Entre los dos ubicaron a la Y-700b acostada a lo largo del sofá. Vanina levantó sus piernas y fue poniéndole el vestido blanco. Una vez que hubo terminado le pidió ayuda a Gastón para sentar a la Y-700b en la silla que estaba frente a la ventana al lado de la puerta principal.
Una vez que la Y quedó exactamente igual a cómo estaba sentada en el contenedor pero con el vestido blanco, los dos se alejaron un poco y la observaron. Parecía que había recuperado su altiva serenidad. Y Vanina, notó Gastón cuando la miró, su ira. Chasqueó los dedos. La Y-700b dijo:
Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco.
Vanina chasqueó una vez los dedos y preguntó:
—¿Lugar de ensamblaje?
Por un momento, la Y siguió de perfil, y Vanina estaba por probar otra pregunta cuando el maxilar inferior del androide descendió suavemente. Una voz cavernosa dijo:
—Fier 3550. Piso 132.
Gastón repitió mentalmente el número.
—Es acá cerca, a unas cuadras —dijo Vanina con alivio.
—Nunca me imaginé— dijo Gastón rascándose la barba—, que Riviera podría estar en el centro de Lanús.
—Algo de eso yo había escuchado —dijo Vanina.
—Dadas las circunstancias, ¿no te parece un poco peligroso ir ahí? ¿Qué les vamos a decir?
—No hay ninguna ética en lo que hicieron. Está mal, hay que hacer algo —dijo, no muy firmemente, Vanina.
Gastón miró hacia otro lado y luego contestó:
—La verdad que sí, eso de andar robando canciones de los demás. Y enviarnos unidades dañadas para experimentar con nosotros, ¿no? Está mal…
—Sí —dijo Vanina, mientras miraba con lástima a la Y recién vestida.
—Esa voz horrible que sonó recién, será la del… ¿programador?
—No tengo idea. Habrá sido sepulturero o algo así antes si anda cargando esas historias en androides. Un pelotudo importante.
—Y es como desperdiciar el avance tecnológico pero quizá pensó que esa historia sería reformulada rápidamente.
—Debió probarlos bien antes. Mi novio, digo ex novio, pudo haberme dejado por las consecuencias psicológicas de tener que escuchar la misma historia todos los días. ¿No es aberrante?
—La verdad que sí. Yo venía bien, esperaba una máquina que había pedido por Ebay y me tenía preocupado eso, pero desde que llegaron los androides mi tristeza fue en aumento… Además, hay cosas raras, que ya no creo que sean casualidades y me preocupan, por ejemplo: mi vecino desapareció. El día anterior hizo un fuego enorme. No lo volví a ver más.
—Tengo hambre.
—Yo también. Un café con leche estaría bien.
Luego de tomar esas bebidas acompañadas de unas tostadas de arroz y mermelada orgánica de mora, salieron a la calle. Las luces del alumbrado público estaban prendidas, pero los carteles de los negocios de la planta baja de los edificios estaban apagados. Mirando más allá de los cables de alta tensión todas las ventanas de los edificios estaban oscuras. Gastón salió caminando para el lugar donde el colectivo los había dejado pero Vanina le indicó que era para el otro lado. Caminaron dos cuadras por esa calle de edificios altos y oscuros y Vanina dobló en Fier. De vez en cuando pasaban coches a lenta velocidad. Los miraban con añoranza como si fueran pequeños hogares móviles, donde podrían estar festejando cumpleaños, despidiendo las cenizas de algún antepasado antes de dejarlas volar por las ventanas de los techos, concibiendo otras personas, estudiando. Toda la vida que no veían afuera estaba contenida en esos pedazos de metal rodantes. El cielo era una franja angosta y negra. Los edificios eran más altos en Fier.
Gastón se iba fijando la altura hasta que Vanina se adelantó dando unos saltitos y luego subió los tres escalones que daban a la recepción del edificio. Gastón se acercó y con los hombros juntos leyeron la placa con los números de los apartamentos. Buscaron el 132 y Vanina pulsó el timbre. La recepción del edificio estaba en penumbras, era alumbrada solo por un velador rectangular que emitía un leve resplandor cremoso. Resonó una voz metálica, monótona, a través de los altavoces.
—¿Quién es?
Los dos contestaron, torpemente, casi al unísono como los androides que cuidaban:
—Vanina y Gastón.
Se escuchó una especie de zumbido y la puerta se abrió. Caminaron hasta el ascensor, que estaba con la puerta abierta. Era iluminado por el panel que contenía los números de los pisos. Los bordes de cada pulsador con los números tenían un resplandor azul frío. Gastón tocó el 132. La puerta del ascensor se cerró. Las luces se apagaron. Apenas llegaron a sentir el mareo de la subida cuando se volvió a abrir. Lo que tenían delante era una especie de loft vacío con grandes ventanales por los que entraba la luz verdosa de un cartel publicitario de un edificio de enfrente. Cerca de uno de los ventanales había una figura que se recortaba. Desde lejos, por la luz verdosa, parecía un actor que estuvieran filmando con fondo verde. Los bordes de esa figura humana se desprendían del fondo por esa luz, dando la sensación de que era un cartel. Pero tenía volumen. Y estaba repicando una pelota. Haciendo jueguito. El pelo era enrulado. Se fueron acercando, mientras Gastón sentía que algo le tiraba del estómago y su cabeza se llenaba de sangre. Se detuvo enfrente del robot y lo miró.
—¿Es un poco triste, no?— le dijo a Vanina.
—¿Es Maradona?— preguntó ella.
—Sí, es el Diego.
El androide iba a repicar eternamente esa pelota. Estaba vestido con la camiseta de Boca, amarilla y azul y tenía el pantalón corto negro, lo que les decía que nuestros antepasados programadores debían ser de ese equipo.
Estuvieron mirando el perfil de esa figura. Arriba de los ventanales, hacia la derecha de la figura, estaba escrito en letras doradas y metálicas, Impresoras Riviera. El rostro de la réplica de Maradona apuntaba hacia unas escaleras que parecían dar a un piso superior. Caminaron en línea recta y las subieron, tocando los pasamanos porque la iluminación rojiza recién comenzaba a iluminar la escalera en los últimos escalones. Dieron con una amplia planta, parecida a la anterior, pero repleta de filas con notebooks anticuadas.
por Adrián Gastón Fares.