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Novela completa: El nombre del pueblo. Índice por partes.

Aquí les dejo el índice online de mi novela El nombre del pueblo. Espero que la disfruten.

Para todos los índices visiten la parte superior de la página (El Menú: esas tres rayitas arriba de este post despliegan el contenido del sitio) y/o también revisen la sección Acerca de mí.

PRIMERA PARTE. PUEBLO.

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 1

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 2

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 3

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 4

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 5

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 6

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 7

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 8

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 9

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 10

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 11

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 12

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 13

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 14

SEGUNDA PARTE. EL NOMBRE.

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 1

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 2

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 3

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 4

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 5

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 6

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 7

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 8

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 9

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 10

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 11

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 12

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 13

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 14

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 15

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 16

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 17

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 18

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 19

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 20

TERCERA PARTE. EL CANSANCIO DE LAS BALLENAS.

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 1

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 2

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 3

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 4

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 5

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 6

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 7

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 8

Fin. El nombre del pueblo. Autor: Adrián Gastón Fares.

Todos los derechos reservados. Copyright: El nombre del pueblo, Autor: Adrián Gastón Fares. Ilustración de Portada: Sebastián Cabrol.

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 8. Final.

…Pero creo que fue así como en verdad ocurrió lo demás:

Mi hermano fue visto por don Trefe, el dependiente bajaba la persiana de su negocio cuando lo vio pasar con la mirada perdida y una carretilla vacía.

También por Kaufman, que sentado en un bar tomaba el primer trago de la noche y se extraño al ver la expresión rígida de su antiguo empleado. Me comentó que parecía un sonámbulo con una misión que cumplir.

Hay muchos otros que dicen ahora que lo vieron; yo no les creo, me parece que engañan a sus nietos al inventar que fueron testigos del bautizo de este pueblo.

El diario deja claro que nunca iba a permitir que nadie viese su cuerpo sin vida. Cuando decidió matarse, recordó las cosas que contaban sobre el cuerpo de mi madre. Entonces se acordó del ancla y también del nombre que había pensado para el pueblo.

Es un misterio cómo hizo para empujar la carretilla con el ancla hasta la punta de la casi interminable escollera que denominamos Lengua. ¿Qué otra persona que no estuviese dominada por un espíritu conmovido habría podido siquiera moverla de ahí?

Al llegar, rodeó su torso con la cadena del ancla y arrojó la carretilla al vació. Desde un bote dos pescadores, que como había mejorado un poco el tiempo trabajaban cuando un ventarrón los había acercado peligrosamente a la escollera, lo vieron caer. Reconocieron a mi hermano, lograron alejarse de las piedras, y al ganar la playa fueron a la comisaría a contarle a Falcón.

Después, los seguidores de Schlieman denunciaron que nunca habían encontrado el cuerpo, que los dos pescadores, borrachos a esa hora, no eran buenos testigos, que mi hermano podía no ser el inventor del nombre del pueblo. Hasta dijeron que yo había encargado el asesinato de mi hermano y lo tapaba con la historia del suicidio.

Algunos hechos no pueden negarse.

¿Dónde fue a parar el ancla del humilladero?

¿Quién escribió la palabra que ahora repetimos para referirnos a nuestro pueblo?

Quién si no mi hermano era el más adecuado para expresarse de este modo.

La palabra, lo irrefutable, la palabra encontrada en nuestro incompleto cartel de bienvenida, escrita en la madera con el azul de las piedras marinas del cantero que, humedecidas por la continua lluvia, sirvieron de pluma al verdadero fundador de nuestro pueblo.

Y así es como venimos a llamarnos DESESPERACIÓN.

FIN.

Adrián Gastón Fares.

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Sobre el autor:

Escritor y Guionista. Director y Productor de Cine.

Bio:

Fares, Adrián Gastón (28 de octubre de 1977, Buenos Aires, Argentina) Egresado de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Creció en Lanús Oeste, Buenos Aires, donde escribió su primer novela influenciada por el cine y el terror fantástico: ¡Suerte al zombi!
Luego fue crítico de cine de la pionera revista online Cineismo y fue seleccionado para una Clínica de Obra literaria en la Universidad de Buenos Aires por su novela corta El sabañon. Esta novela inauguró un blog de cuentos, notas y poemas que lleva más de doce años en línea, primero llamado El sabanón y luego adriangastonfares.com
En 2016 fue seleccionado por su guión de película, Las órdenes, para el Laboratorio Internacional de Guión (Labguión, Programa Ibermedia)
Escribió Gualicho (Walicho), que ganó el concurso Internacional de Cine Fantástico Blood Window Película de Ficción INCAA, con un jurado conformado por los directores de los festivales de Sitges, San Sebastián y periodistas de medios como SeriesMania y Variety. Acaba de desarrollar su segundo guión de película de terror fantástico llamada El señor del tiempo (Mr. Time)

También es reconocido por crear y dirigir el cortometraje de terror Motorhome, Entre nosotros, y ser el guionista, productor y director (junto a Leo Rosales) de la película rockumental argentina Mundo tributo. Este film fue programado en festivales de cine de todo el mundo (México, Brasil, Colombia, EEUU, Francia, España, India, Chile, Argentina) y adquirido y exhibido por Cine.ar, Canal Encuentro, In Edit, Mtv Brasil, entre otros medios.

Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición, sordera de origen congénito, tratada con audífonos.

Más información sobre su actividad cinematográfica:

http://www.corsofilms.com/press

 

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 7.

Fernando recibió la carta donde la mujer le explicaba cuáles eran sus intenciones: no había posibilidades de que se siguieran viendo y sólo quería que se encontrase con el chico que él le había dado. Lo estaba despidiendo de su vida y Fernando creyó que eso no estaba bien, porque sabía que el pescador era un buen hombre pero eso nunca le había alcanzado a la mujer para amarlo. Comprendió que ya a él no lo quería y decidió seguir recorriendo el país. Pero antes iría al encuentro de su hijo, con la esperanza de que ella fuera y juntos huyeran. En ese momento no le importaba el destino del niño, sólo la mujer.

Cerca de la Lengua se elevan los médanos más altos de la costa, en sus inmediaciones era donde antaño se encontraban. Ella le indicó el lugar. La mujer le escribió diciendo que irían sus dos chicos y que el hijo de él era el que llevaba el medallón que le había regalado; le advertía que podía hablarle, pero que no se atreviese a decirle la verdad.

Durante dos meses, los chicos fueron una y otra vez a la playa a esperar la embarcación que traería a su prima. En las cartas a Fernando le comentaba que estaba muy alegre del plan, porque como había pensado, mantenía a sus hijos lejos de la casa y evitaba que sufrieran las continuas peleas del matrimonio. Sin embargo, todavía faltaba que el objetivo final se cumpliese.

Fernando con la esperanza que la mujer volviera a enamorarse de él, pospuso una y otra vez la fecha de encuentro. Finalmente, en una de las cartas la mujer le decía que enfrentaría el peligro e iría a la playa con los chicos para despedirlo. Él había soñado muchas veces con el naufragio de la embarcación del pescador, del odiado esposo; ahora el hombre había enfermado y a duras penas trabajaba la huerta de su casa. Fernando pensó que podría convencer a la mujer para que huyera con él.

Así fue como se acercó a la playa aquel día y vio a mi hermano subir los médanos. Lo acompañaba otro chico, yo, pero nadie más. Reconoció el medallón que mi madre le había señalado en la mano de Miguel y, enfurecido, arrojó el idéntico que él traía al suelo. Y al ver al chico más cerca, recordó que lo único que le importaba era la mujer; insultó a Dios en el dialecto de su pueblo, buscó su puñal –al desenfundarlo bruscamente el filo cortó la palma de su mando– y lo blandió en el aire para asustar a Miguel.

El viejo dijo que muchas veces se había arrepentido en la vida de lo que había hecho. Miguel tenía una pregunta que hacer; como me pasó a mí en el bar, sintió que había algo que estaba por entender, pero lo que era aún no se diferenciaba de las otras sombras y permanecía oculto esperando su momento. Le preguntó al anciano por qué había dos medallones idénticos.

Fernando sonrió y repuso que eran una consecuencia del comienzo del amor. Cierto día habían planeado un escape a Obel. La mujer, un poco para divertirse y otro para espistar, se oscureció y enruló el pelo. El viejo dijo que aquel había sido el mejor día de su vida, que nunca se había divertido así. Encontraron una tienda fotográfica, donde eligieron vestirse de época para las tomas.

Mi hermano había terminado de comprender y apenas seguía escuchando lo que el anciano le contaba; cómo habían resuelto que él se quedase con la fotografía en la que posaban juntos y mi madre con la que posaba sola. Luego, cuando mi padre le pagó por primera vez, Fernando compró el par de medallones idénticos y le mostró a mi madre dónde guardaría su fotografía y le regaló el otro para que allí pusiera la de ella.

Entonces el anciano le pidió disculpas por no haberlo saludado aquel día. Y se conmovió al recordar el suicidio de mi madre (se había enterado por la madre de Amanda) y el tiempo que él había viajado por el mundo, hasta que decidió volver y morir en el pueblo en el que había conocido a la única mujer que había querido de verdad. Dijo que jamás se atrevió a acercarse a su hijo.

Sé que en ese momento mi hermano se levantó, despidiéndose con una sonrisa, y abandonó el faro. Fernando me contó esa misma noche en la playa, mientras los policías iban y venían por la escollera, lo que yo repito en estas páginas.

No se sabe con certeza lo que ocurrió después. Todos tienen en este pueblo su versión y tal vez la mía no sea la más verosímil… (Continuará)

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 6.

El viejo dijo que cuando la embarcación en la que él viajaba, un bergantín, entró en nuestro mar, el faro donde ahora estaban era el que había guiado a su capitán para encontrar la playa en la noche. Fernando había terminado los estudios elementales en su pueblo y, tras la peste que había diezmado a las mujeres y niños tranies, decidió unirse a la tripulación de una embarcación que visitaba las costas del mundo traficando antigüedades. El capitán le confió el control de los desembarcos y el asiento de las partidas en el libro.

Esa noche, anclaron el bergantín y se dispusieron a dormir esperando la mañana; entonces se acercarían en canoas a nuestras costas y visitarían el pueblo. Ahora debo recordarles que nuestro pueblo fue siempre propiedad de los pescadores. Al ver la embarcación anclada en sus costas una turba fue juntándose en la playa. Cuando el primero de los extranjeros caminó por la cubierta del bergantín, fue recibido por unos cuantos disparos y se vio obligado a retornar a sus aposentos. Las agresiones continuaron y la embarcación levó anclas y abandonó nuestras costas.

Pero la tripulación sufrió la baja de un hombre. El que faltaba se había despertado temprano y, viendo que no había nada que hacer hasta que el capitán diese la orden del desembarco, nadó hasta la playa y luego caminó hasta el pueblo, donde trató en vano de que le cambiasen sus monedas. Luego escuchó los gritos y cuando alcanzó la playa, vio al bergantín adentrado en las aguas. Iba a hacer señas, pero entendió que los pescadores apalearían a ese extranjero y que, de cualquier modo, el capitán no se arriesgaría a acercarse a la playa.

Su tristeza no fue tan grande. En el bergantín tenía algunos amigos y nada más y aquí había visto a las jóvenes hermosas que hacían las compras a la mañana. Esperaba conseguir algún trabajo y empezar una vida nueva.

Empeñó su anillo y el reloj, que un día el capitán de aquella embarcación le había regalado, y así vivió los primos días en nuestro pueblo entonces sin nombre, hasta que la gente lo aceptó. Un pescador le consiguió trabajo y lo dejó vivir en su casa por unos días. Allí fue donde conoció a la esposa del hombre. Pronto esta mujer y él se enamoraron.

Cuando el pescador adivinó lo que pasaba quiso matarlo y Fernando tuvo que huir de esa casa, dejar el trabajo y el pueblo. Llegó a Obel, y ahí vivió un tiempo y dos veces vino a nuestro pueblo a reunirse en la playa con la mujer. Luego, la noticia de un embarazo lo amedrentó y decidió no volver al pueblo sin nombre. La decisión le costó el sueño de muchas noches, ya que sabía que la mujer lo seguiría esperando y todo el asunto lo hacía sentir un cobarde.

Recorrió el país, y cuando vio que ya no había nada más que ver y que ningún otro lugar se parecía a éste, tuvo ganas de volver a ver a la mujer que todavía no había podido olvidar. Fernando escribió una carta, que haría entregar a su amada por la chica que vendía cosméticos (la vendedora no era otra que la madre de Amanda, la asesina serial que fue asesinada por un asesino de asesinos seriales) Así es como, cuando la mujer del pescador tuvo la carta en las manos, ideó una estratagema.

Sabía quién era el padre de su primogénito y que si su marido se enteraba no sólo la mataría a ella, sino también al hombre que había amado. Ella ya había perdido el amor por el hombre que más la había hecho sufrir en la vida y sólo una cosa le parecía justa: que Fernando conociera a su hijo.

Les contó a sus hijos una historia. Siempre su madre le relataba este tipo de cuentos y no le costó mucho inventar uno. Era la historia de una chica española, hija de una hermana que ella tenía y del despiadado hombre que la perseguía para vengar una muerte. Así lograba que sus hijos empezaran a acercarse a la playa y que su marido la creyera loca. El viejo dijo que si había algo de locura en aquella mujer, entonces se notaba en la perfección con que había trazado su plan.

por Adrián Gastón Fares. (continuará…)

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 5.

Cerré los ojos con mi mejilla apoyada en la de la morena. Sentí el calor del baile. Me vi bailar. Vi a una mujer bailar conmigo y luego volvía a mí para apretar más los ojos. Me hundí en el fluido invisible que une a dos cuerpos, aunque apenas sus mentes se conozcan. Noté que el recuerdo era mío pero podía haber sido también de ella, de la chica con la que me mecía en esa pista de baile:

Entraba corriendo en el baño de mi casa junto a mi hermano. Otra vez éramos pibes. Miguel buscaba la brocha de enjabonarse de mi padre para jugar, la agarraba pero al cerrar el cajón la manga se le enganchaba en el que estaba debajo. El cajón salía lanzado hacia delante. En el suelo quedaban esparcidos varios ruleros. Nos quedábamos con dos, para armar gomeras, y tratábamos de devolver los demás a su lugar.

Recordé a Malva, la joven de pelo oscuro enrulado de la desvaída fotografía del medallón. ¿Cómo estábamos seguros de cuáles eran sus facciones si no se vía más que una sombra? Los contornos sugerían una cara, pero nada más que eso. La imagen estaba borroneada en círculos, como si un dedo la hubiera desgastado a propósito, pero esto nunca impidió que Malva nos resultara conocida a mi hermano y a mí, como con esas personas que no podemos creer que estamos viendo por primera vez. Entonces entendí.

Abrí los ojos y, afectado por el alcohol y la música, besé apasionadamente a la morena. Esto arruinó mi matrimonio pero no mi carrera. Le susurré al oído que debía irme. Salí al jardín delantero de la casa y ahí me quedé, esperando bajo la lluvia que el efecto del alcohol me abandonase. Al rato escuché la frenada de un coche. Atrás de la reja estaba Rolando, el tío de mi esposa. Entendí que algo le había pasado a mi hermano por su ojos entrecerrados pero fijos los míos. Pero para que yo siga, tengo que dar rodeos porque hay cosas que no se aceptan fáciles sin escribirlas parráfo a párrafo primero o hay temas que no se tocan sin acariciarlos primero, como un tigre en un baldio, diría Miguel, ¿no? Un tigre fuera de lugar, del lugar donde uno esperaría encontrarlo, te puede arrancar algo más que la mano.

Hacía cincuenta años que un rayo había derribado el faro, cuando mi hermano se acercó a sus ruinas. La base había quedado de pie y la estructura superior le había caído encima formando una especie de techo. Entre vigas y escombros derruidos vivía el viejo que Miguel visitó aquella noche. Golpeó la puerta, una chapa oxidada. Nadie contestó. Entró, vio las sombras que crecían y disminuían. El fuego estaba prendido a un costado y el anciano seguramente dormitaba en un catre. Al ver al intruso, gritó que sabían que no se iba a mover de ahí y que si eso querían, que le consiguieran entonces una casa. Miguel le explicó que no era su intención molestarlo. Solo quería hablarle.

Entonces mi hermano reconoció en aquel hombre las facciones del viejo que había empeñado el medallón.

El viejo enderezó la espalda, apoyándose en la pared, y esforzó sus legañosos ojos para ver quién lo interpelaba. Seguro que al hablar la oscuridad entraba en su boca; muchos eran los dientes que le faltaban. Le preguntó a mi hermano qué tenía que hablar un hombre joven con un viejo vagabundo. Miguel repuso que él no era tan joven y que nunca le había molestado conversar con un anciano. El viejo quiso saber el nombre de mi hermano y agregó que el suyo era Fernando.

Miguel hundió las manos en el bolsillo de su pantalón y sacó el medallón tallado con los dos unicornios. Caminó hasta el fuego y le dijo a Fernando que se acercase. Cuando estuvo a su lado, acercó el medallón a las llamas y le preguntó si había visto uno igual. No bien Fernando posó la mirada en el objeto, sus ojos se enturbiaron y todo su cuerpo empezó a temblar. Mi hermano le preguntó qué le pasaba. El viejo respondió que estaba muy triste porque hacía cuarenta y cinco años que había llegado a este país. Miguel le preguntó dónde había nacido: En Tranir, una isla autónoma perdida en el Golfo de México. Los ojos del viejo estaban cubiertos de lágrimas y Miguel quiso saber por qué. Fernando repuso que se había acordado de la última vez que había visto a mi hermano.

Esto habrá helado la sangre de Miguel. El viejo continuó.

El día que lo vio estaba en la playa esperando a una mujer. Estoy seguro que en ese momento la voz de mi hermano se habrá quebrado. Sé que comentó que un hombre no espera a una dama con un puñal. Pero el viejo contestó que siempre llevaba el arma blanca bajo su abrigo y que sólo la había sacado cuando vio a los chicos sobre el médano. Mi hermano titubeó, y Fernando le dijo que se sentase en el catre porque debía contarle algo. Y por la mirada de aquel hombre afantasmado, yo imagino, la palabra algo podría significar más que todo para mi hermano.

por Adrián Gastón Fares (continuará)

 

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 4.

Todo empezó la noche que mi hermano se encontró con el pescador en el restaurante. Nosotros estábamos en un bar cercano, esperando que don Isidoro termine de hacer su trabajo para que nos cuente la reacción de Miguel.

Cuando entendí que éste creía de verdad que Castillo estaba en el pueblo, y que era un viejo que había empeñado un medallón, caminé por la playa tratando de encontrar a ese hombre. Como no me fue posible, le pregunté a don Isidoro si había visto a un vagabundo. Ahí me contó la historia del viejo que vivía en el faro. Se me ocurrió, entonces, citar al pescador con mi hermano en el restaurante y que lo convenciera de visitarlo. Así sabría que aquel hombre era un pobre vagabundo. Esto coincidió con la muerte violenta de Amanda, pensé que mi hermano todavía no se había convencido de la identidad del asesino.

Don Isidoro estaba, como siempre necesitado de dinero y volvió al bar muy contento, pidió ginebra y nos contó que había impresionado a mi hermano y que sin ninguna duda iría a ver quién era el zaparrastroso del faro. Luego contó los billetes que le habíamos dado y se fue. El Ruso tenía una cita en el restaurante y dejó el bar.

Me quedé solo, pensando en nada, revolviendo un café que no quería tomar. El bar estaba muy concurrido, ya que a esa hora servían chocolate y el frío y la lluvia propiciaban su consumo. Tanto que, apartando mi café, me pedí uno dispuesto a no ver nada más que a la barra derretirse lentamente.

Cerca de mi mesa, un nene reía mientras su madre le pasaba una servilleta por la boca. Esa risa hizo que se me pasara el mal humor que tenía. Si bien un chico que llora puede hacernos caer en la más acerba desesperación, uno que ríe nos hace felices. Imaginaba a mi esposa sonriendo con un bebé en brazos y pensé lo feliz que toda la gente sería si las cosas ocurriesen como esperaban. Poco a poco, algo se fue esparciendo en mi memoria como el chocolate en la leche. Y el recuerdo era tan oscuro y extraño, que las imágenes acudían a mi mente poco iluminadas y vaporosas, y no podía ordenarlas porque casi no podía ver lo que eran.

Sin embargo, ahí estaba mi madre. De pie, frente al espejo del baño, alisaba con un cepillo las ondas de su pelo. Y había alguien frente a ella, un chico casi tan bajito como yo en la época del recuerdo. Estaba parado delante de la puerta del baño y alzaba la cabeza mirando cómo mi madre se peinaba. La cabellera rubia se movía y brillaba. Miguel estaba quieto y abstraído en aquello que observaba. Yo bajaba la vista y seguía leyendo el libro de estudios sobre la mesa de la cocina, la levantaba de nuevo y Miguel seguía ahí. En algún momento mi madre se daba vuelta súbitamente y le hacía una morisqueta a mi hermano, que reía y salía corriendo a su pieza. Entonces, mientras seguía alisando su pelo, yo escuchaba la risa clara de la mujer.

Tan enfrascado estaba en mi recuerdo que no me di cuenta que miraba fijamente al nene que estaba con la madre. El mocoso me mostraba la lengua muy enojado. En ese momento recordé que aquella noche tenía una fiesta en lo de Mario y lo mejor era que fuese a prepararme.

Más tarde discutí con mi esposa porque ella no quería ir a la fiesta. Una amiga le había contado un rumor sobre mí, que mi mujer ya había confirmado hacía tiempo, y estaba muy enojada. La dejé sola y llamé al Ruso para que pasara a buscarme con su coche. Ahí conocí a la mujer con la que el Ruso se había citado en el restaurante. Iba en el asiento del acompañante y cada tanto se daba vuelta y me sonreía. No era muy linda, pero su cabellera oscura y ondulada me atraía.

¡Cómo se besaban esos dos! Por un momento temí que fuéramos a chocar. Me sentía solo y tonto, estaba contento de que mi mujer no hubiese venido, pero me veía explicándoles a todos que estaba descompuesta y les mandaba saludos.

No podía evitar mirarle el pelo a aquella chica. Había algo que me perturbaba: era como saber lo que otros no saben y, por cortesía, callarse. Era no animarse a mirar por segunda vez a alguien que parece conocido, y sin embargo, quedarse para siempre con la duda.

La fiesta estaba muy alegre. Habíamos llegado un poco tarde y ya todos bailaban. La orquesta tocaba milongas y ni bien entré me ofrecieron whisky. Mientras hablaba con los invitados tomaba como nunca. Tanto que noté que varias veces Mario me miraba fijamente. Después de la comida sirvieron champán y no pude negarme. Pronto bailaba con una morena. Había muchos invitados bailando junto a mí. A un costado, la mujer de Mario intentaba convencer a su marido de que se sumara al grupo.

Mientras bailaba con la morena, yo no podía sacar los ojos de la novia del Ruso. Todo ese pelo hamacándose sobre sus hombros. Y entonces fue como si los que bailaban en esa habitación cayeran encima de mí. Recuerdo haber apoyado la mejilla en la de la morena. Cerré los ojos… (continuará)

Por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 3.

Pero mi hermano no estaba para nada curado. De alguna forma, que debía haber previsto, Miguel empeoró. Alucinaba por las calles y su mirada estaba más perdida que cuando la distraía mirando entrechocar las olas. Empezó a sospechar relaciones entre las cosas, algunas increíbles.

El meteorólogo me había prevenido de las tormentas que se acercaban. Ésa fue la causa del adelanto en la aparición de la embarcación. Debíamos aprovechar rápidamente la marea baja.

Ese año llovió todo el otoño y el invierno. Hacía un mes que mi hermano había desaparecido cuando las tormentas amainaron. Él no pudo evitar relacionar la inclemencia del tiempo con la profanación de aquella fosa.

El escritor del diario exageró la venganza de Castillo. Cuando asesinaron a Martita, mi hermano empezó a pensar que la advertencia de la estela era real: no sólo se había descompuesto el tiempo para siempre, sino que habíamos despertado a un asesino insatisfecho de su venganza. Si era una joven cercana a él la que moría: ¿Quién otro que el temerario Castillo iba a tener razones para castigarlo tan severamente? ¿Qué otra persona había jurado eterna venganza ante la infortunada muerte de su hija?

Y el joven escritor inventó en el diario una compañía para Castillo: aquel perrito cimarrón que aullaba siempre y que rara vez se lo veía. La casualidad quiso que Amanda tuviera a ese molesto pequinés y que, cuando ella merodeaba por las noches la casa de mi hermano para espiar si estaba acompañado, éste oyera el lastimero ladrido que el animal profería y lo confundiese con el del ficticio cimarrón de Castillo.

Les decía que nunca había imaginado el retorno de Ingrid.

El matrimonio se desmoronó en la primera semana, el novio se enteró de unos rumores sobre mi relación con la joven y hubo una pelea. Ingrid volvió al pueblo y me reprochó haberle arruinado su vida. Estaba enamorada de mí. Yo no podía arriesgar mi reputación y abandonar a mi esposa. Además, le tenía lástima a la pobre, siempre sensible porque no me había dado ningún hijo.

Miguel volvía de vender sus gansos cuando descubrió a Ingrid. Quedó, obviamente, desconcertado. Ella bajó de uno de esos taxis de Obel y yo iba a acercarme cuando vi a mi hermano. Cuando, días después, finalmente la dejé, el azar jugó otra vez y Miguel vio cómo la mujer lloraba en la vereda. No hay más que decir sobre este traspié tan doloroso en mi vida. Jamás la volví a ver.

Transcurrió un año de la desaparición de mi hermano cuando un día lluvioso pasé por aquella casa y vi al viejo regando las flores bajo su paraguas. Ignoro qué fue de Ingrid, si vivió en Obel o en algún otro pueblo.

Hasta acá llegan las explicaciones de la confusión de mi hermano por las consecuencias de mi engaño. Lo que les voy a contar a continuación es lo que muy pocos saben. Cómo descubrí la terrible verdad. Qué hechos sirvieron para que deduzca la verdadera identidad de Malva.

Y éste es, quizá, el giro más trágico de esta historia.

por Adrián Gastón Fares. (continuará)

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 2.

Un hombre que deseaba llevar sobre sus hombros la administración de un pueblo no podía tener una mancha que peligrara la elección de los pobladores. Si yo quería que el partido confiase en mí, debía internar a mi hermano en el manicomio de Obel o sacarlo de la playa. De otra forma, me vería obligado a renunciar a la candidatura.

Reflexioné, y llegué a la conclusión de que mi hermano estaba realmente afectado. Sus problemas auditivos, incluido el persistente zumbido bilateral, habían creado un marco ideal para su introversión. Fui a verlo todas las tardes y no hubo caso: el hombre quería estar con su medallón mirando el mar. Muchas tardes me dijo que no era una locura, simplemente le gustaba meditar allí. Yo creía que un hombre de su edad no podía perder el tiempo de esa manera y me preocupaba su futuro. No tenía esposa, ni novia ni muchos conocidos. Era un solitario que necesitaba nada más que un sueño. Pero yo sabía de la tristeza de los que llegan a la vejez solos –ahora lo sé mejor– y, además, siempre soñé con tener un hermano mayor de verdad, maduro, con el que poder discutir mis asuntos y celebrar mis éxitos. Mi egoísmo fue, y es, la razón de mis tristezas.

Como vi que no había ninguna posibilidad de alejar a mi hermano de la playa, y Mario comenzaba a planear la deposición de mi candidatura, ideé un plan. Necesitaba la ayuda de algunas personas conocidas y de otras no tanto. Pero, ¿quién le iba a negar una mano a un posible gobernador?

Disponer de los restos del barco fue fácil. No se necesitaban más que algunas maderas y un aprendiz de carpintería. Para copiar los unicornios en el estuche, no hizo falta más que mi dibujo y las manos hábiles de un orfebre local. Consulté a un meteorólogo para que me informe sobre las mareas y dispuse todo para que los pescadores coloquen el barco donde fuera visto por mi hermano.

Al descubrirlo, comenzaron a tejerse en la mente de Miguel los enigmas y coincidencias que lo martirizan en su diario. Ya que si bien no fue difícil disponer del barco, si lo fue un poco armar la fosa de Malva y conseguir la fotografía que allí enterramos.

El Ruso conocía al anciano que cuidaba el cementerio y sabía que con poco dinero estaba arreglado el asunto. Había una estela que muy poca gente conocía pero que siempre estuvo allí. No tenía nombre, tan sólo una maldición. Allí mandamos a Eleuterio, el sepulturero, con las falanges que él mismo nos consiguió.

Encargamos el diario de Malva a un escritor recién llegado de Obel, un joven desesperanzado que no tenía otra alegría en la vida que llenar papeles, y por muy poco dinero, conseguimos un diario antiguo bastante verosímil. Allí se insinuaba la ubicación de la tumba mediante unas palabras de Castillo. Nosotros sabíamos que mi hermano solía leer en el cementerio y estábamos seguros de que encontraría el sitio señalado.

La fotografía fue lo más complicado. Jamás olvidaré las consecuencias de esa estratagema.

Allí fue donde conocí a Ingrid. Buscábamos a una chica que tuviera que dejar el pueblo y que se pareciera a la joven del retrato borroso del medallón que mi madre había entregado a mi hermano. Un domingo caminaba por unas de las calles cercanas a mi residencia cuando me crucé con una chica que por ahí paseaba.

Ingrid, de pelo rubio lacio, era más hermosa que la Malva del retrato pero sus ojos oscuros tenían ese aire triste que confería a aquella mujer gran parte de su belleza. La saludé y ella respondió que era un honor hablar conmigo. Seguimos caminando y hablando. Cuando nos separamos ya me había confesado que no estaba segura de sus sentimientos por su novio, un joven adinerado que vivía en Obel. No obstante, y debido a la locura de su padre –¿recuerdan aquel señor que Miguel encontró regando flores bajo la lluvia– quería abandonar lo más pronto posible su hogar y comenzar una vida nueva.

Me pareció la más adecuada para ser la doble de Malva y a la semana no sólo éramos cómplices, sino amantes.

Tuve en mi vida dos amores importantes. Es terrible que reconozca que ninguno de ellos fue mi esposa. La sonrisa de Ingrid es la que todavía sorprende mis sueños.

Mi esposa ya había descubierto el asunto. Ingrid estaba celosa y me quería sólo para ella, pero lo que pretendía era imposible de enfrentar para un político. Pronto me alegré de que su casamiento fuera inminente. Le conté lo que necesitaba de ella –una fotografía simple, en la que posaría con una peluca oscura y un vestido pasado de moda– y la convencí asegurándole que el futuro de mi hermano y el mío estaban en sus manos.

Cierto atardecer, mi caminata por las calles me llevó a las puertas de una casa abandonada. La atmósfera decadente del lugar cosquilleaba mi memoria, pero terminé por convencerme de que jamás la había visto. La puerta de la entrada estaba entornada y no pude evitar espiar. Así llegué al primer piso y descubrí la inmensa lámpara que colgaba del techo. Decidí que ese lugar era el ideal para recrear una mansión española.

Días después, estaba en el lugar con Ingrid y un fotógrafo. Necesitábamos esa fotografía para que mi hermano no dudase en ningún momento que el cuerpo encontrado era el de Malva. La única solución que entreví fue la de colocarla en la fosa y hacerla resaltar en el diario de mi supuesta prima. El escritor agregó en el discurso de la chica alusiones a una fotografía muy querida, que extrañamente había desaparecido. Y cuidamos de que en nuestra toma se viera en el anular de Ingrid un anillo de oro con un diamante falso incrustado, que luego pasamos a una de las falanges que enterramos. De ahí en más, estábamos seguros que todo iba a funcionar. Pero nunca, dios mío, imaginamos las complicaciones que el azar nos depararía.

¡Qué sorpresa cuando me enteré que la casa abandonada era de los Gutiérrez! Al leer el diario de mi hermano aparecieron ante mí los traviesos hermanos, siempre odiados por mi madre porque maltrataban a Miguel, no así por mi padre que veía en ellos una compañía noble para sus humildes hijos.

Yo era muy chico en la época que jugábamos con los Gutiérrez y no recordaba ni aquella mansión ni sus habitantes. De ahí la confusión de Miguel al ver la fotografía, la tulipa adornada de cristales que descendían casi hasta el piso se veía reflejada en el espejo de la vitrina y esto despertó en él la sospecha, sólo confirmada al encontrar la casa en sus caminatas. Entonces pensó en dos mansiones iguales en dos pueblos alejados y esta fantasía no hizo más que empeorar su confusión.

Otro paso fue arreglar a Falcón. Esto no fue difícil porque sabíamos que el comisario no desperdiciaba ninguna oportunidad de ganar dinero y aceptaba este tipo de donaciones. Con las condiciones de que mantuviera en secreto el plan y atendiera con disimulo a mi hermano tras el hallazgo del barco, le prometimos una buena suma de dinero.

No pudimos prever el interés de Martita por mi hermano. La casualidad quiso que fuera asesinada cuando iba a decirle algo importante a mi hermano. Estoy seguro que su intención era revelarle mi plan.

Una de las equivocaciones fue la de buscarle trabajo a Miguel. Me enteré por el Ruso que Kaufman necesitaba alguien que vendiese sus gansos. Pensé que las caminatas distraerían a mi hermano, alejándolo de la circunspecta soledad en la que lo sumiría el hallazgo de la embarcación.

Recuerden que yo tenía la esperanza de que el casamiento mantuviera a Ingrid lejos del pueblo y de esta manera nos libráramos de que mi hermano se la cruzara algún día. Pero ustedes serán, mis queridos amigos, más inteligentes que este viejo y ya habrán recordado que los refranes son tan repudiados por nuestros intelectuales como verdaderos: muchas cosas fallaron, y no fue el menor desliz la vuelta al pueblo de esa mujer.

El casamiento tuvo lugar en Obel, el pueblo del novio, un día antes de que mi hermano viera los restos del bergantín en la playa. Ingrid jamás volvería a su casa, ya que los padres del muchacho odiaban que se casara con una joven del pueblo sin nombre –recuerden que este pueblo todavía no había sido bautizado– y dábamos por sentado que la pareja evitaría nuestras inmediaciones.

Por otro lado, el padre de Ingrid la había maltratado cuando era chica y ella decía que el hombre merecía la soledad que le esperaba.

¿Hará falta agregar que no me fue muy grato estar en este pueblo, preparándome para engañar a mi hermano, mientras Ingrid se casaba en Obel? Sin embargo, seguí dirigiendo los preparativos y al otro día todo salió como esperábamos.

¡Qué felicidad cuando me acerqué a la playa ese atardecer y no vi a mi hermano sentado en la arena!

Creí que lo había curado y que podría empezar a vivir una vida normal. Sin embargo, mi sonrisa se extendía por el apoyo incondicional que de ahí en adelante iba a tener de Mario.

Mi imagen estaba asegurada ante el pueblo.

Nadie, ni siquiera Schlieman, podría aventajarme en las elecciones. Sin el miedo de que un posible fracaso se debiera a mi pasado, yo estaba seguro de mí mismo…

Por Adrián Gastón Fares. (continuará)

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 1.

Sirvan estos párrafos para honrar el terrible destino de mi hermano. La única esperanza de redención de mi parte reside en la redacción de estas notas en mis pocos momentos de ocio, donde confesaré mi culpa en la desaparición de Miguel y revelaré las desgracias que lo llevaron a tomar esa terrible decisión.

Los diarios dicen que hago prosperar al pueblo. Yo sólo sé que no fui un buen hermano. Sin embargo, tuve mis razones para hacer lo que hice y la vida las burló y se llevó a un hombre alucinado, pero de bien, dejándome a mí el sabor acre de la culpa. Estoy seguro de no ser un criminal. Pero en las noches mi conciencia zozobra como en el peor de los mares y mi vigilia no tiene fin. Recemos todos nosotros, pobladores de este triste pueblo, por el alma de Miguel.

Revolviendo los enseres de mi hermano, uno de mis hombres encontró un diario donde cuenta los hechos que atormentaron los últimos días de su vida. Es mi deber explicarlos, porque a primera vista pueden esquivar la compresión del hombre más sagaz del pueblo, pero todo tiene una explicación.

Son treinta los años que pasaron –reelecto una y otra vez por la honestidad que me caracteriza– desde que asumí la gobernanta de este pueblo. Veo ahora mis fuerzas aplacarse. Mi fin será tan terrible y común como justo. Déjenme entonces olvidarme de la enfermedad que me acosa. Les contaré todo. Y dejaré un testamento para que no bien yo abandone este hermoso mundo –ya que los caminos de este pueblo volverán a ser transitados si la muerte es algo más que nada–, el diario de mi hermano y estas notas que ahora me propongo escribir se den a conocer y sean aprovechadas por mis lectores según les convenga.

Mi labor será la de recordar y créanme que, habiendo estos asuntos arruinado el sueño de muchas de mis noches, no me será grato; al menos no tendré que esforzarme demasiado.

Todo empezó con la candidatura.

Los hombres del partido político confiaban en mí, pero Mario Cardone, el presidente, el hombre más callado que conocí en mi vida pero también el más pérfido, decía que mi imagen no era la adecuada. Que yo tenía un pasado difícil y que, despiertas las imaginaciones por la obsesión de mi hermano con la playa, todos señalaban el precario estado mental de mi familia. El suicidio de mi madre era recordado en el pueblo.

Cuando yo tenía cinco años, ella empezó a reñir diariamente con mi padre. Cualquier nimiedad bastaba para que se enojara. Se peleaban y mi madre salía a caminar. Me contaron que llegaba hasta la playa y que allí se quedaba de pie, mirando la nada. Luego volvía a mi casa y lo mismo al día siguiente. Dos años después, mi madre le habló a Miguel, luego a mí, de una prima lejana y nos mandó a esperar en la playa a la embarcación en la que la chica escapaba de una venganza. Obedecí porque me pareció divertido. Nunca imaginé el efecto que estas tardes tendrían en el ánimo de mi hermano.

Poco a poco empezó a volverse triste. Él tenía dos años más que yo y leí muchas novelas, tantas como mi padre le traía de la feria. Las mujeres ya habían empezado a gustarle, pero las idealizaba y, como todavía era un mocoso, estaba lejos de acercárseles. Siempre me comentaba que era desdichado porque no tenía ninguna amiga. Era verdad, jugábamos mucho, pero siempre con los mismos pibes: el Rulo, Albertito, los Gutiérrez. Nunca una chica. El decía que los personajes de sus novelas tenían amigas con las que compartir sus aventuras.

Entonces, a la manera del afamado hidalgo de la literatura, mi hermano trastocó la realidad a gusto. Empujado por la imaginación de mi madre y las largas esperas en la playa, se enamoró de una mujer que no conocía y que apenas había visto en una desvaída fotografía. Malva era la posibilidad de conocer a una extraña de otras tierras, pero nada más que eso para mí. Para mi hermano lo era todo.

Cierto atardecer, mis padres discutieron y mi madre abandonó la casa para no volver jamás. El cuerpo fue encontrado varios días después. Estaba muy golpeado, lo que hacía suponer que había caído del extremo de la Lengua y que dio contra las rocas antes de que el mar lo paseara por sus fondos.

Al empezar este relato dije que Cardone, el presidente del partido, necesitaba que yo limpiase el nombre de mi familia.

Otro día volvió a hablarme del suicidio de mi madre y del problema de mi hermano. La dilatada espera en la playa era su verdadera preocupación…

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 17.

Luciana se sentó a mi lado en el recreo. Estaba preocupada por mis ojeras. Me mantuve callado. Sin embargo, ella siguió junto a mí. Las compañeras la molestaron por eso. Dice que no importa, ya que su madre puede echarlas cuando quiera. ¡Qué tonta que es!

En las clases, muchos de los chicos permanecen callados y noto en las miradas de algunos cierto brillo que me hace pensar que entienden algo. Sin embargo, otros me ponen el cesto de basura abajo del pizarrón, en el medio, para que al desplazarme escribiendo me lo lleve por delante. Siempre lo hago. No puedo evitarlo.

Pero Luciana realmente se hace querer. Hoy a la tarde gritó cuando iba a llevarme el cesto por delante.

Volvía a casa cuando escuché un motor (un sonido grave, de los que suelo oír más) a mis espaldas y me alcanzó el coche de mi hermano. Sacó la cabeza por la ventanilla y me citó mañana a las tres de la tarde en el restaurante. Dijo que allí me encontraría con alguien. Lo seguí con la mirada cuando doblaba en la esquina y sospeché que estaba preocupado por otro asunto. Decidí pasar una vez más por la casa de la mujer parecida a mi prima. Caminé lo más rápido que pude y al doblar la esquina tuve que esconderme. Ahí estaban los dos. La mujer, de pie en la vereda, escuchaba lo que mi hermano le decía desde la ventanilla de su coche.

Me asomé. Confirmé las sospechas: ella lloraba mientras mi hermano le hablaba. La escuché gritar. El coche de mi hermano arrancó hundiendo los neumáticos en el asfalto.

Al asomarme otra vez la vi parada junto a la reja de su casa. Desconsolada, se llevaba un pañuelo a los ojos. Decidí volver por donde había llegado.

Creo que mi hermano quiere aprovecharse de esta mujer. Tal vez tiene un amorío y ella pretende más. De cualquier modo, el parecido con Malva, mi prima, es notable.

Mañana debo encontrarme con quien sea en el restaurante.

Y como un fantasma no respeta ninguna cita, me parece que mi hermano reclutó algún viejo vagabundo para que me explique cómo llegó a sus manos ese medallón. Si es así, aprovecharé para fingir que tiene razón.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 16.

El pobre Kaufman sigue detenido. Hoy vi dos veces a ese tipo que anda por los faroles. Sin embargo, Falcón dice que no cree que sea el asesino de asesino seriales, que también tenemos que pensar que es probable que tenga asuntos más apremiantes que atender. Escuché a Daniela durante dos horas; me contó toda su vida y luego se empeñó en conocer la mía, ante lo que me negué rotundamente.

Estaba dando clases cuando golpearon la puerta. Era Juan, que necesitaba hablar conmigo. La directora, siempre estricta, ni siquiera frunció la frente cuando vio al visitante; sus labios se extendieron en una sonrisa de bienvenida. Juan quería saber por qué yo andaba tan obsesionado con esa idea de que Castillo era el asesino. Le repetí lo del viejo y él se enojó mucho. Dijo que mi imaginación era el problema y que buscaría a ese viejo y me lo iba a presentar, si era necesario, para que me diese cuenta de lo tonto que yo era. Gritó que no podía perder tiempo con eso y que me comportase. Luego agregó, con una sonrisa orgullosa, que pronto el pueblo tendría nombre. Todas las encuestas siguen indicando que ellos van a ganar.

No sé qué es lo que me pasa, pero el velo del sueño todavía oscurece mis pensamientos y sospecho de todo.

Volvía por el barrio residencial, cuando se me ocurrió que era mejor doblar una esquina antes de la siempre para ver si el hombre que anda por los faroles me seguía. Lo que pasó fue que me perdí. Tan abstraído miraba hacia los faroles que cuando bajé la vista para reconocer mi rumbo vi que estaba en una calle que no recordé haber transitado nunca.

Atardecía, pero las copas de los árboles ya estaban oscuras y la noche parecía agazapada en las ramas para abalanzarse sobre las casas. Una de éstas es muy antigua, el musgo que recubre las paredes no llega a ocultar que fue hermosa. Dos leones de yeso –uno conserva sólo la mitad de la cabeza– franquean la escalera de mármol.

La reja estaba abierta y entré. A los costados de la escalera está el jardín, donde se yerguen los cactus más largos que haya visto. Sobrepasan el ventanal del primer piso de la casa.

Entonces me sentí extraño. Deja vu, el sentimiento tan conocido por todos de haber transitado un lugar desconocido aún (estuve en este lugar antes lo conozco y pisé está tierra aunque mis pies no lo recuerden), hizo que dudase de la realidad de lo que me rodeaba.

Mientras subía la escalera hacia la inmensa puerta de madera oscura, hacia la argolla atrapada en las fauces del león, pisé mal, resbalé y mi frente dio contra el borde de un escalón. Antes de recobrar el sentido, como en un ensueño vi a dos chicos que reían delante de los cactus.

Cuando me levanté supe donde estaba; una alucinación ya me había traído a esa casa, pero antes la había conocido en mi niñez. Los dos chicos que reían siempre me hacían bromas, aquella vez habían rociado cera en los zócalos de la escalera. Eso fue mucho antes de que mi madre nos contara de una prima que cruzaba los mares.

Así recordé a los hermanos Gutiérrez, yo debía tener cinco años entonces. Me vi aguijoneado por la curiosidad; quise saber lo que había sido de la sala de estar en donde nos deslizábamos subidos a las alfombras. El recuerdo del destino de Enrique, el menor de los hermanos que había muerto al incendiarse su habitación en la planta alta, me hizo temblar.

Noté que la puerta principal estaba entreabierta. Después de la tragedia el matrimonio se mudó a Obel y, como todas las casas donde pasó algo así, ésta fue imposible de vender.

Al entrar en la planta baja me topé con lo que había sido el salón. Los sillones están oscurecidos de tierra y los únicos dos cuadros que quedan están en el suelo. La escalera que comunica al primer piso me pareció insignificante al lado de la recordada. La subí mientras miraba los muebles acumulados frente a la puerta de la cocina. Ya en el descanso me estremecí, como cuando era chico, ante la escultura de hierro que representa la cabeza de un elefante. La puerta del primer piso estaba cerrada. Dudé un instante.

Siempre temí abrir una puerta y encontrar algo desmesurado. Es uno de mis peores miedos; por eso temo todavía al elefante de hierro de orejas desplegadas y por eso fue que temblé cuando en la Municipalidad encontré una habitación en penumbras, no acondicionada todavía para la exposición, que tenía ordenada en el piso la osamenta de la ballena que apareció una vez en nuestras costas. Ante la puerta del primer piso de los Gutierréz, de todas formas, me armé de valor y di vuelta la manija.

La oscuridad era total.

Tanteé la pared, temiendo encontrar algún insecto, encontré el dispositivo y lo accioné. Luego de titilar varias veces, la luz me encegueció.

Allí, en medio de esa sala de estar con suelo de parqué a la que comunican todas las habitaciones de ese piso, está la lámpara que vi en la fotografía de Malva, la araña adornada de cristales se refleja, como en la imagen, en el espejo adosado a uno de los estantes de una desierta vitrina.

Ignoro cuánto tiempo estuve allí parado, tratando de entender cómo puede ser todo esto; cuál es la coincidencia que hace que el mobiliario de dos casas sea el mismo en dos distantes pueblos en este mundo; cómo puede ser, en defecto, que mi prima se hubiese fotografiado en esa casa. Lo último es imposible: todavía vivían los Gutiérrez y nunca se supo que ellos alojaran a nadie por esos tiempos. Al ver la puerta oscura en la había ocurrido la tragedia decidí dejar la mansión. El aire fresco me hizo bien y llegué rápido a mi casa, donde ahora escribo.

Algo retorcido pasa en este pueblo.

La marea baja nos descubrió al bergantín y todos sus misterios.

A los asesinatos hay que agregar el viejo, ¡un fantasma!, que empeñó un medallón idéntico al que tenía mi prima, la mujer que se parece a ésta, el comportamiento extraño de mi hermano, los aullidos del perro muerto, el hombre de los faroles, la lluvia constante. Y ahora esta casa que aparece en una fotografía supuestamente tomada en otra parte del mundo.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 14.

Escribo por primera vez de mañana, nunca lo hago, pero tuve un sueño. En él estaba mi madre.

Otra vez niño subía ansioso el médano de la playa. Era de noche. Se oía el estrépito de las olas rompiendo en la Lengua, pero en vano intentaba llegar a la cima del médano; a unos metros siempre resbalaba y caía dando muchas vueltas. Una de las caídas fue más prolongada y supe que sería la última. Al levantarme estaba mirando el sendero que llevaba a mi casa, por el que siempre me acercaba a aquellos médanos. Al darme vuelta los vi más grandes en el sueño, casi montañas que franqueaban el acceso a la playa. Entonces una sombra pasó cerca de mí y me asusté. La seguí con la vista. Era una mujer. El vestido verde claro reflejaba la luz de la luna, el pelo oscuro y enrulado acariciaba los pálidos hombros. Reconocí a Malva, que esta vez había llegado al pueblo y se dirigía a mi casa. Pensé en el sueño que tal vez estuviera reviviendo el pasado. Sin embargo, yo era un niño; estaba en el pasado.

Entonces un relámpago dividió el cielo en dos y pensé que si era ese día Castillo rondaba la playa. Corrí hasta los médanos y al llegar a la cima caí sobre mis rodillas. Allí estaba el hombre, su cuerpo creciendo mientras subía los médanos del lado del mar. Yo hincaba las rodillas en la arena y lloraba.

Rápidamente me di vuelta y descendí, mejor dicho resbalé, hasta Malva, que seguía alejándose del médano sin escuchar mis gritos. Cuando la alcancé puse mis manos en sus hombros. Se volteó.

Aquella no era Malva. El pelo ahora se había vuelto claro, los rulos habían desaparecido, y aunque conservaba su vestido verde, el rostro inundado en lágrimas que me miraba era el de mi madre. Grité que Castillo la mataría a ella también, que había llegado el bergantín. Mi madre escondió la cara en sus manos. Al darme vuelta vi que Castillo nos alcanzaba. El puñal de doble filo chorreaba sangre. Ahora nosotros alimentaríamos su venganza. Entonces desperté.

Si me teoría de los sueños no falla, y sé que no, mis pensamientos de este día estarán filtrados por esta pesadilla. Mientras me aseaba –ya salgo para el colegio– no pude evitar acordarme cómo habían encontrado el cuerpo de mi madre en la playa, hinchado y con los ojos comidos por los peces. Un amigo me lo contó cuando tenía dieciséis años, siete años después de la muerte de mi madre, y jamás lo pude olvidar. Si tuviese que hacer lo que ella hizo me aseguraría que mi cuerpo jamás fuese devuelto a las playas de este mundo. Si alguien entonces me ve, así, sin ojos y panzudo, seré recordado.

Hoy no será un día fácil. Por la noche viene Daniela y tendré que escuchar sus pavadas. Ella hace que Amanda resulte entrañable.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 13.

Hoy a la ocho recibí a mi hermano. Se lo veía muy preocupado por mi salud. Le dijeron que yo andaba hablando pavadas por el pueblo, que asusté a unos nenes con supersticiones. Nada puedo reprocharle a Juan, él no sabe que Castillo está entre nosotros, que camina por el centro como si fuera un hombre más. Dice que un fantasma no puede envejecer, que tendría que verlo tan joven como cuando murió. Son pavadas, un fantasma hace lo que quiere, nosotros lo vemos como a él más le gusta y pienso que pasar desapercibido en la tierra le debe gustar; por qué no ser un viejo, al que se olvida fácilmente.

Juan también está enojado. Debe ser muy inoportuno que justo ahora, cuando tiene todo a su favor para salir electo, yo le salga con todo esto que pasa en el pueblo. Y cómo no contarle que volví a ver al viejo y que lo perseguí por las calles sin animarme a abordarlo. Aunque dos veces mis manos rozaron los hombros del extraño, en el último momento no tuve valor. Ahora mi hermano cree que estoy más loco que antes.

Sin embargo, las calles del pueblo siguen embarradas por la persistente llovizna. Para demostrar a Castillo que no temo su maldición y que el dios que lo secunda no es más que un marginado del cielo que, aburrido, nos molesta, abro en los atardeceres la puerta y le gritó a la lluvia.

Volví a la comisaría. Falcón me confirmó que a Lorena el asesino le hizo lo mismo que a Martita. La encontró don Isidoro.

Al anochecer, el pescador fue a la laguna a juntar carnada –el comisario dijo que intentaba agarrar un cisne para cocinarlo, porque encontraron a uno bastante desplumado, casi muerto– y al acercarse a la orilla le llamó la atención un cisne que parecía levitar sobre el agua. Isidoro contó que se asustó al recordar las cosas raras que estaban pasando en el pueblo y tuvo ganas de salir corriendo. Enseguida notó que el cisne estaba posado sobre el vientre de un cuerpo femenino que flotaba entre los nenúfares. El viejo empezó a vadear la orilla y el cisne volvió al agua. Cuando llegó al cuerpo reconoció a Lorena.

Don Trefe aseguró que mientras él cerraba la panadería, su hija le había dicho que iba a visitarme a mí. Le pregunté a Falcón por qué yo no era el principal sospechoso y me dijo que, además de que Kaufman casi se había declarado culpable, él no creía que yo fuera sospechoso nada más que de estupidez –me dijo lo que pensaba de mis esperas en la playa– y que era imposible –miraba el titular de un diario con una encuesta electoral– que yo hubiera matado a alguien. Agregó que no me preocupase porque, si bien ellos no tenían ninguna pista que encaminara la investigación, el loco, que él también pensaba que no era el pobre Kaufman, pronto cometería un error y sería ajusticiado.

Entonces me contó la historia del asesino de Obel. Falcón explicó que tenía dos amigos en una comisaría del pueblo vecino que a él lo querían como un hermano y le pasaban información.

El comisario dijo que de las cosas que en este mundo no tenían explicación ésa era una de las más extrañas. El asesino de asesino seriales, así lo llaman en Obel, actúa de la siguiente manera: cuando se cometen dos asesinatos que tienen características parecidas, entonces él se acerca y mata al culpable antes de que cometa el tercero. En Obel creen que lo hace por la deficiente justicia que ejercen las autoridades, pero Falcón dice que acá no ve la razón –afirma que él siempre resuelve sus casos–. Después se quedó pensando y, desilusionado, agregó que era muy probable que el asesino de asesinos se suicidara antes de cometer otro crimen: él también era un asesino serial.

De cualquier modo, según el comisario debemos esperar porque, si todo el asunto es verdad y el asesino no se considera un asesino más, el hombre estará viajando al pueblo y cuando vaya a cometer el tercer crimen nuestro asesino, entonces él lo eliminará y nosotros vamos a salvarnos del juicio. No hubo caso. Por más que le expliqué que a un fantasma no se lo puede matar, no lo quiso entender. Él dice que un espectro no necesita hacer las cosas que nuestro asesino hace, que es muy humano y por eso necesita matar. Terminó repitiendo que lo mejor era esperar y que, mientras tanto, iba a mandar a mi casa a una oficial de civil de anzuelo porque tenía serias razones para sospechar que al asesino no le agradaba que yo tuviera compañía femenina. Él no quiere creer en la maldición, está ciego, no ve que Castillo necesita prolongar su venganza hasta el fin de los tiempos y que eligió a nuestras jóvenes para eso.

Hoy recibí otra vez a la mujer, a esa policía de civil. Se llama Daniela y es muy fea. Hace que añore la mirada de Martita y la gracia de Lorena. Tiene sarpullidos en la cara y una voz demasiado estridente. Le gusta hablar de ejercicios gimnásticos y de cómo se murió su gato. Ya me contó por lo menos cinco veces la agonía de este pobre animal.

A pesar de la muerte de Lorena, el lunes me vinieron a buscar de la escuela para que me presente a dar clases. No sé cómo insisten con un hombre como yo. Claro que mi hermano habrá arreglado todo. Ahora que será gobernador de nuestro pueblo, no tiene más objetivos que limpiar el nombre de la familia. Soy, estoy seguro, su peor pesadilla.

Entonces, el lunes fui a dar clases. Conocí a la directora y me hice amigo de su hija, que me vino a felicitar por el programa que les dicté. Ella está muy triste, dice que nunca va a poder demostrar lo que sabe en esta escuela porque todos los profesores la tratan demasiado bien. Yo le hice un chiste: la traté muy mal toda la clase, cosa que no me fue tan difícil por el ánimo que tenía ese día. A pesar de todo, uno de los alumnos quiso saber cómo era posible que un vendedor de gansos medio sordo fuera profesor y ella me defendió alegando que esas cosas no eran importantes. Luciana, ése es su nombre, es muy divertida y poco supersticiosa, cree que la tormenta se debe a los insoportables calores del verano pasado. Yo trato de hacer mi papel de profesor y dejo que esta quinceañera diga lo que yo mismo diría si no supiera ciertas cosas.

El resfrío no me abandona, así que es mejor que cierre este cuaderno y descanse un poco.

por Adrián Gastón Fares.

 

El nombre del pueblo. El nombre. 12.

 

Son las cuatro de la tarde. Releí el diario y encontré la última nota. El que golpeaba era Ernesto, el oficial. Venía a informarme que no volveré a ver a Lorena. La asesinaron como a Martita. Hoy sí que me arrepiento de haber profanado esa sepultura.

Soy el culpable de todos los sufrimientos. Sé que nunca quise dañar a nadie, pero importa tan poco ahora.

¿Qué perro es el que aulla tras mi puerta? ¿Qué poder desperté en los muertos? ¿Cómo es que Castillo vuelve a transitar este pueblo?

El pobre Kaufman está preso. Falcón lo indagó. Como seguía borracho dijo muchas pavadas. Yo soy, quizá, el único que puede salvarlo: sé quién es el verdadero culpable. Me refugié a escribir, tras haber pasado las pericias de Falcón que, por cierto, fue bastante amable conmigo y en ningún momento insinuó que yo fuese un sospechoso. El comisario dijo que me contaría los pormenores.

Ahora Cartasa, la fría prisión de Obel, espera el juicio a Kaufman: allí, en pocas horas, y debido al encono que nos tienen los pobladores de ese pueblo, matarán a ese prisionero del pueblo sin nombre. Ellos no temen lo que la historia pueda reclamarle.

¿Cómo temer los reproches de un pueblo que jamás será recordado, que se perderá, como yo y todos lo que aquí hemos nacido, en la noche de las noches, aunque siga existiendo para siempre? Porque, si yo no me equivoco, el resto del mundo nos ignora.

Nadie sabe quiénes somos ni dónde vivimos ni cuáles son nuestras costumbres, ni –y cómo iban a saberlo si nosotros mismos lo ignoramos– quiénes pisaron por primera vez estas tierras y con qué intenciones. Nuestros ancestros quizá fueron unos tontos.

Pero hoy es tan grande mi tristeza, que llegué a experimentar en mí mismo el final de una historia antigua. La leí una vez, apoyado en el tronco de un sauce, y mis pensamientos fueron sorprendidos por lo que ese relato sugería. Una de las peripecias del personaje de esta novela, escrita por uno de nuestros primeros escritores –que, ¡ay!, no firmaban sus libros– y ambientada en una imaginaria ciudad, era el paso por un terreno baldío del que no había salida. El chico iba allí a juntar ranas con sus amigos y cuando intentaron volver a sus casas para merendar descubrieron que los yuyos se habían convertido en inmensas matas y cuando se acercaron, un tigre salió a enfrentarlos.

En ese momento, ellos advertían que el tigre no era más que un hombre disfrazado. Sin embargo, los matorrales seguían alzándose, infranqueables, y los amigos no encontraban la salida. El protagonista, recuerdo que su nombre era Luisito, entonces se adelantaba y enfrentaba al tigre con esta pregunta.

“¿Por qué se escondé, señor, bajo esa manta?”

Ya que los chicos se habían dado cuenta que el artificio del tigre no era más que una sábana oscura donde habían pintado las fauces de ese animal. Un ventarrón, entonces, volaba la manta y surgía un tigre de verdad, que rugía como un trueno y tenía garras que arañaban y desplazaban el aire, despeinando el flequillo de los chicos. El felino, antes de devorar a los tres niños y ser luego muerto por Luisito –lo atragantó con un fruto de esa imposible selva–, repuso: “Nunca debieron preguntarlo”

Hoy recordé la historia, y con ella, la que a mí me sugirió. En ésta, el tigre seguía siendo hombre y los chicos vagaban muchos años en el terreno baldío devenido selva, preguntándose cuál era el error de esa magia, en qué se había equivocado ese dios que bien sabía convertir los yuyos en gigantescos árboles pero que les había mandado un tigre tan patético. En mi historia, el hombre que pretendía ser tigre seguía rondando a los chicos y trababa de asustarlos sin efecto alguno hasta que, ya anciano, fallecía.

Los chicos –lamento que Luisito jamás pueda convertirse en héroe; en el libro lograba salir del terreno baldío, abandonaba la ciudad y tras innumerables desventuras fundaba un pueblo–, no duraban mucho más; morían de tristeza y soledad porque no sabían qué hacer en la selva, y porque no habían sido comidos por el defectuoso tigre.

Soy el hombre que debió ser tigre, viejo y triste, perdido para siempre; pero si levantan la manta, descubrirán que también soy los chicos. Y que toda mi vida fue el resultado de un error.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 11.

En la Municipalidad me hicieron algunas preguntas. La mujer que atendía no sabía leer, y hablar muy poco. Así están las cosas en este pueblo. Empiezo a trabajar el próximo lunes. Aunque repetí que prefería la literatura, debo enseñar teatro. Me prestaron varias obras, ya que mis conocimientos de teatro son mínimos. Ahora tengo sobre la mesita de luz una obra de Ibsen; hasta donde llegué la encontré fantástica y entretenida y, a la vez, triste. También tengo Las nueve tías de Apolo.

Traté de ser sincero con Amanda. Le expliqué que mi vida había cambiado, sugiriéndole que estaba enamorado de una mujer y asegurándole que siempre la recordaría pero que no podía evitar prohibirle de ahora en más las visitas. Ella estaba a punto de empezar su espectáculo. Su mirada huyó de la mía, profirió una especie de bufido y luego su cara pareció abotagarse de ira. Sin embargo, un momento después sonreía con expresión tranquila. Su perro parecía más afectado que ella, empeñado esta vez en deshilachar con sus dientecitos el dobladillo de mis pantalones. Amanda comentó que había oído sobre mis amoríos y que primero le había molestado mucho, pero que hacía tiempo que había desentrañado los secretos de la vida, y sabía cómo terminaban los amores fundados en una ilusión. Agregó que yo también debería saberlo.

Le pregunté qué quería decir. Respondió que era obvio que Lorena estaba enamorado de mi vida triste, que mi soledad y pureza enternecían a los corazones, y si sumaba lo anterior a la timidez que me caracterizaba, el resultado podía hacer que hasta Kaufman se enamorara de mí. Negué todo aquello, ya que mi vida no fue ni tan triste ni solitaria y Kaufman me odia.

Entonces Amanda me preguntó si alguna vez mis labios habían probado la suave piel de una chica, si había palpado una cintura en la oscuridad, si había sentido el corazón de una mujer latir bajo mi pecho u observado cómo se entrecierran las pestañas de las que aman. Sus palabras me recordaron ensoñaciones hace ya tiempo olvidadas. Quise saber cómo ella, siendo mujer, podía saber tanto sobre eso.

Amanda se levantó, acarició a su pequinés y me dijo que ella tenía mucha imaginación. Tanto que podía inventar cosas que no habían existido jamás y sentir sus olores y movimientos y que ésa era la razón por la que todavía seguía viviendo. Entonces le aseguré que cada cosa llevaba su tiempo, y que recién ahora yo disfrutaría de los placeres que ella había relatado. Sin volver a contestar, empuño su inmenso paraguas, alzó al pequinés en brazos, arropándolo con su largo chal, y se perdió en la llovizna de la tarde. El viento filtrándose por las casi ya muertas hojas de los árboles y rompiendo ramas enteras engañó a mis duros oídos, que creyeron escuchar, por sobre el zumbido persistente, luego de unos minutos de haber partido la mujer, el lastimero ronquido de un perro, que mi imaginación no dejó de atribuir al de Castillo.

Pasé el resto de la tarde leyendo y, por momentos, volvía el terrible sollozo. Dediqué un rato, me cuesta admitirlo, a pensar un nombre para el pueblo. El anterior, el que iba a decirle a Juan, ya no me parece interesante. Creo que me dejé influir por las palabras de Amanda y que el nombre nuevo –que se me ocurrió esta tarde mientras escuchaba el ladrido gutural del perro y repasaba todas las esperanzas que alguna vez tuve en este pueblo– tiene mucho que ver con mi historia. No sería malo que el pueblo alguna vez se llame así. De cualquier modo, rompí el papel en el que había escrito el nombre elegido. Me da pudor anotarlo en este diario y no lo hago porque tal vez se me ocurra otro mejor, y entonces si lo escriba.

¡Golpean la puerta!

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 10.

El resfrío desapareció esta mañana. Aunque la lluvia no deja de ser constante, el frío amainó, reemplazado por una humedad insoportable que hizo que pudiera desayunar con la esperanza de trabajar. Estuve todo día sin mocos ni mareos, afrontando mis zumbidos con tranquilidad.

Alrededor de las nueve caminé a lo de Kaufman. Golpeé varias veces y nada. El Colorado habitaba una casa chica pero repleta de ventanas. Todas estaban cerradas. Al mirar por el ojo de la cerradura lo descubrí arrellanado en un sillón, con el mentón apoyado en el pecho y los pelos rojos alborotados y caídos alrededor de la frente. Pensé en el asesino y me di vuelta bruscamente. ¿Otro asesinato? ¿Kaufman?

El cielo seguía tan negro y las oscurecidas copas de los árboles apenas se movían, todo era tétrico pero inocente: no había nadie conmigo. Volví a mirar por el ojo de la cerradura. Kaufman estaba tapado con una manta y en su regazo abrazaba una botella. Pensé que era mejor dejarlo al pobre. Ya había oído que tenía algunos problemas con el alcohol.

Volví a casa y hasta el mediodía me dediqué a pensar. En mis tardes en la playa, en mi amor por un fantasma, en saberlo ya acabado. Sin embargo, todavía me sorprende y tortura que exista en el pueblo una mujer parecida a mi prima. Pensé en Martita y en la coincidencia de la maldición y el mal tiempo. También en Lorena, que es mi esperanza, la única mujer que puede ayudarme a olvidar todo. Porque ahora quiero olvidar.

Me dormí con la frente apoyada en la mesa. Más tarde, unos golpes en la puerta me despertaron. Dejaron de sonar mientras me acercaba y escuché uno tremendo, grave, que casi me arranca la puerta de cuajo. Miré por la ventana y vi a Kaufman parado afuera, con la botella en la mano. Lo vi mirar hacia la puerta, enojado, y entonces desaparecer. Otra vez el golpe. Me iba a tirar la casa abajo. Corrí hacia la puerta, la abrí y Kaufman irrumpió en mi comedor. Siguió de largo unos metros y cerca de la estufa se detuvo y me miró de arriba abajo.

Gruñó que le habían arruinado la vida. Le pregunté quién y por qué y me contestó que le había pedido la mano a una mujer, que lo había despreciado y que ahora iba a terminar sus días solo porque no le gustaba ninguna otra. El Colorado daba lástima, estaba al borde de las lágrimas y yo traté de calmarlo.

Entonces pasó lo increíble, terrible suerte la mía, mientras tranquilizaba a Kaufman se escuchó la voz tranquila y grave de Lorena que me llamaba. A Kaufman le cayó como un balde de agua fría, clavó la mirada en el piso, caminó hasta la puerta y salió. La miró de soslayo a Lorena y con bronca a mí y continúo alejándose, tambaleante, de mi casa.

Cerré la puerta y le pregunté a Lorena por qué se preocupaba tanto por mí. Ella sonrió, se ruborizó y dijo que no lo sabía. La invité a tomar mate y conversamos toda la tarde sobre el pueblo, las personas que habíamos conocido y las cosas que habían cambiado. Descubrimos que los dos no habíamos conocido a demasiadas personas y que nos gustaban las tardes soleadas y frías, también otras cosas que sé no debo escribirlas. Cuando la tarde mediaba y tuvimos hambre, decidimos dar una vuelta por el centro y visitar el restaurante. Lo que me gusta de Lorena es que con ella no es necesario andar vistiéndose bien. Bastó que me pusiera una corbata y un saco viejo para que dijera que yo estaba muy galán. Que queda claro que jamás voy a creerlo, pero conforta que una persona le diga a uno esas cosas. Traté de devolverle el cumplido, que no debería haberme costado mucho porque ella es hermosa a pesar de que muchos digan lo contrario, pero no pude. La espontaneidad se me escapa en cuanto abro la boca y de mis sentimientos sólo quedan estupideces.

En el restaurante ella tomó un chocolate caliente y yo un café con leche. Hacía tres años que no pisaba el negocio. Pude ver cómo los mozos se sorprendían al verme. Raúl le decía a uno, muy joven, algo en el oído. Después se acercó y me preguntó cómo andaba. Me di cuenta que quería que le dijese algo sobre el bergantín. Mi atención estaba concentrada en Lorena y el dueño del local no me pudo arrancar una palabra. La verdad que pasamos una tarde divertida hasta que llegó mi hermano. Los abalorios de la puerta se entrechocaron y Juan estaba ahí parado con el Ruso. Lorena se dio cuenta que yo estaba distraído y me preguntó por qué no saludaba a mi hermano.

El Ruso se sentó y Juan le daba el abrigo al mozo cuando me vio. Sonrió y se acercó, con el Ruso atrás. Me dijo que se alegraba de verme tan bien; qué bien que estaba acompañado y otras cosas por el estilo. A Lorena parecía encantarle el porte de mi hermano. El sí que hace acordar a la robustez de mi padre y tiene la misma voz grave y clara que usaba el viejo tanto para regañarnos como para leernos los cuentos del diario. Estaba mejor peinado que de costumbre y parecía haberse bañado en una fuente de perfume. Se notaba que una noticia había inflamado su orgullo y no tardó mucho en decirnos que los resultados de la última encuesta lo proclamaban como el candidato con más posibilidades de ganar. El Ruso sonreía, con esa mirada baja, rastrera, que a mí siempre me molestó. No importa que el Ruso esté triste, contento, le peguen un tiro o gane la lotería. Siempre los párpados parecen pesarle y las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba.

Antes de volver a su mesa, mi hermano me preguntó si había pensado un nombre para el pueblo. Mi respuesta fue un irónico sí. Iba a decir el nombre cuando me arrepentí y le dije que le había tomado el pelo. Yo no perdía el tiempo con esas pavadas. Sonriendo a Lorena, contestó que podía darse cuenta y se retiró. De cualquier modo, el nombre no le hubiera gustado.

Estábamos hablando con Lorena sobre su primo, que había embarazado a una vecina que no llegaba a trece años, cuando noté que mi hermano no tomaba su café ni contestaba lo que el Ruso le decía. Estaba preocupado y buscaba mi mirada como para interrumpir la conversación. Entonces levantó la mano y me preguntó si podía molestarme un minuto. El Ruso se levantó para ir al baño y yo, luego de disculparme ante Lorena, me senté frente a mi hermano.

Me convidó un cigarrillo, como si no supiera que no fumo, y dijo que le gustaría que dejase de vender gansos, que había otras cosas más interesantes para hacer. Quería que me dedicase a escribir, a contar cuentos como los que yo siempre había leído. Mi respuesta fue que se quedase tranquilo porque no iba a vender gansos nunca más, pero que por otro lado no iba a perder el tiempo escribiendo. Tenía ganas de hacerlo enojar.

Agregó que no sería perder el tiempo porque él me pagaría por cuentos que honraran el pueblo. Como yo no contestaba dijo que si eso no me gustaba entonces había un puesto de maestro vacante en el colegio. Había hablado con la directora, que le aseguró que no habría problemas con el nivel de mis estudios; sólo me tomaría un examen elemental. Asentí y al ver al Ruso de pie esperando cerca de la puerta del baño el fin de nuestra conversación, me levanté y volví a mi mesa. Ellos siguieron hablando y yo pagué y salí del restaurante, por primera vez en mi vida, de la mano de una mujer.

Ahora creo que mi hermano no quería que yo siguiese vendiendo gansos porque así rondaba el barrio residencial. No me basta el motivo de la apariencia, si realmente nunca quiso que vendiera gansos no me hubiese recomendado a Kaufman. Hay otras cosas raras: ¿por qué teme que yo me acerqué al barrio residencial, su barrio?

¿Es que engaña a su mujer y teme que lo descubran? ¿Habrá encontrado un nuevo amor en la joven parecida a mi prima? No me olvido de aquella tarde en que rondaba como un loco en su coche espiando quién sabe qué cosa. Mi hermano está muy enamorado de la candidatura, pero cuando se trata de mujeres sé que los hombres somos capaces de caminar con las manos. No me interesa escribir cuentos para subsistir. Sí me parece razonable lo del colegio.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 9.

El primer descubrimiento del día fue al despertarme: tenía un resfrío tremendo. De todas formas, fui a buscar más gansos y cumplí la jornada. La tarde pasó sin que el resfrío me hostigase el ánimo. Caminé mucho bajo la lluvia —que amainó un poco; hoy fue una llovizna persistente y fría—y siempre sintiéndome muy bien. Después de la cena me empezaron a zumbar los oídos. Estos zumbidos me comenzaron a molestar a los veinticinco años, son constantes aunque de intensidad variable. El médico los llamó zumbidos catastróficos. Y como tales, no los podía tolerar, a pesar de que los enmascaran los audífonos un poco porque fijan mi atención en otros sonidos, me cobijé en la cama, sin las lombrices mecánicas en los oídos, claro, que quedaron en la mesa de luz, y me dispuse a escribir lo que pasó esta tarde concentrandome en la escritura y no en lo que una vecina del pueblo llamó hace poco como «el ruido maravilloso del universo en tu cabeza». La mujer, que no tenía ninguna maldad sino explicar algo que no entendía, me causó gracia con su percepción del tinnitus. Yo, que ya no recuerdo como es no oír nada, porque a pesar de que no entiendo muchas palabras, ni oigo la lluvia, estas sibilantes compañeras que tocan el arpa en mis dos orejas, nunca me dejan. Nunca podré decirle como Elías a Acab: Levántate, come y bebe, porque ya oigo el sonido de lluvia fuerte.

Pero qué bello también es soñar voces, me ha pasado, y se escuchan sin el zumbido, sin el ruido del universo como si no existiera ni el ruido ni el universo, incluso voces de personas que ya no están. Cristalinas, uno se despierta luego como si le hubieran dado una ducha caliente en una bañera o le hubieran lavado la cabellera alguna ninfa o ogresa imposible. Mejor no pensar mucho en el acúfeno, zumbido, tinnitus o como quieran que lo llamen en esta vía láctea. El trabajo es trabajo. Como llenar una página donde soy, más o menos, libre.

El de vender gansos requiere cierta táctica. Se trata de hacer lo mismo que los agricultores con el campo: rotar los cultivos y dejar descansar el suelo. Sabía que no convenía vender en el barrio residencial hoy porque había vendido ahí antes y todos ya habían comprado sus gansos. Entonces, me encaminé al centro comercial con la esperanza de concretar dos propósitos: vender las aves y ver a Lorena.

Rosa salió de su negocio en la galería y me compró un ganso. Don Mario detuvo su bicicleta y me pidió otro. Estuve parado una hora en una esquina, bajo el alero de un quiosco, ofreciendo gansos a todos los que pasaban pero no vendí ninguno más. Me disponía a irme cuando vi pasar a un anciano alto, de copiosa y encanecida barba. Llamaba la atención la roña que tenía. Su cara parecía frotada con hollín y su traje atacado por una jauría de perros rabiosos. El hombre avanzaba rápido y a sacudones, como molesto por las personas que pasaban a su alrededor. Jamás lo había visto.

Me interesó lo que llevaba. Los dedos finos y largos de su mano izquierda se cerraban en torno a un brillo que me pareció conocido. Nada más puedo decir. Entreví ese brillo y decidí seguir al viejo. De cualquier manera, yo debía ir para el lado que él había tomado. Eran las cuatro y Lorena debía estar por abrir la panadería.

Lo vi tomar una manzana y masticarla. También pararse en una peluquería y mirar con persistencia al barbero mientras atendía a un cliente. Al llegar al negocio de antigüedades se detuvo bruscamente y entró. Esperé un momento y lo seguí.

Don Humberto le estaba entregando dinero, no pude ver cuánto porque mi interés se concentró en un objeto que el dependiente guardó bajo el mostrador. Yo había dado unos pasos, asombrado por lo que había visto, cuando el hombre me rozó el hombro y salió de la tienda tan bruscamente como había entrado. ¿Era posible que el viejo hubiera vendido un medallón, uno que tenía dos unicornios que se enfrentaban en un salto? Eso fue lo que me pareció ver en las manos del anticuario.

Es más, estoy seguro que eso fue lo que vi. De otra manera me hubiera atrevido a pedirle a don Humberto que me mostrara su reciente adquisición. Creo que al abandonar la tienda tuve demasiado miedo de confirmar lo que ya sabía. Tal vez pueda volver a la casa de antigüedades, pero sé que siempre voy a tener preparada una excusa para no ir. A veces creo que existe en mí una especie de perversión en ese sentido. Las dudas que alimento se convierten con el tiempo en misterios, corroborados por otras circunstancias dudosas, y creo que son la más deliciosa tortura que un hombre puede enfrentar. Es extraño también saber que esos misterios se pueden resolver con una pregunta, una visita en un día cualquiera, pero más extraño es todavía tener al mismo tiempo la absoluta seguridad de que el tiempo pasará y que nunca me animaré a ese alivio.

Más allá del medallón, la verdadera respuesta desapareció en la calle. Cuando salí, el viejo ya no estaba y el viento sopló en mis oídos una pregunta. ¿Quién si no Castillo, el vengador, el asesino, era ese viejo que tenía el medallón? ¿A quién otro se lo había visto desde aquella tarde tormentosa en la playa?

Desde que la embarcación apareció no me tropecé más que con preguntas. La verdad debe ser tímida y cómoda, nunca sale de su casa, pretende que siempre la sorprendamos con una visita. Pero sólo me atreví a molestar a la hija del panadero.

Dejé la caña con los gansos apoyada contra la pared de la panadería. Lorena salió con una bolsa en la cabeza para no mojarse y me dijo que había rechazado a Kaufman y que lo único que quería era divertirse a la noche. Me acordé que los martes después de las siete en el cine hay teatro. La cartelera anunciaba «Las nueve tías de Apolo». Lorena aceptó acompañarme, y me dio un beso en la mejilla.

Sólo una vez en la vida me emborraché. No sé por qué pero al enfrentar las calles mi cabeza daba vueltas como si hubiera bebido demasiado. Ya aquí me di cuenta que no era sólo mi enamoramiento: el resfrío me había abrazado y tenía fiebre. Así y todo, a las ocho arrostré la lluvia y le avisé a Lorena que no podríamos ir a la función.

«Loco», me gritó, «no vamos a salir porque estás enfermo y me lo venís a decir todo mojado» Salió con una manta, un paraguas —yo llevaba ese cuero que encontré en un galpón— y me envolvió y me acompañó hasta mi casa. La invité a entrar y se negó diciendo que tenía que hacerle el café a su padre. Postergamos la salida esperando que mi salud mejore el sábado.

Ya aquí, releí este diario desde el comienzo y me pregunté qué clase de peces abisales micróscopicos nadaran en el café oscuro y tibio de Don Trefe. Me dije que el padre de Lorena, tan amante de la oscuridad, bien podría ser el primer sospechoso de una novela de detectives. Y su hija como sus queridos peces de las profundidades aprendió a brillar con luz propia.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 8.

¡Todo el día lloviendo! Las bolsas no sirven para cubrirse de la lluvia, los paraguas me son incómodos para trabajar. En el galpón descubrí un cuero viejo que era lo que necesitaba.

Kaufman estuvo muy contento con la venta. Antes de irme, me preguntó, como tantos otros por estos días, si sabía a qué partido iba a votar. Acompañó la pregunta con una sonrisa que me hizo entender que se refería a que yo era el hermano de uno de los candidatos. Respondí que votaría a mi sangre, pero que no entendía nada de política.

Me llevé seis gansos más del rancho de Kaufman. Cuando llegaba a mi casa escuché que me llamaban. Al darme vuelta casi me golpeé la cara con un ganso al ver a Lorena sentada al pie del sauce. Me esperaba porque necesitaba mi opinión sobre un hombre que la había invitado a salir. Apoyé la vara en el tronco del sauce –me di cuenta que debía parecer un espantapájaros con esa caña sobre el hombro– y le contesté que no podía hablar de un hombre que no conocía. Ella sonrió y dijo que sí lo conocía. No era otro que Roberto Kaufman.

Comenté que mi jefe tenía un temperamento ambiguo, o era tranquilo como los gansos muertos que me entregaba o hacía honor a su cabellera roja. No podía mentir y decirle que me parecía un buen hombre. Lorena río y dijo que ya lo sabía. Que había aprendido a conocer a los hombres apenas los veía. ¿Entonces qué pretendía?, pensé y pregunté. “Es que hay pocos como usted”, fue la respuesta. Y a paso rápido se alejó por el camino.

Dos certezas me torturan. La primera es que estoy seguro que Lorena quería que la alcanzara, la segunda que soy más cobarde que tonto. Todo lo demás es incertidumbre, sospecha. No me atrevo a relacionar este interés en mí de las mujeres, que me obviaron siempre, decían que estaba loco (me veían lejano, en mi mundo, como un idiota) con la fosa profanada, la probable maldición y la lluvia incesante.

Después de vender cinco gansos me acerqué a la calle setenta. En la vereda de la casa en la que había visto entrar a la chica parecida a mi prima un anciano regaba, bajo un inmenso paraguas, las flores de un cantero que rodeaba un arbusto. Esto era totalmente incomprensible. Seguía lloviendo a cántaros y este hombre con un regadero de chapa fustigando a los pobres crisantemos amarillos. Al pasar lo miré de lleno. Antes había pensado en ofrecerle el último ganso, pero el hombre parecía tan absorbido en su labor que resolví no molestarlo. Alcancé el final de la cuadra y me volví. El viejo seguía ahí, esperando quizá que el regadero se vaciase para volverlo a llenar con toda esa lluvia. ¿Será familiar de la mujer parecida a mi prima?

Cuando tengo una duda me concentro tanto en ella que pierdo el rumbo. Así es cómo resuelvo los problemas simples y los no tan simples.

Caminé un buen rato cavilando y luego pensé que sería bueno acercarme a la comisaría para preguntar si había noticias sobre el asesinato de Martita.

Encontré a Falcón recostado en un sillón de pana en su despacho, leyendo con avidez un informe. El sillón no es lo único nuevo, una lámpara de fastuoso pie lo alumbra, parece de marfil, tallado con cuatro pisos alternados de elefantes y mujeres desnudas, extrañamente las últimas sostienen a los primeros y todo termina en cuatro patas de elefante por base, y una alfombra persa completa el mejunje. Sobre el escritorio brilla una máquina de escribir. Lo felicité por el cambio.

Contestó que hacía tiempo que lo necesitaba. Luego hizo, como siempre, un chiste referido a la vara que llevo. Le retribuí preguntándole si quería comprar el último ganso. “Las aves me caen muy mal, querido Miguel”, respondió Falcón. Agregó que especialmente después de leer los resultados de una autopsia. Le pregunté a qué se refería. Obviamente, contestó que a la de Martita.

Antes de contarme lo que había leído, me pidió que dejara la vara con el ganso en la otra oficina, no fuera cosa que ensuciara con su sangre su alfombra nueva. Después escuché el crudo relato del informe forense.

La autopsia había revelado que antes del cuchillazo en el pecho el asesino la había herido en los genitales. Intenté alejar la imagen que Falcón evocaba con sus palabras, que fueron muy descriptivas. El comisario sentenció que la autopsia probaba que el asesino era un psicópata y que era muy posible que volviese a matar.

Volví a casa en la oscuridad y miré tanto a los costados que no pude evitar resbalar dos o tres veces.

Si la tormenta sigue se perderá toda la cosecha. Los agricultores, como los pescadores, tendrán que buscarse otro trabajo.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

El nombre del pueblo. El nombre. 7.

En cuanto al trabajo estoy de parabienes, la tormenta persiste y la escasez de peces, debido a las olas bestiales que cruzan el mar, hizo crecer la demanda de gansos. Kaufman no vaciló en visitarme.

Con una bolsa cubrí a los gansos y a mi cabeza, y enfrenté las calles. Durante toda la mañana vendí cinco gansos y llegado el mediodía decidí probar en el barrio de los ricachones.

Iba por estas calles soportando el peso de la vara sobre mi hombros y otro, mucho peor, sobre mi conciencia.

La figura de Martita no me abandonaba, supuse que yo había sido el causante de su muerte al no llegar antes para verla. Ahora, mientras escribo, estoy convencido de que no tengo la culpa y que el asesino ya debía tener todo planeado. Por lo menos, es lo que me explicó Falcón cuando terminé mi ronda con los gansos.

Pero me estoy adelantando. Si pretendo sacar algo limpio de este diario leyéndolo algún día no debo adelantarme. Tampoco si quiero ordenar mis pensamientos. No estaría mal volver a la caminata.

Iba por la vereda de la calle treinta y tres, la que está brotada de durazneros y olivos, cuando un coche se detuvo. Era, lamentablemente, mi hermano, que me saludó agitando la mano y señaló la vara con los gansos. Me preguntó, con ironía, qué andaba haciendo. Contesté que se podía ver. “No creo que vayas a ganar mucho con eso”, auguró con una sonrisa. “¿Por qué no te venís a tomar un café con los muchachos?” Me negué y cada uno siguió su camino.

No sé en qué anda mi hermano, pero lo vi pasar varias veces. Iba muy serio al volante y cruzaba velozmente las esquinas con el afán de que no lo descubriese. Más tarde pasé por su casa, y Alma me saludó desde el jardín agitando la cabeza bajo el paraguas. Su frente, que solía alzarse con un dejo de altivez, estaba arrugada y baja. La mujer parecía no decidirse a salir de su casa.

Pero lo raro de este día fue haber visto a esa chica.

En la calle treinta y siete doblé y enfilé la setenta. Por ahí iba cuando vi parar a uno de esos taxis rojos y blancos de Obel. Me detuve en seco al ver las piernas que se asomaron al abrirse la puerta trasera. Las medias eran blancas y brillaban en esa cuadra gris, más gris que nunca en estos oscuros días. Al bajarse del taxi pude ver cumplida la promesa de sus piernas y el cuerpo se elevó como impulsado por el viento suave que mecía las ramas de los olivos.

Mientras la chica se acercaba para abrir la reja que daba al jardín de su casa pude observarla mejor. El pelo rubio no evitó que me recordara a la Malva de la fotografía encontrada en el cementerio. Apreté los pasos para ver más. A veinte metros estaría, cuando ella cruzó la reja.

Fue en ese momento que escuché el motor de un coche y vi al de mi hermano cruzar la esquina. Esta vez iba muy lento y al principio pareció no temer que lo viese. Sin embargo, súbitamente aceleró y desapareció.

Hay algo que tengo que tener claro: esa chica no puede ser Malva. Ella rondaría los cuarenta y la que vi no tiene más que veinticinco. Hay otra razón muy importante por la que no puede ser ella y es que está muerta. Si no logro convencerme debe ser porque los peores temores de mi hermano sobre mi salud mental son fundados. De todas maneras, sé que lo que vi fue una persona y no un juego de mi imaginación. Los hechos circunstanciales, el taxímetro de Obel y el viento que la despeinaba, me aseguran que no fue un truco de mi mente.

Pero entonces, tal vez sea peor. ¿Quién es esa mujer que se parece tanto a Malva? ¿Qué anda haciendo mi hermano dando vueltas por esas calles sin razón aparente? Más allá de estas dudas, sé que es nefasto porque esa chica está más lejos de mí que Malva muerta. Ninguna mujer querrá conocer a un vendedor de gansos.

Once vendí. A la vuelta me encontré con Lorena, una de las hijas de don Trefe. Juan y yo jugábamos con uno de sus hermanos cuando ella era muy chica. Entonces buscábamos tesoros que previamente escondíamos y simulábamos alegría al encontrarlos. A Lorena le decían “ruda macho”. Hoy pude comprobar que los años no les caen mal a todas las personas y algunas mejoran hasta lo increíble. Lorena sonríe apretando sus labios y extendiéndolos, aunque no sé si esto es realmente una sonrisa o una mueca que hizo cuando dije algunas pavadas. Tiene ojos negros.

Es extraño, pero empiezan a cruzarse mujeres en mi vida. Antes estaba tan solo y de repente me encuentro desvelado en las noches con los recuerdos de nombres y caras.

La chica me confesó que estaba muy contenta de que me alejara de la playa y de que me decidiera de una vez a tener una vida propia. Me contó que se había peleado con su novio y afirmó que despreciaba a los hombres. Traté de explicarle que no todos somos iguales y ella sonreía cuando sentí que me tiraban de los pantalones.

Al asqueroso pequinés de Amanda no le alcanzaban los dientes para morderme los cordones de mis zapatos. La patada que le di lo lanzó por el aire. Amanda venía con una bolsa repleta de verduras y se disculpó con una inclinación de cabeza. Parecía muy enojada.

Dejé a Lorena y caminé hasta la comisaría.

Falcón me preguntó si quería defenderme “con esa cosa”, refiriéndose a la vara. Le expliqué lo de los gansos y me dijo que ya sabía y me preguntó qué quería. Repuse que enterarme de las nuevas. Dijo que no había ninguna noticia importante más allá de que pensaba que el asesino era del pueblo. Me prometió que investigarían el caso y me acompañó hacia la puerta.

Antes de irme me preguntó, guiñando el ojo, si ya sabía a quién iba a votar para las elecciones. Sonrió cuando repuse que ni siquiera lo había pensado.

Estoy muy cansado, y no menos confundido. Espero que mañana a la noche mi lápiz corra más firme por estas hojas.

por Adrián Gastón Fares.

PD: Hoy (ayer) rodeé el cementerio de Recoleta, un guitarrista cantaba Aleluya (Hallelujah), de Leonard Cohen, pegado a la pared del cementerio, di una vuelta, caminé un poco más, y una violonchelista tocaba Aleluya de Leonard Cohen, más pegada a esa pared que guarda lo que no se puede guardar. Más tarde, salí otra vez, caminé por Corrientes y una vocalista cantaba Aleluya, de Leonard Cohen. La cuarta, la quinta, la menor cae y la mayor aparece… dice. El mundo, a veces, es difuminante, imitativo. Estas cosas van más para la entropía y una novela de Thomas Pynchon que para la realidad. Pero parece que la realidad imita al arte a esta altura de los años y los siglos. Y por eso hacemos cosas. (Y también por eso no las hacemos, un poco de amor es necesario, empatía -palabra que repiten y yo también-, reconocer, dejarse ir, hemos perdido el camino a lo irreal que es lo que nos hizo seres humanos)

 

 

El nombre del pueblo. El nombre. 5.

Dudo que logre escribir esta noche. Pero es la única manera de volver a mí. Si termino esta página tal vez recupere mi templanza; de lo contrario, estas notas testificarán mi perdición. Referiré los hechos tal como ocurrieron.

El día amaneció tan oscuro como el anterior. En el camino a la comisaría volvió a llover a raudales. Al entrar encontré a Falcón leyendo el diario. Murmuró que no le contara a nadie dónde habíamos cavado. Si los pescadores se enteraban de lo hicimos nos colgarían: la tormenta había impedido que los más valientes se embarcaran.

Falcón estaba muy nervioso y no hice bien en recordarle lo que habíamos firmado en el cementerio. Me dijo que ese papel no servía para nada y que él no era supersticioso. Dijo que lo que pasaba era extraño pero que todo en el mundo lo era. Dios sabe que iba a preguntarle por Martita cuando sonó el teléfono.

El comisario atendió y vi cómo su cara se transformaba. La voz en el teléfono sonaba aterrada y los gritos llegaron hasta mí. Al colgar, Falcón se puso el camperón que tenía colgado en la silla y llamó a un tal Marcelo, que apareció tranquilo por una de las puertas que dan a los fondos. Yo miraba azorado y no me animaba a preguntar qué pasaba. Falcón le dijo al oficial que Martita estaba en peligro. Alguien la perseguía en la calle catorce. Corrieron a la patrulla y me dejaron solo.

Estaba en el umbral de la comisaría, mirando la lluvia, escuchándola –antes de que me pusieran las prótesis auditivas no podía escucharla–, protegido de la ansiedad que el llamado de Martita me había producido gracias a la curiosidad de mi oídos, que intentaban absorber sonidos nuevos interesantes y descartar otros superfluos y molestos, como los bocinazos de los choches que pasaban, cuando el teléfono volvió a sonar a mis espaldas.

Me acerqué lentamente y esperé que algún oficial apareciera. Temo atender el teléfono porque el audífono no me permite entender bien y no sé qué contestar. Descubrí que es mejor quitármelo para mantener una conversación normal en lo posible. Aunque siempre me han dado algo de miedo los teléfonos.

Miré la habitación y me di cuenta que no había nadie en ese edificio. Me quité el audífono derecho y atendí, pero un segundo antes el teléfono dejó de sonar.

Pasé un rato largo sentado en un escalón de la entrada. La lluvia fue amainando. Las gotas habían dejado de caer cuando vi perfilarse a la patrulla. Detrás venía una ambulancia. Falcón se bajó y cuando le pregunté qué había pasado me contestó algo que no logré comprender. Volví a preguntar. “Nos la mataron”, había dicho.

Mientras bajaban el cuerpo para alojarlo en la morgue le pregunté cómo había sido. Me tuve que enterar, entonces, de los terribles pormenores.

La habían apuñalado por la espalda. La encontraron muerta junto a un teléfono público descolgado mientras la lluvia lavaba las huellas de sangre. No había rastros del asesino. Sólo puedo agregar que Falcón espera que la autopsia nos ayude.

En el vacío al que me dirijo vive la locura, que se codea con su amiga: la casualidad. Si no qué otra cosa pudo hacer que ignore para siempre lo que Martita quería decirme.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 4.

¡Qué día! Nunca vi llover tanto.

No entiendo por qué salí si sabía que Kaufman me iba a echar a patadas. Dos días sin presentarme. Me miró como si fuera la muerte y dijo que me quedaba sin trabajo. Gritó que yo era un tonto, un desgraciado, vago, estúpido, inservible, idiota, inútil y otras cosas más. No pienso acercarme a esa granja nunca más ni por casualidad.

Volví empapado y mientras mateaba golpearon la puerta. Me acordé del día y pensé que era Amanda. Hoy no estaba de ánimo para eso.

Pero no era ella. Al abrir la puerta me encontré con Martita o mejor dicho con su paraguas. Lo cerró mientras me preguntaba si podía pasar.

Le convidé mate y hablamos pavadas del tiempo, de la preocupación de que hubiera otro remolino de hojas. Asociamos la tormenta con la maldición. Temimos que la nube hubiera llegado para quedarse y que la oscuridad fuera eterna. Repentinamente, me preguntó si seguiría esperando a Malva. Miré sus ojos negros y no contesté. Sabía que tenía que hablar pero no pude. Entonces dijo que tenía que contarme algo importante, pero que antes yo debía jurarle que no le diría a nadie que ella me lo había dicho. Martita iba a hablar, cuando escuché unos rasguños en la puerta. Me preguntó por qué ponía mala cara. Le dije que esperaba a alguien. Que debía irse y que podía contarme eso en otro momento.

La dejé salir por la puerta que da a la huerta y le abrí la principal a Amanda. Estaba empapada e intenté no mirar sus senos que casi se le escapaban de la camisa. Hablé más de lo común: le pregunté por su paraguas. Contesto que tenía calor y que estaba bien mojarse.

Cuando se fue Amanda, me acordé de Martita y tuve una linda sensación.

Por primera vez en mi vida había entrado una mujer de verdad en mi casa. Es extraño que ella, una mujer tan delicada, ande con ese uniforme. Quiero decir que no parece una mujer para ese tipo de vida.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El pueblo. 12.

Durante la noche la tormenta se disipó, y el alba descubrió a un grupo de hombres que rodeaban los restos del bergantín. Venían de la comisaría del pueblo y asentían demasiado con sus cabezas y parecían muy disgustados.

Miguel, que se había levantado al oír el primer gallo, espió tras los médanos y, después de considerarlo un momento, avanzó lentamente hasta el grupo. Pretendieron no verlo mientras se acercaba y cuando le tendió la mano, Augusto Falcón, el comisario, se la estrechó.

—¿Se cayó de la cama, amigo? —. Era un hombre alto, flaco, morocho, con la cabeza llena de rulos, que el viento fuerte apenas despeinaba. Vestía, como los tres policías, un camperón gris que le llegaba hasta la rodilla. Lo único que lo diferenciaba de los demás era su mirada, entre sagaz y burlona.

Miguel se adelantó.

—Yo descubrí esto —informó, abarcando con sus manos las cuadernas.

Falcón miró a los policías y volvió a Miguel.

—¿Y con eso qué quiere decir?

—Que me gustaría que me digan de qué se trata.

—¿De qué se trata? —murmuró el comisario y apretó los labios y volvió a pasar la mirada por los demás para concluir en su interlocutor—. De un naufragio, amigo. ¿No ve? —. Sonrió—. Y usted es el testigo que necesitamos para seguir con nuestras investigaciones.

—Si no es molestia, me gustaría ver qué hay adentro de esa cajita—dijo Miguel, adelantándose.

—Justamente, no podíamos dar ese paso sin un testigo como usted. Carlos, tómele los datos por favor.

Miguel firmó un papel y después avanzó unos pasos hacia el estuche, que seguía colgando de la madera que parecía ser un mástil y que apuntaba al cielo. El mar había retrocedido y sus zapatos se hundieron en la arena húmeda. Falcón siguió a Miguel y le tocó el hombro.

—Señor, no lo haga. Es tarea de Ernesto —Miguel se detuvo en seco.

Ernesto era un policía morocho y de baja estatura, que avanzó rápidamente hacia el mástil. Lo estuvo mirando un rato. Se dio vuelta y miró a Falcón.

—No tenemos la llave —dijo.

El comisario revolvió en los bolsillos del camperón gris que llevaba y sacó una aguja de borde ligeramente dentado, tan larga como el dedo índice que la sostenía. Miguel la miró extrañado mientras Ernesto la recibía. Al levantar la cabeza se encontró con los ojos chispeantes de Falcón.

—Bien usada es una especie de llave universal —explicó el comisario.

Ernesto, en punta de pies, introdujo la llave en la cerradura. La giro y el estuche se abrió: una caja de metal opaco, que contrastaba demasiado con la resplandeciente que la contenía, cayó y se hundió en la arena.

Los policías asintieron con sus cabezas, con aire de augures satisfechos. Falcón cruzó los brazos.

—Es verdad que es extraño, pero todo en el mundo lo es… Ernesto, si es necesario meta la lleva en la nueva cerradura.

El policía se agachó, trató en vano de abrir la cajita, introdujo la llave en la ranura y suavemente giró hacia la derecha. La tapa saltó.

En el fondo había un cuaderno con tapa forrada de cuero negro. Ernesto se levantó con el tomo en sus manos y se lo pasó a Falcón. Miguel se acercó al comisario.

La tapa tenía grabada una M dorada en el ángulo de la esquina derecha inferior. La mano de Falcón la desplazó. Quedó al descubierto una escritura de tinta negra, de letras inclinadas y redondas.

—Amigo… —susurró—. Es increíble pero la caja es impermeable.

Y cerró el libro y les ordenó a los tres policías que notificaran el hallazgo a la Municipalidad.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. Novela.

El nombre del pueblo - Novela - Adrián Gastón Fares 2018.jpg

Llegó la hora!

La hora de compartir El nombre del pueblo (110 páginas, Adrián Gastón Fares, 2018), una novela que he escrito a través de los años (como se escriben las cosas, ¿no?)

Comencé a escribirla antes de Intransparente y luego se fue reescribiendo hasta ahora que la comparto en exclusiva con ustedes en este espacio.

¿Qué van a encontrar?

Hay dos Sinopsis.

Copiaré aquí una:

En un pueblo sin nombre, el hermano del candidato a gobernador espera desde hace años en la playa el arribo de una embarcación que le traerá a una misteriosa mujer. La embarcación llega y también una serie de asesinatos cometidos a sangre fría. Una por una las mujeres que conoce Miguel son borradas de la tierra. Un policía despistado y el mismo Miguel siguen las pistas que conducen al hall de una casa antigua del barrio residencial de este pueblo innombrable.

La otra está dentro del libro.

La novela tiene unas 110 páginas, así que es mucho más corta que Intransparente.

Se despacha en una noche o dos, según el ritmo de lectura, porque la trama es intensa.

Me hice un botón de pago por si alguno le gusta la novela y quiere colaborar conmigo.

Estoy muy atribulado con otras narrativas como la de Mr. Time, en cuya carpeta de presentación trabajo a tiempo completo (más las vicisitudes del quehacer de Gualicho, que darían para otra novela de, por lo menos, 200 páginas…)

Así que disfruten esta novela, que nació como un guión hace muchos años, y que fui reescribiendo a través del tiempo.

Ya me dirán qué les parece.

El nombre del pueblo, por Adrián Gastón Fares.

Género: Novela, Ficción, Intriga, Policial (y unas gotas de fantasía)

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La ilustración que utilice para la portada es un boceto del inmenso dibujante Sebastián Cabrol, que me pareció que iba perfecto para los vaivenes de esta trama macabra.

Saludos!

Adrián Gastón Fares