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VORACES. Novela. 17.

Estaban un poco excitados y sudados de tanto romper computadoras. Hacerlo les daba un placer particular, como si se estuvieran desquitando de haber escuchado la misma historia, o como si fueran chicos que revolean un libro aburrido porque no lo quieren leer más. Pronto, todos los caminantes estaban con los ojos clavados en el suelo y detenidos. La única que seguía yendo y viniendo era la chica de pelo largo lacio negro.

—¿Y ahora qué hacemos?— preguntó Gastón.

—¿Sacarla de acá?

Vanina caminó hasta la chica mientras Gastón se quedaba con una mano apoyada en el escritorio observando la pantalla de la computadora. Vanina estiró la mano y tomó la de la chica y en ese momento Gastón vio cómo las letras del texto que estaban en la pantalla giraban. Iban escribiendo Resulta que en una noche lluviosa.

Vanina ya venía trayendo a la chica de pelo lacio de la mano cuando escuchó que la voz en vez de repetir la historia de los leñadores contó desde el principio la del pintor y la chica de vestido blanco. Se dio vuelta, miró mal a la chica, y la empujó. La chica cayó al piso y se quedó ahí contando la historia ovillada con la mejilla pegada al suelo.

—Bueno —dijo Gastón—, ahora no podemos hacer nada más. Ni sabemos qué estamos haciendo. ¿Vos creías que esto iba a hacer que el vagabundo deje de escribir siempre lo mismo?

—Y lógica tiene— dijo Vanina.

—Hace rato que no veo ninguna lógica en las cosas que pasan —dijo Gastón.

—Es según como uno lo mire— le contestó Vanina y agregó: —pero, sí, no podemos hacer nada. No la podemos tocar a esta.

Miró hacia el suelo.

—Parece una programadora —dijo Gastón.

—Pobre gente.

—Pobre nosotros que tuvimos que hacer ese trabajo ingrato.

—Sí, pero estos zombis…

—Sí, parecen zombis.

Los dos se rieron. En ese momento las luces de todos los edificios de la zona se encendieron a la vez. De repente, el cielo más allá del gran ventanal parecía una mancha amarilla.

Cuando bajaron por la escalera y esperaban que se abriera el ascensor, Gastón recordó al robot de Maradona. No lo había visto al descender por las escaleras. Se dio vuelta y la pelota terminó de rodar hacia él y se quedó quieta en su pie. Gastón buscó al androide con la vista pero no estaba por ningún lado. Pensó en si lo habrían afectado al tocar las computadoras y en si ahora andaría por otras plantas de ese edificio.

En la calle no había un alma y las luces de los edificios se habían vuelto a apagar.

—Volvamos a mi casa— dijo y lo besó.

Gastón la abrazó. Vanina lo tomó de la mano y Gastón la siguió. Volvieron a la casa y fueron directo al dormitorio bajo la mirada desatenta de la Y-700b. En un momento mientras estaban desnudos Gastón miró a la Y-700b y le dijo a Vanina que le molestaba que estuviera mirando. Vanina apretó la boca, se incorporó y le tiró una sábana en la cabeza a la Y. Amaneció. Vanina dijo que iba a preparar un café con leche.

—No se puede vivir a café con leche —dijo Gastón.

—Demasiado que te alimento —contestó Vanina con una sonrisa.

Gastón estaba tomando el café y recordó a su perra y que su casa había quedado sola.

—Tengo que volver. No puedo dejar la casa sola.

—¿No suena peligroso?

—Y sí.

—Yo te acompaño.

—¿Te parece?

—Sí, solo no vas a ir ahí.

Gastón asintió lentamente con la cabeza y sonrió.

Esperaron al colectivo, los dos tenían los ojos enrojecidos por la noche anterior, tanto romper computadoras. El colectivo apareció, lo detuvieron y subieron. Había bastante gente, como el día anterior, pero esta vez parecían todos dormidos y cansados. Nadie miraba a nadie. Se agarraron de la arandela y el colectivo tomó 25 de Mayo. Ellos también se adormecieron mientras eran mecidos por el andar lento del vehículo. Vanina abrió un ojo y miró por las ventanas del colectivo. Había pasado ya por la cuadra en que tenía que doblar para llegar al garaje, o lo que quedaba pensó Vanina, de Riviera. Le dio un codazo a Gastón. Que abrió los ojos de golpe. Antes ya había escuchado ese rumor de motores a lo lejos. Pero esta vez no tan lejos. Vanina se acercó al colectivero y le preguntó adónde se dirigía. El hombre farfulló sin abrir la boca del todo.

—Hoy es el día de la Gran Carrera.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Novela. 16.

Los teclados de algunas notebooks eran rojos. De otras azules y esas luces eran las que, en conjunto, iluminaban la planta. No se veía a ninguna persona. Todos los asientos estaban vacíos. Las pantallas de las notebook tenían inscripciones en verde con un fondo negro. Debía haber unas treinta y cinco. Se acercaron a la del medio de la primera fila y leyeron lo que decía. Resulta que… Era la historia que repetían los X y la Y.

—¿Todas dirán lo mismo?— preguntó Gastón.

—Y, no sería raro… — dijo Vanina.

Empezaron a revisar una por una. Escucharon una especie de murmullo, como si alguien estuviera hablando en otra habitación. Salieron de una de las filas y se detuvieron, apoyándose en la pared y mirando hacia donde parecía crecer el murmullo. Era hacia los ventanales. La planta parecía formar una T que se ampliaba en dos pasillos cerca de los ventanales. 

Del pasillo izquierdo apareció una figura que caminaba con pasos destartalados en línea recta. Del pasillo derecho apareció otra que caminaba igual. Escucharon lo que decían. Repetían la historia de los androides. La pregunta que los asaltó era, ¿eran androides o programadores? Los androides no caminaban y si lo hicieran su anatomía no predecía tanta torpeza.

—Deben ser los programadores— dijo Gastón.

En ese momento apareció otra figura, una chica esta vez, caminando más rápido en línea recta desde la derecha. De la izquierda apareció otro varón caminando en línea recta a la misma velocidad que la chica. Como parecían inofensivos se acercaron con cuidado. Los caminantes tenían la vista clavada a lo lejos y repetían esa historia como si fuera un salmo. Cuando llegaron al final de la pared miraron hacia el fondo del pasillo de la derecha. Había como diez que caminaban en línea recta y luego volvían, sin llegar a cruzar el pasillo hacia donde habían arrancado. Giraban en redondo y, repitiendo la narración de Juan y Sara, iban y venían. Entre todos creaban una especie de murmullo sincronizado. Se pusieron en la fila, sin que pareciera notarlo ninguno de los caminantes, y fueron siguiéndolos al mismo paso hacia el pasillo izquierdo. Estaban por entrar a ese pasillo cuando se cruzó por el medio de ellos una mujer alta y de pelo lacio negro. El murmullo desentonaba con los otros. La siguieron para tratar de escuchar lo que decía.

Resulta que en un bosque vivía una pareja de leñadores. Eran ancianos que apenas ya tenían fuerza para hacer su trabajo. Y estaban solos y se lamentaban el no haber podido tener una hija. Un día la mujer le dijo al hombre que juntos talarían el último árbol. Así que fueron con sendas hachas y cada uno dio un golpe a una encina vieja hasta que el árbol se vino abajo. En el hueco del árbol encontraron una caja y adentro de la caja un tocadiscos con un elepé girando. El leñador anciano empujó la aguja y escucharon enseguida el murmullo que las hojas hacían cuando el viento pasaba por ese árbol. Ellos podían distinguir el sonido de cada árbol. Se les cayó a cada uno una lágrima y mientras miraban como giraba el elepé negro, vieron que empezaba a girar todo a su alrededor. De repente, de entre una mata de arbustos salió una niña. Vestía muy distinto a los leñadores, con ropas ajustadas y que brillaban y que ellos no sabían describir. Pero estaba perdida. Y lo leñadores la llevaron a su casa y la hicieron su hija. Así Juan y Sara fueron felices.

Cuando terminó de contar el cuento la chica que iba caminando, ya la habían seguido durante dos vueltas por el pasillo. Mientras no dejaban de seguirla, uno a cada lado, Vanina dijo:

—Esta historia termina mucho mejor que la otra.

—Sí, es más alegre— contestó Gastón.

—Y más original…

—Algo así…

Los demás seguían contando la historia de los androides. Como eran más, había que aguzar mucho el oído, o ponerse a la par, para escuchar la historia que contaba la chica de pelo largo lacio.

Vanina señaló hacia las notebooks anticuadas.

—Parece como que son transmisores las compus esas y estos… la reciben. Son receptores. Alguna debe estar transmitiendo la historia de los leñadores.

Gastón se la quedó mirando.

—¿Y?

—No sería bueno hacer algo para que no repitan más esa historia los demás. Digo la historia de la que estamos hartos.

—Pero no sabemos si son androides. Es más, están como en un trance.

Gastón se ubicó delante de uno que se detuvo, dio dos pasos hacia un costado, reanudó la historia y siguió caminando en línea recta.

—No los podemos tocar. No sabemos qué son.

—Pero sí podemos tocar las computadoras.

Los dos asintieron con la cabeza. Caminaron hasta la primera notebook de la fila que estaba detrás de ellos y se volvieron a mirar. Gastón repasó las manos por el teclado mientras Vanina hacía lo mismo con la siguiente. El texto, que en esas dos era el de la mayoría de las notebook, la consabida historia del cementerio, no cambiaba.

—¿No será mejor que encontremos la que tiene el texto de los leñadores?

—Es más rápido ir desechando las que no son. Ya lo vamos a encontrar— dijo Vanina mientras arrojaba la notebook contra la pared.

Al hacerlo uno de los caminantes se detuvo. Gastón tomó otra y la arrojó. Una caminante giró en redondo y se detuvo, mirando hacia ellos, bajó los hombros y se quedó mirando el suelo. Siguieron así, iban chequeando el texto y arrojaban las notebooks para un lado y el otro, estrellándolas contra las paredes y el piso del lugar. Más o menos en la fila cinco, encontraron en la mitad la computadora que tenía el texto de los leñadores. La saltearon y siguieron destruyendo todas las demás. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. NOVELA. 15.

Entre los dos ubicaron a la Y-700b acostada a lo largo del sofá. Vanina levantó sus piernas y fue poniéndole el vestido blanco. Una vez que hubo terminado le pidió ayuda a Gastón para sentar a la Y-700b en la silla que estaba frente a la ventana al lado de la puerta principal.

Una vez que la Y quedó exactamente igual a cómo estaba sentada en el contenedor pero con el vestido blanco, los dos se alejaron un poco y la observaron. Parecía que había recuperado su altiva serenidad. Y Vanina, notó Gastón cuando la miró, su ira. Chasqueó los dedos. La Y-700b dijo:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco.

Vanina chasqueó una vez los dedos y preguntó:

—¿Lugar de ensamblaje?

Por un momento, la Y siguió de perfil, y Vanina estaba por probar otra pregunta cuando el maxilar inferior del androide descendió suavemente. Una voz cavernosa dijo:

—Fier 3550. Piso 132.

Gastón repitió mentalmente el número.

—Es acá cerca, a unas cuadras —dijo Vanina con alivio.

—Nunca me imaginé— dijo Gastón rascándose la barba—, que Riviera podría estar en el centro de Lanús.

—Algo de eso yo había escuchado —dijo Vanina.

—Dadas las circunstancias, ¿no te parece un poco peligroso ir ahí? ¿Qué les vamos a decir?

—No hay ninguna ética en lo que hicieron. Está mal, hay que hacer algo —dijo, no muy firmemente, Vanina.

Gastón miró hacia otro lado y luego contestó:

—La verdad que sí, eso de andar robando canciones de los demás. Y enviarnos unidades dañadas para experimentar con nosotros, ¿no? Está mal…

—Sí —dijo Vanina, mientras miraba con lástima a la Y recién vestida.

—Esa voz horrible que sonó recién, será la del… ¿programador?

—No tengo idea. Habrá sido sepulturero o algo así antes si anda cargando esas historias en androides. Un pelotudo importante.

—Y es como desperdiciar el avance tecnológico pero quizá pensó que esa historia sería reformulada rápidamente.

—Debió probarlos bien antes. Mi novio, digo ex novio, pudo haberme dejado por las consecuencias psicológicas de tener que escuchar la misma historia todos los días. ¿No es aberrante?

—La verdad que sí. Yo venía bien, esperaba una máquina que había pedido por Ebay y me tenía preocupado eso, pero desde que llegaron los androides mi tristeza fue en aumento… Además, hay cosas raras, que ya no creo que sean casualidades y me preocupan, por ejemplo: mi vecino desapareció. El día anterior hizo un fuego enorme. No lo volví a ver más.

—Tengo hambre.

—Yo también. Un café con leche estaría bien.

Luego de tomar esas bebidas acompañadas de unas tostadas de arroz y mermelada orgánica de mora, salieron a la calle. Las luces del alumbrado público estaban prendidas, pero los carteles de los negocios de la planta baja de los edificios estaban apagados. Mirando más allá de los cables de alta tensión todas las ventanas de los edificios estaban oscuras. Gastón salió caminando para el lugar donde el colectivo los había dejado pero Vanina le indicó que era para el otro lado. Caminaron dos cuadras por esa calle de edificios altos y oscuros y Vanina dobló en Fier. De vez en cuando pasaban coches a lenta velocidad. Los miraban con añoranza como si fueran pequeños hogares móviles, donde podrían estar festejando cumpleaños, despidiendo las cenizas de algún antepasado antes de dejarlas volar por las ventanas de los techos, concibiendo otras personas, estudiando. Toda la vida que no veían afuera estaba contenida en esos pedazos de metal rodantes. El cielo era una franja angosta y negra. Los edificios eran más altos en Fier.

Gastón se iba fijando la altura hasta que Vanina se adelantó dando unos saltitos y luego subió los tres escalones que daban a la recepción del edificio. Gastón se acercó y con los hombros juntos leyeron la placa con los números de los apartamentos. Buscaron el 132 y Vanina pulsó el timbre. La recepción del edificio estaba en penumbras, era alumbrada solo por un velador rectangular que emitía un leve resplandor cremoso. Resonó una voz metálica, monótona, a través de los altavoces.

—¿Quién es?

Los dos contestaron, torpemente, casi al unísono como los androides que cuidaban:

—Vanina y Gastón.

Se escuchó una especie de zumbido y la puerta se abrió. Caminaron hasta el ascensor, que estaba con la puerta abierta. Era iluminado por el panel que contenía los números de los pisos. Los bordes de cada pulsador con los números tenían un resplandor azul frío. Gastón tocó el 132. La puerta del ascensor se cerró. Las luces se apagaron. Apenas llegaron a sentir el mareo de la subida cuando se volvió a abrir. Lo que tenían delante era una especie de loft vacío con grandes ventanales por los que entraba la luz verdosa de un cartel publicitario de un edificio de enfrente. Cerca de uno de los ventanales había una figura que se recortaba. Desde lejos, por la luz verdosa, parecía un actor que estuvieran filmando con fondo verde. Los bordes de esa figura humana se desprendían del fondo por esa luz, dando la sensación de que era un cartel. Pero tenía volumen. Y estaba repicando una pelota. Haciendo jueguito. El pelo era enrulado. Se fueron acercando, mientras Gastón sentía que algo le tiraba del estómago y su cabeza se llenaba de sangre. Se detuvo enfrente del robot y lo miró.

—¿Es un poco triste, no?— le dijo a Vanina.

—¿Es Maradona?— preguntó ella.

—Sí, es el Diego.

El androide iba a repicar eternamente esa pelota. Estaba vestido con la camiseta de Boca, amarilla y azul y tenía el pantalón corto negro, lo que les decía que nuestros antepasados programadores debían ser de ese equipo.

Estuvieron mirando el perfil de esa figura. Arriba de los ventanales, hacia la derecha de la figura, estaba escrito en letras doradas y metálicas, Impresoras Riviera. El rostro de la réplica de Maradona apuntaba hacia unas escaleras que parecían dar a un piso superior. Caminaron en línea recta y las subieron, tocando los pasamanos porque la iluminación rojiza recién comenzaba a iluminar la escalera en los últimos escalones. Dieron con una amplia planta, parecida a la anterior, pero repleta de filas con notebooks anticuadas. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 14.

Cuando, desnudos, se destrenzaron, los dos se quedaron mirando el cielo raso como si no comprendieran bien qué había ocurrido. Ella había olvidado lo que habían ido a hacer a su casa. Y él había olvidado por qué la había acompañado. Se sentían resguardados de lo que fuera que estuviera ocurriendo afuera. De repente, la radio ubicada en la sala de estar de la casa comenzó a sonar sola. Se escuchó a un locutor:

Y ahora, pasemos a una canción que está subiendo en los rankings de nuestros oyentes.

A Gastón no le costó reconocer los acordes. Más le costó comprender qué voz era la que repetía las letras de la canción que él había compuesto y que le había cantado a las cuatro réplicas. Se levantó de un salto de la cama y caminó hasta la sala de estar.

Se quedó escuchando la canción. No lo pudo tolerar y tocó el dial para cambiar de frecuencia. Pasó por varios locutores hasta que dio con otra canción. Suspiró de alivió. Hasta que se dio cuenta que era una versión electrónica de la canción que había compuesto él. Con la misma letra.

—Es muy linda. ¿De qué banda es?

Miró a Vanina.

—Es la canción que te dije que toqué yo. A los androides.

—¿Pero de dónde la sacaste?

—La compuse yo.

—Ah, es muy linda, Gastón.

—Gracias.

—¿Cuánto hace que la pasan en la radio?

—Nunca la grabé ni nada, Vanina. No soy músico. Esto no puede ser. Todo esto no puede ser.

La sonrisa de Vanina se desarmó. Miró hacia la puerta trasera que habían dejado abierta. Y luego hacia el suelo, dándole el perfil a Gastón.

—Hay que sacarla de ahí.

Vanina sostuvo las manos y Gastón los pies de la Y-700b que se combó hacia abajo cuando la levantaron. Mientras la llevaban, viendo el peso (debía pesar la mitad que una persona, pero así y todo pesaba) Gastón preguntó:

—Me querés decir cómo la trajiste hasta acá, ¿sola? ¿En colectivo?

Vanina negó con la cabeza.

Le contó que, después de que su ex novio la dejara, fue a visitarlas y no pudo aguantar ver a la Y-700 que quedó completa, con esa serenidad y arrogancia en el semblante. La arrastró de un brazo, la bajó de la escalerilla del contenedor y de ahí hasta la puerta de la calle. No pensó en las microcámaras ni en otra cosa. Abrió la puerta y pensaba en seguir arrastrándola así por el medio de la calle. Un auto se detuvo y bajó una mujer con el pelo rapado a los costados y una musculosa. Era grandota. Le preguntó si necesitaba ayuda y la misma mujer metió a la Y-700 en el baúl del coche y cerró el baúl. Vanina pensó que habían comprendido la situación en Riviera y que habían mandado alguien a ayudarla. Pero la mujer había dicho:

—A tu casa, ¿no? A nadie le gusta tener un maniquí parecido a uno mismo.

—¿Maniquí?— repitió Vanina.

La mujer la miró con comprensión y asintió.

Vanina sintió más ira porque no eran empleados de Riviera, si no una mujer de las que rondaban con los coches por esas cuadras.

—A mi casa, sí.

Cuando llegó la arrastró ella misma por el camino de entrada y una vez que la Y-700b estuvo dentro de la casa, fue peor. No aguantaba verla ahí. Tenía la expresión que ella había tenido tantas veces cuando se sentaba en el sofá con su novio. Esa tranquilidad. Era intolerable. Entonces vio al cofre y supo lo que tenía que hacer.

—Pero ahora me siento muy culpable —concluyó Vanina. —Yo estoy bien y ella…

Caminó hasta el dormitorio, entró, Gastón escuchó que un armario se abría y un roce de telas. Vanina volvió con una sonrisa triste. En sus manos descansaba un vestido blanco.

—El repartidor dijo que era para mí. Pensé que era un regalo de los de Riviera

.—Te entiendo— dijo Gastón.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 13.

Vanina estaba esperando en la parada de colectivo de la esquina que no tenía ninguna señal. Apenas llegó Gastón apareció el colectivo, que venía bastante lleno. Arrancó por 25 de Mayo hacia el centro de Lanús. Se agarraron de las arandelas que colgaban del techo, Vanina mucho más seria y preocupada que Gastón, al que no dejaba de parecerle una especie de excursión lo que estaban haciendo. Estaba cansado de pasarla con los androides o en esa casa todo el tiempo. Nunca tenía motivos para tomar un colectivo así que le parecía extraño volver a estar encima de uno. Vanina tenía el ceño fruncido. Debía estar pensando en su ex novio, pensó Gastón. Él miraba para todos lados. Le llamaba bastante la atención cómo había cambiado la zona céntrica de Lanús. Había edificios altos por todos lados, mezclados con fábricas y negocios antiguos. Las calles estaban bastante deshechas por lo que el colectivo cada tanto daba una sacudida y varias veces se rozaron los hombros los dos. Bajaron y Vanina ya tenía las llaves en la mano. Pasaron por delante de dos edificios que tenían pantallas planas con vigiladores. Las miradas de los vigiladores los siguieron.

La casa donde vivía Vanina era una antigua, con un jardín delantero dividido por un sendero que tenía plantas suculentas de un lado y del otro hortensias azules. Ella abrió la puerta y Gastón la siguió por una sala de estar amplia iluminada por la luz amarillenta que entraba por la ventana que daba al jardín. En ese trayecto el sol terminó de ocultarse en el horizonte y las luces del jardín se encendieron. Gastón se quedó pensando en qué lugar del jardín habría enterrado Vanina a la Y-700. Luego se distrajo constatando lo encajonado que estaba ese jardín entre tantos edificios altos. Lo extraño era que las luces de los balcones y las ventanas estaban todas apagadas. Vanina volvió con una pala que sacó de un cuarto y lo guió hasta debajo de la copa de un pino enano. A pesar de las sombras que generaba el pino, Gastón distinguió que la tierra estaba removida. Vanina lo apartó y clavó la pala. Gastón le tocó el hombro y le hizo una seña de que él se encargaba. Se sintió extraño al clavar la pala en la tierra. Como si fuera cómplice de un crimen que jamás había cometido. Pensó que la habría enterrado en la superficie pero el montón de tierra fue creciendo y Gastón sudando cada vez más. Al final, la punta de la pala chocó contra una madera. Gastón miró a Vanina con aprensión esperando un permiso para continuar, como si lo que estuviera enterrado ahí fuera alguna mascota muy querida. La mirada al borde del llanto de Vanina sugería que para ella era eso o incluso algo más. Gastón se arrodilló y con las manos encontró una soga que sobresalía de la tapa.

—¿Qué es esto?— preguntó.

—Un cofre que antes usaba de banco.

Gastón asintió y levantó la tapa. Del cofre, contrario a lo esperable, salió un aire fresco, casi helado. Gastón se incorporó y dejó que Vanina se adelantara, como si fuera a reconocer lo que estaba en la caja. Vio que los hombros de Vanina descendían, se mecía un poco como si se fuera a desmayar y luego se llevaba las manos a la cara. Se volteó y con lágrimas en los ojos le dijo:

—No sé cómo pude hacer esto. Tan abandonada. Encerrada ahí. Parece tan triste.

Gastón se acercó a observar lo que había adentro del cofre. La Y-700b estaba en las mismas condiciones en que la había visto por última vez. Sin embargo, por las sombras del follaje del pino que caían sobre su rostro, daba la impresión de que tuviera la boca apretada y que esa semi sonrisa que tenían se había diluido. Sin embargo, la Y-700b para él no parecía triste. Si uno no miraba la boca, el resto del semblante, con los ojos abiertos y las pecas, daba la misma impresión de altiva serenidad de antes. Así y todo a Gastón le pareció que debía abrazar a Vanina. Lo hizo. Vanina le apoyó la cabeza en los hombros y lloriqueó. Luego, rebuscó con su boca la de Gastón. Comenzó a besarlo y Gastón la abrazó más. Ella bajó sus manos, la metió por debajo de su cinturón y siguieron besándose. Tomó las manos de Gastón y lo guio hacia la puerta trasera de la casa. La Y-700b quedó en el cofre, la luz de la luna hacía brillar sus ojos claros. Vanina se arrojó encima de él en la cama. Se siguieron besando mientras se iban quitando las ropas.

por Adrián Gastón Fares.

Voraces. Nueva novela. 12.

Vanina se lo quedó mirando sin contestar, se dio vuelta, como agotada.

—Esperá, dijo Gastón, vos querés decir que de alguna manera le hicieron escribir eso al vagabundo. O que los de Riviera lo ubicaron en ese lugar y le dieron esa hoja y vos se la pediste y decía eso—. Gastón señaló el papel.

Vanina hizo un bollo con el papel y lo arrojó a un costado.

—No es esto solo. ¡Te quería mostrar esto para que veas las cosas!

—¿Qué cosas?

Vanina se largó a llorar. Gastón no sabía qué hacer. Luego se calmó y dijo:

—Yo estaba de novia antes de que empezara todo esto—. Gastón sintió algo contradictorio. Por un lado un rayo de esperanza y por otro el embarazo de no saber qué contestar.

—¿Y te dejó? Pero esas cosas pasan…

—No fue el tema que me dejó, sino cómo lo hizo. Estaba todo bien, nunca peleábamos ni nada, y de repente de un día para el otro se convirtió en otra persona.

—¿Cómo que en otra persona?

—Sí, me llevó a cenar y, fríamente, sin poder articular otras palabras, me dijo que: Debía dejarme.

—Fue una manera de decir. Seguramente conoció a otra chica—. Gastón se dio cuenta de que había metido la pata.

Vanina lo miró con odio.

—Es imposible.

—¿Y qué es posible para vos entonces?

—Desde que llegaron estos mamotretos todo cambió, ¿no te das cuenta?

—Pero nos eligieron para eso, los de Riviera, es algo importante, ¿no te pareció?

—¿Riviera? La busqué por todos lados pero no hay información de contacto.

En ese momento se escuchó un gran estruendo. El contenedor vibró. Gastón y Vanina hicieron silencio. Volvió a repetirse el estruendo. Esta vez empezó a entrar polvo por las rendijas del ventilador. Se empezaron a ahogar. Tuvieron que salir del contenedor. Afuera había un gran agujero en una de las paredes del garaje. Parte del cemento del cielo raso se desprendió y cayó cerca de Gastón y Vanina. Caminaron rápido hacia la puerta y al darse vuelta vieron que la bola de demolición volvía a atacar al garaje. La pared seguía desmoronándose. Una nube de polvo avanzó hacia ellos cuando lograron abrir la puerta y salir al exterior. Lo primero que vieron afuera fue a la cara sonriente de la vendedora de copos de algodón, luego escucharon por arriba del estruendo que volvía a generar la grúa de demolición al golpear las paredes del garaje, dos bocinazos que daba la mujer mientras los seguía mirando sonriendo y pedaleaba en zig zag por la calle. Miraron hacia los costados y vieron a muchos albañiles. Habían ubicado andamios en toda la cuadra. Estaban tapando los garajes con ladrillos. Caminaron hasta la esquina y al doblar vieron a la topadora que estaba derrumbando el techo del garaje. Uno de los vecinos de esa cuadra se metía con una mochila en el coche y se unía a la fila de vehículos que avanzaban hacia la avenida. Volvieron al garaje. Gastón le preguntó a uno de los albañiles.

—¿Qué están haciendo?

—Estamos construyendo— le contestó con una sonrisa.

—¿Qué cosa?

Lo siguió mirando con la sonrisa. Le dio vuelta la cara y siguió mirando al compañero que ubicaba los ladrillos. Hacia el final de la cuadra la nueva pared levantada, de bloques de cemento, ya tenía una altura que superaba la de la casa de Gastón, que era de dos pisos. Vanina miró hacia el vagabundo y caminó hacia él. Gastón la siguió. El hombre seguía con la cabeza baja escribiendo en el centro de un círculo de botellas tiradas, diarios retorcidos y mantas. Gastón le preguntó si podía ver qué estaba escribiendo. El hombre le devolvió una mirada perdida y no pareció entenderlo. Vanina le quitó de la mano el cuaderno y pasó las páginas. Gastón adelantó la cabeza para mirar. Las primeras hojas repetían una y otra vez el cuento contado por los androides. Vanina dejó de pasar las hojas cuando encontró palabras diferentes. Decía:

Y de Ilión los destinos viven quietos

Tu verás renacer su alzado muro

Y espera mi palacio al rey guerrero

Y jamás esta ley será violada

Mas en tu corazón triste despecho

Arde cruel y quiero revelarte

Que vencerá tu hijo muchos pueblos

Y en tres inviernos aniquile al Rútulo

Y Ascanio más feliz que a Julio hicieron…

Seguían otros versos que los dos reconocieron como diferentes partes de poemas épicos. Debo aclarar que el que reproduzco en mi narración es de La Eneida, de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por D. Graciliano Afonso. Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, 1853. No podían darle mucha importancia a las fuentes en ese momento ni Gastón ni Vanina ya que se les acercó un vecino que andaba con la camisa abierta y el abultado estómago escapando de un apretado cinturón.

—¿Qué es lo que están haciendo en esa cuadra? Por Dios… — les preguntó.

Iban a responderle cuando se detuvo uno de los vehículos que rondaban por la cuadra, bajó la persiana y una joven pelirroja miró al vecino y lo llamó. El hombre miró a la chica. Y se dirigió hacia el coche. La puerta trasera se abrió y el hombre los saludó, ya con una sonrisa desde la ventanilla, mientras el coche arrancaba.

—La verdad que tenías razón que esto es preocupante— le dijo Gastón a Vanina. Gastón no podía pensar muy claramente porque le parecía que le estaba hablando a las réplicas de ella, lo que era algo absurdo. Todavía no se había amoldado a la realidad de que era la original de carne y hueso la que estaba delante de él y no un robot lleno de fibras azules y rosadas y piel sintética.

—¿Preocupante? —dijo ella-. Tenemos que ir a hablar con los de Riviera.

—Pero si no sabemos donde queda.

—Los únicos que podían saber eran los androides. ¿Vos tenés auto?

—No y no sé manejar.

—Bueno entonces salvo que quieras caminar treinta cuadras vamos a tener que esperar al colectivo.

—¿Y cuál es la idea?

—Ir a mi casa y desenterrarla.

—Yo tengo una cabeza en mi casa, pero no la pude activar.

—No creo que funcionen las partes separadas del cuerpo. Pero en la bibliografía al respecto dicen que si se les pregunta dónde fueron construidos, contestan.

—Nunca coincide nada con la bibliografía.

—Y bueno, otra no queda.

—¿O sea que no era una metáfora eso de que enterraste a una de las tuyas?—. Vanina bajó la mirada.

—No. Cuando me dejó mi novio me tomé unos vinos y me pareció terrible que esa contestadora automática, si algo me pasara a mí, me reemplazara en el mundo.

—Ah, sí. Es entendible. Es muy molesto escuchar esa historia lúgubre tantas veces. Y encima que la cuenten con esa sonrisa, ¿no?

—Son insoportables.

Gastón se quedó pensando.

—Tengo un problema. Tengo una perra y se quedó adentro y con tanto lío en la cuadra me da miedo dejarla ahí.

—¿Y qué podés hacer?

Gastón bajó el cordón de la acera y desde la mitad de la calle vio que algunos albañiles estaban señalando su casa, parecían hacer mediciones e intercambiar información. Luego se escuchó otro estruendo de demolición. Desde la mitad de la calle Gastón vio que el resto del techo del garaje se venía abajo. 

Gastón miró hacia Vanina y le hizo una seña de que esperara. Empezó a andar rápido, saltó la zanja de la esquina, subió por la vereda inclinada de baldosas rotas del almacén y, antes de meterse en su casa, vio que la niña de los vecinos lo saludaba agitando las manos antes de meterse en el vehículo de los padres, que empezó a circular hacia el oeste, siguiendo una fila que parecía larga de coches. En su casa llamó a la perra pero no apareció. La buscó en las habitaciones y en el fondo y no la encontró. Se la habían llevado mientras estaba en el garaje, pensó. O se había escapado. Pero lo más probable era lo primero. Sintió una gran bronca contra Riviera porque que se hubieran llevado a la perra ya desbordaba lo que podía esperar de una empresa tan prometedora. Antes de salir miró con ganas a los barriles de cerveza. Qué bien le hubiera venido en ese momento poder tomarse un trago, pensó. Le pareció escuchar como un murmullo de motores a lo lejos.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 11.

No tenía paciencia ese día para esperar y concretar su visita por la tarde. Se había levantado temprano por el barullo que parecía provenir de la calle. Al cruzar divisó —perdón Gastón, este berretín no se nos ha ido— que en una de las esquinas estaban trabajando hombres con el torso al descubierto. Preparaban una mezcla de arena y cal y ubicaban ladrillos en lo que era un garaje. La vecina y el vecino de las casas linderas al garaje estaban dirigiendo a otros albañiles que entraban en sus casas y salían llevando baldosas rectangulares. Nadie reparó en Gastón, aunque él los saludó al pasar.

Ya en el contenedor, presionó la llave que prendía la luz principal. La luz parpadeó, bajó en intensidad y se apagó. Iba a fijarse si la bombilla se había quemado cuando pensó que esa variación era bienvenida. Un rayo de luz entraba por el ventilador que tampoco funcionaba y, al sentarse en el zafu, resaltó el perfil del X-700b y lo que quedaba del cuerpo del X-700a. Se preguntó si, a esa altura, tendría sentido hacerlos funcionar. Iba a chasquear los dedos cuando reparó en un cambio en el X-700b. Se levantó rápidamente y, con los brazos en la cintura, se quedó mirando a la cabeza de la réplica. Luego miró al suelo en búsqueda del miembro que le faltaba y lo encontró abandonado a sus pies. Se agachó y tomó la oreja con sus manos mientras empezaba a sentir que la sangre fluía hacia sus mejillas. Tomó la oreja de una de las puntas y la dejó oscilar sobre las fibras que salían del agujero que había quedado en la cabeza del X-700b. Las fibras se agitaban como tratando de conectarse con el miembro perdido. Luego se abrieron en abanico y cayeron vencidas por la falta de energía. Claramente él no había sido el que había atentado contra el X-700b. Se llevó las manos a sus orejas, como por instinto para corroborar que todavía estuviesen ahí. Le pareció que se estaban burlando de él y eso le dio más bronca. ¿Quién podía haberle hecho un chiste así más que la cuidadora las Y? Una cosa era que él decidiera qué hacer con sus réplicas y otra que lo hiciera otra persona. Le pareció algo fuera de lugar y se dijo para sí mismo que debía dejar una lección. Se guardó la oreja en los bolsillos y volteó el cuerpo para enfrentar a las Y. Se acercó a la Y-700b. Inclinó el cuerpo para observar la cara de la réplica. No había vuelto a ensuciarse. Parecía casi nueva. Le hizo recordar al primer día que las vio. Hizo una pinza con el dedo pulgar y el índice y, con la boca apretada, posó las manos en la oreja derecha de la Y-700b. Se disponía a tirar de la oreja cuando vio que la Y-700b parpadeaba. Luego se vio empujado hacia atrás. Cayó al suelo con sus dos piernas separadas. Vio como la Y-700b se ubicaba entre la separación y levantaba el brazo, amenazador. Gastón esperó lo peor. Pensó que esos brazos debían pesar lo suficiente como para aplastarlo. Entonces la Y-700b pegó un grito que reverberó por todo el contenedor. Gastón logró, mientras tanto, guarecerse en una de las esquinas del contenedor. Y desde ese lugar observó cómo la Y-700b pasaba del grito desesperado a una risa nerviosa. Luego, un sollozo. Gastón, apenado por la réplica, se levantó y se acercó para consolarla. Pensó que un despertar así tal vez fuera parecido a un nacimiento. Debía ir acompañado, más por lógica que por necesidad, de un llanto. Estiró la mano para ubicarla en el hombro de la espalda de la Y-700b y dijo:

—Bienvenida al mundo.

La Y-700b, sin darse vuelta, le respondió:

—¡Pelotudo!

Luego giró y lo encaró de lleno:

—¿Todavía pensás que esas chatarras pueden llorar o algo así?

Gastón sintió un ramalazo de adrenalina antes de tranquilizarse al comprender la situación. Era la cuidadora de las Y. ¿Cómo se había dejado engañar por un momento pensando que podría haber un cambio tan significativo en los androides? Señaló el asiento vacío.

—¿Y qué pasó con… ella?— le preguntó a la cuidadora de las Y.

—¿Con ella? ¿Vanina 2?

—¿Ese nombre le pusiste? A mí ni se me ocurrió renombrar a los míos.

—No, estúpido, Vanina me llamó yo.

—Ah, bueno, un gusto, Vanina. Pero, ¿qué pasó con ella? ¿Por qué hiciste esto?

Gastón sacó la oreja del bolsillo y abrió la palma de su mano.

—Eso porque se me cantó. Y ella. No está más acá, no ves, la reemplacé yo.

—¿Todos estos días eras vos? ¿Me escuchaste cantar y todo?— Las mejillas de Gastón se enrojecieron.

—¿Canción? Qué. ¿Les cantaste a estos muertos?— dijo Vanina señalando a lo que quedaba de los X, luego agregó—, ¿te parece que voy a quedarme acá escuchando siempre lo mismo?

—¿Cómo sabés que dicen lo mismo? ¿Los pudiste activar?

—No me interesa…

—Pará. Pero lo importante es qué hiciste con ella, eso te pregunté.

—Está enterrada. La enterré. ¿Qué está mal?

—¿Cómo no va a estar mal? ¿Te parece bien? No aportan mucho por ahora pero que yo sepa no hicieron ningún mal.

—¿Ningún mal? Pero, no te acercaste a hablar con el vagabundo, ¿no? Todos los días hacés el mismo recorrido. Caminás como si fueras uno de ellos. Pensé en eso. En si te habían reemplazado a vos en el mundo real. No te das cuenta de que hay casualidades raras, cosas que no deberían estar pasando?

Gastón pensó un poco.

—Siempre hay casualidades raras. La vida es así, está llena de esas cosas.

—¿De esas cosas? Mirá.

Vanina rebuscó en los bolsillos traseros de su pantalón corto y sacó una hoja doblada. La desdobló y se la pasó a Gastón.

—Leé, por favor.

Gastón primero vio que la letra era cursiva y el pulso uniforme. En tinta azul decía:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Gastón asintió con la cabeza. Volvió a doblar el papel y se lo devolvió a Vanina, que le dijo:

—¡¿Y?!

—Estoy pensando, ¿eso escribió el vagabundo? Vi que escribe todo el tiempo. Vos sugerís que tal vez se metió en este sucucho, pudo activar a los X y… ¿escuchó mi relato?

—¿Tu relato?

—Me refiero al relato que ellos me cuentan… contaban a mí.

—¿A vos? ¿Qué te pensás que contaban estas?— señaló a la Y restante.

—Espero que alguna otra cosa.

—No, contaban lo mismo. Exactamente eso y nada más.

—¿Nada más? Entonces, ¿se metió y escuchó a los cuatro? —Gastón se detuvo—. Perdón, no estoy pensando bien. Esto es demasiado para mí. ¿Qué es lo que intentás decir?

—Es imposible que el vagabundo pueda activar algo. Además no puede caminar, ¿o por qué te pensás que está siempre ahí?

—Ah… entonces… hace rato que me parece que pasa algo extraño en el barrio. ¿Vos también lo notaste?

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 10.

Al otro día lo despertó el pitido del timbre. Caminó preguntando quién era por el pasillo y vio que había una camioneta estacionada en su puerta y un hombre pelado y macizo sostenía contra sus piernas un objeto plano envuelto con papel. Gastón saludó a la persona y le dijo que no había pedido nada, que se habían equivocado. El hombre insistió en que era un regalo que debía aceptar. A Gastón le pareció entender que decía la palabra Riviera. Para sacárselo de encima tomó el objeto rectangular y despachó al pelado. Cuando la camioneta arrancó, aprovechó para mirar hacia enfrente por si veía salir o entrar a la chica al garaje. No había nadie. Prefirió no salir.

Entró el paquete y en el living, frente al televisor, rompió el papel que envolvía al objeto. Era un bastidor. ¿Para qué iba querer él un bastidor? Gastón recordó que le costaba dibujar algo de manera decente. Los de Riviera pretendían que encima de cuidar a los X se pusiera a pintar. Pero ni siquiera tenía en claro si eran los de Riviera los que habían enviado ese «regalo». Decidió salir a la calle, enfrentando la posibilidad de encontrarse con la cuidadora de las Y, para cerciorarse de que no estuvieran regalando bastidores a los demás vecinos. Apenas puso un pie en su acera frenó otra camioneta.

En la caja de carga tenían varios envases redondos metálicos etiquetados. Gastón escuchó dos portazos y uno de los empleados, vestido con uniforme de color caqui, se le acercó y le pidió que abriera la puerta para depositar el envío. Gastón iba a decir que no pero luego avanzó unos pasos hacia la caja de carga para ver qué eran. Barriles de cerveza. Había de varios tipos. Le preguntó al empleado:

—De Riviera, ¿no?

El tipo no contestó y Gastón dio por sentado que eran regalos de Riviera. Abrió la puerta y en el garaje los empleados descargaron los barriles de cerveza. Mientras lo hacían Gastón vio que el vecino que había descargado las herramientas estaba sacando escombros de su casa y los arrojaba a una pila que había formado sobre su vereda. Como estaba preocupado en que depositaran en fila a los barriles de cerveza sin golpearlos no le dio mucha importancia y hasta olvidó que antes le habían traído el bastidor. Se dijo que estaba claro que los de Riviera habían observado por alguna microcámara que la noche anterior había bebido y sabían que le gustaba la cerveza por eso le hacían ese regalo para compensar el mal funcionamiento de las unidades a su cuidado. Luego entró a la casa y vio al bastidor sobre el sofá. Como no sabía qué hacer ese día salió de la casa y caminó hasta la avenida, donde en una librería compró unos pinceles y algunos pomos de pintura. Después de todo, una cosa era dibujar mal y otra probar lo que podría salir con la pintura automática. Así que se pasó el día pintando en el cuarto de herramientas de su abuelo mientras uno de los ojos de la cabeza del X-700a lo observaba desde la abertura de la bolsa.

El resultado final en el lienzo fue un cielo moteado de nubes espiraladas con un molino de viento mal trazado pero discernible. A la noche se sintió satisfecho, aliviado por el acto de pintar y crear algo y cenó. Poco habitual en él, se quedó dormido mirando una película de Hitchcock.

Eso no quitó que al otro día se levantara tarde pero en alerta. Había soñado con la cabeza en el cuarto de herramientas y con la cuidadora de las Y con el ceño fruncido, como amonestándolo. Almorzó rápidamente y se dirigió al garaje de Riviera. El X seguía con las fibras cayendo sobre el pecho. Iba a sentarse en el zafu para activarlos —por lo menos al que quedaba— cuando reparó que había un nuevo cambio en las Y.

A una le faltaba una pierna. Observó los delgados cables, rosados y azules, que caían hasta rozar el piso frío del contenedor. Eso no le pareció fruto de un accidente como había sido el que había terminado con la cabeza separada del cuerpo de una de sus réplicas. Pero volvió a pensar que no era su asunto. Eran las réplicas de ella por lo tanto podía hacer lo que se le antojara con ellas. Tal vez la cuidadora de las Y sería demasiado crédula y esperanzada y pensara que las réplicas podrían reemplazarla en el mundo real y hubiera tomado acciones para que eso no ocurriese. O quizás ni siquiera contaban una historia, tal vez eran unidades más dañadas que las suyas.

Chasqueó los dedos y activó a los X. Las fibras del X-700a se movieron como sopladas por una brisa y el que conservaba la cabeza repitió otra vez la historia con la que había sido cargado. En ese momento Gastón sintió que era intolerable seguir escuchando lo mismo. Lleno de ira, se acercó al X-700b, lo tomó de una mano y tiró hasta que separó el brazo entero de la unidad. Debió apartarse porque las fibras salieron de golpe —una de ellas llegó a arañarlo antes de quedar inerte— eyectadas del muñón del que salían. Pensó que, a diferencia de la Y, él no iba a ocultar nada. Dejó el brazo tirado en el piso, salió del contenedor, abrió el portón y ya en la acera giró. Una vecina, la de la casa a la izquierda del garaje, estaba de pie con una pala en medio de un montón de arena y de una pirámide pequeña de cemento. Escuchó que decía hacía él:

—¿Cómo va el trabajo?

Pensó que se había enterado de que estaba cuidando a los androides. Iba a contestar cuando escuchó que otra persona respondía.

—Bien. ¿Y el suyo?

Era el vecino que había visto el día anterior. Era a esta persona a la que había dirigido la pregunta la vecina. El vecino tenía una columna de baldosas de cemento depositadas en la vereda de su casa. A Gastón le pareció que a él no lo registraban. Como si fuera transparente o una especie de fantasma. Parecían muy concentrados en la tarea que tenían que realizar. Decidió dejarlos en paz con lo suyo y cruzó a su casa.

Estuvo buscando en la computadora si había algún email de Riviera o dirección de contacto para agradecerles los regalos que le habían enviado pero no encontró ninguna. Mientras lo hacía volvió a escuchar sonidos de metales golpeados. En un momento el barullo fue tan grande que se puso de pie para ir a ver qué pasaba pero en ese momento cesó. Pensó que no podía aprovechar los barriles porque no tenía manera de verter el contenido. No le parecía raro que los inventores de esos androides se pasaran por alto el hecho de acompañar los barriles con el sistema adecuado para aprovecharlos. Pero, por lo menos, se habían acordado de él, eso era lo importante, pensó Gastón. Luego de cenar, tomó su martillo y colgó, en una habitación que no se utilizaba en la planta alta de la casa, entre un cuadro de Jimi Hendrix y otro de Jim Morrison, el cuadro que había pintado. En ese momento, mirando el cuadro, bastante satisfecho con lo que había hecho, recordó que en la narración de los X, Juan era pintor. Sintió una especie de vértigo que desapareció cuando pensó que esas casualidades existían siempre. Que no querían decir nada. Además, estaba encantado con el hecho de haberse animado a probar un arte como la pintura.

Después de hacer su rutina de ejercicios y tomar sus batidos proteicos, Gastón se metió en la cama y sintió nostalgia por los tiempos pasados. Por las salidas en grupo con amigos, las borracheras conjuntas y las anécdotas que compartían. Eso lo llevó a pensar en una de sus ex novias, que se había casado con otra persona y se había ido a vivir a otro país, y luego se durmió pensando en la cuidadora de las Y. Le parecía injusto que hubieran inventado esa regla de no poder compartir la experiencia de ser cuidadores de los androides.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 9.

Al otro día hizo todo lento. No quería que llegara el momento de tener que cruzar para escuchar otra vez la historia de Juan y Sara. Hasta limpió su casa. Baldeó el patio. Y jugó con el agua que salía de la manguera con su perra. Ya en el contenedor se sentó en el zafu sin ni siquiera mirar antes a los X. Los activó, escuchó el discurso —sin ninguna variación. 

Mientras, observó al X que tenía la cabeza ladeada. No soportaba verlo así. Era como verse a sí mismo abatido o amonestado. Se levantó tan de golpe que sintió que se mareaba. Caminó hasta el X-700a dañado. Con la mano derecha trató de levantar la cabeza. Primero suavemente, pero cuando vio que no se movía ni un milímetro probó con un tirón fuerte. Nada.

Luego otro más fuerte. En ese momento el cuello del X-700a se dejó levantar unos centímetros y, a la vez, la pierna derecha salió disparada y el pie dio con fuerza en la rodilla de Gastón. Maldijo al androide, y tiró más fuerte de la cabeza. Escuchó un crujido, el cuello del X se agrietó y la cabeza terminó en el piso. Saltaron fibras azules del hueco que quedaba en el cuello. Gastón se sintió muy culpable. Miró al otro X y a las Y como si hubieran sido testigos del incidente. Se acuclilló y observó a la cabeza que había quedado con una mejilla apoyada en el suelo. ¿Y ahora?

Una cosa era que le faltara un brazo a una Y. Pero él había dejado un androide sin cabeza. Chasqueó los dedos para ver si había alguna conexión entre esas fibras azules y la cabeza del X. Vio que algunas de las fibras se movían pero la boca del X no se movió. El otro X volvió a contar la historia mientras parecía tener la mirada —un poco afectada le pareció a Gastón por lo ocurrido— clavada en la de su par androide descabezado. Escuchar otra vez la historia irritó aún más a Gastón. Sentía que le faltaba el aire en el cubículo y hasta miró al hueco de refrigeración y comprobó que el ventilador seguía dando vueltas. Volvió a mirar la cabeza. Se dijo que no podía dejarla ahí. Rebuscó en los bolsillos traseros de sus jeans y encontró la bolsa negra que usaba para recoger las deposiciones en los paseos con su perra. Se agachó y embolsó a la cabeza. Luego se levantó, apagó las luces del contenedor, cerró la puerta y caminó hasta la salida preocupado por lo que había ocurrido.

Era un día muy húmedo y nublado. Por la mitad de la calle avanzaba a pasos rápidos hacia el garaje la cuidadora de las Y. 

Al verlo se detuvo. Gastón vio que miraba con perspicacia la bolsa que llevaba. Luego se cruzó se de brazos. Gastón, avergonzado, apuró sus pasos, entró a su casa y cerró la puerta. Fue rápido hasta el cuarto de herramientas y dejó la cabeza arriba de una mesa de trabajo que había pertenecido a su abuelo. Cerró la puerta del cuarto —con llave, por las dudas; no supo explicarse por qué.

Se sentó en una silla de madera verde, que él mismo había pintado para su abuela, inclinó la espalda y apoyó los antebrazos en las piernas. ¿Qué iba a pensar de él ahora la chica de pecas? ¿Justo tenía que aparecer el día que a él le ocurrió ése percance tan horrible? ¿Y tenía que encontrársela al salir? Pensó que lo último fue lo mejor porque si no tal vez la chica hubiera entrado al contenedor y descubierto lo que ella hubiera interpretado como un atentado a los X por parte de él. Se dijo que si ella había empezado con ese asunto de desguazar a los androides tal vez no lo vería como algo tan importante.

Después de todo, a él no le había molestado tanto que ella hubiera modificado a las Y. Eran copias de ella. Y él había terminado haciendo lo mismo con una de las suyas. Se entristeció al pensar que lo ocurrido requería que al otro día no pisara el contenedor porque era probable que la cuidadora de las Y, ya que había reaparecido, diera por sentado que era el día de ella. Y más viéndolo a él salir con una bolsa pequeña y abultada. Todo el asunto lo puso nervioso. Debían ser las seis de la tarde. Abrió un vino, un Syrah de una marca de gama baja, que tenía en la heladera, y fue mezclando el alcohol con soda —Gastón tomaba así el vino porque había leído que los persas tenían la costumbre de tomarlo de la misma manera; para ellos mezclar la cantidad justa de agua con el vino aseguraba veladas con gratas conversaciones— y bebiendo lentamente hasta que se quedó dormido frente a la mesa, en la silla de computadora con ruedas, con el respaldo inclinable ya vencido, en la que se sentaba todos los días.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 7.

Iba por la mitad de la segunda cuadra cuando escuchó los altavoces de los coches antiguos de unos vecinos, unos chicos tatuados que se juntaban en la calle. La música estaba muy alta. Y como era reggaeton a Gastón le pareció todavía más alta. Negó con la cabeza y siguió caminando. Dobló en la avenida. Mientras caminaba lo sobrepasó un chico en bicicleta que tenía un brazo enyesado. A Gastón le dio pena por el chico. Con el calor le pareció que debía ser realmente molesto usar ese yeso y encima andar en bicicleta. Terminó caminando unas cuantas cuadras y se olvidó un poco de las réplicas, la chica de pecas, las copias de las chicas de pecas, y sus propias copias, de Riviera y todo nuestro asunto.

Miraba los árboles, especialmente los sauces llorones que le parecían árboles muy extraños. No desafiaban la gravedad como los demás árboles. Se les daba por tirar la copa hacia abajo, como si quisieran escurrirse por el suelo, pensó Gastón. También le gustaba ver las rosas que había en algunos jardines.

Gastón daba por sentado lo que no le interesaba, ya que no tenemos impresiones de lo demás registrado. Por ejemplo, mientras él caminaba los coches, en esa época, se desplazaban constantemente a una velocidad lenta. No había coches aparcados en las veredas de las casas. Algo que en décadas anteriores había hecho que las aceras de la zona fueran casi intransitables. Fue un proceso lento pero constante el que hizo que los vecinos cada vez más salieran de sus casas, se metieran en los coches automáticos y, sin conducir, dejaran que los pasearan de aquí para allá. Salvo algunos vecinos de Gastón como el desaparecido Elías, o el que dormía la siesta en el porche, los demás prácticamente no vivían en las casas sino que, podríamos decir, lo hacían más en los coches. La mano de obra robótica en las fábricas más los bots que hacían el trabajo que realizaba la mayoría de las personas en épocas anteriores, había dejado mucho tiempo libre para todos y nadie sabía muy bien qué hacer con ese tiempo. Dejar que los coches los llevaran de un lugar hacia otros, a veces para conocer nuevos lugares, pueblos de Buenos Aires, incluso provincias, o simplemente dar vueltas por el barrio, era una forma de matar el tiempo que resultaba ser muy efectiva. De vez en cuando, los vecinos se bajaban de los coches para cortar el césped de sus casas o controlar el sistema de aire acondicionado, pero las casas estaban la mayor parte del tiempo abandonadas. Uno podía salir a la noche y ver un tráfico continuo de coches y, aunque los vidrios polarizados no dejaban ver hacia adentro, había familias enteras cenando dentro, parejas reproduciéndose, y hasta animales que se subían solos a los coches para que los acercaran a otros animales que pululaban en los garajes. Claro que había excepciones, como Gastón que no sabía conducir (aunque tampoco se necesitaba saber conducir; tampoco le gustaban mucho los coches) y algunos vecinos que mantenían vigente el espíritu antiguo del barrio. Entre estos recordaremos a la señora que vendía copos de algodón y los descendientes de familias con tradiciones gauchescas que ya he señalado (y que sólo a Gastón se le podía ocurrir que tenían influencias del Western en ensillar los caballos y pasearlos por la zona) El equilibrado tránsito, que sólo se detenía completamente por momentos, cuando recargaban los coches (algo que solían hacer los vecinos al unísono, más o menos como hablaban nuestros antepasados) era posible gracias a la velocidad lenta a la que iban los coches. Ahora pensamos que el disgusto de Gastón por el corredor de remera fluorescente podría deberse a que era muy extraño ver gente desplazándose por sí misma en esa época. Aunque, ciertamente, habían quedado varios old fashioned. También pensamos que había algo romántico en las personas que se desplazaban en coches, siempre hacia algún lugar, muchos sin saber ni siquiera hacia dónde, confiando ciegamente en el impulso de nuestros antepasados. Yo me pregunto si nuestra relación afectuosa, digamos, con la humanidad, no viene ya de esa época, por las razones que expuse en este mismo párrafo.

Tengo que volver a Gastón porque ya estaba de vuelta en la puerta de su casa, poniendo la llave en la cerradura, cuando se le dio por mirar hacia la esquina para ver si a la original de las Y se le había dado por cubrir el turno de ese día. Habrá sentido un presentimiento, porque la chica venía caminando hacia el garaje, negando con la cabeza, como si estuviera muy enojada. Un joven alto, que no parecía del barrio por la vestimenta, la seguía. La chica se daba vuelta y con el brazo levantado y la palma hacia arriba parecía ordenarle que se detenga. El joven siguió avanzando hacia ella hasta que ella misma enfiló a pasos rápidos hacia él y desde muy cerca le gritó palabras muy desagradables que es mejor dejar sin transcribir en mi relato de esta historia fundacional que me propuse escribir.

El joven se quedó de pie, no siguió avanzando, pero tampoco se volvió, y la chica siguió negando con la cabeza mientras apresuraba el paso hacia el garaje. Gastón pensó por un momento en enfrentarla para preguntarle si había sido ella la culpable de desmembrar a las Y, pero enseguida recordó que eso sería romper una regla, así que le pareció mejor meterse cuanto antes en su casa. En la mitad de su rutina de ejercicios se detuvo para observar por la ventana. Según sus cálculos la chica estaba una media hora con las Y. La vio salir, esta vez sin ninguna bolsa de residuos, pero con las mejillas enrojecidas y la boca apretada. Gastón se preguntó si la volvería a ver. Parecía estar muy afectada. Gastón también vio algo que, como expliqué, sí era notable para él; había un coche aparcado en las veredas de uno de los vecinos que casi nunca abandonaba su coche. Y el vecino, un joven con cara redonda y una barba medio rojiza, alto, ancho y de hombros cargados estaba descargando cajas de herramientas pesadas del baúl del vehículo.

Gastón estaba preocupado porque estaba convencido de que no vería nunca más a la chica de pecas y eso significaba que debía cuidar de los X y de las Y. 

Y ya era bastante pesado hacerlo de a dos. Se imaginaba lo que sería hacerlo solo. Le costó dormirse esa noche. Pero pensó que llevaría adelante alguna estrategia para intentar sacar algo provechoso de los X. No podía ser que no sirvieran para nada y que sólo contaran ese cuento una y otra vez como si fuera lo único que la humanidad había inventado en materia narrativa. Aquella noche volvió a pensar en el estafador que le había quitado su máquina eutanásica y lloriqueo un poco como cuando era un niño. Luego se levantó, prendió las luces de la cocina y compuso una canción. La anotó por si se la olvidaba al otro día. Luego se acostó y se durmió al instante.

Ahora bien, aprovechemos que Gastón está durmiendo en el pasado, para dejar en claro una cuestión sobre la mecánica de su mente. Algo que él sabía bien, y por lo tanto ya daba por sentado, aunque no le encontraba solución alguna por el momento. Gastón no sabía si era por algunas promesas incumplidas de su niñez (a veces pensaba que debía tener con ese cuento que contaban los humanos sobre un invernal hombre con barba que a fin de año se le daba por repartir regalos; los progenitores siempre decían que había que esperarlo si uno se portaba bien y nos consta que muchos niños humanos se quedaban mirando un falso árbol que era ubicado dentro de la casa esperando que apareciera algo que depositara regalos al pie del árbol; eso casi nunca ocurría, y las veces que ocurría el hombre barbudo, y sudoroso, solía llegar caminando por la calle y entregaba sus regalos desde la acera, mientras intercambiaba conversaciones con los progenitores) pero Gastón tenía una sensación, activada a veces por alguna casualidades molestas para él, de que seguía esperando algo; que algo tenía que ocurrir y ese algo iba a cambiar su destino o torcerlo un poco por lo menos. Varias veces en la vida se había visto ante los signos que vaticinaban un cambio inminente pero eso nunca se había concretado. Gastón había visto la película Inteligencia Artificial, en la que un niño robot espera, como Pinocchio, ser convertido por un hada en humano. La diferencia con Pinocho es que eso nunca ocurría en la película, o mejor dicho lo hacía recién cuando una inteligencia extraterrestre llegaba a la tierra para leer los deseos del niño robot. Por lo tanto, a ese mecanismo, que algunos psicólogos llaman asíntota (debido a la comparación con un juego geométrico donde dos líneas paralelas jamás se tocan) él lo llamaba Síndrome de AI (Artificial Intelligence, claro, en inglés) El síndrome tenía maneras sutiles de afectarlo. Por ejemplo, aquella noche soñó con una máquina eutanásica con el chasis brillante, curvas bien delineadas y suaves, y él se daba cuenta que esa espera de la máquina eutanásica que nunca llegaba se había calzado dentro del síndrome AI. Al ser extorsionado en sus intenciones de obtención de esas máquinas de primera generación, Gastón reconocía en sí mismo que seguía esperando que el supuesto Papá Noel no fuera un barbudo que ascendía de la calle con la frente transpirada sino lo que la humanidad le había prometido de niño que iba a hacer, y que esta dinámica se había trasladado a la impaciencia por el extravío de la máquina que había pedido. Esto ya lo sabía, pero tenemos que agregar que también el trabajo encomendado, que parecía de lo más prometedor pero terminó siendo lo que él consideraba un fiasco, más la cercanía de una chica con pecas a la que desconocía pero que podía representar algún tipo de compañía conveniente humana para él, habían potenciado al síndrome en los últimos días. Por si hubiera que aclararlo, estaba decepcionado del mundo y un poco cansado de la vida, digamos. Necesitaba compañía también, no recordaba mucho cómo era vivir acompañado. Y las caricias que recibía provenían todas de su perra.

Así que apenas despertó ese día arrastró la guitarra hasta el contenedor bordó y, después de comprobar que no había cambios en la fisonomía de los androides —las partes que faltaban seguían ausentes, el que él había abofeteado seguía con el cuello inclinado en la posición que lo había dejado— en vez de chasquear los dedos prefirió rasgar su guitarra y cantarles una canción a los X. Después de todo, pensó, eso lo animaría un poco y, a pesar de la letra más o menos lúgubre de la canción, tal vez animara también a los X, o a las Y —si es que podían escuchar en el modo reposo.

Los que supuestamente escucharon mis antepasados fue una sucesión de acordes. Un Mi menor, un La Menor, un Sí sostenido en séptima, Mi Menor otra vez. La melodía era simple.

Dame un flor

Comprame un sueño

Porque me estoy yendo

Al lugar donde nunca estuve

No te quedes corta

Vení también

Nos vamos recién

Al lugar donde nunca estuve

Prestame los fósforos

Quememos el camino

Nos vamos al lugar

Donde nunca estuvimos

¿No es

gracioso?

¿No es lindo,

también?

Nuestro hogar está ahí

En el lugar donde no estuvimos

Es tan fácil

Ya antes lo hicieron

Muchos se fueron

Al lugar donde no estuvieron

Sacate el abrigo

Enfrentemos el frío

No habrá más sentido

En el lugar en que no estuvimos

Al concluir se acarició las yemas de los dedos endurecidas por el rasgueo diario. Chequeó si había algún cambio en el rostro de los X. Nada. Miró con más cariño a las Y. Le daba particularmente lástima la que ya no estaba entera. Esas pecas parecían tan reales. Observó que las Y tenían los labios superiores ligeramente alzados, era porque los dos incisivos centrales superiores eran más grandes que los otros dientes y estaban un poco sobresalidos. Les daba cierto aire de ingenuidad. ¿Cómo podía ser que tuvieran tanta habilidad para crear un molde de la cuidadora de las Y tan perfecto pero que, por lo menos con los X, no hubieran podido dotarlos de esa brisa que es la invención en los humanos? ¿No se trataba de eso? ¿No era la meta de Riviera?, pensó. Luego chasqueó los dedos para comprobar la narración. Su mirada era ya más sagaz, no esperaba ningún cambio. Escuchó.

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Suspiró hondo. No había ningún cambio y encima habían retrocedido un casillero volviendo a la narración original que decía DIVISÓ por VIO. No le pareció raro. Inhaló y suspiró largo. Luego miró a las Y y siguió rasgueando la guitarra mientras canturreaba:

Yo era un hombre

Yendo hacia abajo

Ahora descubrí

El lugar que nunca vi

Vienen nuevos tiempos

Esperen en la orilla

Esta nave te llevará

Al lugar donde nunca va

Esta canción fue escrita

Y ofrendada a mí

Fue compuesta en el lugar donde nunca fui.

Concluyó su canción. Pensó que si alguna de las cuatro réplicas tenía oídos realmente sensibles debía, por lo menos, sentirse irritadas por oírlo cantar a él. Los androides, como era esperable, no modificaron para nada su postura. Era él que ahora se sentía melancólico y con una añoranza que, por lo menos, parecía fuera de lugar. Hasta ese ligero olor rancio a cigarrillo que parecía pegado a las paredes del contenedor le pareció agradable en ese momento. Luego sintió lástima por nuestros rígidos antepasados. Pero se preguntó cómo podía sentir eso por un pedazo de piel sintética (le vinieron a la cabeza palabras como «de hojalata» que no eran apropiadas). Se levantó y, como un hippie molesto con su audiencia porque no le prestaba atención, tomó su guitarra. Antes de salir probó, como si ya no lo hubiera hecho, si el chasquido de sus dedos funcionaba con las Y. Pero no había caso.

En su casa pensó que tal vez su impaciencia era injusta con los androides. Podía ser que necesitaran tiempo para procesar los gritos que le había pegado para reaccionar y la canción que había compuesto. ¿Por qué tenía que ser tan impaciente? ¿Qué cambiaría del mundo si sus réplicas de repente se incorporaban? ¿Qué cambiaría si sus réplicas podían inventar una historia mejor? ¿Los humanos ya no habían escrito miles de historias? Con un diccionario finito era imposible que contaran nuevas historias y si lo hacían lo más probable era que volvieran a contar las mismas que ya habían contado sus antepasados. Pero eso no era lo que esperaba Riviera, seguro. Se sintió molesto otra vez, ¿por qué las reglas eran tan imprecisas? ¿Cómo era que no había información sobre el funcionamiento de los androides? Su celular había quedado inutilizable, pero la computadora funcionaba y ni ahí había rastros sobre lo que había creado Riviera. Y lo que más lo molestaba era que no coincidía con ninguna bibliografía al respecto. En las sedes de otros países de Riviera, las réplicas en general lograban mantener conversaciones interesantes con sus cuidadores. Eso es lo único que había en algunos foros de Internet al respecto. Hasta a algunos le habían tocado réplicas que tenían más humor que ellos mismos (o que los hacían reír que no es lo mismo que tener humor; vaya a saber qué cosas decían) Lo peor de todo era que no podía intercambiar información con la cuidadora de las Y.

Recordó que, con la cara que había puesto el día anterior la chica, daba por sentado que no la iba a ver nunca más. Cuando estuvo más tranquilo buscó por la casa un lubricante y un paño. El lubricante pensaba usarlo sobre el cuello del X para ver si por absorción permitía que el cuello se enderezara. El paño para limpiarlos un poco. Mientras tocaba le había parecido notar que la piel de las Y estaba ligeramente ennegrecida, como cubierta por hollín, lo cual no era extraño. Cuando cada quince días limpiaba su casa encontraba una gruesa capa de polvo en todos los aparatos. Además si la cuidadora de las Y les fumaba en la cara, pensó Gastón, no era raro que las réplicas sufrieran las consecuencias de la polución en un recinto tan pequeño. Pronto llegó el momento de ejercitarse, cenar, tomar su proteína, mirar una película de suspenso y luego dormirse.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 6.

Al día siguiente se despertó tarde. Estaba estresado por las emociones del día anterior, en los registros figuran pulsaciones cercanas a los 100 por minuto. Se pasó la tarde mirando por la ventanita de la puerta si veía entrar a la cuidadora de las Y. No pudo verla entrar (estaba en la cocina tomando un té en ese momento) pero la vio salir. La chica llevaba su cartera y en la otra mano una bolsa de residuos negra abultada. No pudo evitar pensar en las Y y, una vez que se aseguró de que la chica ya había tomado el colectivo, se acercó al portón pero se detuvo en seco. No podía hacer eso. No debía entrar el día en que el trabajo ya había sido cumplido por su compañera. Giró en redondo y se volvió a su casa. Mientras cruzaba la calle le llamó la atención la hija de los vecinos. Lo miraba sonriendo. Nunca la había visto sonreír y menos con esa mirada tan cariñosa. ¿Cómo podía haber cambiado de golpe? ¿La habrían cambiado de colegio o algo así? Pensó que no era su asunto pensar en eso. Entró a su casa, se preparó unos mates y se sentó en el garaje, con su perra al lado, a disfrutar de la vista: el portón del depósito de camiones, donde estaban las réplicas más allá de las rejas de su propia casa. Pero a él le gustaba mirar los coches que pasaban. Enseguida notó que la velocidad a que circulaban era mayor. También cuando las ventanas estaban abiertas notaba que los conductores ya no estaban enfrascados en sus pantallas o teléfonos y que miraban fijo hacia adelante, con mucha atención.

El domingo dio por sentado que ni la chica ni él tenían responsabilidad de cuidar a los androides, así que pensó que sería bueno pedirle prestada la cortadora de césped a su vecino traumatizado por la guerra, Elías. Ante la puerta del vecino sintió un olor fuerte a quemado. No el tipo de olor atribuido al tabaco, sino más bien a la goma. Elías salió y le hizo una seña de que pasara a buscar la máquina. Gastón lo siguió por el largo pasillo hacia el fondo. Se asustó al ver las llamaradas que salían de una parrilla circular de cemento que había en el medio del jardín. Intentó llevarse la cortadora de césped rápido pero Elías lo miró con los ojos medio perdidos y le dijo:

—Quedate a disfrutar conmigo del fuego.

Y giró la cabeza para mirar las llamaradas que salían, cada vez más altas, de la parrilla de cemento.

Gastón no tenía ganas de lavar la remera que tenía puesta, más allá de que le repugnaba ese olor. Al estar más expuesto le hizo recordar el olor que emanaba de las chimeneas de la fábrica de la zona, algo agrio y pastoso, que se metía por las ventanillas de los colectivos cuando cruzaban el riachuelo. Gastón le dio una palmada en la espalda a su vecino y lo dejó disfrutando del fuego y volvió a su casa para cortar el pasto. Mientras lo cortaba, por el rabillo del ojo miraba hacia la medianera para asegurarse de que las llamaradas se mantuvieran en el centro del fondo vecino. Pensó que nunca había visto esa mirada perdida en la cara de su vecino antes y que tampoco nunca lo había visto prender fuego, ni siquiera asados hacía. Pero tuvo en claro que esa actitud quizá fuera lo esperable de alguien traumatizado por la guerra o que por lo menos, había pensado más de una vez, la tranquilidad de su vecino no concordaba con lo que se esperaba de un ex combatiente tan sufrido. Gastón terminó el día tomando una lata de cerveza mientras miraba hacia el patio de la ex casa de su abuela, que él había plantado con Clorophytum Comosum, llamada popularmente como cinta argentina. Le gustaba mirar a la jaula grande con la puerta abierta. Su abuela había mantenido un loro ahí que él había dejado escapar (su abuelo nunca se lo había perdonado) y ver la reja abierta le daba una sensación instantánea de libertad. Pero como solía hacerlo mientras tomaba cerveza, no estaba claro si era la cerveza o la jaula abierta lo que lo alegraba.

El lunes saltó de la cama (este modo de decir en este caso es aplicable a cómo salió Gastón disparado de la cama ese día) y realizó todas las rutinas necesarias lo más rápido que pudo para estar seguro de estar libre luego de almorzar. Para bajar la ansiedad, o mejor dicho para ocultarla, tomó su café con lentitud. Luego cruzó y se metió en el garaje. Apenas abrió la puerta del contenedor dirigió la mirada hacia las Y. En la Y-700a, de la que fluía del dedo esa cascada de cables azules que pendía a unos centímetros de la rodilla, había otra modificación. Gastón sintió un ramalazo de bronca apenas la vio. Se acercó y, apoyando con cuidado una mano en el hombro de la Y, observó el costado opuesto del cuerpo del androide. Faltaba el brazo completo, que había sido reemplazado por otra catarata de cables azulados y rosados. Inspiró hondo para llenar sus pulmones del aire del contenedor y creyó distinguir ese olor ligero a cigarrillo. Rodeó a la Y para observar la espalda. Del lado posterior del brazo completo tenía un círculo que parecía ser una cicatriz de vacuna, pero con la piel chamuscada. No era difícil pensar en el olor a cigarrillo, en la cuidadora de las Y, y concluir que le había apagado un cigarrillo en el cuerpo, como si el androide fuera un cenicero y que, lo peor de todo, la bolsa de residuos con que la vio salir el día anterior debía contener el brazo que faltaba. Gastón no sabía qué pensar. ¿Sería que la cuidadora de las Y estaba trasladando de esa manera a sus réplicas para no tener que viajar para cumplir con su trabajo? Eso sonaba para él en una excusa para no afrontar la verdad sobre una persona que ni conocía y que había idealizado en tan poco tiempo. La Y estaba atacando a sus réplicas, por alguna razón. ¿Cuál podría ser? Se dijo que las Y no eran su responsabilidad así que debía, antes de hacerse el detective, hacerles vocalizar a los X su invariable cantata. Se sentó en el zafu, concentró la mirada y los oídos en los perfiles de las bocas articuladas de los X y chasqueó los dedos. Mientras iba escuchando la expresión esperanzada de Gastón se desarmó, el brillo de sus ojos se opacó, la sonrisa de mejor cuidador de androides se convirtió en dientes apretados, y la postura altiva se desinfló. Miró el suelo, había ceniza, concordaba con lo del cigarrillo, luego miró el muñón de cables que reemplazaba al brazo de la Y. Volvió a mirar a las réplicas de él y dijo:

—¿Es que no entienden, pedazo de imbéciles, lo que están diciendo? ¿Para qué tanto diccionario cargado? ¿No deberían tener los sentidos mejorados? ¿Para qué leí tantos libros sobre cibernética si nada concuerda con lo leído? ¿Son esto nada más?… ¿Unas marionetas sin titiritero? ¿Cómo pueden ser tan animales los de Riviera de enviarme réplicas de mí mismo que no cumplen con las expectativas que generaron? Tengo que escuchar el mismo cuento todos los días y se suponía que podían hacer variaciones o por lo menos inventar otros mucho mejores. ¿Para qué sirve la percepción superfina que supuestamente deberían tener? ¿No debería eso hacerlos más sensibles? Pensé que esa era la clave sobre cómo podían volverse sensibles y creativos. Que sintieran más y pudieran comprender y mejorar una historia nada original, ya escuchada mil veces antes. ¿Saben lo que es estar solo todo el día en esa casa? —Gastón señaló más allá de la pared de chapa del contenedor, hacia su casa—. ¿Mirarse en el espejo y verme a mí y encima venir acá y ver a ustedes que son iguales a mí? Pero son incapaces de contar algo nuevo. ¿Saben por qué? Porque no entienden nada de lo que repiten como loros. Espero que me estén escuchando —Gastón levantó la cabeza y apuntó la mirada hacia un vértice donde pensaba que podía estar ubicada la microcámara—, los genios de Riviera para ver si se los vienen a llevar y los arreglan. Pedazo de cables retorcidos. Chatarra terrestre.

Gastón suspiró. Miró de lleno a los X. No había ningún cambio en esa sonrisa de seductor entrenado que mantenían con altivez una vez que sus bocas dejaban de formar sonidos. Por un segundo le pareció ver cierto dejo de tristeza en la mirada de uno de los X, pero no podía decir con certeza que no fuera la imaginación de él. Miró a las Y, especialmente a la que le faltaba el brazo, para comparar las miradas. Parecía también ligeramente afectada, pero al compararlos con la otra no podía distinguirse el sentimiento atribuido por él. Concluyó que la red neuronal de los androides debía ser una versión antigua de los sistemas que en esa época existían en otros países. Decepcionado, se incorporó, y le dio la espalda a sus androides cuando escuchó la voz unísona:

—Desahuciado.

Se volteó y vio que seguían con esa sonrisa tonta. Se acercó al modelo X-700b y no pudo contener tanta ira. Lo abofeteó. El cuello del modelo cedió hacia un costado, la mata de pelo negro siguió la trayectoria, tapando ahora el perfil derecho. Enseguida se dio cuenta que no debió haber hecho eso. ¿Qué pensaría la cuidadora de él? Empujó con el dedo índice la mejilla derecha del X, intentando que el modelo quedara en la posición erguida habitual, pero la presión que él ejerció no produjo el movimiento esperado. Se inquietó más cuando pensó que tal vez ni siquiera era la cuidadora de las Y la que había estropeado a las copias. ¿Y si eran los de Riviera? ¿O algún vecino como ya había pensado? ¿Cómo es que no les habían enviado cámaras y monitores para controlar lo que pasaba en el cubículo antes y después de las visitas? Luego se tranquilizó al pensar que era casi imposible que los de Riviera chamuscaran la piel de un androide creado por ellos. Y que la responsable tenía que ser la cuidadora de las Y. Después de todo, ¿él no estaba actuando igual? ¿Cómo podía una persona aguantar un trabajo tan monótono con toda la expectativa que él tenía con la inteligencia artificial y los cyborgs? No podía entenderlo y a Gastón no le gustaban, como a nosotros, las cosas que no podía entender. Buscaba la manera de comprenderlo y gastaba mucha energía en eso. Se dio por vencido, y supuso que iba a tener que cumplir con su trabajo de escuchar a los androides muchísimo tiempo hasta que quizás algún día hubiera algún cambio en su monótona narración. Antes de salir les dijo:

—Son un fracaso.

Luego se sintió mal por decir eso. Pero, pensaba, ¿cómo podía hacerlos reaccionar? Caminó hasta salir del garaje y ya afuera giró para mirar hacia su casa. Vio al corredor de remera fluorescente pasar como una flecha. Cruzó, pensando que tenía que devolverle la máquina de cortar césped al vecino, y miró hacia el final de la calle. El corredor había dejado de correr. Con lentitud se iba alejando, de espaldas, hacia la avenida. Gastón frunció el entrecejo. Pensó que debía estar cansado el tipo de tanto correr, o que el día era demasiado caluroso y se debía a eso la falta de energía que podía dar por resultado que aminorara la marcha donde nunca lo hacía.

Esperó en la puerta de la casa del vecino a que le abriera. La reja no estaba totalmente cerrada. La empujó de un golpe e introdujo por la abertura la máquina de cortar pasto a la que empujó por el pasillo largo hasta el fondo. Llamó a Elías por su nombre. No aparecía. Apartó con el dorso de la mano la cortina de plástico que tenía la puerta del fondo de la casa del vecino y entró a la sala de estar. Había una mesa cubierta de estampillas y una carpeta abierta con una página a medio llenar con algunas ya pegadas, la silla corrida hacia atrás, como si alguien se hubiera levantado de golpe, pero su vecino no estaba ahí, ni en ningún otro lugar de la casa. A un costado del álbum estaba el teléfono de Elías. Gastón apretó el botón de encendido del celular y apareció el ícono de batería descargada.

Salió al fondo, donde Elías había plantado algunos tomates junto a la pared medianera, y caminó hasta la parrilla de cemento. Había restos de botellas de plástico de gaseosas entre las ascuas, pero lo demás era pura ceniza. Se estaba preguntando hasta qué hora de la noche había alimentado la hoguera su vecino cuando le pareció ver algo que brillaba en lo negro, como si fuera una estrella en ese cosmos de fibras oscuras. Se agachó y lo tomó.

El sol se escondió y evitó que el objeto siguiera brillando. Era una amalgama de acero. Gastón dejó entrar aire a sus pulmones, sintió que se mareaba un poco, pero luego se le pasó. Su vecino habría salido a visitar a una amiga o algo por el estilo, pensó. Lo mejor era dejar lo encontrado en el lugar donde lo había encontrado. Dejó caer la amalgama en el mismo hueco de cenizas de donde la había extraído. Volvió a su casa. Le pareció escuchar algunos golpes de martillo. Pero no venían de adentro de su casa. Debían ser el repiquetear del martillo contra los hierros de algunas columnas lejanas. Se enfrascó en su rutina de ejercicios. Esa noche, cansado, no puso en el televisor antiguo ninguna película de Hitchcock y se durmió fácilmente.

Mientras dormía pudo darse cuenta de que estaba en un sueño, se reía con una mujer. De repente, se encontró abrazando a la cuidadora de las Y. Bajando con sus labios por un camino de pecas hasta el ombligo y luego subiendo para terminar en un abrazo y un beso. Giraban en la cama. Ella se subía encima de él, estiraba el cuello hacia atrás y lo miraba fijo mientras disfrutaba. Él bajó la mirada, vio los senos de la chica, y de repente sintió que algo lo arañaba. Vio que a la chica de pecas le faltaba el brazo y del muñón salían finos cables azulados, brillantes y cortantes que se dirigían hacia su cara.

Gastón se incorporó en la cama. Despertó de esa pesadilla. Tomó su celular para comprobar si había completado la carga. Nunca había superado la mitad de la carga desde que se descargó al vincularlo con los X. Pensó en si esa era la causa de la súbita descarga, pero no podía afirmarlo. El celular ya venía andando mal por momentos, a veces se apagaba solo y volvía a encender. Durante la mañana estuvo tratando de componer algunas canciones simples en la guitarra. Mientras almorzaba pensó que ese día no se preocuparía por si la cuidadora de las Y aparecía o no. Él había estado el día anterior así que ahora era el turno de ella, la responsabilidad de ella. Luego del café con leche salió a caminar por el barrio a paso rápido.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 5.

Al otro día, Gastón deslizó el portón más animado y caminó con la cabeza alta hasta el contenedor. Tenía la sensación de que iba a encontrar algo nuevo en la respuesta de los androides a su repicar de dedos. Se sentó en el zafu, hizo una pausa para concentrar la atención en los perfiles de los X y los activó. Escuchó la voz unísona mientras sentía como el pecho se le iba desinflando y dejó caer la mirada al piso cuando el cuento terminó. Mis antepasados dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando vio en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Luego, Gastón levantó la mirada de a poco, no había procesado bien todavía lo que había escuchado, sentía el hastío por escuchar otra vez la historia pero distinguió que en vez de divisó habían dicho lo que él había pensado que sería más simple para una historia simple: vio. ¡Dijeron, vio!, se dijo, con una alegría que duró un instante. Pasado eso se dio cuenta de que era un cambió mínimo que apenas había notado en el discurso de lo X. Decidió enfrentar a los X. Miró a las Y antes con reproche, como diciéndoles esto va para ustedes también, si es que repiten la misma historia. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para que voz sonara iracunda. Gritó:

— ¿Cómo es que no sienten nada por Juan? ¿Cómo pueden contar la misma historia sin variar el destino del protagonista que termina desmayándose del susto que le da la madre? ¿No se dan cuenta que Sara es un fantasma?

Se levantó y caminó de un lado a otro del contenedor con ganas de pellizcar a los X a ver si eso los hacía reaccionar. Primero golpeó con fuerza la pared del contenedor. Luego se acercó al X-700a y lo pellizcó pero no hubo ningún reflejo en el androide. Seguía impávido. Agarró el manual que estaba en un rincón del contenedor y pasó rápido las páginas. No había dirección de contacto. Y pensó que tampoco sabía dónde quedaba la sede de Riviera en el país. Desahuciado, levantó la vista y notó una anomalía en una de las Y. Era en la Y-700a. Le faltaba el dedo meñique. Del agujero que habían dejado al quitárselo salían unos cables finos azulados. Y, casi a la vez, le pareció oler a quemado. Miró al recuadro donde estaba emplazado el extractor de aire en el contenedor para confirmar que funcionaba. Distendió las fosas nasales para discernir qué era el olor a quemado. Cigarrillo. ¿Cómo no lo había notado antes? Ese olor rancio, que él amaba y odiaba a la vez. Negó con la cabeza, caminó despacio hacia la puerta del contenedor, la abrió, miró por sobre su hombro por última vez ese día a los X, salió, cerró la puerta, bajó la escalerilla y caminó lentamente hacia la puerta de salida del garaje. Abrió la puerta principal. La luz del sol lo cegó un momento. Luego vio a un corredor que cruzó su campo visual con su remera fluorescente. Pensó que no le agradaban mucho los corredores. Una vez uno se lo había llevado puesto en la plaza. Cruzó y vio que en la otra cuadra, cerca de la panadería estaba el vagabundo que veía siempre en la avenida. Le pareció raro que se hubiera trasladado. Seguía con la cabeza casi clavada en un cuaderno en el que escribía o eso parecía desde lejos. Se detuvo cuando notó que una silueta venía caminando por la altura en que estaba el vagabundo. La silueta aminoró el paso al ver que él la miraba. También se detuvo. Luego dio unos pasos rápidos hacia el vagabundo y se agachó. Gastón siguió cruzando y se quedó observando. La cuidadora de las Y en cuclillas hablaba con el vagabundo. Vio que le alargaba la mano para darle algo que había sacado del bolso que llevaba. Gastón pensó que, más allá de la irreverencia por fumar en el contenedor, su compañera de trabajo parecía preocuparse por los demás. Pero, ¿qué había hecho con la réplica Y-700a? Esperó hasta cerciorarse de que ella dejaba de hablar con el vagabundo y volvía sobre sus pasos hasta la parada de colectivo.

Esa noche, luego de hacer ejercicio y tomar su licuado de proteínas, mientras escuchaba música, Gastón pensó que no podía reprocharle mucho a la cuidadora, si es que lo había hecho ella y no se había metido al contenedor de alguna manera ese niño que no respetó las reglas de no usar drones, que le hubiera quitado un dedo a las Y. Viajar para hacer ese trabajo tan poco grato podía afectar a cualquiera. Pero también se dijo que no sabía nada del funcionamiento de las Y porque nunca las había observado fuera de reposo. ¿Y si realmente habían hecho algún avance con la historia que le habían cargado? Tal vez tuvieran una historia mucho más interesante. Sopesó también la posibilidad de que su compañera hubiera intentado cargar, como él al X, a la Y-700a y, sin querer, le hubiera roto el dedo. Llamaba la atención de que no había rastros del dedo en ningún lugar del contenedor. Se cansó de pensar del tema y siguió escuchando música, luego miró una película muda de Hitchcock y se dirigió al dormitorio.

por Adrián Gastón Fares.

Las despedidas de solteros de Orc. 2. El caso de la cantante de trap.

Ven a ese colibrí con alas irisadas, se sostiene frente a las ventanas, suspendido, ustedes deben dominar ese arte, el arte de suspender la belleza. Esto me recuerda el caso de la cantante de trap. ¿Quieren escucharlo?

¿No hay otro, Marisqueta? Me parece que ya conocemos el caso, dijo Sono Meta.

No creo que sepan cuán enrevesada es la verdad.

¿Ella ya lo sabe?, preguntó Chessmate.

No nos gusta escuchar casos de manipulación de personas, protestó Brisa.

Es que no hay otros, contestó Marisqueta.

Bueno, aceptó Brisa. Con tal de que antes del recreo la exposición del caso este completa. El recreo es un lugar para disfrutar, no queremos ir con sospechas de nuestro propio pasado inspirados por una conspiradora incipiente como vos.

Nada de incipiente, si algo fui en mi vida fue consecuente, dijo Marisqueta.

Córtela. Exponé, nomás, pidió Brian de Brian.

¿Conocen el Luna Park?

¿Te referís a la estación espacial o al otro?

Al otro, al de acá cerca.

Pero ahora es un zoológico de animales irreales. Mecanismos salvajes.

Sí, pero antes no. Empezó como un palacio de los deportes, era para boxeo y esas cosas, pero luego tocaron muchas bandas, entre ellas The Smashing Pumpkins, Franz Ferdinand, recuerdo que con Orc una noche…

Chsss, protestó Brisa.

En fin, tocaban bandas y solistas, incluso bandas que eran clones de otras bandas, pero el sueño de la protagonista de este caso parecía ser tocar ahí. Cantar ahí. Era solista, armaba buenas frases con el free style, luego decidió comercializarse mejor, mezcló rap con reggaetón, se dedicó al trap.

Ya sabemos lo que es el trap, igualmente esa definición es incorrecta, dijo Sono Meta.

Bueno, sigo, la chica quería tocar ahí, tenía todo el talento del mundo. Orc solía pasear por ese lugar, solía ir a meditar al árbol que hay en el parque que hay detrás. Subía las escaleras, se encaramaba a alguna rama, se sentaba y para Orc era como estar en la higuera de su tía abuela.

¿Y entendía lo que el árbol decía?, preguntó Chessmate.

No, en esa época todavía los árboles no hablaban, quiero decir que no habían decodificado el lenguaje de los árboles como ahora, por lo tanto era algo inofensivo estar ahí sentado. Tengan en cuenta que todavía no sabemos si el lenguaje de los árboles está bien interpretado, puede ser que todo lo que dicen que los árboles dicen sea mera invención…

Ok, ya entendí, zanjó Chessmate.

Y bueno, a ella la vio un día que volvía de visitar la tienda Harrods y de encargarse un autoregalo.

¿Qué era esta vez?, preguntó Brisa.

Un micrófono para karaoke. Cosas que no iba a usar. Vieron como es Orc, se pedía cosas porque le daban alegría recibirlas. Tenía esa especie de asíntota de niño, ese síndrome de abandono a lo Inteligencia Artificial, Kubrick-Spielberg, ¿vieron?, algo Collodiano, o al revés, era porque en realidad había vivido una niñez que era mucho mejor que el resto de su vida, a diferencia de Blas, que bueno, así terminó, pero la cosa es que para mantener esa niñez intacta, su empatía decía Orc, debía autorregalarse cosas, había días que recibía los regalos y otros que se encerraba en los Escapes Games. Mantenerse en esa especie de equilibrio era vital para él.

Entendido, dijo Brisa. Seguir por favor.

Venía de pedirse con una tarjeta con el nombre de una mujer de unos setenta años ese regalo, y debía esperar una hora para que lo envolvieran a su gusto y se lo entregaran en el edificio en que trabajábamos. Así que se sentó en el árbol a pensar. Y justo pasaba la aspirante a figura musical. Los hombros bajos, el cuello inclinado, musitando sola palabras que Orc no entendió pero a la vez sí. Componiendo canciones. Eso lo alertó de que estaba ante un posible nuevo caso. Orc la siguió. Sin que la chica se sintiera en peligro. La chica se detuvo frente al Luna Park, donde había una fila de personas que esperaban entrar a un recital, miró el anuncio de una cantante de pelo fucsia, con un mechón blanco. Exhaló y suspiró. Orc vio que una de las adolescentes que estaban en la fila la señalaba a la chica, y otra también. Vio que ambas se reían al unísono. Gemelas. Listo, dijo Orc. Caso. Ese día iba a pasar algo terrible. Orc estaba seguro. Debía seguirla porque antes de entrar en la casa la chica iba a recibir a la vez una muy buena noticia falsa y le iban a hacer algo malo. Muy malo.

Listo, dijo Orc. Caso. Ese día iba a pasar algo terrible. Orc estaba seguro. Debía seguirla porque antes de entrar en la casa la chica iba a recibir a la vez una muy buena noticia falsa y le iban a hacer algo malo. Muy malo.

Eh, dijo Sono Meta. ¿No dijimos que no queremos escuchar problemas de nadie?

Pero esto termina bien, dijo Marisqueta, al menos para la chica. No es como esos casos de Blas en que todo…

Bueno, continuó entonces, continuó a su vez Sono Meta, mientras se miraba la muñeca para chequear la hora. Debajo de la piel translúcida brillaban los números. Ese día había tomado la suficiente beta alanina para recargar el reloj biológico.

La chica iba cantando y se detuvo en un semáforo de la ex peatonal Lavalle.

Perdón, la ex Lavalle, todo eso es una continuación de Puerto Madero ahora, un barrio nuevo, que fue inaugurado en realidad por un ex Presidente patilludo que preferimos no nombrar, allá por los noventa del siglo pasado, todavía está la grúa con la inscripción de la inauguración, se excedió Brisa.

En mi época había cines en Lavalle, para esa sólo había quedado el Monumental. No importa. El tema es que la chica estaba esperando ahí a que cambiara el semáforo y Orc la alcanzó. Orc sabía que iba a suceder algo, así que dejó que la chica se adelantase. No podía interferir. Unas palomas que se alzaron en vuelo distrajeron a Orc y cuando volvió a ver a la chica ella notó que ella tenía el celular pegado al oído y escuchó que ella decía:

«¿En serio? ¿Gané? Nahhh… ¡Gané!»

Y en ese momento cruzó la mirada con Orc, que se emocionó porque la emoción que tenía la chica cruzó hacia él como si fuera un viento alegre. Orc olió la alegría, me comentó.

¿Pero cómo huele la alegría, Marisqueta?, preguntó Brisa.

No tengo idea, Orc no me dijo cómo… Lo importante igual es que esa alegría duró lo que Orc esperaba. Un minuto. Unas palomas que se alzaron en vuelo por un colectivo con un motor muy ruidoso distrajeron a Orc y cuando volvió a ver a la chica había cambiado la situación. La chica estaba de pie, azorada, mirando la baldosa con una estela que recordaba al ex cine Ocean. Eso la debía distraer de lo que había delante. Por esa calle solían dejar ingresar a algunos coches y un coche estaba atravesado en la peatonal. Tenía la puerta abierta y el chófer, que se había pasado al asiento del acompañante, se agarraba la cabeza con las manos. Cerca, había un cuerpo tirado. El teléfono celular se le cayó de las manos a la chica cuando lo vio. Alguien le habló. La persona, una mujer de pelo canoso pero joven, dijo de manera medio teatral, que ella era psicóloga y trabajaba para que esas cosas no ocurrieran. Otro, que estaba cerca, un hombre bastante mayor con la cara delgada y las mejillas coloradas, comentó que todo era culpa de la publicidad y las aspiraciones exitistas falsas que creaban en la juventud, ya saben, antes eran los televisores los que apabullaban un poco, no tanto como ahora el predictivo del celular con publicidades encubiertas, pero más o menos igual. La chica giró en redondo y por un momento miró a Orc. Ella quería escapar, no aguantaba la situación, si bien no había sangre a la vista, era evidente que lo que tenía enfrente era el cuerpo de una chica aunque no se le veía la cara, el capó del coche estaba hundido, como si hubiera golpeado ahí antes de caer y luego rebotara y quedara despatarrada en el piso. El coche había descarrilado. Todo indicaba un suicidio. Un suicidio para una cantante, para una artista. Alguien sensible, empática. Algo que iba a tener que aguantar cuando regresara a la soledad de su casa, pensó Orc y luego me contó. Pero él estaba ahí. Estaba ahí para evitar que la chica se creyera esa mentira. Se acercó a la chica y le pidió que por favor no se pusiera mal, que todo eso era mero teatro. Dijo:

«Eso que ves ahí es un muñeco. Tranquila.»

¿Y la chica se tranquilizó?, preguntó Sono Meta.

No funciona tan rápido, vieron como es, por más que algo esté armado, la mente tarde en volver a su posición de descanso, es como los cambios en un coche.

No use expresiones de paradigmas que ya no existen, protestó Chessmate. Hace rato que no hay cambios en los autos, usted debe decir, tardó en discernir lenguaje de reacciones químicas en el cerebro. Signos, hechos, que adquirieron otro significado cuando Orc le dijo que era todo una farsa, algo artificial, ¿no?

Bien dicho. En fin, no se reponía. Orc dio unos pasos de baile incluso para que ella viera cómo a él no le afectaba para nada la situación. Los transeúntes que había, que eran bastante pocos, lo miraron bastante mal, como si fuera un desubicado. Pero la chica había retrocedido y estaba acurrucada contra la pared de un edificio. Hecha casi un bollo. Así que Orc volvió y le recalcó que era TODO MENTIRA. Él le iba a demostrar que eso no era un suicidio. Nadie se había arrojado al vacío. Que mirara.

Orc caminó hasta el coche de último modelo, le apoyó la mano en el hombre al personaje que estaba ensimismado, algo que él hacía en sus casos para que notaran que él había descubierto que estaban actuando y que podían ya salir de sus papeles, después de todo actuar también afectaba, y algunos de los contratados por Blas no habían terminado mentalmente bien. Se creían sus propias actuaciones.

Esta vez Orc caminó hasta el cuerpo y como si fuera a dar vuelta un muñeco, le dio un ligero puntapié en la cabeza. Entonces el estómago se le dio vuelta. Lo que vio fue a una chica con los ojos desencajados y enrojecidos, con magulladuras en la cara, la nariz abollada, ya saben, un golpe que la había matado. No era ningún muñeco, era un cadáver real. Orc buscó a las palomas en el cielo pero no las encontró. Quería aferrarse de cualquier cosa. Pensó en volver y decirle a la chica que él tenía todavía razón, que lo que había ahí era un muñeco. Pero él no era bueno actuando. No podía actuar. No le salía. Apretó fuerte el puño, porque esta vez Blas se iba a salir con la suya, había dejado traumatizada a la chica para siempre con esa doble treta, el premio y el suicidio, él no podría hacerle ver que todo era un invento. No había manera de demostrarlo. Y la chica iba a pensar que lo que había ganado era real. Iba a esperar.

Volvió hasta la chica y le dijo que esas cosas pasaban, que lo mejor era que lo tomara como un signo de que la llamada que había recibido tal vez no era lo mejor para ella. Orc no sabía cómo decirle que ese concurso era falso e inventado por Blas. Iba a ser demasiado para ella. Por lo tanto, Blas había ganado. La chica la iba a pasar mal.

Como verán, Orc era muy malo convenciendo a alguien de que algo tan tremendo no era terrorífico. Así que decidió irse. Había perdido. No podía hacer nada. Le deseó lo peor a Blas. Esta vez había ido demasiado lejos y había provocado un suicidio o más bien simulado con un cuerpo real. Pensó en volver y usar un poco de su fuerza física. Pero, ¿con quién? El chófer ya había abandonado el vehículo y se había perdido entre los policías que empezaban a rodear la zona.

Orc pensó que esa noche no iba a ser fácil. Esperaba que despacharan bien su micrófono de karaoke, aunque no le gustaba cantar, iba a tener que usarlo para sacarse la bronca que tenía. Y la tristeza. Ya saben, el mundo lo había traicionado otra vez. Blas no tenía ninguna regla. Ninguna ética. Nada.

Marisqueta, ¿puede bajar un poco el tono del contenido de esta aventura de Orc? Mire como se está poniendo la cara de Brisa, dijo Brian de Brian.

Los ojos de Brisa parecían dos platos vacíos.

No se preocupen, eso es lo peor, voy a continuar con mi narración.

Chessmate estaba arañando la mesa con sus afiladas uñas postizas, un chirrido que Marisqueta parecía no escuchar, pero que mantenía a salvo a los otros alumnos de que sus ojos quedaran tan abiertos como los de Brisa.

Por suerte, Orc no se encontró solo al volver de presenciar tamaño desastre, estaba yo con una paleta de helado de gelatina en la mano, de un gusto nuevo, mezcla de frutas tropicales, para encajársela apenas entrara. No quería que Orc recurriese a sus cigarrillos hindúes. No tenían filtro y le manchaban los labios. Esos labios que yo…

Acábela de una buena vez por todas, dijo Chessmate dejando de arañar la mesa y apuntando con las manos y las uñas a Marisqueta.

¿Eso es una amenaza?, preguntó Marisqueta.

No, pura actuación, dijo Chessmate que intentó reír sin lograrlo.

Bueno. La cosa es que Orc se pasó la noche sin dormir. Con la nariz pegada a su pizarra blanca no dejaba de garabatear nombres y líneas que los conectaban. Quería descubrir quién en la policía había ayudado a Blas a cometer uno de sus siniestros más alevosos. ¿Ferrero? ¿Dalmacio? Sin duda, alguna antigua orden también había ayudado en el caso. Orc era un experto en todo tipo de órdenes secretas, desde el paleolítico hasta la actualidad, se sabía todas las deformaciones de la realidad que la mente humana era capaz de realizar cuando no actuaba en soledad. Darse importancia era vital para la gente y usaban cualquier cosa para engañar a los demás y sentirse superiores.

¿Y encontró la respuesta?, preguntó Sono Meta, alisándose el vestido con un mano y con la otra aflojándose el nudo de la corbata.

La verdad que no. No tenía idea. Yo fingía que dormía en el sofá y lo observaba. En un momento, como un perro cansado, se recostó al lado mío, pero lo sentí tenso, aunque sentir un cuerpo humano cerca fue reconfortante para mí y más si era el cuerpo de Orc.

Qué términos que usa, Marisqueta, dijo Brisa.

Ya sé, son los que hay. Los que me salen, digo… Luego, Orc se levantó, enfrentó el pizarrón, giró en redondo y se me quedó mirando fijamente. Su boca se estiraba en una especie de dolida sonrisa. Los labios formaban una raya oblicua. Los ojos centelleantes. Ahí supe que lo había perdido. Lo había descubierto todo. De ahí en más nunca me trató de la misma manera. Esa noche Orc había perdido la poca inocencia que le quedaba.

¿Puede limpiarse esa lágrima?, dijo Sono Meta.

Gracias. Usted dice que esa noche, Orc, descubrió que la que estaba detrás de todo eso era usted. Que el que había ido demasiado lejos no era Blas, que incluso Blas era, como ya contó, algo creado por usted y otros tipos difusos.

Por lo tanto, continúo Chessmate, Orc se dio cuenta, porque descubrió la misma expresión en usted que en la cantante de trap, de que usted había hablado la misma tarde con la chica, de que ambas se habían influenciado en sus gestos, aunque fueran mínimos detalles faciales, algo había cambiado en usted.

Usted, completó Sono Meta, que había encomendado a la chica que se hiciese pasar por una aspirante a cantante de trap. Y además con ayuda de su ex amante, el comisario Robledo Seagate, había arreglado todo el asunto. Robando un cuerpo en la morgue judicial, arrojándolo a la vía pública, pagando al chófer del coche, disponiendo todo para que Orc sienta culpa y no la chica, que era, claro, otra actriz contratada por ustedes.

Sonó el timbre del recreo.

Marisqueta había girado su cuello, no quería enfrentar la mirada de los alumnos, exhaló y suspiró largo.

Muy bien, diez.

Los alumnos tardaron esta vez en levantarse. Parecían querer seguir escuchando sobre Orc y no salir al recreo. Pero el timbre volvió a sonar, desde el patio del recreo llegaba una canción de Dire Straits, Sultanes del ritmo, que habían reversionado hacía poco en un hiperjuego.

Y se dieron cuenta de que debían dejar a Marisqueta sola.

Esta vez el recreo iba a durar lo que ellos quisieran.

por Adrián Gastón Fares.

Capítulo de El nombre del pueblo. Un misterio o intriga que pueden encontrar en el blog o en el buscador preferido.

Juan caminaba hacia la playa pensando en el consejo de Mario. Si quería seguir siendo candidato debía solucionar un asunto.

—Sabés que no pienso ir —dijo Miguel y miró la arena.

—Los muchachos quieren saludarte —intentó convencerlo Juan.

Miguel tenía un vago recuerdo de los muchachos.

—Estoy bien acá.

Era un hombre encorvado, de mirada turbia, pelo oscuro enmarañado, que vestía casi siempre un chaleco marrón apolillado y un pantalón gris gastado. Juan se lo quedó mirando como si ya no tuviera cura. Él era lo contrario de Miguel. Pintón, de complexión mediana tirando a robusta, parecido a su padre antes de que la hernia lo obligara a dejar la pesca. A las mujeres les gustaban sus ojos achinados, que casi desaparecían al sonreír. Nada tenía que ver el traje a medida que llevaba con su aire viril. Era, más que otra cosa, y muchos lo admiraban, un hombre que se hacía respetar con pocas palabras. Pero con Miguel las palabras no le alcanzaban.

—Te voy a ser franco. La gente se está riendo. Dice que somos una familia de locos, que vos saliste estúpido y seguís el camino de mamá.

—De vos no dicen nada así que no te preocupes.

Juan miraba el mar, por un momento pensó que sería bueno arrastrar a su hermano hasta el agua y sumergirlo unos minutos.

—Están buscando algo y cuando encuentren… —el suspiro fue largo—. Pero si pensaras un poco más. ¿Qué bien te hace sentarte acá durante horas? —Vio que las puntas de sus zapatos estaban cubiertas de arena húmeda.

Miguel continuaba con la mirada clavada en el mar.

—Vos sabés que no puedo ser un político creíble con una familia enferma. En los discursos me miran esperando que empiece a cacarear. ¿Por qué me hacés esto?

Juan señaló a una pareja que paseaba por la playa.

—Mira cómo te miran, sos la risa del pueblo. Hasta de Obel vienen a verte.

—Mandales saludos de mi parte a tus amigos.

Juan suspiró largo.

Siempre suspiraba demasiado, tanto que era obvio que era simulado y no un fastidio natural del mundo, que después de todo no lo trataba tan mal. Tenía un buen coche y una linda mujer. Y hubo un tiempo en que deseó las dos cosas y en ese orden le fueron concedidas.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo, novela. Autor: Adrián Gastón Fares.

Si usan Instagram pueden seguir este blog en el nuevo espacio @el_sabanion

Un instagram para El sabañon.

No hay ñ en Instagram así que lo llamaremos El_sabanion.

Larga vida a la ñ!

Espero que estén bien!

Una historia suburbana de terror. Seré nada. Capítulo 21. Pueden leerla completa en Google Play Libros o en el menú de este blog.

Volvieron, Silvina con los hombros bajos, Ersatz apurando el paso por si cruzaban alguno de los nuevos vecinos.

Por suerte, el aroma que había en la casa les despertó el apetito.

Manuel había terminado de hacer la pizza en la parrilla, el horno no servía, se apagaba, y como había mucha humedad y hacía calor, comieron en silencio debajo del olivo.

Al terminar la cena le contaron lo que habían averiguado a Manuel que hasta ese momento pensaba que no habían encontrado a Roger.

—Lo que habrá hecho ese Roger para que lo echaran de un colegio… —comentó Manuel—. ¡¿Problemas con autoridades escolares…?! Fue un sueño la colonia de sordos. Esto es un asentamiento de delincuentes —aseguró.

Ersatz asintió y dijo:

—Silvina es capaz de llevarle un pedazo de pizza al rayado ese antes de aceptarlo.

Silvina rompió a llorar y subió corriendo a su dormitorio, donde empezó a armarse la mochila casi mecánicamente para no pensar.

Manuel miró a Ersatz con recelo por intensificar el dolor que podía haberle causado a Silvina con su comentario tajante. Le dio la espalda y terminó de apagar el fuego.

Pusieron más muebles delante de las entradas y se aseguraron de que fuera difícil entrar a la casa. Mucho más no podían hacer.

Manuel y Ersatz también hicieron sus mochilas y dejaron todo preparado para partir otra vez hacia sus departamentos en la ciudad al día siguiente.

Cada uno se encerró en su dormitorio.

Ersatz apagó la luz y se quedó mirando la galaxia de las estrellas en el techo. ¿Qué era? ¿Un mapa? Le pareció una espiral como la de los caracoles.

Mientras miraba resonó el primer trueno.

Imposible, hacía meses que no llovía, pensó. Luego del segundo trueno la lluvia empezó a caer a raudales. La puerta se abrió. Silvina, asustada, se acostó a su lado.

Miraban el cielo raso cuando resonó el tercer trueno.

Silvina se pegó más a Ersatz.

—Hay una cara en el techo —dijo Silvina.

Entonces Ersatz también la vio.

Desde que habían llegado, había estado todo el tiempo arriba suyo, gritándole con el silencio de las formas que la casa había sido intervenida como el resto del barrio. Nada era igual a lo conocido.

En el techo había un rostro, brillante, verdoso, de bordes indefinidos, formado con algunas estrellas menores, y con las mayores remarcando una boca abierta. La falsa luna era la nariz de la que parecían salir unos dientes de conejo formados por más pegatinas luminosas. Las espirales formadas por estrellas eran los ojos dementes de esa cara.

Llamaron a Manuel, que se quedó mirando el techo cruzado de brazos sin abrir la boca para no molestar más a Silvina.

Durmieron los tres juntos, sin quitarse los audífonos, escuchando la lluvia que no paraba de caer.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre el autor.

Adrián Gastón Fares es escritor, guionista y director de cine. Estrenó la película documental Mundo tributo como guionista, productor y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine. Desarrolló cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados y seleccionados como Gualicho y Las órdenes), Mr. time. Escribió tres novelas anteriores a Seré nada, una historia suburbana de terror (Intransparente¡Suerte al zombi! El nombre del pueblo).

Seré nada, una historia suburbana de terror. Mi nueva novela, 2021. Link a muestra en Google Play Books. Y enlace de descarga libre.

Si quieren acercarse a los personajes de Seré nada, una historia suburbana de terror, mi última novela pueden hacerlo manteniendo una distancia prudente. Ya saben que los que callan mucho, algo esconden. Y que los días de lluvia es mejor salir corriendo. A no ser que quieran experimentar algo nuevo…

#nuevanovela #aventuras #conurbano #granbuenosaires #terror #misterio #fantasy #discapacidadauditiva #identidades #2021

Comparto el enlace a Google Play Books (Seré nada, 200 páginas, 2021) donde pueden leer una muestra y si quieren adquirir la novela en este caso (la verdad es que no encontré la manera de subirla gratis a Google Play, por eso hay que pagar) A cambio me parece que para algunas personas será más fácil leerla así:

Google Play Books:

https://play.google.com/store/books/details?id=jE0aEAAAQBAJ

El modo tradicional que es buscar los Epub y Mobi en Google Drive (así como PDF) en el inicio de este blog adriangastonfares.com sigue vigente.

Agrego un nuevo enlace directo, gratis, en Anonfiles para que puedan descargar mi nueva novela, abrirla y leerla en la aplicación Aldiko Classic en el teléfono celular, por ejemplo, o en lectores de libros electrónicos como Kindle (convertir en Calibre o enviárselos por email, ya sabrán), otros como Kobo, o disfrutarla en la PC con Adobe Digital Editions o FBreader. Aquí copio el enlace de descarga directa:

https://anonfiles.com/Fboffdvau5/Sere_nada_-_Adrian_Gaston_Fares_epub

Disfruten el fin de semana.

Si quieren disfrutarlo con la compañía de Ersatz, Silvina, Manuel, Algodoncito, Fanny, Gema, Lungo y los otros personajes de Seré nada, espero que se entretengan.

Adrián

Argumento:

En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar?

PD: Portada de Seré nada, una historia suburbana de terror.

Portada Seré nada, una historia suburbana de terror. 2021. 200 páginas. Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Capítulo 2, de la Tercera parte, y PDF.

Pero me siguió contando de Ponen, que había bajado hasta Manaos, y ahí se le metió en la cabeza que tenía que visitar a un músico argentino muy amigo que vivía en Mar del Plata, un metalero, aunque no le creyeran, les dijo, que había conocido en California; pero cuando llegó a la casa no lo encontró y aprovechó para investigar qué movidas musicales tenía la ciudad (Ponen metió la mano en el bolsito de hilo que llevaba y sacó un CD que le habían regalado en la radio, un compilado marplatense; Elortis repasó los nombres y recordaba algunos: Te Traje Flores, Azylum Zue, Delorian, B-sides, Glasé)

En Veracruz, a la que había visitado por su interés en los olmecas, le llamó la atención esas cabezas de labios apretados que habían desenterrado los arqueólogos (no se sabía bien qué representaban; podían ser enemigos), y después averiguó que los olmecas hacían sus propios viajes, porque en las excavaciones también encontraron sapos enterrados con los sacerdotes, que venían a ser sus chamanes; también había visto la foto de la escultura de un chamán agachado, con las rodillas dobladas, no se sabía si estaba por ovillarse o levantarse, algunos creían que estaba en proceso de transformación en algún animal (Elortis encontró una fotografía en Internet, dice que la hipótesis de concentración, de mente avizora y cuerpo agazapado, a medio camino entre dos actos reveladores, es la más plausible)

Pero lo cierto, subrayaba Ponen, es que encontraron sapos en las excavaciones olmecas, sapos del tipo Bufo Marinus, que hacían pensar que los sacerdotes creían transformarse en otros seres animales y sobrenaturales, por las alucinaciones provocadas por unas glándulas que estos bichos tienen detrás de los ojos, que segregan una sustancia lechosa con propiedades psicoactivas. Y Elortis me mandaba con un signo de exclamación, como si se hubiera acordado de algo que tenía olvidado desde que lo escuchó de boca de Ponen, que también había dicho que le gustaban esas esculturas olmecas de niños con cabezas infladas, y parece que las buscó en Internet porque se quedó callado un rato, o vaya a saber qué estaría haciendo, hace rato que yo había pensado que si estaba encerrado y no veía mujeres, se la debía pasar buscando pornografía o mirando las fotos de sus amigas virtuales, una vez me había confesado que tenía a una colombiana que le había hecho un strip-tease perfecto en la webcam al son de una ignota canción, que parecía reggaeton, que no sabía cuál era porque la chica le dijo que la pusiera para sincronizar sus movimientos con el ritmo, pero Elortis, de puro vago, no lo había hecho, lo que no le impidió disfrutar el baile de la chica.

También Ponen les había hablado de los hongos de piedra de otras culturas mesoamericanas, de fray Bernardino de Sahayún, de otras evidencias más distantes en tiempo y lugar, como las pinturas rojizas de Altamira y Lascaux, y, finalmente, mientras seguía revolviendo su mojito porque tomar no tomaba Ponen decía Elortis —ellos ya se habían terminado tres cada uno— les salió con que los llamados misterios eleusinos podrían deberse al cornezuelo, un parásito de la cebada, también hongo psilocíbico, precursor del LSD; y también estaba el Soma de los chamanes de Siberia, que aparentemente no era otro que la Amarita Muscaria, un hongo que según Ponen parecía una fuente de piedra de aguas rojas, pero cuyas visiones, aseguraba, eran menos nítidas que las de la ayahuasca. Los micólogos habían investigado bastante, decía, pero los datos no eran fáciles de encontrar.

Ya en Buenos Aires, Elortis había buscado información sobre el Claviceps purpurea (con razón pasaba tanto tiempo encerrado, cuando no era el pasado de su padre se ponía a revolver asuntos más raros, le dije) el supuesto eslabón perdido de los misterios eleusinos, y se encontró con Albert Hoffmann y el LSD, pero después mientras se preparaba un café descafeinado en la cocina, se acordó del pasaje de La Odisea que había leído Sabatini en voz alta para la grabación del libro audible, donde Nausícaa, la hija de Alcinoo, le da instrucciones a Odiseo para que se le ofrezca el camino de vuelta a su casa; antes que nada tiene que ver a su madre sentada junto al hogar hilando copos de lana teñidos con púrpura marina.

A ver, dice Elortis, y luego pega esta frase: Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Y sigue sin parar: era cuestión de cruzar rápidamente el megarón, esa sala enorme y fría, hasta encontrar a la madre de Nausícaa y había que mirarla, como embobado, hilar sus copos púrpureos cerca del trono donde su esposo se sentaba a beber vino como un dios inmortal. Ahí pasabas de largo el trono para agacharte y abrazar las rodillas de la madre de Nausícaa y si ella sonreía como en sueños quería decir que estabas preparado, podías volver a tu Itaca querida sin que te sintieras un extranjero después de tantas vueltas. La clave era abrazar con las manos las rodillas de esta reina sabia que hilaba estos copos purpúreos que eran de ese color porque habían sido teñidos por la secreción de la glándula hipobranquial de un caracol de mar carnívoro de tamaño medio, un gastrópodo marino llamado Murex brandaris, que segregaba esta sustancia cuando estaba asustado o se sentía amenazado. En el actual Líbano, antes Tiro, por eso se lo llamaba púrpura de Tiro, los minoicos habían empezado a extraer este tinte y parece que había que arrancar del mar a nueve mil pobres caracoles para obtener un gramo de tintura. Aparentemente por eso era tan preciado, y se empezó a relacionar al púrpura con el mando, y con la legitimidad del poder.

Ahora bien, gracias a Ponen, Elortis había leído que los olmecas también relacionaban al poder con la sabiduría, y la sabiduría la tenían los sacerdotes-chamanes que se rodeaban de los sapos bufo; por lo que podía ser que las túnicas, mantas para los lechos, la pelota del sabio Polibio, las olas y demás elementos púrpuras que aparecen en La Odisea y en los mitos griegos, todas relacionadas con el sueño, tuvieran que ver con las visiones que el tinte del caracol Murex producía al respirarlo o al rozar la piel; gracias a esas glándulas que, como las branquicefálicas del sapo bufo, expelen un líquido cuando la catarsis de la amenaza la activan. Por eso la sonrisa visionaria de la reina era necesaria para Odiseo.

Si hasta en un viaje anterior como el del vellocino de oro, parecía que en realidad —según Simónides, aclara Elortis— buscaban una primigenia piel de cordero granate teñida con la tintura del caracolcito. Claro que también Clitemenstra había distraído a Agamenón con una alfombra de tono escarlata antes de conducirlo al baño donde iba a ser presa fácil de Orestes. Y al lecho de Circe lo cubría una colcha rojiza.

Igual, lo importante en aquella época lejana, agregaba Elortis, era estar atento al olivo de anchas hojas en el puerto de Forcis; por ahí estaba la gruta, el templo, esa cueva de dos bocas, (¿porque nunca volvías a ser el mismo una vez que entrabas?, se preguntaba mi amigo) consagrada a las ninfas con los telares de piedras que usaban para tejer sus túnicas de extracto de caracol y también era necesario, más que nada, saber dónde se ubicaba tu cama, la que habías construido sobre los restos del olivo con las correas de piel de buey que brillaban de púrpura, porque si no tu esposa a la vuelta no sabría quién eras, claro, si olvidabas lo único que tenías que acordarte una vez que lo habías aprendido.

Ok, Elortis, a la cama, después me seguís contando; menos mal que yo escuchaba música mientras él me escribía estas locuras.

Autor, Adrián Gastón Fares.

PDF NOVELA COMPLETA INTRANSPARENTE: https://elsabanon.files.wordpress.com/2021/02/adrian-gaston-fares-intransparente.pdf

Lanzamiento novela digital Seré nada. Formatos para lectores de libros electrónicos. Digital book. Libros gratis en epub y mobi.

La edición digital para libro electrónico (formato .EPUB) de Seré nada ya está disponible para que la lean de manera gratuita.

Pueden leerla en cualquier lector digital, con el software adecuado (Sumatra, FBReader, Adobe Digital Editions, por ejemplo) o en lectores de libros electrónicos como Kobo, Kindle, Noblex, etc.

El link gratis a Google Drive con el formato para Kindle (Mobi): Novela Seré nada Mobi gratis

El link gratis a Google Drive para formato Epub: Novela Seré nada Epub gratis

Seré nada es mi nueva novela de terror. Puede ser una novela distópica, puede ser una novela de ciencia ficción, puede ser una sátira, puede ser una comedia, puede ser una novela de terror sobrenatural con un poco de western del conurbano, puede ser una novela de monstruos, de vampiros, puede ser una novela sobre la «discapacidad», o puede ser una novela sobre la hipoacusia, o la sordera, en fin, muchas cosas puede ser Seré nada porque fue un producto de mi imaginación durante abril de 2020 a febrero de 2021.

En formato digital tiene un poco menos de páginas (cuenta 166, contra 200 del PDF; en tal caso mejor si son menos; aunque el PDF está formateado según las reglas comunes entre editores para estos manuscritos)

Quería agradecer a mi amiga Majo por las correcciones que me hizo el año pasado, antes de la publicación en el blog, que me sirvieron muchísimo. Pueden leer su blog: http://extranjeraencadapais.blogspot.com/ También por animarme a escribir sobre el tema de la hipoacusia y más que nada a escribir otra novela.

(si quieren contar qué les pareció la novela, soy todo oídos)

Los dejo con una nueva sinopsis de Seré nada.

 ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

¡Saludos!

Adrián G. Fares

Edición digital de cuentos de terror y ciencia ficción del blog. Link para lectores de libros electrónicos (EPUB)

La edición digital para libro electrónico (formato .EPUB) de Los tendederos es la selección de algunos de los cuentos de terror, misterio y ciencia ficción que escribí en este blog.

Título original: Los tendederos. Cuentos. Número de páginas. 338.

Link gratuito en Google Drive en formato EPUB: Los tendederos EPUB gratis

Este libro de cuentos de Adrián Gastón Fares está fomentado por el terror, la ciencia ficción y lo extraño. Explora los dos lados de la moneda de los vínculos familiares y amorosos desde la literatura fantástica. Estos relatos han sido ponderados como escalofriantes, diabólicos, surrealistas, pánicos, siniestros, espeluznantes. Los neófitos encontrarán nuevas experiencias para exorcizar sus miedos más profundos, para arrumarlos; también, disfrutarlos. Los seres y las tramas que pueblan este libro viven en las aguas profundas de un terror todavía más hondo, ese que tiene que ver con lo que somos, con lo que hemos sido y lo que podríamos llegar a ser. Lo cotidiano visto a través de una nueva lente perturbadora, futuros sospechados y sentidos, tramas policiales, el desamor, supersticiones rurales, familias peligrosas, edificios abandonados, fantasmas, nuevos monstruos, todo esto y más puede encontrarse en estos cuentos poblados de imágenes únicas y sorprendentes.

Contiene los siguientes relatos, en este orden:

Las hermanas
Los tendederos
Reunión
La edad de Roberto
Un contrato conmigo mismo
Lo que algunos no quieren contar
Buenos días, Sr. Presidente
El Perchero ausente
Padre
El aguante
Las aparecidas
Las mil grullas
Todo termina que es un sueño
La casa de Orlando
Te espero en el techo
Los Endos
El reloj
Un posible fin del mundo
Bajo la manta
La casa nueva
Los cara cambiante
El vendedor de tiempo
Los dominantes
El cuento original
El hombre sin cara
La casa del temor
No es humo
Nuestros
Puntos negros
El Buscavidas
A la caza
Los encantados
Las cartas negras
Padrastro
Delcy y Nancy

Pueden encontrar la versión en PDF también en la página de inicio de este blog.

Felices carnavales.

Seré nada. 46. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 46.
En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar? Cuanto más tiempo tarden en descubrirlo, más difícil será escapar.

46.

Entre tanto alboroto, no todos los del colegio escaparon a sus casas.

Algunos decidieron que lo mejor que podían hacer era ofrendarse a esos dioses que recién habían descubierto. Particularmente, los que habían sido lastimados por ellos.

Gema y Lungo ya se habían saciado. Atrás quedó el hambre y la bronca.

Se sentían fuertes y cuando los nuevos acólitos, entre los que se encontraba el adolescente asiático, se acercaron mareados y rendidos, con las manos en alto, dejaron que los siguieran.

Cuando vieron la torre espacial de Interama, con las luces rojas y blancas parpadeando en la noche, los sobrevivientes del colegio creyeron que los serenados la habían usado de torre de control para descender desde el cielo. Mientras caminaban pensaban que iban a ser guiados a una nave espacial extraterrestre.

Se sintieron perdidos cuando en la calle Marco Avellaneda, en vez de seguir el largo camino hasta el antiguo parque de diversiones, los supuestos extraterrestres para algunos, para otros dioses, doblaron y entraron en una casa alta.

por Adrián Gastón Fares.

¡Sólo falta el 47!

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederos. Seré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 45. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 45. Audio libro. En Seré nada, tres amigos parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en la busca de la leyenda bloguera de una colonia de sordos. Encuentran a personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar? Cuanto más tiempo tarden en descubrirlo, más difícil será escapar.

45.

Silvina y Ersatz recorrieron el camino de regreso a la casa, donde los recibió Fanny sentada en el cordón de la acera, bajo la luz fría, con las piernas juntas, temblando de ansiedad.

Se sentaron al lado. Silvina la abrazó.

—¿Qué le mostraste a Lungo? —Ersatz le preguntó con curiosidad.

—Sí, ¿qué le mostraste para que cayera a tus pies? —dijo Silvina después de despegar la mirada de los labios de su amigo.

La intención de la pregunta era que la adolescente no pensara en el destino de Gema y los demás serenados.

Fanny sacó el celular. Manoseó la pantalla. La giró hacia ellos.

Era una fotografía.

De izquierda a derecha en la imagen de la pantalla estaba Zumo y Lungo, este con la boca impoluta, los labios cerrados, con el brazo cruzado por arriba del hombro de Gema, que a su vez tomaba de la mano a una niña, Fanny. Detrás había lápidas y una ensombrecida capilla. Los cuatro parecían sonreír con la mirada.

Ersatz asintió rápido con la cabeza, tratando de que su aprensión no se notara.

Silvina estrechó más a la adolescente.

Fanny escribió en su teléfono:

¿Madre sobrevivió?

Ersatz la miró sin contestar. Silvina contestó la verdad.

No lo sabían.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 43. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 43. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… 

43.

Entre tanto alboroto, los reunidos ante el palco no escucharon los gruñidos y gemidos, ni otros ruidos que estaban contenidos en el semicírculo inferior del escenario.

La puertita de entrada al foso estaba debajo de una de las escaleras laterales del escenario. Dentro del foso, otra puerta, que accionaba una escalera plegable, daba detrás del telón. Estaba pensada para utileros, pero en este caso era necesaria para mantener la sorpresa que Osvaldo iba a liberar luego de tantos vítores.

Algunos no sólo gritaban, también saltaban y se sentía una vibración en el suelo, como si el colegio fuera a venirse abajo en cualquier momento.

—Y ahora nuestro embanderado más pequeño y el más experimentado, otro médico como la doctora presente, que supo prestar sus servicios para el país… —dijo Osvaldo mientras se golpeaba con el puño cerrado el saco blanco abotonado—, por nosotros, por ustedes, hasta por esos desagradecidos que se fueron, va a entregarnos el fruto de la paciencia, la perseverancia, el trabajo en grupo y el compañerismo. Con ustedes, Ulises “Algodoncito” Gutiérrez. Nos explicará su particular método de encontrar la cura adecuada para que nuestra sangre criolla no vuelva a malgastarse.

Osvaldo acompañó con el brazo estirado la invitación a que el telón se abriera. Al ver que no salía nadie se acercó con cautela para abrirlo él.

El chico asiático y el tipo barbudo, en los roles de escolta y abanderado, movían los ojos para todos lados, atrapados en las posturas firmes. La gente gritaba.

—¡Queremos verlos! ¡Viva la patria! ¡Viva Argentina! —dijo uno que vestía una camisa colorida.

—¡Viva el Gran Buenos Aires! ¡Viva Zona Sur! —dijo una mujer que aplaudía apretando la cartera con los brazos.

Otro, un hombre pelado y con anteojos gruesos, revoleaba un pañuelo blanquiceleste. Eran pocos los que tenían menos de cuarenta años.

La mayoría andaba por los cuarenta y tantos. Abundaban los cabellos teñidos, las calvas, las arrugas, las barrigas de cerveza, los hombros sobrecargados.

Tanto las mujeres como los hombres apretaban sus cintas rojas.

Se había corrido la voz de que el azul oscuro, casi negro, era el emblema de los serenados, y eso potenciaba la elección de cuidarse del poder demoníaco de esos seres extraños con elementos de colores rojos.

Estaban tan enardecidos que empezaron los silbidos porque el telón no se abría.

Osvaldo estiró la mano para apartar el telón. En ese mismo momento se abrió y apareció una figura humana.

Gema tenía lágrimas en sus ojos y sangre por todo el rostro.

Llegó hasta el bordillo del escenario y se detuvo en seco. Evelyn se arrojó al suelo como si hubieran tirado una bomba. Gema observó a la ahora callada multitud.

Sin dejar de llorar retrocedió unos pasos, hasta quedar más o menos en la línea de los dos embanderados que no se animaban a dejar su postura recta.

—Pero ven lo dócil que la convertimos. Sola se va a presentar —dijo Osvaldo mientras el micrófono le temblaba.

Gema, acorralada, pasaba la mirada por la multitud.

La mayoría sostenía en lo alto sus cintas rojas. Algunos hasta crucifijos que blandían delante de ella.

Como si buscara a alguien entre la multitud, Gema miraba de un costado al otro del patio.

Parecía ida. No podía saberse qué había sido de su boca porque era un manchón de sangre.

Un reflector tardío, manejado por uno de los invitados, la iluminó.

Gema no cerró los ojos. Despegó los labios por primera vez en su vida.

Tenía varios colmillos afilados en sus grandes encías.

Algodoncito le había tajado con una de sus cuchillas los esbozos de labios que tenía, y ahora su nariz, liberada, luego de tanta adaptación para alimentarse, al abrir la boca se deslizaba casi hasta el entrecejo.

Lo que vieron los de abajo fueron ojos blancos, una boca abierta que era casi más grande que la cabeza y las manos crispadas por la desesperación que Gema había pasado en la operación.

La señora mayor, que se ve que todavía estaba un poco mareada por el veneno de Fanny, se le acercó con el plato en alto.

Para completar el acto, Gema tenía que aceptar y engullir esa comunión representada por el pedazo de queso y los dados de salamín.

La señora estiró la mano con el queso apretado entre sus dedos, acercándolo a la cara de Gema, que gimió y le apartó la mano con el bocado.

Llegó la risa de los de abajo, que esperaban ver algo más portentoso, no a una mujer con calzas negras, boca de piraña y el rostro elástico.

Entonces, Gema gruñó y empujó a la señora mayor, que fue a parar cerca del bordillo del escenario. Mientras, se iban acercando Osvaldo de un lado y del otro Evelyn para seguir con la presentación. Pero en ese momento el telón se volvió a abrir y aparecieron los gemelos. Llevaban algo entre los dos.

Era el cuerpo de Algodoncito. Uno le estaba masticando una pierna, y el otro tenía clavados sus dientes recién ventilados en el cuello.

La sangre manaba del cuello del enano.

Detrás de los gemelos, desde el telón, irrumpió en el escenario un ser reptante. Era la mujer de rodete que, caminando en cuatro patas, sobrepasó a Gema y aulló como un lobo hacia los presentes. El estrés acumulado en la cueva de Algodoncito le había hecho recordar todo lo que sufrió en la vida y así, con ese aullido, se hacía oír.

Los dientes eran más largos que los de Gema. Los que estaban adelante, que todavía no sabían si lo del enano era parte del acto o no, empezaron a retroceder, generando una avalancha, que empujó a los de atrás hasta las mesas preparadas para el refrigerio.

Uno de los gemelos había soltado al enano que quedó colgando de la mordida del otro.

El que lo había soltado estaba masticando un pedazo de la carne del muslo que le había quedado prendida en sus fauces.

Todos los serenados habían perdido el bronceado y estaban famélicos lo que hacía parecer más grandes sus hasta ahora ocultos dientes y sus cabezas.  Y eran todos tan altos…

La multitud estaba paralizada de miedo.

Gema siguió llorando mientras daba la espalda al público.

La mujer de rodete saltó del escenario al público, y semidesnuda como estaba, empezó a tirar dentelladas, hiriendo a unos cuantos.

Los gemelos habían dejado los restos del enano, y bajaron por las escaleras de los costados del escenario.

Los dos se unieron a la mujer de rodete para acorralar al público presente. El gruñido reverberó en el patio y la multitud retrocedió aún más.

El acto reflejo de mover la boca cuando se ponían nerviosos los hacía parecer peligrosos y violentos. Sus bocas ahora podían abrirse y no sabían muy bien cómo controlarlas.

Gema seguía adelante en el palco, traumatizada.

Se le acercó Osvaldo con el micrófono en la mano. Le pasó el cable por el cuello y comenzó a estrangularla.

Eso animó un poco a los de abajo e incluso pareció darle una indicación de cómo debían actuar.

Pronto resonó un disparo. Luego, dos más. La mujer de rodete voló hacia atrás y quedó tirada en el suelo. Los gemelos se desmoronaron, abatidos.

Gema empezó a sofocarse, y en vez de resistirse, apretó la boca hasta que cayó desfallecida en el suelo.

Habían matado a todos los demonios. Por lo menos, parecía eso.

Osvaldo tiró del cable del micrófono, atajó el aparato en el aire y se lo llevó a la boca.

—Tranquilos… Hicimos lo que pudimos para conservarlos con vida. Teníamos un plan hermoso para ellos. Hermoso… Pero el destino parece no haberle perdonado la traición a la sangre noble. No podemos curar a todas las personas. Por lo menos, servirán de ejemplo para que nuestra estirpe siga fuerte y sana por varias generaciones gracias a ustedes. —Tosió y se aclaró la garganta para elevar la voz—: A veces la sangre degenerada no tiene cura, incluso con los mejores métodos y cuidados.

El público se había vuelto a acercar al escenario y estaba vitoreando. Menos tres hombres que habían sido mordidos antes de que las balas alcanzaran a los gemelos y a la mujer de rodete. Los mordidos, tirados en el suelo, giraban sobre sí mismos con una sonrisa piadosa.

—¡Viva la sangre pura bonaerense! —gritó Osvaldo, mientras la incorporada Evelyn, cuyos labios temblaban, trataba de juntar las manos en un aplauso.

La puerta que daba al patio se abrió de golpe.

Una mujer y un hombre, desconocidos para la multitud, entraron con ímpetu al colegio.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 42. Nueva novela.

Capítulo 42. Leyendo Seré nada. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

42.

Las luces del alumbrado público se encendieron.

Las puertas de tres casas se abrieron casi a la vez sobre la avenida. Una reja de garaje se corrió. Resonaron los neumáticos de varios coches y algunas motocicletas raspando el cemento. Repicaron cascos de caballos. Una docena de bicicletas doblaron en la esquina del colegio.

En la puerta, dos de las motocicletas estacionadas tenían calcomanías de corcheas. Entre los signos musicales estaba escrito con firuletes Juremos con gloria morir.

Los pañuelos de color celeste y blanco que estaban atados en los espejos retrovisores de los coches y en los manubrios de las bicicletas también tenían escrita la misma estrofa del himno nacional.

La avenida no estaba deshabitada como habían creído Manuel, Silvina y Ersatz.

Detrás de las rejas, detrás de los cristales de las ventanas pintados en los negocios, detrás de los portones grafiteados, vivían algunos que habían vuelto a su lugar de origen en vez de apuntar para el norte.

Al volver, recordaron su costumbre de encerrarse completamente por si acaso, de abandonar los balcones en los que habían mirado las estrellas allá por los ochenta del siglo pasado, de niños o adolescentes, y al conocer que el barrio finalmente había cumplido con su promesa de entregarles algo más que violencia, indiferencia, muertes y falsa comunidad, se habían asombrado al principio.

En realidad, eran los descendientes de los que esperaban en las puertas que cayera el sol, eran los descendientes de los que iban a comprar el pan sin celular, de los que dejaban jugar a los niños, ellos mismos, hasta tarde en las calles, de los que hacían largas las tardes para no perderse la procesión callejera que les daba algo de variedad en lo rutinario.

Los descendientes, en la oscuridad de sus casas lóbregas y largas, de las habitaciones sumadas a otras habitaciones, ya no se miraban fijamente al espejo. Tenían pavor de encontrar algo inesperado en sus rostros.

Ya no podían ni siquiera sentirse diferentes, como sus progenitores lo habían hecho, de los de las villas cercanas, porque ya no estaban. Diamante era un rejunte de pasillos vacíos. Fiorito era un pantano con una isla: la casa natal de Maradona.

Ya no se tiraban la basura los unos a los otros porque no vivían encimados. Los perros ya no rompían las bolsas porque casi no había perros.

No había mascotas. Lo más parecido eran los geckos y lagartijas a los que a veces perdonaban la vida y otras aplastaban con sus zapatos o con un martillo especialmente preparado para la ocasión que sacaban del cajón de herramientas. Y si no se la pasaban con esas raquetas eléctricas matando insectos voladores.

Tenían que encontrar algo que los distrajera de arañar las paredes con las manos y cuando se enteraron de que del colegio se habían escapado una horda de seres deformes, que habían nacido de la unión entre monjas y curas degenerados de un infame convento, sintieron que lo habían encontrado.

Para ellos, siguiendo los fuegos artificiales de las fiestas de fin de año, los serenados se habían deslizado por las calles embarradas hasta el colegio privado de la zona, irrumpiendo y haciendo morir de sonrisas y placer a las monjas, a sus monjas. Se había apagado para siempre el fuego que calentaba las ollas populares organizadas por el colegio y la llama se mantenía en sus estómagos, una mezcla de hambre y resentimiento.

Y los serenados, esos seres con la boca cerrada a los que espiaban de vez en cuando, erguidos pacientemente en las terrazas los días de sol, justo lo contrario que hacían ellos que habían olvidado para qué servían las terrazas, los serenados, esos humanoides bronceados de los que se mantenían alejados, eran el único chivo expiatorio que podían encontrar para culparlos de la pérdida de sus ilusiones.

No había muchos familiares a los que torturar.

Los políticos tradicionales, de uno u otro bando, se las habían tomado. Algunos habían regalado sus partidos, pero nadie los quería.

Que Evelyn y Osvaldo descubrieran los cuerpos sonrientes de quienes los serenados se habían alimentado tuvo dos consecuencias.

Por un lado, hizo que la noticia de los deformes sangrientos se desperdigara por otros barrios del sur de Buenos Aires y desde Temperley a Cañuelas había cuadras de dos o tres personas que vivían en sus antiguas casas y se habían enterado de la existencia de algo raro en Lanús. Por otro lado, sirvió para que Osvaldo se convirtiera en una figura política con una causa justa.

Así que, con una cadena de favores que cruzó medio Buenos Aires, fueron aportando dinero, las señoras y señores del sur del conurbano, a la causa de hacerles un favor a los nuevos dioses, a los demonios del colegio, como los llamaban, para volverlos más parecidos a ellos.

Hasta la misma Riannon en vida, embanderada de la libertad de las personas sordas, que en realidad se había instalado con su comunidad en Uribelarrea, y no en Lanús como creían Silvina, Ersatz y Manuel, había aportado dinero para la causa de Osvaldo.

Más allá de las diferencias de edades, altura, anchura, color y género de las personas que fueron recibidas con las puertas abiertas principales del colegio, las que subieron las escaleras y desfilaron por el salón para ir reuniéndose alrededor del escenario tenían algo en común.

Llevaban escarapelas blancas y celestes prendidas de sus mochilas, de sus trajes, de sus sombreros, y todas, también, en sus bolsillos, o detrás de las mangas largas de sus prendas, cintas rojas.

Vitoreaban a Osvaldo que ya estaba con sus bigotes atizados, franqueado por Evelyn, los dos vestidos de blanco esclerótica y ambos ojerosos, para que diera la orden de descorrer cuanto antes el pesado telón del escenario y les dejara entrever, como aquella vez, a sus temores encarnados y maniatados.

Detrás de la multitud esperaban unos tablones con manteles, cubiertos de platos con salamines, quesos, fiambres, panes, y otros dones de la tierra con los que pensaban festejar lo que fuera que apareciera, cualquier cosa, algo diferente: lo nuevo, lo que les iba a salvar el año quizás.

Osvaldo no tenía mucho que decir, simplemente iba a mostrar y ellos necesitaban ver.

Detrás del micrófono, luego de Evelyn y Osvaldo, había incluso un abanderado con un escolta.

El adolescente asiático era el escolta y el tipo de barba sostenía la bandera con los mismos colores de la izada en el patio exterior.

El segundo escolta iba a ser Lungo que no había vuelto a aparecer.

Aunque la multitud miraba de reojo al chico asiático, Evelyn y Osvaldo pensaron dar un mensaje de diversidad con lo que tenían a mano.

La señora mayor, recuperada parcialmente de la experiencia psicodélica que le había provocado la mordida de Fanny, estaba encorvada cerca de la escalera y tenía un plato con un pedazo de queso duro y unos dados de salamín recién cortado.

El micrófono andaba perfecto. En el escenario, Osvaldo se quitó el sombrero de copa blanco, lo arrojó al público, para entretenerlos mientras tanto, dio las gracias al gentío y le preguntó a Evelyn si quería decir unas palabras. Evelyn movió la cabeza y levantó las palmas de las manos hacia Osvaldo, invitándolo a proseguir.

—Tengan un poco de paciencia que nuestro ilustre y diminuto héroe está terminando su delicado trabajo. Me alegra que compartan con nosotros este momento tan esperado. Unión, integración e inclusión, ¡viva!

—¡VIVA! —repitieron los de abajo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 41. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 41. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

41.

El barbudo tenía un pie sobre la espalda de Ersatz, como si hubiera sido fácil reducirlo. Tenía un brazo alzado para descargar el puño cerrado en caso de que fuera necesario.

Lungo gruñía y separaba más los brazos mientras avanzaba con más velocidad hacia el encuentro de Fanny, que tenía la boca apretada y la nariz manchada con la sangre de Ersatz.

—No saben con quién se están metiendo —dijo Ersatz, fue lo único que se le ocurrió para la situación en que estaba. El barbudo le pegó una trompada en la mandíbula.

No sintió dolor, pero se preocupó porque era una zona cercana al oído. Lo que faltaba era que lo dejaran más sordo.

Lungo se detuvo. Fanny tenía su celular en alto. Le estaba mostrando algo en la pantalla que el gigante parecía no querer ver. Se tapaba la cara, retrocedía, y daba vueltas sobre sí mismo, moviendo las manos hacia arriba como si estuviera espantando a unos murciélagos.

—Quería… Como ellos… Ser… —gritó Lungo con su voz cavernosa.

Fanny asentía con la cabeza.

—Así… No —agregó Lungo.

La cara de Fanny se desarmó otra vez. Parecía querer llevar el colmillo hacia la nariz por momentos, por otras apretaba los labios contrarrestando ese movimiento. Los ojos empequeñecidos, las lágrimas otra vez sobre sus alisadas mejillas. En ningún momento dejó de tener el celular en alto, hasta que Lungo dejó de dar vueltas.

Se acercó a ella y se arrodilló.

Fanny se inclinó para abrazarlo. Lungo aceptó el abrazo y la rodeó con sus largos brazos.

Giró la cabeza y miró hacia donde estaba el barbudo y el chico asiático con una mirada que estos dos nunca le habían visto.

Tenía apretada la boca, no babeaba, y el odio que reflejaban sus ojos era más alarmante que su colmillo deforme y su altura.

Lungo se incorporó, se quitó la mitad del pelo largo de la cara y empezó a caminar hacia donde estaba Ersatz y Silvina.

El barbudo dejó de pisarle la espalda a Ersatz y se inclinó.

—No soy como los que mataron a tu amigo —murmuró.

Ersatz ubicó las palmas debajo de su cuerpo y tiró las piernas hacia atrás. El barbudo cayó al piso.

El chico asiático, que ya había soltado a Silvina y retrocedía, se asustó más al ver a su amigo derribado.

Inclinó la cabeza, haciendo una reverencia de despedida, y empezó a escapar, corriendo hacia la avenida.

El barbudo se levantó, hizo una reverencia con la cabeza y también se lanzó a correr.

Lungo corría dando enormes zancadas y aunque parecía imposible que alcanzara a sus nuevas presas, verlo no daban ganas de especular con la posibilidad de que lo hiciera.

Los perseguidos miraban hacia atrás cada tanto y se seguían alejando más rápido.

Ersatz miró hacia Fanny que de perfil en la mitad de la calle tenía los hombros bajos. Parecía agotada y desconsolada.

Silvina miraba hacia Lungo, que gemía mientras corría al barbudo y al chico.

Ersatz le preguntó a Silvina si se encontraba bien.

—Yo sí… Pero los otros… Pobres… Son locos, los deforman en el colegio.

—Vamos. No hay tiempo que perder —dijo Ersatz mecánicamente como si necesitara decir algo obvio para asimilar lo que acababa de escuchar.

No quería que nada lo distrajera de la idea que se le había ocurrido, un plan que quería ejecutar de la mejor manera posible. Y eso significaba disfrutar el proceso.

Empezó a correr con las manos estiradas hacia arriba, gimiendo como si fuera Lungo.

Silvina lo miro incrédula y dubitativa primero, luego sus ojos se encendieron y se lanzó a correr como Ersatz.

Corrieron bajo el sol, por detrás del gigante, gritando y moviendo las manos, hasta que se cansaron.

Una vez que el barbudo y el adolescente asiático doblaron en la avenida, Lungo gimió y dejó de perseguirlos. Tenía la mirada nublada.

—Vamos, Lungo… Vení con nosotros —dijo Silvina mientras ladeaba la cabeza hacia el trecho que faltaba hasta el colegio.

Lungo tenía los ojos húmedos ahora. Se tapó la cara con las manos grandes.

—Puedo… No… Fanny… Sola… —dijo y se volvió para retroceder por la avenida.

Silvina se acercó a Ersatz, resoplando.

—Les tajean las bocas… —Silvina miró hacia atrás.

—Lungo… —dijo Ersatz.

—Van a hacerle lo mismo a Gema y a los demás… El gordo ese, Osvaldo se llama, está vestido como para una fiesta…

—Vos sabés manejar, ¿no? —le preguntó Ersatz girando los puños delante de ella.

—¿Qué? No entendí… Ah, ¿me estás cargando? Te hizo mal ponerte ese buzo de hace ochocientos años. ¿No había algo más grande?…

El buzo dejaba ver el ombligo de Ersatz. Y la capucha parecía un pañuelo alrededor del cuello.

—Ah, sí, esos pantalones. —Silvina miraba con desaprobación los holgados jeans de Ersatz. —No sé manejar.

Ersatz la miró con seriedad. Suspiró.

Aspiró el aire fresco.

—Vamos —apuró Ersatz.

—¿Adónde?

—Vamos, volvamos, toda esta corrida fue al pedo, tenemos que volver por Lungo— dijo Ersatz mientras giraba hacia Marco Avellaneda.

Silvina no entendió bien lo que había dicho Ersatz. Tampoco comprendía qué quería hacer su amigo. Pero lo siguió.

En el camino hacia la casa de los padres de Ersatz, pensaba, con tristeza, que ya debía ser tarde para hacer algo por Gema y los demás. Necesitaba abrazar a Fanny y esas ganas la hicieron correr más rápido que Ersatz por las calles.

La adolescente seguía en el lugar donde la habían visto la última vez. Estaba sentada en el suelo. Lungo, de pie, custodiaba, mirando hacia la avenida como si esperara que un malón apareciera de un momento a otro.

Fanny miró a Silvina con timidez y con un poco de miedo. Silvina no la abrazó. Le ofreció la mano. Fanny la tomó.

Caminaron en silencio y doblaron en la esquina de Ersatz.

Lungo bajó la cabeza para mirar a Ersatz que se había interpuesto entre él y la avenida.

Mientras lo escuchaba fue levantando la cabeza hasta que sólo vio el cielo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 37. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 37.

37.

La pequeña puerta se abrió. Evelyn caminó rápido, encorvada y guardándose un manojo de llaves en el bolsillo del delantal, hasta el pupitre donde estaba Silvina, que suspiró por la nariz al verla otra vez.

Prefería escuchar a los diminutivos del enano que aguantarse a esa mujer. Con esa cara que parecía pisar una piedra en cada paso que daba, y la risa fácil, frecuente. Ahí estaba otra vez, agachada frente a ella, con esa melena lisa y corta cayendo simétricamente a los costados de la nariz redondeada en la punta.

—Vamos —le dijo—. Vos seguí con lo tuyo, Algodoncito.

El enano, con la sierra en una mano, estaba palpando con la otra el filo de una cuchilla. Asintió y empotró la cuchilla en la sierra.

 —Esperá un poco con esta que todavía no llegó nadie, seguí con los otros que la quiero bien fresca.

 —Fresquita… —Algodoncito sacudió la cabeza, como si no estuviera de acuerdo con lo que proponía Evelyn.

 —Vamos, te dije. ¡Dios mío! ¿Vas a seguir haciéndote la estúpida?

Silvina se levantó del pupitre apretando el labio inferior contra el superior hasta que se le formaron unas arrugas en el mentón. Le digirió una mirada provocadora a Evelyn, que levantó el puño en señal de amenaza.

—¡Vamos! —le gritó.

Lungo custodiaba, agachado, desde la puerta. Cruzó una mirada con Evelyn y entró, agachándose más, para ir directo hacia Silvina y tomarla de la mano. Silvina sintió esa manota áspera, como repleta de costras, y aunque Lungo la empujaba, sintió ternura por la mascota de la médica, más cuando trató de articular algo que pareció ser:

Silvi… Vamo.

Antes de que la baba se le volviera a caer a Lungo, Silvina miró por encima del hombro y lo último que vio de ese inframundo del escenario fue al enano que había descubierto a uno de los gemelos y volvía a intercambiar cuchillas en sus manos, parecía obsesionado con cuál elegir para la sierra.

Evelyn cerró la puerta con un candado y dejó encerrado a Algodoncito con Gema y el resto de los serenados.

Salieron a la luz pálida del patio grande desde el foso del escenario. Mientras Silvina desfilaba adelante de Lungo y Evelyn, la siguieron con miradas desconfiadas el barbudo y el adolescente asiático.

La vieja de la escoba estaba en el suelo con las piernas alargadas frente a ella, la espalda inclinada y las manos apoyadas a los lados, mirando sorprendida a las palomas que revoloteaban en lo alto, entre las vigas de hierro.

—Ves, quedó tonta como vos. Decí que creemos que no contagian.

Ahora, el chico asiático parecía estar tocándose algo por dentro del pantalón de gimnasia que usaba y tenía el labio inferior un poco descendido, como si lo estuviera disfrutando. Evelyn lo notó, pero no le prestó importancia.

Silvina opuso resistencia a los tirones que le daba Lungo que, como un caballo al que ella guiara en vez de lo contrario, se detuvo.

El rayo de sol que entraba por un agujero en el comienzo de la cúpula de chapa le daba en el cuello y Silvina cerró los ojos para disfrutarlo.

Lungo dio dos pasos hacia atrás al ver que Silvina se quedaba ahí y le soltó la mano. Debía tener prohibido que lo tocara el sol sin permiso. 

El de barba se acercó, por si acaso.

El hombre rechoncho estaba comiéndose un sándwich con el corto cuello estirado al máximo hacia adelante para no mancharse el pantalón de vestir blanco que llevaba a juego con el saco.

En la fila de asientos encadenados en la que estaba sentado el rechoncho, había un sombrero de copa, también blanco, con una cinta celeste al lado de un mate con bombilla y una bolsa de azúcar abierta.

—Podés seguir caminando, por favor —le ordenó el barbudo mientras se atizaba la barba para dejarla, por un momento, triangular.

Silvina miró hacia el chico asiático que movía los antebrazos y parecía seguir disfrutando de su presencia, ahora tenía las dos sospechosas manos hundidas en sus pantalones deportivos.

Evelyn aspiró y tomó impulso. Se adelantó para agarrar de la muñeca a Silvina y arrastrarla con toda su fuerza hasta el patio. Dejó a Lungo mirándola con un ojo entre los pelos caídos de la frente desde la jamba de la puerta, y volvió para cerrarla.

Silvina miró el bordillo de la pared que estaba cerca del mástil y bajó la cabeza, mientras pensaba qué hacer para alcanzarlo.

Evelyn no la dejó cavilar, en dos segundos estaba enfrente de ella. Silvina tenía el pelo dividido en dos matas grasosas y aunque su espalda continuaba erguida el cuello estaba arqueado.

—Tomá el solcito nomás en vez de la sopa. Que mucho no vas a durar tratando de imitar metabolismos que no tenés… Además, estamos justo en el afelio, ese chino pajero que viste ahí es astrónomo, aunque no lo creas. Es el momento oportuno porque hoy la Tierra va a estar más lejos del Sol que nunca en su órbita hasta el año que viene, si es que existe el año que viene, ¿no? —soltó esa risa de corto aliento irritante y agregó—: Pero eso enseñamos ALLÁ. —Se volteó para señalar al colegio—, y no ACÁ. Y allá están nuestros compañeros, acá estás vos… ¿Y sabés qué? Los pingos se ven en la cancha…  A ver cuánto tiempo sobrevivís. Después de todo a Don-Genio-de-la-Antropología no le fue tan bien… —Esta vez se tapó la boca para reírse. La sobrepasó a Silvina, caminó hasta la puerta y la abrió—: Vía.

Silvina giró la cabeza para mirar hacia el costado de la puerta, donde Evelyn señalaba con el brazo estirado hacia la calle, mientras repetía el pedido de que saliera cuanto antes.

Silvina avanzó con una cara de loca más fingida que real. Dio un paso afuera y siguió caminando lentamente, bajo la luz del día, hacia la mitad de la calle, como si estuviera buscando en el pavimento los tornillos que parecían faltar en su cabeza.

¿Qué se trae entre manos?, se preguntaba mientras resonó el portazo que dio Evelyn.

Silvina empezó a caminar por el medio de la calle hacia la casa de los padres de Ersatz. Con el rabillo del ojo vio que una de las persianas del colegio estaba subida y que el adolescente asiático la miraba por la ventana.

En cuanto dejó atrás el colegio, levantó la cabeza y apuró los pasos. Esperaba no perderse.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares. 2021.

Seré nada. Capítulo 35. Nueva novela.

Capítulo 35. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.

35.

El aula, y otras del colegio de tres plantas, daba directamente a un patio de deportes y recreo que tenía una cúpula, muy alta, de chapa. El techo tenía muchos agujeros por donde no se filtraba ninguna luz. Silvina volvió a llevarse la mano al bolsillo como si tuviera el celular y pudiera ver la hora. Cierto, no lo tenía. Parecía de noche.

Cruzó cerca de una de las columnas que separaban el pasillo del patio, custodiada por Lungo, que cada tanto le daba un empujón.

Miró las lámparas amarillentas que iluminaban las puertas de los baños del colegio. Lungo la hizo girar. Vio el escenario, en el vértice del patio. Arriba había un micrófono en su soporte.

En lo alto de las paredes había algunas bocinas blancas que debían usar en ese colegio para el rezo, para anuncios y para pasar el himno nacional.

A sus espaldas había pupitres donde estaban sentadas personas que creyó nunca haber visto. Giró para ver las caras.

Eran el barbudo y el chico asiático que la miraban con fijeza.

Más atrás, una vieja barría con un escobillón las hojas amarillentas de los árboles que parecían colarse cada tanto por una puerta grande, que daba a un patio exterior. Silvina pudo ver un pedazo del cielo oscuro, iluminado por las luces del alumbrado. Luego sintió que la empujaban. No querían que mirara.

Adelante había una fila de sillas de plástico blancas.

En el escenario había un telón ennegrecido, que había sido bordó alguna vez, y parecía pesado por la mugre que tenía. En la parte superior del telón habían acordonado una cinta celeste y blanca, de lado a lado, con unas palomas de cartón enmohecido en cada punta.

Debajo del escenario, sobre el semicírculo de la base, había una abertura con una pequeña puerta que estaba abierta.

Lungo la empujó hasta ahí. La hizo agachar para que entrara. Luego cerró la puerta.

Dentro de ese semicírculo iluminado con mesas bajas y veladores sin pantalla, con cegadoras lámparas frías, blancas, Silvina vio que había varias camillas bajas con cuerpos encima.

Los cuerpos estaban tapados con sábanas blancas, como si fueran cadáveres. Silvina levantó la cabeza y se la golpeó con el techo.

—Vení —gritó una voz alegre.

Giró la cabeza y recorrió con la mirada tratando de descubrir de donde venía la voz.

—Sentate ahí —volvió a escuchar la potente voz.

Bajó la mirada. Vio a la persona que le hablaba.

Era un enano. Con una bata de médico celeste con algunos salpicones de sangre le señalaba un pupitre que había entre las mesas pequeñas con lámparas.

En la pared larga estaban colgados cuchillos, sierras, un martillo y otros tipos de instrumentos cortantes.

El enano era morocho y tenía labios carnosos y una boca con dientes sobresalientes y desparejos.

Silvina caminó, con la espalda doblada, y se sentó donde el enano le había señalado. Ese tétrico banco de colegio que parecía un ataúd para Silvina.

—¿Cómo te llamás?

Silvina no contestó.

El enano se acercó a una de las camillas y levantó la sábana, doblándola con cuidado, como si estuviera haciendo la cama.

 —¿La conocés?

Era la mujer de rodete. Tenía los ojos abiertos, estaba muy flaca, con las venas sobresalientes en el cuello, y Silvina notó que tenía los pies atados.

 —Ves que tranquilitos que son con nosotros.  —El enano se pasó el dorso de la mano por la frente, como si estuviera agotado—. Estuvimos esperando todo el veranito para esto.

Parece ser que, como a algunos degenerados, le gusta hablar con diminutivos, pensó Silvina, que no sacaba los ojos de la boca del enano.

 —El solcito no se iba… Pasaban los días y seguía ahí arriba. —El enano movió la cabeza—. No era… práctico en ese momento. Pero ahora sí. Lo que les sacaron a ustedes no les sirvió. Necesitan más, siempre más…

Se escuchaba un ronroneo que parecía venir de uno de los cuerpos tapados. Silvina, oía bien los sonidos graves, ya sabía lo que significaba ese sonido.

 —La valentía…

El enano se tambaleó dando pasos rápidos con sus piernas cortas de un lado para el otro hasta la cabeza de la camilla de donde venía el soterrado gemido. Esta vez corrió la sábana como si fuera un mago que estuviera mostrando su mejor truco.

 —Un valiente. Silvinita…, ¿no?

El pelo rapado a los costados… El que estaba acostado en esa camilla era el serenado de polar negro.

A pesar de que el enano parecía haberle tajado la boca sólo con ese cuchillo que tenía en el bolsillo del delantal, el serenado protestaba de la única manera que sabía hacerlo, con gruñidos, sin abrir la boca, primero, pero cuando movió los ojos y vio a la mujer de rodete acostada, preparada para otra intervención como la que le habían hecho a él, separó los pliegues de los labios recién cosidos, y formó una O con la boca por la que se escapó un quejido. El enano miró a Silvina y le guiñó un ojo.

—El susanito ese que te trajo no quedó tan mal, ¿no? —El enano señalaba la puerta—. Después de sacarles los puntos parecen labios como de personas normales… —Movió la cabeza—. Pensar que cuando llegamos encontramos muertos por todos lados. Algunos ni estaban muertos, los tenían, así como están ellos ahora para succionarles la sangre de a poquito. No se quejaban ni nada, porque tienen ese venenito que es tan efectivo, ¿no?

Sacó el cuchillo y señaló una tarima donde había varios frascos con un líquido violeta pálido. Entre los frascos había algunas jeringas.

—Imaginate que estos estaban fuertes como bestias y se escaparon. Sólo al susanito pudimos agarrar… Es el más grandote, pero es dócil. —Elevó la voz cuando notó que Silvina fruncía el ceño para escucharlo—. La otra apareció solita después, qué sorpresa, a pedir… Ni loco, soy una persona entera, no iba a hacerle eso a una pendeja… Ya vi sufrir demasiado… ¡Trastorno de estrés postraumático! ¡Qué lindo diagnóstico! —El enano se alisó el delantal salpicado con sangre—. Algodoncito no tiene eso. Algodoncito era médico de la flamante Escuela Naval Argentina. Ya había visto sufrir antes de los ingleses…

Silvina temblaba. Estaba concentrada en apretar los labios y en no mandarlo a la mierda al enano.

 —El frío es horrible, ¿no? Pensá como era allá…  ¿Viste alguna placa conmemorativa que diga Ulises Gutiérrez?  No. —El enano movió con fuerza la cabeza—.  Al revés, si no fuera por el Tyson21 todavía estaría en una cárcel de porquería… Un chiste. Y acá me tenés, poniendo otra vez el pecho. Para qué ir a una guerra y después ver cómo esos traidores se amalgaman en el norte. Se cruzan con chilenas, con lo que sea, ¿no? —La miró y le guiñó un ojo otra vez—. Vos te quedaste. Buena actitud… Fijate… —dijo el enano mientras señalaba con la punta del cuchillo una de las orejas del serenado—. Es un diente. Mirá, donde le fue a salir.

Lo que ellos habían creído que era un arito era un diente que parecía de marfil. Era Zumo, entonces, se dijo Silvina. El enamorado de Gema, según Roger.

—¿Qué pasa, champion?  —le preguntó el enano a Zumo, que trataba con la poca fuerza que le quedaba de liberarse de las cadenas con las que lo habían aprisionado al escritorio.

El enano levantó la mano y dio un tirón. La oreja de Zumo comenzó a sangrar y algo cayó entre las piernas de Silvina. Era el colmillo. Se veían la raíz y las muescas de ese largo molar.

Al instante, Silvina se lo guardó en el bolsillo de su pantalón, sin que el enano la viera. No era que sirviera para algo, pero le pareció una profanación lo que acababa de presenciar.

 —Y después nos dicen morbosos a nosotros… Mirá, cómo es este. Porque todos son distintos parece.

El enano movió las dos manos y dejó plegado hacia arriba el labio superior de la boca de Zumo. Descubrió una hilera de dientes muy chicos, como de leche, sin desarrollar y cuando siguió corriendo la piel hasta llegar casi a la nariz un pedazo de hueso reluciente dividía la encía superior del serenado en dos. Al descubrirlo, el no tener nada que lo retenga, el diente que tenía de pared la carne, mientras el quejido del cuerpo al que pertenecía crecía, fue despegándose para apuntar hacia el techo del lugar.

 —Hasta la maestrita integradora se asustó con esto, eh. No hay mucha integración cuando te encontrás con estos tipos así, le dije. —Miró a Silvina, estudiando su reacción—. Te digo porque acá el único doctor soy yo. La bata no se mancha, ¿no? La medicina mezclada con psicología barata a mí nunca me gustó.

El colmillo no era curvo como el que colgaba de la oreja. Era un diente más afilado. La frente del serenado se desfrunció. El diente se flexionó por un momento. Luego el rostro de Zumo se tensó y el diente quedó firme otra vez.

—Linda espadita, ¿qué opinas? —El enano hizo un círculo con el dedo pulgar y el índice y le dio un puntazo al diente, que se bamboleó. —Flexible. Si ellos fueran así sería otra historia… Otra historia…

Metió la mano en un bolsillo de un delantal, sacó una pequeña tenaza y empezó a tirar de la punta del colmillo.

La piel de la encía era tan elástica que el enano tuvo que retroceder varios pasos hasta que logró arrancarle el colmillo. Zumo hizo tanta fuerza, abriendo de par en par los ojos y moviendo el torso aprisionado, que dejó de gruñir y clavó los ojos en el techo bajo.

—Este es para mí.

El enano le dio la espalda y caminó hacia la repisa con los frascos, donde depositó el colmillo en una gasa, que no sólo absorbió la sangre roja si no también un líquido azulado que tenía en la raíz.

Silvina miró al serenado cuya boca abierta se estaba llenando del líquido violáceo que escupía como una manguera el agujero que había dejado el diente. Al instante, Zumo comenzó a convulsionar.

—Eso se llama un poco del propio veneno, ¿no?

El serenado dejó de moverse.

 —Seguimos calladita. Qué mal. Falta de respeto… A Algodoncito le gusta hablar solito dirían…

Ese sobrenombre ridículo, con razón estaba tan resentido, pensó Silvina. Estaba pensando cómo ponerlo en contra de Evelyn, a la que Algodoncito no parecía estimar mucho.

Algodoncito destapó a la que tenía más cerca.

Era Gema. El gruñido pareció elevarse y juntarse con el de la mujer de rodete y con los otros de los dos cuerpos que seguían tapados.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 34. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 34. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades. Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada.

34.

Silvina abrió los ojos y vio todo negro. Pensó que se había quedado ciega. Lo que faltaba, se dijo. Descubrió lo que estaba mirando. Era una pizarra. No tenía nada escrito. Giró su cuerpo y vio varios pupitres amontonados en un vértice del aula en la que estaba. Los pies le colgaban del escritorio.

Otra vez en ese sueño donde volvía a la secundaria, pensó. ¿Dónde estaba el chico que le gustaba? Tendría que volver a verlo para después despertarse aletargada.

Cuando había terminado el encierro de la primera epidemia había quedado por días así, aletargada, sin fuerzas, durmiendo de más, soñando mucho que volvía a ser una adolescente.

Parpadeó y se quedó dormida por un tiempo más. Luego volvió a abrir los ojos. Lo negro. El pizarrón.

Descendió del escritorio. Caminó dando vueltas por la habitación. Se acercó a una de las ventanas. Las persianas estaban bajas. Había una lámpara colgando que la dejó reflejarse en los cristales. Vio las marcas alrededor de su boca y se dio cuenta de que en los sueños de volver al colegio no estaba. En esos se sentía adulta y se veía adolescente. Ahora, estaba en la pesadilla real en la que se había desmayado porque una médica loca le había dado una pastilla.

Caminó hasta la puerta e intentó abrirla, pero no pudo. Pensó que era la pastilla que la había debilitado, pero después de dar unas vueltas alrededor del escritorio y volver a intentarlo, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Buscó el celular en su bolsillo. Se lo habían quitado. Luego recordó que ni eso, se lo había olvidado cuando salió disparada del dormitorio en la casa de Ersatz.

Se sentó en el suelo y empezó a sollozar. Se llevó las manos a las orejas. No se acordaba que no tenía las prótesis auditivas. No podía escuchar nada del otro lado de la puerta.

¿Dónde estaría Er? Qué le habría pasado. Era culpa de ella. Otra culpa más que debía arrastrar como la muerte de Manuel.

Se vio entrando al café donde se reunía con Manuel y Ersatz, un día de invierno. El sol bañaba la mesa donde la esperaban sus dos amigos. Extrañaba eso. ¿Por qué siempre buscar algo nuevo, algo más?

Siempre insatisfecha. Armando líos. Por eso la había abandonado su madre. Lejos de la loca, la rara, la problemática. La que una vez se chifló en un cumpleaños de su hermanito y revoleó el ventilador. La que no aguantaba los berrinches de la criatura.

El sollozo que salía de su pecho se convirtió en un llanto. No debía hacer mucho esfuerzo para recordar que si no dejaba de llorar estaría en problemas. A veces no podía parar.

Las imágenes aparecían y golpeaban en su retina, aunque apretara los párpados. Su madre poniéndose linda para salir y ella sentada en el sillón al lado de su hermano menor. La noche de pantalla con dibujos y hastío.

Saber que su padre estaba enterrado, no muy lejos. Esa palabra horrible, melanoma.

La fotografía de su padre con dos trofeos, las truchas que había pescado en el sur.

Se vio antes, mirando un partido de fútbol y su madre señalando que el de cámara con teleobjetivo era su padre. Se vio después, su madre prohibiéndole que tomara sol en un balcón. ¿Querés terminar como tu padre?

Se vio saliendo a la calle para no volver más de la casa de uno de sus exnovios, el que solía controlarle todos los movimientos, al que ella había enamorado primero porque él no quería saber nada. Nunca había sentido culpa de dejar a ese tipo rayado. Pero ahora sí.

¿Para qué lo había seducido? Sabía que no escuchaba, como ella. Que había tenido encima de padre a un policía intransigente que lo reprendía por todo.

Sabía que ese exnovio había sentido amor por primera vez en la vida cuando ella lo abrazaba por las noches o le contaba historias por debajo de las sábanas como si fuera un niño. Ella había creado toda esa belleza para quitársela en cuanto él la amara de verdad. Y se había ido con la frente alta.

Y después el mundo se había ablandado, las cosas habían cambiado, había amigas que le hablaban de responsabilidad emocional.

Responsable ya había sido cuando tenía que cuidar a su hermano, hacerle la comida, llevarlo al baño, mientras su madre se divertía con los amigos de su padre y después volvía medio borracha.

Se vio tirándose un día de semana en el suelo del sótano de un edificio. Estirándose. Transpirando. Saludando a la luna, al sol, bajando la cabeza entre las dos palmas abiertas, como entregándolo todo, para que el universo, Dios o lo que hubiera la perdonara, para que pudiera olvidar, para que el kundalini se despertara de una buena vez.

Se vio escuchando a gente que decía que ella había quedado sorda por no superar la muerte de su padre. Bajando la cabeza también ante esas palabras.

Se vio sola en una habitación de un edificio, pensando en caminar lentamente hacia el balcón para dejarse caer para siempre. En una mano tenía la carta documento que le había enviado su madre para sacarla de su propiedad.

Se vio peleando con abogados, esperando dos horas en un sillón hasta que la atendieran, como si los exámenes nunca terminaran. Pero tenían que terminar.

Debía respirar hondo. Abombar la panza al aspirar, distenderla al exhalar. Así se fue tranquilizando, con la frente en el piso y las manos cerca de la puerta cerrada.

Buscó su imagen, la imagen a la que siempre iba y que era sagrada y que la había descubierto meditando muchos años. Era una montaña escarchada en la cima. Flotando, subió hasta que pudo ver la nieve de cerca.

Y entonces pudo volver, bajar lentamente hasta ver el valle verde y luego el pie de la montaña, y dejar que otras imágenes llegaran y pasaran.

Leía en su dormitorio con toda la tarde solitaria por delante, creyéndose que era distinta porque tenía dos aparatos en el oído. Era diferente ella como las heroínas de medias raídas que dibujaba. No tenía ningún poder, el único poder era que los otros eran iguales y ella no.

¿Por qué era que su madre le alejaba y le acercaba el palito de helado cuando era chica? ¿Para qué la hacía sufrir así?

Que se fueran todos al carajo. Su madre. Su padre que había abandonado el tratamiento médico, y nunca pensó que estaba crucificando a una familia. Sus tíos paternos desaparecieron, incluso le pidieron dinero a su madre.

Su hermano que ahora era un abogado exitoso en Misiones y que se había aferrado de sus hombros mientras ella se miraba en el espejo en el baño y pensaba qué era lo que le gustaba hacer en el mundo para no terminar como su madre en los coches de cualquiera y aceptar incluso que le pagaran el alquiler unos tipos que desaparecían en cuanto ella, Silvina, había empezado a respetarlos.

Su madre había dado con ese viejo degenerado con dinero. El viejo hasta le gustaba llevarla en su coche al colegio para mirar al saludarla por la ventanilla las polleras de las otras chicas.

Había tenido que construirse una identidad, ella sola, para luchar mejor, para sobrevivir, para aguantar que le dijeran que hablaba mal en la adolescencia, donde formaba parte del grupo de chicas con olor a sangre y transpiración porque sabían que estaban tan afuera de todo que no se bañaban todos los días como las otras, las lindas, las fulgurantes, las de pelo rubio brillante, las de risas fáciles, las que salían con los mecánicos tatuados, las que salían con los que tenían merca.

Y no le gustaban en esa época los tímidos, los que eran como ella, pero no lo eran, porque ella no era tímida, era extrovertida, no era antisocial, le gustaba estar con gente, pero los sonidos no le llegaban a sus oídos como debía y en cuanto el ruido de la habitación se hacía insoportable, que era el momento donde todos se divertían, ella tenía que salir, alejarse, encerrarse en el baño, o bajar las escaleras oscuras de ese colegio ilustre al que la habían mandado a sufrir porque su madre pensaba que era más inteligente de lo que era y encima había querido que se integrara, que a pesar de que hablaba mal, fuera, vaya la redundancia, oralizada por profesores gritones y maestras solteronas y mandonas, a las que les gustaba mostrar el culo a sus alumnos y pensaban después en cómo se debían masturbar en la casa pensando en ellas, como le había contado una vez una amiga maestra que tenía, a la que hacía años no soportaba escucharla más.

Y el remanso de empezar a frecuentar a otras personas que tenían dobles dificultades como ella, que no eran visiblemente sordas, que no eran claramente sordas, que habían tenido que levantarse solas para encontrar su propia verdad en un mundo que les decía que no siempre.

Intentar hacer algo era el problema, como cuando en la casa de su abuela intentaba cambiar un mueble de lugar y la mujer le hacía un escándalo.

No, no debías intentar hacer algo cuando descubrías que los que te rodeaban tan solo por respirar te iban a señalar y mandar a encerrarte al cuarto a estudiar.

Apareció ante ella el pie de la montaña otra vez. Alguien, una mujer joven a la que no podía ver del todo, estaba jugando con un perro lanudo.  Tenía que hacer algo, pegar un grito para que la ayudara.  Intentó hacerlo, pero era tarde. La mujer ya no estaba. Abrió los ojos.

Tenía que lanzarse contra la puerta para ver si podía escapar del colegio donde la habían encerrado esos patrioteros.

Se abrió la puerta de golpe y dio contra la pared.

Por suerte, las imágenes la habían llevado a sentarse en el escritorio en el que la habían dejado sus secuestradores. La médica entró, seguida de Lungo.

Cerró los ojos y vio la cima de la montaña, su montaña, esta vez bañada por el sol. Fue apretando cada uno de los músculos de su cuerpo, empezando por sus pies. Dejó caer la cabeza hacia adelante mientras sentía que los dientes chasqueaban dentro de su mandíbula.

—¿Qué le pasa a la nena ahora? ¿Mejor? ¿Enojada?

Evelyn la tomó del mentón para levantarle la cabeza. No lo logró. Intentó haciendo palanca con su codo y resopló cuando vio que no podía.

Silvina empezó a levantar su cabeza. Puso los ojos en blanco, como si estuviera en trance.

—¿Preocupada por tu noviecito? Ya va a aparecer.

Atrás estaba el tipo rechoncho, apoyado en el marco de la puerta como si no aguantara su propio peso.

—Dios mío, esta chica parece poseída —dijo.

Silvina empezó a gruñir, logró imitar ese gemido que quería escapar de la garganta de Gema cada vez que debía alimentarse.

—Está mal del pechito —dijo Evelyn, río y se tapó la boca. Cuando se la destapó ya estaba seria—. A ver si me la pueden curar, Osval.

—Mirá que Algodoncito no es como Evelyn, eh… Tiene otros métodos —dijo Osval.

Lungo estiró el costado de la boca derecho y el izquierdo cayó hacia la prominente nuez de la garganta. No le salían bien las sonrisas maléficas, se dijo Silvina.

A continuación, Lungo la empujó. Ella se bajó del escritorio para seguirlo. Los otros ya habían salido al pasillo gris.

por Adrián Gastón Fares

PD.

Novedades.

Seré nada sigue, ya lo saben. Ya falta poco o por lo menos falta mucho menos.

Hoy además del capítulo 34 de mi nueva novela les comparto la nota que me hicieron ayer en la Radio 1110 por el tema de cine y mi película fantástica, de terror y drama, llamada Gualicho. Pueden difundirla ya que el objetivo es que los que deben tomar decisiones en el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales Argentino, el INCAA (su presidente y vicepresidente para ser preciso) intercedan y arreglen lo que me ha ocurrido con el premio. Y pronto pueda reanudar el rodaje de mi película.

Por otro lado, creo que sirve para entender también un poco la dinámica del cine institucional en Argentina y evitar problemas o saber cómo enfrentarlos. Lo clave es que los directores y los guionistas no tenemos presencia en el Instituto de Cine.

Por eso tuve que dar tantas vueltas para que me dejaran ver el expediente de mi propio proyecto. Esto último debe sí o sí cambiar. O no habrá nuevos directores de cine, no habrá nuevos guionistas.

En Argentina los que desarrollamos un proyecto lo hacemos sin dinero y lo hacemos desde cero, invirtiendo horas y horas y trabajando desde la A la Z. El destino de un director de cine no puede depender de un sólo productor. El destino de un proyecto no puede depender de una sola persona, tampoco.

Fin del tema.

Ya se viene el capítulo 35 de Seré nada. A. G. F.

Seré nada. Capítulo 33. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 33. Audio narración.

33.

La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.

Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.

Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.

¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?

 ¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?

 ¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.

No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.

Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.

Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…

Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.

Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.

Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.

¡Ramoncito!

Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.

Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.

Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.

¿Qué querés?

No supo si lo dijo para afuera o para adentro.

Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.

Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.

SACAME.

Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.

A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.

¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?

¿Por qué?

A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambia, vos tenés que cambiar, este país es así.

¿Por qué?

Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.

¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?

¿Por qué tenía tanta bronca ahora?

¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?

Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escucha. Por las cosas que hay que escuchar.

¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?

A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.

Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?

Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.

Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.

El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.

El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.

Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.

Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.

Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.

La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.

Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…

Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.

Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.

Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.

No había nadie que enfrentar. Se habían ido.

Tenía que encontrar a Silvina.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares

Seré nada. Capítulo 32. Nueva novela.

Capítulo 32. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.

32.

Silvina aterrizó sobre un helecho del cantero de la casa vecina. Desde ahí, vio que la ventana que daba a ese patio estaba enrejada.

No había manera de entrar a la casa, así que corrió por el pasillo lateral largo hacia la puerta abierta, desde la que llegaba la potente luz blanca del alumbrado público.

Siguió corriendo, ahora por el medio de la calle.

Se dio vuelta y notó que la perseguía una especie de gigante muy delgado. El gigante corría de manera destartalada hacia ella.

Dobló a la izquierda en la esquina, con la idea de alejarse de la avenida porque sabía que en ese lugar era donde estaban emplazados los que la habían atacado.

Entonces se dio cuenta de que la calle estaba inundada. Se volvió para ver si todavía la estaban persiguiendo. Por suerte, había dejado de llover. Parecía que la bestia esa había desaparecido.

Caminó hasta la vereda y se escondió detrás del tronco grande de un árbol. Sacó la cabeza. La mujer de delantal blanco la señalaba desde la esquina.

Al instante, aparecieron dos ojos oscuros del otro lado del tronco que se clavaron en ella. El gigante tenía cara ojerosa, enmarcada por pelo negro, largo y encrespado. La mirada era penetrante y a la vez brutal.

Ella intentó correr para el lado de la calle, pero el gigante se interpuso en su paso y le gritó algo incomprensible. Vio varios dientes y un colmillo en esa boca deforme.

La bestia le tapó el paso, como si estuviera por atajar a una pelota frente a un invisible arco de fútbol. Silvina giró en redondo para el otro lado y chapoteó sobre el agua. Sintió que la agarraban de la mano y la arrastraban hacia la esquina donde la esperaba la de delantal blanco.

Con la cabeza hacia atrás, pudo ver que el rostro de la bestia gigante era asimétrico, de un lado la boca le colgaba, como si una herida hubiera potenciado su deformidad.

El engendro la plantó delante de la mujer, que tenía la bata mojada y sucia. Le dio un empujón.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer—. Ya que no llegaste a presentarte… —agregó.

Silvina no contestó.

—Se creen vivos, ¿no? —dijo la mujer.

El hombre rechoncho llegó a la esquina.

Dio otros pasos largos rodeando a Silvina, que primero siguió con la vista los zapatos de vestir del hombre, grandes y negros. ¿Qué hacía alguien con traje ahí?, se preguntó. Parecía una morsa con esos bigotes tupidos y entrecanos.

—¿Esta era? —Miró, dubitativo, a la mujer de bata, que asintió. Luego se dirigió a Silvina—: ¿No les bastó con lo de su amigo? Lo peor es que nos costó dos honradas vidas… Nosotros no somos así, ¿no? —Volvió a mirar a la mujer.

—Para nada… —dijo ella—. Censar es nuestro deber…

—Manchar la sangre así. Qué pena —comentó el rechoncho, sacudiendo la cabeza, mientras se secaba con un pañuelo blanco la frente.

El gigante retenía con su abrazo a Silvina, que aprovechó para escupirle los zapatos al rechoncho.

La mujer se acercó y le dio una cachetada a Silvina.

—¿Cuál es tu nombre, te pregunté?

—¿Qué? —preguntó Silvina.

La mujer se alejó dos pasos y, tratando de tranquilizarse, metió las manos en su delantal.

—¿Tienen algún vínculo sanguíneo con estos… monstruos?

—No son sanguinarios —dijo Silvina—. No entendí.

—¿Si son familiares de Gema y el resto? —dijo la mujer, suspirando—. Cierto, es sordita…

El gigante que sostenía a Silvina lanzaba aprobaciones guturales, como si quisiera vocalizar, pero le fuera imposible.

—No somos familiares —murmuró Silvina.

—Son como el fugitivo ese, entonces… Así terminó. —La mujer miró, consternada, al rechoncho y agregó—: ¿No saben lo peligroso qué es acercarse? Todavía no sabemos mucho de ellos.

Le despejó la cara a Silvina, ubicándole el pelo en las orejas. Observó el cuello, luego le levantó la remera. Hizo girar el dedo índice y el gigante alzó a Silvina y la dio vuelta, mientras la sostenía sobre los hombros. La mujer le bajó los pantalones a Silvina y le miró los muslos y las nalgas. Luego se los subió, mirando con asco hacia atrás.

—Está toda picada —le informó al rechoncho.

El gigante bajó y dio vuelta el cuerpo que sostenía para que vuelva a encarar a la mujer, que negaba con la cabeza y hundía todavía más las manos en los bolsillos de su delantal.

—Un compañero nuestro, gran psicólogo argentino, murió por culpa de la sangre que le sacaron esos muditos —dijo el rechoncho.

—¿Dónde está tu novio? —La mujer se acercó a Silvina que trataba de sostener la frente alta.

—¡¿Qué?! —dijo Silvina.

La de delantal resopló y miró al rechoncho con expresión de hastío. Repitió a los gritos lo que había preguntado.

—No es mi novio y no sé. Nos íbamos, pero está todo inundado. —Silvina miró hacia atrás—. ¿Me podés soltar?

La mujer abrió la boca al dirigirse a Silvina.

—Así… Abrí la boquita por favor.

—¡Otra vez! —gritó Silvina.

Silvina trató de soltarse, algo que con los brazos como tenazas del gigante que la retenía era imposible.

El rechoncho puso las manos en la cintura. Giró la cabeza para mirar hacia atrás. Habían llegado dos más: uno era el adolescente asiático y el otro el hombre delgado con barba. El último negaba con la cabeza. El rechoncho suspiró. Les hizo una seña con la mirada. Los otros dos volvieron sobre sus pasos y se quedaron en la esquina, mirando hacia la casa de Ersatz.

La de delantal se cruzó de brazos y gritó:

—¿Sabés lo que es llegar a un lugar y encontrar cadáveres desnudos por todos lados? De profesores que pusieron su empeño en enseñar. De monjas sacrificadas… Los dejaron como escarbadientes usados, nena. No soy particularmente religiosa pero esas cosas duelen. Más cuando una era tu ex profesora de dibujo. —Las mejillas de la mujer se enrojecieron.

—Entendé, la doctora Evelyn no es una privilegiada de la ciudad como ustedes. Podría haber elegido trabajar en el norte y sin embargo decidió defender el barrio. Y eso que antes estudió con la prestigiosa maestra integradora Coverland.

—Riannon Co-ve-land, Osval —corrigió la tal Evelyn y agregó—: Dios la guarde en su gloria.

Silvina había entendido bien. ¿Esa loca con Riannon? No lo podía creer. Sintió que explotaba. Además, al gigante se le había caído una baba espesa que ahora se deslizaba por su frente y comenzaba a enturbiarle la mirada.

Pestañeó varias veces, giró la cabeza y subió los ojos para ver el rostro del gigante.

En cierta forma, era parecido a Gema. Y tan alto como la mujer de rodete. Tenía la frente más sobresaliente que ellas. A diferencia de las serenadas era tan pálido que parecía no haber visto nunca el sol. Por lo demás, debajo de las profundas ojeras en las que tenía hundidos los ojos la cara era un caos.

De un lado de la herida que era esa boca, el lado que colgaba por la altura de la nuez del largo cuello, tenía un colmillo partido. Del otro lado, más cerca de la mejilla, en el maxilar superior, tenía una hilera de dientes pequeños, todavía incrustados en las encías, que terminaban en otro colmillo, que parecía haber sido limado.

La mirada vacía que le devolvió le recordó tanto a la de Gema que Silvina no tuvo dudas de que era uno de los serenados. Intervenido por esos dementes. Si la rayada esa fue al mismo colegio que Ersatz, tal vez se conocieran, pensó. Pero no pudo pensar mucho más porque el gigante chorreaba tanta baba que la volvió a cegar.

¿Se debía estar excitando el traidor?

Evelyn volvió a pedir:

—Abrí la boca.

Silvina apretó los labios.

—¡Apriete, Lungo! —ordenó el rechoncho.

¡Lungo!, pensó Silvina.

Lungo subió las manos para cerrarlas en torno al cuello de Silvina, que estiraba las piernas sobre el cemento resbaloso para tratar de incorporarse. Se estaba sofocando.

Silvina abrió la boca. Evelyn aprovechó para introducirle una pastilla anaranjada. Luego la tomó del mentón.

—Cerrá la boca… Así… Muy bien… Vas a pensar más tranquila.

Silvina sintió el peso del cansancio de esa noche en todo su cuerpo. Lungo la soltó, ya no hacía falta que la retuvieran.

Dio unos pasos hacia Evelyn y cayó de rodillas.

por Adrián Gastón Fares

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 31. Nueva novela.

Seré Nada. Capítulo 31. Leída por el autor, Adrián Gastón Fares.

31.

Ersatz corrió hasta la puerta de su dormitorio y la cerró a tiempo para evitar que los intrusos entraran.

Vio cómo el haz de luz iluminaba por debajo del umbral de la puerta. Se colocó los audífonos rápidamente y subió el volumen al máximo.

—Ahí están —dijo una voz femenina.

—Chino, Barba… —ordenó una voz cavernosa—. Vos venís con nosotros…

Se oyó un quejido gutural en respuesta a la última orden. Después la misma voz, masculina, grave:

—Vamos, Evelyn…

Ersatz, mientras escuchaba el resonar de pisadas que parecían bajar por la escalera, corrió el escritorio de su hermana y lo ubicó de manera diagonal contra la puerta para que trabara el acceso a la habitación. Luego cruzó la habitación y giró la manija de la persiana del dormitorio. No se movía. Recordó que tenía una traba a nivel del piso, se agachó, la quitó, volvió a probar. La persiana subía.

Silvina seguía durmiendo. Y ella con el tema de que no quería sus audífonos, pensó Ersatz. No parecía lo mejor dadas las circunstancias.

La puerta se abrió y el haz de la linterna, redondo y potente, iluminó la espalda de Silvina que despertó, ahogándose, como si tuviera una pesadilla.

Miró hacia la puerta y gritó.

Un chico de rasgos asiáticos había logrado meter la mitad superior de su cuerpo y detrás del chico había un tipo que era pura barba. Los dos habían dejado sus linternas sobre el escritorio, los haces de luz, clavados, rasaban la cama.

Ersatz le hizo señas a Silvina para que se agachara y saliera por el hueco de la persiana. Silvina rodó por la cama, cayó a los pies de Ersatz y se arrastró por la abertura.

Los dos salieron al pequeño balcón. El bordillo de la baranda blanca estaba perlado por las gotas de lluvia. Lo único que les quedaba era escaparse por el árbol.

Ersatz se encaramó al bordillo de la baranda, se aferró lo más que pudo a una de las ramas del árbol mientras con el pie pisaba la corteza de tronco grueso de otra. Silvina, que era más rápida que él, ya estaba a su lado. Si se colgaban del tronco sus pies quedarían a la altura de la medianera de la casa vecina.

Nuevos haces de luz llegaban desde el fondo. Pudieron ver que una de las linternas la llevaba un hombre rechoncho vestido con un traje oscuro y la otra la tenía la mujer con el delantal blanco. Con ellos, más adelante, había una figura gigante que provocaba bamboleantes sombras.

—No se alarmen, no les vamos a hacer daño —dijo con la voz cavernosa el hombre rechoncho.

Silvina había logrado estabilizarse en el borde de la medianera y estaba agachándose lentamente para sentarse y luego poder saltar a la casa vecina.

Ersatz, mientras se agachaba sobre el tronco del árbol, miró hacia el balcón y vio que el chico asiático y el tipo de barba miraban hacia abajo, indecisos, esperando órdenes.

Cuando se sentó sobre el tronco, escuchó que algo se quebraba. Cedió y se vino abajo con él encima. Más abajo, los sostuvieron, a él y al tronco, otras ramas. Ersatz quedó a la altura del bordillo de la medianera. Saltó para alcanzarlo.

Quedó aferrado del borde de la pared medianera con los pies colgando cerca del suelo del lado de la casa de sus padres. Silvina se había arrojado a la casa vecina.

—Al lado. Rápido —oyó Ersatz que decía la de delantal blanco.

Saltó hacia atrás, al suelo del fondo de su casa. Dio contra lo que pensó que era cemento firme.

El suelo cedió y Ersatz fue tragado por una hedionda oscuridad.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 30. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 30. Audio. ¿De qué trata Seré nada? Es la historia de tres personas sordas que buscan una mítica comunidad sorda en el gran Buenos Aires. Dan con una comunidad silente, pero ¿qué son?

30.

¿Podía ser todo eso que habían leído?, pensaba Ersatz.

¿Era una broma de ese Roger que le había inventado una historia a Gema antes de morirse, con excusas de por qué se habían separado antes?, se preguntaba Silvina.

¿Le había inventado esa historia Gema a Roger para que no supiera de dónde había sacado esos muñecos? ¿No eran como esos vampiros de las historias que se robaban a los niños? ¿Y Gema de paso sus peluches?, conspiraba Ersatz.

Los dos llegaron a la conclusión de que nunca iban a saber si la mayor parte de esa historia era real.

Levantaron la cabeza y vieron que Gema tenía la mirada clavada en ellos.

—¿Qué pasó en mi colegio? —preguntó, impetuoso, Ersatz.

Gema cerró el cuaderno de golpe. Se lo guardó debajo de la calza, se levantó y salió corriendo hacia la escalera.

Ersatz se iba a levantar para detenerla y disculparse.

Silvina le apoyó la mano en el hombro y empujó para abajo. Lo miró con reproche:

—Si serás bestia…

—¿Yo? —Ersatz no sabía qué decir—. Claro, como vos sentís culpa por todo esto la entendés.

Silvina se llevó la mano al oído, tomó el audífono que le quedaba y lo arrojó a la otra punta del comedor. Luego caminó rápido hacia el dormitorio que usaba Ersatz. Se escuchó un portazo.

—¡Testaruda! —gritó Ersatz, con bronca.

Luego aspiró hondo, negó con la cabeza y se acercó a la puerta.

—¿Cómo sabemos si es verdad todo lo que dice ahí? ¿Si lo escribió Roger realmente? Por ahí no pasó nada en el colegio…

Silvina no abría.

Ersatz apoyó la cabeza en la puerta y la escuchó llorar.

Abrió la puerta y entró. Debía haber oscurecido más porque casi no había luz en las persianas. Se acostó al lado de Silvina, que apenas lo vio, resoplando, giró en la cama para darle la espalda.

Él se quedó mirando el cielo raso. Buscó a las estrellas, esperó a adaptarse a la oscuridad a ver si aparecían, pero no tenían energía, no pudo ver nada.

Se quedaron dormidos, cada uno en un borde de la cama, mirando hacia lugares opuestos. Con el pelo mojado y la ropa también.

Ersatz soñaba. Estaba en la ciudad y veía una ola gigante aparecer detrás de unos edificios, superarlos en altura, envolverlos, caer, remontarse y volver a subir para romper sobre una ventana de una oficina en la que él estaba sentado. Él les gritaba a los demás empleados que se fueran cuanto antes.

Sintió frío, se despertó, tomó su celular y vio que eran casi las ocho y media de la noche. Habían dormido unas cuantas horas… Con el resplandor del celular, vio que Silvina seguía dándole la espalda y seguía descubierta. Todo estaba oscuro.

Se sentó en la cama, cubrió a su amiga con la sábana hasta el cuello y meditó sobre lo que tenía que hacer.

Mientras tanto, Silvina hablaba en sueños, decía camiones los curas…

Con las manos apoyadas en la cama, con las estrellas artificiales oscuras en el techo, como al acostarse, cosas pegadas, sin luminiscencia, la cabeza ligeramente ladeada hacia el cuerpo tapado de Silvina como un amante insatisfecho, Ersatz vio como un haz de luz alumbraba las máscaras chinas que colgaban del pasillo.

Sintió que los pelos de la nuca se le erizaban de pavor. Intentó moverse, pero no podía. Tenía el cuerpo atado por el miedo. Pensó en los ojos sin vida de Manuel.

Saltó de la cama.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 28. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 28. Misterio. Terror. Ciencia ficción en Seré nada. ¿De qué trata? Seré nada es la historia de un grupo de amigos con sordera que viajan en busca de una mítica comunidad sorda del Gran Buenos Aires. Pero en vez de eso, como suele ocurrir en esto que se nos dio por llamar vida, dan con algo inesperado.

28.

Cuando despertaron el día se había nublado. Refulgió un relámpago. Por un segundo, Ersatz vio las sonrientes caras de esa ensalada de peluches que era el cuarto donde vivía Gema.

Las bocas parecían moverse un poco, la acción sedante y el efecto alucinógeno de los serenados seguían actuando en su mente.

En la de Silvina también, ya que tenía la mitad de la cabeza metida en la oreja gigante de una coneja rosada.

A Ersatz le pareció tan gracioso que se le escapó una risa.

Hacía mucho que no reía. Era un pequeño milagro reírse.

Se deslizó hasta Silvina y le tiró del pelo. Silvina se dio vuelta, con una sonrisa atontada, y le empezó a acariciar la cara con las manos que tenían el aroma agrio, y a la vez cítrico, de la orina que manchaba algunos de los muñecos.

Los poros de la piel de Silvina parecían exudar gotas microscópicas de un líquido tornasolado.

Los dos giraron las cabezas y vieron cómo la mano de Gema sobresalía, lánguida, del montón de peluches. Pensaron que debía haberse quedado dormida debajo de su colección de muñecos.

Ersatz logró ponerse de pie y tomó de la mano a Silvina para ayudarla a levantarse. Salieron para sentir la lluvia, que otra vez caía a raudales en la calle, y disfrutar del efecto residual de la picadura de Gema.

El agua llegaba casi hasta la mitad de la calle desde las zanjas.

Silvina le dijo que tenía que orinar y en vez de subir a la casa de los padres de Ersatz, corrió hasta la esquina y dobló.

Ersatz chapoteaba con sus zapatillas en el agua sucia.

De pronto, se detuvo, el frío que sintió le había quitado un poco el velo mental del efecto placentero del veneno de Gema. Estiró el brazo derecho y lo giró.

Esta vez, menos desesperada, la mujer había succionado en la superficie posterior del antebrazo.

No ardía ni dolía en lo más mínimo, pero la herida estaba un poco morada y había dos orificios rojizos que, aunque parecían raspaduras más que agujeros delataban los colmillos de Gema.

Silvina volvió corriendo. Mientras con una mano levantaba su remera, con la otra se tocaba el estómago. Arriba del ombligo tenía una marca morada y otra pinchadura.

—Basta que no se reproduzcan de esta manera —dijo con ironía.

Ersatz escuchó el chirrido, proveniente desde lo alto, de una ventana al correrse. Arriba estaba Gema. Era tan alta que se veían solo su boca y la mano que los llamaba.

Mientras subieron, Gema a su vez salió al descanso de la escalera y se agachó en una maceta que estaba bajo un techo.

Cortó tres rosas enanas y se las dio a Ersatz, que seguía algo mareado y pensó que las había tomado, pero en realidad habían volado y, abajo, el agua se las estaba llevando.

Gema cortó más y empezó a bajar la escalera, protegiendo a las flores en el hueco de su mano, como si llevara una vela con una llama que no quería que el agua apagase. A Silvina le pareció que el hueco de la mano de Gema resplandecía con un color anaranjado.

Gema fue directo a la casa de Ersatz. Subió las escaleras, seguida por Ersatz y Silvina, y caminó hacia la estufa adosada a la pared.

Las rosas que había en la Virgen negra se habían secado. Gema dejó caer a las nuevas, frescas, al pie de la estatua. Luego hizo una reverencia y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. A sus espaldas estaba la estantería de madera oscura que llegaba hasta el techo, repleta de vasijas azules y otros adornos. Ersatz prendió el velador que estaba en uno de los estantes del mueble. Tenía una bombilla cálida, amarillenta.

Silvina y Ersatz se sentaron frente a Gema.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Ersatz.

Gema levantó las manos, juntó las dos palmas e inclinó la cabeza hasta pegarlas a ellas.

—¿Duermen mucho? —dijo Silvina.

La mujer asintió rápidamente, como si fuera una niña.

—Quería pedirles que… —Por un momento a Ersatz se le puso la mente en blanco—. Pedirles si podrían enterrar a nuestro amigo en la esquina… —tragó saliva—, en la huerta, digo.

Gema asintió, esta vez con lentitud. Aspiró largo por la nariz. De pronto, a pesar del bronceado, sus mejillas se tornaron rojizas. Parecía que se iba a ahogar. Sus ojos se abrieron. Estornudó. Algo de la mucosidad incolora expulsada por los orificios de la nariz de la serenada quedó colgando de la punta de una de las zapatillas de Ersatz.

Los dos se miraron, sin ganas de reírse. Ya se les había ido el efecto psicoactivo de lo que fuera que les había inoculado Gema.

—¿Por qué los abandonaron? ¿De dónde…? —Ersatz pareció elegir palabras más amables de las que había pensado para concluir su pregunta—. ¿De dónde son ustedes?

Gema inclinó su cuerpo y rebuscó detrás de la estufa de chapa sobre la que estaba la estatua de la Virgen. Extrajo algo del hueco que la separaba de la pared. Era un libro de ajadas tapas marrones. Lo apoyó sobre su regazo y lo abrió.

Las hojas tenían dibujos. Las hizo correr, buscando algo. Luego enderezó el libro y estiró las manos para que vieran una. Era el dibujo, bastante bien hecho, de un tipo alto con una remera negra con una inscripción ilegible y anillos en los dedos largos. Roger, pensaron. Gema volvió hacia ella el libro y pasó las hojas. Luego lo apoyó otra vez en sus piernas y lo giró hacia ellos.

Había tres personas dibujadas.

Estaba dibujada una chica de pelo largo con los ojos pintados de azul entremedio de dos gigantes cuyas cabezas casi arañaban el borde de la hoja. Uno de los gigantes era Gema y el otro, algo más bajo, era Roger.

En realidad, pensaron, la chica era casi tan alta como Roger, aunque no tanto como Gema.

Ersatz y Silvina quedaron confundidos.

Al mostrarles esa representación, ¿Gema les quería decir que había una relación familiar entre Roger, la chica y ella?

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.