sabían que esa parte de su vida que era nuestra noche compartida, nuestros fines de semana compartidos, ni bien liberaran el cordel se iba a terminar también. Nuestros hombres se enfermaron, negaron con las cabezas hasta cavarse un agujero en el aire, se nos fueron yendo así como quien no quiere. Perdiendo la malafortuna que se habían ganado con tanto esfuerzo y sacrificio.

Con su sacrificio nos sacrificaron.

Nos enterraron en el pasado que vuelve una y otra vez para cambiarnos de tumba, bajarnos al nivel del suelo y cerrar la puerta de nuestro sepulcro salvaje de baldosas estalladas. A brindar entonces dijeron, a tomar nuestras cervezas artesanales, a entrechocar las copas repetidas en lugares todos iguales, lugares repetidos, no lugares y ya, al son del chan chan de Sultanes del Ritmo, al son de alegres gaitas engatusadoras que no molestan tanto nuestros sentidos como el punk sobrio que nos gustaba antes de ser concebidos.

¿Tenemos la llave? ¿Es verdad? ¿O la tienen ellos? ¿Quién aseguró entre nosotros que teníamos la llave? Que de un paso adelante. ¿Quién nos hizo comprar el libro sobre el imperio de los soles? Éramos chicos y en la cama y nos perdíamos con estatuas entre hierbajos que no sabíamos ni dónde quedaban.

Nos lo tiene que explicar y lo vamos a perdonar porque es parte nuestra perdonar. Es parte del ser de ojos rasgados, del paradigma de aquel hombre de ojos rasgados, de orejas puntiagudas, de lóbulos largos, del nacimiento sin lágrimas, lo seco que lo inunda todo, que lo rebalsa todo como la verdad sobre la mentira.

¿Por qué no lloramos al nacer? ¿No era más fácil que hacerlo después de grandes? Nacimos valientes ya, nos decimos, nacimos así, se ve. Tiene que ser eso. No somos magas. No somos magos.

Venimos del este y miramos hacia el este, nos prosternamos hacia el este sin saber por qué, como Ballard. Pero manipularon la bondad de nuestros hombres, la bondad de nuestras mujeres.

Y por más que no queramos hay un aire en el piso que nos gira hacia el este, es raro ver que nos fuimos girando solos en el piso, hacia donde sale el sol en esta tierra rancia, llena de narices que huelen.

Huelen el agrio de lo chamuscado que nos repiquetea en la nariz como el perfume abaratado de nuestros yoes, el aroma de acero recién fundido de collares de semillas que nos llega cuando estamos in, el tufo verdegris de la salvia, el picor de la hierbabuena negra salvadora de muelas, el olor a iniciación, a pintura acrílica de amarillo desramado con el que nos pintan, con el que nos visten y que pueden quitar a gusto cuando se les canta, una lechuza de cerámica menos en la colección, como una fotografía de perfil de estos tiempos, ellos que inventaron los caminos, ellos que pintaron las innecesarias señales modernas.

Ellos que bordean los portones de amarillo tiza para guiar a los camiones con seres como nosotros en contenedores hasta el interior enchapado de los estacionamientos en donde nos apilan. Tráfico nocturno ¿Dónde los llevan? ¿Dónde nos llevan?

¿Por qué resurgieron? ¿Cuándo resurgieron?

Ellos no son naturaleza, ellas no son naturaleza, se alejaron, la escupieron, se la bebieron, la enchastraron. Derriban los árboles, ofertan a las plantas y arrancan a los yuyos lindos, ellos deciden qué crece y que no. Son como soles inmaduros. Son como reflectores que ciegan nuestra capacidad de decisión con tantos gritos, tantas palabras, tantos empujones casuales, inventados y ya, tanto verso vacío, tanto General en sus cuadros, tanta mala junta. ¿Cómo se atrevieron a jugar con nosotros? ¿Cómo se atrevieron a jugar con nosotras?

Y nosotras con el poder del perro que es útil para las señales de lejanas huestes nunca aireadas, nunca cepilladas por los arqueólogos que temen maldiciones leves. Debemos renovarlo, tenemos que usarlo al poder, arrancarse las remeras y dirigir las palmas abiertas hacia el sol, levanten los cuellos orgullosamente y dejen caer hacia el costado sus cabezas, mientras miran a la cámara de refilón. Griten Correr. Griten Huir.

Todavía se puede volver al pasado y avisarnos a nosotros mismos de que esto iba a pasar. De que todo era un plan no cantado. Hay que concentrarse en los vértices de las paredes de nuestros dormitorios hasta que el cielo raso empieza a difuminarse, hasta que todo lo demás se difumina, hasta que el espacio tiempo se mezcla como nuestra proteína con las frutas en nuestras licuadoras de botones saltados. En el pasado tocarnos el hombro y susurrarnos al oído la verdad. O llamarnos a nosotras mismas al teléfono de nuestra antigua dirección y dejar sonar nuestra Familiar Canción y agregar otra solo conocida por nosotras. Soltarnos a nuestra doble el bretel para que nos detengamos en el momento justo a acomodarlo y nunca lo conozcamos. Nunca la conozcamos. Danzar con las mascotas bestias en futuras plazas sin pasto, donde vuela la tierra que entrecierra los ojos.

¿Y entonces?

Yo que nunca fui, soy. Segunda parte.

Somos naif, ingenuos, nos rebelamos meditando, nos rebelamos haciendo yoga, nos rebelamos haciendo arte, nos rebelamos pintando, nos rebelamos escribiendo, nos rebelamos escuchando trap, escuchando rock, escuchando el Ong Namo, viendo películas en la cama, nos rebelamos caminando adentro de nuestras casas de punta a punta, nos rebelamos bailando, nos rebelamos cayendo en las trampas que nos tienden para atraparnos una y otra vez.

El nombre de nuestros enemigos es ilegible. Algunas dicen que los deberíamos llamar psicópatas, otros dicen que es malicia, maldad, la gente mala, los malos, las malas, los que siempre fueron así y no serán de otra forma. Algunos dicen que nacen así, diferentes a nosotros y que hay que respetar esa diferencia que nos mata. Algunos dicen que es que sufrieron de chicos cosas terribles que los dejaron así. Pero no es está claro para nada. Saben permutarse, saben esconderse, saben hacerse pasar por nosotros. Saben hacerse pasar por nosotras. Saben hacerse pasar por víctimas y nosotras somos las víctimas. Nosotros somos las víctimas.

Sabemos que nuestra consciencia se desarrolló mirando las aguas no evaporadas, los charcos cristalinos antes de que todo se embarrara para siempre. Pero luego supimos volar. Y dicen que ellos o ellas se quedaron mirando ese reflejo más tiempo que el necesario y que así se hicieron psicópatas, así se hicieron sádicos, así fueron malignos, así crecieron en la desidia, en el desprecio, en nuestra estigmatización porque les damos tanto asco en el fondo que no lo aguantan. Tenían que destruirnos.

Ellos dicen maten a los lindos. Dicen maten a los inteligentes. Ellos dicen maten a las personas con discapacidad. No aguantamos ese tipo de belleza. No aguantamos tanta diferencia. Es peligroso para nosotros. Hay que eliminarlos. Ellos dicen maten a los idiotas. Son iguales que los inteligentes. Saben que el idiota es el más inteligente de todos.

Cuando no pudieron matarnos, nos hicieron pasar por violentos, nos hicieron pasar por agresivos, nos hicieron pasar por degenerados, nos hicieron pasar por lascivas, putas, fáciles. No entienden lo que hay de ingenuidad en nosotras.

Cuando no pueden matarnos, ella nos pega en las pelotas, nos pega en los huevos, le gusta dice, lo disfruta y quedan doliendo y luego les escribimos a otros para contarles que teníamos una ex novia que nos pegaba en los huevos. Y encima los otros no nos creen porque parece que está mal contar que somos débiles cuando salimos hombres y no mujeres.

Cuando mujeres y no pueden matarnos, él nos toca el culo de refilón, nos van amancebando así hasta ponernos los nervios a flor de piel, hasta que ya no sabemos qué está bien y qué está mal. Y siempre nosotras quedamos mal. Nosotras, cuando finalmente gritamos, saltamos, lo denunciamos, somos las agresivas, somos los peligrosos, somos las locas, las bipolares, las complicadas, los neuróticos, los artistas malditos, los artesanos de la nada. Las raras. Las coleccionistas de hojas muertas. Las lesbianas sin confesar.

Nos inventan un género, nos inventan un gusto sexual, nos inventan en las historias, nos inventan en las películas para usarnos a gustos y nosotras ya muertas no podemos ni decir qué nos gustaba, cuál era la verdad. Contar quiénes fuimos y quiénes no fuimos.

De la radio borraron nuestras canciones, ya no las escuchan, nos difamaron, nos alejaron, nos marginaron. Tuvimos que emigrar, tuvimos que viajar, tuvimos que irnos a países vecinos por decir pavadas en una entrevista, tuvimos que responder y dar la cara cuando los que realmente nos matan no la dan nunca, cuando los que producen la maldad están siempre ocultos detrás de computadoras o mirándonos con miradas altivas.

Cuando éramos más ingenuos todavía no usaban trampas para ratas, nos seducían con besos carnosos, besos franceses, con besos nunca dados, con distancias prudentes, con arremetidas irresponsables. Una vez que habíamos caído en la trampa, una vez que tuvieron nuestras alas en un ataúd negro, jugaban a pegárnoslas por un rato todos los domingos.

Cuando llorábamos, cuando estábamos empastillados de tristeza en polvo, nos enviaban a nuestras casas a hombres con túnicas blancas. Manosantas que nos tocaban la pija y nos decían a vos te gusta darla por atrás. Querían probar si éramos hombres, querían probar si éramos mujeres, querían darnos una lección, una lección que empieza cuando nos dejan un corazón de cerámica en una psicóloga griega que atiende enfrente de un centro espiritista y nos agachábamos para tomarla y no dijeron: alto. Puede ser peligroso. La superstición es nuestro problema. Lo fue y lo será. Cuando no nos pueden hacer mal abusando de nosotros, tocándonos, riéndose mientras disfrutan de nuestro dolor lo que hacen es señalarnos con cintas rojas.

Como cuando éramos hombres y mujeres serenos con bocas pegadas en Lanús y nos endiosaban y también nos odiaban. Lo que hacen es colgar San Jorges en la puerta, comprarse santos y ponerlos en hilera arriba del hogar de la casa. Usan a San Pantaleón, usan a la Virgen, usan a santos paganos, usan lo que pueden, hasta a brujas verdes que se ríen cuando suena el timbre y parece que se rieran de nosotros cuando somos adolescentes y nuestro día a día es volver del colegio en el asiento trasero del auto de nuestros padres. Siempre con el cogote medio estirado, casi con ganas de sacarlo de la ventanilla y que pase otro auto en dirección contraria y nos los corte. Así la sangre bulliría y tal vez se darían cuenta del mal que nos están haciendo mientras nos dan vuelta a la manzana una y otra vez con nuestros futuros empaquetados.

***

Abuela, abuela, bisabuelo, tía abuela, ¿qué nos hicieron? ¿por qué este nuestro destino? ¿no pueden ayudarnos? ¿dónde están? ¿están muertas de verdad? ¿idos de este mundo doloroso? ¿por qué no nos avisaron que iba a ser así? Tenían que saber. ¿Qué es lo que vieron en nosotros para ensañárselas de esa manera? ¿por qué fuimos tan estúpidos? ¿por qué no devolvimos los golpes en la escuela? ¿por qué poníamos las espaldas contra la pared? ¿por qué aguantábamos que nos apoyen los pibes que no nos gustaban? ¿para qué seducíamos si sabíamos que nos iban a cerrar la puerta e íbamos terminar encerradas en esa aula para toda la vida? ¿por qué se nos cayó una ventana? ¿por qué no recordamos nada de los días posteriores?

Somos una yunta de caballos y yeguas con estrés postraumático. Seguimos moviendo la cola y espantando a las moscas y eso es lo único que nos despega de la estampita del viaje de egresados. Nos sentimos vivos. Volvemos a caer en la trampa, hacemos arte, denunciamos, escribimos cosas que parecen fuertes y que nunca lo son, no lo suficiente para cambiar las cosas, es nuestro desquite, es nuestra manera de derribar lo que nos molesta.

Abrimos puertas del pasado, abrimos puerta de gente encerrada, serruchamos barrotes oxidados de celdas de presos y presas, a veces nos equivocamos y ayudamos a los peores, a nuestros enemigos, a los que nos descansan, a los que juegan con nosotros, a los que nos miran de reojo. No podemos evitarlo. Donde sea que vayamos nosotras todo crece, el pasto crece, la luna grande, el sol brilla más, la lluvia cae y repica más rotundamente en las baldosas, después vemos tonas las tonalidades del verde, el verde amarronado, el verde azulado, el verde violáceo, el verde amarillento, el verde rojizo. Entonces el barrio crece, la gente se alegra, la gente aplaude, la gente se junta y nosotros quedamos solos y lo miramos todo desde lejos.

Caminamos como gigantes.

Somos la fiesta, somos la alegría que nunca sonríe, somos lo que tienen para compararse para ser felices, es nuestro papel nunca ganar, es nuestro papel que nunca nada salga bien para que los demás se sientan importantes. Todo es así. Las máquinas tristes nos dominan, nos muestran corazones dobles, corazones delatores. No nos dejan escuchar música que quieren hacernos recordar a nuestros amores perdidos, a nuestros fracasos más horribles, a nosotros afetados en un cuarto oscuro sin boletas de nuestro partido político favorito. El nunca elegido. Y el que ni siquiera existe.

Juegan con nuestras ilusiones, juegan con nuestros tiempos, nos desesperan, nos prometen un cambio que nunca llegará, nos retienen, nos envejecen y añejan como un buen vino, los cultivadores de perlas están atentos y también son nuestros enemigos.

Nos tienen en la mira y hay que tener cuidado cuando vemos hombres o mujeres con las características de los cultivadores de perlas.

Sabemos que tenemos que cambiar, sabemos que tenemos que luchar, sabemos que debemos levantarnos, que somos particulares, esenciales, que no podemos dejarnos engatusar por el amor una y otra vez, que no podemos dejar que usen la belleza para arrastrarnos de la trompa de acá para allá, que no podemos dejar que nos maten porque nos vamos a extinguir antes que la Tierra y no va a haber futuro para nosotros como no hay futuro para algunas especies que arden en las llamas en los bosques arrasados por el viento de la dimensión humana, de la ambición humana, del hambre de la tiza, del hambre de los papeles, del hambre de las imprentas.

A veces luchamos en los bosques cuando el fuego se derrama y crece como una ola de las grandes en el mar. Volamos hasta ahí y sacamos nuestras espadas de aire caliente y cantamos sudores que traen la lluvia. Eso no alcanza. Tenemos que encontrar una solución. La de la época de las pirámides dijo que teníamos que concentrarnos en la epigenética, que teníamos mariposas con estómagos momificadas a nuestra disposición, que debíamos recuperar las alas, que antes volábamos que no es una metáfora lo del ataúd con nuestras alas transparentes, que no es una metáfora lo del ataúd transparente con nuestras alas opacas, que teníamos alas y estamos destinadas a volver a tenerlas. Que hay que producirlas, hay que trabajarlas, hay que buscarlas, en nuestra generación o en la siguiente porque esa va a ser la libertad de nuestra especie. Ese va a ser el camino de la diferencia. Volar otra vez. Volar de verdad. Estallar en risas desde las alturas, cagar a los que nos jodieron como las palomas y seguir nuestro camino grávido. Y algún día, algún día, algún día tal vez poder llegar más alto, ser una máquina sin serlo, un cohete sin serlo, traspasar la atmósfera, buscar el planeta chico que nos enchispó, la punta de la estrella que dio en el pantano.

Así empezaron las cosas.

Capítulo de El nombre del pueblo. Un misterio o intriga que pueden encontrar en el blog o en el buscador preferido.

Juan caminaba hacia la playa pensando en el consejo de Mario. Si quería seguir siendo candidato debía solucionar un asunto.

—Sabés que no pienso ir —dijo Miguel y miró la arena.

—Los muchachos quieren saludarte —intentó convencerlo Juan.

Miguel tenía un vago recuerdo de los muchachos.

—Estoy bien acá.

Era un hombre encorvado, de mirada turbia, pelo oscuro enmarañado, que vestía casi siempre un chaleco marrón apolillado y un pantalón gris gastado. Juan se lo quedó mirando como si ya no tuviera cura. Él era lo contrario de Miguel. Pintón, de complexión mediana tirando a robusta, parecido a su padre antes de que la hernia lo obligara a dejar la pesca. A las mujeres les gustaban sus ojos achinados, que casi desaparecían al sonreír. Nada tenía que ver el traje a medida que llevaba con su aire viril. Era, más que otra cosa, y muchos lo admiraban, un hombre que se hacía respetar con pocas palabras. Pero con Miguel las palabras no le alcanzaban.

—Te voy a ser franco. La gente se está riendo. Dice que somos una familia de locos, que vos saliste estúpido y seguís el camino de mamá.

—De vos no dicen nada así que no te preocupes.

Juan miraba el mar, por un momento pensó que sería bueno arrastrar a su hermano hasta el agua y sumergirlo unos minutos.

—Están buscando algo y cuando encuentren… —el suspiro fue largo—. Pero si pensaras un poco más. ¿Qué bien te hace sentarte acá durante horas? —Vio que las puntas de sus zapatos estaban cubiertas de arena húmeda.

Miguel continuaba con la mirada clavada en el mar.

—Vos sabés que no puedo ser un político creíble con una familia enferma. En los discursos me miran esperando que empiece a cacarear. ¿Por qué me hacés esto?

Juan señaló a una pareja que paseaba por la playa.

—Mira cómo te miran, sos la risa del pueblo. Hasta de Obel vienen a verte.

—Mandales saludos de mi parte a tus amigos.

Juan suspiró largo.

Siempre suspiraba demasiado, tanto que era obvio que era simulado y no un fastidio natural del mundo, que después de todo no lo trataba tan mal. Tenía un buen coche y una linda mujer. Y hubo un tiempo en que deseó las dos cosas y en ese orden le fueron concedidas.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo, novela. Autor: Adrián Gastón Fares.

La zombiada. Relato que forma parte de Los tendederos. Y recomendación de una serie.


Estaba la puerta abierta y también le pareció inusual que no estuviera la empleada de limpieza para gritarle que no le dejara yerba en el lavabo, y comentarle  que había inventado otra forma para separar la yerba del resto de la basura. Era raro no recibir el pedido de colocar el bidón de agua en el dispenser para los dirigentes ni bien llegaba. Pensó que ese día en el trabajo iba a ser distinto.
Así que puso su pulgar en la máquina de fichar, recibió un «Gracias», en español, de la grabación que la máquina contenía y se dirigió al segundo piso, a su oficina.
Golpeó pero nadie le abría.  Se quedó esperando en el pasillo. Eso era normal. En cambio, el olor penetrante, ácido, a vómito, no lo era. Provenía de su oficina. Esperó cinco minutos sin saber qué hacer. Golpeó otra vez la puerta, ya que no había timbre, y el empleado, Manuel, el único zombie que trabajaba en su piso, le abrió. Caminó hasta su computadora. A su lado estaban, sin ninguna separación, las de Pablo y Alfonso. Le pareció anormal que ninguno de los dos estuvieran. En la computadora de Alfonso se veía un polvo blanco cerca del teclado. Como si hubiera dejado caer hilariet, pero Gastón sabía que era cocaína. En la de Pablo, el mate, y la pantalla estaba clavada en una página web de Mobbing.
Pablo y Alfonso se odiaban y el primero sostenía que el segundo lo acosaba. Las mujeres habían sido trasladadas a otra oficina porque los hombres no querían almorzar con ellas ni escuchar sus chismorreos. Lo que más le había chocado a Gastón al entrar en ese trabajo era lo misóginos que eran sus compañeros. A él le gustaba estar rodeado de mujeres desde chico. Sin ellas, algo le faltaba. Y en vez de voces aflautadas tenía a Manuel, el zombie, y a los otros dos, eso hasta que llegaba Roberto, el superior, el analista de sistemas, una biblioteca itinerante que sabía de todo. Roberto le había recomendado a Gastón el libro Anatomía de la Crítica de Northrop Frye.
Gastón consultó con su ex profesora de la facultad de Letras, Isabel, quien le dijo que estaba pasado de moda Frye, que sus ideas habían sido superadas. Eso estaba leyendo en su email, pensando qué contestarle a la mujer porque a él le había llegado hondo el discurso del analista de sistemas sobre Northrop Frye para abordar la obra de Tolkien y comentar la serie de ciencia ficción que estaba mirando. Aunque Gastón nunca había leído a Tolkien. Pero la palabra inmersión le gustaba y se podía relacionar con la obra de Frye. Una palabra a veces lo define todo.
Eso pensaba Gastón, pero sus sentidos estaban alertas porque le picaba la nariz por el olor a vómito que provenía, sin dudas, del despacho de Roberto, cuya puerta estaba cerrada. Tenía que ver qué lo causaba, pero antes contestó un mensaje de su novia que decía que el bebé estaba bien, que le había vomitado el pelo y la blusa, algo común. Así que era el Día del Vómito para Gastón.
Manuel estaba durmiendo en su cubículo vidriado. Desde que los zombies habían evolucionado habían obtenido algunos derechos, uno de ellos era la inclusión social de los de conducta intachable a través del trabajo.
Manuel no contestaba cuando le abría la puerta, sólo bajaba la cabeza. Tampoco lo saludaba al llegar y al irse. A veces le preguntaba si no tenía la llave. Gastón le había dicho mil veces que no tenía llave y que dependía de él que le abriera, pero este tema parecía estar más allá de la comprensión del zombie, a quien le molestaba despegar el culo de la silla.
Gastón podía entenderlo. Los zombies comen el doble que un humano. Manuel no controlaba su esfínter y por lo tanto la cantidad de mierda que cagaba le producía hemorroides y otras complicaciones que convertían en obligatorio el uso de una silla especialmente acolchada.
Los zombies habían dejado de atacar a las personas al alcanzar la autoconciencia y luego se habían dado cuenta de que no les convenía ser perseguidos, reducidos y asesinados, así que su comportamiento había pasado de ser destructivo a casi altruista. Se adaptaban a cualquier tipo de trabajo. Se destacaban en los cargos administrativos porque su concentración para evitar sus desmadres era alta, pero también podían afrontar trabajos más precarios, de carga, por ejemplo, porque su fuerza era superior a la de un humano.
Lo único que Manuel compartía con Alfonso y Pablo era el gusto por ver en el móvil de este último imágenes truculentas. Un hombre trozado en dos por un tren, cuyas manos todavía se movían tratando de salir de las vías. Un ejemplo. Desmembramientos varios y miembros varios también, porque otras de las atracciones que ofrecía ese celular eran los videos de negros que bamboleaban sus genitales gigantes de aquí para allá o que los introducían en toda clase de agujeros pequeños, o que parecían pequeños por contraste.
Un día Pablo y Alfonso le pidieron a Manuel ver su pene, pero el zombie se había negado. Lograron su objetivo una tarde que Manuel fue a orinar y se metieron de golpe en el baño. Al parecer, no podían creer lo que habían visto.
Por lo demás, Manuel permanecía callado y sólo saludaba a Roberto, su superior. Eso pensaba Gastón, mientras leía la respuesta sobre Frye de su ex profesora y el olor que provenía del despacho cerrado se hizo tan penetrante que ya no pudo aguantarlo.
Vio que Manuel seguía sumido en su sueño. Controlar el instinto consumía gran parte de la energía del zombie y debía descansar más que un humano.
Entonces Gastón, le contestó a su novia que todo estaba bien, que por ahora no tenía trabajo, era una mañana tranquila, nadie lo llamaba y luego caminó hasta la oficina de su superior. Trató de abrir la puerta pero estaba cerrada, sin llave pero no podía abrirse de afuera. El olor nauseabundo provenía claramente de ahí.
Se dio vuelta para mirar a Manuel, que seguía con el mentón pegado al pecho. Por debajo de la puerta del despacho se escapaba un líquido color dulce de leche. Uno de los punteros del sindicato de Software en la que trabajaba le había enseñado a abrir la puerta con una tarjeta de plástico. Gastón no tenía tarjeta de crédito así que usó la de Starbucks.
Al abrir la puerta lo golpeó el frío que se escapaba del cubículo del servidor. Los cuerpos de Alfonso y Pablo estaban expuestos, partidos al medio, masticados, frente al escritorio. Roberto yacía en su silla, sin la tapa de los sesos, como un mono de banquete chino, el analista de sistema, dando órdenes, vaya a saber cuánto tiempo, a seres de otro mundo, si es que ese otro mundo existía.
El líquido que se había deslizado por debajo de la puerta provenía del cerebro de Roberto, ya que los otros dos cuerpos estaban medio resecos, los huesos a la vista, como si el atacante hubiera succionado hasta los tejidos.
Al darse vuelta, con sus manos congeladas que anunciaban un ataque de pánico, Gastón vio que Manuel ahora tenía la mirada clavada en él y notó lo que antes no había visto. A su lado, en su escritorio, como un melón recién cortado, el zombie tenía la tapa de los sesos de Roberto, medio masticada.
El zombie se levantó, rodeó su escritorio con parsimonia, sin perder los modales ni la postura erguida, y empezó a acercarse a Gastón tratando de ocultar sus uñas afiladas. Gastón corrió hacia la puerta con el objetivo de avisarle a las chicas que el zombie de su oficina había perdido el control. El hecho hacía presuponer que había contactado a otros zombies, los llamados marginados, que pronto estarían en el lugar para fortalecer la revuelta. Mientras Manuel se acercaba a él, Gastón logró salir de la oficina, cerró la puerta y subió a la oficina de las chicas.
Otra vez el olor agrio, nauseabundo, pero esta vez más fresco, más penetrante. Tras la puerta los cuerpos desmembrados de las que habían sido sus compañeras se apilaban. En un vértice de la oficina, ovillada, abrazando sus piernas, Lucía lloraba con la mirada perdida. La chica balbuceó que había más, que Manuel los había arengado, que su programa había fallado, y que nunca debieron incorporarlo a la empresa. Claro que Lucía era otra zombie y por eso se había salvado. Una zombie joven como Manuel, pero en otro estadio de evolución.
Gastón volvió a la entrada de la oficina para contener la puerta justo que las manos de Manuel la empujaban. Mientras tanto, vomitó el café que se había tomado por la mañana junto con la medialuna de manteca.
Esa oficina daba al patio del edificio. Al asomarse a la ventana, Gastón vio a varios zombies que dialogaban mientras se pasaban el mate y compartían pedazos de piel de un cuerpo humano. Reconoció a algunos que trabajaban en otras empresas ubicadas en el mismo edificio. Gastón no sabía qué hacer.
El celular de Lucía sonaba pero a ella le temblaban tanto las manos que no podía atender. Iba a caerse de la mesa si seguía vibrando, así que Gastón lo tomó y respondió la llamada. El marido de Lucía, Eduardo, era policía, uno de los  humanos que se habían enamorado de una zombie. Gastón le contó la situación a Edu, quien le dijo que se calmara, que buscara la pistola que Lucía tenía en el fondo de su bolso y siguiera las instrucciones.
Ya con el arma en sus manos y el móvil en altavoz, comenzó a describirle la situación a Edu. Zombies asesinos en el patio. Otro en el pasillo. No sabía cuántos más rebelados en el edificio.
Se animó a abrir la puerta de la oficina. El pasillo estaba vacío. El tubo fluorescente se encendía y apagaba. El cartel de prohibido fumar había sido masticado. Edu le dijo que disparara a cualquier punto. Gastón eligió el matafuegos. La explosión hizo que apareciera Manuel como una flecha con las fauces abiertas seguido de otros seis zombies más que trabajaban en el café de al lado. Edu le dijo que debía dispararle a los zombies en la zona del bajovientre, debajo del ombligo y arriba de los genitales, el hara de los hindúes pensó Gastón. Era la única forma de matarlos, aunque el folclore al respecto no lo especificaba.
Gastón pudo darle en ese punto a uno de los zombies, que cayó y exhaló su último suspiro, escupiendo un dedo humano a su vez. Los otros se abalanzaron sobre la puerta. Gastón llegó a cerrarla.
Lucía seguía temblando en un costado de la oficina. La novia de Gastón le informaba, a través de un audio que llegó a su celular, que debía llevar al bebé al médico.
Edu quería saber cuántos eran los que se habían rebelado y trató de calmarlo diciéndole que se dirigía hacia el lugar. La puerta ahora aguantaba la presión de varios cuerpos que empujaban para que cediera y Gastón no podía dejarla. Los zombies intercambiaban órdenes de mando para tratar de entrar a la oficina. Manuel los dirigía.
Era la hora del almuerzo. Las voces de los zombies eran claras. Uno decía que necesitaba abono para las plantas exóticas de su jardín y que se había cansado de usar los restos de café que Starbucks regalaba. El compost que tenía en una carretilla y que había realizado con restos de gatos muertos no era suficiente. Los demás felicitaron al zombie por su idea de incorporar humanos a la mezcla.
Gastón pensaba que esta situación se debía a que no había sabido cuidar sus pensamientos, que invocar a Frye y su teoría de la inmersión narrativa no había sido buena idea. La culpa no la tenían los zombies que habían perdido el control sino su superior que le había recomendado Anatomía de la Crítica y él lo había leído. Un verdadero desastre.

 

Por Adrián Gastón Fares.

PD: Para los que gusten de historias de zombis o zombies pueden leer mi novela inaugural, Suerte al zombi buscando en este blog.

PD2: Vean The Underground Railroad en Amazon Prime Video. La serie de 10 capítulos, dirigida por Barry Jenkins, está basada en la novela de Colson Whitehead.

Fotografía Flores A. G. F

Nuestros. Relato.

Despuntaba el atardecer sobre las antenas de las terrazas esa tarde agobiante de verano en una ciudad pueblo de Buenos Aires y Beatriz le pegó un grito a Josefa.

Que tuviera cuidado porque un día lo iba a pisar al Rubio. El Rubio siguió, como si nada, pasando la máquina de cortar el césped por su jardín delantero. Los tres sabían que Josefa era un peligro manejando, que sus pies apenas arañaban los pedales de su coche, pero el Rubio tenía reflejos perfectos y una vista de lince. Estaba preparado, como todos en esa ciudad pueblo.

Josefa, de unos ocho años, era un poco mayor que Beatriz. Pero Beatriz le había enseñado cómo limpiar el baño rápido para que ocupara el tiempo en otras tareas más entretenidas. También le había enseñado a educar a Rodó.

Rodó, con una lustrosa calva y unos cuarenta y cinco años se la pasaba girando discos en la bandeja de su casa. Beatriz logró que Josefa lo retara de una manera tan efectiva que Rodó terminó escondiendo todos sus discos en el sótano. Sólo los ponía cuando Josefa no estaba.

Pero estaba casi siempre así que Rodo no podía poner sus discos. Se la pasaba sentado frente a la pantalla, jugando, miraba un encadenado de series de televisión hasta que le dolían los muslos de tanto estar sentado y tenía que cambiar de posición y tirarse en el suelo, girar la cabeza y mirar desde ahí. Beatriz tampoco veía con buenos ojos que Josefa le dejara ver las maratones de series a Rodó. Pero tanto no podía meterse. Rodó era suyo, no de ella.

Así que ese día, que era como otro día cualquiera en esa ciudad pueblo, después de pegarle el grito, la pelirroja Beatriz hizo que Josefa detuviera el coche, le preguntó a dónde se dirigía, al centro comercial dijo Josefa, y aprovechó para pedirle que tuviera la mano más dura con Rodó, que suspendiera las series, porque si seguía así iba a engordar como un chancho. Y se lo iban a comer como si fuera uno, contestó, despreocupada, Josefa, copiando vayamos a saber qué clásico.

Beatriz se quedó con las manos cruzadas mientras el coche se alejaba y el Rubio, que medía un poco más de un metro de estatura, seguía cortando el césped medio molesto. Se había hecho encima.

Beatriz, cruzada de brazos, negaba con la cabeza. El pantalón del Rubio era un enchastre. Justo estaba agachado, sin doblar las rodillas, porque la ruidosa máquina se le había trabado con el césped de alto tránsito.

–Rubio, por favor,  ¿qué va a pensar Grise si te ve?

–Sería bueno que pienses en Martín ¿Acaso Grise es tuya?

–Martín siempre se portó bien, me costó alejarlo de la moto al principio.

–A Grise no le molesta que a veces haga cosas como esta. Me entiende.

–Pero tu Grise tiene como unos cincuenta, cinco años más que Martín y que Rodó.

El Rubio asintió con la cabeza y siguió cortando el césped con el pantalón color verde manchado. Beatriz esperó que su perro, un Labrador, volviera de hacer lo mismo que había hecho Rodó, pero en el suelo como debía hacerlo, y caminó hasta su casa lentamente, satisfecha. Antes de meterse en la casa, se subió a la banqueta de madera y se asomó a la hendija del buzón de cartas para ver si había alguna y si tenía que llamar a Martín para que se las alcanzara.

Notó que había telarañas en un vértice de la galería externa de la casa, así que debería llamar a Martín, otra no quedaba. El Rubio ya se había metido adentro. Seguramente estaba apurado.

Mientras tanto volvía del almacén Josefa. Se metió en su casa como si estuviera también apurada.

Como era costumbre a esa hora de un viernes, el Rubio cruzó con un vaso enorme de plástico lleno de pochoclos, un vaso casi más grande que él, a lo de Josefa y los dos se encerraron en la pieza. Decían que veían clásicos. Beatriz no sabía qué pensar.

En cambio, si sabía ordenarle a Martín que limpiara las telarañas con un plumero. Su voz se imponía sin ningún esfuerzo.

Martín sacó la cabeza de su casa, miró a un lado y otro, había un perro callejero panzudo, una lagartija cuyo tamaño era alarmante, pero que fue aplastada al instante por un auto que pasó como una luz, pero nada ni nadie más así que podía salir. Beatriz debía estar mirando esos videos para pintarse las uñas en su teléfono mientras pensaba que él era tan serio, tan obsesivo como ella limpiando, y celaba a Josefa y al Rubio. Pero él sólo quería juntarse con sus amigos.

A la vez que Martín salía, Rodó pasaba su pierna por arriba del marco de la ventana, tropezaba y caía en la vereda. Y enfrente,  Grise abría con cuidado la puerta de la casa de dos pisos en la que vivía con el Rubio. Con el dedo índice cruzando su boca Grise les pedía a Martín y a Rodó que no hicieran bochinche. Los dos ya se estaban riendo de la situación. Siempre se reían. Eran impacientes, pensó Grise.

Y bajó descalza los escalones de su casa para salir a la vereda.

Se saludaron y caminaron los tres, con los hombros bajos, como si estuvieran cansados desde antes, hasta la plaza.

El pelo blanco de Grise parecía más blanco, brillaba a esa hora donde casi reflejaba los rayos débiles del sol.

Las calles de cemento de la florida plaza convergían en el círculo con la estatua ecuestre del fundador del pueblo.  Personificaba a Don Prudencio, con capa y espada. La estatua del enorme caballo contrastaba con el tal Prudencio. Ninguno de los tres entendía cómo había logrado domarlo, ni conquistar nada, midiendo mucho menos que la mitad de ellos, y con una pelota de trapo del tamaño de un tomate en el regazo.  La cabeza redonda y la sonrisa de niño complacido de Prudencio era tal que hasta ellos podían deducir que mucho no le había costado ninguna batalla. Martín le preguntó a Rodó por Grise.

No estaba.

Rodó protestó:

–¡Grise! No esperaste que empezara a contar.

–Yo ni me escondí –dijo Martín–. No vale.

Los dos se miraron, sorprendidos por un instante, para luego concentrarse en lo que tenían cerca.

Los piernas, largas y pálidas, de Grise –que debía estar sentada en el suelo, sobre su falda–, sobresalían del entreverado pero pequeño matorral.

El juego recién había comenzado.

Y tenían la noche por delante.

por Adrián Gastón Fares

PD: Nuestros forma parte de la antología provisoria de los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog llamada Los tendederos. Recuerden que pueden leer, si no lo hicieron, mi última novela, Seré nada (2021, 200 páginas) buscándola en este mismo blog o en Google Play.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Mi nueva novela, 2021. Link a muestra en Google Play Books. Y enlace de descarga libre.

Si quieren acercarse a los personajes de Seré nada, una historia suburbana de terror, mi última novela pueden hacerlo manteniendo una distancia prudente. Ya saben que los que callan mucho, algo esconden. Y que los días de lluvia es mejor salir corriendo. A no ser que quieran experimentar algo nuevo…

#nuevanovela #aventuras #conurbano #granbuenosaires #terror #misterio #fantasy #discapacidadauditiva #identidades #2021

Comparto el enlace a Google Play Books (Seré nada, 200 páginas, 2021) donde pueden leer una muestra y si quieren adquirir la novela en este caso (la verdad es que no encontré la manera de subirla gratis a Google Play, por eso hay que pagar) A cambio me parece que para algunas personas será más fácil leerla así:

Google Play Books:

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El modo tradicional que es buscar los Epub y Mobi en Google Drive (así como PDF) en el inicio de este blog adriangastonfares.com sigue vigente.

Agrego un nuevo enlace directo, gratis, en Anonfiles para que puedan descargar mi nueva novela, abrirla y leerla en la aplicación Aldiko Classic en el teléfono celular, por ejemplo, o en lectores de libros electrónicos como Kindle (convertir en Calibre o enviárselos por email, ya sabrán), otros como Kobo, o disfrutarla en la PC con Adobe Digital Editions o FBreader. Aquí copio el enlace de descarga directa:

https://anonfiles.com/Fboffdvau5/Sere_nada_-_Adrian_Gaston_Fares_epub

Disfruten el fin de semana.

Si quieren disfrutarlo con la compañía de Ersatz, Silvina, Manuel, Algodoncito, Fanny, Gema, Lungo y los otros personajes de Seré nada, espero que se entretengan.

Adrián

Argumento:

En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar?

PD: Portada de Seré nada, una historia suburbana de terror.

Portada Seré nada, una historia suburbana de terror. 2021. 200 páginas. Adrián Gastón Fares.

Infierno en el instituto. 2. No ficción.

2.

Al rato de recibir la noticia de que habíamos ganado el premio comenzó a sonar el teléfono. Eran posibles miembros del equipo que se habían enterado de que habíamos ganado el concurso y me llamaban para decirme que de ahí en más nuestra vida cambiaría. Traté de explicar que solamente habíamos ganado un concurso, no era el Oscar ni el festival de Cannes digamos, y era justamente para hacer la película que todavía no estaba hecha. Además, ni siquiera sabíamos bien cómo iba a ejecutar el premio el INCAA. Mantuve la cabeza en la tierra. Estaba contento y me ilusioné, claro. Eso no evitó que leyera otra vez las reglas del concurso. El INCAA ejecutaría el dinero en cuatro cuotas, como suele ser con Opera Prima. Una primera cuota para la preproducción que sería el 15 por ciento del monto del dinero del premio. Una segunda cuota, una vez acreditado el comienzo del rodaje del 35 por ciento. Una tercera cuota del 40 por ciento al fin del rodaje. Y una última cuota del 10 por ciento en el momento de la copia A de la película. Para la primera cuota la productora presentante tenía que suscribir un contrato con el director del Instituto, que en ese momento era Ralph Haiek. Los problemas que tienen las producciones suelen ser que la primera cuota no alcanza para iniciar el rodaje. Pero es un problema común a cualquier producción signada por el instituto. Se supone que la productora presentante tiene que poner algo de su parte, en este caso un comprobante financiero de que uno cuenta con dinero en el banco para cubrir un porcentaje de la producción (la productora cubrió eso con un comprobante de su cuenta de banco de que tenía cierto dinero disponible ella y su jefa, la dueña de la productora palermitana, una productora muy conocida del ámbito local, sobrina de un abogado de cine muy conocido de Argentina)

Si no es así, el aporte puede ser en otras áreas, como equipos, profesionales que prestan sus servicios de edición y posproducción. En este caso con Leo podíamos hacer todo eso, tranquilamente. Leo es un editor de gran trayectoria, yo edité Mundo tributo también y le hice la corrección de color, entre otras cosas. En Mundo tributo también armamos la estrategia de distribución. Distribuir la película es la clave de todo. Y si hay algo que yo sé es como distribuir una película, donde enviarla, cómo, etcétera, entonces en esas áreas, viniendo de hacer todo para un proyecto independiente, con Leo sabíamos que íbamos a salir aireados. En el tema del manejo del flujo de dinero no quedaba otra que confiar en la productora. He aquí donde se estancó Gualicho y es aquí donde aún hoy está estancada, por un error de concepto en un concurso de Opera Prima, un concurso que está dedicado enteramente a producir nuevos directores de cine (Opera Prima se refiere a la primera obra de un director de cine o directora de cine, por si hace falta aclararlo)

Sigo. Al otro día hablamos con Leo sobre quién era la productora del proyecto. Sabíamos que trabajaba en una productora por Palermo, teníamos su currículum, pero por lo menos yo no sabía mucho más. El primer problema era que no teníamos un contrato con la productora. Así que había que hablar con ella sobre la manera de hacer un contrato que dejara en claro los porcentajes de responsabilidades y de ganancias.

No es una buena idea hablar de contratos a una productora que uno no conoce. Y menos a una que no sabíamos dónde estaba. En los próximos días nos la pasamos tratando de dar con el paradero de la productora que en ese momento estaba de viaje. El problema era el siguiente: las reglas del concurso estimaban tiempos de entrega, así que no podíamos avanzar con nuestro trabajo si no teníamos un cronograma. El premio podía venirse abajo si la productora no firmaba el contrato con el presidente del Instituto.

Logramos pactar con una entrevista con ella, que creo que fue en café cerca de la avenida Santa Fé, donde hablamos del contrato. Ella nos dijo que por el poco dinero de la película debíamos ceder todo nuestro sueldo. Y no estaba claro si iba a cedernos las ganancias. También dejó en claro que prefería poner de productor delegado a un socio suyo y dejar a Leo sin un lugar claro en la producción, algo que a mí me disgustó desde el comienzo ya que Leo la había convocado y Leo debía ser el productor delegado a cargo del proyecto. Le pedimos que nos enviara el contrato tipo con el que trabajaba para evaluarlo, le hicimos algunas correcciones y nos volvimos a juntar. El problema era el siguiente. La productora presentante quería ir al INCAA a dejar en claro cuál era la situación del proyecto y hacer algunas preguntas al respecto.

Aquí comenzó un juego de dudas con la moral de la productora presentante. ¿Por qué quería alejar a Leo de la producción? ¿Por qué proponía ir al INCAA si insistíamos en firmar un contrato que debería ser lo más común del mundo?

Con Leo fuimos al INCAA y pedimos una reunión con los que habían diseñado el concurso. A esa reunión vino la productora presentante y el socio de ella (que también trabajaba en esa productora palermitana) El socio me dijo que había leído algo del guion pero que no lo había entendido mucho. Ya eso me sonó bastante mal eso. Era un tipo de dudosa reputación por lo que sabíamos. Le había arruinado la vida a otra directora que la casualidad quiso que conociéramos. Había intentado removerla del rodaje. La había alejado de su rol de directora, intentado controlar todo y reemplazarla por otra.

Más allá de eso, la productora que había ganado el premio con mi película, la productora presentante de origen peruano, la socia de este hombre, que también era empleado de la casa productora palermitana, en la entrevista dijo a viva voz a los directivos del INCAA sin pelos en la lengua algo que yo no sabía: que no había leído nunca el guion y que el presupuesto que había presentado era falso (el presupuesto que ella había confeccionado y firmado)

Me asombró porque los del Instituto ni se inmutaron. Salimos de ahí, insistimos con Leo en firmar un contrato con la productora presentante antes de la firma del convenio con el INCAA, y ella respondió que antes de eso quería que visitemos a su abogado para dejarnos en claro algunas cosas.

Pasaron unos días y una tarde estábamos en el hall lujoso de un piso de un edificio del microcentro, en uno de los estudios de abogacía más caros de la industria del cine nacional. Su abogado, un tal Francisco, era un tipo que podía haber sido parte del elenco de la serie Fargo. Mirada fría, pelada pintada con algunas matas de pelo a los costados de la cabeza, nariz pequeña pero con un gran potencial para olfatear la inexperiencia en cuanto a temas legales. Éramos con Leo como unos insectos a punto de aplastar. El abogado, este Francisco, le recomendó a ella que no hiciera la película, no le cerraban los números (sin haber leído el guion ni nada, claro) Yo expuse que si le recomendaba a la productora no hacer eso, estaba destruyendo mi trabajo y aclaré que también se estaban metiendo en la lucha por la inclusión social de una persona con hipoacusia y certificado de discapacidad. Tomé mis audífonos, me los quité y se los mostré. Las cosas no habían sido fáciles para mí. Si no quería hacer la película bien podía manejar el dinero, transferirlo a Leo Rosales y dejar que nos encargáramos nosotros de confeccionar, como hicimos con Leo, un producto final que pueda ser estrenado en festivales de cine, en cine comerciales y emitidos en canales nacionales e internacionales.

La productora de origen peruano dejó en claro que si no aceptábamos poner a su productor delegado no había manera de avanzar. El abogado dejó en claro que el cine le interesaba poco y nada (igual que a su clienta) como suele ser, dirán y diré, y que menos, trabajando con empresas tan grandes, le interesaba el destino de una Ópera Prima y de una persona con discapacidad. Volví a recalcar que podrían a llegar a tener problemas por actuar de esa manera, que hay convenciones que defienden los derechos de las personas con discapacidad y que a pesar de que no actúan en general como deben en algún momento podrían llegar a actuar. Dije que tal vez no sabían cómo hacer una película chica, pero Leo y yo seguro que sí.

Salimos con Leo en esa tarde lluviosa y nos guarecimos bajo el techo de un bar, estábamos muy nerviosos, alterados. Nos habían hecho sentir una porquería, como si no valiéramos nada, y no fuéramos los creadores de un proyecto que había ganado un premio si no unos advenedizos sin ningún tipo de valor. No habían leído el guion y opinaban sobre la película, son cosas que un director de cine no está acostumbrado a aguantar. La estrategia de la productora entonces parecía ser oprimirnos con un abogado poderoso para que dejáramos la producción enteramente en sus manos. En algún momento de la entrevista, confesó que podría hacerla en una casa en Barracas pero no en un campo. Esa casa había sido usada para una serie de televisión que ella había producido.  Leo sabía que esa casa había sido demolida. Así que si ya era una locura hacer en la ciudad una película pensada para filmar en una casa de campo, más todavía lo era hacerla en la ciudad y una casa que ya no existía.

El mecanismo de la opresión ya había sido iniciado. Nos hacía sentir que no valíamos nada. Y en la lluvia, con un premio bajo el brazo, pero con una productora que nos hacía sentir una porquería, no quedaba otra que sentirse una porquería o que levantarse y decir: las cosas no pueden funcionar así.

Una semana antes de eso el INCAA me había hecho una entrevista como ganador del concurso para la Revista La Cosa. Había contestado las preguntas como se debía, como alguien que había ganado un premio porque su proyecto tenía valor, porque el proyecto era bueno. Eran mis estudios, años de ver películas, de pensar qué era lo que quería hacer con el cine. De venir de hacer algo independiente que había funcionado. ¿Pero a quién le importa eso, no, dirán y diré? Menos a un abogado poderoso y a una productora que hacía tres películas por año con el instituto de cine.

Pero después de la entrevista en el instituto en que la productora había confesado como si nada que había presentado un presupuesto falso ante los gerentes sin que hicieran nada, que no había leído el guion y del encuentro obligado con el poderoso abogado de la industria del cine, me di cuenta de que estaba trabajando yo para el INCAA gratis, para su mecanismo de difusión, para los sectores de prensa que deben hacer notas sobre los premios, sobre premios que en realidad no tienen ningún valor porque la figura del director en realidad no existe en el instituto, no tiene peso, como no tiene peso frente al abogado ni ante la productora (porque el instituto de cine les dejaba hacer lo que quieren con el resto del equipo)

 ¿Ópera Prima? ¿Trabajar gratis para desarrollar un proyecto y encima ser tratados así? Desde el principio el premio pareció más un castigo que un logro del esfuerzo de años. La lógica institucional hacía fácil que fuera un castigo. Y de ahí viene toda mi lucha posterior por defender una verdad: que el instituto, ese lugar donde nos pasaríamos horas y días durante el año siguiente y el próximo, no estaba hecho para los directores de cine, estaba hecho para los productores. Y en Argentina no hay productores que paguen el desarrollo de una película a un director de cine. Por lo tanto, todo era, y se podía ver desde lejos, un embuste. Un sistema erróneo que me iba a llevar a mí a exponer ese problema que está tan a la vista.

Pero las cosas recién empezaban. Luego de esa entrevista con el abogado la productora desapareció. No había manera de que contestara el teléfono. No contestaba los emails. Estaba de viaje por Europa o no sé dónde y la fecha para firmar el contrato con el instituto de cine corría y mi tiempo, que también tenía valor, se perdía.

Mientras yo ya iba armando el casting de la película, recibiendo la solicitud de amistad de muchos actores y actrices en Facebook que buscaban trabajo, una colmena que se agita cuando se enteran de que un director ganó un premio, hablando con posibles directores de fotografía y diseñando los afiches que se presentarían en el mercado de Ventana Sur a fin de año, donde estábamos invitados para presentar la película y recaudar más fondos, la productora presentante de Gualicho había desaparecido. Por más que hiciera lo que hiciera, no había manera de avanzar. ¿Cómo solucionar ese problema?

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo suelto y link a mi nueva novela.

11.

La otra cosa inexplicable, además de ese altar pagano que parecían conformar la mandíbula pintada de negro del tiburón y la oscurecida Virgen debajo, sobre la tapa de una estufa empotrada a la pared, era que todos los adornos estaban limpios, libres del polvo que solía acumularse en las casas abandonadas. Sólo la alfombra del amplio vestíbulo tenía una mancha color bordó, seguramente una quemadura del sol, que entraría por alguna persiana rota de día. Las persianas estaban totalmente bajas por lo que la oscuridad sin las linternas era total.

Silvina enfocó a la Virgen con su linterna. La estatua era de un negro terroso, natural, como si la piedra en la que la hierática virgen había sido tallada se hubiera ennegrecido hacía mucho tiempo. Pero negro al fin.

—Santos y Budas tenían. Vírgenes ninguna… —dijo Ersatz.

La luz del pasillo que daba al baño y a los dormitorios funcionaba. Las máscaras hindúes les dieron la bienvenida mientras Ersatz le decía a Silvina que ella ocuparía la habitación de sus padres. Tendría la cama más amplia y cómoda. Vieron que la cubría colchas raídas pero que parecían limpias. A Manuel le ofreció la suya, convertida por la familia en una especie de desván que todavía tenía sillas y escritorios viejos. Él dormiría en la habitación de su hermana, donde ella había pegado unas estrellas fotoluminiscentes que de noche formaban una constelación de estrellas verdosas, un sistema solar único, según recordaba.

Dejaron las mochilas y se encaminaron hacia el comedor con las linternas. Ersatz probó una llave en la puerta que daba al descanso de la escalera trasera. La puerta se abrió, crujiendo. Por esta escalera se descendía al jardín y se subía a la terraza.

Detrás de las rejas de la escalera observaron el jardín. El olivo estaba en su lugar, había crecido muchísimo y estaba casi pegado a la ventana. Apuntaron las linternas hacia abajo. Casi no había césped, las hojas amarillas del olivo habían tapado todo. En los canteros la planta de la moneda parecía un tótem muy alto y los helechos y las palmeras pequeñas habían dominado lo demás.

Los haces de luz de la linterna de los tres barrían el fondo. Manuel iluminó lo que parecía ser la oquedad del caparazón de una tortuga. Ersatz pensó que sus padres no podían haber abandonado a Tila, aunque no lo sabía. Si era su mascota, desde la última vez que la había visto había tenido tiempo para crecer mucho y para un día quedar boca arriba para siempre.

Subieron a la terraza para observar el barrio desde arriba. A lo lejos se distinguían cuadras iluminadas por lámparas viejas, amarillentas, diferentes a la fría que los iluminaba.

Todo parecía desierto y silencioso. En los otros techos y terrazas, sólo se veían antenas antiguas de televisión digital, aparatos de aire acondicionado y tanques de agua. Ersatz notó que una parrilla con la chimenea vencida contra una medianera más baja sobresalía y parecía el capirote de un enano. Los tanques, en cambio, eran pulgares hinchados de gigantes. Pensó que en su infancia en ese barrio había sido vital tener algo de imaginación.

La terraza donde estaban ellos era algo más alta, pero en las demás se podía pasar de una a otra sólo dando un salto. En general, sólo un pasillo delgado las separaba.

Cuando llegaron al enrejado que daba a la calle vieron en una de las terrazas de la manzana de enfrente a una mujer cerca de un tanque de un tono azulado. Como estaba varios metros por encima de los faroles de la calle, no llegaban a verle la cara. Se veía que tenía el pelo atado, formando un rodete y que tenía un vestido oscuro que el viento arremolinaba. Parecía tener un balde en la mano. Manuel comentó que debía estar juntando agua de alguna canilla que debía tener el tanque.

Silvina lo tomó del brazo a Ersatz y se apretó contra él. Entendió que su amiga pensaba que podría ser la mítica Riannon, la fundadora de Serenade.

Manuel preguntó cómo les decían a los pobladores de Serenade y Silvina respondió que no sabía, que tal vez les decían serenados. Ersatz, precavido, les recordó que podía ser una vecina que se hubiera quedado en el barrio solo para ir a la contra del resto de los vecinos. Le hicieron señas con las manos a la mujer, pero ahora estaba agachada al lado del balde. Luego se giró y desapareció como si hubiera caído en un agujero en la terraza. ¿Se había escondido de ellos?

Giraron hacia el norte y miraron a ver si veían a otras personas. Las luces de la Torre Interama seguían titilando de manera intermitente, tres rojas y una blanca en la punta. Entonces, el cielo les robó la atención.

Más allá de la línea rosada hundida en el horizonte donde estaba perdido el sol, las estrellas y la luna, menguante, ya podían verse.

Hacía tanto tiempo que no veían algo así, que se quedaron sin aliento, mirándose de reojo entre ellos.

Luego convinieron en que era hora de descansar para levantarse temprano al otro día y tratar por lo menos de hablar con esa mujer.

Bajaron las escaleras, entraron, cerraron la puerta y cada uno se fue a sus nuevos aposentos. Estaban cansados por el viaje a pie, pero el sueño no llegaba fácilmente.

Silvina pensaba en cenas al aire libre con otros sordos entre parras y vasos de vino. Manuel se veía corriendo con jóvenes sordos por las calles silenciosas. Ersatz no podía conectar con sus sentimientos, era un resabio de lo duro y desapegado que se había convertido con el tiempo.

Había llorado demasiado, incluso en esa casa, enrollado en el suelo del garaje cuando se había juntado el diagnóstico tardío de sordera y la partida a otro país de una novia de ese entonces. Fue demasiado para él, y nunca volvió a ser el mismo, lo había acumulado en su alma y según su punto de vista, había trascendido esa realidad enfrentando a sus padres y a sí mismo. Sentía como si el feto lloroso del garaje fuera él, pero a la vez no fuera él. Y eso era lo mejor que podía pasarle, se dijo. Aunque siempre pensaba en qué significaba ese creciente desapego. Recordó que no había tomado la pastilla.

Encendió la luz, rebuscó en su mochila, y se tragó el sedante. Frente a la cama había un estante con pequeñas muñecas y castillos de cerámica. Una torre estaba caída. La levantó. Luego apagó la luz y volvió a tirarse en la cama.

De pronto, el universo cobró vida en la oscuridad. Las estrellas de su hermana se habían cargado de energía. Ersatz contempló el techo, pero había algo que no cuajaba.

La luna parecía estar más alejada, como si la hubieran usado para marcar un planeta más grande y distante, y ya no ocupara el lugar de un satélite. Las estrellas formaban espirales. La cosmografía parecía haber cambiado desde el lejano feriado en que había dormido en esa cama.

En un momento se mareó, tuvo que dejar de mirar las estrellas. Se dio vuelta en la cama y se quedó dormido.

por Adrián Gastón Fares.

Link para descargar la novela completa en PDF:

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo y enlace a mi última novela.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo 17.

Silvina, impaciente, decidió subir a la terraza para encontrar a la estatua de Gema cerca del tanque.

Caminó hasta sobrepasarla, subió los peldaños del cuarto hasta lograr asomar la cabeza en la plataforma del tanque y miró la espalda rígida de Gema. Cerca de los pies descalzos de la mujer estaba su celular.

Silvina pensó que no debían querer ninguna distracción mientras hacían su meditación diaria. En silencio, se ayudó con los brazos y logró encaramarse al techo. Caminó hasta el hueco que había debajo del tanque del agua. Ahí estaba el celular de Gema.

Estaba por agacharse para tomarlo cuando sintió que la arrastraban hacia atrás. Se sobresaltó y se inclinó hacia delante por instinto. Cerca de caer al vacío, sintió que la retenían del brazo. Por miedo a que se arrojara o de que cayeran juntos, la mano que la había tomado la dejó por un momento.

Silvina se volvió y vio que era el hombre con la remera de Megadeth. Silvina iba a gritarle a Gema. El hombre se abalanzó sobre ella. Le tapó la boca con la mano.

Eran tan largos sus brazos que la tomaba con uno solo, con el otro hacía la señal de silencio.

Pensó que quería apoyarle el bulto, ese impresentable, y trató de clavarle el codo para que retrocediera, pero era inamovible. Era extraño el olor del hombre. Una transpiración agria que le hizo recordar a la de su padrastro. Le mordió la mano.

El hombre trastabilló con el último peldaño de la escalera. Cayeron desde tres metros de altura. Por suerte, ella dio contra el cuerpo del hombre.

En el piso se deshizo del metalero, rodando dos metros para hacer fuerzas con las manos y ponerse de pie. Desde ahí, inclinada, vio que Gema seguía impertérrita.

En cambio, el metalero se había torcido el pie, y por como respiraba por la nariz, parecía que alguna costilla estaba rota.

Silvina pensó que se podían haber matado. Bajó los escalones de la escalera lo más rápido que pudo, sintiendo una punzada de dolor en el hombro.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Para leer Seré nada, una historia de terror (2021, 200 pág):

Nueva portada de Seré nada, novela (2021)

Mi nueva novela, Seré nada (2021) tiene nueva portada.

Con Seré nada, incursioné nuevamente, luego de Gualicho y Mr. Time, en la ficción de terror.

Quería volver a la novela (la última en invención fue Intransparente, también llamada Elortis).

Quería que fuera de terror, y quería que fuera ficción oscura (o fantasía oscura).

No sé si hubiera podido escribirla sin antes ensayar los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog.

Tenía muchas ganas de inventar algo nuevo y de poder compartirlo. Y en cierto modo, de poner lo que aprendí estos últimos años en este arte de invocar historias.

Escribiendo Seré nada aprendí a redactar mejor.

Espero que disfruten de esta aventura, que se conmuevan un poco como yo al escribirla.

Claro que una vez que la terminen pueden opinar lo que gusten y, si les gustó, también compartirla para que otros la descubran.

Pueden leer la novela en:

También pueden buscarla en ebook en la página principal.

O bien leerla y escucharla en el Índice de Seré nada que se encuentra en el Menú de este blog.

¿Se editará en papel?

Ah, no sé…

Adrián G. Fares.

Seré nada. Capítulo. Ebook.

Entre tanto alboroto, los reunidos ante el palco no escucharon los gruñidos y gemidos, ni otros ruidos que estaban contenidos en el semicírculo inferior del escenario.

La puertita de entrada al foso estaba debajo de una de las escaleras laterales del escenario. Dentro del foso, otra puerta, que accionaba una escalera plegable, daba detrás del telón. Estaba pensada para utileros, pero en este caso era necesaria para mantener la sorpresa que Osvaldo iba a liberar luego de tantos vítores.

Algunos no sólo gritaban, también saltaban y se sentía una vibración en el suelo, como si el colegio fuera a venirse abajo en cualquier momento.

—Y ahora nuestro embanderado más pequeño y el más experimentado, otro médico como la doctora presente, que supo prestar sus servicios para el país… —dijo Osvaldo mientras se golpeaba con el puño cerrado el saco blanco abotonado—, por nosotros, por ustedes, hasta por esos desagradecidos que se fueron, va a entregarnos el fruto de la paciencia, la perseverancia, el trabajo en grupo y el compañerismo. Con ustedes, Ulises “Algodoncito” Gutiérrez. Nos explicará su particular método de encontrar la cura adecuada para que nuestra sangre criolla no vuelva a malgastarse.

Osvaldo acompañó con su brazo estirado la invitación al que telón se abriera. Al ver que no salía nadie se acercó paulatinamente para abrirlo él.

El chico asiático y el tipo barbudo, en los roles de escolta y abanderado, movían los ojos para todos lados, atrapados en las posturas firmes. La gente gritaba.

—¡Queremos verlos! ¡Viva la patria! ¡Viva Argentina! —dijo uno que vestía una camisa colorida.

—¡Viva el Gran Buenos Aires! ¡Viva Zona Sur! —dijo una mujer que aplaudía apretando la cartera con los brazos.

Otro, un hombre pelado y con anteojos gruesos, revoleaba un pañuelo blanquiceleste. Eran pocos los que tenían menos de cuarenta años.

La mayoría andaba por los cuarenta y tantos. Abundaban los cabellos teñidos, las calvas, las arrugas, las barrigas de cerveza, los hombros sobrecargados.

Tanto las mujeres como los hombres apretaban sus cintas rojas.

Se había corrido la voz de que el azul oscuro, casi negro, era el emblema de los serenados, y eso potenciaba la elección de cuidarse del poder demoníaco de esos seres extraños con elementos de colores rojos.

Estaban tan enardecidos que empezaron los silbidos porque el telón no se abría.

Osvaldo estiró la mano para apartar el telón. En ese mismo momento se abrió y apareció una figura humana.

Gema tenía lágrimas en sus ojos y sangre por todo el rostro.

Llegó hasta el bordillo del escenario y se detuvo en seco. Evelyn se arrojó al suelo como si hubieran tirado una bomba. Gema observó a la ahora callada multitud.

Sin dejar de llorar retrocedió unos pasos, hasta quedar más o menos en la línea de los dos embanderados que no se animaban a dejar su postura recta.

—Pero ven lo dócil que la convertimos. Sola se va a presentar —dijo Osvaldo mientras el micrófono le temblaba.

Gema, acorralada, pasaba la mirada por la multitud.

La mayoría sostenía en lo alto sus cintas rojas. Algunos hasta crucifijos que blandían delante de ella.

Como si buscara a alguien entre la multitud, Gema miraba de un costado al otro del patio.

Parecía ida. No podía saberse qué había sido de su boca porque era un manchón de sangre.

Un reflector tardío, manejado por uno de los invitados, la iluminó.

Gema no cerró los ojos. Despegó los labios por primera vez en su vida.

Tenía varios colmillos afilados en sus grandes encías.

Algodoncito le había tajado con una de sus cuchillas los esbozos de labios que tenía, y ahora su nariz, liberada, luego de tanta adaptación para alimentarse, al abrir la boca se deslizaba casi hasta el entrecejo.

Lo que vieron los de abajo fueron ojos blancos, una boca abierta que era casi más grande que la cabeza y las manos crispadas por la desesperación que Gema había pasado en la operación.

La señora mayor, que se ve que todavía estaba un poco mareada por el veneno de Fanny, se le acercó con el plato en alto.

Para completar el acto, Gema tenía que aceptar y engullir esa comunión representada por el pedazo de queso y los dados de salamín.

La vieja estiró la mano con el queso apretado entre sus dedos, acercándolo a la cara de Gema, que gimió y le apartó la mano con el bocado.

Llegó la risa de los de abajo, que esperaban ver algo más portentoso, no a una mujer con calzas negras, boca de piraña y el rostro elástico.

Entonces, Gema gruñó y empujó a la vieja, que fue a parar cerca del bordillo del escenario. Mientras, se iban acercando Osvaldo de un lado y del otro Evelyn para seguir con la presentación. Pero en ese momento el telón se volvió a abrir y aparecieron los gemelos. Llevaban algo entre los dos.

Era el cuerpo de Algodoncito. Uno le estaba masticando una pierna, y el otro tenía clavados sus dientes recién ventilados en el cuello.

La sangre manaba del cuello del enano.

Detrás de los gemelos, desde el telón, irrumpió en el escenario un ser reptante. Era la mujer de rodete que, caminando en cuatro patas, sobrepasó a Gema y aulló como un lobo hacia los presentes. El estrés acumulado en la cueva de Algodoncito le había hecho recordar todo lo que sufrió en la vida y así, con ese aullido, se hacía oír.

Los dientes eran más largos que los de Gema. Los que estaban adelante, que todavía no sabían si lo del enano era parte del acto o no, empezaron a retroceder, generando una avalancha, que empujó a los de atrás hasta las mesas preparadas para el refrigerio.

Uno de los gemelos había soltado al enano que quedó colgando de la mordida del otro.

El que lo había soltado estaba masticando un pedazo de la carne del muslo que le había quedado prendida en sus fauces.

Todos los serenados habían perdido el bronceado y estaban famélicos lo que hacía parecer más grandes sus hasta ahora ocultos dientes y sus cabezas.  Y eran todos tan altos…

La multitud estaba paralizada de miedo.

Gema siguió llorando mientras daba la espalda al público.

La mujer de rodete saltó del escenario al público, y semidesnuda como estaba, empezó a tirar dentelladas, hiriendo a unos cuantos.

Los gemelos habían dejado los restos del enano, y bajaron por las escaleras de los costados del escenario.

Los tres se unieron a la mujer de rodete para acorralar al público presente. El gruñido reverberó en el patio y la multitud retrocedió aún más.

El acto reflejo de mover la boca cuando se ponían nerviosos los hacía parecer peligrosos y violentos. Sus bocas ahora podían abrirse y no sabían muy bien cómo controlarlas.

Gema seguía adelante en el palco, traumatizada.

Se le acercó Osvaldo con el micrófono en la mano. Le pasó el cable por el cuello y comenzó a estrangularla.

Eso animó un poco a los de abajo e incluso pareció darle una indicación de cómo debían actuar.

Pronto resonó un disparo. Luego, dos más. La mujer de rodete voló hacia atrás y quedó tirada en el suelo. Los dos gemelos se desmoronaron, abatidos.

Gema empezó a sofocarse, y en vez de resistirse, apretó la boca hasta que cayó desfallecida en el suelo.

Habían matado a todos los demonios. Por lo menos, parecía eso.

Osvaldo tiró del cable del micrófono, atajó el aparato en el aire y se lo llevó a la boca.

—Tranquilos… Hicimos lo que pudimos para conservarlos con vida. Teníamos un plan hermoso para ellos. Hermoso… Pero el destino parece no haberle perdonado la traición a la sangre noble. No podemos curar a todas las personas. Por lo menos, servirán de ejemplo para que nuestra estirpe siga fuerte y sana por varias generaciones gracias a ustedes. —Tosió y se aclaró la garganta para elevar la voz—: A veces la sangre degenerada no tiene cura, incluso con los mejores métodos y cuidados.

El público se había vuelto a acercar al escenario y estaba vitoreando. Menos tres hombres que habían sido mordidos antes de que las balas alcanzaran a los gemelos y a la mujer de rodete. Los mordidos, tirados en el suelo, giraban sobre sí mismos con una sonrisa piadosa.

—¡Viva la sangre pura bonaerense! —gritó Osvaldo, mientras la incorporada Evelyn, cuyos labios temblaban, trataba de juntar las manos en un aplauso.

La puerta que daba al patio se abrió de golpe.

Una mujer y un hombre, desconocidos para la multitud, entraron con ímpetu al colegio.

por Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares. Todos los derechos reservados.

Sinopsis Seré nada (200 páginas, 2021, novela de terror):

En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar?

PDF: https://elsabanon.files.wordpress.com/2021/02/sere-nada-adrian-gaston-fares.pdf

EPUB: https://drive.google.com/file/d/1hFFNfUhYiQqnLMCTqcgR0uQheBlPL0cS/view?usp=sharing

La llorona vs. Kong.

Esta carta, firmada por el inspector de biogenética de Impresoras Riviera INC., el agente Von Kong, me llegó un día de primavera de 2017.

Querido Adrián,

Estuve repasando la cinta que nombraste. La proyecté en mi oficina durante una tarde lluviosa. El futuro no es así. Acá hay mucho verde, ya te lo dije, parece más una selva. Lo que sobran son animales, No-seres y plantas. Los androides son tercermundistas. La inteligencia artificial es todavía demasiado artificial. La siesta de los androides no pasó de las letras impresas y de los números proyectados.

Aquí casi no se puede caminar de tantas aves que hay. Cuando la gata de la vecina las atrapa, desparraman sangre y maíz por todos lados. Sangre mezclada con granos de maíz. Puaj. Las redime de un zarpazo.

Por otro lado, te informo que la carne de No-ser no se puede comer, presenta algunas alteraciones en su ADN que pueden ser peligrosas. Así que, más allá de que yo estaría en desacuerdo con que los No-seres, en sus manifestaciones más asimilables, como animales, sirvieran de alimento, los humanos se siguen alimentando de lo mismo. Por suerte, no proliferó el proyecto de ley que quería fomentar el consumo de animales carnívoros. La hipocresía sigue siendo moneda corriente. Hasta hubo criaderos de leones, tigres, y zorros. Pero los defensores de los animales lograron liberarlos y desalentar a sus impulsores.

Vos que decís de llorar. Y bueno, nuestros tiempos se entrelazan. Tal vez te imagines cómo son las cosas. Hay muchos libros. Hay libros que cuentan leyendas. Hay seres que sólo aparecen en esos libros. O mejor dicho, que solo aparecían en esos libros hasta que Riviera lanzó sus impresoras biogenéticas.

Pensá un poco.

Mirá.

Un ruta en la noche. Quices, liebres, mulitas que se cruzan. Búhos blancos en los alambrados. Un conductor, un joven, cabeceando. Su novia tratando de mantenerlo despierto. Vuelven de una fiesta de la costa bonaerense. Los autos tienen piloto automático, sí. Pero algunos prefieren los cambios manuales. Son más las actitudes vintage que lo remanente.

En la mitad de la ruta aparece una mujer con un bebé. El conductor no llega a frenar. La embiste. Descarrilan. Bajan del auto, desesperados y magullados. Un niño acostado sobre una rama como si su lánguida mano fuera un arborescencia más lo observa todo. Los jóvenes no entienden nada, creen que están en un videojuego realista, pero no, ellos no juegan.

La mujer sigue de pie en el medio de la ruta. Se acercan. El volátil cabello largo, negro, cuerpo pulposo apenas acariciado por un vestido camisón. Del que se desprende para quedar desnuda. El bebé está pegado a su cuerpo. La mano de la mujer está hundida en el estómago del crío, desde donde maneja sus manos, su boca, sus ojos, su cabeza completa.

La novia del conductor congelada, porque ya se dio cuenta que es un No-ser inusual. Pero el conductor queda petrificado por la belleza de esa mujer virginal. La perfección de los pechos, la piel casi iridiscente, los ojos dulces. Hipnotizado, alarga la mano como para tocarla.

Ahí es donde la sonrisa benévola de la mujer se transmuta en una mueca violenta desencajada. El brazo con el bebé se extiende y el niño, provisto de afilados dientes, muerde al conductor en el antebrazo.

El muñeco del que dio testimonio la joven no era tan muñeco sino que era la vía de alimentación del No-ser.

Me llaman a la noche, mientras saboreaba un Campari con pomelo con las espuelas de mis botas clavadas en mi escritorio. Sí, estaba pensando en el pasado, ese vicio que me pedís que no tenga, pero es difícil no tenerlo, difícil no someterse a estos trucos de la mente cuando uno está solo y espera…

Espera otro caso. Algo en que ocuparse para olvidar.

Así que me llaman. Y viajo hacia la zona. La mujer estaba con los policías, desconsolada. El cuerpo del hombre en la morgue. Atraparon al chico del árbol. Le pedí que me guiara hasta su casa.

Los padres son unos terratenientes que viven al costado de la ruta, en una casa que antes era conocida como Villa Catalina, cruzando unas moreras. Se desesperan al saber lo que hizo su hijo con un libro viejo, carcomido por las ratas.

El niño repasó el libro en un galpón con la mirada ansiosa. Divisó el dibujo de una leyenda, el de la Llorona, leyó la letra chica, entró al cuarto en que el padre tiene la Impresora Riviera y, bueno, ya te imaginarás los resultados.

El No-ser anda suelto por ahí. Por ahora no pude encontrarlo. Pero el padre del niño se quebró en la indagatoria.

Confesó que tuvo relaciones con la cosa impresa. Que el vástago había creado al No-ser más hermoso y mortífero que podía existir.

Bastante inimaginable, lo de las relaciones, porque los No-seres a veces no tienen todos los órganos que deberían tener. Pero en el galpón también encontré unas cuantas revistas pornográficas viejas.

Ese maldito niño.

Vos decís, el que no llora no mama, pero supongo que ese bebé pegado a su madre que creó el niño no necesita llorar ni mamar.

Así es como se transforman las frases hechas en mi tiempo.

Confisqué a la Impresora. El padre y el niño quedaron detenidos.

Mientras manejaba besé repetidas veces mi petaca. Por lo menos es una petaca antigua, gastada, que no muerde.

Llegué a mi apartamento en la costa. Tuve que hacer el trabajo solo porque Juan Carlos, el inspector de Riviera de la zona, estaba de vacaciones, si no hubiera salido una partida de póker en su chalet.

Me senté y miré el lugar donde Taka dormía. Una especie de cubículo redondo con un agujero de entrada, como el que algunos usan para los perros. Pero más grande. Le gustaba dormir ahí, por los colores. Refleja los tres colores primarios, como sus rosas preferidas.

Escribí lo siguiente en un anotador. Tengamos en cuenta que como su nombre indica, Taka era, y supongo que lo seguirá siendo, un No-ser de rasgos orientales, de costumbres japonesas bien impuestas por sus criadores.

Tracé una letra en japonés, lo primero que se me ocurrió, y sentí esa relajación de escribir a mano en hiragana.

こんにちは, Taka-chan.

Seguí en castellano:

Un día, cuando te alejaste de mí, fui a la Embajada de Japón, a conocerla, pero más que nada para ver si te encontraba ahí. De hecho fui dos veces. Y no te encontré, pero encontré un libro antiguo: La escopeta de caza, de un tal Inoue. En esta novela, la profesora reparte papeles con casilleros a las alumnas para que marquen con una X qué va a ser lo más importante en sus vidas. Si amar o ser amadas. Todas ponen ser amadas y una sola amar. Y eso me hizo pensar en bruto lo que el texto sugiere con sutileza, que bueno, lo más importante y lo más difícil, es amar no tanto ser amado o querido, sino saber querer, como dicen, sin pedir nada a cambio.

Al darme cuenta de lo que estaba haciendo, la frase del final del párrafo que parece extraída de las viejas redes sociales, hice un bollo con el papel y lo quemé hasta que el calor me hizo soltarlo.

Todas las cosas pueden volar si uno tiene con qué.

Así que en la playa también hice saltar por los aires a la Impresora Riviera del niño.

Todo brilla. Es mejor usar lentes de contactos oscuras para proteger la vista.

Vos habrás perdido parte de tu audición, pero yo estoy obnubilado de tanto ver y las imágenes se me difuminan un poco. Pronto le pediré a la obra social de Riviera unos implantes oculares. Hay unos argentinos, muy buenos.

Este país ya no es lo que era antes.

O sí, ha vuelto al derroche de principios del siglo XX. Pero sin tantos riesgos como los que implicó la adicción a la demanda del mercado europeo en las décadas de 1880 a 1930. Ahora exportamos lo que soñamos. Y al mundo le gusta. Y piden más, pero no de lo mismo y no hay problema. Podemos reciclar todas las metáforas gracias a un par de científicos. E inventar nuevas, que reptan, se arrastran, vuelan o caminan.

Por algo teníamos tantos psicólogos en tu época. No fue en vano.

Nuestra aguja hilvanada de identidad estratégica acarició el exotismo alternativo atrayente pero farolero para hundirse en el refinamiento conocedor y la conciencia responsable de los mercados globales.

Y cuando son irresponsables, aquí estamos en Riviera. Aprendimos de nuestros propios errores, pero antes del de los demás.

La llanura y los valles abundan en esta Argentina. Es un lugar ideal para la inspiración que nos permite crear No-seres útiles y no tanto. Tenemos de todo. Por algo somos la primer potencia. También es la razón de que seres de otros universos nos hayan contactado. En tu tiempo, creían que Norteamérica, creían que China, que Rusia o Alemania. Pero no.

Aquí golpearon la puerta primero.

Y preguntaron por la mano de Dios.

Hasta la próxima,

Von «Bombasticus» Kong.

Bombasticus Kong, novela corta escrita por Adrián Gastón Fares.

Hasta lo que sé hay unos 25 capítulos de Bombasticus Kong, también llamada Impresoras Riviera o Von Kong. Es otra de mis novelas cortas (con El sabañón) El capítulo 24 y el 25 nunca me terminaron de convencer así que digamos que hay 23 capítulos, mejor dicho, y que Kong seguirá siendo Kong e informando desde el futuro desde su oficina en Impresoras Riviera, deschavando No-seres que muchas veces se hacen pasar por humanos, confiscando impresoras biogenéticas y luchando contra temibles creaciones (impresiones):

Los No-seres, en ocasiones inventados por niños como en este Kong Capítulo 21.

Taka, una no-ser de origen japonés, fue compañera de Kong en muchas aventuras (bueno, en realidad no más que en 20) hasta que, como era esperable por su identidad, se pasó al bando contrario para defender la libertad de los No-seres.

Que baje a papel esas andanzas futuras de Bombasticus Kong y las publique… es algo que no sé si sucederá. Sí me alegra saber que podré volver a divertirme con mi amigo no tan imaginario.

Inventarle algunas aventuras desde el pasado para que las viva en su futuro y luego me las cuente en alguna inesperada carta. Adrián G. Fares.

PD: Recomiendo que lean esa maravilla de novela corta epistolar llamada La escopeta de caza (1949) del escritor japonés Yasushi Inoué.

Seré nada. Capítulo 38. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 38. Audio. ¿De qué trata Seré nada? Es la historia de tres personas sordas que buscan una mítica comunidad sorda en el gran Buenos Aires. Dan con una comunidad silente, pero ¿qué son?

38.

Dentro del colegio, el chico asiático bajó corriendo por las escaleras con el tipo barbudo, que era su profesor de Taekwondo.

Detrás, algo rezagado, luego de que Evelyn le administrara un neuroléptico que lo ponía bastante violento, Lungo los seguía con los brazos bien separados del cuerpo y las manos como garras, interpretando el papel de monstruo de las películas clásicas de terror que miraba con el adolescente asiático. Salieron a la calle y apuntaron hacia la casa de los padres de Ersatz.

En el patio grande y techado del colegio, Evelyn barría frenéticamente el suelo con el escobillón. El rechoncho, repantigado en la silla plástica, se chupaba los dedos. Acababa de dejar un plato hondo con los restos de un pomelo cortado en dos, que se había comido de postre con una cuchara.

—Te dije que de infiltrada esa pendeja no servía —comentó Evelyn.

—Fue idea de tu amiguito —Osvaldo señaló hacia la base del escenario—. Y tengo que admitir que Fanny nos consiguió lo que queríamos… Sin Roger… Más débiles… El mejor momento para pasar la red.

Osvaldo miraba su reloj.

—A las seis arrancamos, hayan vuelto los demás o no… Lo más probable es que esté en la ciudad haciéndosela frente a la computadora… Es un pelotudo… La otra, igual. —Osvaldo suspiró—. Se piensan que acá van a recuperar algo que perdieron no sé dónde… No saben que recuperar algo lleva mucho tiempo y un enorme esfuerzo… —Evelyn siguió barriendo sin contestarle—. ¿El Chino probó el micrófono? La otra vez… terrible, acoplaba mucho… Voy a ver yo.

El rechoncho apoyó las dos manos sobre las rodillas, y se impulsó hacia arriba, haciendo rechinar el plástico de la silla.

Luego, resonaron sus pasos mientras subía la escalerilla del escenario. Evelyn seguía barriendo, con una sonrisa ansiosa.

Los parlantes trasmitieron el golpe que le dio el rechoncho al micrófono y enseguida se escuchó un acople molesto.

—¿Y cómo mierda se apaga esto ahora? —gritó desde el escenario Osvaldo mientras Evelyn parecía, de pronto, estar recordando un pasado muy lejano.

 —Me gustaría que estén esos dos también… Que vean lo que logramos —dijo Evelyn mientras otro sonido sibilante y una puteada la tapaban. El acople siguió sonando.

El rechoncho bajó haciendo equilibrio para no caerse y se desplazó hasta un aula. Se sentó frente a una computadora. Barrió el teclado con un dedo como un pianista inspirado para que se encendiera el monitor. No había caso. Miró el gabinete, tenía las luces prendidas. El monitor tenía un botón de encendido azul que parpadeaba.

Refunfuñó.

Posó los dos puños cerrados sobre sus piernas.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 36. Nueva novela de terror.

Seré nada. Capítulo 36. Recapitulando un poco. Luego de dos epidemias, en 2023, Ersatz, Silvina y Manuel, que comparten una amistad creada en un foro virtual sobre la sordera que padecen, viajan desde capital al sur del Gran Buenos Aires en busca de una colonia de sordos señalada en un blog: Serenade, se llamaría la colonia. Luego del complicado viaje a pie, en Lanús descubren que están en medio de una colonia de personas silentes. ¿Pero son personas sordas? Mientras tratan de dilucidar qué son, desde la oscuridad de las calles surgen personas que están acechando a los nuevos y extraños vecinos. Son los «nacionalestes», eugenistas que defienden la sangre argentina. Desde el corazón de un colegio, los «nacionalestes» no sólo se preguntan qué serán también estos seres con la boca pegada, a los que les cuesta muchísimo extraer los dientes para alimentarse en las temporadas de lluvia, sino que pasaron a la acción y armaron un programa para intervenir a los serenados y tajearles las bocas para integrarlos a la sociedad. Luego de una emboscada, Silvina quedó atrapada debajo del escenario del colegio junto con los demás serenados, que están listos para ser operados e «integrados» por Algodoncito, un médico enano. A su vez, Ersatz pasó la noche en un pozo ciego, donde se le apareció el fantasma de Ramoncito, un compañero que sufrió bullying y que hizo una matanza en el colegio, antes de quitarse la vida. Ramoncito le pide que lo saque de ese agujero. Fanny, que es mitad serenada, porque es hija de un cura y Gema, la cabeza de esta colonia obsesionada con las terrazas y el sol, parece ser una informante del grupo de la avenida y, dadas las circunstancias, debe tomar una decisión.

36.

Aunque Silvina no lo imaginaba, ni podía escucharlo, detrás de la pequeña puerta que daba a la parte inferior del escenario, también iban en aumento los quejidos.

Fanny, la chica de ojos claros y campera de cuero, escribía rápido en su celular.

Madre. NO.

Había escrito en la pantalla para mostrárselo a Evelyn.

La señora que estaba barriendo ahora la apuntaba con la escoba. Fanny estaba contra la pared, asustada. Por su edad, todavía no se sentía débil.

 —Mirá vos. ¿Estás segura de que eran tres nada más? —la apuró Evelyn.

Fanny asintió con la cabeza. Evelyn la miró, consternada. Luego miró la pantalla.

—¿Desde cuándo te preocupas por esa bestia? ¿Así nos pagás la oportunidad que te dimos? Debería tirarte este aparato —dijo pasándole el celular—, a ver si al fin lográs despegar esa boca.

Fanny podía separar sólo de un lado de la boca las comisuras de sus labios. De ese lado, se veían dientes amontonados. Del otro lado tenía los labios pegados como los demás serenados.

—Buena actriz resultaste, pero mala persona —continuaba Evelyn—. ¿Querés ir con Algodoncito también? Total, ya hiciste la tarea.

Una lágrima se desprendió del ojo, justo arriba del lado abierto de la boca de Fanny, y se deslizó hasta la comisura del labio superior donde quedó clavada en esa mueca desagradable que estaba mostrándole a la señora canosa, al hombre de barba y a Lungo, que la cercaban en un semicírculo.

—Mi amor… Por favor, Fanny. Podemos tener más paciencia… —dijo Evelyn.

El quejido que salía del pecho y de la parte abierta de la boca de Fanny rebotó contra el techo de lata. El eco hizo que casi todos giraran las cabezas.

La señora, encorvada, con el pelo cano atado atrás y una papada desagradable que le tapaba el cuello, seguía apuntándole con la escoba.

Fanny soltó un gemido. Sonó tan alto que todos se taparon las orejas con las manos y alejaron sus miradas de ella.

Cuando levantaron la cabeza, Fanny estaba prendida del cuello de la vieja, que trataba de sacársela de encima.

La vieja, sin poder mirar hacia donde iba, avanzaba hacia el patio exterior. Lungo se acercó desde atrás, pero Fanny desclavó el colmillo que le había clavado en el cuello a la vieja y saltó por delante de ella, para seguir corriendo hacia la puerta que daba al otro patio.

De ahí se trepó al mástil de la bandera, el metal brillante dorado por la luz del amanecer, y cuando estaba por la mitad, como si fuera un mono, saltó por encima de la pared baja hacia la calle.

Cuando el hombre de barba y Lungo lograron llegar a la puerta, abrirla y salir afuera, no había ningún rastro de Fanny en esa calle.

Ya había amanecido y las luces del alumbrado se habían apagado.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Enlace al Índice para leer novela de terror Seré nada (se actualizará diariamente hasta el final de la novela)

https://adriangastonfares.com/sere-nada-serenade-nueva-novela-2021/

Seré nada. Capítulo 34. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 34. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades. Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada.

34.

Silvina abrió los ojos y vio todo negro. Pensó que se había quedado ciega. Lo que faltaba, se dijo. Descubrió lo que estaba mirando. Era una pizarra. No tenía nada escrito. Giró su cuerpo y vio varios pupitres amontonados en un vértice del aula en la que estaba. Los pies le colgaban del escritorio.

Otra vez en ese sueño donde volvía a la secundaria, pensó. ¿Dónde estaba el chico que le gustaba? Tendría que volver a verlo para después despertarse aletargada.

Cuando había terminado el encierro de la primera epidemia había quedado por días así, aletargada, sin fuerzas, durmiendo de más, soñando mucho que volvía a ser una adolescente.

Parpadeó y se quedó dormida por un tiempo más. Luego volvió a abrir los ojos. Lo negro. El pizarrón.

Descendió del escritorio. Caminó dando vueltas por la habitación. Se acercó a una de las ventanas. Las persianas estaban bajas. Había una lámpara colgando que la dejó reflejarse en los cristales. Vio las marcas alrededor de su boca y se dio cuenta de que en los sueños de volver al colegio no estaba. En esos se sentía adulta y se veía adolescente. Ahora, estaba en la pesadilla real en la que se había desmayado porque una médica loca le había dado una pastilla.

Caminó hasta la puerta e intentó abrirla, pero no pudo. Pensó que era la pastilla que la había debilitado, pero después de dar unas vueltas alrededor del escritorio y volver a intentarlo, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Buscó el celular en su bolsillo. Se lo habían quitado. Luego recordó que ni eso, se lo había olvidado cuando salió disparada del dormitorio en la casa de Ersatz.

Se sentó en el suelo y empezó a sollozar. Se llevó las manos a las orejas. No se acordaba que no tenía las prótesis auditivas. No podía escuchar nada del otro lado de la puerta.

¿Dónde estaría Er? Qué le habría pasado. Era culpa de ella. Otra culpa más que debía arrastrar como la muerte de Manuel.

Se vio entrando al café donde se reunía con Manuel y Ersatz, un día de invierno. El sol bañaba la mesa donde la esperaban sus dos amigos. Extrañaba eso. ¿Por qué siempre buscar algo nuevo, algo más?

Siempre insatisfecha. Armando líos. Por eso la había abandonado su madre. Lejos de la loca, la rara, la problemática. La que una vez se chifló en un cumpleaños de su hermanito y revoleó el ventilador. La que no aguantaba los berrinches de la criatura.

El sollozo que salía de su pecho se convirtió en un llanto. No debía hacer mucho esfuerzo para recordar que si no dejaba de llorar estaría en problemas. A veces no podía parar.

Las imágenes aparecían y golpeaban en su retina, aunque apretara los párpados. Su madre poniéndose linda para salir y ella sentada en el sillón al lado de su hermano menor. La noche de pantalla con dibujos y hastío.

Saber que su padre estaba enterrado, no muy lejos. Esa palabra horrible, melanoma.

La fotografía de su padre con dos trofeos, las truchas que había pescado en el sur.

Se vio antes, mirando un partido de fútbol y su madre señalando que el de cámara con teleobjetivo era su padre. Se vio después, su madre prohibiéndole que tomara sol en un balcón. ¿Querés terminar como tu padre?

Se vio saliendo a la calle para no volver más de la casa de uno de sus exnovios, el que solía controlarle todos los movimientos, al que ella había enamorado primero porque él no quería saber nada. Nunca había sentido culpa de dejar a ese tipo rayado. Pero ahora sí.

¿Para qué lo había seducido? Sabía que no escuchaba, como ella. Que había tenido encima de padre a un policía intransigente que lo reprendía por todo.

Sabía que ese exnovio había sentido amor por primera vez en la vida cuando ella lo abrazaba por las noches o le contaba historias por debajo de las sábanas como si fuera un niño. Ella había creado toda esa belleza para quitársela en cuanto él la amara de verdad. Y se había ido con la frente alta.

Y después el mundo se había ablandado, las cosas habían cambiado, había amigas que le hablaban de responsabilidad emocional.

Responsable ya había sido cuando tenía que cuidar a su hermano, hacerle la comida, llevarlo al baño, mientras su madre se divertía con los amigos de su padre y después volvía medio borracha.

Se vio tirándose un día de semana en el suelo del sótano de un edificio. Estirándose. Transpirando. Saludando a la luna, al sol, bajando la cabeza entre las dos palmas abiertas, como entregándolo todo, para que el universo, Dios o lo que hubiera la perdonara, para que pudiera olvidar, para que el kundalini se despertara de una buena vez.

Se vio escuchando a gente que decía que ella había quedado sorda por no superar la muerte de su padre. Bajando la cabeza también ante esas palabras.

Se vio sola en una habitación de un edificio, pensando en caminar lentamente hacia el balcón para dejarse caer para siempre. En una mano tenía la carta documento que le había enviado su madre para sacarla de su propiedad.

Se vio peleando con abogados, esperando dos horas en un sillón hasta que la atendieran, como si los exámenes nunca terminaran. Pero tenían que terminar.

Debía respirar hondo. Abombar la panza al aspirar, distenderla al exhalar. Así se fue tranquilizando, con la frente en el piso y las manos cerca de la puerta cerrada.

Buscó su imagen, la imagen a la que siempre iba y que era sagrada y que la había descubierto meditando muchos años. Era una montaña escarchada en la cima. Flotando, subió hasta que pudo ver la nieve de cerca.

Y entonces pudo volver, bajar lentamente hasta ver el valle verde y luego el pie de la montaña, y dejar que otras imágenes llegaran y pasaran.

Leía en su dormitorio con toda la tarde solitaria por delante, creyéndose que era distinta porque tenía dos aparatos en el oído. Era diferente ella como las heroínas de medias raídas que dibujaba. No tenía ningún poder, el único poder era que los otros eran iguales y ella no.

¿Por qué era que su madre le alejaba y le acercaba el palito de helado cuando era chica? ¿Para qué la hacía sufrir así?

Que se fueran todos al carajo. Su madre. Su padre que había abandonado el tratamiento médico, y nunca pensó que estaba crucificando a una familia. Sus tíos paternos desaparecieron, incluso le pidieron dinero a su madre.

Su hermano que ahora era un abogado exitoso en Misiones y que se había aferrado de sus hombros mientras ella se miraba en el espejo en el baño y pensaba qué era lo que le gustaba hacer en el mundo para no terminar como su madre en los coches de cualquiera y aceptar incluso que le pagaran el alquiler unos tipos que desaparecían en cuanto ella, Silvina, había empezado a respetarlos.

Su madre había dado con ese viejo degenerado con dinero. El viejo hasta le gustaba llevarla en su coche al colegio para mirar al saludarla por la ventanilla las polleras de las otras chicas.

Había tenido que construirse una identidad, ella sola, para luchar mejor, para sobrevivir, para aguantar que le dijeran que hablaba mal en la adolescencia, donde formaba parte del grupo de chicas con olor a sangre y transpiración porque sabían que estaban tan afuera de todo que no se bañaban todos los días como las otras, las lindas, las fulgurantes, las de pelo rubio brillante, las de risas fáciles, las que salían con los mecánicos tatuados, las que salían con los que tenían merca.

Y no le gustaban en esa época los tímidos, los que eran como ella, pero no lo eran, porque ella no era tímida, era extrovertida, no era antisocial, le gustaba estar con gente, pero los sonidos no le llegaban a sus oídos como debía y en cuanto el ruido de la habitación se hacía insoportable, que era el momento donde todos se divertían, ella tenía que salir, alejarse, encerrarse en el baño, o bajar las escaleras oscuras de ese colegio ilustre al que la habían mandado a sufrir porque su madre pensaba que era más inteligente de lo que era y encima había querido que se integrara, que a pesar de que hablaba mal, fuera, vaya la redundancia, oralizada por profesores gritones y maestras solteronas y mandonas, a las que les gustaba mostrar el culo a sus alumnos y pensaban después en cómo se debían masturbar en la casa pensando en ellas, como le había contado una vez una amiga maestra que tenía, a la que hacía años no soportaba escucharla más.

Y el remanso de empezar a frecuentar a otras personas que tenían dobles dificultades como ella, que no eran visiblemente sordas, que no eran claramente sordas, que habían tenido que levantarse solas para encontrar su propia verdad en un mundo que les decía que no siempre.

Intentar hacer algo era el problema, como cuando en la casa de su abuela intentaba cambiar un mueble de lugar y la mujer le hacía un escándalo.

No, no debías intentar hacer algo cuando descubrías que los que te rodeaban tan solo por respirar te iban a señalar y mandar a encerrarte al cuarto a estudiar.

Apareció ante ella el pie de la montaña otra vez. Alguien, una mujer joven a la que no podía ver del todo, estaba jugando con un perro lanudo.  Tenía que hacer algo, pegar un grito para que la ayudara.  Intentó hacerlo, pero era tarde. La mujer ya no estaba. Abrió los ojos.

Tenía que lanzarse contra la puerta para ver si podía escapar del colegio donde la habían encerrado esos patrioteros.

Se abrió la puerta de golpe y dio contra la pared.

Por suerte, las imágenes la habían llevado a sentarse en el escritorio en el que la habían dejado sus secuestradores. La médica entró, seguida de Lungo.

Cerró los ojos y vio la cima de la montaña, su montaña, esta vez bañada por el sol. Fue apretando cada uno de los músculos de su cuerpo, empezando por sus pies. Dejó caer la cabeza hacia adelante mientras sentía que los dientes chasqueaban dentro de su mandíbula.

—¿Qué le pasa a la nena ahora? ¿Mejor? ¿Enojada?

Evelyn la tomó del mentón para levantarle la cabeza. No lo logró. Intentó haciendo palanca con su codo y resopló cuando vio que no podía.

Silvina empezó a levantar su cabeza. Puso los ojos en blanco, como si estuviera en trance.

—¿Preocupada por tu noviecito? Ya va a aparecer.

Atrás estaba el tipo rechoncho, apoyado en el marco de la puerta como si no aguantara su propio peso.

—Dios mío, esta chica parece poseída —dijo.

Silvina empezó a gruñir, logró imitar ese gemido que quería escapar de la garganta de Gema cada vez que debía alimentarse.

—Está mal del pechito —dijo Evelyn, río y se tapó la boca. Cuando se la destapó ya estaba seria—. A ver si me la pueden curar, Osval.

—Mirá que Algodoncito no es como Evelyn, eh… Tiene otros métodos —dijo Osval.

Lungo estiró el costado de la boca derecho y el izquierdo cayó hacia la prominente nuez de la garganta. No le salían bien las sonrisas maléficas, se dijo Silvina.

A continuación, Lungo la empujó. Ella se bajó del escritorio para seguirlo. Los otros ya habían salido al pasillo gris.

por Adrián Gastón Fares

PD.

Novedades.

Seré nada sigue, ya lo saben. Ya falta poco o por lo menos falta mucho menos.

Hoy además del capítulo 34 de mi nueva novela les comparto la nota que me hicieron ayer en la Radio 1110 por el tema de cine y mi película fantástica, de terror y drama, llamada Gualicho. Pueden difundirla ya que el objetivo es que los que deben tomar decisiones en el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales Argentino, el INCAA (su presidente y vicepresidente para ser preciso) intercedan y arreglen lo que me ha ocurrido con el premio. Y pronto pueda reanudar el rodaje de mi película.

Por otro lado, creo que sirve para entender también un poco la dinámica del cine institucional en Argentina y evitar problemas o saber cómo enfrentarlos. Lo clave es que los directores y los guionistas no tenemos presencia en el Instituto de Cine.

Por eso tuve que dar tantas vueltas para que me dejaran ver el expediente de mi propio proyecto. Esto último debe sí o sí cambiar. O no habrá nuevos directores de cine, no habrá nuevos guionistas.

En Argentina los que desarrollamos un proyecto lo hacemos sin dinero y lo hacemos desde cero, invirtiendo horas y horas y trabajando desde la A la Z. El destino de un director de cine no puede depender de un sólo productor. El destino de un proyecto no puede depender de una sola persona, tampoco.

Fin del tema.

Ya se viene el capítulo 35 de Seré nada. A. G. F.

Seré nada. Capítulo 33. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 33. Audio narración.

33.

La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.

Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.

Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.

¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?

 ¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?

 ¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.

No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.

Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.

Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…

Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.

Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.

Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.

¡Ramoncito!

Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.

Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.

Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.

¿Qué querés?

No supo si lo dijo para afuera o para adentro.

Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.

Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.

SACAME.

Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.

A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.

¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?

¿Por qué?

A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambia, vos tenés que cambiar, este país es así.

¿Por qué?

Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.

¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?

¿Por qué tenía tanta bronca ahora?

¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?

Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escucha. Por las cosas que hay que escuchar.

¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?

A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.

Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?

Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.

Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.

El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.

El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.

Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.

Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.

Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.

La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.

Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…

Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.

Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.

Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.

No había nadie que enfrentar. Se habían ido.

Tenía que encontrar a Silvina.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares