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Voraces. Nueva novela. 12.

Vanina se lo quedó mirando sin contestar, se dio vuelta, como agotada.

—Esperá, dijo Gastón, vos querés decir que de alguna manera le hicieron escribir eso al vagabundo. O que los de Riviera lo ubicaron en ese lugar y le dieron esa hoja y vos se la pediste y decía eso—. Gastón señaló el papel.

Vanina hizo un bollo con el papel y lo arrojó a un costado.

—No es esto solo. ¡Te quería mostrar esto para que veas las cosas!

—¿Qué cosas?

Vanina se largó a llorar. Gastón no sabía qué hacer. Luego se calmó y dijo:

—Yo estaba de novia antes de que empezara todo esto—. Gastón sintió algo contradictorio. Por un lado un rayo de esperanza y por otro el embarazo de no saber qué contestar.

—¿Y te dejó? Pero esas cosas pasan…

—No fue el tema que me dejó, sino cómo lo hizo. Estaba todo bien, nunca peleábamos ni nada, y de repente de un día para el otro se convirtió en otra persona.

—¿Cómo que en otra persona?

—Sí, me llevó a cenar y, fríamente, sin poder articular otras palabras, me dijo que: Debía dejarme.

—Fue una manera de decir. Seguramente conoció a otra chica—. Gastón se dio cuenta de que había metido la pata.

Vanina lo miró con odio.

—Es imposible.

—¿Y qué es posible para vos entonces?

—Desde que llegaron estos mamotretos todo cambió, ¿no te das cuenta?

—Pero nos eligieron para eso, los de Riviera, es algo importante, ¿no te pareció?

—¿Riviera? La busqué por todos lados pero no hay información de contacto.

En ese momento se escuchó un gran estruendo. El contenedor vibró. Gastón y Vanina hicieron silencio. Volvió a repetirse el estruendo. Esta vez empezó a entrar polvo por las rendijas del ventilador. Se empezaron a ahogar. Tuvieron que salir del contenedor. Afuera había un gran agujero en una de las paredes del garaje. Parte del cemento del cielo raso se desprendió y cayó cerca de Gastón y Vanina. Caminaron rápido hacia la puerta y al darse vuelta vieron que la bola de demolición volvía a atacar al garaje. La pared seguía desmoronándose. Una nube de polvo avanzó hacia ellos cuando lograron abrir la puerta y salir al exterior. Lo primero que vieron afuera fue a la cara sonriente de la vendedora de copos de algodón, luego escucharon por arriba del estruendo que volvía a generar la grúa de demolición al golpear las paredes del garaje, dos bocinazos que daba la mujer mientras los seguía mirando sonriendo y pedaleaba en zig zag por la calle. Miraron hacia los costados y vieron a muchos albañiles. Habían ubicado andamios en toda la cuadra. Estaban tapando los garajes con ladrillos. Caminaron hasta la esquina y al doblar vieron a la topadora que estaba derrumbando el techo del garaje. Uno de los vecinos de esa cuadra se metía con una mochila en el coche y se unía a la fila de vehículos que avanzaban hacia la avenida. Volvieron al garaje. Gastón le preguntó a uno de los albañiles.

—¿Qué están haciendo?

—Estamos construyendo— le contestó con una sonrisa.

—¿Qué cosa?

Lo siguió mirando con la sonrisa. Le dio vuelta la cara y siguió mirando al compañero que ubicaba los ladrillos. Hacia el final de la cuadra la nueva pared levantada, de bloques de cemento, ya tenía una altura que superaba la de la casa de Gastón, que era de dos pisos. Vanina miró hacia el vagabundo y caminó hacia él. Gastón la siguió. El hombre seguía con la cabeza baja escribiendo en el centro de un círculo de botellas tiradas, diarios retorcidos y mantas. Gastón le preguntó si podía ver qué estaba escribiendo. El hombre le devolvió una mirada perdida y no pareció entenderlo. Vanina le quitó de la mano el cuaderno y pasó las páginas. Gastón adelantó la cabeza para mirar. Las primeras hojas repetían una y otra vez el cuento contado por los androides. Vanina dejó de pasar las hojas cuando encontró palabras diferentes. Decía:

Y de Ilión los destinos viven quietos

Tu verás renacer su alzado muro

Y espera mi palacio al rey guerrero

Y jamás esta ley será violada

Mas en tu corazón triste despecho

Arde cruel y quiero revelarte

Que vencerá tu hijo muchos pueblos

Y en tres inviernos aniquile al Rútulo

Y Ascanio más feliz que a Julio hicieron…

Seguían otros versos que los dos reconocieron como diferentes partes de poemas épicos. Debo aclarar que el que reproduzco en mi narración es de La Eneida, de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por D. Graciliano Afonso. Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, 1853. No podían darle mucha importancia a las fuentes en ese momento ni Gastón ni Vanina ya que se les acercó un vecino que andaba con la camisa abierta y el abultado estómago escapando de un apretado cinturón.

—¿Qué es lo que están haciendo en esa cuadra? Por Dios… — les preguntó.

Iban a responderle cuando se detuvo uno de los vehículos que rondaban por la cuadra, bajó la persiana y una joven pelirroja miró al vecino y lo llamó. El hombre miró a la chica. Y se dirigió hacia el coche. La puerta trasera se abrió y el hombre los saludó, ya con una sonrisa desde la ventanilla, mientras el coche arrancaba.

—La verdad que tenías razón que esto es preocupante— le dijo Gastón a Vanina. Gastón no podía pensar muy claramente porque le parecía que le estaba hablando a las réplicas de ella, lo que era algo absurdo. Todavía no se había amoldado a la realidad de que era la original de carne y hueso la que estaba delante de él y no un robot lleno de fibras azules y rosadas y piel sintética.

—¿Preocupante? —dijo ella-. Tenemos que ir a hablar con los de Riviera.

—Pero si no sabemos donde queda.

—Los únicos que podían saber eran los androides. ¿Vos tenés auto?

—No y no sé manejar.

—Bueno entonces salvo que quieras caminar treinta cuadras vamos a tener que esperar al colectivo.

—¿Y cuál es la idea?

—Ir a mi casa y desenterrarla.

—Yo tengo una cabeza en mi casa, pero no la pude activar.

—No creo que funcionen las partes separadas del cuerpo. Pero en la bibliografía al respecto dicen que si se les pregunta dónde fueron construidos, contestan.

—Nunca coincide nada con la bibliografía.

—Y bueno, otra no queda.

—¿O sea que no era una metáfora eso de que enterraste a una de las tuyas?—. Vanina bajó la mirada.

—No. Cuando me dejó mi novio me tomé unos vinos y me pareció terrible que esa contestadora automática, si algo me pasara a mí, me reemplazara en el mundo.

—Ah, sí. Es entendible. Es muy molesto escuchar esa historia lúgubre tantas veces. Y encima que la cuenten con esa sonrisa, ¿no?

—Son insoportables.

Gastón se quedó pensando.

—Tengo un problema. Tengo una perra y se quedó adentro y con tanto lío en la cuadra me da miedo dejarla ahí.

—¿Y qué podés hacer?

Gastón bajó el cordón de la acera y desde la mitad de la calle vio que algunos albañiles estaban señalando su casa, parecían hacer mediciones e intercambiar información. Luego se escuchó otro estruendo de demolición. Desde la mitad de la calle Gastón vio que el resto del techo del garaje se venía abajo. 

Gastón miró hacia Vanina y le hizo una seña de que esperara. Empezó a andar rápido, saltó la zanja de la esquina, subió por la vereda inclinada de baldosas rotas del almacén y, antes de meterse en su casa, vio que la niña de los vecinos lo saludaba agitando las manos antes de meterse en el vehículo de los padres, que empezó a circular hacia el oeste, siguiendo una fila que parecía larga de coches. En su casa llamó a la perra pero no apareció. La buscó en las habitaciones y en el fondo y no la encontró. Se la habían llevado mientras estaba en el garaje, pensó. O se había escapado. Pero lo más probable era lo primero. Sintió una gran bronca contra Riviera porque que se hubieran llevado a la perra ya desbordaba lo que podía esperar de una empresa tan prometedora. Antes de salir miró con ganas a los barriles de cerveza. Qué bien le hubiera venido en ese momento poder tomarse un trago, pensó. Le pareció escuchar como un murmullo de motores a lo lejos.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 8.

Los registros del otro día, jornada de tormentas eléctricas, muestran que Gastón volvió a cruzar, a las corridas para no empaparse, algo que no logró evitar, y que al abrir la puerta un rayó lo encegueció por un instante. Empujó, todavía con la vista irritada, la puerta del contenedor. Prendió las luces. Vio que estaba vacío. No había rastros de los X ni de las Y. Descendió del contenedor y lo sobrepasó. Reparó en que había una puerta que daba a un pasillo, lo que sugería algo que él no había notado antes, que el garaje formaba una L y tenía una salida por la vuelta de esa cuadra.

La puerta que daba a ese tramo crujió mientras se abría sola. Quedó entornada. Gastón la empujó. Debajo de la luz cenital blanca que iluminaba a ese pasillo blanco vio una forma agazapada. Se acercó unos pasos porque la veía borrosa, no sabía si por el rayo que lo había enceguecido o por las potentes luces blancas que generaban ondas de fotones que molestaban a los ojos todavía sensibilizados de Gastón. Cuando distinguió lo que era la forma, se detuvo y empezó a correr hacia la puerta por la que había entrado. Manoteó el picaporte pero no se movió. Estaba encerrado en el área nueva.

Miró por encima de su hombro y vio que la figura estaba a tres metros de él ahora, dispuesta a dar un salto. Era una de las Y. Estaba en cuatro patas y sus ojos estaban enrojecidos. Se dio vuelta para pedir que se detuviera pero era tarde. La Y saltó sobre él. Y así termina este registro de ese día.

Lo catalogo como un sueño ya que en la etiqueta que lo acompaña está la duda de si fue un sueño o de si es parte de la realidad de Gastón. Por lógica nos inclinamos a creer que fue un sueño y que es mejor borrarlo de la Memoria luego de haber sido expuesto en esta narración.

Lo que no figura como duda de si fue un sueño o realidad es que el día siguiente, soleado, Gastón salió a caminar antes de acercarse al garaje. Ese día era el de la Gran Carrera. Lo que significaba que los coches que se desplazaban lentamente se dirigían hacia el autódromo para, una vez ahí, levantar la velocidad al máximo y pasarse unos a otros en una especie de loop que terminaba al anochecer. A veces, hasta algún colectivo se sumaba a la carrera y los pasajeros no tenían otra opción que aferrarse al respaldo de los asientos delanteros, arandelas si viajaban de pie, y disfrutar de un poco de adrenalina. Los vecinos con costumbres más antiguas (jóvenes o viejos) no participaban de ese juego.

Gastón se acercaba a la avenida cuando escuchó una melodía que ya conocía, nada molesta y muy bella en comparación a la que solía escuchar a esa altura. Los jóvenes tatuados que rodeaban a la camioneta con los parlantes parecían disfrutarla también. Gastón no podía comprender cómo de repente eran capaces de disfrutar del Adagio para cuerdas de Barber. Era la versión clásica. Le pareció tan fuera de lugar que hubiera preferido que pusieran alguna canción pop de esas olvidadas o algo más alegre. Pero se dijo que en la vida pasan cosas raras, no había que darle ninguna importancia a eso como nunca lo había hecho ante esas cosas incongruentes que eran la materia misma de la existencia. Siguió andando y, mientras le pareció escuchar el aullido de su perra que lo reclamaba desde el garaje, dobló en la esquina y caminó unas cuadras por la avenida cuando vio que una bicicleta venía dando tumbos por la calle, fuera de control. Se detuvo para observar mejor al que la manejaba. La cara era la misma del niño enyesado. Pero no tenía más el yeso. En cambio, su brazo se bamboleaba sin dirección, para un lado y otro, sin poder controlar la bicicleta y lo más raro de todo era que la cara del niño era de completa felicidad, incluso cuando terminó debajo de la bicicleta en el suelo. Gastón se acercó para ayudarlo a levantarse. Pero cuando llegó, el niño ya estaba de vuelta encima de la bicicleta y trataba de mantener el equilibrio con su brazo fuera de lugar. Eso le pareció a Gastón más raro que el Adagio y luego pensó que hasta se complementaban uno a otro, la música iba bien con un niño que necesitaba yeso sin yeso y que valientemente intentaba domar una bicicleta.

Siguió caminando hasta otra avenida y cuando la encaró vio que una niña morena venía cabalgando un caballo a toda velocidad, cuando estuvo cerca de él, tiró de las bridas y el caballo levantó las patas delanteras y relinchó. Luego la niña golpeó el lomo del caballo y siguió corriendo por la mitad de la calle (ayudaba que fuera el día de la Gran Carrera; en otro día hubiera sido imposible, pensó Gastón).

Gastón siguió caminando mientras pensaba que era todavía menos probable que a la vuelta se encontrara con la cuidadora de las Y. ¿Si había tomado el colectivo y justo se le había dado al conductor por ir al autódromo? No era lo habitual en esos colectivos antiguos pero podía ser. Más en en ese día que había visto tantas cosas incongruentes. Pero, me consta que se lo dijo a sí mismo, cosas simpáticas (salvo lo del niño sin yeso, le pareció demasiado temerario ese niño).

Al volver de la caminata, dejó en el lavadero de su casa la bolsa con la comida para la perra que había recogido en las cabinas de despacho alimentario ubicadas en la avenida y cruzó para visitar a nuestros antepasados. Algunos cuentan ese día de otra forma, pero yo me remito a narrar los hechos. Gastón se limitó a sacarlos del modo reposo, y escuchó la misma narración de siempre con toda la paciencia del mundo, ya sin esperar ningún cambio (aunque de hecho volvieron a decir VIO en vez de DIVISÓ; algo a lo que no le dio importancia a esa altura) luego intentó, sin éxito, lubricar el cuello del X para que retornara a la posición original, y dedicó el resto de la hora que estuvo en el contenedor a pasar el paño por las mejillas y el cuello de las Y.

Le pareció que no servía para quitar la película de polvo. También pensó que quizás la luz cenital fría del contenedor estuviera oscureciendo la piel sintética de las Y como si las bronceara. De pie delante de una de ellas inclinó el cuerpo hasta que su cara estuvo cerca de la fina nariz de la Y y la observó cuidadosamente, mirándola a los ojos, como si esperara que hubiera algún ensanchamiento o retraimiento de pupilas o algún microgesto que pudiera captar. Nada de eso. La Y-700b siguió impávida.

Ya en su casa lo recibió la perra, dando saltos alegres y reprochándole que hiciera tanto que no la sacara. Gastón primero pensó que tal vez sería bueno llevarla a que conociera a los androides. Descartó la idea cuando se imaginó que podía atacarlos, incluso privarlos de algún otro miembro. Era una perra cariñosa, pero grande y con colmillos filosos, a la que le gustaba comer papeles de cocina, por lo que él la llamaba a veces perra impresora. Aquel día hizo la rutina pero a la noche sintió como si el cielo oscuro, sin estrellas, descendiera sobre él y la falta de un trabajo grato y de una compañía femenina necesaria se le vino a la cabeza. Para despabilarse, salió a tomar aire y se acercó a las rejas de su garaje. Escuchó ese ruido de forja otra vez, como si estuvieran golpeando un metal con un martillo. Y vio que varios coches de su cuadra estaban aparcados en los ascensos a su garaje. No era lo habitual y menos de noche cuando la mayoría de los conductores disfrutaban más de correr las ventanas superiores de sus vehículos para ver cómo los follajes de las copas de los árboles filtraban las luces de las calles y creaban sombras. Solía provocar el bostezo y luego se dormían mientras los coches seguían rodando con ellos adentro.

Hasta solían parir en los coches porque la creencia popular aseguraba que era beneficioso para el cerebro del recién nacido —que así también se acostumbraba al ritmo de vida, por lo general enlentecido por antiguas costumbres burocráticas, que le esperaba.

Con la mejilla pegada en la almohada, pensando en si volvería a ver a la cuidadora de las Y, escuchó el murmullo de los motores lejanos de los coches que seguían, ese día, dando vueltas en el autódromo. El sonido lo apaciguó (le hacía recordar cuando su abuelo con su tío abuelo miraban la Fórmula Uno) pero cuando el sonido se detuvo volvió a sentir el peso ya no de ese día sino del siguiente que tenía que enfrentar. No podía dejar solos a los androides. La regla era que los habían hecho símiles a él para evitar cualquier escape. Aunque ya se imaginaba que durante la vida de él eso nunca iba a suceder sabía que tenía la tediosa responsabilidad de estar con ellos. Maldijo. Luego se encontró pidiéndole a las almas de sus abuelos y tíos que hicieran algo con esos dos robots opas que le habían tocado.

por Adrián Gastón Fares.

Yo que nunca fui, soy. Novena parte.

Adocenados por empecinados manosantas del siglo XIX que intentan construir al acólito de sus propias instituciones para hacerlo bailar a su ritmo. Estupideces que serán quemadas por nosotras una y otra vez en la parrilla de la torre desde donde la ceniza de nuestra verdad va a llegar al mundo.

A su tiempo.

Nunca pensamos que con tres personas se podía construir el infierno.

Fuimos seleccionados junto al río, elegidos junto al río. Éramos dos y uno de nosotros, decían con los ojos pastosos, sería el que lo cambiaría todo. Entonces, nos llevaron a presenciar sus amaneceres. A enlistarnos en sus estólidas órdenes. ¿Hermano dónde estás? ¿Hermana?

Mi hermano se volvió un extraño. La mujer ancha lo quería todo de nosotros. Los otros escribían con escritura automática nuestros destinos. Nos pusimos contentos cuando ese mono rio.

Y ellos con las manos vacías, esas manos que nos habían arrancado de nuestro río. Divididos. Nunca pensamos que su arrogancia se volvería institución.

Yo mando a mi niño a un colegio que fue creado por ocultistas. Por sombríos magos expectantes de luminosos cambios. Yo fui a una institución que cuidaba la salud de la mente y recorriendo oscuros pasillos encontré una biblioteca con estantes repletos de muñecos pinchados con obtusa e inexistente magia. De creencias que poco y nada tienen que ver con la ciencia de la felicidad y la tristeza.

Todos nosotros nos juntamos para formar una pequeña religión entonces. Una X escrita en los márgenes de los libros sagrados. Y la llamamos la religión de la felicidad y la tristeza. Es en esa dicha, en cómo producirla y sostenerla, en esa paz, y cómo producirla y sostenerla, y en su contraparte la reacción y la tristeza en lo único que creemos. En los angulosos tres senderos de la paz y la soledad invocados en dos paredes.

Dos de esos senderos nos protegen del caos del universo. El tercero es una flecha lanzada al tiempo para afianzar nuestra labor nunca empezada.

El tiempo nos mece. Mecemos al tiempo.

Así fue que éramos los que lo sabíamos todo sin nunca haber sido iniciados. Porque somos la iniciación. Dimos orden de apartar todo cáliz de nosotros. Para que nuestra sangre no fuera contenida y se transformara en otro río de donde raptaran a otros como nosotros.

Como en el que nos encontraron, eligieron y separaron.

Y esta vez, cuando se acerquen esperanzados en sus pesquisas, sólo verán el paisaje final carmesí. Ese que enloquece a los ciervos y ciega a los que miran hacia atrás cuando tienen los ojos adelante. Entre los arbustos, nosotros, guarecidos, hermanados por cosquillas de viento, presenciaremos a hurtadillas cómo el desaliento conquista a nuestros conquistadores.

Y nos alegraremos.

Con sólo pensarlo nos reímos como hacíamos antes de que pasaran su bolsa sobre nuestras sonrisas. Y pusieran un precio tan alto para devolverlas. Tan alto como la torre que sostiene la cruz de nuestros colegios, que fueron templos y nadie nos avisó de que los huesos que reverenciaban eran los de nuestros hermanos con jardines diseñados por nuestras hermanas, jardines con parterres que parafrasean libros prohibidos y perdidos.

Pasamos de jugar con muñecos a reverenciar muñecos. Autómatas equipados con oblongas válvulas que podían verter un poco de la sangre artificial equiparable a la de nuestro río. No nos parecía mal que usaran un muñeco para esperanzar a las personas que no son nosotros, incluso a nosotros mismos, de futuros y posibles milagros. Pero nunca nos imaginamos que nosotros podíamos ser una parte del mecanismo.

Nunca nos agradaron los arco iris pálidos de la lluvia dorada. Distinguimos a las gotas suspendidas, en el instante justo, antes de que caigan todas juntas.

Vemos esas manchas luminosas que se mueven cuando cerramos los ojos, como si una vela sostenida por una mano invisible desfilara enfrente.

La seguimos hasta un pasillo largo que daba a una puerta y una vez que la cruzamos y nos volteamos esperando compañía ya era tarde.

Nos habían encerrado.

Ciencia ficción y terror en Argentina. Una introducción a Seré nada.

Ebook cover Seré nada, una historia suburbana de terror. Y ciencia ficción, deberíamos agregar.

Seré nada, una historia suburbana de terror ( y ciencia ficción ) es una novela cuya acción transcurre en Lanús, en el conurbano bonaerense. Es una distopia. Luego de dos epidemias, el sur del Gran Buenos Aires queda casi abandonado. Y gracias a una concentración política en el norte de Argentina hasta en la ciudad de Buenos Aires no hay mucho para hacer. Así que tres amigos con sordera o hipoacusia, usuarios de audífonos como el que escribe, o sea yo, deciden partir en busca de una supuesta comunidad de personas sordas de la que habla un difuso blog (como este).

Parten a pie y caminan hacia el sur. Tras cruzar el puente, un vagabundo les grita «la piedra rechazada será la piedra angular», parafraseando a un pasaje de los evangelios… Y como todos los que buscan encuentran, Ersatz, Silvina y Manuel dan con un mundo suburbano dónde hay seres a los que no les quedó otra que adaptarse.

Es una novela sobre la adaptación y hay personajes, como en la realidad, que les encanta hacer sufrir a las personas diferentes y, como en la realidad, tal vez tengan que aprender por las malas.

Me gusta pensar que Seré nada, una historia suburbana de terror, no es una novela fantástica. La veo más como una mezcla de ciencia ficción, aventuras, comedia social y terror con personajes que podrían existir.

Busquen un poco de sol para estar a tono con el culto a Helios y aspiren hondo por la nariz como Gema. Ojalá encuentren su propia novela en las páginas de Seré nada.

Para eso, espero que antes hallen el susodicho libro en el laberinto que es este blog, a esta altura, donde hace varios años un escritor llamado Adrián Fares escondió muchos monstruos para regocijarse (y asustarse también) al encontrarlos.

Adrián Gastón Fares

Si usan Instagram pueden seguir este blog en el nuevo espacio @el_sabanion

Un instagram para El sabañon.

No hay ñ en Instagram así que lo llamaremos El_sabanion.

Larga vida a la ñ!

Espero que estén bien!

La zombiada. Relato que forma parte de Los tendederos. Y recomendación de una serie.


Estaba la puerta abierta y también le pareció inusual que no estuviera la empleada de limpieza para gritarle que no le dejara yerba en el lavabo, y comentarle  que había inventado otra forma para separar la yerba del resto de la basura. Era raro no recibir el pedido de colocar el bidón de agua en el dispenser para los dirigentes ni bien llegaba. Pensó que ese día en el trabajo iba a ser distinto.
Así que puso su pulgar en la máquina de fichar, recibió un «Gracias», en español, de la grabación que la máquina contenía y se dirigió al segundo piso, a su oficina.
Golpeó pero nadie le abría.  Se quedó esperando en el pasillo. Eso era normal. En cambio, el olor penetrante, ácido, a vómito, no lo era. Provenía de su oficina. Esperó cinco minutos sin saber qué hacer. Golpeó otra vez la puerta, ya que no había timbre, y el empleado, Manuel, el único zombie que trabajaba en su piso, le abrió. Caminó hasta su computadora. A su lado estaban, sin ninguna separación, las de Pablo y Alfonso. Le pareció anormal que ninguno de los dos estuvieran. En la computadora de Alfonso se veía un polvo blanco cerca del teclado. Como si hubiera dejado caer hilariet, pero Gastón sabía que era cocaína. En la de Pablo, el mate, y la pantalla estaba clavada en una página web de Mobbing.
Pablo y Alfonso se odiaban y el primero sostenía que el segundo lo acosaba. Las mujeres habían sido trasladadas a otra oficina porque los hombres no querían almorzar con ellas ni escuchar sus chismorreos. Lo que más le había chocado a Gastón al entrar en ese trabajo era lo misóginos que eran sus compañeros. A él le gustaba estar rodeado de mujeres desde chico. Sin ellas, algo le faltaba. Y en vez de voces aflautadas tenía a Manuel, el zombie, y a los otros dos, eso hasta que llegaba Roberto, el superior, el analista de sistemas, una biblioteca itinerante que sabía de todo. Roberto le había recomendado a Gastón el libro Anatomía de la Crítica de Northrop Frye.
Gastón consultó con su ex profesora de la facultad de Letras, Isabel, quien le dijo que estaba pasado de moda Frye, que sus ideas habían sido superadas. Eso estaba leyendo en su email, pensando qué contestarle a la mujer porque a él le había llegado hondo el discurso del analista de sistemas sobre Northrop Frye para abordar la obra de Tolkien y comentar la serie de ciencia ficción que estaba mirando. Aunque Gastón nunca había leído a Tolkien. Pero la palabra inmersión le gustaba y se podía relacionar con la obra de Frye. Una palabra a veces lo define todo.
Eso pensaba Gastón, pero sus sentidos estaban alertas porque le picaba la nariz por el olor a vómito que provenía, sin dudas, del despacho de Roberto, cuya puerta estaba cerrada. Tenía que ver qué lo causaba, pero antes contestó un mensaje de su novia que decía que el bebé estaba bien, que le había vomitado el pelo y la blusa, algo común. Así que era el Día del Vómito para Gastón.
Manuel estaba durmiendo en su cubículo vidriado. Desde que los zombies habían evolucionado habían obtenido algunos derechos, uno de ellos era la inclusión social de los de conducta intachable a través del trabajo.
Manuel no contestaba cuando le abría la puerta, sólo bajaba la cabeza. Tampoco lo saludaba al llegar y al irse. A veces le preguntaba si no tenía la llave. Gastón le había dicho mil veces que no tenía llave y que dependía de él que le abriera, pero este tema parecía estar más allá de la comprensión del zombie, a quien le molestaba despegar el culo de la silla.
Gastón podía entenderlo. Los zombies comen el doble que un humano. Manuel no controlaba su esfínter y por lo tanto la cantidad de mierda que cagaba le producía hemorroides y otras complicaciones que convertían en obligatorio el uso de una silla especialmente acolchada.
Los zombies habían dejado de atacar a las personas al alcanzar la autoconciencia y luego se habían dado cuenta de que no les convenía ser perseguidos, reducidos y asesinados, así que su comportamiento había pasado de ser destructivo a casi altruista. Se adaptaban a cualquier tipo de trabajo. Se destacaban en los cargos administrativos porque su concentración para evitar sus desmadres era alta, pero también podían afrontar trabajos más precarios, de carga, por ejemplo, porque su fuerza era superior a la de un humano.
Lo único que Manuel compartía con Alfonso y Pablo era el gusto por ver en el móvil de este último imágenes truculentas. Un hombre trozado en dos por un tren, cuyas manos todavía se movían tratando de salir de las vías. Un ejemplo. Desmembramientos varios y miembros varios también, porque otras de las atracciones que ofrecía ese celular eran los videos de negros que bamboleaban sus genitales gigantes de aquí para allá o que los introducían en toda clase de agujeros pequeños, o que parecían pequeños por contraste.
Un día Pablo y Alfonso le pidieron a Manuel ver su pene, pero el zombie se había negado. Lograron su objetivo una tarde que Manuel fue a orinar y se metieron de golpe en el baño. Al parecer, no podían creer lo que habían visto.
Por lo demás, Manuel permanecía callado y sólo saludaba a Roberto, su superior. Eso pensaba Gastón, mientras leía la respuesta sobre Frye de su ex profesora y el olor que provenía del despacho cerrado se hizo tan penetrante que ya no pudo aguantarlo.
Vio que Manuel seguía sumido en su sueño. Controlar el instinto consumía gran parte de la energía del zombie y debía descansar más que un humano.
Entonces Gastón, le contestó a su novia que todo estaba bien, que por ahora no tenía trabajo, era una mañana tranquila, nadie lo llamaba y luego caminó hasta la oficina de su superior. Trató de abrir la puerta pero estaba cerrada, sin llave pero no podía abrirse de afuera. El olor nauseabundo provenía claramente de ahí.
Se dio vuelta para mirar a Manuel, que seguía con el mentón pegado al pecho. Por debajo de la puerta del despacho se escapaba un líquido color dulce de leche. Uno de los punteros del sindicato de Software en la que trabajaba le había enseñado a abrir la puerta con una tarjeta de plástico. Gastón no tenía tarjeta de crédito así que usó la de Starbucks.
Al abrir la puerta lo golpeó el frío que se escapaba del cubículo del servidor. Los cuerpos de Alfonso y Pablo estaban expuestos, partidos al medio, masticados, frente al escritorio. Roberto yacía en su silla, sin la tapa de los sesos, como un mono de banquete chino, el analista de sistema, dando órdenes, vaya a saber cuánto tiempo, a seres de otro mundo, si es que ese otro mundo existía.
El líquido que se había deslizado por debajo de la puerta provenía del cerebro de Roberto, ya que los otros dos cuerpos estaban medio resecos, los huesos a la vista, como si el atacante hubiera succionado hasta los tejidos.
Al darse vuelta, con sus manos congeladas que anunciaban un ataque de pánico, Gastón vio que Manuel ahora tenía la mirada clavada en él y notó lo que antes no había visto. A su lado, en su escritorio, como un melón recién cortado, el zombie tenía la tapa de los sesos de Roberto, medio masticada.
El zombie se levantó, rodeó su escritorio con parsimonia, sin perder los modales ni la postura erguida, y empezó a acercarse a Gastón tratando de ocultar sus uñas afiladas. Gastón corrió hacia la puerta con el objetivo de avisarle a las chicas que el zombie de su oficina había perdido el control. El hecho hacía presuponer que había contactado a otros zombies, los llamados marginados, que pronto estarían en el lugar para fortalecer la revuelta. Mientras Manuel se acercaba a él, Gastón logró salir de la oficina, cerró la puerta y subió a la oficina de las chicas.
Otra vez el olor agrio, nauseabundo, pero esta vez más fresco, más penetrante. Tras la puerta los cuerpos desmembrados de las que habían sido sus compañeras se apilaban. En un vértice de la oficina, ovillada, abrazando sus piernas, Lucía lloraba con la mirada perdida. La chica balbuceó que había más, que Manuel los había arengado, que su programa había fallado, y que nunca debieron incorporarlo a la empresa. Claro que Lucía era otra zombie y por eso se había salvado. Una zombie joven como Manuel, pero en otro estadio de evolución.
Gastón volvió a la entrada de la oficina para contener la puerta justo que las manos de Manuel la empujaban. Mientras tanto, vomitó el café que se había tomado por la mañana junto con la medialuna de manteca.
Esa oficina daba al patio del edificio. Al asomarse a la ventana, Gastón vio a varios zombies que dialogaban mientras se pasaban el mate y compartían pedazos de piel de un cuerpo humano. Reconoció a algunos que trabajaban en otras empresas ubicadas en el mismo edificio. Gastón no sabía qué hacer.
El celular de Lucía sonaba pero a ella le temblaban tanto las manos que no podía atender. Iba a caerse de la mesa si seguía vibrando, así que Gastón lo tomó y respondió la llamada. El marido de Lucía, Eduardo, era policía, uno de los  humanos que se habían enamorado de una zombie. Gastón le contó la situación a Edu, quien le dijo que se calmara, que buscara la pistola que Lucía tenía en el fondo de su bolso y siguiera las instrucciones.
Ya con el arma en sus manos y el móvil en altavoz, comenzó a describirle la situación a Edu. Zombies asesinos en el patio. Otro en el pasillo. No sabía cuántos más rebelados en el edificio.
Se animó a abrir la puerta de la oficina. El pasillo estaba vacío. El tubo fluorescente se encendía y apagaba. El cartel de prohibido fumar había sido masticado. Edu le dijo que disparara a cualquier punto. Gastón eligió el matafuegos. La explosión hizo que apareciera Manuel como una flecha con las fauces abiertas seguido de otros seis zombies más que trabajaban en el café de al lado. Edu le dijo que debía dispararle a los zombies en la zona del bajovientre, debajo del ombligo y arriba de los genitales, el hara de los hindúes pensó Gastón. Era la única forma de matarlos, aunque el folclore al respecto no lo especificaba.
Gastón pudo darle en ese punto a uno de los zombies, que cayó y exhaló su último suspiro, escupiendo un dedo humano a su vez. Los otros se abalanzaron sobre la puerta. Gastón llegó a cerrarla.
Lucía seguía temblando en un costado de la oficina. La novia de Gastón le informaba, a través de un audio que llegó a su celular, que debía llevar al bebé al médico.
Edu quería saber cuántos eran los que se habían rebelado y trató de calmarlo diciéndole que se dirigía hacia el lugar. La puerta ahora aguantaba la presión de varios cuerpos que empujaban para que cediera y Gastón no podía dejarla. Los zombies intercambiaban órdenes de mando para tratar de entrar a la oficina. Manuel los dirigía.
Era la hora del almuerzo. Las voces de los zombies eran claras. Uno decía que necesitaba abono para las plantas exóticas de su jardín y que se había cansado de usar los restos de café que Starbucks regalaba. El compost que tenía en una carretilla y que había realizado con restos de gatos muertos no era suficiente. Los demás felicitaron al zombie por su idea de incorporar humanos a la mezcla.
Gastón pensaba que esta situación se debía a que no había sabido cuidar sus pensamientos, que invocar a Frye y su teoría de la inmersión narrativa no había sido buena idea. La culpa no la tenían los zombies que habían perdido el control sino su superior que le había recomendado Anatomía de la Crítica y él lo había leído. Un verdadero desastre.

 

Por Adrián Gastón Fares.

PD: Para los que gusten de historias de zombis o zombies pueden leer mi novela inaugural, Suerte al zombi buscando en este blog.

PD2: Vean The Underground Railroad en Amazon Prime Video. La serie de 10 capítulos, dirigida por Barry Jenkins, está basada en la novela de Colson Whitehead.

Una historia suburbana de terror. Seré nada. Capítulo 21. Pueden leerla completa en Google Play Libros o en el menú de este blog.

Volvieron, Silvina con los hombros bajos, Ersatz apurando el paso por si cruzaban alguno de los nuevos vecinos.

Por suerte, el aroma que había en la casa les despertó el apetito.

Manuel había terminado de hacer la pizza en la parrilla, el horno no servía, se apagaba, y como había mucha humedad y hacía calor, comieron en silencio debajo del olivo.

Al terminar la cena le contaron lo que habían averiguado a Manuel que hasta ese momento pensaba que no habían encontrado a Roger.

—Lo que habrá hecho ese Roger para que lo echaran de un colegio… —comentó Manuel—. ¡¿Problemas con autoridades escolares…?! Fue un sueño la colonia de sordos. Esto es un asentamiento de delincuentes —aseguró.

Ersatz asintió y dijo:

—Silvina es capaz de llevarle un pedazo de pizza al rayado ese antes de aceptarlo.

Silvina rompió a llorar y subió corriendo a su dormitorio, donde empezó a armarse la mochila casi mecánicamente para no pensar.

Manuel miró a Ersatz con recelo por intensificar el dolor que podía haberle causado a Silvina con su comentario tajante. Le dio la espalda y terminó de apagar el fuego.

Pusieron más muebles delante de las entradas y se aseguraron de que fuera difícil entrar a la casa. Mucho más no podían hacer.

Manuel y Ersatz también hicieron sus mochilas y dejaron todo preparado para partir otra vez hacia sus departamentos en la ciudad al día siguiente.

Cada uno se encerró en su dormitorio.

Ersatz apagó la luz y se quedó mirando la galaxia de las estrellas en el techo. ¿Qué era? ¿Un mapa? Le pareció una espiral como la de los caracoles.

Mientras miraba resonó el primer trueno.

Imposible, hacía meses que no llovía, pensó. Luego del segundo trueno la lluvia empezó a caer a raudales. La puerta se abrió. Silvina, asustada, se acostó a su lado.

Miraban el cielo raso cuando resonó el tercer trueno.

Silvina se pegó más a Ersatz.

—Hay una cara en el techo —dijo Silvina.

Entonces Ersatz también la vio.

Desde que habían llegado, había estado todo el tiempo arriba suyo, gritándole con el silencio de las formas que la casa había sido intervenida como el resto del barrio. Nada era igual a lo conocido.

En el techo había un rostro, brillante, verdoso, de bordes indefinidos, formado con algunas estrellas menores, y con las mayores remarcando una boca abierta. La falsa luna era la nariz de la que parecían salir unos dientes de conejo formados por más pegatinas luminosas. Las espirales formadas por estrellas eran los ojos dementes de esa cara.

Llamaron a Manuel, que se quedó mirando el techo cruzado de brazos sin abrir la boca para no molestar más a Silvina.

Durmieron los tres juntos, sin quitarse los audífonos, escuchando la lluvia que no paraba de caer.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre el autor.

Adrián Gastón Fares es escritor, guionista y director de cine. Estrenó la película documental Mundo tributo como guionista, productor y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine. Desarrolló cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados y seleccionados como Gualicho y Las órdenes), Mr. time. Escribió tres novelas anteriores a Seré nada, una historia suburbana de terror (Intransparente¡Suerte al zombi! El nombre del pueblo).

Fotografía Flores A. G. F

Nuestros. Relato.

Despuntaba el atardecer sobre las antenas de las terrazas esa tarde agobiante de verano en una ciudad pueblo de Buenos Aires y Beatriz le pegó un grito a Josefa.

Que tuviera cuidado porque un día lo iba a pisar al Rubio. El Rubio siguió, como si nada, pasando la máquina de cortar el césped por su jardín delantero. Los tres sabían que Josefa era un peligro manejando, que sus pies apenas arañaban los pedales de su coche, pero el Rubio tenía reflejos perfectos y una vista de lince. Estaba preparado, como todos en esa ciudad pueblo.

Josefa, de unos ocho años, era un poco mayor que Beatriz. Pero Beatriz le había enseñado cómo limpiar el baño rápido para que ocupara el tiempo en otras tareas más entretenidas. También le había enseñado a educar a Rodó.

Rodó, con una lustrosa calva y unos cuarenta y cinco años se la pasaba girando discos en la bandeja de su casa. Beatriz logró que Josefa lo retara de una manera tan efectiva que Rodó terminó escondiendo todos sus discos en el sótano. Sólo los ponía cuando Josefa no estaba.

Pero estaba casi siempre así que Rodo no podía poner sus discos. Se la pasaba sentado frente a la pantalla, jugando, miraba un encadenado de series de televisión hasta que le dolían los muslos de tanto estar sentado y tenía que cambiar de posición y tirarse en el suelo, girar la cabeza y mirar desde ahí. Beatriz tampoco veía con buenos ojos que Josefa le dejara ver las maratones de series a Rodó. Pero tanto no podía meterse. Rodó era suyo, no de ella.

Así que ese día, que era como otro día cualquiera en esa ciudad pueblo, después de pegarle el grito, la pelirroja Beatriz hizo que Josefa detuviera el coche, le preguntó a dónde se dirigía, al centro comercial dijo Josefa, y aprovechó para pedirle que tuviera la mano más dura con Rodó, que suspendiera las series, porque si seguía así iba a engordar como un chancho. Y se lo iban a comer como si fuera uno, contestó, despreocupada, Josefa, copiando vayamos a saber qué clásico.

Beatriz se quedó con las manos cruzadas mientras el coche se alejaba y el Rubio, que medía un poco más de un metro de estatura, seguía cortando el césped medio molesto. Se había hecho encima.

Beatriz, cruzada de brazos, negaba con la cabeza. El pantalón del Rubio era un enchastre. Justo estaba agachado, sin doblar las rodillas, porque la ruidosa máquina se le había trabado con el césped de alto tránsito.

–Rubio, por favor,  ¿qué va a pensar Grise si te ve?

–Sería bueno que pienses en Martín ¿Acaso Grise es tuya?

–Martín siempre se portó bien, me costó alejarlo de la moto al principio.

–A Grise no le molesta que a veces haga cosas como esta. Me entiende.

–Pero tu Grise tiene como unos cincuenta, cinco años más que Martín y que Rodó.

El Rubio asintió con la cabeza y siguió cortando el césped con el pantalón color verde manchado. Beatriz esperó que su perro, un Labrador, volviera de hacer lo mismo que había hecho Rodó, pero en el suelo como debía hacerlo, y caminó hasta su casa lentamente, satisfecha. Antes de meterse en la casa, se subió a la banqueta de madera y se asomó a la hendija del buzón de cartas para ver si había alguna y si tenía que llamar a Martín para que se las alcanzara.

Notó que había telarañas en un vértice de la galería externa de la casa, así que debería llamar a Martín, otra no quedaba. El Rubio ya se había metido adentro. Seguramente estaba apurado.

Mientras tanto volvía del almacén Josefa. Se metió en su casa como si estuviera también apurada.

Como era costumbre a esa hora de un viernes, el Rubio cruzó con un vaso enorme de plástico lleno de pochoclos, un vaso casi más grande que él, a lo de Josefa y los dos se encerraron en la pieza. Decían que veían clásicos. Beatriz no sabía qué pensar.

En cambio, si sabía ordenarle a Martín que limpiara las telarañas con un plumero. Su voz se imponía sin ningún esfuerzo.

Martín sacó la cabeza de su casa, miró a un lado y otro, había un perro callejero panzudo, una lagartija cuyo tamaño era alarmante, pero que fue aplastada al instante por un auto que pasó como una luz, pero nada ni nadie más así que podía salir. Beatriz debía estar mirando esos videos para pintarse las uñas en su teléfono mientras pensaba que él era tan serio, tan obsesivo como ella limpiando, y celaba a Josefa y al Rubio. Pero él sólo quería juntarse con sus amigos.

A la vez que Martín salía, Rodó pasaba su pierna por arriba del marco de la ventana, tropezaba y caía en la vereda. Y enfrente,  Grise abría con cuidado la puerta de la casa de dos pisos en la que vivía con el Rubio. Con el dedo índice cruzando su boca Grise les pedía a Martín y a Rodó que no hicieran bochinche. Los dos ya se estaban riendo de la situación. Siempre se reían. Eran impacientes, pensó Grise.

Y bajó descalza los escalones de su casa para salir a la vereda.

Se saludaron y caminaron los tres, con los hombros bajos, como si estuvieran cansados desde antes, hasta la plaza.

El pelo blanco de Grise parecía más blanco, brillaba a esa hora donde casi reflejaba los rayos débiles del sol.

Las calles de cemento de la florida plaza convergían en el círculo con la estatua ecuestre del fundador del pueblo.  Personificaba a Don Prudencio, con capa y espada. La estatua del enorme caballo contrastaba con el tal Prudencio. Ninguno de los tres entendía cómo había logrado domarlo, ni conquistar nada, midiendo mucho menos que la mitad de ellos, y con una pelota de trapo del tamaño de un tomate en el regazo.  La cabeza redonda y la sonrisa de niño complacido de Prudencio era tal que hasta ellos podían deducir que mucho no le había costado ninguna batalla. Martín le preguntó a Rodó por Grise.

No estaba.

Rodó protestó:

–¡Grise! No esperaste que empezara a contar.

–Yo ni me escondí –dijo Martín–. No vale.

Los dos se miraron, sorprendidos por un instante, para luego concentrarse en lo que tenían cerca.

Los piernas, largas y pálidas, de Grise –que debía estar sentada en el suelo, sobre su falda–, sobresalían del entreverado pero pequeño matorral.

El juego recién había comenzado.

Y tenían la noche por delante.

por Adrián Gastón Fares

PD: Nuestros forma parte de la antología provisoria de los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog llamada Los tendederos. Recuerden que pueden leer, si no lo hicieron, mi última novela, Seré nada (2021, 200 páginas) buscándola en este mismo blog o en Google Play.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo y enlace a mi última novela.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Capítulo 17.

Silvina, impaciente, decidió subir a la terraza para encontrar a la estatua de Gema cerca del tanque.

Caminó hasta sobrepasarla, subió los peldaños del cuarto hasta lograr asomar la cabeza en la plataforma del tanque y miró la espalda rígida de Gema. Cerca de los pies descalzos de la mujer estaba su celular.

Silvina pensó que no debían querer ninguna distracción mientras hacían su meditación diaria. En silencio, se ayudó con los brazos y logró encaramarse al techo. Caminó hasta el hueco que había debajo del tanque del agua. Ahí estaba el celular de Gema.

Estaba por agacharse para tomarlo cuando sintió que la arrastraban hacia atrás. Se sobresaltó y se inclinó hacia delante por instinto. Cerca de caer al vacío, sintió que la retenían del brazo. Por miedo a que se arrojara o de que cayeran juntos, la mano que la había tomado la dejó por un momento.

Silvina se volvió y vio que era el hombre con la remera de Megadeth. Silvina iba a gritarle a Gema. El hombre se abalanzó sobre ella. Le tapó la boca con la mano.

Eran tan largos sus brazos que la tomaba con uno solo, con el otro hacía la señal de silencio.

Pensó que quería apoyarle el bulto, ese impresentable, y trató de clavarle el codo para que retrocediera, pero era inamovible. Era extraño el olor del hombre. Una transpiración agria que le hizo recordar a la de su padrastro. Le mordió la mano.

El hombre trastabilló con el último peldaño de la escalera. Cayeron desde tres metros de altura. Por suerte, ella dio contra el cuerpo del hombre.

En el piso se deshizo del metalero, rodando dos metros para hacer fuerzas con las manos y ponerse de pie. Desde ahí, inclinada, vio que Gema seguía impertérrita.

En cambio, el metalero se había torcido el pie, y por como respiraba por la nariz, parecía que alguna costilla estaba rota.

Silvina pensó que se podían haber matado. Bajó los escalones de la escalera lo más rápido que pudo, sintiendo una punzada de dolor en el hombro.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Para leer Seré nada, una historia de terror (2021, 200 pág):

Seré nada. Una historia suburbana de terror. Capítulo de mi última novela.

33.

La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.

Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.

Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.

¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?

 ¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?

 ¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.

No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.

Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.

Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…

Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.

Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.

Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.

¡Ramoncito!

Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.

Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.

Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.

¿Qué querés?

No supo si lo dijo para afuera o para adentro.

Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.

Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.

SACAME.

Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.

A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.

¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?

¿Por qué?

A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambiavos tenés que cambiareste país es así.

¿Por qué?

Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.

¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?

¿Por qué tenía tanta bronca ahora?

¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?

Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escuchaPor las cosas que hay que escuchar.

¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?

A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.

Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?

Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.

Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.

El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.

El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.

Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.

Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.

Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.

La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.

Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…

Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.

Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.

Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.

No había nadie que enfrentar. Se habían ido.

Tenía que encontrar a Silvina.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares

La caja. Lo nuevo de Bombay Films. Estreno cortometraje.

Volvimos a colaborar en un cortometraje con Bombay Films.

Información:

LA CAJA, NUEVO ESTRENO ONLINE DE BOMBAY FILMS.

Ya está disponible lo nuevo de Bombay Films: La Caja (Abril, 2021)

Una mujer con poderes psíquicos. Un peligroso #casting. La búsqueda de la actriz ideal para interpretar a la asombrosa Verónica Mulching. Realización: Matías Donda y y Adrián Gastón Fares . #shortfilms #shortfilmseries #infernal #actrices #actores #mysteryboxchallenge #mysterymovies #supernatural #actionmovies

Diana, una joven con poderes psíquicos, quiere libertad en estos tiempos covídicos, se siente encerrada y necesita más espacio y, claro, trabajo. Por eso acepta participar en un riguroso casting para la biopic de Verónica Mulching. Los productores le envían una caja con pertenencias de Verónica. Así podrá meterse literalmente en su personaje. Pero, ¿adónde la llevaran sus poderes psíquicos?

CAST: Lorena Tonon Fernando Javier Moisá Lau Reiter Jonatan Jairo Nugnes Pedro Jerez .

No se lo pierdan. También pueden ver los anteriores cortos de Bombay Films en el canal de Bombay Films Argentina YouTube

Vean La Caja (Abril, 2021) online:

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Y todo termina que es un sueño.

Juan está sentado en los parlantes y descubre a la chica de pelo negro en la mitad de la pista. La chica lo mira fijo por un momento y luego cierra los ojos. Juan espera en vano que vuelva a abrirlos. La música, sintetizadores de los ochenta, parece lentificarse por unos segundos.

Juan piensa que es mejor bajarse y abordar a la chica. Eso o el infierno de qué hubiera ocurrido. Baja los pies. Ve que un tipo le ganó de mano. Ella rezonga ahora con los ojos bien abiertos y trata de soltarse del tipo.

Sentado en los parlantes, a Juan le cuesta cerrar los ojos. Asombrado comprueba que ya no puede parpadear. Levanta la vista y el haz de uno de los reflectores lo alcanza de lleno. Todo se vuelve negro.

Despierta en un banco de la plaza San Martín y sabe quién es pero no cómo llegó ahí. Le parece escuchar una versión lejana de Para Elisa. Busca un pañuelo y se lo lleva a los ojos. Le arden muchísimo. Sigue con los ojos congelados. Hasta el reflejo de la luna en un charco de agua lo marea. Cualquier haz de luz puede hacerle perder la conciencia.

Vuelve a su departamento, ubicado en el barrio de Retiro, y está toda la noche mirando el techo manchado por la humedad. Una mosca frota las patas en los bordes de la pantalla del velador. Amanece. Decide salir a buscar a la chica del boliche. Y como no sabe dónde empezar, se acerca a la ventana y mira fijo el sol. Su oscuridad empieza a llenarse de Para Elisa.

Despierta en la cama de una habitación fría. En algún lugar entre Temperley y Longchamps, le dice la chica albina y pelada (nota que es albina por las pestañas) que le aplica paños fríos en los ojos.

Juan aparta las sábanas y corre por los pasillos del caserón hasta dar con una puerta doble. Entra a un recinto donde un hombre lo espera de pie al lado de un ventanal. Se da vuelta y ve que dos patovicas están parados a sus espaldas, franqueando la puerta doble.

Escucha los llantos de la albina del otro lado de la puerta.

Un reloj de péndulo da la hora. Gerard, que parece ser el tipo que le ganó de mano en el boliche, le cuenta que es el dueño de una red de prostitución. Saca un arma con silenciador y la apunta hacia Juan, que gira la cabeza por instinto. El reflejo de un rayo de sol en el péndulo del reloj lo hunde en lo negro y en la música de Para Elisa.

Al volver en sí se limpia la baba. Un espejo lo deja verse de cuerpo entero. Al principio no se reconoce. Está agazapado como una gárgola sobre un mueble oscuro.

Se baja del imponente escritorio de caoba. Camina pateando pedazos de carne con retazos de ropa de los dos patovicas y de Gerard. Un brazo por acá, un dedo por allá, un torso, una oreja. Llega a la puerta doble que se abre y descubre del otro lado a la albina que esperaba sumisa, dispuesta a recibir un golpe de Gerard o vayamos a saber qué.

La albina lo toma de la mano y lo lleva por el pasillo hasta una habitación temática, llena de peluches rosados, donde la chica que lo miró en el boliche duerme apaciblemente con la mejilla apoyada sobre las manos con uñas pintadas de negro.

La chica se despierta. La albina sonríe. Abre un cajita de música de la que sale otra cajita de música de la que sale otra más y va abriendo todas las tapas hasta que infinitas bailarinas de cerámica giran al compás de Para Elisa que llena el caserón.

Entonces la chica de pelo negro toma a Juan de la mano y le dice que lo estuvo esperando. Y que deben huir. La albina asiente con la cabeza y ríe, ocultando sus desparejos dientes con una mano. Juan corre por los pasillos hacia la triunfal puerta de la calle, pero a mitad de camino se detiene y le pregunta a la chica por qué corren y ella le contesta porque así es más lindo.

Cuando llegan a la salida, la música cesa y la chica abre la puerta encegueciendo a Juan. La cierra de golpe dejándolo del lado de afuera. Un perro enorme, de pelo blanco, corre hacia Juan desde las rejas del jardín.

Juan no se desespera. Se vuelve, apoya la oreja en la madera de la puerta y oye el susurro de la chica que le pide perdón. La voz pastosa de la chica dice: todos mis sueños terminan igual.

por Adrián Gastón Fares.

PD: Parece que adaptaron este cuento, uno de los primeros que escribí, a guion para cortometraje. Esperemos que llegue a rodarse, entonces.

Nuevo canal de YouTube. Inauguramos con Seré nada. Novela.

Estreno un nuevo canal de YouTube, que lleva mi nombre. Invito que se suscriban. Tal vez, quien sabe, también tenga novedades audiovisuales… (Ojalá)

Empezamos con el primer capítulo de Seré nada. No es el que mejor leí en voz alta, siempre me costó leer en voz alta; fui mejorando en los sucesivos me parece.

Seré nada es mi cuarta novela.

Trata de Silvina, Ersatz y Manuel, tres amigos que viajan a una distópica Lanús en busca de Serenade, una soñada colonia de personas sordas. Pero, como ustedes sabrán, encuentran a Gema, que rinde culto al sol, que se alimenta del sol y no solo del sol… y a Evelyn, a Algodoncito y a Lungo entre otros personajes con los que deberán lidiar para bien o para mal.

Y ya que estamos aquí está un video que grabé por el Día Mundial de la Audición (me lo pidió Magalí Legarí y el equipo del CEMIC que fueron los que después de muchos años dieron con las puntas adecuadas más mis audífonos y un diagnóstico correcto)

Día Mundial de la Audición

Lo que algunos no quieren contar. Cuento.

En la ciudad, todas las noches me sentaba con mi hija y mi mujer a la mesa del comedor. Por eso el bosque. Quise aislarme de todo, como tantos otros. Elegí un lugar de la Patagonia, apacible pero ventoso, entre los árboles. En el tejado de la cabaña había una veleta de metal, con la rosa de los vientos, coronada por un pez.

Había comprado el terreno, que venía con la cabaña y una plantación de arándanos. Todo por poca plata. Según la inmobiliaria, el dueño era un viejo, alcohólico. El dinero iría a los nietos. Me habían ocultado que se había ahorcado en uno de los árboles, el más alto. Pronto me lo contaron en el pueblo. Me daba lo mismo.

Dejé que los arándanos crecieran salvajes. Los juntaba en diciembre, en mi gorra, arrancando al fruto a lo bestia, sin el cuidado que hay que tener al cosecharlos, que en este caso sería hacerlos girar lentamente para desprenderlos del tallo, sin arruinar la capa de protección. Pero yo era como un duende entre los arbustos, los recogía a las corridas, y los comía en mi casa de merienda o a la noche ya congelados.

Enfrentaba el fin del día extasiado ante la contemplación de las aves, de los quises andinos, de las liebres que se cruzaban al atardecer como si el mundo estuviera a un minuto de acabarse y algo ominoso viniera a ocurrir, que nunca era más que la simple noche.

Pero un día fue más que eso. Coincidió con el aniversario de la muerte del viejo. O por lo menos, yo me creo eso.

Me levanté, abrí la puerta de la casa y salí. Caminé automáticamente y sorteé el gran pino sin darme cuenta que ese árbol siempre estuvo en línea recta a la ventana. No a la puerta. Llegué a la cascada pequeña y me senté a fumar, lloré dos o tres lágrimas, porque el lugar era tan bello y yo había sufrido tanto, que estar ahí significaba mucho para mí. Sabía que hay que llorar sí, pero hay que llorar poco porque si no uno no para. Y el agua que fluía entre las piedras me recordó eso.

Volví caminando sin mirar a los costados, como un autómata cansado porque llorar, aunque sea un poco, cansa. Aunque sabía que en ese lugar debía estar una de las ventanas, entré por la puerta y fui directo a tirarme en la cama. Al rato, subí al techo de la cabaña, saqué la veleta y la ubiqué cerca del pino. La punta señalaba el norte.

Tomé bastante vino. A la medianoche salí, miré las estrellas, para mí, acostumbrado a la ciudad, el paraíso estaba en el cielo. Ese cielo, las ramas mecidas por el viento. Me gustaba esa imagen pero el viento nunca me gustó. Me molestaba.

Bajé la cabeza porque tenía una necesidad imperiosa de orinar. Así que me fui hasta el pino y rocié el suelo. Pero al terminar, me di cuenta que el árbol no estaba ahí. Había meado en la maleza. En frente no tenía nada. Me volví y noté que la casa estaba en su posición inicial. Caminé hasta el pino y la veleta. Seguía señalando el norte.

Esa noche dormí profundo, sin pesadillas, y al otro día me propuse ir al pueblo a comprar provisiones. Abrí la puerta, caminé y di con el arroyo. Me di vuelta para mirar la cabaña y la puerta estaba ahí, donde debía haber estado la pared del dormitorio.

Enmendé el trayecto, salí por la entrada de mi terreno hacia el almacén del alemán. Compré pan, fiambre, café y cigarrillos. Retorné, rodeé el terreno y me metí adentro. La que rotaba era la casa y no el terreno, me dije, como si ya no me asombrara.

Salí a orinar esa noche, estaba bastante borracho otra vez, y me di cuenta que estaba salpicando la rueda de mi camioneta. La dejaba en el fondo, detrás del porche, así que la casa había rotado otra vez.

El cielo encandilaba. La luna hipnotizaba. Las ramas de los árboles murmuraban.

Volví a la casa y dormí hasta bien avanzado el día siguiente. Estaba triste porque quería tranquilidad, me había alejado del mundo por sus inconsistencias, sus coincidencias infundadas, y ahora esto, ¿qué quería decir?

A las seis de la tarde del otro día se me dio por dirigirme a lo del alemán. Salí y caminé derecho, di con un cementerio antiguo, el de los galeses. Otra vez la casa me había engañado. Debía estar apuntando al noroeste. No importaba, como un turista más, comí torta con té. Contemplé a una francesa hermosa. Intenté hablarle pero la chica me intimidaba. Me volví a la casa, ya me había olvidado del alemán y lo que quería comprarle.

Entré a la casa. Subí un escalón para sentarme a la mesa del comedor ¿Un escalón? Alrededor de la mesa, el piso se estaba levantando, los bordes del círculo que se estaba formando eran como una rueda dentada.

Pensé que la casa estaba creando una sima, se estaba desenroscando, y que los árboles, mi camioneta, la plantación, serían chupadas por ese agujero que la cabaña estaba creando.

Al otro día salí, me cercioré que la puerta apuntaba donde me dirigía, era así, otra vez la puerta daba a la entrada del terreno, tal como lo compré, así que caminé derecho hasta el almacén del alemán.

Compré querosén, diarios, cerillas y volví lo más rápido que pude.  No tenía nada de valor en la casa. Mis documentos en el bolsillo. Rocié a la cabaña con querosén.

El fuego iluminó la plantación, se disparó una liebre entre los árboles, volaron los murciélagos y rajaron los quises que estaban escondidos entre los troncos cortados. Un resplandor dorado iluminaba la plantación, mi querido pino, el camino de entrada. La casa ardía. En las llamas vi proyectada la imagen de la chica francesa. Me había enamorado como un idiota.

Pero la cabaña giraba. Rápido. Lo hizo hasta desprenderse y dejar el comedor a la vista, la rueda dentada, con la mesa redonda y las sillas.

No me podía sentar en ese lugar. Me recordaba la compañía de mi hija y mi mujer. Pero no tenía otra, me dirigí a la plataforma, la cabeza plana del tornillo, que era lo único que había dejado el fuego, salté, y tuve el valor de correr una silla y apoyar el culo ahí.

Seguía rotando. Vi a la veleta, al árbol, a la plantación de arándanos, a la luna llena, al arroyo, vi la tierra, intuí que la casa me había propuesto todos los días un camino nuevo. Ahora mi musa era una extranjera, la chica francesa que había conocido por seguir el trayecto que la puerta de la casa me sugería. Sentado en el trono hogareño pero descubierto que la cabaña me ofrecía, mientras todo seguía girando, vi raíces, hormigueros, lombrices, bichos bolitas, rocas doradas y finalmente, una multitud de ojos azules brillantes comenzó a rodearme, mientras me sacudía la tierra de la cabeza.

Me agarré de las raíces, comencé a escalar, ya había hecho palestra en la ciudad, era rápido, vi como la plataforma con las sillas y las mesas se hundía, salí del agujero como un muerto viviente, nevaba y yo estaba de pie en la sima que había sido la cabaña, exultante y cansado.

En el escape, en la corrida, un cuerpo blando me golpeó el hombro, justo a la altura del pino. Supe que era el cadáver del viejo, el antiguo dueño. Escuché risas y seguí corriendo, hasta que dejé a las arándanos, la tranquera, el terreno, todo, atrás.

por Adrián Gastón Fares.

Lo que algunos no quieren contar forma parte de los cuentos seleccionados para Los tendederos.

Seré nada. El convento Seré. La historia de Gema, Lungo y Zumo.

Esta historia es mía y tuya. Del mundo también. Pero no es para cualquiera…

La gente de esta zona del país enloqueció con las dos epidemias. No se sabe mucho de la segunda, la de 2021 todavía… Pero en estos dos años y medio cambiaron las cosas. Eso los hizo terminar en este barrio de Lanús. Y a mí también. Llegué algo después que ustedes.

Tuve la suerte de conocerte y poco a poco te abriste a mí. Fui recolectando en mi mente parte de lo que me contabas.

Naciste en los ochenta. Tus progenitores te abandonaron primero en el hospital. Luego, las enfermeras te dejaron al cuidado de las monjas del convento Seré, en Lomas de Zamora.

Tus padres no toleraron saber que habían tenido hijos diferentes a los de otras familias. Tampoco sabían qué hacer… Las del hospital sabían que había hijos de otras familias en Seré, que habían nacido por esa época con las mismas… características que vos.

Fue una suerte para vos porque pudiste conocer, cuando te dejaron hacerlo, a otros iguales.

Al principio, las monjas los dejaban tomar todo el sol que quisieran. Aunque no los dejaban salir del convento. Temían que te vieran a vos y a los demás porque creían que iban a decir que eran hijos de ellas con los curas. Un castigo por los pecados…

Cuando iban los contingentes de colegios a visitar la iglesia y el parque florido del convento la hermana Dilva te ayudaba a pintarte de negro o de color betún y te dejaba verlos con la condición de que no bajaras de tu pedestal y de que tampoco te movieras. A vos te ubicaban en el pequeño cementerio, entre casuarinas, lápidas y urnas con cenizas de las monjas de clausura que habían fundado el convento. Ese parque, incluso el cementerio, te daba paz.

Y vos eras toda una estatua. Hubieras ganado concursos con eso, dijiste. Los otros lo hacían muy bien también, salvo Zumo y Lungo que a veces se cansaban y se bajaban. Por suerte no asustaron a tantos chicos como para que corrieran habladurías.

Como estatuas, a ustedes les alegraba ver gente nueva. Y nadie se daba cuenta de que eran personas reales.

Las hermanas guardaron tus peluches y no te dejaban tenerlos.

Tenés que saber que tu abuela Mery seguramente ya murió. Y no esperar más regalos de ella… Traté de explicártelo, pero es una ilusión que tenés. Lo entiendo.

La hermana Dilva adoraba a una Virgen negra que tenía escondida y era la única que cada tanto te dejaba dormir ya adulta con alguno de tus muñecos.

Eso se acabó cuando diste a luz a Fanny.

Era hija del padre Molina.

Si pudiera lo mataría a ese sinvergüenza, pero no sé dónde estará.

Los tuvieron que esconder a todos y los dejaban salir solamente al mediodía al sol, cuando el parque estaba vacío. Ahí se pusieron todos muy delgados. Pero Fanny comía puré de un lado, o hacía que comía, y después seguía alimentándose, digamos, con vos.

Por la epidemia del maldito parásito, las monjas abandonaron el convento, incluso la hermana Dilva, que enloqueció como tantos otros, y a ustedes los dejaron ahí.

Llegó la época de las grandes lluvias. No podían recibir alimento y no había animales ni personas caritativas y comprensivas como algunas de las monjas que se ofrendaban a ustedes sin problemas… Ustedes estaban desamparados y muy débiles.

Un día se escaparon en la camioneta que habían dejado abandonada en el convento. Las monjas usaban a Lungo para que les trajera provisiones especiales por la noche y vos le pediste que manejara.

Lungo y Zumo iban adelante. Vos con Beatriz, Fanny y los gemelos viajaban en la caja de carga con todos tus peluches y tu querida virgencita.

De casualidad dieron con la iglesia y el colegio de este barrio y vos le ordenaste que se detuviera porque pensaste que la hermana Dilva y los otros podían estar adentro.

No estaba la hermana Dilva. Pero había otras…

Lo que hicieron ese día en ese colegio no fue lo mejor. Pero no fue tu culpa.

Es hora de que no sientas más culpa, nunca lo mencionaste, pero sé que la sentís. Y lo más importante, que no se la transmitas a Fanny. Ya está un poco resentida. No sabe bien si es más parecida al cura Molina o a vos… Por eso a veces desaparece…

Sabe que en parte lo que hicieron fue para salvarla a ella. Y no está muy cómoda con su destino todavía… Menos cuando empezó a conocer a la gente de la avenida.

Por lo demás, parece que de chica te gustaba Zumo, o él gustaba de vos, o algo así entendí yo. Cuando quedaron solos en Lomas, y no aceptaste sus lances, dijo que se iba a arrancar el colmillo que tiene en la oreja para regalártelo.

Ver una estatua de un santo algo movediza y con una especie de arito pudo ser medio fuerte para algunos niños.

En fin, no quisiste saber nada con él. Y acá estaba tan celoso, que pensé que era lo mejor que no nos viera más juntos.

No fue fácil entender tu historia. No fue fácil comprenderte a vos tampoco. A veces sos un poco… difícil. Pero sé que sufriste mucho.

Al principio, Fanny no me aceptaba. No pasó mucho hasta que se encariñó…

Perdón si te molestó que prefiriera quedarse conmigo.

Repito, por el cura Molina, ella es mitad como yo y mitad como ustedes. Pero no le gustaba mi decisión de alimentarme como ustedes. Sabía lo que me iba a pasar… Por eso también creo que está enojada con vos y por eso está haciendo lo que está haciendo…

Me quedo sin fuerzas, Gema. También dejo escrito esto por si llegás a confiar en otra persona como en mí. En ese caso, podrías dárselo para que entienda. Tal vez las cuide mejor que yo. Mi idea era seguir con mi camino… Pero llegó a su fin. Fue una decisión mía ser como ustedes para entenderte más.

Les dije a los nuevos que se fueran, para que los dejen en paz, pero no sé si me harán caso. Parecen tan testarudos como yo, en especial la chica.

Cuándo te conocí y te pregunté quién eras no quisiste revelar tu nombre y escribiste: “Seré Nade”. Nunca supe si quisiste decir que eras de ese convento y nada más o si era un: “Soy nadie”, un término vago para alejarme. Supongo que las dos cosas…

Perdonen si nunca les gustó el nombre que les puse. Ahora yo

Seré nada.

Roger.

por Adrián G. Fares.

En este capítulo 29 de Seré nada se cuenta la historia de Gema, Lungo, Zumo y Beatriz, así como la de los demás serenados. Roger es el narrador en este caso. Silvina y Ersatz leen un libro, una especie de grimorio o libro de sombras de Gema, en el que Roger escribe esta carta contado los hechos que ocurrieron en el convento Seré de Lomas de Zamora. Es el pasado de lo que se narra en la novela.

Para leer completa Seré nada pueden investigar en adriangastonfares.com

La llorona vs. Kong.

Esta carta, firmada por el inspector de biogenética de Impresoras Riviera INC., el agente Von Kong, me llegó un día de primavera de 2017.

Querido Adrián,

Estuve repasando la cinta que nombraste. La proyecté en mi oficina durante una tarde lluviosa. El futuro no es así. Acá hay mucho verde, ya te lo dije, parece más una selva. Lo que sobran son animales, No-seres y plantas. Los androides son tercermundistas. La inteligencia artificial es todavía demasiado artificial. La siesta de los androides no pasó de las letras impresas y de los números proyectados.

Aquí casi no se puede caminar de tantas aves que hay. Cuando la gata de la vecina las atrapa, desparraman sangre y maíz por todos lados. Sangre mezclada con granos de maíz. Puaj. Las redime de un zarpazo.

Por otro lado, te informo que la carne de No-ser no se puede comer, presenta algunas alteraciones en su ADN que pueden ser peligrosas. Así que, más allá de que yo estaría en desacuerdo con que los No-seres, en sus manifestaciones más asimilables, como animales, sirvieran de alimento, los humanos se siguen alimentando de lo mismo. Por suerte, no proliferó el proyecto de ley que quería fomentar el consumo de animales carnívoros. La hipocresía sigue siendo moneda corriente. Hasta hubo criaderos de leones, tigres, y zorros. Pero los defensores de los animales lograron liberarlos y desalentar a sus impulsores.

Vos que decís de llorar. Y bueno, nuestros tiempos se entrelazan. Tal vez te imagines cómo son las cosas. Hay muchos libros. Hay libros que cuentan leyendas. Hay seres que sólo aparecen en esos libros. O mejor dicho, que solo aparecían en esos libros hasta que Riviera lanzó sus impresoras biogenéticas.

Pensá un poco.

Mirá.

Un ruta en la noche. Quices, liebres, mulitas que se cruzan. Búhos blancos en los alambrados. Un conductor, un joven, cabeceando. Su novia tratando de mantenerlo despierto. Vuelven de una fiesta de la costa bonaerense. Los autos tienen piloto automático, sí. Pero algunos prefieren los cambios manuales. Son más las actitudes vintage que lo remanente.

En la mitad de la ruta aparece una mujer con un bebé. El conductor no llega a frenar. La embiste. Descarrilan. Bajan del auto, desesperados y magullados. Un niño acostado sobre una rama como si su lánguida mano fuera un arborescencia más lo observa todo. Los jóvenes no entienden nada, creen que están en un videojuego realista, pero no, ellos no juegan.

La mujer sigue de pie en el medio de la ruta. Se acercan. El volátil cabello largo, negro, cuerpo pulposo apenas acariciado por un vestido camisón. Del que se desprende para quedar desnuda. El bebé está pegado a su cuerpo. La mano de la mujer está hundida en el estómago del crío, desde donde maneja sus manos, su boca, sus ojos, su cabeza completa.

La novia del conductor congelada, porque ya se dio cuenta que es un No-ser inusual. Pero el conductor queda petrificado por la belleza de esa mujer virginal. La perfección de los pechos, la piel casi iridiscente, los ojos dulces. Hipnotizado, alarga la mano como para tocarla.

Ahí es donde la sonrisa benévola de la mujer se transmuta en una mueca violenta desencajada. El brazo con el bebé se extiende y el niño, provisto de afilados dientes, muerde al conductor en el antebrazo.

El muñeco del que dio testimonio la joven no era tan muñeco sino que era la vía de alimentación del No-ser.

Me llaman a la noche, mientras saboreaba un Campari con pomelo con las espuelas de mis botas clavadas en mi escritorio. Sí, estaba pensando en el pasado, ese vicio que me pedís que no tenga, pero es difícil no tenerlo, difícil no someterse a estos trucos de la mente cuando uno está solo y espera…

Espera otro caso. Algo en que ocuparse para olvidar.

Así que me llaman. Y viajo hacia la zona. La mujer estaba con los policías, desconsolada. El cuerpo del hombre en la morgue. Atraparon al chico del árbol. Le pedí que me guiara hasta su casa.

Los padres son unos terratenientes que viven al costado de la ruta, en una casa que antes era conocida como Villa Catalina, cruzando unas moreras. Se desesperan al saber lo que hizo su hijo con un libro viejo, carcomido por las ratas.

El niño repasó el libro en un galpón con la mirada ansiosa. Divisó el dibujo de una leyenda, el de la Llorona, leyó la letra chica, entró al cuarto en que el padre tiene la Impresora Riviera y, bueno, ya te imaginarás los resultados.

El No-ser anda suelto por ahí. Por ahora no pude encontrarlo. Pero el padre del niño se quebró en la indagatoria.

Confesó que tuvo relaciones con la cosa impresa. Que el vástago había creado al No-ser más hermoso y mortífero que podía existir.

Bastante inimaginable, lo de las relaciones, porque los No-seres a veces no tienen todos los órganos que deberían tener. Pero en el galpón también encontré unas cuantas revistas pornográficas viejas.

Ese maldito niño.

Vos decís, el que no llora no mama, pero supongo que ese bebé pegado a su madre que creó el niño no necesita llorar ni mamar.

Así es como se transforman las frases hechas en mi tiempo.

Confisqué a la Impresora. El padre y el niño quedaron detenidos.

Mientras manejaba besé repetidas veces mi petaca. Por lo menos es una petaca antigua, gastada, que no muerde.

Llegué a mi apartamento en la costa. Tuve que hacer el trabajo solo porque Juan Carlos, el inspector de Riviera de la zona, estaba de vacaciones, si no hubiera salido una partida de póker en su chalet.

Me senté y miré el lugar donde Taka dormía. Una especie de cubículo redondo con un agujero de entrada, como el que algunos usan para los perros. Pero más grande. Le gustaba dormir ahí, por los colores. Refleja los tres colores primarios, como sus rosas preferidas.

Escribí lo siguiente en un anotador. Tengamos en cuenta que como su nombre indica, Taka era, y supongo que lo seguirá siendo, un No-ser de rasgos orientales, de costumbres japonesas bien impuestas por sus criadores.

Tracé una letra en japonés, lo primero que se me ocurrió, y sentí esa relajación de escribir a mano en hiragana.

こんにちは, Taka-chan.

Seguí en castellano:

Un día, cuando te alejaste de mí, fui a la Embajada de Japón, a conocerla, pero más que nada para ver si te encontraba ahí. De hecho fui dos veces. Y no te encontré, pero encontré un libro antiguo: La escopeta de caza, de un tal Inoue. En esta novela, la profesora reparte papeles con casilleros a las alumnas para que marquen con una X qué va a ser lo más importante en sus vidas. Si amar o ser amadas. Todas ponen ser amadas y una sola amar. Y eso me hizo pensar en bruto lo que el texto sugiere con sutileza, que bueno, lo más importante y lo más difícil, es amar no tanto ser amado o querido, sino saber querer, como dicen, sin pedir nada a cambio.

Al darme cuenta de lo que estaba haciendo, la frase del final del párrafo que parece extraída de las viejas redes sociales, hice un bollo con el papel y lo quemé hasta que el calor me hizo soltarlo.

Todas las cosas pueden volar si uno tiene con qué.

Así que en la playa también hice saltar por los aires a la Impresora Riviera del niño.

Todo brilla. Es mejor usar lentes de contactos oscuras para proteger la vista.

Vos habrás perdido parte de tu audición, pero yo estoy obnubilado de tanto ver y las imágenes se me difuminan un poco. Pronto le pediré a la obra social de Riviera unos implantes oculares. Hay unos argentinos, muy buenos.

Este país ya no es lo que era antes.

O sí, ha vuelto al derroche de principios del siglo XX. Pero sin tantos riesgos como los que implicó la adicción a la demanda del mercado europeo en las décadas de 1880 a 1930. Ahora exportamos lo que soñamos. Y al mundo le gusta. Y piden más, pero no de lo mismo y no hay problema. Podemos reciclar todas las metáforas gracias a un par de científicos. E inventar nuevas, que reptan, se arrastran, vuelan o caminan.

Por algo teníamos tantos psicólogos en tu época. No fue en vano.

Nuestra aguja hilvanada de identidad estratégica acarició el exotismo alternativo atrayente pero farolero para hundirse en el refinamiento conocedor y la conciencia responsable de los mercados globales.

Y cuando son irresponsables, aquí estamos en Riviera. Aprendimos de nuestros propios errores, pero antes del de los demás.

La llanura y los valles abundan en esta Argentina. Es un lugar ideal para la inspiración que nos permite crear No-seres útiles y no tanto. Tenemos de todo. Por algo somos la primer potencia. También es la razón de que seres de otros universos nos hayan contactado. En tu tiempo, creían que Norteamérica, creían que China, que Rusia o Alemania. Pero no.

Aquí golpearon la puerta primero.

Y preguntaron por la mano de Dios.

Hasta la próxima,

Von «Bombasticus» Kong.

Bombasticus Kong, novela corta escrita por Adrián Gastón Fares.

Hasta lo que sé hay unos 25 capítulos de Bombasticus Kong, también llamada Impresoras Riviera o Von Kong. Es otra de mis novelas cortas (con El sabañón) El capítulo 24 y el 25 nunca me terminaron de convencer así que digamos que hay 23 capítulos, mejor dicho, y que Kong seguirá siendo Kong e informando desde el futuro desde su oficina en Impresoras Riviera, deschavando No-seres que muchas veces se hacen pasar por humanos, confiscando impresoras biogenéticas y luchando contra temibles creaciones (impresiones):

Los No-seres, en ocasiones inventados por niños como en este Kong Capítulo 21.

Taka, una no-ser de origen japonés, fue compañera de Kong en muchas aventuras (bueno, en realidad no más que en 20) hasta que, como era esperable por su identidad, se pasó al bando contrario para defender la libertad de los No-seres.

Que baje a papel esas andanzas futuras de Bombasticus Kong y las publique… es algo que no sé si sucederá. Sí me alegra saber que podré volver a divertirme con mi amigo no tan imaginario.

Inventarle algunas aventuras desde el pasado para que las viva en su futuro y luego me las cuente en alguna inesperada carta. Adrián G. Fares.

PD: Recomiendo que lean esa maravilla de novela corta epistolar llamada La escopeta de caza (1949) del escritor japonés Yasushi Inoué.

Si escribes terror, pide perdón.

Hace tiempo que quiero escribir un poco sobre un tema. Y es la conflictiva relación entre el psicoanálisis y el género de terror.

Si, oh querido lector eres psicóloga, psicóloga, o psiquiatra, no te sientas mal por lo que vas a leer a continuación. Hay profesionales de la salud que son buenos. No quiero armar lío con esto ni hacer sentir mal a nadie como Freud hizo sentir mal a Richard Matheson.

Y de eso se tratan estas escuetas líneas. ¿Por qué un escritor como Matheson tenía que pedir perdón como escritor de terror? Incluso pasarse a escribir cosas más espirituales. La pregunta anterior léanla con el tono de George en Seinfeld al preguntar algo en la cafetería.

Mi hipótesis es que el psicoanálisis casi destruye al terror en la mitad del siglo XX.

Admito que es una hipótesis floja y que no voy a comprobar para nada en la exposición que hago ahora. Pero es un pensamiento, una idea, que cada tanto vuelve a mí (las veces que a Tarantino le preguntan ¿por qué tanta sangre? y tiene que detener la entrevista…)

En la introducción de 1989 de Nacido de hombre y mujer y otros relatos espeluznantes, un libro de cuentos de su autoría, Matheson dice:

No pretendo que esta introducción a mis cuentos escogidos sea una especie de confesión que deje mi alma al desnudo ni un sesudo análisis psicológico de mi personalidad.

Y entonces Matheson suspende el inicio de sus cuentos por unas cuantas hojas con una serie de explicaciones de por qué se le ocurrieron unos relatos de terror. Sigue y dice:

Con la imprescindible ayuda de un psiquiatra competente podría repasar los cuentos de esta colección y entresacar de cada uno el motivo subyacente que me impulsó a escribirlo y lo que revela de mi personalidad de aquel momento.

Y luego:

Desde el punto de vista de la psiquiatría, la paranoia es un trastorno mental que se caracteriza por delirios sistemáticos y por la proyección de conflictos internos en una supuesta hostilidad por parte de los demás. Es una descripción esquemática y precisa del grueso de mi trabajo en estos cuentos.

Y explica luego en un tono más o menos amedrentado cómo fue escribiendo cuentos de terror para expresar la hostilidad que el «mundo real» generaba en el hijo de una familia de inmigrantes. Analiza hasta su matrimonio, y ve todos sus cuentos a través del prisma del psicoanálisis o peor aún del Manual de Trastornos de los psiquiatras. El DSM, que en realidad fue construido, según tengo entendido, copiando el aporte de un psicólogo de la conducta, Robert Hare, que investigó la psicopatía (personas con un trastorno de la personalidad que antes eran llamados simplemente «malas personas»; está claro que todos no son Hannibal Lecter)

Matheson termina diciendo que él es Don Paranoias (un escritor donde la paranoia es muy escasa, comparada con otros autores de ciencia ficción que parecían verdaderamente locos, en el sentido más superficial de la palabra)

Parece como que Matheson antes de dar el paso a escribir algo más espiritual, o constructivo si quieren, según debía ser su punto de vista en esa época, como es Más alla de los sueños (1978), que luego fue llevada al cine, como la mayor parte de lo que escribió, se critica a sí mismo por escribir cuentos de terror y expresa que no deben creer mucho en él, ni esperar mucho de su última novela, porque después de todo, sigue siendo un paranoico, Don Paranoias. Así termina su Introducción de 1989 al libro de cuentos citado.

Leí las novelas de Richard Matheson, y algunos de sus cuentos, y me parecen más o menos construcciones de la imaginación, más o menos las mismas que dieron nacimiento a la psicología y al psicoanálisis y no a la inversa. Me parece que El hombre menguante, una novela de terror y ciencia ficción, ilumina a la «discapacidad», por ejemplo (especialmente en la escena con la mujer pequeña del circo) de una manera que ningún psicólogo ha podido hacerlo. Por otro lado, el aporte de Matheson como guionista es notorio, no hay más que mirar su versión de La caída de la casa Usher (guionada por él para Roger Corman) para apreciar cómo le da resonancia a una historia difícil de adaptar al cine.

El prurito de Matheson con el terror no parece compartido por uno de sus acólitos más famosos, Stephen King, que supera tranquilamente las preguntas de por qué escribe terror y hace chistes con el tema y dice, por ejemplo, a la prensa (creando un microcuento excelente, de paso):

Yo tengo el corazón de un niño pequeño. Está en un frasco de vidrio sobre mi escritorio.

Pero es un chiste y un psicólogo levantará la mano para opinar alguna cosa, supongo.

Sigamos, mejor con:

El ente (1982), esa película basada en un libro de Frank de Felitta. La vi de chico y no recuerdo lo censurada que estaría (tiene desnudos y escenas eróticas) pero la película no da ningún miedo (creo que a Scorsese le gusta mucho porque conceptualmente está más que bien). Lo que da miedo, y no parece ser un chiste, es como tratan los médicos (creo que son psicólogos o psiquiatras) a la protagonista. Hacen algo que es echarle la culpa a ella del problema. Y explican que no puede ser que un fantasma violento la esté atacando, según ellos, claro, ella está inventando todo, incluso los abusos que sufrió de chica por un ex novio y por su padre.

Esta actitud es la que critica Alice Miller (una psicóloga especializada en el maltrato) en su libro El cuerpo nunca miente. Allí Miller acusa a Freud de haber predestinado a Virginia Woolf. Dice que su suicidio fue una consecuencia de que el arribo del psicoanálisis la hizo sentir culpable por los abusos que sufrió de chica en vez de hacer que pudiera enfrentarlos (según Miller los abusos que sufrió Woolf no fueron aceptados por su psicoanalista que los hizo pasar por deseos inconscientes de ella) Más o menos como lo que ocurre en El ente, con los seres que realmente dan más miedo que el fantasma violento al que no aceptan: los profesionales que intentan ayudarla.

Ahora bien, se hace tan insoportable el tema del psicoanálisis leyéndolo todo, interpretándolo todo, como si no hubiera otro marco de referencia, especialmente para el arte, que un crítico termina en 2021 una crítica a una serie con las siguientes palabras (Crítica publicada en La nación de La maldición de Bly Manor).

Los primeros episodios se mueven a un ritmo letárgico y abusan del recurso de la aparición del espectro en el espejo, tras la protagonista, junto con un golpe en la banda sonora. Importa menos el horror que la escenificación del deseo de los protagonistas, eso que el psicoanálisis también llama el fantasma.

Estudié Cine en la Universidad de Buenos Aires así que valoro a veces un poco la lectura psicoanalítica (de hecho escribí un corto sobre el tema del «fantasma» en Lacan, que se llama La venta; un trabajo para la facultad y ¡me saqué un diez y todo!) pero no deja de sorprenderme como un proceso tan misterioso como la producción de arte puede ser reducida tan miserablemente a una fórmula interpretativa.

En lo demás hay que decir que la crítica es bastante justa con la serie.

Cansa tanta lectura psicoanalítica, poco creativa, de todo, y es hora de que los que hicieron mal con un discurso dominante que parece haber subyugado a medio mundo durante tantos años reflexionen un poco.

Me parece que es hora que los que pidan perdón son algunos psicólogos y psicólogas.

O que por lo menos sean sinceros cuando no pueden comprender algo, y que no usen el cajón de herramientas oxidadas, sino el corazón.

PD: Y la inteligencia creativa.

PD 2: Y lean los cuentos del gran Richard Matheson y más que nada sus novelas. Don Paranoias era un genio.

por Adrián Gastón Fares.

Escena de The entity (El ente) dirigida por Sidney J. Furie.

Lanzamiento novela digital Seré nada. Formatos para lectores de libros electrónicos. Digital book. Libros gratis en epub y mobi.

La edición digital para libro electrónico (formato .EPUB) de Seré nada ya está disponible para que la lean de manera gratuita.

Pueden leerla en cualquier lector digital, con el software adecuado (Sumatra, FBReader, Adobe Digital Editions, por ejemplo) o en lectores de libros electrónicos como Kobo, Kindle, Noblex, etc.

El link gratis a Google Drive con el formato para Kindle (Mobi): Novela Seré nada Mobi gratis

El link gratis a Google Drive para formato Epub: Novela Seré nada Epub gratis

Seré nada es mi nueva novela de terror. Puede ser una novela distópica, puede ser una novela de ciencia ficción, puede ser una sátira, puede ser una comedia, puede ser una novela de terror sobrenatural con un poco de western del conurbano, puede ser una novela de monstruos, de vampiros, puede ser una novela sobre la «discapacidad», o puede ser una novela sobre la hipoacusia, o la sordera, en fin, muchas cosas puede ser Seré nada porque fue un producto de mi imaginación durante abril de 2020 a febrero de 2021.

En formato digital tiene un poco menos de páginas (cuenta 166, contra 200 del PDF; en tal caso mejor si son menos; aunque el PDF está formateado según las reglas comunes entre editores para estos manuscritos)

Quería agradecer a mi amiga Majo por las correcciones que me hizo el año pasado, antes de la publicación en el blog, que me sirvieron muchísimo. Pueden leer su blog: http://extranjeraencadapais.blogspot.com/ También por animarme a escribir sobre el tema de la hipoacusia y más que nada a escribir otra novela.

(si quieren contar qué les pareció la novela, soy todo oídos)

Los dejo con una nueva sinopsis de Seré nada.

 ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

¡Saludos!

Adrián G. Fares

Edición digital de cuentos de terror y ciencia ficción del blog. Link para lectores de libros electrónicos (EPUB)

La edición digital para libro electrónico (formato .EPUB) de Los tendederos es la selección de algunos de los cuentos de terror, misterio y ciencia ficción que escribí en este blog.

Título original: Los tendederos. Cuentos. Número de páginas. 338.

Link gratuito en Google Drive en formato EPUB: Los tendederos EPUB gratis

Este libro de cuentos de Adrián Gastón Fares está fomentado por el terror, la ciencia ficción y lo extraño. Explora los dos lados de la moneda de los vínculos familiares y amorosos desde la literatura fantástica. Estos relatos han sido ponderados como escalofriantes, diabólicos, surrealistas, pánicos, siniestros, espeluznantes. Los neófitos encontrarán nuevas experiencias para exorcizar sus miedos más profundos, para arrumarlos; también, disfrutarlos. Los seres y las tramas que pueblan este libro viven en las aguas profundas de un terror todavía más hondo, ese que tiene que ver con lo que somos, con lo que hemos sido y lo que podríamos llegar a ser. Lo cotidiano visto a través de una nueva lente perturbadora, futuros sospechados y sentidos, tramas policiales, el desamor, supersticiones rurales, familias peligrosas, edificios abandonados, fantasmas, nuevos monstruos, todo esto y más puede encontrarse en estos cuentos poblados de imágenes únicas y sorprendentes.

Contiene los siguientes relatos, en este orden:

Las hermanas
Los tendederos
Reunión
La edad de Roberto
Un contrato conmigo mismo
Lo que algunos no quieren contar
Buenos días, Sr. Presidente
El Perchero ausente
Padre
El aguante
Las aparecidas
Las mil grullas
Todo termina que es un sueño
La casa de Orlando
Te espero en el techo
Los Endos
El reloj
Un posible fin del mundo
Bajo la manta
La casa nueva
Los cara cambiante
El vendedor de tiempo
Los dominantes
El cuento original
El hombre sin cara
La casa del temor
No es humo
Nuestros
Puntos negros
El Buscavidas
A la caza
Los encantados
Las cartas negras
Padrastro
Delcy y Nancy

Pueden encontrar la versión en PDF también en la página de inicio de este blog.

Felices carnavales.

Audio Los tendederos, cuento de terror.

Los tendederos, por Adrián Gastón Fares.

Los tendederos, cuento, audio para escucharlo.

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra.  Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocí a un muchacho que pudo haberme hecho madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.  Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo.

Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero. Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento.

El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

De repente, el vestido flotó otra vez hacia la cuerda primera como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor.

Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo. Algo me acarició el brazo. Me di vuelta.

A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa. Como si la tela envolviera un alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto, me di vuelta.

Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia.

Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con una mano aferrada a la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre. Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las había alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.

Jamás encontré la corbata del señor. El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.

De vez en cuando veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa.

Pensará que nos debe algo.

por Adrián Gastón Fares.

Los tendederos. #relatoscortos Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.
Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra. Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocí a un muchacho que pudo haberme hecho madre, pero desapareció mucho antes que el señor.
La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.
Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.
Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.
La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente. Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.
Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo.
Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.
Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.
Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.
El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.
Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.
El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero. Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento.
El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.
Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.
El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.
De repente, el vestido flotó otra vez hacia la cuerda primera como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor.
Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo. Algo me acarició el brazo. Me di vuelta.
A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa. Como si la tela envolviera un alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.
La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto, me di vuelta.
Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.
El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia.
Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.
Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.
Maca seguía mirando con una mano aferrada a la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.
Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.
Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.
Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre. Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.
Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las había alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.
Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.
Jamás encontré la corbata del señor. El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.
De vez en cuando veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa.
Pensará que nos debe algo.
por Adrián Gastón Fares #blog #literatura adriangastonfares.com #terror #cuentos #lostendederos #horrorfiction #horrorfictionwriter #escritor #writer #writerscommunity #shortstory #supernatural #mystery #woman #fantasmas #oculto #ghosts #adriangastonfares

Seré nada. 46. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 46.
En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar? Cuanto más tiempo tarden en descubrirlo, más difícil será escapar.

46.

Entre tanto alboroto, no todos los del colegio escaparon a sus casas.

Algunos decidieron que lo mejor que podían hacer era ofrendarse a esos dioses que recién habían descubierto. Particularmente, los que habían sido lastimados por ellos.

Gema y Lungo ya se habían saciado. Atrás quedó el hambre y la bronca.

Se sentían fuertes y cuando los nuevos acólitos, entre los que se encontraba el adolescente asiático, se acercaron mareados y rendidos, con las manos en alto, dejaron que los siguieran.

Cuando vieron la torre espacial de Interama, con las luces rojas y blancas parpadeando en la noche, los sobrevivientes del colegio creyeron que los serenados la habían usado de torre de control para descender desde el cielo. Mientras caminaban pensaban que iban a ser guiados a una nave espacial extraterrestre.

Se sintieron perdidos cuando en la calle Marco Avellaneda, en vez de seguir el largo camino hasta el antiguo parque de diversiones, los supuestos extraterrestres para algunos, para otros dioses, doblaron y entraron en una casa alta.

por Adrián Gastón Fares.

¡Sólo falta el 47!

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederos. Seré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 45. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 45. Audio libro. En Seré nada, tres amigos parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en la busca de la leyenda bloguera de una colonia de sordos. Encuentran a personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar? Cuanto más tiempo tarden en descubrirlo, más difícil será escapar.

45.

Silvina y Ersatz recorrieron el camino de regreso a la casa, donde los recibió Fanny sentada en el cordón de la acera, bajo la luz fría, con las piernas juntas, temblando de ansiedad.

Se sentaron al lado. Silvina la abrazó.

—¿Qué le mostraste a Lungo? —Ersatz le preguntó con curiosidad.

—Sí, ¿qué le mostraste para que cayera a tus pies? —dijo Silvina después de despegar la mirada de los labios de su amigo.

La intención de la pregunta era que la adolescente no pensara en el destino de Gema y los demás serenados.

Fanny sacó el celular. Manoseó la pantalla. La giró hacia ellos.

Era una fotografía.

De izquierda a derecha en la imagen de la pantalla estaba Zumo y Lungo, este con la boca impoluta, los labios cerrados, con el brazo cruzado por arriba del hombro de Gema, que a su vez tomaba de la mano a una niña, Fanny. Detrás había lápidas y una ensombrecida capilla. Los cuatro parecían sonreír con la mirada.

Ersatz asintió rápido con la cabeza, tratando de que su aprensión no se notara.

Silvina estrechó más a la adolescente.

Fanny escribió en su teléfono:

¿Madre sobrevivió?

Ersatz la miró sin contestar. Silvina contestó la verdad.

No lo sabían.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. 44. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 44. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… 

44.

Ersatz y Silvina sostenían una gruesa manguera anaranjada. Recorrieron el lugar con la vista. Caminaron arrastrándola hacia el escenario y apuntaron hacia arriba.

El público pensó que eran bomberos y que debajo del escenario había ocurrido un incendio, así que los dejaron pasar.

Además, el hedor que acompañaba a esos dos era insoportable.

—Por Manuel —dijo Ersatz.

La manguera estaba rígida, llena.

Ersatz le quitó la tapa.

De repente, un chorro de un líquido grumoso y pardo salió expelido hacia el escenario.

Al instante, Osvaldo vio que un chorro de mierda se dirigía hacia él. Evelyn no pudo escapar.

Los dos cayeron de rodillas. Evelyn vomitó.

Luego Erstaz y Silvina apuntaron hacia el público, dejaron la manguera en el suelo expeliendo mierda y más mierda, que salpicaba en abanico, como si fuera un oscuro fuego de artificio. Corrieron hasta la puerta y salieron.

Gema, que ahora era una mezcla de sangre y mierda en el suelo, pero sangre y mierda con vida, se acercó a Osvaldo, abrió la boca y le arrancó un pedazo de mejilla.

Empezó a masticarla. Pero no tenía paz. El de barba se adelantó y la empujó con la flecha de la punta del mástil de la bandera. Habría pensado que tenía filo. Gema sólo resbaló por la superficie del escenario hasta sobrepasar el bordillo y caer al suelo. Quedó arrodillada enfrente del público, que no sabía si escapar de la mierda o de Gema.

Se levantó y empezó a tirar dentelladas a dos hombres que entre la lluvia oscura intentaban atacarla. Resonaron algunos disparos, pero la serenada gruñía más alto.

En el escenario, Evelyn estaba ahogada en su propio charco de vómito.

Del susto, algunas mujeres le tiraron los platos con los cubos de salamines y quesos a Gema. Pensaban que tenía hambre y que por eso las atacaba.

Entonces, la pared que separaba el colegio del patio exterior se vino abajo e irrumpió la trompa azul del camión de aguas residuales. Varios corrieron despavoridos y tres fueron embestidos por el vehículo.

El que manejaba era Lungo, que esperó a que Gema lo reconociera.

Primero lo miró con desconfianza, pero luego la mirada de Gema se enterneció. Comprendió que algo había cambiado a Lungo, que abrió la puerta para invitarla a entrar. Cuando trató de alcanzarla un fortachón del público que tenía una gorra de Chevrolet, lo mordió en la cara.

El fortachón retrocedió, con el rostro sangrando, y fue tal el susto que le dio a los demás que empezaron a escapar todos para donde podían.

Algunos trataban de entrar a los baños. Las puertas no se abrían porque estaban cerradas por otros que los habían antecedido en ocuparlos.

Otros corrieron hacia las escaleras del primer piso del colegio.

El micrófono había quedado tirado en el escenario y ahora acoplaba, molestando a los oídos de todos, incluso a los de Lungo y Gema.

Desde la cabina del camión, Lungo dio un salto que lo dejó entre los que tenían el puño en alto para abatirlo. Comenzó a dar dentelladas y pudo herir a varios.

Gema no se quedó atrás, y se subió al cuello de varias mujeres que, con la cara enrojecida, le gritaban demonio y otras malas palabras.

Mordieron a los que pudieron, Gema en parte para alimentarse y recobrar las fuerzas, en parte por simple bronca y venganza, y el espectáculo fue tan espeluznante que los hombres y las mujeres salieron corriendo hacia sus motocicletas, sus coches, corrieron para sus casas entre los escombros, la mierda y la sangre, y sólo quedaron los más valientes que fueron reducidos y pinchados por los dos serenados.

Antes de abandonar el lugar, Gema caminó entre los cuerpos de los que retozaban en el suelo, subió al escenario, y enfurecida, giró el cuerpo de Evelyn y le desgarró la bata.

Luego le clavó los colmillos en el cuello.

La cinta larga celeste y blanca se desprendió del telón y cayó en el escenario.

En la calle había personas arrastrando los pies, ya sea por las heridas en los brazos y el cuello, porque estaban cubiertas de mierda o por las dos cosas a la vez.

El hedor era insufrible.

Hasta los caballos se habían escapado.

La fachada del colegio estaba en penumbras. La camioneta había derribado los palos de luz de esa vereda.

Más lejos, los postes que seguían de pie iluminaban con sus lámparas amarillentas a las personas que se alejaban del colegio con la ayuda de sus pies o de sus vehículos.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 43. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 43. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… 

43.

Entre tanto alboroto, los reunidos ante el palco no escucharon los gruñidos y gemidos, ni otros ruidos que estaban contenidos en el semicírculo inferior del escenario.

La puertita de entrada al foso estaba debajo de una de las escaleras laterales del escenario. Dentro del foso, otra puerta, que accionaba una escalera plegable, daba detrás del telón. Estaba pensada para utileros, pero en este caso era necesaria para mantener la sorpresa que Osvaldo iba a liberar luego de tantos vítores.

Algunos no sólo gritaban, también saltaban y se sentía una vibración en el suelo, como si el colegio fuera a venirse abajo en cualquier momento.

—Y ahora nuestro embanderado más pequeño y el más experimentado, otro médico como la doctora presente, que supo prestar sus servicios para el país… —dijo Osvaldo mientras se golpeaba con el puño cerrado el saco blanco abotonado—, por nosotros, por ustedes, hasta por esos desagradecidos que se fueron, va a entregarnos el fruto de la paciencia, la perseverancia, el trabajo en grupo y el compañerismo. Con ustedes, Ulises “Algodoncito” Gutiérrez. Nos explicará su particular método de encontrar la cura adecuada para que nuestra sangre criolla no vuelva a malgastarse.

Osvaldo acompañó con el brazo estirado la invitación a que el telón se abriera. Al ver que no salía nadie se acercó con cautela para abrirlo él.

El chico asiático y el tipo barbudo, en los roles de escolta y abanderado, movían los ojos para todos lados, atrapados en las posturas firmes. La gente gritaba.

—¡Queremos verlos! ¡Viva la patria! ¡Viva Argentina! —dijo uno que vestía una camisa colorida.

—¡Viva el Gran Buenos Aires! ¡Viva Zona Sur! —dijo una mujer que aplaudía apretando la cartera con los brazos.

Otro, un hombre pelado y con anteojos gruesos, revoleaba un pañuelo blanquiceleste. Eran pocos los que tenían menos de cuarenta años.

La mayoría andaba por los cuarenta y tantos. Abundaban los cabellos teñidos, las calvas, las arrugas, las barrigas de cerveza, los hombros sobrecargados.

Tanto las mujeres como los hombres apretaban sus cintas rojas.

Se había corrido la voz de que el azul oscuro, casi negro, era el emblema de los serenados, y eso potenciaba la elección de cuidarse del poder demoníaco de esos seres extraños con elementos de colores rojos.

Estaban tan enardecidos que empezaron los silbidos porque el telón no se abría.

Osvaldo estiró la mano para apartar el telón. En ese mismo momento se abrió y apareció una figura humana.

Gema tenía lágrimas en sus ojos y sangre por todo el rostro.

Llegó hasta el bordillo del escenario y se detuvo en seco. Evelyn se arrojó al suelo como si hubieran tirado una bomba. Gema observó a la ahora callada multitud.

Sin dejar de llorar retrocedió unos pasos, hasta quedar más o menos en la línea de los dos embanderados que no se animaban a dejar su postura recta.

—Pero ven lo dócil que la convertimos. Sola se va a presentar —dijo Osvaldo mientras el micrófono le temblaba.

Gema, acorralada, pasaba la mirada por la multitud.

La mayoría sostenía en lo alto sus cintas rojas. Algunos hasta crucifijos que blandían delante de ella.

Como si buscara a alguien entre la multitud, Gema miraba de un costado al otro del patio.

Parecía ida. No podía saberse qué había sido de su boca porque era un manchón de sangre.

Un reflector tardío, manejado por uno de los invitados, la iluminó.

Gema no cerró los ojos. Despegó los labios por primera vez en su vida.

Tenía varios colmillos afilados en sus grandes encías.

Algodoncito le había tajado con una de sus cuchillas los esbozos de labios que tenía, y ahora su nariz, liberada, luego de tanta adaptación para alimentarse, al abrir la boca se deslizaba casi hasta el entrecejo.

Lo que vieron los de abajo fueron ojos blancos, una boca abierta que era casi más grande que la cabeza y las manos crispadas por la desesperación que Gema había pasado en la operación.

La señora mayor, que se ve que todavía estaba un poco mareada por el veneno de Fanny, se le acercó con el plato en alto.

Para completar el acto, Gema tenía que aceptar y engullir esa comunión representada por el pedazo de queso y los dados de salamín.

La señora estiró la mano con el queso apretado entre sus dedos, acercándolo a la cara de Gema, que gimió y le apartó la mano con el bocado.

Llegó la risa de los de abajo, que esperaban ver algo más portentoso, no a una mujer con calzas negras, boca de piraña y el rostro elástico.

Entonces, Gema gruñó y empujó a la señora mayor, que fue a parar cerca del bordillo del escenario. Mientras, se iban acercando Osvaldo de un lado y del otro Evelyn para seguir con la presentación. Pero en ese momento el telón se volvió a abrir y aparecieron los gemelos. Llevaban algo entre los dos.

Era el cuerpo de Algodoncito. Uno le estaba masticando una pierna, y el otro tenía clavados sus dientes recién ventilados en el cuello.

La sangre manaba del cuello del enano.

Detrás de los gemelos, desde el telón, irrumpió en el escenario un ser reptante. Era la mujer de rodete que, caminando en cuatro patas, sobrepasó a Gema y aulló como un lobo hacia los presentes. El estrés acumulado en la cueva de Algodoncito le había hecho recordar todo lo que sufrió en la vida y así, con ese aullido, se hacía oír.

Los dientes eran más largos que los de Gema. Los que estaban adelante, que todavía no sabían si lo del enano era parte del acto o no, empezaron a retroceder, generando una avalancha, que empujó a los de atrás hasta las mesas preparadas para el refrigerio.

Uno de los gemelos había soltado al enano que quedó colgando de la mordida del otro.

El que lo había soltado estaba masticando un pedazo de la carne del muslo que le había quedado prendida en sus fauces.

Todos los serenados habían perdido el bronceado y estaban famélicos lo que hacía parecer más grandes sus hasta ahora ocultos dientes y sus cabezas.  Y eran todos tan altos…

La multitud estaba paralizada de miedo.

Gema siguió llorando mientras daba la espalda al público.

La mujer de rodete saltó del escenario al público, y semidesnuda como estaba, empezó a tirar dentelladas, hiriendo a unos cuantos.

Los gemelos habían dejado los restos del enano, y bajaron por las escaleras de los costados del escenario.

Los dos se unieron a la mujer de rodete para acorralar al público presente. El gruñido reverberó en el patio y la multitud retrocedió aún más.

El acto reflejo de mover la boca cuando se ponían nerviosos los hacía parecer peligrosos y violentos. Sus bocas ahora podían abrirse y no sabían muy bien cómo controlarlas.

Gema seguía adelante en el palco, traumatizada.

Se le acercó Osvaldo con el micrófono en la mano. Le pasó el cable por el cuello y comenzó a estrangularla.

Eso animó un poco a los de abajo e incluso pareció darle una indicación de cómo debían actuar.

Pronto resonó un disparo. Luego, dos más. La mujer de rodete voló hacia atrás y quedó tirada en el suelo. Los gemelos se desmoronaron, abatidos.

Gema empezó a sofocarse, y en vez de resistirse, apretó la boca hasta que cayó desfallecida en el suelo.

Habían matado a todos los demonios. Por lo menos, parecía eso.

Osvaldo tiró del cable del micrófono, atajó el aparato en el aire y se lo llevó a la boca.

—Tranquilos… Hicimos lo que pudimos para conservarlos con vida. Teníamos un plan hermoso para ellos. Hermoso… Pero el destino parece no haberle perdonado la traición a la sangre noble. No podemos curar a todas las personas. Por lo menos, servirán de ejemplo para que nuestra estirpe siga fuerte y sana por varias generaciones gracias a ustedes. —Tosió y se aclaró la garganta para elevar la voz—: A veces la sangre degenerada no tiene cura, incluso con los mejores métodos y cuidados.

El público se había vuelto a acercar al escenario y estaba vitoreando. Menos tres hombres que habían sido mordidos antes de que las balas alcanzaran a los gemelos y a la mujer de rodete. Los mordidos, tirados en el suelo, giraban sobre sí mismos con una sonrisa piadosa.

—¡Viva la sangre pura bonaerense! —gritó Osvaldo, mientras la incorporada Evelyn, cuyos labios temblaban, trataba de juntar las manos en un aplauso.

La puerta que daba al patio se abrió de golpe.

Una mujer y un hombre, desconocidos para la multitud, entraron con ímpetu al colegio.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 41. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 41. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

41.

El barbudo tenía un pie sobre la espalda de Ersatz, como si hubiera sido fácil reducirlo. Tenía un brazo alzado para descargar el puño cerrado en caso de que fuera necesario.

Lungo gruñía y separaba más los brazos mientras avanzaba con más velocidad hacia el encuentro de Fanny, que tenía la boca apretada y la nariz manchada con la sangre de Ersatz.

—No saben con quién se están metiendo —dijo Ersatz, fue lo único que se le ocurrió para la situación en que estaba. El barbudo le pegó una trompada en la mandíbula.

No sintió dolor, pero se preocupó porque era una zona cercana al oído. Lo que faltaba era que lo dejaran más sordo.

Lungo se detuvo. Fanny tenía su celular en alto. Le estaba mostrando algo en la pantalla que el gigante parecía no querer ver. Se tapaba la cara, retrocedía, y daba vueltas sobre sí mismo, moviendo las manos hacia arriba como si estuviera espantando a unos murciélagos.

—Quería… Como ellos… Ser… —gritó Lungo con su voz cavernosa.

Fanny asentía con la cabeza.

—Así… No —agregó Lungo.

La cara de Fanny se desarmó otra vez. Parecía querer llevar el colmillo hacia la nariz por momentos, por otras apretaba los labios contrarrestando ese movimiento. Los ojos empequeñecidos, las lágrimas otra vez sobre sus alisadas mejillas. En ningún momento dejó de tener el celular en alto, hasta que Lungo dejó de dar vueltas.

Se acercó a ella y se arrodilló.

Fanny se inclinó para abrazarlo. Lungo aceptó el abrazo y la rodeó con sus largos brazos.

Giró la cabeza y miró hacia donde estaba el barbudo y el chico asiático con una mirada que estos dos nunca le habían visto.

Tenía apretada la boca, no babeaba, y el odio que reflejaban sus ojos era más alarmante que su colmillo deforme y su altura.

Lungo se incorporó, se quitó la mitad del pelo largo de la cara y empezó a caminar hacia donde estaba Ersatz y Silvina.

El barbudo dejó de pisarle la espalda a Ersatz y se inclinó.

—No soy como los que mataron a tu amigo —murmuró.

Ersatz ubicó las palmas debajo de su cuerpo y tiró las piernas hacia atrás. El barbudo cayó al piso.

El chico asiático, que ya había soltado a Silvina y retrocedía, se asustó más al ver a su amigo derribado.

Inclinó la cabeza, haciendo una reverencia de despedida, y empezó a escapar, corriendo hacia la avenida.

El barbudo se levantó, hizo una reverencia con la cabeza y también se lanzó a correr.

Lungo corría dando enormes zancadas y aunque parecía imposible que alcanzara a sus nuevas presas, verlo no daban ganas de especular con la posibilidad de que lo hiciera.

Los perseguidos miraban hacia atrás cada tanto y se seguían alejando más rápido.

Ersatz miró hacia Fanny que de perfil en la mitad de la calle tenía los hombros bajos. Parecía agotada y desconsolada.

Silvina miraba hacia Lungo, que gemía mientras corría al barbudo y al chico.

Ersatz le preguntó a Silvina si se encontraba bien.

—Yo sí… Pero los otros… Pobres… Son locos, los deforman en el colegio.

—Vamos. No hay tiempo que perder —dijo Ersatz mecánicamente como si necesitara decir algo obvio para asimilar lo que acababa de escuchar.

No quería que nada lo distrajera de la idea que se le había ocurrido, un plan que quería ejecutar de la mejor manera posible. Y eso significaba disfrutar el proceso.

Empezó a correr con las manos estiradas hacia arriba, gimiendo como si fuera Lungo.

Silvina lo miro incrédula y dubitativa primero, luego sus ojos se encendieron y se lanzó a correr como Ersatz.

Corrieron bajo el sol, por detrás del gigante, gritando y moviendo las manos, hasta que se cansaron.

Una vez que el barbudo y el adolescente asiático doblaron en la avenida, Lungo gimió y dejó de perseguirlos. Tenía la mirada nublada.

—Vamos, Lungo… Vení con nosotros —dijo Silvina mientras ladeaba la cabeza hacia el trecho que faltaba hasta el colegio.

Lungo tenía los ojos húmedos ahora. Se tapó la cara con las manos grandes.

—Puedo… No… Fanny… Sola… —dijo y se volvió para retroceder por la avenida.

Silvina se acercó a Ersatz, resoplando.

—Les tajean las bocas… —Silvina miró hacia atrás.

—Lungo… —dijo Ersatz.

—Van a hacerle lo mismo a Gema y a los demás… El gordo ese, Osvaldo se llama, está vestido como para una fiesta…

—Vos sabés manejar, ¿no? —le preguntó Ersatz girando los puños delante de ella.

—¿Qué? No entendí… Ah, ¿me estás cargando? Te hizo mal ponerte ese buzo de hace ochocientos años. ¿No había algo más grande?…

El buzo dejaba ver el ombligo de Ersatz. Y la capucha parecía un pañuelo alrededor del cuello.

—Ah, sí, esos pantalones. —Silvina miraba con desaprobación los holgados jeans de Ersatz. —No sé manejar.

Ersatz la miró con seriedad. Suspiró.

Aspiró el aire fresco.

—Vamos —apuró Ersatz.

—¿Adónde?

—Vamos, volvamos, toda esta corrida fue al pedo, tenemos que volver por Lungo— dijo Ersatz mientras giraba hacia Marco Avellaneda.

Silvina no entendió bien lo que había dicho Ersatz. Tampoco comprendía qué quería hacer su amigo. Pero lo siguió.

En el camino hacia la casa de los padres de Ersatz, pensaba, con tristeza, que ya debía ser tarde para hacer algo por Gema y los demás. Necesitaba abrazar a Fanny y esas ganas la hicieron correr más rápido que Ersatz por las calles.

La adolescente seguía en el lugar donde la habían visto la última vez. Estaba sentada en el suelo. Lungo, de pie, custodiaba, mirando hacia la avenida como si esperara que un malón apareciera de un momento a otro.

Fanny miró a Silvina con timidez y con un poco de miedo. Silvina no la abrazó. Le ofreció la mano. Fanny la tomó.

Caminaron en silencio y doblaron en la esquina de Ersatz.

Lungo bajó la cabeza para mirar a Ersatz que se había interpuesto entre él y la avenida.

Mientras lo escuchaba fue levantando la cabeza hasta que sólo vio el cielo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas IntransparenteEl nombre del puebloSuerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederosSeré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. TimeGualichoLas órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.

Seré nada. Capítulo 35. Nueva novela.

Capítulo 35. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.

35.

El aula, y otras del colegio de tres plantas, daba directamente a un patio de deportes y recreo que tenía una cúpula, muy alta, de chapa. El techo tenía muchos agujeros por donde no se filtraba ninguna luz. Silvina volvió a llevarse la mano al bolsillo como si tuviera el celular y pudiera ver la hora. Cierto, no lo tenía. Parecía de noche.

Cruzó cerca de una de las columnas que separaban el pasillo del patio, custodiada por Lungo, que cada tanto le daba un empujón.

Miró las lámparas amarillentas que iluminaban las puertas de los baños del colegio. Lungo la hizo girar. Vio el escenario, en el vértice del patio. Arriba había un micrófono en su soporte.

En lo alto de las paredes había algunas bocinas blancas que debían usar en ese colegio para el rezo, para anuncios y para pasar el himno nacional.

A sus espaldas había pupitres donde estaban sentadas personas que creyó nunca haber visto. Giró para ver las caras.

Eran el barbudo y el chico asiático que la miraban con fijeza.

Más atrás, una vieja barría con un escobillón las hojas amarillentas de los árboles que parecían colarse cada tanto por una puerta grande, que daba a un patio exterior. Silvina pudo ver un pedazo del cielo oscuro, iluminado por las luces del alumbrado. Luego sintió que la empujaban. No querían que mirara.

Adelante había una fila de sillas de plástico blancas.

En el escenario había un telón ennegrecido, que había sido bordó alguna vez, y parecía pesado por la mugre que tenía. En la parte superior del telón habían acordonado una cinta celeste y blanca, de lado a lado, con unas palomas de cartón enmohecido en cada punta.

Debajo del escenario, sobre el semicírculo de la base, había una abertura con una pequeña puerta que estaba abierta.

Lungo la empujó hasta ahí. La hizo agachar para que entrara. Luego cerró la puerta.

Dentro de ese semicírculo iluminado con mesas bajas y veladores sin pantalla, con cegadoras lámparas frías, blancas, Silvina vio que había varias camillas bajas con cuerpos encima.

Los cuerpos estaban tapados con sábanas blancas, como si fueran cadáveres. Silvina levantó la cabeza y se la golpeó con el techo.

—Vení —gritó una voz alegre.

Giró la cabeza y recorrió con la mirada tratando de descubrir de donde venía la voz.

—Sentate ahí —volvió a escuchar la potente voz.

Bajó la mirada. Vio a la persona que le hablaba.

Era un enano. Con una bata de médico celeste con algunos salpicones de sangre le señalaba un pupitre que había entre las mesas pequeñas con lámparas.

En la pared larga estaban colgados cuchillos, sierras, un martillo y otros tipos de instrumentos cortantes.

El enano era morocho y tenía labios carnosos y una boca con dientes sobresalientes y desparejos.

Silvina caminó, con la espalda doblada, y se sentó donde el enano le había señalado. Ese tétrico banco de colegio que parecía un ataúd para Silvina.

—¿Cómo te llamás?

Silvina no contestó.

El enano se acercó a una de las camillas y levantó la sábana, doblándola con cuidado, como si estuviera haciendo la cama.

 —¿La conocés?

Era la mujer de rodete. Tenía los ojos abiertos, estaba muy flaca, con las venas sobresalientes en el cuello, y Silvina notó que tenía los pies atados.

 —Ves que tranquilitos que son con nosotros.  —El enano se pasó el dorso de la mano por la frente, como si estuviera agotado—. Estuvimos esperando todo el veranito para esto.

Parece ser que, como a algunos degenerados, le gusta hablar con diminutivos, pensó Silvina, que no sacaba los ojos de la boca del enano.

 —El solcito no se iba… Pasaban los días y seguía ahí arriba. —El enano movió la cabeza—. No era… práctico en ese momento. Pero ahora sí. Lo que les sacaron a ustedes no les sirvió. Necesitan más, siempre más…

Se escuchaba un ronroneo que parecía venir de uno de los cuerpos tapados. Silvina, oía bien los sonidos graves, ya sabía lo que significaba ese sonido.

 —La valentía…

El enano se tambaleó dando pasos rápidos con sus piernas cortas de un lado para el otro hasta la cabeza de la camilla de donde venía el soterrado gemido. Esta vez corrió la sábana como si fuera un mago que estuviera mostrando su mejor truco.

 —Un valiente. Silvinita…, ¿no?

El pelo rapado a los costados… El que estaba acostado en esa camilla era el serenado de polar negro.

A pesar de que el enano parecía haberle tajado la boca sólo con ese cuchillo que tenía en el bolsillo del delantal, el serenado protestaba de la única manera que sabía hacerlo, con gruñidos, sin abrir la boca, primero, pero cuando movió los ojos y vio a la mujer de rodete acostada, preparada para otra intervención como la que le habían hecho a él, separó los pliegues de los labios recién cosidos, y formó una O con la boca por la que se escapó un quejido. El enano miró a Silvina y le guiñó un ojo.

—El susanito ese que te trajo no quedó tan mal, ¿no? —El enano señalaba la puerta—. Después de sacarles los puntos parecen labios como de personas normales… —Movió la cabeza—. Pensar que cuando llegamos encontramos muertos por todos lados. Algunos ni estaban muertos, los tenían, así como están ellos ahora para succionarles la sangre de a poquito. No se quejaban ni nada, porque tienen ese venenito que es tan efectivo, ¿no?

Sacó el cuchillo y señaló una tarima donde había varios frascos con un líquido violeta pálido. Entre los frascos había algunas jeringas.

—Imaginate que estos estaban fuertes como bestias y se escaparon. Sólo al susanito pudimos agarrar… Es el más grandote, pero es dócil. —Elevó la voz cuando notó que Silvina fruncía el ceño para escucharlo—. La otra apareció solita después, qué sorpresa, a pedir… Ni loco, soy una persona entera, no iba a hacerle eso a una pendeja… Ya vi sufrir demasiado… ¡Trastorno de estrés postraumático! ¡Qué lindo diagnóstico! —El enano se alisó el delantal salpicado con sangre—. Algodoncito no tiene eso. Algodoncito era médico de la flamante Escuela Naval Argentina. Ya había visto sufrir antes de los ingleses…

Silvina temblaba. Estaba concentrada en apretar los labios y en no mandarlo a la mierda al enano.

 —El frío es horrible, ¿no? Pensá como era allá…  ¿Viste alguna placa conmemorativa que diga Ulises Gutiérrez?  No. —El enano movió con fuerza la cabeza—.  Al revés, si no fuera por el Tyson21 todavía estaría en una cárcel de porquería… Un chiste. Y acá me tenés, poniendo otra vez el pecho. Para qué ir a una guerra y después ver cómo esos traidores se amalgaman en el norte. Se cruzan con chilenas, con lo que sea, ¿no? —La miró y le guiñó un ojo otra vez—. Vos te quedaste. Buena actitud… Fijate… —dijo el enano mientras señalaba con la punta del cuchillo una de las orejas del serenado—. Es un diente. Mirá, donde le fue a salir.

Lo que ellos habían creído que era un arito era un diente que parecía de marfil. Era Zumo, entonces, se dijo Silvina. El enamorado de Gema, según Roger.

—¿Qué pasa, champion?  —le preguntó el enano a Zumo, que trataba con la poca fuerza que le quedaba de liberarse de las cadenas con las que lo habían aprisionado al escritorio.

El enano levantó la mano y dio un tirón. La oreja de Zumo comenzó a sangrar y algo cayó entre las piernas de Silvina. Era el colmillo. Se veían la raíz y las muescas de ese largo molar.

Al instante, Silvina se lo guardó en el bolsillo de su pantalón, sin que el enano la viera. No era que sirviera para algo, pero le pareció una profanación lo que acababa de presenciar.

 —Y después nos dicen morbosos a nosotros… Mirá, cómo es este. Porque todos son distintos parece.

El enano movió las dos manos y dejó plegado hacia arriba el labio superior de la boca de Zumo. Descubrió una hilera de dientes muy chicos, como de leche, sin desarrollar y cuando siguió corriendo la piel hasta llegar casi a la nariz un pedazo de hueso reluciente dividía la encía superior del serenado en dos. Al descubrirlo, el no tener nada que lo retenga, el diente que tenía de pared la carne, mientras el quejido del cuerpo al que pertenecía crecía, fue despegándose para apuntar hacia el techo del lugar.

 —Hasta la maestrita integradora se asustó con esto, eh. No hay mucha integración cuando te encontrás con estos tipos así, le dije. —Miró a Silvina, estudiando su reacción—. Te digo porque acá el único doctor soy yo. La bata no se mancha, ¿no? La medicina mezclada con psicología barata a mí nunca me gustó.

El colmillo no era curvo como el que colgaba de la oreja. Era un diente más afilado. La frente del serenado se desfrunció. El diente se flexionó por un momento. Luego el rostro de Zumo se tensó y el diente quedó firme otra vez.

—Linda espadita, ¿qué opinas? —El enano hizo un círculo con el dedo pulgar y el índice y le dio un puntazo al diente, que se bamboleó. —Flexible. Si ellos fueran así sería otra historia… Otra historia…

Metió la mano en un bolsillo de un delantal, sacó una pequeña tenaza y empezó a tirar de la punta del colmillo.

La piel de la encía era tan elástica que el enano tuvo que retroceder varios pasos hasta que logró arrancarle el colmillo. Zumo hizo tanta fuerza, abriendo de par en par los ojos y moviendo el torso aprisionado, que dejó de gruñir y clavó los ojos en el techo bajo.

—Este es para mí.

El enano le dio la espalda y caminó hacia la repisa con los frascos, donde depositó el colmillo en una gasa, que no sólo absorbió la sangre roja si no también un líquido azulado que tenía en la raíz.

Silvina miró al serenado cuya boca abierta se estaba llenando del líquido violáceo que escupía como una manguera el agujero que había dejado el diente. Al instante, Zumo comenzó a convulsionar.

—Eso se llama un poco del propio veneno, ¿no?

El serenado dejó de moverse.

 —Seguimos calladita. Qué mal. Falta de respeto… A Algodoncito le gusta hablar solito dirían…

Ese sobrenombre ridículo, con razón estaba tan resentido, pensó Silvina. Estaba pensando cómo ponerlo en contra de Evelyn, a la que Algodoncito no parecía estimar mucho.

Algodoncito destapó a la que tenía más cerca.

Era Gema. El gruñido pareció elevarse y juntarse con el de la mujer de rodete y con los otros de los dos cuerpos que seguían tapados.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 34. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 34. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades. Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada.

34.

Silvina abrió los ojos y vio todo negro. Pensó que se había quedado ciega. Lo que faltaba, se dijo. Descubrió lo que estaba mirando. Era una pizarra. No tenía nada escrito. Giró su cuerpo y vio varios pupitres amontonados en un vértice del aula en la que estaba. Los pies le colgaban del escritorio.

Otra vez en ese sueño donde volvía a la secundaria, pensó. ¿Dónde estaba el chico que le gustaba? Tendría que volver a verlo para después despertarse aletargada.

Cuando había terminado el encierro de la primera epidemia había quedado por días así, aletargada, sin fuerzas, durmiendo de más, soñando mucho que volvía a ser una adolescente.

Parpadeó y se quedó dormida por un tiempo más. Luego volvió a abrir los ojos. Lo negro. El pizarrón.

Descendió del escritorio. Caminó dando vueltas por la habitación. Se acercó a una de las ventanas. Las persianas estaban bajas. Había una lámpara colgando que la dejó reflejarse en los cristales. Vio las marcas alrededor de su boca y se dio cuenta de que en los sueños de volver al colegio no estaba. En esos se sentía adulta y se veía adolescente. Ahora, estaba en la pesadilla real en la que se había desmayado porque una médica loca le había dado una pastilla.

Caminó hasta la puerta e intentó abrirla, pero no pudo. Pensó que era la pastilla que la había debilitado, pero después de dar unas vueltas alrededor del escritorio y volver a intentarlo, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Buscó el celular en su bolsillo. Se lo habían quitado. Luego recordó que ni eso, se lo había olvidado cuando salió disparada del dormitorio en la casa de Ersatz.

Se sentó en el suelo y empezó a sollozar. Se llevó las manos a las orejas. No se acordaba que no tenía las prótesis auditivas. No podía escuchar nada del otro lado de la puerta.

¿Dónde estaría Er? Qué le habría pasado. Era culpa de ella. Otra culpa más que debía arrastrar como la muerte de Manuel.

Se vio entrando al café donde se reunía con Manuel y Ersatz, un día de invierno. El sol bañaba la mesa donde la esperaban sus dos amigos. Extrañaba eso. ¿Por qué siempre buscar algo nuevo, algo más?

Siempre insatisfecha. Armando líos. Por eso la había abandonado su madre. Lejos de la loca, la rara, la problemática. La que una vez se chifló en un cumpleaños de su hermanito y revoleó el ventilador. La que no aguantaba los berrinches de la criatura.

El sollozo que salía de su pecho se convirtió en un llanto. No debía hacer mucho esfuerzo para recordar que si no dejaba de llorar estaría en problemas. A veces no podía parar.

Las imágenes aparecían y golpeaban en su retina, aunque apretara los párpados. Su madre poniéndose linda para salir y ella sentada en el sillón al lado de su hermano menor. La noche de pantalla con dibujos y hastío.

Saber que su padre estaba enterrado, no muy lejos. Esa palabra horrible, melanoma.

La fotografía de su padre con dos trofeos, las truchas que había pescado en el sur.

Se vio antes, mirando un partido de fútbol y su madre señalando que el de cámara con teleobjetivo era su padre. Se vio después, su madre prohibiéndole que tomara sol en un balcón. ¿Querés terminar como tu padre?

Se vio saliendo a la calle para no volver más de la casa de uno de sus exnovios, el que solía controlarle todos los movimientos, al que ella había enamorado primero porque él no quería saber nada. Nunca había sentido culpa de dejar a ese tipo rayado. Pero ahora sí.

¿Para qué lo había seducido? Sabía que no escuchaba, como ella. Que había tenido encima de padre a un policía intransigente que lo reprendía por todo.

Sabía que ese exnovio había sentido amor por primera vez en la vida cuando ella lo abrazaba por las noches o le contaba historias por debajo de las sábanas como si fuera un niño. Ella había creado toda esa belleza para quitársela en cuanto él la amara de verdad. Y se había ido con la frente alta.

Y después el mundo se había ablandado, las cosas habían cambiado, había amigas que le hablaban de responsabilidad emocional.

Responsable ya había sido cuando tenía que cuidar a su hermano, hacerle la comida, llevarlo al baño, mientras su madre se divertía con los amigos de su padre y después volvía medio borracha.

Se vio tirándose un día de semana en el suelo del sótano de un edificio. Estirándose. Transpirando. Saludando a la luna, al sol, bajando la cabeza entre las dos palmas abiertas, como entregándolo todo, para que el universo, Dios o lo que hubiera la perdonara, para que pudiera olvidar, para que el kundalini se despertara de una buena vez.

Se vio escuchando a gente que decía que ella había quedado sorda por no superar la muerte de su padre. Bajando la cabeza también ante esas palabras.

Se vio sola en una habitación de un edificio, pensando en caminar lentamente hacia el balcón para dejarse caer para siempre. En una mano tenía la carta documento que le había enviado su madre para sacarla de su propiedad.

Se vio peleando con abogados, esperando dos horas en un sillón hasta que la atendieran, como si los exámenes nunca terminaran. Pero tenían que terminar.

Debía respirar hondo. Abombar la panza al aspirar, distenderla al exhalar. Así se fue tranquilizando, con la frente en el piso y las manos cerca de la puerta cerrada.

Buscó su imagen, la imagen a la que siempre iba y que era sagrada y que la había descubierto meditando muchos años. Era una montaña escarchada en la cima. Flotando, subió hasta que pudo ver la nieve de cerca.

Y entonces pudo volver, bajar lentamente hasta ver el valle verde y luego el pie de la montaña, y dejar que otras imágenes llegaran y pasaran.

Leía en su dormitorio con toda la tarde solitaria por delante, creyéndose que era distinta porque tenía dos aparatos en el oído. Era diferente ella como las heroínas de medias raídas que dibujaba. No tenía ningún poder, el único poder era que los otros eran iguales y ella no.

¿Por qué era que su madre le alejaba y le acercaba el palito de helado cuando era chica? ¿Para qué la hacía sufrir así?

Que se fueran todos al carajo. Su madre. Su padre que había abandonado el tratamiento médico, y nunca pensó que estaba crucificando a una familia. Sus tíos paternos desaparecieron, incluso le pidieron dinero a su madre.

Su hermano que ahora era un abogado exitoso en Misiones y que se había aferrado de sus hombros mientras ella se miraba en el espejo en el baño y pensaba qué era lo que le gustaba hacer en el mundo para no terminar como su madre en los coches de cualquiera y aceptar incluso que le pagaran el alquiler unos tipos que desaparecían en cuanto ella, Silvina, había empezado a respetarlos.

Su madre había dado con ese viejo degenerado con dinero. El viejo hasta le gustaba llevarla en su coche al colegio para mirar al saludarla por la ventanilla las polleras de las otras chicas.

Había tenido que construirse una identidad, ella sola, para luchar mejor, para sobrevivir, para aguantar que le dijeran que hablaba mal en la adolescencia, donde formaba parte del grupo de chicas con olor a sangre y transpiración porque sabían que estaban tan afuera de todo que no se bañaban todos los días como las otras, las lindas, las fulgurantes, las de pelo rubio brillante, las de risas fáciles, las que salían con los mecánicos tatuados, las que salían con los que tenían merca.

Y no le gustaban en esa época los tímidos, los que eran como ella, pero no lo eran, porque ella no era tímida, era extrovertida, no era antisocial, le gustaba estar con gente, pero los sonidos no le llegaban a sus oídos como debía y en cuanto el ruido de la habitación se hacía insoportable, que era el momento donde todos se divertían, ella tenía que salir, alejarse, encerrarse en el baño, o bajar las escaleras oscuras de ese colegio ilustre al que la habían mandado a sufrir porque su madre pensaba que era más inteligente de lo que era y encima había querido que se integrara, que a pesar de que hablaba mal, fuera, vaya la redundancia, oralizada por profesores gritones y maestras solteronas y mandonas, a las que les gustaba mostrar el culo a sus alumnos y pensaban después en cómo se debían masturbar en la casa pensando en ellas, como le había contado una vez una amiga maestra que tenía, a la que hacía años no soportaba escucharla más.

Y el remanso de empezar a frecuentar a otras personas que tenían dobles dificultades como ella, que no eran visiblemente sordas, que no eran claramente sordas, que habían tenido que levantarse solas para encontrar su propia verdad en un mundo que les decía que no siempre.

Intentar hacer algo era el problema, como cuando en la casa de su abuela intentaba cambiar un mueble de lugar y la mujer le hacía un escándalo.

No, no debías intentar hacer algo cuando descubrías que los que te rodeaban tan solo por respirar te iban a señalar y mandar a encerrarte al cuarto a estudiar.

Apareció ante ella el pie de la montaña otra vez. Alguien, una mujer joven a la que no podía ver del todo, estaba jugando con un perro lanudo.  Tenía que hacer algo, pegar un grito para que la ayudara.  Intentó hacerlo, pero era tarde. La mujer ya no estaba. Abrió los ojos.

Tenía que lanzarse contra la puerta para ver si podía escapar del colegio donde la habían encerrado esos patrioteros.

Se abrió la puerta de golpe y dio contra la pared.

Por suerte, las imágenes la habían llevado a sentarse en el escritorio en el que la habían dejado sus secuestradores. La médica entró, seguida de Lungo.

Cerró los ojos y vio la cima de la montaña, su montaña, esta vez bañada por el sol. Fue apretando cada uno de los músculos de su cuerpo, empezando por sus pies. Dejó caer la cabeza hacia adelante mientras sentía que los dientes chasqueaban dentro de su mandíbula.

—¿Qué le pasa a la nena ahora? ¿Mejor? ¿Enojada?

Evelyn la tomó del mentón para levantarle la cabeza. No lo logró. Intentó haciendo palanca con su codo y resopló cuando vio que no podía.

Silvina empezó a levantar su cabeza. Puso los ojos en blanco, como si estuviera en trance.

—¿Preocupada por tu noviecito? Ya va a aparecer.

Atrás estaba el tipo rechoncho, apoyado en el marco de la puerta como si no aguantara su propio peso.

—Dios mío, esta chica parece poseída —dijo.

Silvina empezó a gruñir, logró imitar ese gemido que quería escapar de la garganta de Gema cada vez que debía alimentarse.

—Está mal del pechito —dijo Evelyn, río y se tapó la boca. Cuando se la destapó ya estaba seria—. A ver si me la pueden curar, Osval.

—Mirá que Algodoncito no es como Evelyn, eh… Tiene otros métodos —dijo Osval.

Lungo estiró el costado de la boca derecho y el izquierdo cayó hacia la prominente nuez de la garganta. No le salían bien las sonrisas maléficas, se dijo Silvina.

A continuación, Lungo la empujó. Ella se bajó del escritorio para seguirlo. Los otros ya habían salido al pasillo gris.

por Adrián Gastón Fares

PD.

Novedades.

Seré nada sigue, ya lo saben. Ya falta poco o por lo menos falta mucho menos.

Hoy además del capítulo 34 de mi nueva novela les comparto la nota que me hicieron ayer en la Radio 1110 por el tema de cine y mi película fantástica, de terror y drama, llamada Gualicho. Pueden difundirla ya que el objetivo es que los que deben tomar decisiones en el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales Argentino, el INCAA (su presidente y vicepresidente para ser preciso) intercedan y arreglen lo que me ha ocurrido con el premio. Y pronto pueda reanudar el rodaje de mi película.

Por otro lado, creo que sirve para entender también un poco la dinámica del cine institucional en Argentina y evitar problemas o saber cómo enfrentarlos. Lo clave es que los directores y los guionistas no tenemos presencia en el Instituto de Cine.

Por eso tuve que dar tantas vueltas para que me dejaran ver el expediente de mi propio proyecto. Esto último debe sí o sí cambiar. O no habrá nuevos directores de cine, no habrá nuevos guionistas.

En Argentina los que desarrollamos un proyecto lo hacemos sin dinero y lo hacemos desde cero, invirtiendo horas y horas y trabajando desde la A la Z. El destino de un director de cine no puede depender de un sólo productor. El destino de un proyecto no puede depender de una sola persona, tampoco.

Fin del tema.

Ya se viene el capítulo 35 de Seré nada. A. G. F.

Seré nada. Capítulo 33. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 33. Audio narración.

33.

La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.

Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.

Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.

¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?

 ¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?

 ¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.

No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.

Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.

Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…

Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.

Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.

Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.

¡Ramoncito!

Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.

Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.

Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.

¿Qué querés?

No supo si lo dijo para afuera o para adentro.

Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.

Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.

SACAME.

Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.

A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.

¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?

¿Por qué?

A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambia, vos tenés que cambiar, este país es así.

¿Por qué?

Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.

¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?

¿Por qué tenía tanta bronca ahora?

¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?

Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escucha. Por las cosas que hay que escuchar.

¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?

A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.

Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?

Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.

Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.

El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.

El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.

Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.

Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.

Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.

La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.

Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…

Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.

Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.

Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.

No había nadie que enfrentar. Se habían ido.

Tenía que encontrar a Silvina.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares

Seré nada. Capítulo 32. Nueva novela.

Capítulo 32. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.

32.

Silvina aterrizó sobre un helecho del cantero de la casa vecina. Desde ahí, vio que la ventana que daba a ese patio estaba enrejada.

No había manera de entrar a la casa, así que corrió por el pasillo lateral largo hacia la puerta abierta, desde la que llegaba la potente luz blanca del alumbrado público.

Siguió corriendo, ahora por el medio de la calle.

Se dio vuelta y notó que la perseguía una especie de gigante muy delgado. El gigante corría de manera destartalada hacia ella.

Dobló a la izquierda en la esquina, con la idea de alejarse de la avenida porque sabía que en ese lugar era donde estaban emplazados los que la habían atacado.

Entonces se dio cuenta de que la calle estaba inundada. Se volvió para ver si todavía la estaban persiguiendo. Por suerte, había dejado de llover. Parecía que la bestia esa había desaparecido.

Caminó hasta la vereda y se escondió detrás del tronco grande de un árbol. Sacó la cabeza. La mujer de delantal blanco la señalaba desde la esquina.

Al instante, aparecieron dos ojos oscuros del otro lado del tronco que se clavaron en ella. El gigante tenía cara ojerosa, enmarcada por pelo negro, largo y encrespado. La mirada era penetrante y a la vez brutal.

Ella intentó correr para el lado de la calle, pero el gigante se interpuso en su paso y le gritó algo incomprensible. Vio varios dientes y un colmillo en esa boca deforme.

La bestia le tapó el paso, como si estuviera por atajar a una pelota frente a un invisible arco de fútbol. Silvina giró en redondo para el otro lado y chapoteó sobre el agua. Sintió que la agarraban de la mano y la arrastraban hacia la esquina donde la esperaba la de delantal blanco.

Con la cabeza hacia atrás, pudo ver que el rostro de la bestia gigante era asimétrico, de un lado la boca le colgaba, como si una herida hubiera potenciado su deformidad.

El engendro la plantó delante de la mujer, que tenía la bata mojada y sucia. Le dio un empujón.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer—. Ya que no llegaste a presentarte… —agregó.

Silvina no contestó.

—Se creen vivos, ¿no? —dijo la mujer.

El hombre rechoncho llegó a la esquina.

Dio otros pasos largos rodeando a Silvina, que primero siguió con la vista los zapatos de vestir del hombre, grandes y negros. ¿Qué hacía alguien con traje ahí?, se preguntó. Parecía una morsa con esos bigotes tupidos y entrecanos.

—¿Esta era? —Miró, dubitativo, a la mujer de bata, que asintió. Luego se dirigió a Silvina—: ¿No les bastó con lo de su amigo? Lo peor es que nos costó dos honradas vidas… Nosotros no somos así, ¿no? —Volvió a mirar a la mujer.

—Para nada… —dijo ella—. Censar es nuestro deber…

—Manchar la sangre así. Qué pena —comentó el rechoncho, sacudiendo la cabeza, mientras se secaba con un pañuelo blanco la frente.

El gigante retenía con su abrazo a Silvina, que aprovechó para escupirle los zapatos al rechoncho.

La mujer se acercó y le dio una cachetada a Silvina.

—¿Cuál es tu nombre, te pregunté?

—¿Qué? —preguntó Silvina.

La mujer se alejó dos pasos y, tratando de tranquilizarse, metió las manos en su delantal.

—¿Tienen algún vínculo sanguíneo con estos… monstruos?

—No son sanguinarios —dijo Silvina—. No entendí.

—¿Si son familiares de Gema y el resto? —dijo la mujer, suspirando—. Cierto, es sordita…

El gigante que sostenía a Silvina lanzaba aprobaciones guturales, como si quisiera vocalizar, pero le fuera imposible.

—No somos familiares —murmuró Silvina.

—Son como el fugitivo ese, entonces… Así terminó. —La mujer miró, consternada, al rechoncho y agregó—: ¿No saben lo peligroso qué es acercarse? Todavía no sabemos mucho de ellos.

Le despejó la cara a Silvina, ubicándole el pelo en las orejas. Observó el cuello, luego le levantó la remera. Hizo girar el dedo índice y el gigante alzó a Silvina y la dio vuelta, mientras la sostenía sobre los hombros. La mujer le bajó los pantalones a Silvina y le miró los muslos y las nalgas. Luego se los subió, mirando con asco hacia atrás.

—Está toda picada —le informó al rechoncho.

El gigante bajó y dio vuelta el cuerpo que sostenía para que vuelva a encarar a la mujer, que negaba con la cabeza y hundía todavía más las manos en los bolsillos de su delantal.

—Un compañero nuestro, gran psicólogo argentino, murió por culpa de la sangre que le sacaron esos muditos —dijo el rechoncho.

—¿Dónde está tu novio? —La mujer se acercó a Silvina que trataba de sostener la frente alta.

—¡¿Qué?! —dijo Silvina.

La de delantal resopló y miró al rechoncho con expresión de hastío. Repitió a los gritos lo que había preguntado.

—No es mi novio y no sé. Nos íbamos, pero está todo inundado. —Silvina miró hacia atrás—. ¿Me podés soltar?

La mujer abrió la boca al dirigirse a Silvina.

—Así… Abrí la boquita por favor.

—¡Otra vez! —gritó Silvina.

Silvina trató de soltarse, algo que con los brazos como tenazas del gigante que la retenía era imposible.

El rechoncho puso las manos en la cintura. Giró la cabeza para mirar hacia atrás. Habían llegado dos más: uno era el adolescente asiático y el otro el hombre delgado con barba. El último negaba con la cabeza. El rechoncho suspiró. Les hizo una seña con la mirada. Los otros dos volvieron sobre sus pasos y se quedaron en la esquina, mirando hacia la casa de Ersatz.

La de delantal se cruzó de brazos y gritó:

—¿Sabés lo que es llegar a un lugar y encontrar cadáveres desnudos por todos lados? De profesores que pusieron su empeño en enseñar. De monjas sacrificadas… Los dejaron como escarbadientes usados, nena. No soy particularmente religiosa pero esas cosas duelen. Más cuando una era tu ex profesora de dibujo. —Las mejillas de la mujer se enrojecieron.

—Entendé, la doctora Evelyn no es una privilegiada de la ciudad como ustedes. Podría haber elegido trabajar en el norte y sin embargo decidió defender el barrio. Y eso que antes estudió con la prestigiosa maestra integradora Coverland.

—Riannon Co-ve-land, Osval —corrigió la tal Evelyn y agregó—: Dios la guarde en su gloria.

Silvina había entendido bien. ¿Esa loca con Riannon? No lo podía creer. Sintió que explotaba. Además, al gigante se le había caído una baba espesa que ahora se deslizaba por su frente y comenzaba a enturbiarle la mirada.

Pestañeó varias veces, giró la cabeza y subió los ojos para ver el rostro del gigante.

En cierta forma, era parecido a Gema. Y tan alto como la mujer de rodete. Tenía la frente más sobresaliente que ellas. A diferencia de las serenadas era tan pálido que parecía no haber visto nunca el sol. Por lo demás, debajo de las profundas ojeras en las que tenía hundidos los ojos la cara era un caos.

De un lado de la herida que era esa boca, el lado que colgaba por la altura de la nuez del largo cuello, tenía un colmillo partido. Del otro lado, más cerca de la mejilla, en el maxilar superior, tenía una hilera de dientes pequeños, todavía incrustados en las encías, que terminaban en otro colmillo, que parecía haber sido limado.

La mirada vacía que le devolvió le recordó tanto a la de Gema que Silvina no tuvo dudas de que era uno de los serenados. Intervenido por esos dementes. Si la rayada esa fue al mismo colegio que Ersatz, tal vez se conocieran, pensó. Pero no pudo pensar mucho más porque el gigante chorreaba tanta baba que la volvió a cegar.

¿Se debía estar excitando el traidor?

Evelyn volvió a pedir:

—Abrí la boca.

Silvina apretó los labios.

—¡Apriete, Lungo! —ordenó el rechoncho.

¡Lungo!, pensó Silvina.

Lungo subió las manos para cerrarlas en torno al cuello de Silvina, que estiraba las piernas sobre el cemento resbaloso para tratar de incorporarse. Se estaba sofocando.

Silvina abrió la boca. Evelyn aprovechó para introducirle una pastilla anaranjada. Luego la tomó del mentón.

—Cerrá la boca… Así… Muy bien… Vas a pensar más tranquila.

Silvina sintió el peso del cansancio de esa noche en todo su cuerpo. Lungo la soltó, ya no hacía falta que la retuvieran.

Dio unos pasos hacia Evelyn y cayó de rodillas.

por Adrián Gastón Fares

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 31. Nueva novela.

Seré Nada. Capítulo 31. Leída por el autor, Adrián Gastón Fares.

31.

Ersatz corrió hasta la puerta de su dormitorio y la cerró a tiempo para evitar que los intrusos entraran.

Vio cómo el haz de luz iluminaba por debajo del umbral de la puerta. Se colocó los audífonos rápidamente y subió el volumen al máximo.

—Ahí están —dijo una voz femenina.

—Chino, Barba… —ordenó una voz cavernosa—. Vos venís con nosotros…

Se oyó un quejido gutural en respuesta a la última orden. Después la misma voz, masculina, grave:

—Vamos, Evelyn…

Ersatz, mientras escuchaba el resonar de pisadas que parecían bajar por la escalera, corrió el escritorio de su hermana y lo ubicó de manera diagonal contra la puerta para que trabara el acceso a la habitación. Luego cruzó la habitación y giró la manija de la persiana del dormitorio. No se movía. Recordó que tenía una traba a nivel del piso, se agachó, la quitó, volvió a probar. La persiana subía.

Silvina seguía durmiendo. Y ella con el tema de que no quería sus audífonos, pensó Ersatz. No parecía lo mejor dadas las circunstancias.

La puerta se abrió y el haz de la linterna, redondo y potente, iluminó la espalda de Silvina que despertó, ahogándose, como si tuviera una pesadilla.

Miró hacia la puerta y gritó.

Un chico de rasgos asiáticos había logrado meter la mitad superior de su cuerpo y detrás del chico había un tipo que era pura barba. Los dos habían dejado sus linternas sobre el escritorio, los haces de luz, clavados, rasaban la cama.

Ersatz le hizo señas a Silvina para que se agachara y saliera por el hueco de la persiana. Silvina rodó por la cama, cayó a los pies de Ersatz y se arrastró por la abertura.

Los dos salieron al pequeño balcón. El bordillo de la baranda blanca estaba perlado por las gotas de lluvia. Lo único que les quedaba era escaparse por el árbol.

Ersatz se encaramó al bordillo de la baranda, se aferró lo más que pudo a una de las ramas del árbol mientras con el pie pisaba la corteza de tronco grueso de otra. Silvina, que era más rápida que él, ya estaba a su lado. Si se colgaban del tronco sus pies quedarían a la altura de la medianera de la casa vecina.

Nuevos haces de luz llegaban desde el fondo. Pudieron ver que una de las linternas la llevaba un hombre rechoncho vestido con un traje oscuro y la otra la tenía la mujer con el delantal blanco. Con ellos, más adelante, había una figura gigante que provocaba bamboleantes sombras.

—No se alarmen, no les vamos a hacer daño —dijo con la voz cavernosa el hombre rechoncho.

Silvina había logrado estabilizarse en el borde de la medianera y estaba agachándose lentamente para sentarse y luego poder saltar a la casa vecina.

Ersatz, mientras se agachaba sobre el tronco del árbol, miró hacia el balcón y vio que el chico asiático y el tipo de barba miraban hacia abajo, indecisos, esperando órdenes.

Cuando se sentó sobre el tronco, escuchó que algo se quebraba. Cedió y se vino abajo con él encima. Más abajo, los sostuvieron, a él y al tronco, otras ramas. Ersatz quedó a la altura del bordillo de la medianera. Saltó para alcanzarlo.

Quedó aferrado del borde de la pared medianera con los pies colgando cerca del suelo del lado de la casa de sus padres. Silvina se había arrojado a la casa vecina.

—Al lado. Rápido —oyó Ersatz que decía la de delantal blanco.

Saltó hacia atrás, al suelo del fondo de su casa. Dio contra lo que pensó que era cemento firme.

El suelo cedió y Ersatz fue tragado por una hedionda oscuridad.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 30. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 30. Audio. ¿De qué trata Seré nada? Es la historia de tres personas sordas que buscan una mítica comunidad sorda en el gran Buenos Aires. Dan con una comunidad silente, pero ¿qué son?

30.

¿Podía ser todo eso que habían leído?, pensaba Ersatz.

¿Era una broma de ese Roger que le había inventado una historia a Gema antes de morirse, con excusas de por qué se habían separado antes?, se preguntaba Silvina.

¿Le había inventado esa historia Gema a Roger para que no supiera de dónde había sacado esos muñecos? ¿No eran como esos vampiros de las historias que se robaban a los niños? ¿Y Gema de paso sus peluches?, conspiraba Ersatz.

Los dos llegaron a la conclusión de que nunca iban a saber si la mayor parte de esa historia era real.

Levantaron la cabeza y vieron que Gema tenía la mirada clavada en ellos.

—¿Qué pasó en mi colegio? —preguntó, impetuoso, Ersatz.

Gema cerró el cuaderno de golpe. Se lo guardó debajo de la calza, se levantó y salió corriendo hacia la escalera.

Ersatz se iba a levantar para detenerla y disculparse.

Silvina le apoyó la mano en el hombro y empujó para abajo. Lo miró con reproche:

—Si serás bestia…

—¿Yo? —Ersatz no sabía qué decir—. Claro, como vos sentís culpa por todo esto la entendés.

Silvina se llevó la mano al oído, tomó el audífono que le quedaba y lo arrojó a la otra punta del comedor. Luego caminó rápido hacia el dormitorio que usaba Ersatz. Se escuchó un portazo.

—¡Testaruda! —gritó Ersatz, con bronca.

Luego aspiró hondo, negó con la cabeza y se acercó a la puerta.

—¿Cómo sabemos si es verdad todo lo que dice ahí? ¿Si lo escribió Roger realmente? Por ahí no pasó nada en el colegio…

Silvina no abría.

Ersatz apoyó la cabeza en la puerta y la escuchó llorar.

Abrió la puerta y entró. Debía haber oscurecido más porque casi no había luz en las persianas. Se acostó al lado de Silvina, que apenas lo vio, resoplando, giró en la cama para darle la espalda.

Él se quedó mirando el cielo raso. Buscó a las estrellas, esperó a adaptarse a la oscuridad a ver si aparecían, pero no tenían energía, no pudo ver nada.

Se quedaron dormidos, cada uno en un borde de la cama, mirando hacia lugares opuestos. Con el pelo mojado y la ropa también.

Ersatz soñaba. Estaba en la ciudad y veía una ola gigante aparecer detrás de unos edificios, superarlos en altura, envolverlos, caer, remontarse y volver a subir para romper sobre una ventana de una oficina en la que él estaba sentado. Él les gritaba a los demás empleados que se fueran cuanto antes.

Sintió frío, se despertó, tomó su celular y vio que eran casi las ocho y media de la noche. Habían dormido unas cuantas horas… Con el resplandor del celular, vio que Silvina seguía dándole la espalda y seguía descubierta. Todo estaba oscuro.

Se sentó en la cama, cubrió a su amiga con la sábana hasta el cuello y meditó sobre lo que tenía que hacer.

Mientras tanto, Silvina hablaba en sueños, decía camiones los curas…

Con las manos apoyadas en la cama, con las estrellas artificiales oscuras en el techo, como al acostarse, cosas pegadas, sin luminiscencia, la cabeza ligeramente ladeada hacia el cuerpo tapado de Silvina como un amante insatisfecho, Ersatz vio como un haz de luz alumbraba las máscaras chinas que colgaban del pasillo.

Sintió que los pelos de la nuca se le erizaban de pavor. Intentó moverse, pero no podía. Tenía el cuerpo atado por el miedo. Pensó en los ojos sin vida de Manuel.

Saltó de la cama.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 28. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 28. Misterio. Terror. Ciencia ficción en Seré nada. ¿De qué trata? Seré nada es la historia de un grupo de amigos con sordera que viajan en busca de una mítica comunidad sorda del Gran Buenos Aires. Pero en vez de eso, como suele ocurrir en esto que se nos dio por llamar vida, dan con algo inesperado.

28.

Cuando despertaron el día se había nublado. Refulgió un relámpago. Por un segundo, Ersatz vio las sonrientes caras de esa ensalada de peluches que era el cuarto donde vivía Gema.

Las bocas parecían moverse un poco, la acción sedante y el efecto alucinógeno de los serenados seguían actuando en su mente.

En la de Silvina también, ya que tenía la mitad de la cabeza metida en la oreja gigante de una coneja rosada.

A Ersatz le pareció tan gracioso que se le escapó una risa.

Hacía mucho que no reía. Era un pequeño milagro reírse.

Se deslizó hasta Silvina y le tiró del pelo. Silvina se dio vuelta, con una sonrisa atontada, y le empezó a acariciar la cara con las manos que tenían el aroma agrio, y a la vez cítrico, de la orina que manchaba algunos de los muñecos.

Los poros de la piel de Silvina parecían exudar gotas microscópicas de un líquido tornasolado.

Los dos giraron las cabezas y vieron cómo la mano de Gema sobresalía, lánguida, del montón de peluches. Pensaron que debía haberse quedado dormida debajo de su colección de muñecos.

Ersatz logró ponerse de pie y tomó de la mano a Silvina para ayudarla a levantarse. Salieron para sentir la lluvia, que otra vez caía a raudales en la calle, y disfrutar del efecto residual de la picadura de Gema.

El agua llegaba casi hasta la mitad de la calle desde las zanjas.

Silvina le dijo que tenía que orinar y en vez de subir a la casa de los padres de Ersatz, corrió hasta la esquina y dobló.

Ersatz chapoteaba con sus zapatillas en el agua sucia.

De pronto, se detuvo, el frío que sintió le había quitado un poco el velo mental del efecto placentero del veneno de Gema. Estiró el brazo derecho y lo giró.

Esta vez, menos desesperada, la mujer había succionado en la superficie posterior del antebrazo.

No ardía ni dolía en lo más mínimo, pero la herida estaba un poco morada y había dos orificios rojizos que, aunque parecían raspaduras más que agujeros delataban los colmillos de Gema.

Silvina volvió corriendo. Mientras con una mano levantaba su remera, con la otra se tocaba el estómago. Arriba del ombligo tenía una marca morada y otra pinchadura.

—Basta que no se reproduzcan de esta manera —dijo con ironía.

Ersatz escuchó el chirrido, proveniente desde lo alto, de una ventana al correrse. Arriba estaba Gema. Era tan alta que se veían solo su boca y la mano que los llamaba.

Mientras subieron, Gema a su vez salió al descanso de la escalera y se agachó en una maceta que estaba bajo un techo.

Cortó tres rosas enanas y se las dio a Ersatz, que seguía algo mareado y pensó que las había tomado, pero en realidad habían volado y, abajo, el agua se las estaba llevando.

Gema cortó más y empezó a bajar la escalera, protegiendo a las flores en el hueco de su mano, como si llevara una vela con una llama que no quería que el agua apagase. A Silvina le pareció que el hueco de la mano de Gema resplandecía con un color anaranjado.

Gema fue directo a la casa de Ersatz. Subió las escaleras, seguida por Ersatz y Silvina, y caminó hacia la estufa adosada a la pared.

Las rosas que había en la Virgen negra se habían secado. Gema dejó caer a las nuevas, frescas, al pie de la estatua. Luego hizo una reverencia y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. A sus espaldas estaba la estantería de madera oscura que llegaba hasta el techo, repleta de vasijas azules y otros adornos. Ersatz prendió el velador que estaba en uno de los estantes del mueble. Tenía una bombilla cálida, amarillenta.

Silvina y Ersatz se sentaron frente a Gema.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Ersatz.

Gema levantó las manos, juntó las dos palmas e inclinó la cabeza hasta pegarlas a ellas.

—¿Duermen mucho? —dijo Silvina.

La mujer asintió rápidamente, como si fuera una niña.

—Quería pedirles que… —Por un momento a Ersatz se le puso la mente en blanco—. Pedirles si podrían enterrar a nuestro amigo en la esquina… —tragó saliva—, en la huerta, digo.

Gema asintió, esta vez con lentitud. Aspiró largo por la nariz. De pronto, a pesar del bronceado, sus mejillas se tornaron rojizas. Parecía que se iba a ahogar. Sus ojos se abrieron. Estornudó. Algo de la mucosidad incolora expulsada por los orificios de la nariz de la serenada quedó colgando de la punta de una de las zapatillas de Ersatz.

Los dos se miraron, sin ganas de reírse. Ya se les había ido el efecto psicoactivo de lo que fuera que les había inoculado Gema.

—¿Por qué los abandonaron? ¿De dónde…? —Ersatz pareció elegir palabras más amables de las que había pensado para concluir su pregunta—. ¿De dónde son ustedes?

Gema inclinó su cuerpo y rebuscó detrás de la estufa de chapa sobre la que estaba la estatua de la Virgen. Extrajo algo del hueco que la separaba de la pared. Era un libro de ajadas tapas marrones. Lo apoyó sobre su regazo y lo abrió.

Las hojas tenían dibujos. Las hizo correr, buscando algo. Luego enderezó el libro y estiró las manos para que vieran una. Era el dibujo, bastante bien hecho, de un tipo alto con una remera negra con una inscripción ilegible y anillos en los dedos largos. Roger, pensaron. Gema volvió hacia ella el libro y pasó las hojas. Luego lo apoyó otra vez en sus piernas y lo giró hacia ellos.

Había tres personas dibujadas.

Estaba dibujada una chica de pelo largo con los ojos pintados de azul entremedio de dos gigantes cuyas cabezas casi arañaban el borde de la hoja. Uno de los gigantes era Gema y el otro, algo más bajo, era Roger.

En realidad, pensaron, la chica era casi tan alta como Roger, aunque no tanto como Gema.

Ersatz y Silvina quedaron confundidos.

Al mostrarles esa representación, ¿Gema les quería decir que había una relación familiar entre Roger, la chica y ella?

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 27. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 27. Un grupo de sordos busca en el Gran Buenos Aires una comunidad soñada de sordos, pero en vez de eso encuentran otro tipo de enjambre. 
Seré nada tiene 200 páginas y es mi cuarta novela. Se suma a Intransparente, El nombre del pueblo, ¡Suerte al zombi! y el libro de cuentos de terror Los tendederos.

27.

Por los agujeros de la lona negra que cubría la ventana de la habitación se colaba la luz del amanecer, generando sombras redondas y puntiagudas.

El interior estaba repleto de raídos peluches.

Osos panda, muñecas, jirafas, leones, con las colas hacia arriba, ladeados, con las cabezas sobresalientes, todos formaban un montículo que llenaba el cuarto y que crecía hacia las paredes. Era imposible que Gema estuviera ahí y, sin embargo, Silvina la invocó.

—Gema, te necesitamos —dijo mientras se pasaba la mano por la frente y suspiraba.

—¡Gema! —Al instante, Ersatz, tuvo ganas de salir corriendo al baño. Suspiró y contuvo el dolor de estómago.

Los peluches comenzaron a moverse como si hubiera un animal de verdad debajo de ellos, tres o cuatro rodaron sobre otros y pudieron ver la cabeza de Gema sobresalir del montículo de felpa. Vieron que algunos de los muñecos todavía tenían la etiqueta.

Gema fruncía y desfruncía el ceño como si estuviera perdida y tampoco fuera inmune a lo que habían vivido ese día.

Silvina se arrodilló sobre el suelo blando conformado por los muñecos.

Gema estiró una mano. Medio ida, parecía rozar con los dedos un recuerdo que flotaba en el aire y que temía alcanzar.

Lo miró a Ersatz y luego a Silvina mientras con la otra mano tiraba del hilo sucio de la etiqueta de un oso que alguna vez había sido blanco.

Ersatz se agachó a su vez y leyó con Silvina las palabras escritas en el anverso de la etiqueta:

Pronto vas a volver con nosotros. Abuela Mery. PD: Hacele caso a los médicos.

Gema sacó su celular y escribió sobre sus rodillas.

Ospital. Abandonaron. Fueron Se.

Gema achinó los ojos mientras intentaba mover la boca para llamar la atención a ese lugar de su anatomía. Escribió.

Esto.

Silvina, consternada, asintió con la cabeza.

—¿Viven cerca los que mataron a nuestro amigo? —Ersatz sintió que el estómago le ardía.

Gema asintió con la cabeza y se puso a escribir.

—Mejor que la ayudemos a mantener cargado esto —dijo Ersatz fijándose si había algún enchufe en ese tugurio. Se tranquilizó, había por lo menos cuatro zapatillas eléctricas cuyos cables estaban enrollados peligrosamente entre los peluches

Avenidas Muchos.

Leyó Ersatz en la pantalla de Gema.

—¿La de delantal también?

Gema dobló la mano para mostrar lo que había escrito en la pantalla de su celular. Decía:

Evelyn. Medicina Es. Colejio Todos.

Ersatz volvió a sentir una punzada en el estómago, seguida de ganas de evacuar todo lo que había comido. El olor agrio, debía ser algodón húmedo, no ayudaba. Respiró hondo. Se dobló y apoyó sus manos en las rodillas.

Silvina estiró su melena hacia atrás ofreciéndole a Gema el cuello.

El gruñido que salía del pecho de Gema fue creciendo en intensidad.

Prefirieron no mirar mientras la cara se alargaba y desfiguraba en el esfuerzo que estaba haciendo.

Sabían que la mujer esta vez lo hacía por ellos.

Esperaron, arrodillados entre los peluches, a que Gema se deslizara hacia ellos.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenada. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 26. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 26. Terror. Misterio. Drama. ¿De qué va Seré nada? Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

26.

Ersatz caminaba por el medio de la calle entre la llovizna. No sabía cómo llevar la escopeta. Primero la apuntaba hacia abajo, después la sostenía con las palmas de las manos a la altura del abdomen como si fuera una ofrenda que iba a entregar a la iglesia del barrio. Recordó que una ofrenda parecida era la que había usado Ramoncito. No le gustaban las armas, pero había visto el cuerpo sin vida de Manuel.

Mientras evitaba hundir sus zapatillas de montaña en los charcos de agua pensó que los hombres que habían matado a Manuel, los eugenistas, como había escrito Gema, debían haberlos visto llegar.

Estarían cerca ya que no habían usado vehículos y no parecían ser el tipo de personas que les faltaran.

Si estaban ahí eran fanáticos. Decían que las pocas personas que se habían quedado en los antiguos barrios eran gente brava que habían preferido enfrentar la supuesta locura del parásito para defender el lugar donde sus abuelos o padres habían vivido. Incluso rescatar lo que se decía que habían regalado o abandonado.

También decían que no aceptaban la conjunción de su país con otros latinoamericanos. Discriminaban a los bolivianos, peruanos, a los paraguayos. ¿Qué iban a hacer con unos chupasangres deformes? Eliminarlos, depurar su raza, se dijo Ersatz.

Eso significaba eugenesia, recordó con desagrado.

Y apretó un poco la escopeta porque había conocido a muchas personas que se parecían al que había visto disparar sobre Manuel.

No usaban armas de fuego, sus herramientas eran el acoso psicológico, las palabras denigrantes, las metáforas hirientes.

Salió de sus pensamientos cuando alguien lo llevó por delante en una esquina. La escopeta voló y el cañón se hundió en el barro. El alumbrado público tenía luces amarillentas, de las antiguas, en esa cuadra. Ersatz cayó al piso y observó la sombra de destellos dorados que se inclinaba hacia él.

Era Silvina.

Ersatz trató de levantarse. Ella lo ayudó. Él se largó a llorar.

Silvina lo abrazó fuerte y también se largó a llorar. Se apretó más a él cuando repasaba en su mente la imagen de la última mirada que le había dirigido Manuel. Lo había hecho por ella, lo sabía.

—Es mi culpa —dijo Silvina.

—No es tu culpa. Es culpa de esos descerebrados. —Ersatz se separó de Silvina para agacharse.

—Mejor dejá esa escopeta antes de que hagas alguna cagada. No sabés usarla.

—No es mucha ciencia. Mi tío abuelo me enseñó a limpiarlas.

—Qué cosas lindas te enseñaba tu tío abuelo.

Silvina se restregó los ojos y retrocedió unos pasos, perdida.

—Fue la loca esa…

—¿Qué…? Parecía una médica. Gema dijo que son eugenistas.

—Son unos hijos de puta. —Silvina se llevaba la mano a una de sus orejas—. Perdí un audífono.

—Te lo robaron. Ya vi.

Ersatz se llevó las manos a las orejas y comprobó que sus audífonos estuvieran ahí.

—Er, yo no hablaba de la ladrona de audífonos. Decía por la chica de ojos claros. Creo que ella les avisó.

—¿Por qué se fueron? No los podía encontrar.

—Intentamos despertarte, pero no pudimos. Fuimos de Roger. Está… —Silvina negó con la cabeza, como si no aceptara invocar la palabra otra vez en su mente.

—Ya sé. Mejor volvamos.

Miraron hacia las luces rojas de la torre de Interama que brillaban a través de la neblina. Empezaron a caminar en esa dirección. Silvina sostenía la mirada en lo alto como si en vez de volver a la casa estuviera dispuesta a caminar la gran distancia que los separaba del antiguo parque de diversiones.

—La chica esa estaba atrás de la puerta —dijo Silvina mientras avanzaban—, y no la vimos. Tenía el celular en la mano y la jeringa en la otra. Se me tiró encima… ¿Estoy hablando bien? ¿Se escucha? ¿Alto o bajo?

—Estás hablando bien —le aseguró Ersatz, que cada tanto giraba la cabeza y miraba sobre sus hombros.

—Salió corriendo con el celular en la mano y la seguimos hasta la vuelta —siguió Silvina—. La perdimos. Y cuando volvíamos a buscarte aparecieron esos tipos con la de delantal.

Ya estaban por la misma altura de la calle donde Manuel había sido abatido.

—¿No habrá quedado por acá tu audífono?

—Creo que se lo guardó.

—¿Seguro? Por ahí cuando salió corriendo… —dijo Ersatz mirando de refilón a los cuerpos abandonados en la calle.

—No quiero saber nada —gritó Silvina mientras miraba para el otro lado. —Puedo sobrevivir con uno solo.

—¿Sabés lo que te va a costar conseguir otro?

—Lo sé.

Ya habían superado el lugar donde estaban diseminados los cuerpos. No había indicios de Gema ni de los demás serenados.

Silvina se detuvo en seco y volvió sobre sus pasos. Ersatz la siguió.

Rodearon a los cuerpos, que estaban desnudos, y tratando de no mirar a Manuel se agacharon para observar el cemento en el lugar donde ella había estado arrodillada. Silvina prendió la linterna de su celular, aunque por la luz potente no hacía falta. No encontraban nada.

La llovizna caía sobre la sangre. Silvina susurró una maldición incomprensible y se alejó. Ersatz juntó fuerzas y miró los cuerpos.

Los ojos de Manuel miraban fijos a la llovizna que caía.

Ersatz se acercó y le cerró los párpados. Luego se agachó, le quitó los audífonos de las orejas y abrió el compartimiento de la batería de cada uno. Cuando iba a guardarse las baterías y los audífonos se dio cuenta que todo eso tenía que quedar con su amigo. De cualquier modo, Silvina no iba a aceptarlos. Los dejó en la mano izquierda de Manuel y le cerró el puño para que los apretara.

Vio que además del disparo en el pecho que tenía el cadáver de Manuel, no había indicios de que lo hubieran lastimado en otros lugares. Los serenados se habían alimentado del daño que hicieron las armas a los cuerpos. Las manchas de sangre tenían forma de manos, y de caras que se habían pegado al cuerpo para succionar.

Era mucha sangre y Ersatz estuvo a punto de resbalar y caerse cuando intentó rebuscar en los pantalones de Manuel que estaban a un costado. El celular no aparecía. No importaba.

Se alejó rápido y alcanzó a Silvina, que seguía caminando, y decía, con su celular en alto:

—Rastreé el audífono.

En la pantalla estaba el mapa de la zona. El audífono derecho de Silvina estaba en el colegio secundario en el que había estudiado Ersatz. Lo que faltaba, fue lo primero que pensó.

—Me alegra que esos dos no puedan disfrutar del beneficio de haber sido devorados —dijo Silvina.

—¿Qué veneno será el de esos colmillos? ¿Radiación? —preguntó Ersatz.

—¿Plasma solar…? No sé, pero es lo más maravilloso que sentí en mi vida —afirmó Silvina.

Estaban doblando en la esquina de la casa de los padres de Ersatz. No había señales de los serenados por ningún lugar. Llegaron a la casa, subieron la escalera y encontraron una cacerola caliente con un guiso con pollo y papas.

Estaban congelados por la llovizna así que lo primero que hicieron fue comer para calentarse el estómago.

A Silvina le dolía la cabeza por el estrés que había acumulado.

Ersatz tenía retortijones, siempre era el estómago donde sentía las últimas consecuencias de los nervios.

Cenar no había sido lo mejor.

Estaban agotados y confundidos, pero no tanto como para no saber qué era lo que realmente necesitaban.

Salieron de la casa, cruzaron la calle hacia la escalera metálica negra mientras las luces del alumbrado público se apagaban. Esperaban encontrar a Gema. Más arriba, la luz del amanecer pintaba de dorado la alta pared de ladrillos de la fábrica.

Silvina empujó la puerta. Ersatz miró por encima de ella.

Se sobresaltaron. El pequeño cuarto estaba lleno de sombras de cabezas gigantes.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.