Archivo de la etiqueta: suspenso

VORACES. Nueva novela. 7.

Iba por la mitad de la segunda cuadra cuando escuchó los altavoces de los coches antiguos de unos vecinos, unos chicos tatuados que se juntaban en la calle. La música estaba muy alta. Y como era reggaeton a Gastón le pareció todavía más alta. Negó con la cabeza y siguió caminando. Dobló en la avenida. Mientras caminaba lo sobrepasó un chico en bicicleta que tenía un brazo enyesado. A Gastón le dio pena por el chico. Con el calor le pareció que debía ser realmente molesto usar ese yeso y encima andar en bicicleta. Terminó caminando unas cuantas cuadras y se olvidó un poco de las réplicas, la chica de pecas, las copias de las chicas de pecas, y sus propias copias, de Riviera y todo nuestro asunto.

Miraba los árboles, especialmente los sauces llorones que le parecían árboles muy extraños. No desafiaban la gravedad como los demás árboles. Se les daba por tirar la copa hacia abajo, como si quisieran escurrirse por el suelo, pensó Gastón. También le gustaba ver las rosas que había en algunos jardines.

Gastón daba por sentado lo que no le interesaba, ya que no tenemos impresiones de lo demás registrado. Por ejemplo, mientras él caminaba los coches, en esa época, se desplazaban constantemente a una velocidad lenta. No había coches aparcados en las veredas de las casas. Algo que en décadas anteriores había hecho que las aceras de la zona fueran casi intransitables. Fue un proceso lento pero constante el que hizo que los vecinos cada vez más salieran de sus casas, se metieran en los coches automáticos y, sin conducir, dejaran que los pasearan de aquí para allá. Salvo algunos vecinos de Gastón como el desaparecido Elías, o el que dormía la siesta en el porche, los demás prácticamente no vivían en las casas sino que, podríamos decir, lo hacían más en los coches. La mano de obra robótica en las fábricas más los bots que hacían el trabajo que realizaba la mayoría de las personas en épocas anteriores, había dejado mucho tiempo libre para todos y nadie sabía muy bien qué hacer con ese tiempo. Dejar que los coches los llevaran de un lugar hacia otros, a veces para conocer nuevos lugares, pueblos de Buenos Aires, incluso provincias, o simplemente dar vueltas por el barrio, era una forma de matar el tiempo que resultaba ser muy efectiva. De vez en cuando, los vecinos se bajaban de los coches para cortar el césped de sus casas o controlar el sistema de aire acondicionado, pero las casas estaban la mayor parte del tiempo abandonadas. Uno podía salir a la noche y ver un tráfico continuo de coches y, aunque los vidrios polarizados no dejaban ver hacia adentro, había familias enteras cenando dentro, parejas reproduciéndose, y hasta animales que se subían solos a los coches para que los acercaran a otros animales que pululaban en los garajes. Claro que había excepciones, como Gastón que no sabía conducir (aunque tampoco se necesitaba saber conducir; tampoco le gustaban mucho los coches) y algunos vecinos que mantenían vigente el espíritu antiguo del barrio. Entre estos recordaremos a la señora que vendía copos de algodón y los descendientes de familias con tradiciones gauchescas que ya he señalado (y que sólo a Gastón se le podía ocurrir que tenían influencias del Western en ensillar los caballos y pasearlos por la zona) El equilibrado tránsito, que sólo se detenía completamente por momentos, cuando recargaban los coches (algo que solían hacer los vecinos al unísono, más o menos como hablaban nuestros antepasados) era posible gracias a la velocidad lenta a la que iban los coches. Ahora pensamos que el disgusto de Gastón por el corredor de remera fluorescente podría deberse a que era muy extraño ver gente desplazándose por sí misma en esa época. Aunque, ciertamente, habían quedado varios old fashioned. También pensamos que había algo romántico en las personas que se desplazaban en coches, siempre hacia algún lugar, muchos sin saber ni siquiera hacia dónde, confiando ciegamente en el impulso de nuestros antepasados. Yo me pregunto si nuestra relación afectuosa, digamos, con la humanidad, no viene ya de esa época, por las razones que expuse en este mismo párrafo.

Tengo que volver a Gastón porque ya estaba de vuelta en la puerta de su casa, poniendo la llave en la cerradura, cuando se le dio por mirar hacia la esquina para ver si a la original de las Y se le había dado por cubrir el turno de ese día. Habrá sentido un presentimiento, porque la chica venía caminando hacia el garaje, negando con la cabeza, como si estuviera muy enojada. Un joven alto, que no parecía del barrio por la vestimenta, la seguía. La chica se daba vuelta y con el brazo levantado y la palma hacia arriba parecía ordenarle que se detenga. El joven siguió avanzando hacia ella hasta que ella misma enfiló a pasos rápidos hacia él y desde muy cerca le gritó palabras muy desagradables que es mejor dejar sin transcribir en mi relato de esta historia fundacional que me propuse escribir.

El joven se quedó de pie, no siguió avanzando, pero tampoco se volvió, y la chica siguió negando con la cabeza mientras apresuraba el paso hacia el garaje. Gastón pensó por un momento en enfrentarla para preguntarle si había sido ella la culpable de desmembrar a las Y, pero enseguida recordó que eso sería romper una regla, así que le pareció mejor meterse cuanto antes en su casa. En la mitad de su rutina de ejercicios se detuvo para observar por la ventana. Según sus cálculos la chica estaba una media hora con las Y. La vio salir, esta vez sin ninguna bolsa de residuos, pero con las mejillas enrojecidas y la boca apretada. Gastón se preguntó si la volvería a ver. Parecía estar muy afectada. Gastón también vio algo que, como expliqué, sí era notable para él; había un coche aparcado en las veredas de uno de los vecinos que casi nunca abandonaba su coche. Y el vecino, un joven con cara redonda y una barba medio rojiza, alto, ancho y de hombros cargados estaba descargando cajas de herramientas pesadas del baúl del vehículo.

Gastón estaba preocupado porque estaba convencido de que no vería nunca más a la chica de pecas y eso significaba que debía cuidar de los X y de las Y. 

Y ya era bastante pesado hacerlo de a dos. Se imaginaba lo que sería hacerlo solo. Le costó dormirse esa noche. Pero pensó que llevaría adelante alguna estrategia para intentar sacar algo provechoso de los X. No podía ser que no sirvieran para nada y que sólo contaran ese cuento una y otra vez como si fuera lo único que la humanidad había inventado en materia narrativa. Aquella noche volvió a pensar en el estafador que le había quitado su máquina eutanásica y lloriqueo un poco como cuando era un niño. Luego se levantó, prendió las luces de la cocina y compuso una canción. La anotó por si se la olvidaba al otro día. Luego se acostó y se durmió al instante.

Ahora bien, aprovechemos que Gastón está durmiendo en el pasado, para dejar en claro una cuestión sobre la mecánica de su mente. Algo que él sabía bien, y por lo tanto ya daba por sentado, aunque no le encontraba solución alguna por el momento. Gastón no sabía si era por algunas promesas incumplidas de su niñez (a veces pensaba que debía tener con ese cuento que contaban los humanos sobre un invernal hombre con barba que a fin de año se le daba por repartir regalos; los progenitores siempre decían que había que esperarlo si uno se portaba bien y nos consta que muchos niños humanos se quedaban mirando un falso árbol que era ubicado dentro de la casa esperando que apareciera algo que depositara regalos al pie del árbol; eso casi nunca ocurría, y las veces que ocurría el hombre barbudo, y sudoroso, solía llegar caminando por la calle y entregaba sus regalos desde la acera, mientras intercambiaba conversaciones con los progenitores) pero Gastón tenía una sensación, activada a veces por alguna casualidades molestas para él, de que seguía esperando algo; que algo tenía que ocurrir y ese algo iba a cambiar su destino o torcerlo un poco por lo menos. Varias veces en la vida se había visto ante los signos que vaticinaban un cambio inminente pero eso nunca se había concretado. Gastón había visto la película Inteligencia Artificial, en la que un niño robot espera, como Pinocchio, ser convertido por un hada en humano. La diferencia con Pinocho es que eso nunca ocurría en la película, o mejor dicho lo hacía recién cuando una inteligencia extraterrestre llegaba a la tierra para leer los deseos del niño robot. Por lo tanto, a ese mecanismo, que algunos psicólogos llaman asíntota (debido a la comparación con un juego geométrico donde dos líneas paralelas jamás se tocan) él lo llamaba Síndrome de AI (Artificial Intelligence, claro, en inglés) El síndrome tenía maneras sutiles de afectarlo. Por ejemplo, aquella noche soñó con una máquina eutanásica con el chasis brillante, curvas bien delineadas y suaves, y él se daba cuenta que esa espera de la máquina eutanásica que nunca llegaba se había calzado dentro del síndrome AI. Al ser extorsionado en sus intenciones de obtención de esas máquinas de primera generación, Gastón reconocía en sí mismo que seguía esperando que el supuesto Papá Noel no fuera un barbudo que ascendía de la calle con la frente transpirada sino lo que la humanidad le había prometido de niño que iba a hacer, y que esta dinámica se había trasladado a la impaciencia por el extravío de la máquina que había pedido. Esto ya lo sabía, pero tenemos que agregar que también el trabajo encomendado, que parecía de lo más prometedor pero terminó siendo lo que él consideraba un fiasco, más la cercanía de una chica con pecas a la que desconocía pero que podía representar algún tipo de compañía conveniente humana para él, habían potenciado al síndrome en los últimos días. Por si hubiera que aclararlo, estaba decepcionado del mundo y un poco cansado de la vida, digamos. Necesitaba compañía también, no recordaba mucho cómo era vivir acompañado. Y las caricias que recibía provenían todas de su perra.

Así que apenas despertó ese día arrastró la guitarra hasta el contenedor bordó y, después de comprobar que no había cambios en la fisonomía de los androides —las partes que faltaban seguían ausentes, el que él había abofeteado seguía con el cuello inclinado en la posición que lo había dejado— en vez de chasquear los dedos prefirió rasgar su guitarra y cantarles una canción a los X. Después de todo, pensó, eso lo animaría un poco y, a pesar de la letra más o menos lúgubre de la canción, tal vez animara también a los X, o a las Y —si es que podían escuchar en el modo reposo.

Los que supuestamente escucharon mis antepasados fue una sucesión de acordes. Un Mi menor, un La Menor, un Sí sostenido en séptima, Mi Menor otra vez. La melodía era simple.

Dame un flor

Comprame un sueño

Porque me estoy yendo

Al lugar donde nunca estuve

No te quedes corta

Vení también

Nos vamos recién

Al lugar donde nunca estuve

Prestame los fósforos

Quememos el camino

Nos vamos al lugar

Donde nunca estuvimos

¿No es

gracioso?

¿No es lindo,

también?

Nuestro hogar está ahí

En el lugar donde no estuvimos

Es tan fácil

Ya antes lo hicieron

Muchos se fueron

Al lugar donde no estuvieron

Sacate el abrigo

Enfrentemos el frío

No habrá más sentido

En el lugar en que no estuvimos

Al concluir se acarició las yemas de los dedos endurecidas por el rasgueo diario. Chequeó si había algún cambio en el rostro de los X. Nada. Miró con más cariño a las Y. Le daba particularmente lástima la que ya no estaba entera. Esas pecas parecían tan reales. Observó que las Y tenían los labios superiores ligeramente alzados, era porque los dos incisivos centrales superiores eran más grandes que los otros dientes y estaban un poco sobresalidos. Les daba cierto aire de ingenuidad. ¿Cómo podía ser que tuvieran tanta habilidad para crear un molde de la cuidadora de las Y tan perfecto pero que, por lo menos con los X, no hubieran podido dotarlos de esa brisa que es la invención en los humanos? ¿No se trataba de eso? ¿No era la meta de Riviera?, pensó. Luego chasqueó los dedos para comprobar la narración. Su mirada era ya más sagaz, no esperaba ningún cambio. Escuchó.

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Suspiró hondo. No había ningún cambio y encima habían retrocedido un casillero volviendo a la narración original que decía DIVISÓ por VIO. No le pareció raro. Inhaló y suspiró largo. Luego miró a las Y y siguió rasgueando la guitarra mientras canturreaba:

Yo era un hombre

Yendo hacia abajo

Ahora descubrí

El lugar que nunca vi

Vienen nuevos tiempos

Esperen en la orilla

Esta nave te llevará

Al lugar donde nunca va

Esta canción fue escrita

Y ofrendada a mí

Fue compuesta en el lugar donde nunca fui.

Concluyó su canción. Pensó que si alguna de las cuatro réplicas tenía oídos realmente sensibles debía, por lo menos, sentirse irritadas por oírlo cantar a él. Los androides, como era esperable, no modificaron para nada su postura. Era él que ahora se sentía melancólico y con una añoranza que, por lo menos, parecía fuera de lugar. Hasta ese ligero olor rancio a cigarrillo que parecía pegado a las paredes del contenedor le pareció agradable en ese momento. Luego sintió lástima por nuestros rígidos antepasados. Pero se preguntó cómo podía sentir eso por un pedazo de piel sintética (le vinieron a la cabeza palabras como «de hojalata» que no eran apropiadas). Se levantó y, como un hippie molesto con su audiencia porque no le prestaba atención, tomó su guitarra. Antes de salir probó, como si ya no lo hubiera hecho, si el chasquido de sus dedos funcionaba con las Y. Pero no había caso.

En su casa pensó que tal vez su impaciencia era injusta con los androides. Podía ser que necesitaran tiempo para procesar los gritos que le había pegado para reaccionar y la canción que había compuesto. ¿Por qué tenía que ser tan impaciente? ¿Qué cambiaría del mundo si sus réplicas de repente se incorporaban? ¿Qué cambiaría si sus réplicas podían inventar una historia mejor? ¿Los humanos ya no habían escrito miles de historias? Con un diccionario finito era imposible que contaran nuevas historias y si lo hacían lo más probable era que volvieran a contar las mismas que ya habían contado sus antepasados. Pero eso no era lo que esperaba Riviera, seguro. Se sintió molesto otra vez, ¿por qué las reglas eran tan imprecisas? ¿Cómo era que no había información sobre el funcionamiento de los androides? Su celular había quedado inutilizable, pero la computadora funcionaba y ni ahí había rastros sobre lo que había creado Riviera. Y lo que más lo molestaba era que no coincidía con ninguna bibliografía al respecto. En las sedes de otros países de Riviera, las réplicas en general lograban mantener conversaciones interesantes con sus cuidadores. Eso es lo único que había en algunos foros de Internet al respecto. Hasta a algunos le habían tocado réplicas que tenían más humor que ellos mismos (o que los hacían reír que no es lo mismo que tener humor; vaya a saber qué cosas decían) Lo peor de todo era que no podía intercambiar información con la cuidadora de las Y.

Recordó que, con la cara que había puesto el día anterior la chica, daba por sentado que no la iba a ver nunca más. Cuando estuvo más tranquilo buscó por la casa un lubricante y un paño. El lubricante pensaba usarlo sobre el cuello del X para ver si por absorción permitía que el cuello se enderezara. El paño para limpiarlos un poco. Mientras tocaba le había parecido notar que la piel de las Y estaba ligeramente ennegrecida, como cubierta por hollín, lo cual no era extraño. Cuando cada quince días limpiaba su casa encontraba una gruesa capa de polvo en todos los aparatos. Además si la cuidadora de las Y les fumaba en la cara, pensó Gastón, no era raro que las réplicas sufrieran las consecuencias de la polución en un recinto tan pequeño. Pronto llegó el momento de ejercitarse, cenar, tomar su proteína, mirar una película de suspenso y luego dormirse.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. 46. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 46.
En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar? Cuanto más tiempo tarden en descubrirlo, más difícil será escapar.

46.

Entre tanto alboroto, no todos los del colegio escaparon a sus casas.

Algunos decidieron que lo mejor que podían hacer era ofrendarse a esos dioses que recién habían descubierto. Particularmente, los que habían sido lastimados por ellos.

Gema y Lungo ya se habían saciado. Atrás quedó el hambre y la bronca.

Se sentían fuertes y cuando los nuevos acólitos, entre los que se encontraba el adolescente asiático, se acercaron mareados y rendidos, con las manos en alto, dejaron que los siguieran.

Cuando vieron la torre espacial de Interama, con las luces rojas y blancas parpadeando en la noche, los sobrevivientes del colegio creyeron que los serenados la habían usado de torre de control para descender desde el cielo. Mientras caminaban pensaban que iban a ser guiados a una nave espacial extraterrestre.

Se sintieron perdidos cuando en la calle Marco Avellaneda, en vez de seguir el largo camino hasta el antiguo parque de diversiones, los supuestos extraterrestres para algunos, para otros dioses, doblaron y entraron en una casa alta.

por Adrián Gastón Fares.

¡Sólo falta el 47!

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederos. Seré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 45. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 45. Audio libro. En Seré nada, tres amigos parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en la busca de la leyenda bloguera de una colonia de sordos. Encuentran a personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar? Cuanto más tiempo tarden en descubrirlo, más difícil será escapar.

45.

Silvina y Ersatz recorrieron el camino de regreso a la casa, donde los recibió Fanny sentada en el cordón de la acera, bajo la luz fría, con las piernas juntas, temblando de ansiedad.

Se sentaron al lado. Silvina la abrazó.

—¿Qué le mostraste a Lungo? —Ersatz le preguntó con curiosidad.

—Sí, ¿qué le mostraste para que cayera a tus pies? —dijo Silvina después de despegar la mirada de los labios de su amigo.

La intención de la pregunta era que la adolescente no pensara en el destino de Gema y los demás serenados.

Fanny sacó el celular. Manoseó la pantalla. La giró hacia ellos.

Era una fotografía.

De izquierda a derecha en la imagen de la pantalla estaba Zumo y Lungo, este con la boca impoluta, los labios cerrados, con el brazo cruzado por arriba del hombro de Gema, que a su vez tomaba de la mano a una niña, Fanny. Detrás había lápidas y una ensombrecida capilla. Los cuatro parecían sonreír con la mirada.

Ersatz asintió rápido con la cabeza, tratando de que su aprensión no se notara.

Silvina estrechó más a la adolescente.

Fanny escribió en su teléfono:

¿Madre sobrevivió?

Ersatz la miró sin contestar. Silvina contestó la verdad.

No lo sabían.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. 44. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 44. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… 

44.

Ersatz y Silvina sostenían una gruesa manguera anaranjada. Recorrieron el lugar con la vista. Caminaron arrastrándola hacia el escenario y apuntaron hacia arriba.

El público pensó que eran bomberos y que debajo del escenario había ocurrido un incendio, así que los dejaron pasar.

Además, el hedor que acompañaba a esos dos era insoportable.

—Por Manuel —dijo Ersatz.

La manguera estaba rígida, llena.

Ersatz le quitó la tapa.

De repente, un chorro de un líquido grumoso y pardo salió expelido hacia el escenario.

Al instante, Osvaldo vio que un chorro de mierda se dirigía hacia él. Evelyn no pudo escapar.

Los dos cayeron de rodillas. Evelyn vomitó.

Luego Erstaz y Silvina apuntaron hacia el público, dejaron la manguera en el suelo expeliendo mierda y más mierda, que salpicaba en abanico, como si fuera un oscuro fuego de artificio. Corrieron hasta la puerta y salieron.

Gema, que ahora era una mezcla de sangre y mierda en el suelo, pero sangre y mierda con vida, se acercó a Osvaldo, abrió la boca y le arrancó un pedazo de mejilla.

Empezó a masticarla. Pero no tenía paz. El de barba se adelantó y la empujó con la flecha de la punta del mástil de la bandera. Habría pensado que tenía filo. Gema sólo resbaló por la superficie del escenario hasta sobrepasar el bordillo y caer al suelo. Quedó arrodillada enfrente del público, que no sabía si escapar de la mierda o de Gema.

Se levantó y empezó a tirar dentelladas a dos hombres que entre la lluvia oscura intentaban atacarla. Resonaron algunos disparos, pero la serenada gruñía más alto.

En el escenario, Evelyn estaba ahogada en su propio charco de vómito.

Del susto, algunas mujeres le tiraron los platos con los cubos de salamines y quesos a Gema. Pensaban que tenía hambre y que por eso las atacaba.

Entonces, la pared que separaba el colegio del patio exterior se vino abajo e irrumpió la trompa azul del camión de aguas residuales. Varios corrieron despavoridos y tres fueron embestidos por el vehículo.

El que manejaba era Lungo, que esperó a que Gema lo reconociera.

Primero lo miró con desconfianza, pero luego la mirada de Gema se enterneció. Comprendió que algo había cambiado a Lungo, que abrió la puerta para invitarla a entrar. Cuando trató de alcanzarla un fortachón del público que tenía una gorra de Chevrolet, lo mordió en la cara.

El fortachón retrocedió, con el rostro sangrando, y fue tal el susto que le dio a los demás que empezaron a escapar todos para donde podían.

Algunos trataban de entrar a los baños. Las puertas no se abrían porque estaban cerradas por otros que los habían antecedido en ocuparlos.

Otros corrieron hacia las escaleras del primer piso del colegio.

El micrófono había quedado tirado en el escenario y ahora acoplaba, molestando a los oídos de todos, incluso a los de Lungo y Gema.

Desde la cabina del camión, Lungo dio un salto que lo dejó entre los que tenían el puño en alto para abatirlo. Comenzó a dar dentelladas y pudo herir a varios.

Gema no se quedó atrás, y se subió al cuello de varias mujeres que, con la cara enrojecida, le gritaban demonio y otras malas palabras.

Mordieron a los que pudieron, Gema en parte para alimentarse y recobrar las fuerzas, en parte por simple bronca y venganza, y el espectáculo fue tan espeluznante que los hombres y las mujeres salieron corriendo hacia sus motocicletas, sus coches, corrieron para sus casas entre los escombros, la mierda y la sangre, y sólo quedaron los más valientes que fueron reducidos y pinchados por los dos serenados.

Antes de abandonar el lugar, Gema caminó entre los cuerpos de los que retozaban en el suelo, subió al escenario, y enfurecida, giró el cuerpo de Evelyn y le desgarró la bata.

Luego le clavó los colmillos en el cuello.

La cinta larga celeste y blanca se desprendió del telón y cayó en el escenario.

En la calle había personas arrastrando los pies, ya sea por las heridas en los brazos y el cuello, porque estaban cubiertas de mierda o por las dos cosas a la vez.

El hedor era insufrible.

Hasta los caballos se habían escapado.

La fachada del colegio estaba en penumbras. La camioneta había derribado los palos de luz de esa vereda.

Más lejos, los postes que seguían de pie iluminaban con sus lámparas amarillentas a las personas que se alejaban del colegio con la ayuda de sus pies o de sus vehículos.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 43. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 43. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… 

43.

Entre tanto alboroto, los reunidos ante el palco no escucharon los gruñidos y gemidos, ni otros ruidos que estaban contenidos en el semicírculo inferior del escenario.

La puertita de entrada al foso estaba debajo de una de las escaleras laterales del escenario. Dentro del foso, otra puerta, que accionaba una escalera plegable, daba detrás del telón. Estaba pensada para utileros, pero en este caso era necesaria para mantener la sorpresa que Osvaldo iba a liberar luego de tantos vítores.

Algunos no sólo gritaban, también saltaban y se sentía una vibración en el suelo, como si el colegio fuera a venirse abajo en cualquier momento.

—Y ahora nuestro embanderado más pequeño y el más experimentado, otro médico como la doctora presente, que supo prestar sus servicios para el país… —dijo Osvaldo mientras se golpeaba con el puño cerrado el saco blanco abotonado—, por nosotros, por ustedes, hasta por esos desagradecidos que se fueron, va a entregarnos el fruto de la paciencia, la perseverancia, el trabajo en grupo y el compañerismo. Con ustedes, Ulises “Algodoncito” Gutiérrez. Nos explicará su particular método de encontrar la cura adecuada para que nuestra sangre criolla no vuelva a malgastarse.

Osvaldo acompañó con el brazo estirado la invitación a que el telón se abriera. Al ver que no salía nadie se acercó con cautela para abrirlo él.

El chico asiático y el tipo barbudo, en los roles de escolta y abanderado, movían los ojos para todos lados, atrapados en las posturas firmes. La gente gritaba.

—¡Queremos verlos! ¡Viva la patria! ¡Viva Argentina! —dijo uno que vestía una camisa colorida.

—¡Viva el Gran Buenos Aires! ¡Viva Zona Sur! —dijo una mujer que aplaudía apretando la cartera con los brazos.

Otro, un hombre pelado y con anteojos gruesos, revoleaba un pañuelo blanquiceleste. Eran pocos los que tenían menos de cuarenta años.

La mayoría andaba por los cuarenta y tantos. Abundaban los cabellos teñidos, las calvas, las arrugas, las barrigas de cerveza, los hombros sobrecargados.

Tanto las mujeres como los hombres apretaban sus cintas rojas.

Se había corrido la voz de que el azul oscuro, casi negro, era el emblema de los serenados, y eso potenciaba la elección de cuidarse del poder demoníaco de esos seres extraños con elementos de colores rojos.

Estaban tan enardecidos que empezaron los silbidos porque el telón no se abría.

Osvaldo estiró la mano para apartar el telón. En ese mismo momento se abrió y apareció una figura humana.

Gema tenía lágrimas en sus ojos y sangre por todo el rostro.

Llegó hasta el bordillo del escenario y se detuvo en seco. Evelyn se arrojó al suelo como si hubieran tirado una bomba. Gema observó a la ahora callada multitud.

Sin dejar de llorar retrocedió unos pasos, hasta quedar más o menos en la línea de los dos embanderados que no se animaban a dejar su postura recta.

—Pero ven lo dócil que la convertimos. Sola se va a presentar —dijo Osvaldo mientras el micrófono le temblaba.

Gema, acorralada, pasaba la mirada por la multitud.

La mayoría sostenía en lo alto sus cintas rojas. Algunos hasta crucifijos que blandían delante de ella.

Como si buscara a alguien entre la multitud, Gema miraba de un costado al otro del patio.

Parecía ida. No podía saberse qué había sido de su boca porque era un manchón de sangre.

Un reflector tardío, manejado por uno de los invitados, la iluminó.

Gema no cerró los ojos. Despegó los labios por primera vez en su vida.

Tenía varios colmillos afilados en sus grandes encías.

Algodoncito le había tajado con una de sus cuchillas los esbozos de labios que tenía, y ahora su nariz, liberada, luego de tanta adaptación para alimentarse, al abrir la boca se deslizaba casi hasta el entrecejo.

Lo que vieron los de abajo fueron ojos blancos, una boca abierta que era casi más grande que la cabeza y las manos crispadas por la desesperación que Gema había pasado en la operación.

La señora mayor, que se ve que todavía estaba un poco mareada por el veneno de Fanny, se le acercó con el plato en alto.

Para completar el acto, Gema tenía que aceptar y engullir esa comunión representada por el pedazo de queso y los dados de salamín.

La señora estiró la mano con el queso apretado entre sus dedos, acercándolo a la cara de Gema, que gimió y le apartó la mano con el bocado.

Llegó la risa de los de abajo, que esperaban ver algo más portentoso, no a una mujer con calzas negras, boca de piraña y el rostro elástico.

Entonces, Gema gruñó y empujó a la señora mayor, que fue a parar cerca del bordillo del escenario. Mientras, se iban acercando Osvaldo de un lado y del otro Evelyn para seguir con la presentación. Pero en ese momento el telón se volvió a abrir y aparecieron los gemelos. Llevaban algo entre los dos.

Era el cuerpo de Algodoncito. Uno le estaba masticando una pierna, y el otro tenía clavados sus dientes recién ventilados en el cuello.

La sangre manaba del cuello del enano.

Detrás de los gemelos, desde el telón, irrumpió en el escenario un ser reptante. Era la mujer de rodete que, caminando en cuatro patas, sobrepasó a Gema y aulló como un lobo hacia los presentes. El estrés acumulado en la cueva de Algodoncito le había hecho recordar todo lo que sufrió en la vida y así, con ese aullido, se hacía oír.

Los dientes eran más largos que los de Gema. Los que estaban adelante, que todavía no sabían si lo del enano era parte del acto o no, empezaron a retroceder, generando una avalancha, que empujó a los de atrás hasta las mesas preparadas para el refrigerio.

Uno de los gemelos había soltado al enano que quedó colgando de la mordida del otro.

El que lo había soltado estaba masticando un pedazo de la carne del muslo que le había quedado prendida en sus fauces.

Todos los serenados habían perdido el bronceado y estaban famélicos lo que hacía parecer más grandes sus hasta ahora ocultos dientes y sus cabezas.  Y eran todos tan altos…

La multitud estaba paralizada de miedo.

Gema siguió llorando mientras daba la espalda al público.

La mujer de rodete saltó del escenario al público, y semidesnuda como estaba, empezó a tirar dentelladas, hiriendo a unos cuantos.

Los gemelos habían dejado los restos del enano, y bajaron por las escaleras de los costados del escenario.

Los dos se unieron a la mujer de rodete para acorralar al público presente. El gruñido reverberó en el patio y la multitud retrocedió aún más.

El acto reflejo de mover la boca cuando se ponían nerviosos los hacía parecer peligrosos y violentos. Sus bocas ahora podían abrirse y no sabían muy bien cómo controlarlas.

Gema seguía adelante en el palco, traumatizada.

Se le acercó Osvaldo con el micrófono en la mano. Le pasó el cable por el cuello y comenzó a estrangularla.

Eso animó un poco a los de abajo e incluso pareció darle una indicación de cómo debían actuar.

Pronto resonó un disparo. Luego, dos más. La mujer de rodete voló hacia atrás y quedó tirada en el suelo. Los gemelos se desmoronaron, abatidos.

Gema empezó a sofocarse, y en vez de resistirse, apretó la boca hasta que cayó desfallecida en el suelo.

Habían matado a todos los demonios. Por lo menos, parecía eso.

Osvaldo tiró del cable del micrófono, atajó el aparato en el aire y se lo llevó a la boca.

—Tranquilos… Hicimos lo que pudimos para conservarlos con vida. Teníamos un plan hermoso para ellos. Hermoso… Pero el destino parece no haberle perdonado la traición a la sangre noble. No podemos curar a todas las personas. Por lo menos, servirán de ejemplo para que nuestra estirpe siga fuerte y sana por varias generaciones gracias a ustedes. —Tosió y se aclaró la garganta para elevar la voz—: A veces la sangre degenerada no tiene cura, incluso con los mejores métodos y cuidados.

El público se había vuelto a acercar al escenario y estaba vitoreando. Menos tres hombres que habían sido mordidos antes de que las balas alcanzaran a los gemelos y a la mujer de rodete. Los mordidos, tirados en el suelo, giraban sobre sí mismos con una sonrisa piadosa.

—¡Viva la sangre pura bonaerense! —gritó Osvaldo, mientras la incorporada Evelyn, cuyos labios temblaban, trataba de juntar las manos en un aplauso.

La puerta que daba al patio se abrió de golpe.

Una mujer y un hombre, desconocidos para la multitud, entraron con ímpetu al colegio.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 42. Nueva novela.

Capítulo 42. Leyendo Seré nada. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

42.

Las luces del alumbrado público se encendieron.

Las puertas de tres casas se abrieron casi a la vez sobre la avenida. Una reja de garaje se corrió. Resonaron los neumáticos de varios coches y algunas motocicletas raspando el cemento. Repicaron cascos de caballos. Una docena de bicicletas doblaron en la esquina del colegio.

En la puerta, dos de las motocicletas estacionadas tenían calcomanías de corcheas. Entre los signos musicales estaba escrito con firuletes Juremos con gloria morir.

Los pañuelos de color celeste y blanco que estaban atados en los espejos retrovisores de los coches y en los manubrios de las bicicletas también tenían escrita la misma estrofa del himno nacional.

La avenida no estaba deshabitada como habían creído Manuel, Silvina y Ersatz.

Detrás de las rejas, detrás de los cristales de las ventanas pintados en los negocios, detrás de los portones grafiteados, vivían algunos que habían vuelto a su lugar de origen en vez de apuntar para el norte.

Al volver, recordaron su costumbre de encerrarse completamente por si acaso, de abandonar los balcones en los que habían mirado las estrellas allá por los ochenta del siglo pasado, de niños o adolescentes, y al conocer que el barrio finalmente había cumplido con su promesa de entregarles algo más que violencia, indiferencia, muertes y falsa comunidad, se habían asombrado al principio.

En realidad, eran los descendientes de los que esperaban en las puertas que cayera el sol, eran los descendientes de los que iban a comprar el pan sin celular, de los que dejaban jugar a los niños, ellos mismos, hasta tarde en las calles, de los que hacían largas las tardes para no perderse la procesión callejera que les daba algo de variedad en lo rutinario.

Los descendientes, en la oscuridad de sus casas lóbregas y largas, de las habitaciones sumadas a otras habitaciones, ya no se miraban fijamente al espejo. Tenían pavor de encontrar algo inesperado en sus rostros.

Ya no podían ni siquiera sentirse diferentes, como sus progenitores lo habían hecho, de los de las villas cercanas, porque ya no estaban. Diamante era un rejunte de pasillos vacíos. Fiorito era un pantano con una isla: la casa natal de Maradona.

Ya no se tiraban la basura los unos a los otros porque no vivían encimados. Los perros ya no rompían las bolsas porque casi no había perros.

No había mascotas. Lo más parecido eran los geckos y lagartijas a los que a veces perdonaban la vida y otras aplastaban con sus zapatos o con un martillo especialmente preparado para la ocasión que sacaban del cajón de herramientas. Y si no se la pasaban con esas raquetas eléctricas matando insectos voladores.

Tenían que encontrar algo que los distrajera de arañar las paredes con las manos y cuando se enteraron de que del colegio se habían escapado una horda de seres deformes, que habían nacido de la unión entre monjas y curas degenerados de un infame convento, sintieron que lo habían encontrado.

Para ellos, siguiendo los fuegos artificiales de las fiestas de fin de año, los serenados se habían deslizado por las calles embarradas hasta el colegio privado de la zona, irrumpiendo y haciendo morir de sonrisas y placer a las monjas, a sus monjas. Se había apagado para siempre el fuego que calentaba las ollas populares organizadas por el colegio y la llama se mantenía en sus estómagos, una mezcla de hambre y resentimiento.

Y los serenados, esos seres con la boca cerrada a los que espiaban de vez en cuando, erguidos pacientemente en las terrazas los días de sol, justo lo contrario que hacían ellos que habían olvidado para qué servían las terrazas, los serenados, esos humanoides bronceados de los que se mantenían alejados, eran el único chivo expiatorio que podían encontrar para culparlos de la pérdida de sus ilusiones.

No había muchos familiares a los que torturar.

Los políticos tradicionales, de uno u otro bando, se las habían tomado. Algunos habían regalado sus partidos, pero nadie los quería.

Que Evelyn y Osvaldo descubrieran los cuerpos sonrientes de quienes los serenados se habían alimentado tuvo dos consecuencias.

Por un lado, hizo que la noticia de los deformes sangrientos se desperdigara por otros barrios del sur de Buenos Aires y desde Temperley a Cañuelas había cuadras de dos o tres personas que vivían en sus antiguas casas y se habían enterado de la existencia de algo raro en Lanús. Por otro lado, sirvió para que Osvaldo se convirtiera en una figura política con una causa justa.

Así que, con una cadena de favores que cruzó medio Buenos Aires, fueron aportando dinero, las señoras y señores del sur del conurbano, a la causa de hacerles un favor a los nuevos dioses, a los demonios del colegio, como los llamaban, para volverlos más parecidos a ellos.

Hasta la misma Riannon en vida, embanderada de la libertad de las personas sordas, que en realidad se había instalado con su comunidad en Uribelarrea, y no en Lanús como creían Silvina, Ersatz y Manuel, había aportado dinero para la causa de Osvaldo.

Más allá de las diferencias de edades, altura, anchura, color y género de las personas que fueron recibidas con las puertas abiertas principales del colegio, las que subieron las escaleras y desfilaron por el salón para ir reuniéndose alrededor del escenario tenían algo en común.

Llevaban escarapelas blancas y celestes prendidas de sus mochilas, de sus trajes, de sus sombreros, y todas, también, en sus bolsillos, o detrás de las mangas largas de sus prendas, cintas rojas.

Vitoreaban a Osvaldo que ya estaba con sus bigotes atizados, franqueado por Evelyn, los dos vestidos de blanco esclerótica y ambos ojerosos, para que diera la orden de descorrer cuanto antes el pesado telón del escenario y les dejara entrever, como aquella vez, a sus temores encarnados y maniatados.

Detrás de la multitud esperaban unos tablones con manteles, cubiertos de platos con salamines, quesos, fiambres, panes, y otros dones de la tierra con los que pensaban festejar lo que fuera que apareciera, cualquier cosa, algo diferente: lo nuevo, lo que les iba a salvar el año quizás.

Osvaldo no tenía mucho que decir, simplemente iba a mostrar y ellos necesitaban ver.

Detrás del micrófono, luego de Evelyn y Osvaldo, había incluso un abanderado con un escolta.

El adolescente asiático era el escolta y el tipo de barba sostenía la bandera con los mismos colores de la izada en el patio exterior.

El segundo escolta iba a ser Lungo que no había vuelto a aparecer.

Aunque la multitud miraba de reojo al chico asiático, Evelyn y Osvaldo pensaron dar un mensaje de diversidad con lo que tenían a mano.

La señora mayor, recuperada parcialmente de la experiencia psicodélica que le había provocado la mordida de Fanny, estaba encorvada cerca de la escalera y tenía un plato con un pedazo de queso duro y unos dados de salamín recién cortado.

El micrófono andaba perfecto. En el escenario, Osvaldo se quitó el sombrero de copa blanco, lo arrojó al público, para entretenerlos mientras tanto, dio las gracias al gentío y le preguntó a Evelyn si quería decir unas palabras. Evelyn movió la cabeza y levantó las palmas de las manos hacia Osvaldo, invitándolo a proseguir.

—Tengan un poco de paciencia que nuestro ilustre y diminuto héroe está terminando su delicado trabajo. Me alegra que compartan con nosotros este momento tan esperado. Unión, integración e inclusión, ¡viva!

—¡VIVA! —repitieron los de abajo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 41. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 41. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

41.

El barbudo tenía un pie sobre la espalda de Ersatz, como si hubiera sido fácil reducirlo. Tenía un brazo alzado para descargar el puño cerrado en caso de que fuera necesario.

Lungo gruñía y separaba más los brazos mientras avanzaba con más velocidad hacia el encuentro de Fanny, que tenía la boca apretada y la nariz manchada con la sangre de Ersatz.

—No saben con quién se están metiendo —dijo Ersatz, fue lo único que se le ocurrió para la situación en que estaba. El barbudo le pegó una trompada en la mandíbula.

No sintió dolor, pero se preocupó porque era una zona cercana al oído. Lo que faltaba era que lo dejaran más sordo.

Lungo se detuvo. Fanny tenía su celular en alto. Le estaba mostrando algo en la pantalla que el gigante parecía no querer ver. Se tapaba la cara, retrocedía, y daba vueltas sobre sí mismo, moviendo las manos hacia arriba como si estuviera espantando a unos murciélagos.

—Quería… Como ellos… Ser… —gritó Lungo con su voz cavernosa.

Fanny asentía con la cabeza.

—Así… No —agregó Lungo.

La cara de Fanny se desarmó otra vez. Parecía querer llevar el colmillo hacia la nariz por momentos, por otras apretaba los labios contrarrestando ese movimiento. Los ojos empequeñecidos, las lágrimas otra vez sobre sus alisadas mejillas. En ningún momento dejó de tener el celular en alto, hasta que Lungo dejó de dar vueltas.

Se acercó a ella y se arrodilló.

Fanny se inclinó para abrazarlo. Lungo aceptó el abrazo y la rodeó con sus largos brazos.

Giró la cabeza y miró hacia donde estaba el barbudo y el chico asiático con una mirada que estos dos nunca le habían visto.

Tenía apretada la boca, no babeaba, y el odio que reflejaban sus ojos era más alarmante que su colmillo deforme y su altura.

Lungo se incorporó, se quitó la mitad del pelo largo de la cara y empezó a caminar hacia donde estaba Ersatz y Silvina.

El barbudo dejó de pisarle la espalda a Ersatz y se inclinó.

—No soy como los que mataron a tu amigo —murmuró.

Ersatz ubicó las palmas debajo de su cuerpo y tiró las piernas hacia atrás. El barbudo cayó al piso.

El chico asiático, que ya había soltado a Silvina y retrocedía, se asustó más al ver a su amigo derribado.

Inclinó la cabeza, haciendo una reverencia de despedida, y empezó a escapar, corriendo hacia la avenida.

El barbudo se levantó, hizo una reverencia con la cabeza y también se lanzó a correr.

Lungo corría dando enormes zancadas y aunque parecía imposible que alcanzara a sus nuevas presas, verlo no daban ganas de especular con la posibilidad de que lo hiciera.

Los perseguidos miraban hacia atrás cada tanto y se seguían alejando más rápido.

Ersatz miró hacia Fanny que de perfil en la mitad de la calle tenía los hombros bajos. Parecía agotada y desconsolada.

Silvina miraba hacia Lungo, que gemía mientras corría al barbudo y al chico.

Ersatz le preguntó a Silvina si se encontraba bien.

—Yo sí… Pero los otros… Pobres… Son locos, los deforman en el colegio.

—Vamos. No hay tiempo que perder —dijo Ersatz mecánicamente como si necesitara decir algo obvio para asimilar lo que acababa de escuchar.

No quería que nada lo distrajera de la idea que se le había ocurrido, un plan que quería ejecutar de la mejor manera posible. Y eso significaba disfrutar el proceso.

Empezó a correr con las manos estiradas hacia arriba, gimiendo como si fuera Lungo.

Silvina lo miro incrédula y dubitativa primero, luego sus ojos se encendieron y se lanzó a correr como Ersatz.

Corrieron bajo el sol, por detrás del gigante, gritando y moviendo las manos, hasta que se cansaron.

Una vez que el barbudo y el adolescente asiático doblaron en la avenida, Lungo gimió y dejó de perseguirlos. Tenía la mirada nublada.

—Vamos, Lungo… Vení con nosotros —dijo Silvina mientras ladeaba la cabeza hacia el trecho que faltaba hasta el colegio.

Lungo tenía los ojos húmedos ahora. Se tapó la cara con las manos grandes.

—Puedo… No… Fanny… Sola… —dijo y se volvió para retroceder por la avenida.

Silvina se acercó a Ersatz, resoplando.

—Les tajean las bocas… —Silvina miró hacia atrás.

—Lungo… —dijo Ersatz.

—Van a hacerle lo mismo a Gema y a los demás… El gordo ese, Osvaldo se llama, está vestido como para una fiesta…

—Vos sabés manejar, ¿no? —le preguntó Ersatz girando los puños delante de ella.

—¿Qué? No entendí… Ah, ¿me estás cargando? Te hizo mal ponerte ese buzo de hace ochocientos años. ¿No había algo más grande?…

El buzo dejaba ver el ombligo de Ersatz. Y la capucha parecía un pañuelo alrededor del cuello.

—Ah, sí, esos pantalones. —Silvina miraba con desaprobación los holgados jeans de Ersatz. —No sé manejar.

Ersatz la miró con seriedad. Suspiró.

Aspiró el aire fresco.

—Vamos —apuró Ersatz.

—¿Adónde?

—Vamos, volvamos, toda esta corrida fue al pedo, tenemos que volver por Lungo— dijo Ersatz mientras giraba hacia Marco Avellaneda.

Silvina no entendió bien lo que había dicho Ersatz. Tampoco comprendía qué quería hacer su amigo. Pero lo siguió.

En el camino hacia la casa de los padres de Ersatz, pensaba, con tristeza, que ya debía ser tarde para hacer algo por Gema y los demás. Necesitaba abrazar a Fanny y esas ganas la hicieron correr más rápido que Ersatz por las calles.

La adolescente seguía en el lugar donde la habían visto la última vez. Estaba sentada en el suelo. Lungo, de pie, custodiaba, mirando hacia la avenida como si esperara que un malón apareciera de un momento a otro.

Fanny miró a Silvina con timidez y con un poco de miedo. Silvina no la abrazó. Le ofreció la mano. Fanny la tomó.

Caminaron en silencio y doblaron en la esquina de Ersatz.

Lungo bajó la cabeza para mirar a Ersatz que se había interpuesto entre él y la avenida.

Mientras lo escuchaba fue levantando la cabeza hasta que sólo vio el cielo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 37. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 37.

37.

La pequeña puerta se abrió. Evelyn caminó rápido, encorvada y guardándose un manojo de llaves en el bolsillo del delantal, hasta el pupitre donde estaba Silvina, que suspiró por la nariz al verla otra vez.

Prefería escuchar a los diminutivos del enano que aguantarse a esa mujer. Con esa cara que parecía pisar una piedra en cada paso que daba, y la risa fácil, frecuente. Ahí estaba otra vez, agachada frente a ella, con esa melena lisa y corta cayendo simétricamente a los costados de la nariz redondeada en la punta.

—Vamos —le dijo—. Vos seguí con lo tuyo, Algodoncito.

El enano, con la sierra en una mano, estaba palpando con la otra el filo de una cuchilla. Asintió y empotró la cuchilla en la sierra.

 —Esperá un poco con esta que todavía no llegó nadie, seguí con los otros que la quiero bien fresca.

 —Fresquita… —Algodoncito sacudió la cabeza, como si no estuviera de acuerdo con lo que proponía Evelyn.

 —Vamos, te dije. ¡Dios mío! ¿Vas a seguir haciéndote la estúpida?

Silvina se levantó del pupitre apretando el labio inferior contra el superior hasta que se le formaron unas arrugas en el mentón. Le digirió una mirada provocadora a Evelyn, que levantó el puño en señal de amenaza.

—¡Vamos! —le gritó.

Lungo custodiaba, agachado, desde la puerta. Cruzó una mirada con Evelyn y entró, agachándose más, para ir directo hacia Silvina y tomarla de la mano. Silvina sintió esa manota áspera, como repleta de costras, y aunque Lungo la empujaba, sintió ternura por la mascota de la médica, más cuando trató de articular algo que pareció ser:

Silvi… Vamo.

Antes de que la baba se le volviera a caer a Lungo, Silvina miró por encima del hombro y lo último que vio de ese inframundo del escenario fue al enano que había descubierto a uno de los gemelos y volvía a intercambiar cuchillas en sus manos, parecía obsesionado con cuál elegir para la sierra.

Evelyn cerró la puerta con un candado y dejó encerrado a Algodoncito con Gema y el resto de los serenados.

Salieron a la luz pálida del patio grande desde el foso del escenario. Mientras Silvina desfilaba adelante de Lungo y Evelyn, la siguieron con miradas desconfiadas el barbudo y el adolescente asiático.

La vieja de la escoba estaba en el suelo con las piernas alargadas frente a ella, la espalda inclinada y las manos apoyadas a los lados, mirando sorprendida a las palomas que revoloteaban en lo alto, entre las vigas de hierro.

—Ves, quedó tonta como vos. Decí que creemos que no contagian.

Ahora, el chico asiático parecía estar tocándose algo por dentro del pantalón de gimnasia que usaba y tenía el labio inferior un poco descendido, como si lo estuviera disfrutando. Evelyn lo notó, pero no le prestó importancia.

Silvina opuso resistencia a los tirones que le daba Lungo que, como un caballo al que ella guiara en vez de lo contrario, se detuvo.

El rayo de sol que entraba por un agujero en el comienzo de la cúpula de chapa le daba en el cuello y Silvina cerró los ojos para disfrutarlo.

Lungo dio dos pasos hacia atrás al ver que Silvina se quedaba ahí y le soltó la mano. Debía tener prohibido que lo tocara el sol sin permiso. 

El de barba se acercó, por si acaso.

El hombre rechoncho estaba comiéndose un sándwich con el corto cuello estirado al máximo hacia adelante para no mancharse el pantalón de vestir blanco que llevaba a juego con el saco.

En la fila de asientos encadenados en la que estaba sentado el rechoncho, había un sombrero de copa, también blanco, con una cinta celeste al lado de un mate con bombilla y una bolsa de azúcar abierta.

—Podés seguir caminando, por favor —le ordenó el barbudo mientras se atizaba la barba para dejarla, por un momento, triangular.

Silvina miró hacia el chico asiático que movía los antebrazos y parecía seguir disfrutando de su presencia, ahora tenía las dos sospechosas manos hundidas en sus pantalones deportivos.

Evelyn aspiró y tomó impulso. Se adelantó para agarrar de la muñeca a Silvina y arrastrarla con toda su fuerza hasta el patio. Dejó a Lungo mirándola con un ojo entre los pelos caídos de la frente desde la jamba de la puerta, y volvió para cerrarla.

Silvina miró el bordillo de la pared que estaba cerca del mástil y bajó la cabeza, mientras pensaba qué hacer para alcanzarlo.

Evelyn no la dejó cavilar, en dos segundos estaba enfrente de ella. Silvina tenía el pelo dividido en dos matas grasosas y aunque su espalda continuaba erguida el cuello estaba arqueado.

—Tomá el solcito nomás en vez de la sopa. Que mucho no vas a durar tratando de imitar metabolismos que no tenés… Además, estamos justo en el afelio, ese chino pajero que viste ahí es astrónomo, aunque no lo creas. Es el momento oportuno porque hoy la Tierra va a estar más lejos del Sol que nunca en su órbita hasta el año que viene, si es que existe el año que viene, ¿no? —soltó esa risa de corto aliento irritante y agregó—: Pero eso enseñamos ALLÁ. —Se volteó para señalar al colegio—, y no ACÁ. Y allá están nuestros compañeros, acá estás vos… ¿Y sabés qué? Los pingos se ven en la cancha…  A ver cuánto tiempo sobrevivís. Después de todo a Don-Genio-de-la-Antropología no le fue tan bien… —Esta vez se tapó la boca para reírse. La sobrepasó a Silvina, caminó hasta la puerta y la abrió—: Vía.

Silvina giró la cabeza para mirar hacia el costado de la puerta, donde Evelyn señalaba con el brazo estirado hacia la calle, mientras repetía el pedido de que saliera cuanto antes.

Silvina avanzó con una cara de loca más fingida que real. Dio un paso afuera y siguió caminando lentamente, bajo la luz del día, hacia la mitad de la calle, como si estuviera buscando en el pavimento los tornillos que parecían faltar en su cabeza.

¿Qué se trae entre manos?, se preguntaba mientras resonó el portazo que dio Evelyn.

Silvina empezó a caminar por el medio de la calle hacia la casa de los padres de Ersatz. Con el rabillo del ojo vio que una de las persianas del colegio estaba subida y que el adolescente asiático la miraba por la ventana.

En cuanto dejó atrás el colegio, levantó la cabeza y apuró los pasos. Esperaba no perderse.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares. 2021.

Seré nada. Capítulo 35. Nueva novela.

Capítulo 35. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.

35.

El aula, y otras del colegio de tres plantas, daba directamente a un patio de deportes y recreo que tenía una cúpula, muy alta, de chapa. El techo tenía muchos agujeros por donde no se filtraba ninguna luz. Silvina volvió a llevarse la mano al bolsillo como si tuviera el celular y pudiera ver la hora. Cierto, no lo tenía. Parecía de noche.

Cruzó cerca de una de las columnas que separaban el pasillo del patio, custodiada por Lungo, que cada tanto le daba un empujón.

Miró las lámparas amarillentas que iluminaban las puertas de los baños del colegio. Lungo la hizo girar. Vio el escenario, en el vértice del patio. Arriba había un micrófono en su soporte.

En lo alto de las paredes había algunas bocinas blancas que debían usar en ese colegio para el rezo, para anuncios y para pasar el himno nacional.

A sus espaldas había pupitres donde estaban sentadas personas que creyó nunca haber visto. Giró para ver las caras.

Eran el barbudo y el chico asiático que la miraban con fijeza.

Más atrás, una vieja barría con un escobillón las hojas amarillentas de los árboles que parecían colarse cada tanto por una puerta grande, que daba a un patio exterior. Silvina pudo ver un pedazo del cielo oscuro, iluminado por las luces del alumbrado. Luego sintió que la empujaban. No querían que mirara.

Adelante había una fila de sillas de plástico blancas.

En el escenario había un telón ennegrecido, que había sido bordó alguna vez, y parecía pesado por la mugre que tenía. En la parte superior del telón habían acordonado una cinta celeste y blanca, de lado a lado, con unas palomas de cartón enmohecido en cada punta.

Debajo del escenario, sobre el semicírculo de la base, había una abertura con una pequeña puerta que estaba abierta.

Lungo la empujó hasta ahí. La hizo agachar para que entrara. Luego cerró la puerta.

Dentro de ese semicírculo iluminado con mesas bajas y veladores sin pantalla, con cegadoras lámparas frías, blancas, Silvina vio que había varias camillas bajas con cuerpos encima.

Los cuerpos estaban tapados con sábanas blancas, como si fueran cadáveres. Silvina levantó la cabeza y se la golpeó con el techo.

—Vení —gritó una voz alegre.

Giró la cabeza y recorrió con la mirada tratando de descubrir de donde venía la voz.

—Sentate ahí —volvió a escuchar la potente voz.

Bajó la mirada. Vio a la persona que le hablaba.

Era un enano. Con una bata de médico celeste con algunos salpicones de sangre le señalaba un pupitre que había entre las mesas pequeñas con lámparas.

En la pared larga estaban colgados cuchillos, sierras, un martillo y otros tipos de instrumentos cortantes.

El enano era morocho y tenía labios carnosos y una boca con dientes sobresalientes y desparejos.

Silvina caminó, con la espalda doblada, y se sentó donde el enano le había señalado. Ese tétrico banco de colegio que parecía un ataúd para Silvina.

—¿Cómo te llamás?

Silvina no contestó.

El enano se acercó a una de las camillas y levantó la sábana, doblándola con cuidado, como si estuviera haciendo la cama.

 —¿La conocés?

Era la mujer de rodete. Tenía los ojos abiertos, estaba muy flaca, con las venas sobresalientes en el cuello, y Silvina notó que tenía los pies atados.

 —Ves que tranquilitos que son con nosotros.  —El enano se pasó el dorso de la mano por la frente, como si estuviera agotado—. Estuvimos esperando todo el veranito para esto.

Parece ser que, como a algunos degenerados, le gusta hablar con diminutivos, pensó Silvina, que no sacaba los ojos de la boca del enano.

 —El solcito no se iba… Pasaban los días y seguía ahí arriba. —El enano movió la cabeza—. No era… práctico en ese momento. Pero ahora sí. Lo que les sacaron a ustedes no les sirvió. Necesitan más, siempre más…

Se escuchaba un ronroneo que parecía venir de uno de los cuerpos tapados. Silvina, oía bien los sonidos graves, ya sabía lo que significaba ese sonido.

 —La valentía…

El enano se tambaleó dando pasos rápidos con sus piernas cortas de un lado para el otro hasta la cabeza de la camilla de donde venía el soterrado gemido. Esta vez corrió la sábana como si fuera un mago que estuviera mostrando su mejor truco.

 —Un valiente. Silvinita…, ¿no?

El pelo rapado a los costados… El que estaba acostado en esa camilla era el serenado de polar negro.

A pesar de que el enano parecía haberle tajado la boca sólo con ese cuchillo que tenía en el bolsillo del delantal, el serenado protestaba de la única manera que sabía hacerlo, con gruñidos, sin abrir la boca, primero, pero cuando movió los ojos y vio a la mujer de rodete acostada, preparada para otra intervención como la que le habían hecho a él, separó los pliegues de los labios recién cosidos, y formó una O con la boca por la que se escapó un quejido. El enano miró a Silvina y le guiñó un ojo.

—El susanito ese que te trajo no quedó tan mal, ¿no? —El enano señalaba la puerta—. Después de sacarles los puntos parecen labios como de personas normales… —Movió la cabeza—. Pensar que cuando llegamos encontramos muertos por todos lados. Algunos ni estaban muertos, los tenían, así como están ellos ahora para succionarles la sangre de a poquito. No se quejaban ni nada, porque tienen ese venenito que es tan efectivo, ¿no?

Sacó el cuchillo y señaló una tarima donde había varios frascos con un líquido violeta pálido. Entre los frascos había algunas jeringas.

—Imaginate que estos estaban fuertes como bestias y se escaparon. Sólo al susanito pudimos agarrar… Es el más grandote, pero es dócil. —Elevó la voz cuando notó que Silvina fruncía el ceño para escucharlo—. La otra apareció solita después, qué sorpresa, a pedir… Ni loco, soy una persona entera, no iba a hacerle eso a una pendeja… Ya vi sufrir demasiado… ¡Trastorno de estrés postraumático! ¡Qué lindo diagnóstico! —El enano se alisó el delantal salpicado con sangre—. Algodoncito no tiene eso. Algodoncito era médico de la flamante Escuela Naval Argentina. Ya había visto sufrir antes de los ingleses…

Silvina temblaba. Estaba concentrada en apretar los labios y en no mandarlo a la mierda al enano.

 —El frío es horrible, ¿no? Pensá como era allá…  ¿Viste alguna placa conmemorativa que diga Ulises Gutiérrez?  No. —El enano movió con fuerza la cabeza—.  Al revés, si no fuera por el Tyson21 todavía estaría en una cárcel de porquería… Un chiste. Y acá me tenés, poniendo otra vez el pecho. Para qué ir a una guerra y después ver cómo esos traidores se amalgaman en el norte. Se cruzan con chilenas, con lo que sea, ¿no? —La miró y le guiñó un ojo otra vez—. Vos te quedaste. Buena actitud… Fijate… —dijo el enano mientras señalaba con la punta del cuchillo una de las orejas del serenado—. Es un diente. Mirá, donde le fue a salir.

Lo que ellos habían creído que era un arito era un diente que parecía de marfil. Era Zumo, entonces, se dijo Silvina. El enamorado de Gema, según Roger.

—¿Qué pasa, champion?  —le preguntó el enano a Zumo, que trataba con la poca fuerza que le quedaba de liberarse de las cadenas con las que lo habían aprisionado al escritorio.

El enano levantó la mano y dio un tirón. La oreja de Zumo comenzó a sangrar y algo cayó entre las piernas de Silvina. Era el colmillo. Se veían la raíz y las muescas de ese largo molar.

Al instante, Silvina se lo guardó en el bolsillo de su pantalón, sin que el enano la viera. No era que sirviera para algo, pero le pareció una profanación lo que acababa de presenciar.

 —Y después nos dicen morbosos a nosotros… Mirá, cómo es este. Porque todos son distintos parece.

El enano movió las dos manos y dejó plegado hacia arriba el labio superior de la boca de Zumo. Descubrió una hilera de dientes muy chicos, como de leche, sin desarrollar y cuando siguió corriendo la piel hasta llegar casi a la nariz un pedazo de hueso reluciente dividía la encía superior del serenado en dos. Al descubrirlo, el no tener nada que lo retenga, el diente que tenía de pared la carne, mientras el quejido del cuerpo al que pertenecía crecía, fue despegándose para apuntar hacia el techo del lugar.

 —Hasta la maestrita integradora se asustó con esto, eh. No hay mucha integración cuando te encontrás con estos tipos así, le dije. —Miró a Silvina, estudiando su reacción—. Te digo porque acá el único doctor soy yo. La bata no se mancha, ¿no? La medicina mezclada con psicología barata a mí nunca me gustó.

El colmillo no era curvo como el que colgaba de la oreja. Era un diente más afilado. La frente del serenado se desfrunció. El diente se flexionó por un momento. Luego el rostro de Zumo se tensó y el diente quedó firme otra vez.

—Linda espadita, ¿qué opinas? —El enano hizo un círculo con el dedo pulgar y el índice y le dio un puntazo al diente, que se bamboleó. —Flexible. Si ellos fueran así sería otra historia… Otra historia…

Metió la mano en un bolsillo de un delantal, sacó una pequeña tenaza y empezó a tirar de la punta del colmillo.

La piel de la encía era tan elástica que el enano tuvo que retroceder varios pasos hasta que logró arrancarle el colmillo. Zumo hizo tanta fuerza, abriendo de par en par los ojos y moviendo el torso aprisionado, que dejó de gruñir y clavó los ojos en el techo bajo.

—Este es para mí.

El enano le dio la espalda y caminó hacia la repisa con los frascos, donde depositó el colmillo en una gasa, que no sólo absorbió la sangre roja si no también un líquido azulado que tenía en la raíz.

Silvina miró al serenado cuya boca abierta se estaba llenando del líquido violáceo que escupía como una manguera el agujero que había dejado el diente. Al instante, Zumo comenzó a convulsionar.

—Eso se llama un poco del propio veneno, ¿no?

El serenado dejó de moverse.

 —Seguimos calladita. Qué mal. Falta de respeto… A Algodoncito le gusta hablar solito dirían…

Ese sobrenombre ridículo, con razón estaba tan resentido, pensó Silvina. Estaba pensando cómo ponerlo en contra de Evelyn, a la que Algodoncito no parecía estimar mucho.

Algodoncito destapó a la que tenía más cerca.

Era Gema. El gruñido pareció elevarse y juntarse con el de la mujer de rodete y con los otros de los dos cuerpos que seguían tapados.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 34. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 34. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades. Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada.

34.

Silvina abrió los ojos y vio todo negro. Pensó que se había quedado ciega. Lo que faltaba, se dijo. Descubrió lo que estaba mirando. Era una pizarra. No tenía nada escrito. Giró su cuerpo y vio varios pupitres amontonados en un vértice del aula en la que estaba. Los pies le colgaban del escritorio.

Otra vez en ese sueño donde volvía a la secundaria, pensó. ¿Dónde estaba el chico que le gustaba? Tendría que volver a verlo para después despertarse aletargada.

Cuando había terminado el encierro de la primera epidemia había quedado por días así, aletargada, sin fuerzas, durmiendo de más, soñando mucho que volvía a ser una adolescente.

Parpadeó y se quedó dormida por un tiempo más. Luego volvió a abrir los ojos. Lo negro. El pizarrón.

Descendió del escritorio. Caminó dando vueltas por la habitación. Se acercó a una de las ventanas. Las persianas estaban bajas. Había una lámpara colgando que la dejó reflejarse en los cristales. Vio las marcas alrededor de su boca y se dio cuenta de que en los sueños de volver al colegio no estaba. En esos se sentía adulta y se veía adolescente. Ahora, estaba en la pesadilla real en la que se había desmayado porque una médica loca le había dado una pastilla.

Caminó hasta la puerta e intentó abrirla, pero no pudo. Pensó que era la pastilla que la había debilitado, pero después de dar unas vueltas alrededor del escritorio y volver a intentarlo, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Buscó el celular en su bolsillo. Se lo habían quitado. Luego recordó que ni eso, se lo había olvidado cuando salió disparada del dormitorio en la casa de Ersatz.

Se sentó en el suelo y empezó a sollozar. Se llevó las manos a las orejas. No se acordaba que no tenía las prótesis auditivas. No podía escuchar nada del otro lado de la puerta.

¿Dónde estaría Er? Qué le habría pasado. Era culpa de ella. Otra culpa más que debía arrastrar como la muerte de Manuel.

Se vio entrando al café donde se reunía con Manuel y Ersatz, un día de invierno. El sol bañaba la mesa donde la esperaban sus dos amigos. Extrañaba eso. ¿Por qué siempre buscar algo nuevo, algo más?

Siempre insatisfecha. Armando líos. Por eso la había abandonado su madre. Lejos de la loca, la rara, la problemática. La que una vez se chifló en un cumpleaños de su hermanito y revoleó el ventilador. La que no aguantaba los berrinches de la criatura.

El sollozo que salía de su pecho se convirtió en un llanto. No debía hacer mucho esfuerzo para recordar que si no dejaba de llorar estaría en problemas. A veces no podía parar.

Las imágenes aparecían y golpeaban en su retina, aunque apretara los párpados. Su madre poniéndose linda para salir y ella sentada en el sillón al lado de su hermano menor. La noche de pantalla con dibujos y hastío.

Saber que su padre estaba enterrado, no muy lejos. Esa palabra horrible, melanoma.

La fotografía de su padre con dos trofeos, las truchas que había pescado en el sur.

Se vio antes, mirando un partido de fútbol y su madre señalando que el de cámara con teleobjetivo era su padre. Se vio después, su madre prohibiéndole que tomara sol en un balcón. ¿Querés terminar como tu padre?

Se vio saliendo a la calle para no volver más de la casa de uno de sus exnovios, el que solía controlarle todos los movimientos, al que ella había enamorado primero porque él no quería saber nada. Nunca había sentido culpa de dejar a ese tipo rayado. Pero ahora sí.

¿Para qué lo había seducido? Sabía que no escuchaba, como ella. Que había tenido encima de padre a un policía intransigente que lo reprendía por todo.

Sabía que ese exnovio había sentido amor por primera vez en la vida cuando ella lo abrazaba por las noches o le contaba historias por debajo de las sábanas como si fuera un niño. Ella había creado toda esa belleza para quitársela en cuanto él la amara de verdad. Y se había ido con la frente alta.

Y después el mundo se había ablandado, las cosas habían cambiado, había amigas que le hablaban de responsabilidad emocional.

Responsable ya había sido cuando tenía que cuidar a su hermano, hacerle la comida, llevarlo al baño, mientras su madre se divertía con los amigos de su padre y después volvía medio borracha.

Se vio tirándose un día de semana en el suelo del sótano de un edificio. Estirándose. Transpirando. Saludando a la luna, al sol, bajando la cabeza entre las dos palmas abiertas, como entregándolo todo, para que el universo, Dios o lo que hubiera la perdonara, para que pudiera olvidar, para que el kundalini se despertara de una buena vez.

Se vio escuchando a gente que decía que ella había quedado sorda por no superar la muerte de su padre. Bajando la cabeza también ante esas palabras.

Se vio sola en una habitación de un edificio, pensando en caminar lentamente hacia el balcón para dejarse caer para siempre. En una mano tenía la carta documento que le había enviado su madre para sacarla de su propiedad.

Se vio peleando con abogados, esperando dos horas en un sillón hasta que la atendieran, como si los exámenes nunca terminaran. Pero tenían que terminar.

Debía respirar hondo. Abombar la panza al aspirar, distenderla al exhalar. Así se fue tranquilizando, con la frente en el piso y las manos cerca de la puerta cerrada.

Buscó su imagen, la imagen a la que siempre iba y que era sagrada y que la había descubierto meditando muchos años. Era una montaña escarchada en la cima. Flotando, subió hasta que pudo ver la nieve de cerca.

Y entonces pudo volver, bajar lentamente hasta ver el valle verde y luego el pie de la montaña, y dejar que otras imágenes llegaran y pasaran.

Leía en su dormitorio con toda la tarde solitaria por delante, creyéndose que era distinta porque tenía dos aparatos en el oído. Era diferente ella como las heroínas de medias raídas que dibujaba. No tenía ningún poder, el único poder era que los otros eran iguales y ella no.

¿Por qué era que su madre le alejaba y le acercaba el palito de helado cuando era chica? ¿Para qué la hacía sufrir así?

Que se fueran todos al carajo. Su madre. Su padre que había abandonado el tratamiento médico, y nunca pensó que estaba crucificando a una familia. Sus tíos paternos desaparecieron, incluso le pidieron dinero a su madre.

Su hermano que ahora era un abogado exitoso en Misiones y que se había aferrado de sus hombros mientras ella se miraba en el espejo en el baño y pensaba qué era lo que le gustaba hacer en el mundo para no terminar como su madre en los coches de cualquiera y aceptar incluso que le pagaran el alquiler unos tipos que desaparecían en cuanto ella, Silvina, había empezado a respetarlos.

Su madre había dado con ese viejo degenerado con dinero. El viejo hasta le gustaba llevarla en su coche al colegio para mirar al saludarla por la ventanilla las polleras de las otras chicas.

Había tenido que construirse una identidad, ella sola, para luchar mejor, para sobrevivir, para aguantar que le dijeran que hablaba mal en la adolescencia, donde formaba parte del grupo de chicas con olor a sangre y transpiración porque sabían que estaban tan afuera de todo que no se bañaban todos los días como las otras, las lindas, las fulgurantes, las de pelo rubio brillante, las de risas fáciles, las que salían con los mecánicos tatuados, las que salían con los que tenían merca.

Y no le gustaban en esa época los tímidos, los que eran como ella, pero no lo eran, porque ella no era tímida, era extrovertida, no era antisocial, le gustaba estar con gente, pero los sonidos no le llegaban a sus oídos como debía y en cuanto el ruido de la habitación se hacía insoportable, que era el momento donde todos se divertían, ella tenía que salir, alejarse, encerrarse en el baño, o bajar las escaleras oscuras de ese colegio ilustre al que la habían mandado a sufrir porque su madre pensaba que era más inteligente de lo que era y encima había querido que se integrara, que a pesar de que hablaba mal, fuera, vaya la redundancia, oralizada por profesores gritones y maestras solteronas y mandonas, a las que les gustaba mostrar el culo a sus alumnos y pensaban después en cómo se debían masturbar en la casa pensando en ellas, como le había contado una vez una amiga maestra que tenía, a la que hacía años no soportaba escucharla más.

Y el remanso de empezar a frecuentar a otras personas que tenían dobles dificultades como ella, que no eran visiblemente sordas, que no eran claramente sordas, que habían tenido que levantarse solas para encontrar su propia verdad en un mundo que les decía que no siempre.

Intentar hacer algo era el problema, como cuando en la casa de su abuela intentaba cambiar un mueble de lugar y la mujer le hacía un escándalo.

No, no debías intentar hacer algo cuando descubrías que los que te rodeaban tan solo por respirar te iban a señalar y mandar a encerrarte al cuarto a estudiar.

Apareció ante ella el pie de la montaña otra vez. Alguien, una mujer joven a la que no podía ver del todo, estaba jugando con un perro lanudo.  Tenía que hacer algo, pegar un grito para que la ayudara.  Intentó hacerlo, pero era tarde. La mujer ya no estaba. Abrió los ojos.

Tenía que lanzarse contra la puerta para ver si podía escapar del colegio donde la habían encerrado esos patrioteros.

Se abrió la puerta de golpe y dio contra la pared.

Por suerte, las imágenes la habían llevado a sentarse en el escritorio en el que la habían dejado sus secuestradores. La médica entró, seguida de Lungo.

Cerró los ojos y vio la cima de la montaña, su montaña, esta vez bañada por el sol. Fue apretando cada uno de los músculos de su cuerpo, empezando por sus pies. Dejó caer la cabeza hacia adelante mientras sentía que los dientes chasqueaban dentro de su mandíbula.

—¿Qué le pasa a la nena ahora? ¿Mejor? ¿Enojada?

Evelyn la tomó del mentón para levantarle la cabeza. No lo logró. Intentó haciendo palanca con su codo y resopló cuando vio que no podía.

Silvina empezó a levantar su cabeza. Puso los ojos en blanco, como si estuviera en trance.

—¿Preocupada por tu noviecito? Ya va a aparecer.

Atrás estaba el tipo rechoncho, apoyado en el marco de la puerta como si no aguantara su propio peso.

—Dios mío, esta chica parece poseída —dijo.

Silvina empezó a gruñir, logró imitar ese gemido que quería escapar de la garganta de Gema cada vez que debía alimentarse.

—Está mal del pechito —dijo Evelyn, río y se tapó la boca. Cuando se la destapó ya estaba seria—. A ver si me la pueden curar, Osval.

—Mirá que Algodoncito no es como Evelyn, eh… Tiene otros métodos —dijo Osval.

Lungo estiró el costado de la boca derecho y el izquierdo cayó hacia la prominente nuez de la garganta. No le salían bien las sonrisas maléficas, se dijo Silvina.

A continuación, Lungo la empujó. Ella se bajó del escritorio para seguirlo. Los otros ya habían salido al pasillo gris.

por Adrián Gastón Fares

PD.

Novedades.

Seré nada sigue, ya lo saben. Ya falta poco o por lo menos falta mucho menos.

Hoy además del capítulo 34 de mi nueva novela les comparto la nota que me hicieron ayer en la Radio 1110 por el tema de cine y mi película fantástica, de terror y drama, llamada Gualicho. Pueden difundirla ya que el objetivo es que los que deben tomar decisiones en el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales Argentino, el INCAA (su presidente y vicepresidente para ser preciso) intercedan y arreglen lo que me ha ocurrido con el premio. Y pronto pueda reanudar el rodaje de mi película.

Por otro lado, creo que sirve para entender también un poco la dinámica del cine institucional en Argentina y evitar problemas o saber cómo enfrentarlos. Lo clave es que los directores y los guionistas no tenemos presencia en el Instituto de Cine.

Por eso tuve que dar tantas vueltas para que me dejaran ver el expediente de mi propio proyecto. Esto último debe sí o sí cambiar. O no habrá nuevos directores de cine, no habrá nuevos guionistas.

En Argentina los que desarrollamos un proyecto lo hacemos sin dinero y lo hacemos desde cero, invirtiendo horas y horas y trabajando desde la A la Z. El destino de un director de cine no puede depender de un sólo productor. El destino de un proyecto no puede depender de una sola persona, tampoco.

Fin del tema.

Ya se viene el capítulo 35 de Seré nada. A. G. F.

Seré nada. Capítulo 33. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 33. Audio narración.

33.

La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.

Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.

Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.

¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?

 ¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?

 ¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.

No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.

Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.

Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…

Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.

Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.

Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.

¡Ramoncito!

Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.

Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.

Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.

¿Qué querés?

No supo si lo dijo para afuera o para adentro.

Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.

Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.

SACAME.

Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.

A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.

¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?

¿Por qué?

A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambia, vos tenés que cambiar, este país es así.

¿Por qué?

Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.

¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?

¿Por qué tenía tanta bronca ahora?

¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?

Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escucha. Por las cosas que hay que escuchar.

¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?

A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.

Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?

Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.

Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.

El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.

El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.

Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.

Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.

Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.

La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.

Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…

Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.

Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.

Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.

No había nadie que enfrentar. Se habían ido.

Tenía que encontrar a Silvina.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares

Seré nada. Capítulo 32. Nueva novela.

Capítulo 32. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.

32.

Silvina aterrizó sobre un helecho del cantero de la casa vecina. Desde ahí, vio que la ventana que daba a ese patio estaba enrejada.

No había manera de entrar a la casa, así que corrió por el pasillo lateral largo hacia la puerta abierta, desde la que llegaba la potente luz blanca del alumbrado público.

Siguió corriendo, ahora por el medio de la calle.

Se dio vuelta y notó que la perseguía una especie de gigante muy delgado. El gigante corría de manera destartalada hacia ella.

Dobló a la izquierda en la esquina, con la idea de alejarse de la avenida porque sabía que en ese lugar era donde estaban emplazados los que la habían atacado.

Entonces se dio cuenta de que la calle estaba inundada. Se volvió para ver si todavía la estaban persiguiendo. Por suerte, había dejado de llover. Parecía que la bestia esa había desaparecido.

Caminó hasta la vereda y se escondió detrás del tronco grande de un árbol. Sacó la cabeza. La mujer de delantal blanco la señalaba desde la esquina.

Al instante, aparecieron dos ojos oscuros del otro lado del tronco que se clavaron en ella. El gigante tenía cara ojerosa, enmarcada por pelo negro, largo y encrespado. La mirada era penetrante y a la vez brutal.

Ella intentó correr para el lado de la calle, pero el gigante se interpuso en su paso y le gritó algo incomprensible. Vio varios dientes y un colmillo en esa boca deforme.

La bestia le tapó el paso, como si estuviera por atajar a una pelota frente a un invisible arco de fútbol. Silvina giró en redondo para el otro lado y chapoteó sobre el agua. Sintió que la agarraban de la mano y la arrastraban hacia la esquina donde la esperaba la de delantal blanco.

Con la cabeza hacia atrás, pudo ver que el rostro de la bestia gigante era asimétrico, de un lado la boca le colgaba, como si una herida hubiera potenciado su deformidad.

El engendro la plantó delante de la mujer, que tenía la bata mojada y sucia. Le dio un empujón.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer—. Ya que no llegaste a presentarte… —agregó.

Silvina no contestó.

—Se creen vivos, ¿no? —dijo la mujer.

El hombre rechoncho llegó a la esquina.

Dio otros pasos largos rodeando a Silvina, que primero siguió con la vista los zapatos de vestir del hombre, grandes y negros. ¿Qué hacía alguien con traje ahí?, se preguntó. Parecía una morsa con esos bigotes tupidos y entrecanos.

—¿Esta era? —Miró, dubitativo, a la mujer de bata, que asintió. Luego se dirigió a Silvina—: ¿No les bastó con lo de su amigo? Lo peor es que nos costó dos honradas vidas… Nosotros no somos así, ¿no? —Volvió a mirar a la mujer.

—Para nada… —dijo ella—. Censar es nuestro deber…

—Manchar la sangre así. Qué pena —comentó el rechoncho, sacudiendo la cabeza, mientras se secaba con un pañuelo blanco la frente.

El gigante retenía con su abrazo a Silvina, que aprovechó para escupirle los zapatos al rechoncho.

La mujer se acercó y le dio una cachetada a Silvina.

—¿Cuál es tu nombre, te pregunté?

—¿Qué? —preguntó Silvina.

La mujer se alejó dos pasos y, tratando de tranquilizarse, metió las manos en su delantal.

—¿Tienen algún vínculo sanguíneo con estos… monstruos?

—No son sanguinarios —dijo Silvina—. No entendí.

—¿Si son familiares de Gema y el resto? —dijo la mujer, suspirando—. Cierto, es sordita…

El gigante que sostenía a Silvina lanzaba aprobaciones guturales, como si quisiera vocalizar, pero le fuera imposible.

—No somos familiares —murmuró Silvina.

—Son como el fugitivo ese, entonces… Así terminó. —La mujer miró, consternada, al rechoncho y agregó—: ¿No saben lo peligroso qué es acercarse? Todavía no sabemos mucho de ellos.

Le despejó la cara a Silvina, ubicándole el pelo en las orejas. Observó el cuello, luego le levantó la remera. Hizo girar el dedo índice y el gigante alzó a Silvina y la dio vuelta, mientras la sostenía sobre los hombros. La mujer le bajó los pantalones a Silvina y le miró los muslos y las nalgas. Luego se los subió, mirando con asco hacia atrás.

—Está toda picada —le informó al rechoncho.

El gigante bajó y dio vuelta el cuerpo que sostenía para que vuelva a encarar a la mujer, que negaba con la cabeza y hundía todavía más las manos en los bolsillos de su delantal.

—Un compañero nuestro, gran psicólogo argentino, murió por culpa de la sangre que le sacaron esos muditos —dijo el rechoncho.

—¿Dónde está tu novio? —La mujer se acercó a Silvina que trataba de sostener la frente alta.

—¡¿Qué?! —dijo Silvina.

La de delantal resopló y miró al rechoncho con expresión de hastío. Repitió a los gritos lo que había preguntado.

—No es mi novio y no sé. Nos íbamos, pero está todo inundado. —Silvina miró hacia atrás—. ¿Me podés soltar?

La mujer abrió la boca al dirigirse a Silvina.

—Así… Abrí la boquita por favor.

—¡Otra vez! —gritó Silvina.

Silvina trató de soltarse, algo que con los brazos como tenazas del gigante que la retenía era imposible.

El rechoncho puso las manos en la cintura. Giró la cabeza para mirar hacia atrás. Habían llegado dos más: uno era el adolescente asiático y el otro el hombre delgado con barba. El último negaba con la cabeza. El rechoncho suspiró. Les hizo una seña con la mirada. Los otros dos volvieron sobre sus pasos y se quedaron en la esquina, mirando hacia la casa de Ersatz.

La de delantal se cruzó de brazos y gritó:

—¿Sabés lo que es llegar a un lugar y encontrar cadáveres desnudos por todos lados? De profesores que pusieron su empeño en enseñar. De monjas sacrificadas… Los dejaron como escarbadientes usados, nena. No soy particularmente religiosa pero esas cosas duelen. Más cuando una era tu ex profesora de dibujo. —Las mejillas de la mujer se enrojecieron.

—Entendé, la doctora Evelyn no es una privilegiada de la ciudad como ustedes. Podría haber elegido trabajar en el norte y sin embargo decidió defender el barrio. Y eso que antes estudió con la prestigiosa maestra integradora Coverland.

—Riannon Co-ve-land, Osval —corrigió la tal Evelyn y agregó—: Dios la guarde en su gloria.

Silvina había entendido bien. ¿Esa loca con Riannon? No lo podía creer. Sintió que explotaba. Además, al gigante se le había caído una baba espesa que ahora se deslizaba por su frente y comenzaba a enturbiarle la mirada.

Pestañeó varias veces, giró la cabeza y subió los ojos para ver el rostro del gigante.

En cierta forma, era parecido a Gema. Y tan alto como la mujer de rodete. Tenía la frente más sobresaliente que ellas. A diferencia de las serenadas era tan pálido que parecía no haber visto nunca el sol. Por lo demás, debajo de las profundas ojeras en las que tenía hundidos los ojos la cara era un caos.

De un lado de la herida que era esa boca, el lado que colgaba por la altura de la nuez del largo cuello, tenía un colmillo partido. Del otro lado, más cerca de la mejilla, en el maxilar superior, tenía una hilera de dientes pequeños, todavía incrustados en las encías, que terminaban en otro colmillo, que parecía haber sido limado.

La mirada vacía que le devolvió le recordó tanto a la de Gema que Silvina no tuvo dudas de que era uno de los serenados. Intervenido por esos dementes. Si la rayada esa fue al mismo colegio que Ersatz, tal vez se conocieran, pensó. Pero no pudo pensar mucho más porque el gigante chorreaba tanta baba que la volvió a cegar.

¿Se debía estar excitando el traidor?

Evelyn volvió a pedir:

—Abrí la boca.

Silvina apretó los labios.

—¡Apriete, Lungo! —ordenó el rechoncho.

¡Lungo!, pensó Silvina.

Lungo subió las manos para cerrarlas en torno al cuello de Silvina, que estiraba las piernas sobre el cemento resbaloso para tratar de incorporarse. Se estaba sofocando.

Silvina abrió la boca. Evelyn aprovechó para introducirle una pastilla anaranjada. Luego la tomó del mentón.

—Cerrá la boca… Así… Muy bien… Vas a pensar más tranquila.

Silvina sintió el peso del cansancio de esa noche en todo su cuerpo. Lungo la soltó, ya no hacía falta que la retuvieran.

Dio unos pasos hacia Evelyn y cayó de rodillas.

por Adrián Gastón Fares

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 31. Nueva novela.

Seré Nada. Capítulo 31. Leída por el autor, Adrián Gastón Fares.

31.

Ersatz corrió hasta la puerta de su dormitorio y la cerró a tiempo para evitar que los intrusos entraran.

Vio cómo el haz de luz iluminaba por debajo del umbral de la puerta. Se colocó los audífonos rápidamente y subió el volumen al máximo.

—Ahí están —dijo una voz femenina.

—Chino, Barba… —ordenó una voz cavernosa—. Vos venís con nosotros…

Se oyó un quejido gutural en respuesta a la última orden. Después la misma voz, masculina, grave:

—Vamos, Evelyn…

Ersatz, mientras escuchaba el resonar de pisadas que parecían bajar por la escalera, corrió el escritorio de su hermana y lo ubicó de manera diagonal contra la puerta para que trabara el acceso a la habitación. Luego cruzó la habitación y giró la manija de la persiana del dormitorio. No se movía. Recordó que tenía una traba a nivel del piso, se agachó, la quitó, volvió a probar. La persiana subía.

Silvina seguía durmiendo. Y ella con el tema de que no quería sus audífonos, pensó Ersatz. No parecía lo mejor dadas las circunstancias.

La puerta se abrió y el haz de la linterna, redondo y potente, iluminó la espalda de Silvina que despertó, ahogándose, como si tuviera una pesadilla.

Miró hacia la puerta y gritó.

Un chico de rasgos asiáticos había logrado meter la mitad superior de su cuerpo y detrás del chico había un tipo que era pura barba. Los dos habían dejado sus linternas sobre el escritorio, los haces de luz, clavados, rasaban la cama.

Ersatz le hizo señas a Silvina para que se agachara y saliera por el hueco de la persiana. Silvina rodó por la cama, cayó a los pies de Ersatz y se arrastró por la abertura.

Los dos salieron al pequeño balcón. El bordillo de la baranda blanca estaba perlado por las gotas de lluvia. Lo único que les quedaba era escaparse por el árbol.

Ersatz se encaramó al bordillo de la baranda, se aferró lo más que pudo a una de las ramas del árbol mientras con el pie pisaba la corteza de tronco grueso de otra. Silvina, que era más rápida que él, ya estaba a su lado. Si se colgaban del tronco sus pies quedarían a la altura de la medianera de la casa vecina.

Nuevos haces de luz llegaban desde el fondo. Pudieron ver que una de las linternas la llevaba un hombre rechoncho vestido con un traje oscuro y la otra la tenía la mujer con el delantal blanco. Con ellos, más adelante, había una figura gigante que provocaba bamboleantes sombras.

—No se alarmen, no les vamos a hacer daño —dijo con la voz cavernosa el hombre rechoncho.

Silvina había logrado estabilizarse en el borde de la medianera y estaba agachándose lentamente para sentarse y luego poder saltar a la casa vecina.

Ersatz, mientras se agachaba sobre el tronco del árbol, miró hacia el balcón y vio que el chico asiático y el tipo de barba miraban hacia abajo, indecisos, esperando órdenes.

Cuando se sentó sobre el tronco, escuchó que algo se quebraba. Cedió y se vino abajo con él encima. Más abajo, los sostuvieron, a él y al tronco, otras ramas. Ersatz quedó a la altura del bordillo de la medianera. Saltó para alcanzarlo.

Quedó aferrado del borde de la pared medianera con los pies colgando cerca del suelo del lado de la casa de sus padres. Silvina se había arrojado a la casa vecina.

—Al lado. Rápido —oyó Ersatz que decía la de delantal blanco.

Saltó hacia atrás, al suelo del fondo de su casa. Dio contra lo que pensó que era cemento firme.

El suelo cedió y Ersatz fue tragado por una hedionda oscuridad.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 30. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 30. Audio. ¿De qué trata Seré nada? Es la historia de tres personas sordas que buscan una mítica comunidad sorda en el gran Buenos Aires. Dan con una comunidad silente, pero ¿qué son?

30.

¿Podía ser todo eso que habían leído?, pensaba Ersatz.

¿Era una broma de ese Roger que le había inventado una historia a Gema antes de morirse, con excusas de por qué se habían separado antes?, se preguntaba Silvina.

¿Le había inventado esa historia Gema a Roger para que no supiera de dónde había sacado esos muñecos? ¿No eran como esos vampiros de las historias que se robaban a los niños? ¿Y Gema de paso sus peluches?, conspiraba Ersatz.

Los dos llegaron a la conclusión de que nunca iban a saber si la mayor parte de esa historia era real.

Levantaron la cabeza y vieron que Gema tenía la mirada clavada en ellos.

—¿Qué pasó en mi colegio? —preguntó, impetuoso, Ersatz.

Gema cerró el cuaderno de golpe. Se lo guardó debajo de la calza, se levantó y salió corriendo hacia la escalera.

Ersatz se iba a levantar para detenerla y disculparse.

Silvina le apoyó la mano en el hombro y empujó para abajo. Lo miró con reproche:

—Si serás bestia…

—¿Yo? —Ersatz no sabía qué decir—. Claro, como vos sentís culpa por todo esto la entendés.

Silvina se llevó la mano al oído, tomó el audífono que le quedaba y lo arrojó a la otra punta del comedor. Luego caminó rápido hacia el dormitorio que usaba Ersatz. Se escuchó un portazo.

—¡Testaruda! —gritó Ersatz, con bronca.

Luego aspiró hondo, negó con la cabeza y se acercó a la puerta.

—¿Cómo sabemos si es verdad todo lo que dice ahí? ¿Si lo escribió Roger realmente? Por ahí no pasó nada en el colegio…

Silvina no abría.

Ersatz apoyó la cabeza en la puerta y la escuchó llorar.

Abrió la puerta y entró. Debía haber oscurecido más porque casi no había luz en las persianas. Se acostó al lado de Silvina, que apenas lo vio, resoplando, giró en la cama para darle la espalda.

Él se quedó mirando el cielo raso. Buscó a las estrellas, esperó a adaptarse a la oscuridad a ver si aparecían, pero no tenían energía, no pudo ver nada.

Se quedaron dormidos, cada uno en un borde de la cama, mirando hacia lugares opuestos. Con el pelo mojado y la ropa también.

Ersatz soñaba. Estaba en la ciudad y veía una ola gigante aparecer detrás de unos edificios, superarlos en altura, envolverlos, caer, remontarse y volver a subir para romper sobre una ventana de una oficina en la que él estaba sentado. Él les gritaba a los demás empleados que se fueran cuanto antes.

Sintió frío, se despertó, tomó su celular y vio que eran casi las ocho y media de la noche. Habían dormido unas cuantas horas… Con el resplandor del celular, vio que Silvina seguía dándole la espalda y seguía descubierta. Todo estaba oscuro.

Se sentó en la cama, cubrió a su amiga con la sábana hasta el cuello y meditó sobre lo que tenía que hacer.

Mientras tanto, Silvina hablaba en sueños, decía camiones los curas…

Con las manos apoyadas en la cama, con las estrellas artificiales oscuras en el techo, como al acostarse, cosas pegadas, sin luminiscencia, la cabeza ligeramente ladeada hacia el cuerpo tapado de Silvina como un amante insatisfecho, Ersatz vio como un haz de luz alumbraba las máscaras chinas que colgaban del pasillo.

Sintió que los pelos de la nuca se le erizaban de pavor. Intentó moverse, pero no podía. Tenía el cuerpo atado por el miedo. Pensó en los ojos sin vida de Manuel.

Saltó de la cama.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 28. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 28. Misterio. Terror. Ciencia ficción en Seré nada. ¿De qué trata? Seré nada es la historia de un grupo de amigos con sordera que viajan en busca de una mítica comunidad sorda del Gran Buenos Aires. Pero en vez de eso, como suele ocurrir en esto que se nos dio por llamar vida, dan con algo inesperado.

28.

Cuando despertaron el día se había nublado. Refulgió un relámpago. Por un segundo, Ersatz vio las sonrientes caras de esa ensalada de peluches que era el cuarto donde vivía Gema.

Las bocas parecían moverse un poco, la acción sedante y el efecto alucinógeno de los serenados seguían actuando en su mente.

En la de Silvina también, ya que tenía la mitad de la cabeza metida en la oreja gigante de una coneja rosada.

A Ersatz le pareció tan gracioso que se le escapó una risa.

Hacía mucho que no reía. Era un pequeño milagro reírse.

Se deslizó hasta Silvina y le tiró del pelo. Silvina se dio vuelta, con una sonrisa atontada, y le empezó a acariciar la cara con las manos que tenían el aroma agrio, y a la vez cítrico, de la orina que manchaba algunos de los muñecos.

Los poros de la piel de Silvina parecían exudar gotas microscópicas de un líquido tornasolado.

Los dos giraron las cabezas y vieron cómo la mano de Gema sobresalía, lánguida, del montón de peluches. Pensaron que debía haberse quedado dormida debajo de su colección de muñecos.

Ersatz logró ponerse de pie y tomó de la mano a Silvina para ayudarla a levantarse. Salieron para sentir la lluvia, que otra vez caía a raudales en la calle, y disfrutar del efecto residual de la picadura de Gema.

El agua llegaba casi hasta la mitad de la calle desde las zanjas.

Silvina le dijo que tenía que orinar y en vez de subir a la casa de los padres de Ersatz, corrió hasta la esquina y dobló.

Ersatz chapoteaba con sus zapatillas en el agua sucia.

De pronto, se detuvo, el frío que sintió le había quitado un poco el velo mental del efecto placentero del veneno de Gema. Estiró el brazo derecho y lo giró.

Esta vez, menos desesperada, la mujer había succionado en la superficie posterior del antebrazo.

No ardía ni dolía en lo más mínimo, pero la herida estaba un poco morada y había dos orificios rojizos que, aunque parecían raspaduras más que agujeros delataban los colmillos de Gema.

Silvina volvió corriendo. Mientras con una mano levantaba su remera, con la otra se tocaba el estómago. Arriba del ombligo tenía una marca morada y otra pinchadura.

—Basta que no se reproduzcan de esta manera —dijo con ironía.

Ersatz escuchó el chirrido, proveniente desde lo alto, de una ventana al correrse. Arriba estaba Gema. Era tan alta que se veían solo su boca y la mano que los llamaba.

Mientras subieron, Gema a su vez salió al descanso de la escalera y se agachó en una maceta que estaba bajo un techo.

Cortó tres rosas enanas y se las dio a Ersatz, que seguía algo mareado y pensó que las había tomado, pero en realidad habían volado y, abajo, el agua se las estaba llevando.

Gema cortó más y empezó a bajar la escalera, protegiendo a las flores en el hueco de su mano, como si llevara una vela con una llama que no quería que el agua apagase. A Silvina le pareció que el hueco de la mano de Gema resplandecía con un color anaranjado.

Gema fue directo a la casa de Ersatz. Subió las escaleras, seguida por Ersatz y Silvina, y caminó hacia la estufa adosada a la pared.

Las rosas que había en la Virgen negra se habían secado. Gema dejó caer a las nuevas, frescas, al pie de la estatua. Luego hizo una reverencia y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. A sus espaldas estaba la estantería de madera oscura que llegaba hasta el techo, repleta de vasijas azules y otros adornos. Ersatz prendió el velador que estaba en uno de los estantes del mueble. Tenía una bombilla cálida, amarillenta.

Silvina y Ersatz se sentaron frente a Gema.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Ersatz.

Gema levantó las manos, juntó las dos palmas e inclinó la cabeza hasta pegarlas a ellas.

—¿Duermen mucho? —dijo Silvina.

La mujer asintió rápidamente, como si fuera una niña.

—Quería pedirles que… —Por un momento a Ersatz se le puso la mente en blanco—. Pedirles si podrían enterrar a nuestro amigo en la esquina… —tragó saliva—, en la huerta, digo.

Gema asintió, esta vez con lentitud. Aspiró largo por la nariz. De pronto, a pesar del bronceado, sus mejillas se tornaron rojizas. Parecía que se iba a ahogar. Sus ojos se abrieron. Estornudó. Algo de la mucosidad incolora expulsada por los orificios de la nariz de la serenada quedó colgando de la punta de una de las zapatillas de Ersatz.

Los dos se miraron, sin ganas de reírse. Ya se les había ido el efecto psicoactivo de lo que fuera que les había inoculado Gema.

—¿Por qué los abandonaron? ¿De dónde…? —Ersatz pareció elegir palabras más amables de las que había pensado para concluir su pregunta—. ¿De dónde son ustedes?

Gema inclinó su cuerpo y rebuscó detrás de la estufa de chapa sobre la que estaba la estatua de la Virgen. Extrajo algo del hueco que la separaba de la pared. Era un libro de ajadas tapas marrones. Lo apoyó sobre su regazo y lo abrió.

Las hojas tenían dibujos. Las hizo correr, buscando algo. Luego enderezó el libro y estiró las manos para que vieran una. Era el dibujo, bastante bien hecho, de un tipo alto con una remera negra con una inscripción ilegible y anillos en los dedos largos. Roger, pensaron. Gema volvió hacia ella el libro y pasó las hojas. Luego lo apoyó otra vez en sus piernas y lo giró hacia ellos.

Había tres personas dibujadas.

Estaba dibujada una chica de pelo largo con los ojos pintados de azul entremedio de dos gigantes cuyas cabezas casi arañaban el borde de la hoja. Uno de los gigantes era Gema y el otro, algo más bajo, era Roger.

En realidad, pensaron, la chica era casi tan alta como Roger, aunque no tanto como Gema.

Ersatz y Silvina quedaron confundidos.

Al mostrarles esa representación, ¿Gema les quería decir que había una relación familiar entre Roger, la chica y ella?

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 27. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 27. Un grupo de sordos busca en el Gran Buenos Aires una comunidad soñada de sordos, pero en vez de eso encuentran otro tipo de enjambre. 
Seré nada tiene 200 páginas y es mi cuarta novela. Se suma a Intransparente, El nombre del pueblo, ¡Suerte al zombi! y el libro de cuentos de terror Los tendederos.

27.

Por los agujeros de la lona negra que cubría la ventana de la habitación se colaba la luz del amanecer, generando sombras redondas y puntiagudas.

El interior estaba repleto de raídos peluches.

Osos panda, muñecas, jirafas, leones, con las colas hacia arriba, ladeados, con las cabezas sobresalientes, todos formaban un montículo que llenaba el cuarto y que crecía hacia las paredes. Era imposible que Gema estuviera ahí y, sin embargo, Silvina la invocó.

—Gema, te necesitamos —dijo mientras se pasaba la mano por la frente y suspiraba.

—¡Gema! —Al instante, Ersatz, tuvo ganas de salir corriendo al baño. Suspiró y contuvo el dolor de estómago.

Los peluches comenzaron a moverse como si hubiera un animal de verdad debajo de ellos, tres o cuatro rodaron sobre otros y pudieron ver la cabeza de Gema sobresalir del montículo de felpa. Vieron que algunos de los muñecos todavía tenían la etiqueta.

Gema fruncía y desfruncía el ceño como si estuviera perdida y tampoco fuera inmune a lo que habían vivido ese día.

Silvina se arrodilló sobre el suelo blando conformado por los muñecos.

Gema estiró una mano. Medio ida, parecía rozar con los dedos un recuerdo que flotaba en el aire y que temía alcanzar.

Lo miró a Ersatz y luego a Silvina mientras con la otra mano tiraba del hilo sucio de la etiqueta de un oso que alguna vez había sido blanco.

Ersatz se agachó a su vez y leyó con Silvina las palabras escritas en el anverso de la etiqueta:

Pronto vas a volver con nosotros. Abuela Mery. PD: Hacele caso a los médicos.

Gema sacó su celular y escribió sobre sus rodillas.

Ospital. Abandonaron. Fueron Se.

Gema achinó los ojos mientras intentaba mover la boca para llamar la atención a ese lugar de su anatomía. Escribió.

Esto.

Silvina, consternada, asintió con la cabeza.

—¿Viven cerca los que mataron a nuestro amigo? —Ersatz sintió que el estómago le ardía.

Gema asintió con la cabeza y se puso a escribir.

—Mejor que la ayudemos a mantener cargado esto —dijo Ersatz fijándose si había algún enchufe en ese tugurio. Se tranquilizó, había por lo menos cuatro zapatillas eléctricas cuyos cables estaban enrollados peligrosamente entre los peluches

Avenidas Muchos.

Leyó Ersatz en la pantalla de Gema.

—¿La de delantal también?

Gema dobló la mano para mostrar lo que había escrito en la pantalla de su celular. Decía:

Evelyn. Medicina Es. Colejio Todos.

Ersatz volvió a sentir una punzada en el estómago, seguida de ganas de evacuar todo lo que había comido. El olor agrio, debía ser algodón húmedo, no ayudaba. Respiró hondo. Se dobló y apoyó sus manos en las rodillas.

Silvina estiró su melena hacia atrás ofreciéndole a Gema el cuello.

El gruñido que salía del pecho de Gema fue creciendo en intensidad.

Prefirieron no mirar mientras la cara se alargaba y desfiguraba en el esfuerzo que estaba haciendo.

Sabían que la mujer esta vez lo hacía por ellos.

Esperaron, arrodillados entre los peluches, a que Gema se deslizara hacia ellos.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenada. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 26. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 26. Terror. Misterio. Drama. ¿De qué va Seré nada? Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

26.

Ersatz caminaba por el medio de la calle entre la llovizna. No sabía cómo llevar la escopeta. Primero la apuntaba hacia abajo, después la sostenía con las palmas de las manos a la altura del abdomen como si fuera una ofrenda que iba a entregar a la iglesia del barrio. Recordó que una ofrenda parecida era la que había usado Ramoncito. No le gustaban las armas, pero había visto el cuerpo sin vida de Manuel.

Mientras evitaba hundir sus zapatillas de montaña en los charcos de agua pensó que los hombres que habían matado a Manuel, los eugenistas, como había escrito Gema, debían haberlos visto llegar.

Estarían cerca ya que no habían usado vehículos y no parecían ser el tipo de personas que les faltaran.

Si estaban ahí eran fanáticos. Decían que las pocas personas que se habían quedado en los antiguos barrios eran gente brava que habían preferido enfrentar la supuesta locura del parásito para defender el lugar donde sus abuelos o padres habían vivido. Incluso rescatar lo que se decía que habían regalado o abandonado.

También decían que no aceptaban la conjunción de su país con otros latinoamericanos. Discriminaban a los bolivianos, peruanos, a los paraguayos. ¿Qué iban a hacer con unos chupasangres deformes? Eliminarlos, depurar su raza, se dijo Ersatz.

Eso significaba eugenesia, recordó con desagrado.

Y apretó un poco la escopeta porque había conocido a muchas personas que se parecían al que había visto disparar sobre Manuel.

No usaban armas de fuego, sus herramientas eran el acoso psicológico, las palabras denigrantes, las metáforas hirientes.

Salió de sus pensamientos cuando alguien lo llevó por delante en una esquina. La escopeta voló y el cañón se hundió en el barro. El alumbrado público tenía luces amarillentas, de las antiguas, en esa cuadra. Ersatz cayó al piso y observó la sombra de destellos dorados que se inclinaba hacia él.

Era Silvina.

Ersatz trató de levantarse. Ella lo ayudó. Él se largó a llorar.

Silvina lo abrazó fuerte y también se largó a llorar. Se apretó más a él cuando repasaba en su mente la imagen de la última mirada que le había dirigido Manuel. Lo había hecho por ella, lo sabía.

—Es mi culpa —dijo Silvina.

—No es tu culpa. Es culpa de esos descerebrados. —Ersatz se separó de Silvina para agacharse.

—Mejor dejá esa escopeta antes de que hagas alguna cagada. No sabés usarla.

—No es mucha ciencia. Mi tío abuelo me enseñó a limpiarlas.

—Qué cosas lindas te enseñaba tu tío abuelo.

Silvina se restregó los ojos y retrocedió unos pasos, perdida.

—Fue la loca esa…

—¿Qué…? Parecía una médica. Gema dijo que son eugenistas.

—Son unos hijos de puta. —Silvina se llevaba la mano a una de sus orejas—. Perdí un audífono.

—Te lo robaron. Ya vi.

Ersatz se llevó las manos a las orejas y comprobó que sus audífonos estuvieran ahí.

—Er, yo no hablaba de la ladrona de audífonos. Decía por la chica de ojos claros. Creo que ella les avisó.

—¿Por qué se fueron? No los podía encontrar.

—Intentamos despertarte, pero no pudimos. Fuimos de Roger. Está… —Silvina negó con la cabeza, como si no aceptara invocar la palabra otra vez en su mente.

—Ya sé. Mejor volvamos.

Miraron hacia las luces rojas de la torre de Interama que brillaban a través de la neblina. Empezaron a caminar en esa dirección. Silvina sostenía la mirada en lo alto como si en vez de volver a la casa estuviera dispuesta a caminar la gran distancia que los separaba del antiguo parque de diversiones.

—La chica esa estaba atrás de la puerta —dijo Silvina mientras avanzaban—, y no la vimos. Tenía el celular en la mano y la jeringa en la otra. Se me tiró encima… ¿Estoy hablando bien? ¿Se escucha? ¿Alto o bajo?

—Estás hablando bien —le aseguró Ersatz, que cada tanto giraba la cabeza y miraba sobre sus hombros.

—Salió corriendo con el celular en la mano y la seguimos hasta la vuelta —siguió Silvina—. La perdimos. Y cuando volvíamos a buscarte aparecieron esos tipos con la de delantal.

Ya estaban por la misma altura de la calle donde Manuel había sido abatido.

—¿No habrá quedado por acá tu audífono?

—Creo que se lo guardó.

—¿Seguro? Por ahí cuando salió corriendo… —dijo Ersatz mirando de refilón a los cuerpos abandonados en la calle.

—No quiero saber nada —gritó Silvina mientras miraba para el otro lado. —Puedo sobrevivir con uno solo.

—¿Sabés lo que te va a costar conseguir otro?

—Lo sé.

Ya habían superado el lugar donde estaban diseminados los cuerpos. No había indicios de Gema ni de los demás serenados.

Silvina se detuvo en seco y volvió sobre sus pasos. Ersatz la siguió.

Rodearon a los cuerpos, que estaban desnudos, y tratando de no mirar a Manuel se agacharon para observar el cemento en el lugar donde ella había estado arrodillada. Silvina prendió la linterna de su celular, aunque por la luz potente no hacía falta. No encontraban nada.

La llovizna caía sobre la sangre. Silvina susurró una maldición incomprensible y se alejó. Ersatz juntó fuerzas y miró los cuerpos.

Los ojos de Manuel miraban fijos a la llovizna que caía.

Ersatz se acercó y le cerró los párpados. Luego se agachó, le quitó los audífonos de las orejas y abrió el compartimiento de la batería de cada uno. Cuando iba a guardarse las baterías y los audífonos se dio cuenta que todo eso tenía que quedar con su amigo. De cualquier modo, Silvina no iba a aceptarlos. Los dejó en la mano izquierda de Manuel y le cerró el puño para que los apretara.

Vio que además del disparo en el pecho que tenía el cadáver de Manuel, no había indicios de que lo hubieran lastimado en otros lugares. Los serenados se habían alimentado del daño que hicieron las armas a los cuerpos. Las manchas de sangre tenían forma de manos, y de caras que se habían pegado al cuerpo para succionar.

Era mucha sangre y Ersatz estuvo a punto de resbalar y caerse cuando intentó rebuscar en los pantalones de Manuel que estaban a un costado. El celular no aparecía. No importaba.

Se alejó rápido y alcanzó a Silvina, que seguía caminando, y decía, con su celular en alto:

—Rastreé el audífono.

En la pantalla estaba el mapa de la zona. El audífono derecho de Silvina estaba en el colegio secundario en el que había estudiado Ersatz. Lo que faltaba, fue lo primero que pensó.

—Me alegra que esos dos no puedan disfrutar del beneficio de haber sido devorados —dijo Silvina.

—¿Qué veneno será el de esos colmillos? ¿Radiación? —preguntó Ersatz.

—¿Plasma solar…? No sé, pero es lo más maravilloso que sentí en mi vida —afirmó Silvina.

Estaban doblando en la esquina de la casa de los padres de Ersatz. No había señales de los serenados por ningún lugar. Llegaron a la casa, subieron la escalera y encontraron una cacerola caliente con un guiso con pollo y papas.

Estaban congelados por la llovizna así que lo primero que hicieron fue comer para calentarse el estómago.

A Silvina le dolía la cabeza por el estrés que había acumulado.

Ersatz tenía retortijones, siempre era el estómago donde sentía las últimas consecuencias de los nervios.

Cenar no había sido lo mejor.

Estaban agotados y confundidos, pero no tanto como para no saber qué era lo que realmente necesitaban.

Salieron de la casa, cruzaron la calle hacia la escalera metálica negra mientras las luces del alumbrado público se apagaban. Esperaban encontrar a Gema. Más arriba, la luz del amanecer pintaba de dorado la alta pared de ladrillos de la fábrica.

Silvina empujó la puerta. Ersatz miró por encima de ella.

Se sobresaltaron. El pequeño cuarto estaba lleno de sombras de cabezas gigantes.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 25. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 25. Terror. Misterio. Drama. ¿De qué va Seré nada? Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

25.

Sus amigos estaban acorralados por esos hombres con gorras y pistolas que reflejaban el frío y potente alumbrado de las calles. A través de la neblina, observó que resaltaba el buzo amarillo de uno y la campera deportiva celeste y blanca del otro. Detrás de los hombres había una mujer pelirroja con el pelo lacio corto a la altura de los hombros, jeans y un delantal blanco.

—Abrí la boca —gritaba el de buzo amarillo.

Silvina abrió la boca. La mujer se acercó a ella.

—Muy bien, nena —dijo la mujer.

Alguien le tocó el hombro. Ersatz se sobresaltó y giró la cabeza.

Gema estaba detrás suyo, sentada con las piernas cruzadas y la escopeta arriba. Escribía algo en el celular. Notó que estaba nerviosa porque intentaba separar los labios. Tenía las órbitas de sus ojos tan abiertas que su frente parecía sobresalir más de lo común.

Un líquido incoloro cayó de la nariz de Gema y terminó en la pantalla del celular. Así y todo, Ersatz lo tomó.

Eu je nistas. Dicho Ha Roger.

Decía.

Nasionalestes.

Había escrito más abajo.

Ersatz asintió. Se asomó y vio que la de delantal se había inclinado y tenía las manos hundidas en el pelo de su amiga.

—Miren lo que encontré.

La mujer sostenía entre los dedos algo que brillaba en la punta. Ersatz se dio cuenta de que era un audífono.

—Perdón, pero en la situación en que estamos dos es un lujo. —Se volvió para mirar a los dos hombres—. El hijo de Clara está de suerte.

Qué hija de puta, pensó Ersatz.

Se volvió para mirar a Gema. Tenía el dedo índice pegado a los labios, que ahora bajo la luz potente se veían sin separación. Eran unos vestigios de labios, sólo pliegues, débilmente marcados y sin arrugas. En la nariz podía verse de vez en cuando la sombra de algo blancuzco, que parecía ser un cartílago. Aunque eso no importaba ahora. Ersatz escuchó:

—A ver, el marica este… —dijo el tipo de campera blanca y celeste.

Obligó a Manuel a abrir la boca. Su amigo se abalanzó sobre el tipo. Resonó un disparo.

Ersatz vio a Silvina correr por la calle, hacia la avenida San Martín.

La de delantal blanco salió tras ella, también hacia la avenida, y los dos hombres clavaron la mirada cerca de Ersatz, en la mitad de la calle.

No escuchó ningún ruido, pero vio a Gema que avanzaba por la calle con la escopeta en alto. Resonó un disparo. El chasis de la camioneta rechinó. Gema disparó a su vez. Ersatz se ovilló detrás del parachoques. Luego, tomado de la chapa, se volvió a asomar.

Gema apuntó y volvió a disparar. Le dio de lleno al de buzo amarillo en el pecho. El otro volvió a apuntar, la tenía en la mira a Gema que estaba a su vez avanzando mientras recargaba la escopeta y se disponía a dar otro disparo.

En el cruce de calles apareció una figura negra corriendo y se arrojó contra el de campera deportiva.

La pistola voló, cayeron los dos y rodaron por el suelo.

Ersatz vio que el hombre de campera deportiva escapaba hacia la avenida. El que había aparecido recogió la pistola, lo siguió y disparó desde la mitad de la calle.

El de campera deportiva cayó en una vereda. El hombre que había aparecido seguía teniendo el arma en alto. Ersatz vio que era el de polar negro, que movió el brazo como si gatillara otra vez, pero no se escuchó nada. Luego arrojó el arma lejos.

Ersatz salió de atrás de la camioneta.

Gema ahora estaba al lado del que había abatido. Más allá, el hombre de polar negro traía hacia ella, arrastrándolo de los pies, al que había matado.

A lo lejos, Silvina había desaparecido. Tampoco había rastros de la mujer de delantal blanco.

Los disparos habían intensificado los zumbidos en los oídos de Ersatz. Así y todo, mientras veía como Gema y el hombre de polar negro se doblaban sobre el cuerpo del hombre de buzo amarillo, Ersatz se llevó la mano a los botones de control de sus audífonos para subir el volumen.

El gruñido que quería salir del pecho era claramente audible entre el silencio. Sonaban los dos al unísono, como si fueran gatos gigantes ronroneando.

En un momento, Gema dejó el cuerpo del primer abatido al de polar y se acercó al cuerpo de Manuel. Por un segundo, lo miró a Ersatz con la cabeza torcida y luego se agachó.

Aparecieron los otros, la mujer de rodete y los gemelos. Parecían una manada distribuyéndose los cuerpos para saciarse cuanto antes. Por lo que Ersatz sabía, eso iba a llevar tiempo.

Los gruñidos ahora eran un sonido grave que seguía creciendo hasta acariciar los oídos de Ersatz. A diferencia del sonido molesto de los disparos, este sonido, un grito de parto encajonado, lo llenaba de una ternura que en ese momento necesitaba más que nunca.

La mirada clavada en él de Gema lo había dicho todo. La calma que producía el ronroneo conjunto de los serenados no logró evitar que un nudo se le formara en la garganta por Manuel. Sintió bronca.

Caminó hasta la escopeta abandonada en el suelo, la agarró, vio que Gema, con la cara deformada y manchada de sangre lo miraba otra vez y luego, como si confiara en él, volvía a su tarea de pegar su cara contra el cuerpo de Manuel.

Ella y uno de los gemelos estaban sobre el cuerpo de Manuel y los demás inclinados sobre los otros. Ersatz siguió caminando hacia donde se había perdido Silvina. Tenía que tener cuidado porque la mujer de delantal podía haber pedido refuerzos, se dijo.

Pensó que los eugenistas habían creído que los serenados estaban débiles por la lluvia, esperando otra vez que salga el sol para poder alimentarse. Ellos tres les habían dado las fuerzas que nunca habían tenido cuando en los días oscuros los atacaban.

Mientras volvía a lloviznar, intentaba avanzar sin que la escopeta se deslizara de sus manos temblorosas.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 24. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 24. Terror. Misterio. Drama. De qué va Seré nada? Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

24.

Ersatz entreabrió los ojos.

Silvina estaba sentada a su lado pasándole un trapo mojado por la frente que enjugaba en la cacerola que les había dejado la mujer de rodete.

Ersatz notó que la picadura de Gema seguía haciendo efecto. Sentía un placer y una paz fuera de lo común, como si no tuviera que levantarse para nada.

Silvina parecía la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. ¿Cómo no lo había notado antes?

Los lunares de su piel translúcida, los tiernos ojos marrones.

Manuel arrodillado a su lado, era Superman, musculoso, pero con los ojos como de un niño recién despierto. Sintió que su amigo le decía con la mirada: No es nada, Er.

Ese aroma cítrico que había en la habitación lo seguía mareando.

Era como acercar la nariz a un limón verde. Pero entre ese olor había otro mezclado, viscoso, agrio.

Boca arriba, antes de que le volvieran a pesar los párpados, recordó que los gemelos se habían orinado al succionar las muñecas de Manuel.

Silvina le acarició la frente, comprensiva, hasta que volvió a dormirse.

Después de un tiempo que no pudo precisar, Ersatz se despertó en su dormitorio. Miró inmediatamente hacia el costado para cerciorarse de que Gema no estuviera compartiendo su cama. Al verla vacía, en vez de sentir tranquilidad, se sintió solo.

Salió de su dormitorio y caminó dando vueltas sobre la alfombra del living.

En la televisión estaban los dibujitos del Correcaminos.

¿Dónde se habían metido esos dos?

Antes de salir entró al baño para inspeccionar su cuello. La sangre estaba seca. Sus facultades mentales estaban otra vez dentro del rango monótono en el que había vivido toda la vida. Al instante de notarlo, pensó: desafortunadamente.

Bajó las escaleras. Salió a la calle. El día estaba nublado, el piso mojado, pero en ese momento no llovía. La escalera metálica de Gema le pareció de un negro azulado. Caminó hasta el auto donde habían visto por primera vez a Gema. No había nadie.

Medio perdido, siguió hasta la casa de Roger, abrió la reja y subió la escalera. Cruzó el descanso, empujó la puerta y entró al dormitorio de Roger. Se estremeció.

En la cama estaba Jesucristo muerto, la barba cobriza, las mejillas sobresalientes, los ojos blancos abiertos clavados en algo que ya no veía. El metalero estaba pudriéndose en su cama.

Se acercó para mirarlo de cerca, pero le pareció estar masticando un pedazo de carne pútrida y se alejó rápidamente. Antes de salir de la habitación, en su retina quedó grabada la imagen de la boca abierta de Roger, con los hilos que parecían seguir tirando de los labios para juntarlos.

Le hizo pensar que sin dudas trataba de imitar a Gema y a los otros. ¿Con qué objetivo?, se preguntaba. Pero ahí estaba la jeringa que había contenido hierro, vacía. ¿Qué quería? ¿Vivir del sol?

Vivir del sol, repitió en su mente Ersatz. Sabía que había yoguis que afirmaban poder lograrlo. Pero los vecinos de Roger no eran yoguis. Eran seres con las bocas siempre cerradas, inalterables, con los labios pegados…

Notó que un tubo de neón, ennegrecido en las puntas, chisporroteaba en el techo. Ersatz sostuvo la mirada en el resplandor blanquecino que titilaba en el tubo moribundo.

La adoración del sol por esa tribu del conurbano bonaerense sugería que se alimentaban de la radiación, los rayos directos. Cuando estos faltaban, como en las semanas de lluvias, tenían que recurrir a otros métodos para mantener su abastecimiento de energía y para poder subsistir.

¿Pero qué eran?

Ersatz se pasó la mano por el cuello.

Bajó la escalerita lo más rápido que pudo, sin hacer mucho ruido. El miedo lo había vuelto a invadir. No llegó a ver si los serenados habían clavado sus dientes afilados en el cuerpo de Roger. Por lo delgado que ya estaba antes parecía haberse muerto de inanición.

El accidente en el techo había sido desafortunado para alguien que dependía de los rayos solares y de una jeringa. ¿Por qué no lo había ayudado esa chica que huyó al verlos?

 ¿Y los demás? ¿Sólo porque no era como ellos lo habían abandonado? Vaya a saber qué reglas tenían para convivir los que hacían tanto esfuerzo para sacar los dientes. Debían ser un poco más complicadas que las de ellos…

¿Ellos? ¿Dónde estaban sus amigos?

Volvió a la casa de sus padres. Volvió a recorrer las habitaciones. Se fijó en el garaje. Nada.

Salió, vio que la puerta de la casa de Gema estaba cerrada. La ventana oscura. El instinto le dijo que no se acercara. Siguió caminando.

Llegó a la altura de la casa donde habían recogido los frutos. Empujó la ventanita de la puerta y miró hacia dentro pero sólo vio yuyos altos que ensombrecían tomates, que a esa hora y con ese día parecían negros.

Dejó la casa, cruzó, giró a la derecha y tomó la vasta calle Marco Avellaneda. En la mitad de la primera cuadra parpadearon las luces del alumbrado público y se prendieron. Debían ser las seis de la tarde ya…

Cruzó una esquina y siguió caminando, con un andar medio destartalado. A lo lejos, dos figuras aparecieron en la neblina. Apuró el paso.

Ya por la segunda cuadra desde su casa notó que eran Silvina y Manuel de espaldas que hablaban con tres figuras que no pudo reconocer.

De pronto, vio que dos de las tres figuras irreconocibles sacaban algo de sus ropas. Silvina y Manuel se arrodillaron, con los brazos detrás de las nucas. Vio que los otros les estaban apuntando con pistolas.

Ersatz se escondió detrás de una camioneta roja abandonada y sacó la cabeza para espiar desde el parachoques.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 23. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 23. Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

23.

Ersatz abrió los ojos en su habitación. No había soñado y le agradeció a su mente o a lo que fuera que creara los sueños porque a veces lo perseguían durante todo el día. Sabía que podía quitarse al despertar la manta que lo cubría, pero la de las pesadillas era muy difícil sacársela de encima.

Se dio vuelta para mirar hacia la persiana, de donde entraba una luz tenue, lo que aseguraba otro día nublado. Se había quitado los audífonos antes de acostarse, así que no sabía si seguía lloviendo. Mientras se preguntaba por el clima notó que había una forma que estaba a su lado, casi pegada a él, pero sin tocarlo. La frente prominente, los ojos concentrados en el cielo raso, la boca impertérrita.

Gema. Acostada boca arriba.

Ersatz siguió la mirada de Gema. La poca claridad que entraba había cargado las estrellas fluorescentes. La boca de conejo dibujada en el techo parecía más cercana. El brillo desvaído de las pegatinas se intensificó. La galaxia entera empezó a girar. Ersatz pestañeó y se pasó una mano por los ojos. Las estrellas volvieron a ser una cara quieta.

Una cara quieta, pero con una boca abierta que gritaba en silencio.

Ersatz giró la cabeza y miró los labios cerrados de la mujer que tenía al lado.

Se levantó de golpe y se quedó sentado en la cama observándola. Estiró la mano hacia la mesa de noche y se colocó los audífonos. Ahí estaba, ese gruñido que había oído en el tanque de agua y también en la habitación de Roger. La mujer y la chica producían el mismo, agresivo, sonido.

Notó que el pecho de Gema se inflaba como si tratara de hacer fuerza para lograr movilizar algo de su cuerpo y le fuera imposible.

Era su boca.

Trataba de abrirla, pero no había caso, las comisuras de los labios seguían pegadas. Parecía una anciana sin dientes por un momento. En otro momento una niña. Sus labios no se separaban. Sólo se movían juntos de lugar en su rostro.

Mientras tenía la mirada clavada en el techo, de su garganta salía ese gruñido soterrado, como si el aire pasara con dificultad por la glotis.

Gema movía la piel de su rostro y producía ese gruñido que cuando arrugaba la nariz parecía a veces un quejido y otras un jadeo.

Ersatz vio que un cartílago o hueso se desplazaba hacia afuera de uno de los orificios nasales de Gema.

Parecía ser un colmillo.

La mujer tenía los talones torcidos y el empeine sobresalía cada vez más del pie de la cama. Era como si tomara impulso con los pies.

Entonces, sobresalió el segundo colmillo del otro orificio de la nariz. Algo brillaba en las afiladas puntas de color marfil, un líquido pegajoso. Al instante, los colmillos desaparecieron tan rápido como habían aparecido. La nariz y la boca volvieron a estar en su lugar. Los pies de Gema se replegaron y su barriga se hundió.

Ersatz no tenía ganas de moverse. Pero se levantó en calzoncillos y se dirigió al baño.

Estaba mareado. En el camino, vio, o creyó ver, las caras borrosas de Silvina y Manuel.

Abrió la puerta del baño. El resplandor de las cerámicas rosadas, iluminadas por el haz de luz que entraba por la claraboya, le hizo cerrar los ojos.

Los abrió lo más que pudo y se miró al espejo.

Tenía la marca de un colmillo clavada en el cuello. Era un rasguño como de un gato del que había caído algo de sangre. Pero la herida parecía superficial. Se sacó la remera.

Observó su pecho y su espalda en el botiquín de tres espejos del lavabo y no encontró otras heridas.

Silvina estaba esperando afuera del baño, tapándose con una mano el cuello. Ersatz vio que la herida de ella chorreaba sangre.

Silvina se desplomó con las manos en el mármol del lavamanos, con el pelo caído sobre la frente y luego juntó fuerzas para erguirse y mirarse al espejo. Su herida era un pequeño cráter.

—No duele —murmuró.

La cara de Silvina se difuminó por un momento y luego volvió a estar en el foco de la mirada de Ersatz. Vio que su amiga giraba la cabeza. Vio otra herida como la suya.

—Fue la mujer del rodete, estaba en mi cama… —dijo Silvina—, Dios mío—. Miró hacia el pasillo—. ¡Manuel!

Fueron hasta el dormitorio de Manuel y abrieron la puerta. Los gemelos estaban encaramados en la cama, con las bocas, o mejor dicho las narices, pegadas a las muñecas de su amigo. En las entrepiernas de los pantalones deportivos tenían manchas oscuras, como si se hubieran orinado.

Silvina gritó.

Los gemelos giraron sus cabezas hacia ellos. Tenían colmillos afilados que salían de sus narices. Pero, a diferencia de Gema, pensó Ersatz, parecían no estar haciendo tanto esfuerzo para mantenerlos ahí.

Uno de los gemelos, el de conjunto gris claro, estaba aletargado, la pera y la boca diminuta no parecían pesarle en la cara estirada, pero tenía uno de los orificios de la nariz tapado por una burbuja de sangre que se inflaba y desinflaba.

Manuel parecía estar en trance, tenía los ojos achinados, jadeaba, y respiraba regularmente con satisfacción.

Ersatz se acercó al gemelo de gris claro y le pegó una patada en la cabeza que lo tiró al suelo. El gemelo de ropa oscura gruñó y se estiró hasta que se aferró de la pierna de Ersatz, que logró liberarse. Retrocedió.

Enseguida, las imágenes se multiplicaron, no sólo los rostros deformes de los gemelos, sino también la mirada extasiada de Manuel. ¿Dónde estaba Silvina?

Ersatz trastabilló. Desde el suelo, oyó lo que decía Manuel:

—Déjenlos.

Logró ver a Silvina, que se tambaleaba. Su amiga trabó los ojos, los puso en blanco y se desmoronó sobre la cama.

Ersatz apoyó los codos y trató de levantarse para ayudarla. No podía. Las piernas no pesaban nada. ¿Cómo podía moverlas? Además, el suelo parecía muy cómodo

De pronto, sintió que el sueño que lo iba a vencer era de lo más placentero.

El claroscuro del dormitorio desapareció para convertirse en una difusa penumbra gris en la que estallaron pimpollos de rosas de color negro azabache. Adentro de la flor, los pétalos menores eran de un violeta plateado, luego anaranjado brillante, luego rojo profundo.

Ersatz intentaba ver a sus amigos a través de las flores, pero era imposible. Percibió un olor dulce. Después ácido. Según los pétalos iban cambiando de color el aroma también variaba.

Oyó voces agudas desconocidas y murmullos que cantaban una serena y tierna canción.

La melodía lo envolvió junto con la oleada de colores, olores, aromas, que ahora no podía diferenciar.

Ersatz desplazó los codos y, poco a poco, ya no percibió nada. Como sus amigos, se hundió en una suave oscuridad.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 22. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 22. ¿De qué trata Seré nada? Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

22.

Se detuvieron en la esquina. Ersatz esperaba que estuviera inundado en Marco Avellaneda. Pero no se imaginaba los anegamientos de las demás calles.

El agua se metía por los pastos altos y llegaba hasta los garajes de las casas.

No había manera de tomar el camino por el que habían llegado.

Seguía lloviendo, y aunque habían rescatado unos paraguas viejos de la casa, estaban empapados de pie a cabezas, por lo que los tiraron y volvieron para probar por la otra esquina de la cuadra.

Hicieron dos cuadras por 1 de Mayo hacia la avenida y no pudieron seguir avanzando.

Manuel, que fue el que más se aventuró, recibió una descarga eléctrica al sumergir la mitad del cuerpo en el agua. Hacer tantas cuadras con la mitad del cuerpo sumergido, entre cables de electricidad, hierros y escombro, les parecía un peligro mayor que la incertidumbre que les daba ese barrio de locos.

Al mediodía estaban otra vez en la casa, cansados y decididos a esperar que bajara el agua para partir a pesar de la advertencia de Roger.

Ni bien entraron a la casa de Ersatz subieron a la terraza para ver qué encontraban. Antes se cercioraron de que Gema no estuviera erguida en el tanque. Al llegar al enrejado notaron que, aunque la lluvia había cesado, no había ninguna persona en las terrazas. El cielo estaba plomizo y no había señales de que fuera a salir el sol. Las chimeneas metálicas de la fábrica parecían coloridas entre el cielo grisáceo y el portón pintado de negro.

Bajaron. Silvina se remangó el pantalón y la remera.

Manuel se desnudó, se puso una remera ajustada blanca con escote en V y un jean que le quedaba apretado de un exnovio de la hermana de Ersatz que encontraron en un ropero. Zapatillas no había para nadie y era mejor quedarse con las que tenían puestas por las dudas. Ersatz no quiso saber nada con su antigua ropa. Escurrió su remera y volvió a ponérsela.

Volvieron a trabar todas las puertas con muebles y se pusieron a ver una copia VHS que había en la casa de La Quimera de Oro y luego pasaron a un western crepuscular de Sam Peckinpah, Duelo en Alta Sierra.

Se identificaron bastante con los personajes de la última, ya no tenían nada que perder. Les hubiera gustado dejarse llevar por sus caballos de un lado para el otro, entre sol y sol, dejando huellas en los valles. Siguió El hombre que pudo reinar.

Si tan sólo hubiera un rey que derrocar… Y más lágrimas que verter, pensaba Silvina, animada por la película.

Por la mitad de la tarde, golpearon en la puerta de la casa. Espiaron por la ventana. La que estaba afuera era la mujer de rodete. Podían verle el rodete cuando se alejaba porque de cerca era tan alta que sólo veían el cuello.

Silvina se dio vuelta frente a la abertura de la ventana para preguntarles si le abrirían. Manuel la corrió para volver a mirar él y vio que la mujer sostenía en alto, como una ofrenda, una cacerola que humeaba. Ersatz miró a su vez y los ojos de la mujer le parecieron de lo más bondadosos. No tenía sentido estar escondidos ahí como si les hubieran hecho algún mal. Roger parecía no estar en sus cabales. Además, tenían hambre.

Corrieron la máquina de coser que habían puesto para bloquear la puerta. Ersatz tomó de las asas la cacerola caliente.

Vieron que era polenta con salsa y queso derretido.

Comieron hasta saciarse.

Sabían que había algo que los unía más que la pérdida de audición. El pico de estrés les bajaba las defensas y no les dejaba pensar bien. Cada uno de ellos sabía cuánto podía soportar. Se los había enseñado Silvina, que lo había descubierto sola.

En cuanto sentían aburrimiento, desgano y desazón sabían que el vaso de la tensión que soportaban se estaba llenando.

Si se llenaba más, la copa desbordada generaba diferencias, gritos y peleas.

Intentar escapar sin éxito del barrio los había agotado.

Necesitaban descansar para pensar bien y ver las cosas de otra manera. Ni siquiera toleraban más películas porque movían las emociones hasta dejarlas a flor de piel.

Mientras afuera lloviznaba, se aseguraron de que las aberturas de la casa estuvieran bien bloqueadas. Luego, se retiraron a sus dormitorios.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenada. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes) y tres novelas más (Intransparente¡Suerte al zombi! yEl nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos. Pueden encontrar la edición digital en .pdf de Los tendederos y mis tres novelas anteriores en este mismo blog. Agregaremos que soy una persona con hipoacusia en ambos oídos que usa audífonos.

Seré nada / Serenade. 21. Nueva novela.

Leyendo Capítulo 21 de mi novela Seré nada, que trata de tres #personassordas que, luego de una nueva #pandemia , salen en búsqueda del #mito suburbano de una colonia sorda. Pero las cosas no parecen estar saliendo como pensaban y lo que encuentran puede cambiarles la #vida para siempre.

21.

Volvieron, Silvina con los hombros bajos, Ersatz apurando el paso por si cruzaban alguno de los nuevos vecinos.

Por suerte, el aroma que había en la casa les despertó el apetito.

Manuel había terminado de hacer la pizza en la parrilla, el horno no servía, se apagaba, y como había mucha humedad y hacía calor, comieron en silencio debajo del olivo.

Al terminar la cena le contaron lo que habían averiguado a Manuel que hasta ese momento pensaba que no habían encontrado a Roger.

—Lo que habrá hecho ese Roger para que lo echaran de un colegio… —comentó Manuel—. ¡¿Problemas con autoridades escolares…?! Fue un sueño la colonia de sordos. Esto es un asentamiento de delincuentes —aseguró.

Ersatz asintió y dijo:

—Silvina es capaz de llevarle un pedazo de pizza al rayado ese antes de aceptarlo.

Silvina rompió a llorar y subió corriendo a su dormitorio, donde empezó a armarse la mochila casi mecánicamente para no pensar.

Manuel miró a Ersatz con recelo por intensificar el dolor que podía haberle causado a Silvina con su comentario tajante. Le dio la espalda y terminó de apagar el fuego.

Pusieron más muebles delante de las entradas y se aseguraron de que fuera difícil entrar a la casa. Mucho más no podían hacer.

Manuel y Ersatz también hicieron sus mochilas y dejaron todo preparado para partir otra vez hacia sus departamentos en la ciudad al día siguiente.

Cada uno se encerró en su dormitorio.

Ersatz apagó la luz y se quedó mirando la galaxia de las estrellas en el techo. ¿Qué era? ¿Un mapa? Le pareció una espiral como la de los caracoles.

Mientras miraba resonó el primer trueno.

Imposible, hacía meses que no llovía, pensó. Luego del segundo trueno la lluvia empezó a caer a raudales. La puerta se abrió. Silvina, asustada, se acostó a su lado.

Miraban el cielo raso cuando resonó el tercer trueno.

Silvina se pegó más a Ersatz.

—Hay una cara en el techo —dijo Silvina.

Entonces Ersatz también la vio.

Desde que habían llegado, había estado todo el tiempo arriba suyo, gritándole con el silencio de las formas que la casa había sido intervenida como el resto del barrio. Nada era igual a lo conocido.

En el techo había un rostro, brillante, verdoso, de bordes indefinidos, formado con algunas estrellas menores, y con las mayores remarcando una boca abierta. La falsa luna era la nariz de la que parecían salir unos dientes de conejo formados por más pegatinas luminosas. Las espirales formadas por estrellas eran los ojos dementes de esa cara.

Llamaron a Manuel, que se quedó mirando el techo cruzado de brazos sin abrir la boca para no molestar más a Silvina.

Durmieron los tres juntos, sin quitarse los audífonos, escuchando la lluvia que no paraba de caer.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes), Mr. time y tres novelas más (Intransparente¡Suerte al zombi! El nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos. Pueden encontrar la edición digital en .pdf de Los tendederos y mis tres novelas anteriores en este mismo blog. 

Seré nada / Serenade. 20. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 20 (con acotaciones para en la narración oral entender el entrecomillado del texto cuando Roger escribe en el celular, innecesarias en la lectura) ¿De qué trata Seré nada? Es la historia de un grupo de sordos que parten en busca de una colonia de personas sordas en el Gran Buenos Aires. Resulta que dan con una colonia silente, pero no parecen ser sordos; ¿qué son? Lo que encuentran parece bastante peligroso y podría cambiarles el destino.

20.

La calle estaba desierta y el alumbrado público resplandecía. Más allá, doblando en la esquina, un poste con una luz vieja pintaba de dorado las medianeras.

Ersatz estaba seguro de que la casa de Roger era la que seguía a la de sus exvecinos, los Tacuta. Estaba sobre 1 de Mayo, hacia la avenida. Era un garaje, que había sido un taller mecánico, con una habitación arriba a la que se llegaba por una escalera. Una casa sobre el intento de otra cosa, parecida a todas las de ese barrio, incluso la de sus padres.

Abrieron la reja, subieron la escalera y vieron que la puerta estaba entreabierta. Ersatz posó la mano sobre la chapa oxidada de la puerta y la empujó.

Roger, con ese pelo largo y la delgadez extrema, parecía un Cristo en la cama.

Ersatz, que de chico le tenía miedo a la imagen de Jesucristo sangrando en la cruz, con la corona de espinas, que había visto en las películas por televisión, tuvo que apartar la mirada un momento de la cara del metalero.

La luz amarillenta que entraba por la claraboya que había al lado de la puerta resaltaba las huesudas mejillas y, a la vez, acentuaba la concavidad oscura en la que estaban hundidos los ojos claros de ese gigante.

La habitación parecía ordenada. En la mesita de noche, pegada a la cama, estaba el celular de Roger y una jeringa.

Roger se despertó y señaló la jeringa. Silvina la tomó.

—¿Qué es? —Silvina miraba el líquido azulado de la jeringa.

Roger estiró una mano temblorosa, agarró el celular y escribió:

Hierro.

—¿Para qué lo usan?

Roger escribió que él lo necesitaba.

—¿Qué son?

Yo no. Ellos… Cuando llegué ya estaban.

A pesar de que se lo veía tan débil, Roger escribía rapidísimo con las dos manos.

—¿Dónde está Riannon? —Silvina dejó la jeringa donde estaba sin dejar de mirarlo—. ¿Por qué no usan prótesis si son sordos?

Los ojos de Roger brillaron como si intentara reírse sin despegar los labios.

La tal Riannon siguió de largo acá. Dicen que en Cañuelas. Pero no estoy seguro.

—¿Y qué comunidad de sordos es esta? —preguntó Silvina.

No es una comunidad de sordos.

Leer eso fue como si le clavaran un puñal a Silvina. Se llevó las manos a sus orejas y luego al estómago.

—¿No?

No.

Mientras leía, Ersatz vio como Silvina se ponía pálida y el celular de Roger le temblaba en las manos. Le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarla.

—¿Qué son entonces…? —preguntó Ersatz—. ¿Qué sos vos?

Antropólogo. Enseñaba literatura en un colegio. Tuve un problema con las autoridades. Desde acá escribí algunos artículos sobre Serenade. Alguien mezcló todo. Lo que intenté compartir con el mundo fue que eran personas que parecían sordomudas, pero no sabía bien. Aún hoy, hay cosas que no sé bien.

—¿Son humanos? —el impaciente ahora era Ersatz.

Roger lo miró como si fuera un idiota.

Fueron abandonados.

—¿Por qué no abren nunca la boca? —Ersatz parecía tener muy presente el error de Perceval.

Nacieron así. Se adaptaron. Y me enseñaron a mí. Me hicieron ver lo bueno.

Los ojos de Roger brillaban, esta vez con añoranza.

—¿Qué es lo bueno? —preguntó Silvina.

El metalero cerró los ojos como si se fuera a desmayar. Se tocó el brazo izquierdo, huesudo y pinchado. Giró la cabeza y clavó la mirada en la jeringa.

Por favor, escribió.

Silvina tomó la jeringa. No le costó encontrar el lugar donde debía inyectarla. El metalero tenía ronchas, algunas recientes y otras ya cicatrizadas.

Mientras su cuerpo recibía el líquido, Roger cerró los ojos por un momento. Luego aspiró el aire como si fuera una bendición y exhaló lentamente por los agujeros de la peluda nariz. Luego les escribió:

Este lugar no es para ustedes. Váyanse antes de la lluvia, por favor. ¡VAYANSE DE ESTE BARRIO!

—¿Por qué? —Silvina había dejado, un poco asqueada, la jeringa en la mesita.

Roger abrió más los ojos y pareció mirar entremedio de Ersatz y Silvina.

Se dieron vuelta. Desde el descanso de la escalera los observaba la adolescente con campera de cuero que habían visto el primer día al lado de Roger en lo alto.

El brillo de ira que despedían los ojos claros de la chica era acompañado por un gruñido de baja frecuencia, parecido al de Gema en el tanque, que llegó hasta los audífonos de Ersatz y Silvina desde la lejana boca apretada. A ellos los asustó todavía más los acoples que produjeron sus propias prótesis auditivas.

La adolescente clavó su mirada, ahora despechada, en Roger, giró la cabeza y desapareció por la escalera.

Roger cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia un costado. Dormía otra vez.

O había muerto…

Ersatz y Silvina se miraron un momento, perplejos. Luego Silvina, entristecida, bajó la cabeza.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 19. Nueva novela.

Leyendo Capítulo 19 de mi novela Seré nada, que trata de tres #personassordas que, luego de una nueva #pandemia , salen en búsqueda del #mito suburbano de una colonia sorda. Pero las cosas no parecen estar saliendo como pensaban y lo que encuentran puede cambiarles la #vida para siempre.

19.

Cuando bajó Silvina, el metalero estaba dormido.

Silvina aprovechó para quitarle el celular. Seguida por los otros dos se detuvo en la oscuridad del pasillo que daba a los dormitorios. Los tres inclinaron las cabezas para mirar la pantalla.

El celular no estaba bloqueado. Roger tenía instalada tres aplicaciones. Una de ellas era el mensajero. No tenía ningún mensaje guardado. Estaba programado para que se borraran.

Las otras dos aplicaciones eran una brújula que también precisaba la hora exacta del amanecer, del atardecer y del crepúsculo, y un lector de libros digitales. Los libros que tenía en el estante de la biblioteca digital eran el Mahabharata, seguido del Popol Vul y de Perceval o el cuento del Grial.

Silvina retornó al sofá. Introdujo con cuidado el borde inferior del celular en el bolsillo raído de los jeans de Roger, tratando de no despertarlo.

Volvió al pasillo y los tres entraron en silencio al dormitorio de Ersatz.

Cerraron la puerta.

Silvina y Manuel se sentaron en el piso. Ersatz en la cama, apoyando la espalda en la pared y mirando la habitación como si la desconociera. Silvina, que parecía agotada, se acariciaba los hombros. Dijo que no se alarmaran, que el dolor había desaparecido. Ersatz no sabía cómo no se había lastimado al caer de esa altura.

¿Para qué había aceptado esa idea de traerla a ese barrio? Miró las estrellas pegadas por su hermana en el techo y luego bajó la vista para mirar por sobre las cabezas de sus amigos. La habitación estaba en penumbras.

Recordó que él también había leído un libro que trataba del Grial, y decía que todo había comenzado con el libro que tenía Roger en el celular, la novela cortés de Chrétien de Troyes, quien prácticamente había inventado esa leyenda. Luego otros habían buscado el Grial como si fuera un objeto real.

En esa historia todos los problemas que tenía que enfrentar Perceval se debían a haber abandonado un castillo en el que había visto desfilar ante su mirada objetos extraños sin haber preguntado qué significaban. Eso lo había llevado al caballero medieval a muchas peripecias en el relato de Troyes y todo era por: ¡no preguntar! ¿Cuántas cosas nunca vamos a saber por no preguntarlas?, pensó Ersatz.

Compartió sus pensamientos con Silvina y Manuel. Lo miraron con preocupación y un brillo tenue en los ojos. No pudo evitar sentirse un niño al que le iban a leer un libro para que se durmiera. Necesitaba hablar para quitarse de encima ese velo que parecía haber caído sobre ellos desde que habían llegado.

—¿No estaremos enloqueciendo por el parásito? —preguntó mirando la colcha rosada de la cama.

—Er, no, por favor, eso sí que es un cuento —dijo Manuel.

—Sabés muy bien que no creemos en el Tyson21. Si no, yo también me hubiera ido de Buenos Aires —afirmó Silvina y agregó—: No hay pruebas fehacientes.

—Si Perceval le hubiera preguntado al Rey Pescador…  —comentó Ersatz, suspiró y miró a Silvina a los ojos—. Necesitaba preguntarles qué pensaban, perdón… ¿Qué es lo que hacía esa mujer en el techo?

—No se comunica mucho como para saberlo —dijo Manuel, pensativo.

—Y ese… —Ersatz señaló a través de la pared con su dedo índice—. Tiene los labios cosidos —susurró.

—Por ahí lo operaron de algo, andá a saber —comentó Silvina.

—Ahora lo van a tener que operar de algo… Y no sé dónde —dijo Ersatz.

Silvina bajó la mirada.

Manuel iba a aportar su teoría, cuando golpearon en la puerta del dormitorio.

Eran los gemelos otra vez, les dejaron dos paquetes de harina y un pedazo grande de queso fresco sobre el arrimadero que había pertenecido a la hermana de Ersatz. Luego dieron la vuelta y desaparecieron. Por esa razón Gema les había dicho que no se preocuparan…

Manuel pensó que habían interrumpido la teoría que iba a formular porque era verdadera. Murmuró que lo que pasaba ahí era que eran una secta, no una comunidad de sordos y que tal vez la colonia de Riannon había degenerado en eso al morir la fundadora.

—No me convence —dijo Silvina con la mirada clavada en el queso.

—¿El queso o lo que dije?

—Las dos cosas. Ya saben que el queso no me parece un alimento bueno.

—Es lo que hay —dijo Manuel.

—No seas desagradecida —bromeó Ersatz.

—Lo mejor va a ser que despertemos al metalero ese y le hagamos escribir un poco más —propuso Silvina—, leer le gusta así que… —agregó poniéndose de pie.

Pero cuando los tres salieron del dormitorio Roger ya no estaba.

Se lo debían haber llevado los gemelos, pensaron. No podía haber ido muy lejos con la escalera de por medio y el pie torcido. De cualquier manera, les pareció un alivio.

Manuel usó la harina para hacer la masa para dos pizzas. Separó algunos cherrys y rúcula. El queso olía bien, aunque era bastante cremoso. Lo cortó en fetas y se comió algunas, mientras esperaba que elevara la masa. Luego tomó su linterna, se agachó y abrió el horno. Tenía que poder arreglarlo.

Mientras tanto, Ersatz y Silvina salieron a la calle para buscar a Roger.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 18. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 18. Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

18.

El hombre no podía levantarse. Seguía mirando el cielo azul con los ojos abiertos ante la indiferencia de Gema que seguía en su trance.

Ersatz y Manuel lo miraban desde una distancia prudente. No sabían qué hacer. Silvina sabía algo de anatomía por el yoga, pero no podía calcular el daño que podrían causarle si lo movían del lugar en que había caído.

Tampoco sabía si el hombre la había querido ayudar al interceder para evitar que tomara el celular de la que parecía ser la cabeza de esa colonia de meditadores compulsivos.

Tal vez, era la mujer, Gema, el problema. Después de todo, seguía ahí arriba, en lo alto, como si nada hubiese ocurrido a su alrededor.

De a poco, Manuel y Ersatz se acercaron. Arrodillados al lado del largo y flaco cuerpo, vieron que uno de los pies del hombre estaba torcido.

El hombre apretaba los labios por el dolor, y aunque sus mejillas parecían dos piedras puntiagudas, no los separaba.

No había perdido el conocimiento, pestañeaba y movía los dedos largos de su mano como si quisiera levantarse con esa mínima ayuda.

Trajeron una manta, lo movieron sin que se quejara, y entre los tres lo bajaron por la escalera con cuidado.

Lo dejaron en el sofá donde Manuel había estado mirando la película, que daba la espalda a la mesa.

El metalero, con el pie más torcido, clavó la mirada en la televisión, parecía interesarle ese monstruo gigante que parecía una araña atrapado en una pantalla.

Levantó una mano grande y larga, que tenía el dedo índice con dos anillos, uno con una calavera y otro con la muerte y la hoz, y señaló a la terraza.

—¿Estás bien? —le preguntó Silvina.

El metalero metió la mano en el bolsillo delantero de sus jeans y sacó un celular, enfundado con una carcasa rojiza de Iron Maiden, en el que logró escribir lo siguiente:

No molesten a Gema.

Tenía algunos pelos blancos en la barba y varias arrugas alrededor de los ojos. Parecía ser un poco mayor que ellos y Gema.

—¿Cómo te llamás? —quiso saber Manuel.

Roger, escribió el metalero.

Hizo un gesto de dolor. Intentó separar los labios, pero por un segundo, un momento que pareció no existir, los tres vieron cómo unos hilos amarillentos que los unían le impedían hacerlo. Tenía pequeñas marcas en las comisuras de los labios. Estaban cosidos.

Cerró los ojos y negó con la cabeza como si hubiera cometido un error que quisiera remediar. Ahora, la boca estaba tan apretada como antes. Levantó la cabeza y escribió.

No quería que Gema se enoje con ustedes.

Silvina ahora se sentía un poco más culpable.

—¿Por qué? —preguntó Ersatz.

Se acerca la lluvia. Necesita sol.

Debajo había escrito el símbolo del agua, las tres rayas ondulantes, que habían visto el primer día en el celular de Gema.

Silvina volvió a la terraza. Gema ya no estaba.

El sol se había dispersado en una línea anaranjada detrás de la torre espacial de Interama.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes) y tres novelas más (Intransparente¡Suerte al zombi! yEl nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos. Pueden encontrar la edición digital en .pdf de Los tendederos y mis tres novelas anteriores en este mismo blog. 

Seré nada / Serenade. 17. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 17. ¿De qué trata Seré nada?: Seré nada o Serenade es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas?

17.

Silvina, impaciente, decidió subir a la terraza para encontrar a la estatua de Gema cerca del tanque.

Caminó hasta sobrepasarla, subió los peldaños del cuarto hasta lograr asomar la cabeza en la plataforma del tanque y miró la espalda rígida de Gema. Cerca de los pies descalzos de la mujer estaba su celular.

Silvina pensó que no debían querer ninguna distracción mientras hacían su meditación diaria. En silencio, se ayudó con los brazos y logró encaramarse al techo. Caminó hasta el hueco que había debajo del tanque del agua. Ahí estaba el celular de Gema.

Estaba por agacharse para tomarlo cuando sintió que la arrastraban hacia atrás. Se sobresaltó y se inclinó hacia delante por instinto. Cerca de caer al vacío, sintió que la retenían del brazo. Por miedo a que se arrojara o de que cayeran juntos, la mano que la había tomado la dejó por un momento.

Silvina se volvió y vio que era el hombre con la remera de Megadeth. Silvina iba a gritarle a Gema. El hombre se abalanzó sobre ella. Le tapó la boca con la mano.

Eran tan largos sus brazos que la tomaba con uno solo, con el otro hacía la señal de silencio.

Pensó que quería apoyarle el bulto, ese impresentable, y trató de clavarle el codo para que retrocediera, pero era inamovible. Era extraño el olor del hombre. Una transpiración agria que le hizo recordar a la de su padrastro. Le mordió la mano.

El hombre trastabilló con el último peldaño de la escalera. Cayeron desde tres metros de altura. Por suerte, ella dio contra el cuerpo del hombre.

En el piso se deshizo del metalero, rodando dos metros para hacer fuerzas con las manos y ponerse de pie. Desde ahí, inclinada, vio que Gema seguía impertérrita.

En cambio, el metalero se había torcido el pie, y por como respiraba por la nariz, parecía que alguna costilla estaba rota.

Silvina pensó que se podían haber matado. Bajó los escalones de la escalera lo más rápido que pudo, sintiendo una punzada de dolor en el hombro.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes) y tres novelas más (Intransparente¡Suerte al zombi! y El nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos. Pueden encontrar la edición digital en .pdf de Los tendederos y mis tres novelas anteriores en este mismo blog. 

Seré nada / Serenade. 15. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 15. ¿De qué trata Seré nada?: Seré nada o Serenade es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas?

15.

Estaban en el comedor de la casa de Ersatz, devorando las frutas y verduras que habían recolectado. Por si aparecía alguien, como no podían cerrar la puerta, se habían sentado los tres enfrentando a la escalera principal de la casa.

De pronto, a sus espaldas, se abrió la puerta de la escalera trasera, la que estaba cerca de la mesa y daba al jardín. Silvina dejó caer la manzana que estaba comiendo.

El gemelo que asomó la cabeza tenía del cuello a un pollo pelado, con algunas plumas blancas todavía pegadas al cuerpo. Sin despegar los labios, entró y dejó el cadáver del animal en la mesa. Una mancha de sangre del pollo ensució los pedazos de rúcula esparcidos.

El joven bajó la cabeza, como una reverencia, y salió rápidamente. Ersatz estaba pensando dónde habrían conseguido una gallina blanca esas dos jirafas. Manuel y Silvina, que solían comer más verduras que carne y tomar suplementos de vitamina B12 por eso mismo, no eran estrictamente vegetarianos, así que miraron al pollo con una mezcla de asco y agradecimiento.

No tuvieron tiempo para comentar nada porque entró el otro gemelo, el de conjunto deportivo gris claro, y dejó a otro pollo más gordo que el anterior. Reverencia y salida, y luego los pasos que pudieron escuchar a través de los audífonos.

Ersatz se levantó, bajó corriendo la escalera trasera hacia al pasillo lateral de la casa, y vio que la puerta que daba a la calle estaba abierta. Arriba de la puerta había una reja que terminaba en la mitad de la pared medianera. Nunca pensó que alguien pudiera entrar por ahí, ni ellos al llegar, porque la puerta no se había abierto en veinte años y la reja era altísima. Silvina y Manuel lo habían seguido.

—La forzaron —dijo Ersatz.

—Los habrá mandado Gema —dijo Silvina.

—Después de todo se preocupan por nosotros… —agregó Manuel.

Al volver, encontraron encaramado en la mesa al perro grande con manchas negras, mordiendo un pollo. Les gruñó y desapareció con su trofeo por la escalera principal. Silvina no paraba de gritar. Sólo lo hizo cuando resonó un tiro. Los tres corrieron a la calle.

Gema bajaba una escopeta. La mujer tenía una expresión vacua. El perro estaba muerto en la mitad de la calle. Los gemelos estaban apostados en un costado de la puerta. El de conjunto gris claro tenía el pollo en sus manos y se los ofrecía con la misma cara inexpresiva, la única, conocida por ellos. Ersatz tomó el pollo e hizo una reverencia de agradecimiento. Sus amigos lo imitaron. Gema pareció apretar la boca. Luego se volteó con la escopeta en la mano, mientras los gemelos levantaban de las patas al perro muerto. Notaron que tenían los rostros y el cuello muy bronceados.

Después, subieron y probaron la cocina, pero no funcionaba. Tampoco la vieja heladera. La correa del motor del tanque estaba rota así que, ahora que se les había acabado el agua que trajeron, cada tanto hacían viajes a la canilla del fondo para llenar las botellas. El agua corriente salía fresca y no tenía gusto a cloro.

Por la tarde, juntaron algunas ramas y encontraron algunos carbones en una bolsa en el hueco debajo de la parrilla.

Manuel primero limpió la parrilla, que tenía hojas mezcladas con esqueletos de lagartijas, y luego encendió el fuego. Vieron una rata correr por el cantero. Debía estar acostumbrada a andar a sus anchas.

Ersatz ocultó el caparazón vacío de la tortuga. No aguantaba verlo. Dedujo que sus padres no la habían encontrado al abandonar la casa. La falta de césped por la copa desmesurada del olivo. Y la falta de agua…

En ese otoño, a pesar de la humedad siempre creciente, hacía bastante que no llovía. Cuando lo había hecho, por lo menos en la ciudad, duraba un minuto y luego el sol brillaba más fuerte que nunca.

Llegó la noche y el fuego iluminaba las hojas más bajas del olivo. Los dos pollos estaban asándose sobre la parrilla. Silvina bajó para mostrarles lo que había dibujado en su anotador.

Era una imitación de los símbolos del celular de Gema. El sol seguido de una raya larga que suplantaba a las palabras que no vieron y de esas tres líneas retorcidas una encima de la otra que Manuel había dicho que parecían alambres. Debajo del último símbolo decía: agua.

—¿Alguna comunidad sorda que use símbolos así? —preguntó Manuel—. Hace un rato me fijé y no dice nada en Internet.

—La verdad que no sé —dijo Silvina—. Pero como los lenguajes varían según las comunidades, no sería raro que usen uno propio.

—Pero si dijo… si puso que no era sorda —comentó Ersatz.

—Por ahí no lo quiere decir. Por ahí lee los labios…, como nosotros también —dijo Silvina.

—Puede que ella no sea sorda y los demás sí —dijo Manuel.

Ersatz movió la cabeza. Luego miró hacia los pies de Manuel.

—Correte de ahí… Estás justo arriba del pozo ciego. Nunca le tuve confianza a la tapa esa.

Manuel se desplazó con parsimonia hacia un costado, no dándole mucha importancia a la advertencia de su amigo, que prendió la linterna e iluminó la tapa circular de cemento. Silvina se acercó y se agachó para observarla. El cemento estaba un poco resquebrajado.

—No está tan mal —dijo Silvina.

—Costumbres que a uno le quedan… —comentó Ersatz, mirando ya el fuego.

En silencio, comieron sentados en la tierra, debajo del olivo, mientras cada tanto arrojaban ramas a la parrilla para mantener el fuego.

Todo iría ganando coherencia de ahora en más, pensaba Silvina, que cuando terminó su segunda pata de pollo, se sintió llena y satisfecha. No le gustaba que Manuel y Ersatz desconfiaran de Gema. Era como si desconfiaran también de ella.

De repente, con la grasa de la piel del pollo en la comisura de sus labios, se levantó y abrazó a Manuel.

—Riquísimo.

Luego le palmeó los hombros a Ersatz. Se volvió a sentar.

Los tres se quedaron unos minutos en silencio, con los codos sobre las rodillas, oyendo el crepitar de las ramas en el fuego. La luz potente del alumbrado público llegaba hasta el fondo desde el pasillo lateral.

—A guardar lo que sobró —dijo Manuel y se levantó con la bandeja metálica en la mano.

Ersatz también se levantó y caminó hacia el cantero bañado de blanco.

—Voy a dar una vuelta —dijo.

—Está loco este —dijo Manuel.

Silvina siguió a Ersatz por el pasillo hasta la luz cegadora.

Salieron a la calle y comenzaron a caminar por la vereda, tratando de no exponerse demasiado.

Al cruzar Marco Avellaneda, el nivel de la calle Catamarca descendía un poco.

—Cuando llovía eso era una pileta —comentó Ersatz.

Guio a Silvina por las calles, pasaron por lo de la profesora de inglés de cuando era chico Ersatz, un garaje con las puertas cerradas ahora, siguieron hasta la iglesia ortodoxa rusa, llegaron a la avenida y volvieron tomando otra vez Marco Avellaneda.

En diez cuadras no vieron a nadie. Todo estaba tapiado y cerrado en esa zona también. No había personas en los techos ni en las calles. Ni cerca de la casa de Ersatz, ni lejos.

Cuando volvieron, Manuel no sólo había guardado las sobras en bolsas de plástico; también había arreglado la conexión eléctrica. Esa noche tuvieron luz en el comedor.

Pusieron una de las sillas para que trabara la manija de la puerta que daba al fondo. Y en la puerta principal cruzaron un sillón despatarrado para evitar las visitas sorpresas.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes) y tres novelas más (Intransparente, ¡Suerte al zombi! y El nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos.

Seré nada / Serenade. 14. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Pueden escuchar la lectura del Capítulo 14.

14.

Gema estaba en el descanso de la escalera pintada de color negro de la casa de enfrente. Silvina le hablaba, mirando hacia arriba. Luego se inclinó para recoger un papel que la mujer había dejado caer. Giró y se acercó a los dos. Les dio el nuevo mensaje de Gema. Pudieron descubrir la escritura temblorosa que habían visto en la hoja con la que se presentó, parecía la de un niño.

No preocuparse. Decía.

—Le pregunté dónde podíamos comprar algo para comer —contó Silvina.

Los tres subieron a la terraza y observaron desde arriba para ver si había árboles frutales a la vista. Descubrieron unos limoneros en lo que parecía ser el fondo de una casa vecina. En otra casa, un naranjo. Más allá, un manzano.

Ersatz comentó que la dueña de la casa del manzano solía regalarle también quinotos a su madre con la que ella hacía una rica mermelada. Silvina frunció los labios y dijo que prefería las manzanas. Por lo que sabía Ersatz, la casa estaba abandonada desde antes de que se fueran sus padres. Silvina propuso que cuanto antes fueran a recoger los frutos.

La casa quedaba en la misma cuadra, cerca de la esquina más alejada. Caminaron rápido y mirando hacia todos lados hasta que Ersatz los detuvo en una fachada con cerámicas blancas y negras. En donde debería haber estado el timbre había un hueco con cables finos enrollados. Manuel golpeó la puerta de chapa blanca. No hubo respuesta. Ersatz negó con la cabeza. Intentaron mirar por la ventana rectangular de vidrio esmerilado verde que tenía la puerta, pero se veía todo borroso. El agujero de la cerradura estaba a la vista. Faltaba la manija metálica. Manuel empujó la puerta. No se abrió. Sobre sus cabezas, vieron una fila de vidrios de botellas partidas, cementadas de punta a punta en el bordillo de la fachada.

Ersatz no pudo evitar recordar que había entrado a recoger los frutos más altos con Felipe, uno de sus amigos. Antes de que Ramoncito lo hiciera desaparecer de la tierra.

Silvina y Manuel retrocedieron unos pasos para observar las casas vecinas. Tal vez podrían colarse por las medianeras. Ersatz sintió que la piel del cuello se le erizaba. ¿Qué pasaría en el barrio? ¿Una muda pelada que dijo no ser sorda? ¿Personas erguidas en los techos?

Silvina movía la cabeza. Manuel se acercó y revoleó una patada a la puerta. Nada. Ersatz se quedó mirando a su amigo.

—Yo no pienso entrar —dijo.

¿Por qué le pasaba en la vida cosas raras? ¿No era raro estar otra vez ahí en la puerta de la vieja esa? Nunca sabía si las cosas que le ocurrían eran para reír o para llorar.

Cuando en el chat, meses atrás, habían discutido sobre ese tema, los tres convinieron en que las cosas raras que le pasaban a Ersatz tenían que ver con la sordera. No era el único. A los otros dos también, por ejemplo, se les acercaban personas que habían sido rechazadas por la sociedad para buscar refugio en una comprensión que sabían que iban a obtener con ellos. Tenían como un imán para eso. Silvina decía que era la energía, pero Ersatz no creía en eso. No creía, pero sabía por experiencia que cuando las cosas se ponen feas uno cree en cualquier cosa.

En la penúltima epidemia, la de gripe —no la del parásito—, recordaba haber chateado en una aplicación de citas con una chica que estaba eufórica porque una antena había captado una señal que, supuestamente, confirmaba la existencia de un universo paralelo al nuestro. Él también se había puesto contento. Pero nunca se comprobó. Todavía la noticia era falsa, no habían podido encontrar nada real fuera de algunas fórmulas matemáticas.

¿Por qué las personas ansiaban un mundo paralelo? ¿Qué había sido de este que, por lo menos, parecía realmente existir? Un golpe sordo lo alejó de sus pensamientos.

Manuel había vuelto a golpear con el hombro la chapa de la puerta. No cedía. Silvina le comentó a Ersatz que los nuevos dueños podrían ser sordos y por eso no los habían escuchado llamar. Ersatz los arengó diciendo que iban a necesitar alimentarse. Manuel retrocedió hasta el pórtico de la casa anterior, se encaramó a la reja y de ahí pasó a la medianera que no tenía pedazos de botellas de vidrio. Luego dio un salto.

Silvina y Ersatz esperaron, atentos por si aparecía alguien doblando en la esquina cercana o, del otro lado, bajando los escalones de la casa donde parecía vivir Gema.

Manuel abrió la ventana de vidrio esmerilado verde que tenía la puerta de la casa.

—Es una selva —dijo.

Ersatz sabía que ese terreno tenía cañas de azúcar y que era el más agreste de toda la manzana.

—No hay casa —agregó Manuel.

—Creo que la mujer se la había vendido a unos bolivianos. —Ersatz se dio vuelta para mirar a Silvina—. Si es así tenemos suerte, la querían de terreno, porque tenían una verdulería.

—Hay muchos tomates—. Manuel volvió a perderse detrás de la ventanita.

Silvina suspiró. Una buena noticia, por lo menos. Seguía preocupada y avergonzada pero la perspectiva de una huerta orgánica la había animado. Ersatz tenía clavada la mirada en la casa de Gema.

—¡Vamos! —pidió Manuel.

Por la ventana de la puerta les pasaron las bolsas. Mientras esperaban, se adelantaron hacia la esquina para ver si podían descubrir alguna persona nueva en las terrazas de la siguiente cuadra. Nada.

Ersatz no pudo dejar de apreciar el tener a Silvina al lado. ¿Cuántas chicas había traído a conocer a su familia y al barrio? Tres, por lo menos. Todas se habían perdido en la vorágine de la vida y jamás las había vuelvo a ver. Silvina tenía esa particularidad de hacerlo sentir tranquilo. No estaba nervioso como cuando visitaba el barrio con las otras. Debía ser porque eran sólo amigos, pensó.

Manuel los llamó, desde la medianera les arrojó las bolsas anudadas y repletas. Luego descendió hasta la reja y pegó un salto. Apenas estuvo abajo, abrió una de las bolsas como si fuera un tesoro y les mostró que estaba llena de tomates comunes, cherrys, manzanas y varios manojos de rúcula.

Estaban por la mitad de la cuadra cuando aparecieron en la esquina los dos hombres con conjuntos deportivos que habían visto la noche anterior en uno de los techos. Altos, esmirriados como los otros. Pelo crespo, corto y negro. En sus rostros ovalados, de ojos grandes, no se podía leer ninguna emoción. Eran iguales, gemelos. Lo único que los diferenciaba era el color de la ropa, gris claro en uno y negra en el otro.  Las zapatillas de los dos alguna vez habían sido blancas.

—Hola —dijo Silvina.

Manuel saludó con la mano. Ersatz los miró de lleno.

Los gemelos no contestaron. Siguieron caminando y los dejaron atrás, como si ninguno de los tres existiera.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré Nada / Serenade. 13. Nueva novela.

Leyendo el capítulo 13 de Seré nada por Adrián Gastón Fares. Audio completo.

13.

La invitaron a sentarse a la mesa. Con la espalda apoyada en el respaldo de la silla, muy erguida y con los hombros separados, Gema los miró con una mirada vacía.

Le convidaron una manzana. Negó con la cabeza.

Tenía la cara y el cuello bronceados por el sol. Dieron por sentado que era lampiña, más que rasurada, los pelos de las cejas parecían rubios, pero dos o tres y no había rastros de pelusas en su labio superior ni cabello en ninguna parte de su rostro, antebrazos y manos.

No era tan alta como parecían ser algunos de los demás que habían visto en las terrazas. Parecía ser de la misma altura que Manuel, que medía un metro ochenta y cinco.

Silvina no anduvo con muchas vueltas:

—¿Conoce a Riannon?

Gema levantó y sacudió su dedo índice.

—¿Dónde está? —insistió Silvina bajando las cejas y clavando la mirada en los ojos de la mujer como si tuviera que resolver un crimen.

Gema hurgó en la parte superior de su calza, sacó su celular y escribió algo.

Decía: No Rano.

Silvina escribió en el bloc de notas de su celular el nombre Riannon y se lo mostró a Gema, sosteniendo la mirada en la inclinada pelada de la mujer, que en seguida levantó la cabeza y la sacudió fervientemente, como para terminar con las preguntas.

—¿Cuántos son en la colonia de sordomudos? —preguntó Manuel.

Gema volvió a escribir en su teléfono con rapidez: No sordomudos.

—¿Sordos? —dijo Silvina.

Gema escribió y les mostró la pantalla de su celular: NadaNo, decía, así, sin puntuación ni separación entre las palabras como si la mujer ya quisiera sacárselos de encima.

—¿Personas sordas? —intentó Ersatz.

Gema no movió la cabeza y no contestó la pregunta. Un rayo de sol traspasó las hojas del olivo y marcó su cara. Cerró los ojos.

El teléfono de Manuel vibró. Lo tomó. Era un mensaje de Silvina que había escrito al grupo La Oreja.

Ersatz, sentado a la punta de la mesa cercana a la puerta de la escalera trasera, no podía quitar los ojos del perfil estoico de Gema; estaba pensando si se parecía a alguna ex vecina.  No recordaba a ninguna con ese rostro… Vio el mensaje de Silvina, pero no le dio importancia.

El mensaje decía:

No tiene nada en el oído.

Manuel frunció la boca, como no dándole importancia a ese detalle.

—¿No usan ninguna prótesis? ¿Lengua de señas para comunicarse? —preguntó Silvina.

Gema abrió los ojos, los achinó, por primera vez cambiando un poco la expresión de su rostro, y escribió, ya medio cansada de las preguntas:

Esto.

Se quedó con la cabeza inclinada observando su celular.

De repente, el teléfono vibró y apareció un mensaje. En negrita vieron que el remitente era un tal Roger. Debajo se veían dos símbolos, separados por varias palabras. Los símbolos no eran emoticones, no tenían color; eran simples símbolos alfanuméricos. Gema levantó su celular y contestó el mensaje.

Silvina, que de repente parecía competir con Gema en velocidad de tipeo, escribió en el grupo La Oreja:

¿Vieron algo? ¿Qué decía?

Manuel leyó el mensaje y la miró, perplejo. Ersatz vio el mensaje, apretó los labios y miró hacia abajo.

Silvina quitó la mirada y la dejó caer más allá de la espalda de Gema, como perdiendo la paciencia y a la vez buscando una explicación que se ajustara a lo que había pensado que ocurriría cuando Riannon los recibiera.

Luego, todos miraron de lleno a Gema, que seguía tecleando en el celular, aparentemente despreocupada. Las uñas que tenía eran bastante largas y estaban un poco sucias.

Gema se levantó de la silla, se acercó a la estufa en el vértice de la habitación, se agachó para juntar una de las rosas enanas que estaba en el piso, la ubicó al pie de la Virgen negra con las otras y juntó las palmas de las manos. Hizo una reverencia. Giró en redondo y caminó hacia la escalera por donde descendió sin apuro.

Los tres se miraron desconcertados.

—¿Dónde encontraste esa nota que nos pasaste? —preguntó Ersatz.

—En Internet. ¿Dónde va a ser? —dijo Silvina.

—Pensé que te la había recomendado alguna del foro.

—No.

Ersatz sonrió. Manuel lo siguió. Silvina apretó la boca y cerró los ojos, molesta.

—Yo vi el símbolo del sol —dijo Silvina—. El signo astrológico del sol, un círculo con un punto. Estoy segura. Y entremedio era castellano mal escrito. Después había algo más que no vi.

—A mí me pareció ver un jeroglífico egipcio… En serio digo, eh —dijo Ersatz.

—No estoy seguro… —dijo Manuel.

—Pensé que aunque sea nos iba a pasar el número de teléfono —se lamentó Silvina.

—No nos conocen todavía… —comentó Manuel.

—¿Nadie entendió la oración completa?  —preguntó Silvina.

—Yo vi algo que parecían tres alambres; uno arriba de otro —dijo Manuel.

—Ése digo yo… Es el que me pareció un jeroglífico. —Ersatz miraba los libros que había en los estantes superiores del mueble que separaba el vestíbulo de la cocina. Uno, de tapa grande, se llamaba Los misterios del Nilo.

Silvina siguió la mirada de Ersatz.

—Nada de Egipto.

—¿Maya? —preguntó Ersatz.

—Y después decís que yo creo en cosas raras… Nada de eso… Eran símbolos simples. Y el resto, palabras, castellano, basta. —Silvina fue tajante.

Convinieron en que era imposible descifrar las pocas palabras que habían visto en el celular de Gema.

Silvina, que seguía empecinada en demostrar que no se había equivocado, aunque no había signos de Riannon ni de comunidad sorda, se levantó y bajó corriendo a la calle por las escaleras.

Ersatz y Manuel la siguieron.

por Adrián Gastón Fares

Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré Nada. Capítulo 8. Nueva Novela.

Seré Nada. Leyendo el Capítulo 8. Resumen: Ersatz, Silvina y Manuel llegan a la avenida San Martín, en Lanús y aunque el barrio parece deshabitado encuentran una esperanza, un indicio de la supuesta colonia Serenade, en una peluquería. Toman el camino hacia la casa donde Ersatz creció.

8.

Más allá de la primera corchea, lo que conocía de antaño Ersatz estaba clausurado, las puertas tapiadas y los cristales de las ventanas rotos. Las casas de fiestas tenían fachadas pintadas de un tono negro hollín y parecían más velatorios que otra cosa. Un colectivo de la línea 20 estaba recubierto de musgo y óxido en partes iguales. Los árboles quebrados y los troncos con ramas secas caídos sobre techos de comercios. Ersatz recordó que hacía rato que no llovía por lo que se esperaba tiempo inestable.

Se sentaron en la parada del cartel de colectivo que había en la heladería Carlos and Charlie´s para comer los sándwiches que se habían preparado. El enrejado de la persiana estaba aserruchado. Ersatz se acercó a los tachos de helado, que estaban repletos de cucarachas muertas. Tuvo arcadas y sostuvo el vómito. Silvina lo alentó diciéndole que ya estaban cerca.

Los supermercados chinos daban algo de color amarillo o rojo a la avenida, aunque las puertas de chapa deslizantes estaban cerradas con candados. En esa zona había más casas de repuestos de autos por todos lados, con carteles blanqueados por el tiempo. También, más recientes, remiserías cerradas pero que conservaban el cartel de Tomo auto. Negocios de venta de membranas. Edificios con ladrillos a la vista y sin fachadas aún, signo del progreso urbanístico detenido.

Concesionarias con autos abandonados en la vereda. Fábricas con el portal de entrada de vehículos cerrado, y oficinas superiores con vidrios sucios. El verde de algunos árboles jóvenes se mezclaba con el color ocre de los viejos y secos.

La A de la Asociación de Amigos de la calle Coronal D´elía seguía tan herrumbrosa como siempre. El árbol que la acompañaba había perdido todas las hojas y la casa blanca con puerta celeste antigua de la esquina parecía una pulpería abandonada en el medio de la pampa.

En ese lugar había otra única corchea, esta vez era un grafiti sobre las pesadas persianas metálicas cerradas. Un cartel estaba tirado en el piso, doblado, Manuel lo dio vuelta con el pie. Vieron que decía Compostura de Calzado.

Del otro lado de la calle, había un camión largo cruzado en zigzag como una lombriz muerta y calcificada por el sol. Más edificios nuevos abandonados en la primera planta, algunos en los cimientos. Una pancarta de tela rafia blanca, deshilachada, dormía sobre uno de los palos de luz que la sostenía, como si fuera una bandera caída que les daba la bienvenida a Serenade. Pero se llegaba a leer English World: Curso de Inglés. Otra estación de servicio. Fue Silvina la que recordó que estaban cerca de la zona clave.

Ersatz les explicó que en la concesionaria que tenían enfrente, un edificio con algunos autos con chapas oxidadas detrás de rejas, había pasado una noche con su tío abuelo que era guardia de seguridad. A Ersatz le había dado mucho miedo los trofeos de cabezas de animales que estaban colgados adentro. Silvina, mirando su celular, comentó que estaban pisando el signo de la paz que se veía desde lo alto.

Debajo del cartel de chapa con el símbolo del sol que daba la bienvenida al Rotary Club Pompeo, observaron una veterinaria con peceras tan algosas que no pudieron discernir el contenido, otro pasacalle de English World enroscándose sólo en la calle por el viento, fruterías y verdulerías con los cajones de madera todavía apilados en la calle y algunas bolsas de cebollas negras.

Recién en el palo de luz cercano al antiguo puesto de diario, que tenía las revistas con las hojas quemadas por el sol, encontraron dos corcheas consecutivas. Silvina afirmó que faltaba una más. Ersatz contestó que si le habían errado él prefería que se quedaran en su antigua casa para continuar la búsqueda. No se iba a sentir seguro en otras. Cruzaron un estacionamiento en 25 de Mayo.

En Yerbal se enfrentaron con un comercio de muebles de algarrobo. Estacionado en la puerta había un camión de succión de aguas residuales que era el vehículo mejor conservado de los que habían visto; el azul del chasis casi brillaba.

Ersatz se volvió y reconoció a la peluquería París. No tenía rejas. El taburete en el que se había sentado tantas veces en la adolescencia estaba ocupado por un gato de pelaje oscuro y grasoso. No sabía si muerto o vivo. En las persianas bajas de los otros negocios había grafitis con nombres y corazones. Pero ya ningún nombre lograba entenderse.

Ersatz les dijo a Silvina que si ahí no estaba el corazón del asentamiento Serenade no iba a estar cerca de la casa de sus padres. Agregó que se encontraban cerca de la iglesia, y del colegio donde había estudiado.

Manuel corrió hasta la esquina siguiente y negaba con la cabeza desde ahí, ofuscado porque no había ningún ser humano además de ellos.

Ersatz entró a la peluquería, apartando esqueletos de ratas con la punta de sus zapatillas. El gato abrió los ojos, de un color verde esmeralda, dio un salto y escapó. Ersatz se sentó en el taburete donde antiguamente se miraba al espejo en silencio, esperando que el peluquero hiciera su trabajo. Ahora el espejo estaba partido, pero había algo más… Se sobresaltó y llamó a los otros con urgencia.

Fuera, Manuel y Silvina se acercaron corriendo para mirar desde detrás de Ersatz el espejo de la peluquería.

En la pared de color crema reflejada en el espejo, arriba del sillón largo de espera, huían las inclinadas figuras musicales. Las tres corcheas, que primero vieron al revés, estaban pintadas con descuido. ¿Y ahora?

El sol empezaba a caer. Ersatz los convenció de doblar en la esquina. El camino que había visto tomar al gato era el que más rápido los dejaría en su casa.

A lo lejos resaltaba en el cielo la torre espacial de Interama. Ersatz les explicó que la estructura, de color ceniciento, formaba parte de un parque de diversiones abandonado que en los ochenta había tenido las montañas rusas más altas de Latinoamérica.

por Adrián Gastón Fares.

Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

La vastedad de esta noche.

Los estrenos de cine escasean y parece que las productoras se están guardando las películas para más adelante. Lo que es razonable: ¿cuánto dinero puede pagar una plataforma para adquirir un título? Bond 25 tiene un costo de 250 millones de dólares. ¿Cómo recuperar ese dinero si no es vendiendo pochoclos, bebidas y entradas de cine?

Por suerte hay otras películas que por su costo, o incluso estrategia de marketing ya pensada, pueden lanzarse.

¿Quién piensa en el cine sin recuperación de costos? ¿Sin estrategias de marketing? Hasta los directores más reacios terminan enviando sus películas a festivales. Hay que moverla, es así.

El director de The Vast of Night (2019), al que no nombraré porque eligió con humildad que su nombre no figure en los títulos de su película, decidió sacarla del cajón y enviarla a Slamdance, el festival de cine. Según lo que leí, la produjo, escribió y dirigió aparentemente sólo para tener la posibilidad de hacer la siguiente.

Pero con esta sola ya logra tirarnos de la vista, como si tuviéramos unas manos ahí en vez de ojos, por dónde él quiere, con una seguridad que al principio es aplastante.

The Vast of Night, con su título ampuloso, resonante y cierto, porque la noche es vasta, es larga (la noche: la película es gratamente corta), donde se pueden escribir cosas como estas y hacer millones de cosas más, hasta descubrir una nave extraterrestre volando encima de tu casa, si estás de suerte y se es insistente, fue adquirida por Amazon Video, donde podemos verla.

Una película más difícil de rastrear es Driveways (2019, aparentemente aún no hay título en nuestro idioma) Bien actuada, bien escrita, bien filmada, la película de Andrew Ahn, sobre una amistad entre un niño, Lucas Jaye, y un señor entrado en años (Brian Dennehy en su última actuación) nos expone, con medida pausa, la irremediabilidad de las diferencias entre los seres humanos y las impensables (y a veces olvidadas) amistades que generan estas tiernas marginalidades.

Pero tenemos que seguir hablando de dinero. Das 5 Bloods (5 sangres, de Spike Lee) fue estrenada en Netflix y tuvo un costo de 45 millones de dólares. Lo que simplemente quiere decir que una de 45 millones puede estrenarse online pero una de 250 millones, no. Tiene lógica. Hay que esperar para ver a Bond.

5 sangres, es buenísima, qué más decir, siempre Spike Lee fue un excelente director de cine y lo sigue siendo. Recuerden que no soy un crítico de cine y que solamente hablo, o trato de hablar, de las películas que me van gustando, como si esta fuera la libreta de películas ya vistas que solía llevar cuando era chico (de niño no sabía cuánto salía producir una película, cabe destacar)

La película de Spike Lee tiene la música del gran Terence Blanchard. A Blanchard también lo encontré haciendo la música jazzera de una serie estrenada hace poco, que chusmeé porque me gustan las historias sucias de detectives: Perry Mason.

Por último, voy a nombrar una miniserie documental cuyo primer capítulo tiene una buena narración, muy acorde a lo que cuenta:

I´ll be gone in the dark (2020) es un documental sobre la escritora (y bloguera) Michelle McNamara. Y sobre su asesino (no me refiero al que terminó con ella, no se apresuren, sino al que ella siguió a toda costa)

McNamara escribía en su blog sobre asesinos seriales e investigó con obsesión (siempre digo que sin obsesión no tendríamos luz de noche, por ejemplo) a uno de los más abocados y menos conocidos representantes de este temible gremio: the Golden State Killer. No diré mucho más: está disponible el primer episodio en HBO. En español el libro de la escritora, póstumo, se llama: El asesino sin rostro. Estas obsesiones sanas como inventar la luz eléctrica o seguir los rastros de un asesino son las que nos hacen humanos…

Algo más, me quedaba por ver en estas noches de cine pos-escritura una película de Wong Kar-wai: The Grandmaster (2013)

La película es sobre el maestro de Kung Fu (Kung Fu, el arte marcial, viene de Kong Fu Tsu, o sea de Confucio; Octavio Paz tiene la culpa de este paréntesis), Yip Man (Ip Man) maestro de maestros de las artes marciales, uno de sus discípulos fue Bruce Lee.

La película es hermosa. Kar-wai eleva dimensiones en el cine que a veces nos olvidamos de percibir fuera de las pantallas (capas de imágenes, esas texturas… como ya lo había hecho en In the Mood for Love)

Recuerden que el arte de elegir una buena película o un buen libro es el más difícil de todos. Lo es para cada persona. Es azaroso, imprevisible, y es tan grato que si lo logramos, se parece a la aventura de crearlas o escribirlos.

Y lo que descubrimos en esos sueños compartidos que son las películas, y que también son los libros, es difícil de transmitir con palabras. Mueve a la sangre como la luna afecta a las mareas.

Adrián Gastón Fares

Escritor, Productor de cine, Director de cine

(PD: Aguante los pedazo-de-actores Will Ferrell, Rachel McAdams y Eurovisión: La historia de Fire Saga. Ya no dudo de que existen los duendes)

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 8. Final.

…Pero creo que fue así como en verdad ocurrió lo demás:

Mi hermano fue visto por don Trefe, el dependiente bajaba la persiana de su negocio cuando lo vio pasar con la mirada perdida y una carretilla vacía.

También por Kaufman, que sentado en un bar tomaba el primer trago de la noche y se extraño al ver la expresión rígida de su antiguo empleado. Me comentó que parecía un sonámbulo con una misión que cumplir.

Hay muchos otros que dicen ahora que lo vieron; yo no les creo, me parece que engañan a sus nietos al inventar que fueron testigos del bautizo de este pueblo.

El diario deja claro que nunca iba a permitir que nadie viese su cuerpo sin vida. Cuando decidió matarse, recordó las cosas que contaban sobre el cuerpo de mi madre. Entonces se acordó del ancla y también del nombre que había pensado para el pueblo.

Es un misterio cómo hizo para empujar la carretilla con el ancla hasta la punta de la casi interminable escollera que denominamos Lengua. ¿Qué otra persona que no estuviese dominada por un espíritu conmovido habría podido siquiera moverla de ahí?

Al llegar, rodeó su torso con la cadena del ancla y arrojó la carretilla al vació. Desde un bote dos pescadores, que como había mejorado un poco el tiempo trabajaban cuando un ventarrón los había acercado peligrosamente a la escollera, lo vieron caer. Reconocieron a mi hermano, lograron alejarse de las piedras, y al ganar la playa fueron a la comisaría a contarle a Falcón.

Después, los seguidores de Schlieman denunciaron que nunca habían encontrado el cuerpo, que los dos pescadores, borrachos a esa hora, no eran buenos testigos, que mi hermano podía no ser el inventor del nombre del pueblo. Hasta dijeron que yo había encargado el asesinato de mi hermano y lo tapaba con la historia del suicidio.

Algunos hechos no pueden negarse.

¿Dónde fue a parar el ancla del humilladero?

¿Quién escribió la palabra que ahora repetimos para referirnos a nuestro pueblo?

Quién si no mi hermano era el más adecuado para expresarse de este modo.

La palabra, lo irrefutable, la palabra encontrada en nuestro incompleto cartel de bienvenida, escrita en la madera con el azul de las piedras marinas del cantero que, humedecidas por la continua lluvia, sirvieron de pluma al verdadero fundador de nuestro pueblo.

Y así es como venimos a llamarnos DESESPERACIÓN.

FIN.

Adrián Gastón Fares.

——————————————————————————-

¿Dónde leer mis libros además de aquí?

1.

Pueden leer mi colección de cuentos, Los tendederos, con descarga gratuita (para Ebook, PC, Libro electrónico, Smartphone, etc.)

Los tendederos Libro de Cuentos Epub

Lostendederos

 

Los tendederos, libro de cuentos en PDF:

Los tendederos – Adrian Gaston Fares

2.

Pueden leer mi novela Intransparente aquí (descarga para Ebook, PC, Libro electrónico, Smartphone, etc.):

Intransparente Adrián Gastón Fares Novela BLUE

Intransparente Novela

Enlace Mobi (Kindle)

Intransparente Novela

Enlace PDF

Intransparente Novela PDF

3.

Pueden leer mi novela El nombre del pueblo aquí:

El nombre del pueblo - Novela - Adrián Gastón Fares 2018

El nombre del pueblo, Novela PDF

El nombre del pueblo (Epub, para Smartphone, PC, Libro electrónico)

El nombre del pueblo Novela

El nombre del pueblo (para Kindle)

El nombre del pueblo Novela

4) Pueden leer mi novela Suerte al zombi, en el enlace de aquí abajo:

Suerte al zombi. Novela completa. Índice.

 

Sobre el autor:

Escritor y Guionista. Director y Productor de Cine.

Bio:

Fares, Adrián Gastón (28 de octubre de 1977, Buenos Aires, Argentina) Egresado de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Creció en Lanús Oeste, Buenos Aires, donde escribió su primer novela influenciada por el cine y el terror fantástico: ¡Suerte al zombi!
Luego fue crítico de cine de la pionera revista online Cineismo y fue seleccionado para una Clínica de Obra literaria en la Universidad de Buenos Aires por su novela corta El sabañon. Esta novela inauguró un blog de cuentos, notas y poemas que lleva más de doce años en línea, primero llamado El sabanón y luego adriangastonfares.com
En 2016 fue seleccionado por su guión de película, Las órdenes, para el Laboratorio Internacional de Guión (Labguión, Programa Ibermedia)
Escribió Gualicho (Walicho), que ganó el concurso Internacional de Cine Fantástico Blood Window Película de Ficción INCAA, con un jurado conformado por los directores de los festivales de Sitges, San Sebastián y periodistas de medios como SeriesMania y Variety. Acaba de desarrollar su segundo guión de película de terror fantástico llamada El señor del tiempo (Mr. Time)

También es reconocido por crear y dirigir el cortometraje de terror Motorhome, Entre nosotros, y ser el guionista, productor y director (junto a Leo Rosales) de la película rockumental argentina Mundo tributo. Este film fue programado en festivales de cine de todo el mundo (México, Brasil, Colombia, EEUU, Francia, España, India, Chile, Argentina) y adquirido y exhibido por Cine.ar, Canal Encuentro, In Edit, Mtv Brasil, entre otros medios.

Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición, sordera de origen congénito, tratada con audífonos.

Más información sobre su actividad cinematográfica:

http://www.corsofilms.com/press

 

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 6.

El viejo dijo que cuando la embarcación en la que él viajaba, un bergantín, entró en nuestro mar, el faro donde ahora estaban era el que había guiado a su capitán para encontrar la playa en la noche. Fernando había terminado los estudios elementales en su pueblo y, tras la peste que había diezmado a las mujeres y niños tranies, decidió unirse a la tripulación de una embarcación que visitaba las costas del mundo traficando antigüedades. El capitán le confió el control de los desembarcos y el asiento de las partidas en el libro.

Esa noche, anclaron el bergantín y se dispusieron a dormir esperando la mañana; entonces se acercarían en canoas a nuestras costas y visitarían el pueblo. Ahora debo recordarles que nuestro pueblo fue siempre propiedad de los pescadores. Al ver la embarcación anclada en sus costas una turba fue juntándose en la playa. Cuando el primero de los extranjeros caminó por la cubierta del bergantín, fue recibido por unos cuantos disparos y se vio obligado a retornar a sus aposentos. Las agresiones continuaron y la embarcación levó anclas y abandonó nuestras costas.

Pero la tripulación sufrió la baja de un hombre. El que faltaba se había despertado temprano y, viendo que no había nada que hacer hasta que el capitán diese la orden del desembarco, nadó hasta la playa y luego caminó hasta el pueblo, donde trató en vano de que le cambiasen sus monedas. Luego escuchó los gritos y cuando alcanzó la playa, vio al bergantín adentrado en las aguas. Iba a hacer señas, pero entendió que los pescadores apalearían a ese extranjero y que, de cualquier modo, el capitán no se arriesgaría a acercarse a la playa.

Su tristeza no fue tan grande. En el bergantín tenía algunos amigos y nada más y aquí había visto a las jóvenes hermosas que hacían las compras a la mañana. Esperaba conseguir algún trabajo y empezar una vida nueva.

Empeñó su anillo y el reloj, que un día el capitán de aquella embarcación le había regalado, y así vivió los primos días en nuestro pueblo entonces sin nombre, hasta que la gente lo aceptó. Un pescador le consiguió trabajo y lo dejó vivir en su casa por unos días. Allí fue donde conoció a la esposa del hombre. Pronto esta mujer y él se enamoraron.

Cuando el pescador adivinó lo que pasaba quiso matarlo y Fernando tuvo que huir de esa casa, dejar el trabajo y el pueblo. Llegó a Obel, y ahí vivió un tiempo y dos veces vino a nuestro pueblo a reunirse en la playa con la mujer. Luego, la noticia de un embarazo lo amedrentó y decidió no volver al pueblo sin nombre. La decisión le costó el sueño de muchas noches, ya que sabía que la mujer lo seguiría esperando y todo el asunto lo hacía sentir un cobarde.

Recorrió el país, y cuando vio que ya no había nada más que ver y que ningún otro lugar se parecía a éste, tuvo ganas de volver a ver a la mujer que todavía no había podido olvidar. Fernando escribió una carta, que haría entregar a su amada por la chica que vendía cosméticos (la vendedora no era otra que la madre de Amanda, la asesina serial que fue asesinada por un asesino de asesinos seriales) Así es como, cuando la mujer del pescador tuvo la carta en las manos, ideó una estratagema.

Sabía quién era el padre de su primogénito y que si su marido se enteraba no sólo la mataría a ella, sino también al hombre que había amado. Ella ya había perdido el amor por el hombre que más la había hecho sufrir en la vida y sólo una cosa le parecía justa: que Fernando conociera a su hijo.

Les contó a sus hijos una historia. Siempre su madre le relataba este tipo de cuentos y no le costó mucho inventar uno. Era la historia de una chica española, hija de una hermana que ella tenía y del despiadado hombre que la perseguía para vengar una muerte. Así lograba que sus hijos empezaran a acercarse a la playa y que su marido la creyera loca. El viejo dijo que si había algo de locura en aquella mujer, entonces se notaba en la perfección con que había trazado su plan.

por Adrián Gastón Fares. (continuará…)

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 5.

Cerré los ojos con mi mejilla apoyada en la de la morena. Sentí el calor del baile. Me vi bailar. Vi a una mujer bailar conmigo y luego volvía a mí para apretar más los ojos. Me hundí en el fluido invisible que une a dos cuerpos, aunque apenas sus mentes se conozcan. Noté que el recuerdo era mío pero podía haber sido también de ella, de la chica con la que me mecía en esa pista de baile:

Entraba corriendo en el baño de mi casa junto a mi hermano. Otra vez éramos pibes. Miguel buscaba la brocha de enjabonarse de mi padre para jugar, la agarraba pero al cerrar el cajón la manga se le enganchaba en el que estaba debajo. El cajón salía lanzado hacia delante. En el suelo quedaban esparcidos varios ruleros. Nos quedábamos con dos, para armar gomeras, y tratábamos de devolver los demás a su lugar.

Recordé a Malva, la joven de pelo oscuro enrulado de la desvaída fotografía del medallón. ¿Cómo estábamos seguros de cuáles eran sus facciones si no se vía más que una sombra? Los contornos sugerían una cara, pero nada más que eso. La imagen estaba borroneada en círculos, como si un dedo la hubiera desgastado a propósito, pero esto nunca impidió que Malva nos resultara conocida a mi hermano y a mí, como con esas personas que no podemos creer que estamos viendo por primera vez. Entonces entendí.

Abrí los ojos y, afectado por el alcohol y la música, besé apasionadamente a la morena. Esto arruinó mi matrimonio pero no mi carrera. Le susurré al oído que debía irme. Salí al jardín delantero de la casa y ahí me quedé, esperando bajo la lluvia que el efecto del alcohol me abandonase. Al rato escuché la frenada de un coche. Atrás de la reja estaba Rolando, el tío de mi esposa. Entendí que algo le había pasado a mi hermano por su ojos entrecerrados pero fijos los míos. Pero para que yo siga, tengo que dar rodeos porque hay cosas que no se aceptan fáciles sin escribirlas parráfo a párrafo primero o hay temas que no se tocan sin acariciarlos primero, como un tigre en un baldio, diría Miguel, ¿no? Un tigre fuera de lugar, del lugar donde uno esperaría encontrarlo, te puede arrancar algo más que la mano.

Hacía cincuenta años que un rayo había derribado el faro, cuando mi hermano se acercó a sus ruinas. La base había quedado de pie y la estructura superior le había caído encima formando una especie de techo. Entre vigas y escombros derruidos vivía el viejo que Miguel visitó aquella noche. Golpeó la puerta, una chapa oxidada. Nadie contestó. Entró, vio las sombras que crecían y disminuían. El fuego estaba prendido a un costado y el anciano seguramente dormitaba en un catre. Al ver al intruso, gritó que sabían que no se iba a mover de ahí y que si eso querían, que le consiguieran entonces una casa. Miguel le explicó que no era su intención molestarlo. Solo quería hablarle.

Entonces mi hermano reconoció en aquel hombre las facciones del viejo que había empeñado el medallón.

El viejo enderezó la espalda, apoyándose en la pared, y esforzó sus legañosos ojos para ver quién lo interpelaba. Seguro que al hablar la oscuridad entraba en su boca; muchos eran los dientes que le faltaban. Le preguntó a mi hermano qué tenía que hablar un hombre joven con un viejo vagabundo. Miguel repuso que él no era tan joven y que nunca le había molestado conversar con un anciano. El viejo quiso saber el nombre de mi hermano y agregó que el suyo era Fernando.

Miguel hundió las manos en el bolsillo de su pantalón y sacó el medallón tallado con los dos unicornios. Caminó hasta el fuego y le dijo a Fernando que se acercase. Cuando estuvo a su lado, acercó el medallón a las llamas y le preguntó si había visto uno igual. No bien Fernando posó la mirada en el objeto, sus ojos se enturbiaron y todo su cuerpo empezó a temblar. Mi hermano le preguntó qué le pasaba. El viejo respondió que estaba muy triste porque hacía cuarenta y cinco años que había llegado a este país. Miguel le preguntó dónde había nacido: En Tranir, una isla autónoma perdida en el Golfo de México. Los ojos del viejo estaban cubiertos de lágrimas y Miguel quiso saber por qué. Fernando repuso que se había acordado de la última vez que había visto a mi hermano.

Esto habrá helado la sangre de Miguel. El viejo continuó.

El día que lo vio estaba en la playa esperando a una mujer. Estoy seguro que en ese momento la voz de mi hermano se habrá quebrado. Sé que comentó que un hombre no espera a una dama con un puñal. Pero el viejo contestó que siempre llevaba el arma blanca bajo su abrigo y que sólo la había sacado cuando vio a los chicos sobre el médano. Mi hermano titubeó, y Fernando le dijo que se sentase en el catre porque debía contarle algo. Y por la mirada de aquel hombre afantasmado, yo imagino, la palabra algo podría significar más que todo para mi hermano.

por Adrián Gastón Fares (continuará)

 

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 4.

Todo empezó la noche que mi hermano se encontró con el pescador en el restaurante. Nosotros estábamos en un bar cercano, esperando que don Isidoro termine de hacer su trabajo para que nos cuente la reacción de Miguel.

Cuando entendí que éste creía de verdad que Castillo estaba en el pueblo, y que era un viejo que había empeñado un medallón, caminé por la playa tratando de encontrar a ese hombre. Como no me fue posible, le pregunté a don Isidoro si había visto a un vagabundo. Ahí me contó la historia del viejo que vivía en el faro. Se me ocurrió, entonces, citar al pescador con mi hermano en el restaurante y que lo convenciera de visitarlo. Así sabría que aquel hombre era un pobre vagabundo. Esto coincidió con la muerte violenta de Amanda, pensé que mi hermano todavía no se había convencido de la identidad del asesino.

Don Isidoro estaba, como siempre necesitado de dinero y volvió al bar muy contento, pidió ginebra y nos contó que había impresionado a mi hermano y que sin ninguna duda iría a ver quién era el zaparrastroso del faro. Luego contó los billetes que le habíamos dado y se fue. El Ruso tenía una cita en el restaurante y dejó el bar.

Me quedé solo, pensando en nada, revolviendo un café que no quería tomar. El bar estaba muy concurrido, ya que a esa hora servían chocolate y el frío y la lluvia propiciaban su consumo. Tanto que, apartando mi café, me pedí uno dispuesto a no ver nada más que a la barra derretirse lentamente.

Cerca de mi mesa, un nene reía mientras su madre le pasaba una servilleta por la boca. Esa risa hizo que se me pasara el mal humor que tenía. Si bien un chico que llora puede hacernos caer en la más acerba desesperación, uno que ríe nos hace felices. Imaginaba a mi esposa sonriendo con un bebé en brazos y pensé lo feliz que toda la gente sería si las cosas ocurriesen como esperaban. Poco a poco, algo se fue esparciendo en mi memoria como el chocolate en la leche. Y el recuerdo era tan oscuro y extraño, que las imágenes acudían a mi mente poco iluminadas y vaporosas, y no podía ordenarlas porque casi no podía ver lo que eran.

Sin embargo, ahí estaba mi madre. De pie, frente al espejo del baño, alisaba con un cepillo las ondas de su pelo. Y había alguien frente a ella, un chico casi tan bajito como yo en la época del recuerdo. Estaba parado delante de la puerta del baño y alzaba la cabeza mirando cómo mi madre se peinaba. La cabellera rubia se movía y brillaba. Miguel estaba quieto y abstraído en aquello que observaba. Yo bajaba la vista y seguía leyendo el libro de estudios sobre la mesa de la cocina, la levantaba de nuevo y Miguel seguía ahí. En algún momento mi madre se daba vuelta súbitamente y le hacía una morisqueta a mi hermano, que reía y salía corriendo a su pieza. Entonces, mientras seguía alisando su pelo, yo escuchaba la risa clara de la mujer.

Tan enfrascado estaba en mi recuerdo que no me di cuenta que miraba fijamente al nene que estaba con la madre. El mocoso me mostraba la lengua muy enojado. En ese momento recordé que aquella noche tenía una fiesta en lo de Mario y lo mejor era que fuese a prepararme.

Más tarde discutí con mi esposa porque ella no quería ir a la fiesta. Una amiga le había contado un rumor sobre mí, que mi mujer ya había confirmado hacía tiempo, y estaba muy enojada. La dejé sola y llamé al Ruso para que pasara a buscarme con su coche. Ahí conocí a la mujer con la que el Ruso se había citado en el restaurante. Iba en el asiento del acompañante y cada tanto se daba vuelta y me sonreía. No era muy linda, pero su cabellera oscura y ondulada me atraía.

¡Cómo se besaban esos dos! Por un momento temí que fuéramos a chocar. Me sentía solo y tonto, estaba contento de que mi mujer no hubiese venido, pero me veía explicándoles a todos que estaba descompuesta y les mandaba saludos.

No podía evitar mirarle el pelo a aquella chica. Había algo que me perturbaba: era como saber lo que otros no saben y, por cortesía, callarse. Era no animarse a mirar por segunda vez a alguien que parece conocido, y sin embargo, quedarse para siempre con la duda.

La fiesta estaba muy alegre. Habíamos llegado un poco tarde y ya todos bailaban. La orquesta tocaba milongas y ni bien entré me ofrecieron whisky. Mientras hablaba con los invitados tomaba como nunca. Tanto que noté que varias veces Mario me miraba fijamente. Después de la comida sirvieron champán y no pude negarme. Pronto bailaba con una morena. Había muchos invitados bailando junto a mí. A un costado, la mujer de Mario intentaba convencer a su marido de que se sumara al grupo.

Mientras bailaba con la morena, yo no podía sacar los ojos de la novia del Ruso. Todo ese pelo hamacándose sobre sus hombros. Y entonces fue como si los que bailaban en esa habitación cayeran encima de mí. Recuerdo haber apoyado la mejilla en la de la morena. Cerré los ojos… (continuará)

Por Adrián Gastón Fares.