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VORACES. NOVELA. 15.

Entre los dos ubicaron a la Y-700b acostada a lo largo del sofá. Vanina levantó sus piernas y fue poniéndole el vestido blanco. Una vez que hubo terminado le pidió ayuda a Gastón para sentar a la Y-700b en la silla que estaba frente a la ventana al lado de la puerta principal.

Una vez que la Y quedó exactamente igual a cómo estaba sentada en el contenedor pero con el vestido blanco, los dos se alejaron un poco y la observaron. Parecía que había recuperado su altiva serenidad. Y Vanina, notó Gastón cuando la miró, su ira. Chasqueó los dedos. La Y-700b dijo:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco.

Vanina chasqueó una vez los dedos y preguntó:

—¿Lugar de ensamblaje?

Por un momento, la Y siguió de perfil, y Vanina estaba por probar otra pregunta cuando el maxilar inferior del androide descendió suavemente. Una voz cavernosa dijo:

—Fier 3550. Piso 132.

Gastón repitió mentalmente el número.

—Es acá cerca, a unas cuadras —dijo Vanina con alivio.

—Nunca me imaginé— dijo Gastón rascándose la barba—, que Riviera podría estar en el centro de Lanús.

—Algo de eso yo había escuchado —dijo Vanina.

—Dadas las circunstancias, ¿no te parece un poco peligroso ir ahí? ¿Qué les vamos a decir?

—No hay ninguna ética en lo que hicieron. Está mal, hay que hacer algo —dijo, no muy firmemente, Vanina.

Gastón miró hacia otro lado y luego contestó:

—La verdad que sí, eso de andar robando canciones de los demás. Y enviarnos unidades dañadas para experimentar con nosotros, ¿no? Está mal…

—Sí —dijo Vanina, mientras miraba con lástima a la Y recién vestida.

—Esa voz horrible que sonó recién, será la del… ¿programador?

—No tengo idea. Habrá sido sepulturero o algo así antes si anda cargando esas historias en androides. Un pelotudo importante.

—Y es como desperdiciar el avance tecnológico pero quizá pensó que esa historia sería reformulada rápidamente.

—Debió probarlos bien antes. Mi novio, digo ex novio, pudo haberme dejado por las consecuencias psicológicas de tener que escuchar la misma historia todos los días. ¿No es aberrante?

—La verdad que sí. Yo venía bien, esperaba una máquina que había pedido por Ebay y me tenía preocupado eso, pero desde que llegaron los androides mi tristeza fue en aumento… Además, hay cosas raras, que ya no creo que sean casualidades y me preocupan, por ejemplo: mi vecino desapareció. El día anterior hizo un fuego enorme. No lo volví a ver más.

—Tengo hambre.

—Yo también. Un café con leche estaría bien.

Luego de tomar esas bebidas acompañadas de unas tostadas de arroz y mermelada orgánica de mora, salieron a la calle. Las luces del alumbrado público estaban prendidas, pero los carteles de los negocios de la planta baja de los edificios estaban apagados. Mirando más allá de los cables de alta tensión todas las ventanas de los edificios estaban oscuras. Gastón salió caminando para el lugar donde el colectivo los había dejado pero Vanina le indicó que era para el otro lado. Caminaron dos cuadras por esa calle de edificios altos y oscuros y Vanina dobló en Fier. De vez en cuando pasaban coches a lenta velocidad. Los miraban con añoranza como si fueran pequeños hogares móviles, donde podrían estar festejando cumpleaños, despidiendo las cenizas de algún antepasado antes de dejarlas volar por las ventanas de los techos, concibiendo otras personas, estudiando. Toda la vida que no veían afuera estaba contenida en esos pedazos de metal rodantes. El cielo era una franja angosta y negra. Los edificios eran más altos en Fier.

Gastón se iba fijando la altura hasta que Vanina se adelantó dando unos saltitos y luego subió los tres escalones que daban a la recepción del edificio. Gastón se acercó y con los hombros juntos leyeron la placa con los números de los apartamentos. Buscaron el 132 y Vanina pulsó el timbre. La recepción del edificio estaba en penumbras, era alumbrada solo por un velador rectangular que emitía un leve resplandor cremoso. Resonó una voz metálica, monótona, a través de los altavoces.

—¿Quién es?

Los dos contestaron, torpemente, casi al unísono como los androides que cuidaban:

—Vanina y Gastón.

Se escuchó una especie de zumbido y la puerta se abrió. Caminaron hasta el ascensor, que estaba con la puerta abierta. Era iluminado por el panel que contenía los números de los pisos. Los bordes de cada pulsador con los números tenían un resplandor azul frío. Gastón tocó el 132. La puerta del ascensor se cerró. Las luces se apagaron. Apenas llegaron a sentir el mareo de la subida cuando se volvió a abrir. Lo que tenían delante era una especie de loft vacío con grandes ventanales por los que entraba la luz verdosa de un cartel publicitario de un edificio de enfrente. Cerca de uno de los ventanales había una figura que se recortaba. Desde lejos, por la luz verdosa, parecía un actor que estuvieran filmando con fondo verde. Los bordes de esa figura humana se desprendían del fondo por esa luz, dando la sensación de que era un cartel. Pero tenía volumen. Y estaba repicando una pelota. Haciendo jueguito. El pelo era enrulado. Se fueron acercando, mientras Gastón sentía que algo le tiraba del estómago y su cabeza se llenaba de sangre. Se detuvo enfrente del robot y lo miró.

—¿Es un poco triste, no?— le dijo a Vanina.

—¿Es Maradona?— preguntó ella.

—Sí, es el Diego.

El androide iba a repicar eternamente esa pelota. Estaba vestido con la camiseta de Boca, amarilla y azul y tenía el pantalón corto negro, lo que les decía que nuestros antepasados programadores debían ser de ese equipo.

Estuvieron mirando el perfil de esa figura. Arriba de los ventanales, hacia la derecha de la figura, estaba escrito en letras doradas y metálicas, Impresoras Riviera. El rostro de la réplica de Maradona apuntaba hacia unas escaleras que parecían dar a un piso superior. Caminaron en línea recta y las subieron, tocando los pasamanos porque la iluminación rojiza recién comenzaba a iluminar la escalera en los últimos escalones. Dieron con una amplia planta, parecida a la anterior, pero repleta de filas con notebooks anticuadas. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 4.

No desayunó como siempre, tomó unos mates amargos y leyó un libro de Locke sobre óptica. Después de almorzar, estuvo tocando la guitarra un rato, se le daba por componer algunas canciones, a veces sin letra, otras con letra, tomó un café con leche y empezó a caminar de una punta a otra en la casa chorizo de su abuela esperando la hora de cumplir con su deber diario. Antes abrió la ventana de la puerta para estar seguro de que la chica no estaba en la entrada del garaje de enfrente. Eso evitaba el momento embarazoso donde tenía que apartar la mirada para retroceder. El portón estaba despejado así que decidió cruzar su garaje, abrir la puerta y salir a la calle. En ese momento vio que la chica venía caminando por el medio de la calle. Era una cuadra tranquila donde no pasaba ningún coche y si lo hacía no superaba la velocidad de la vendedora de golosinas. Los coches iban muy lentos en esa época. Se debía a que la gente estaba enfrascada en algún dispositivo. Mirando alguna película, leyendo mensajes en los teléfonos o mirando algún tutorial en YouTube. La velocidad, en general, había dejado de ser un medio de la humanidad para llegar a algún fin.

En fin, para lo que vengo contando es mejor que diga que Gastón y la cuidadora de las Y cruzaron miradas, pero esta vez el que retrocedió no fue Gastón, fue la chica. No estaba claro cuándo era el día de uno o del otro así que desde ese día en adelante, la intención de proseguir era lo que definiría el día laboral. Esa vez la chica reculó y Gastón siguió, sin tener muy en claro por qué, hasta su puesto laboral.

Sentado en el zafu sin activar todavía a los X pensó, no sin amargura, que hubiera sido mejor que realizaran el trabajo en conjunto con la chica. Ella con sus Y y él con sus X. Pero si es así estarían rompiendo la regla escrita en el amarillento manual de instrucciones. Y, por si había algún supervisor de Riviera dando vueltas o mirando por las microcámaras, era mejor cumplir con lo que decía el prospecto y olvidarse de esas ilusiones. Se sentó en el zafu, irguió la espalda, apoyó las manos en las rodillas y probó si esa antigua teoría sobre la conexión mental con los androides funcionaba o no. Exhaló cuando vio que los androides seguían en reposo. ¿Cómo había pensado que algo así podía funcionar? Evidentemente, la rutina estaba afectando su capacidad de razonar adecuadamente. Chasqueó los dedos. Los X se encendieron. Encontró una anomalía en el funcionamiento de sus réplicas. Dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

A esta altura Gastón daba por sentado que los X decían siempre lo mismo. Debo decir que sobrevaloraba a su memoria. Pero la verdad es que decían lo mismo. Y a él le parecía que decían lo mismo. No veía alteraciones en el discurso porque hasta el momento no había sido modificado sustancialmente. Esta vez encontró una alteración pero no en el discurso, sino en que estaban un poco fuera de sincronía los dos. Algo muy molesto. Impedía que Gastón pudiera realizar su trabajo, la cacofonía que salió de esas bocas sintéticas no le dejó discernir si había algún cambio, pero lo importante para él fue que parecía que no había ninguno. Y que encima de eso, los androides mostraban un desperfecto en su funcionamiento básico. Se preguntó si habría sido porque habían roto alguna regla y ese era el día de la cuidadora de las Y. Se animó un poco pensando que el desperfecto intuido podría ser un avance. Pero eso mismo lo llevó en unos minutos a comenzar a hablarles a los androides. Los humanos sienten tedio fácilmente y Gastón no era una excepción. Lo que había pensado decirle los días anteriores salió ese día.

¿Cómo puede ser que repitan siempre lo mismo?, dijo. Luego se sintió un poco fuera de lugar, se tranquilizó, negó con la cabeza por hablarles a los X, miró el suelo de chapa del contenedor, que tenía algunas manchas de óxido, se levantó y volvió a su casa.

Pensó que al salir rápido quizás se cruzaría con la cuidadora de las Y. Pero recibió los ladridos amenazadores de los perros, la mirada reconcentrada de la niña de los vecinos, la cordialidad mecánica del vecino traumatizado y antes de cerrar la puerta de su casa escuchó la melodía que salía del altavoz de la vendedora de golosinas de algodón de maíz.

Entró a su casa, caminó hasta el fondo y se quedó mirando las nubes rosadas del atardecer. Pensó en si habían copiado exactamente la anatomía cerebral de él, si los androides tenían la misma densidad de chips de silicio que conexiones neuronales su cerebro, y si era así pensó que él debía ser como ellos y no poder modificar ninguna historia, lo que lo entristeció un poco. Era de noche y mientras se preparaba, luego de cenar, el licuado diario, se dijo que debía haber algún desperfecto. Riviera no explicaba el funcionamiento de las unidades que había creado. Era natural que despertaran tantas dudas en Gastón por las expectativas de sus lecturas científicas sobre la inteligencia artificial. Enseguida volvió a pensar en dónde viviría la cuidadora de las Y, por qué habían elegido a esa chica con pecas en vez de alguna persona conocida por él, cuál era el motivo de la elección si es que había alguno y se olvidó de los X y de las Y hasta el otro día.

Por la mañana varió y aceleró sus rutinas. A las doce ya había improvisado algunas melodías en la guitarra, había almorzado, tomado su café con leche luego de la comida, caminado de una punta a otra de su casa, preguntándose cómo arreglar la cortadora de césped, si debía cambiarla por alguna nueva o no, algo que estaba evitando por el miedo de caer en una nueva estafa en Ebay, y estaba ya mirando el pedazo de calle que le dejaba ver la ventanita de la puerta, con su perra al lado alerta para salir ni bien la abriera. Suspiró con una mezcla de resignación y alivio cuando vio que estaba desierto. Significaba que su lugar en el contenedor estaba disponible y aunque sea iba a poder cambiar un poco de lugar por un tiempo. Antes de entrar se quitó los anteojos y dejó que los rayos de sol abrasadores de ese día le dieran de lleno en sus párpados cerrados. Sabía que la vitamina D era necesaria para mantener su equilibrio anímico. Empujó el portón, entró y se dirigió al contenedor. Al entrar notó que algo había cambiado. Uno de los X estaba con los hombros desmoronados y los brazos colgando a los costados de la silla. Se sentó en el zafu y lo observó. La semi sonrisa no había cambiado pero la postura del androide le hizo pensar en cómo eran cargados. Chasqueó los dedos, escuchó que el X que seguía erguido reaccionaba y lanzaba el discurso de los días anteriores. Lo dejó terminar mientras pensaba cómo iba a hacer para que el androide recuperara la energía perdida. Revisó el manual y no había ninguna instrucción. Salió del contenedor y rebuscó por el suelo del garaje por si había algún enchufe en las paredes o plataforma de carga. Miró las paredes por si habían dejado alguna lámina con las instrucciones necesarias para tal tarea. Pero las paredes no escondían más que algunas manchas de humedad. Volvió a subir al contenedor. Repaso a las Y con la mirada. La postura no había cambiado, seguían erguidas con las palmas de las manos apoyadas suavemente sobre sus rodillas. Posó la mirada en el X con los hombros vencidos y eso hizo que él, al verse reflejado en ese androide que parecía abatido, mejorara su postura . Se dijo que debía encontrar la manera de recargar al modelo. Rodeó la silla y observó si había alguna ranura de carga a la altura del cuello, alguna marca en la piel que sugiriera que la réplica debía ser enchufada para el abastecimiento de energía. La respuesta fue negativa así que enfrentó al X, se inclinó e intentó levantarle la mano tomándolo del dedo medio de la mano derecha. Pudo levantar el dedo pero el brazo no se movió. Dejó caer el dedo otra vez. Se acuclilló delante del X y volvió a levantarle el dedo medio esta vez empujándolo con su dedo índice. No encontró ninguna célula de recarga debajo del dedo, que era lo esperable, según la bibliografía sobre androides leída en la red. Apoyó las rodillas en el suelo del contenedor, se dejó caer de manera lateral hacia la derecha y con ese ángulo nuevo de visión probó con el dedo meñique del pie derecho del X. En la yema del dedo estaba la célula de recarga, un recuadro iridiscente con circuitos expuestos. Mientras pensaba en qué plataforma de carga encastrar el dedo para recargar al X, le pareció ver que una de las Y giraba la cabeza por un segundo y lo miraba. Se arrodilló rápidamente y la observó.

Las dos Y seguían en la misma posición. Debía ser que él se había mareado al bajar hasta el suelo del cubículo, me consta que pensó Gastón. Salió del contenedor, cruzó la calle, desierta bajo el sol de esa tarde de verano, y rebuscó en uno de los dormitorios de su casa el módulo para recargar su antiguo reloj pulsera. Lo guardó en el bolsillo, volvió a cruzar, mirando para los dos lados de la calle por si veía a la chica (podría pensar que recién estaba entrando), abrió el portón y se apuró para estar cuanto antes frente al X descargado. En el piso encastró el dedo meñique del X en el módulo de carga y enchufó el módulo en uno de los cargadores de las paredes del contenedor, que a su vez estaban conectados a paneles solares ubicados encima del techo de chapa del garaje. Paseó la mirada por las Y y el otro X hasta dejarla reposar, con ansiedad, en el X que había dejado en carga. Mientras, sacó su teléfono del bolsillo y se puso a revisar si había alguna novedad sobre la entrega de su máquina eutanásica y, como no había ninguna, luego buscó cortadoras de césped. Había una con chasis de color naranja que parecía una motocicleta cuyas prestaciones parecían las ideales para los yuyos duros del fondo de su casa. Las unidades estaban en un depósito no muy lejos de su casa. De alegría, sin pensar en el acto que realizaba, chasqueó los dedos. Una voz cavernosa dijo Resul… muy lentamente. 

Miró al X que dejó en carga. La mandíbula inferior estaba caída y trataba de mover la boca como si fuera una vaca pastando. Completó la palabra Resulta y se desmoronó. El otro X funcionaba a la perfección y contó el cuento entero. El que él había intentado cargar tenía la espalda vencida y la cabeza entre las rodillas. Ofuscado, Gastón se dio cuenta de que no tenía idea cómo cargar a la réplica y que tampoco debería tenerla porque no había especificación alguna en el manual de Riviera. Retrocedió en el contenedor, apoyó su espalda contra la pared y agregó al carro de compra de la aplicación la cortadora de césped. Luego pensó que sería bueno ponerles algo de música a los X. Y hasta era posible que la escucharan las Y en el modo reposo. Desplegó en su teléfono la ventana de Bluetooth, como si en vez del cubículo estuviera en su casa y se dispusiera a conectar el teléfono con los altavoces Panasonic que usaba hacía treinta años. En la lista de dispositivos disponibles para ser vinculados aparecían varios que reconoció, el suyo y otros que el relacionaba con pertenecientes a artefactos de los vecinos, pero entre esos había cuatro nuevos dispositivos vinculables. Los X-700a y X700b y los Y-700a y Y-700b. Pulsó con el dedo índice el de X-700a. El teléfono advirtió que estaba intentando vincular el dispositivo. Mientras seguía pendiente del teléfono Gastón escuchó la campanilla de enlace exitoso de dispositivos que provenía de la boca semiabierta del X desmoronado. Gastón levantó la cabeza. Vio que los iris de los ojos del X se expandían. La cabeza se sacudía. El X levantó de golpe el cuerpo, se compuso y recuperó la postura original. Gastón miró su celular para comprobar si la vinculación había sido realmente exitosa y si eso era lo que había provocado el cambio. Pero el teléfono se había descargado y en la pantalla estaba el gráfico de batería agotada.

Chasqueó los dedos. Los X respondieron al instante:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

El que bajó la cabeza ahora fue Gastón. Estaba cansado de escuchar la misma historia. Se preguntaba si lo mismo le pasaría a la original de los Y. Además con el celular descargado era imposible ponerles música. Recuperó el módulo de recarga de su reloj pulsera. Volvió a su casa, dispuesto a encarar otra jornada de ejercicios pero se sintió súbitamente muy cansado. Decidió dormir media hora antes de retomar con su rutina muscular. En el ex dormitorio de su abuela, cada vez que iba a dormirse, sentía que se caía por un precipicio y luego se ahogaba. Era espantoso. No había ninguna pesadilla que acompañara a los ahogos así que era todavía más desagradable. Las otras, pocas veces, que había dormido la siesta, nunca le había ocurrido lo del ahogo. Miró al teléfono ahora conectado al cargador rápido a su lado y no parecía haber avanzado mucho en su carga. Decidió que era mejor levantarse y cumplir con su rutina de dominadas en el caño del pasillo (uno que había puesto su abuelo para colgar una hamaca). Realizó dieciocho dominadas y cuando estaba contando la número diecinueve con el cuello por encima de la barra y con la mirada clavada en el cielo más allá del techo del garaje de la casa, vio que una sombra metálica negra cruzaba el cielo. Se desprendió del caño, aterrizó en el suelo, caminó hasta la escalera de la terraza y subió corriendo los escalones. En el borde de la azotea vio que había por lo menos cinco drones sobrevolando el cielo del barrio.

Los drones habían sido prohibidos hacía años. Por los problemas que hubo con su funcionamiento tuvieron que ser desechados y solamente se podía «levantar» uno con un permiso especial (que nunca era otorgado). Dedujo que debía ser el hijo de algún vecino de la cuadra que se le había dado por jugar con los drones ilegales del padre. Se los quedó mirando porque hacía rato que no veía a ninguno. Esos modelos parecían telarañas de cables negros que portaban en el centro un huevo pardo. Giraban, alborotados, dirigiéndose para una esquina de la cuadra y luego la otra, asustando a las cotorras que no sabían para dónde dirigirse. Luego se escuchó un grito agudo. Los drones se detuvieron en seco y cayeron en picada. Gastón, un poco animado por el incomprensible show, volvió sobre sus pasos y siguió con su rutina de ejercicios. Al terminar, fue al dormitorio para desvestirse y reparó en el teléfono. La carga no había llegado aún ni al cincuenta por ciento.

Esa noche, antes de acostarse salió a respirar un poco de aire fresco. Vio a uno de sus vecinos, un hombre muy alto y encorvado, que estaba metiendo los drones que habían caído en su cuadra en bolsas de residuos. Cerca, un niño, nervioso, daba vueltas, y movía las piernas como si pateara piedras.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva Novela. 1.

Era un garaje con fachada pintada de color amarillo y techo de chapa. La puerta por la que entraban y salían los camiones con los contenedores estaba pintada de negro. El cuidador que presenció nuestro despertar, el que tuvo que lidiar con eso, digamos, se llamaba Gastón. Vivía en la casa de enfrente al garaje y pasaba los días, a sus treinta y pico de años, treinta y nueve para ser exactos, leyendo en otro garaje; el que había guardado en otra época el coche de su abuelo. Sus familiares estaban todos muertos y Gastón también quería morirse, pero ese momento nunca llegaba. Había tramitado sin éxito la eutanasia, incluso pedido por Ebay uno de esos aparatos donde los humanos se metían para morir por esa época, pero el aparato nunca había llegado. Lo habían estafado. 

Puedo acceder a una conversación de Gastón con el estafador. En nuestro país habían aplazado la entrada de productos importados y un intermediario que iba a ingresar el aparato al país se lo había quedado. Gastón, un poco irritado, le pregunta si por lo menos lo iba a usar para sí mismo (al estafador). Y el estafador le contesta, con ironía, que lo lamenta mucho, y que su máquina no llegaría por no haberse (Gastón, claro) ido a vivir a Miami. Que se jodiera dice el estafador en la grabación, por no estar en Miami como él y, en cambio, haberse quedado en Argentina. 

Gastón cuelga el auricular del teléfono y se queda dando vueltas por el ex dormitorio de su abuela, haciéndose a la idea de que debe olvidar a su máquina eutanásica. Eran problemas comunes que tenían mis coterráneos en esa época. Y según los registros, en otras también.

Así que por esos días en que le ofrecieron el trabajo de cuidar a X, uno de nuestros antepasados, Gastón soñaba con todo tipo de máquinas finales. En general, eran modelos alternativos al de la máquina eutanásica que había encargado, cuyo costo no podía afrontar. 

No sabía que mientras estaba sentado leyendo, alguien de la empresa Riviera lo había mapeado y había planeado qué tipo de vida y qué futuro tendría para ser útil al objetivo de la empresa que patentó nuestros primeros modelos. Fue un día en que terminó de leer Otra vuelta de tuerca por quinta vez, cuando un empleado de Riviera le dejó una carta, que su perra se encargó de destrozar, en el suelo del garaje. Gastón juntó los pedazos y la rearmó. La carta decía que tenían una gran sorpresa para él. 

Sólo debería cruzar la calle para encontrarla.

por Adrián Gastón Fares.

1995. Capítulo 5.

Anotaciones del cuaderno de Laura.

Soy un secreto. Un secreto que vio la luz de este mundo el día que dejaron de ocultar ese secreto. En algún momento mi abuela tenía un secreto que guardar y no lo hizo. Mi abuelo tampoco. Y ahí, en poco tiempo, nació mi padre. Me gusta pensar que lo mismo pasó con mis abuelos maternos. Y después con mis padres. Mientras mis padres no me nombraron yo no existía. Pero cuando se pusieron a formar nombres, nombres que son palabras también y que eligieron de palabras, desempolvaron ese secreto que llevaban con ellos en algún lugar, me gusta pensar, de sus cerebros y ahí me formé yo. No antes ni después. 

Me llamaron María Laura. Como María se da por sentado me quedó Laura. Un nombre más salvo que seas Petrarca, decía mi padre. 

Escribo esto porque no me gustan los secretos. Si el secreto hubiera prevalecido yo no existiría. Hay momentos en que quise no existir y pensé que escribiendo mis nombres y borrándolos iba a funcionar y yo desaparecería, pero nunca funcionó. Más bien sentí que me dividía al escribir mis nombres.

Al bajar de la oficina en la planta alta de ese lugar tan simplemente diseñado, encontramos otro zapato blanco con taco y hebilla de plata. Lo agarré al voleo y lo llevé a la planta baja. Lo puse sobre la mesa ratona que hay a un costado del sillón. Me apuré porque temí que hubiera desaparecido el manojo de fotocopias que nos habían dejado en la puerta.

Leí las costumbres de los indios Uta en voz alta. Era como si el texto dijera a la vez muchas cosas y también nada. También es un poco escatológico para mi gusto. Leí que los indios tenían una forma de distinguir a las personas que ellos consideraban distintas o particulares. Solían ser los adivinos de la tribu luego. La mayoría tenía lo que hoy en día llamamos invalidez. El texto describe cómo se podía diferenciar a un adivino de los demás integrantes del clan. No quedaba otra que fijarse en las deposiciones. Si una deposición, hecha siempre en el agua, caía de una manera que el lado izquierdo de la misma era más grande que el lado derecho entonces encontrábamos a un posible aspirante a adivino. El antropólogo que lo escribió cuenta que luego solían emparentar a personas e incluso unir a los aspirantes a adivinos de diferentes sexos para conservar esa estirpe que eran útil para la tribu. Y lo que nos hizo ruido a todos e hizo que relacionáramos este raído manojo de fotocopias con el otro de Albatracio fue que el antropólogo también describe la vida de los adivinos y resulta que convenimos en que no variaba mucho en sus costumbres, se dedicaban todo el día a estudiar los signos de la naturaleza de manera casi, agrego yo, obsesiva. Era como si el único interés que tuvieran fuera adivinar. Por otro lado, eran los que consolaban a los miembros del clan, por lo tanto debían ser muy empáticos y además lo que hacían era contar historias. Eran Narradores (el antropólogo escribe la N con mayúscula)

Aunque admito que la N estaba un poco deslucida en la fotocopia y en vez de Narradores parece decir Varradores (término que yo desconozco y los chicos obviamente también) El palito izquierdo de la V es un poco más largo que el derecho. Cuando comenté eso al finalizar la lectura los trekkies me pusieron la fotocopia de Albatracio en la cara. Estaban demasiado excitados para mi gusto pero tenían razón. En el margen inferior de las fotocopias de Albatracio había, en cada hoja, otras V. No numeraban nada ya que las dos hojas tenían la V. Y la V tenía también el palito izquierdo más largo. Nos miramos entre todos. ¿Era una mera coincidencia o los dos textos estaban describiendo al mismo tipo de persona? Para colmo, el texto de Albatracio decía que las personas descritas compensan con la parte derecha del cerebro porque en la izquierda hay una extraña dilatación de la materia gris o la blanca. O sea que la parte izquierda, en este caso del cerebro, es más grande. Entonces, si nos habíamos visto representados por el texto de Albatracio; ¿no nos correspondía también nuestro lugar en el otro? ¿Cuál era ése lugar y cuáles podrían ser las señales físicas que lo definen? Nos miramos entre todos.

-Dice Varrador, no Narrador -dijo el Chino, visiblemente afectado por la posibilidad que estuviera equivocado.

-No me suena esa palabra, tiene que ser Narrador -dije yo.

-¿Pensaste que es posible que Drusila no haya sido la que dejó eso acá? -me preguntó Lucas.

-Parece una maniobra de distracción -afirmó el Chino-. Notaron que de repente estamos hablando de inocentes tribus que nada tienen que ver con nosotros y antes como que nos sentimos tan reflejados con el texto de Albatracio que a más de uno se le salta una lágrima.

-¿Ustedes creen en las coincidencias? -pregunté al grupo.

-No -contestaron casi todos menos Lucas que había levantado el índice pero lo bajó enseguida como que no valiera la pena contestar. Hace esas cosas desagradables.

-¿Quién estuvo más en la Universidad, quién sostuvo la cátedra de Estructuras narrativas más años? Quise entrar a la cátedra de Drusila pero no había cupos.

-Drusila tiene libros publicados -dijo Martín.

-Bien -dije- entonces debemos tener en cuenta esta ofrenda de la profesora.

Sentí que el Chino y Bárbara apartaban una mirada que habían sostenido más de lo común. Martín me miró y se guardó la mano en los bolsillos. Los trekkies parecían haber vuelto a la realidad de este mundo e intercambiaban comentarios sobre cómo enriquecer la fan fiction que escribían con la nueva información. Vi que la atención del grupo se dispersaba. Hasta pensé que Lucas iba a volver a proponer la visita al supermercado.

-Me parece que tenemos que considerarlo todo. Tenemos un texto, claramente de Psicología, donde describen un tipo de persona. El paradigma que proponen parece ser diferente al de Lacan, por ejemplo. Nada del deseo del deseo del otro dijimos… Acá el fantasma parece más corpóreo.

-Las personas descritas parecen más el fantasma que creó Oscar Wilde -dijo Roberto.

-Nah… Y el otro texto describe un sistema de creencias por lo tanto ni siquiera podemos hablar de paradigma. Sin embargo, es el estudio de un antropólogo. Tal vez los profesores se pusieron de acuerdo y el objetivo es enriquecer tanto un paradigma como… bueno… como el sistema de creencias de los indios Uta.

-El otro estamos seguros que fue escrito en un lugar llamado Asperger -dijo Roberto- pero el texto de Drusila sobre el antropólogo no dice dónde vivieron estos aborígenes.

-Argentinos no parecen- dijo Lucas.

-A mí siempre me interesaron las costumbres de los Selknam, también llamados Onas -dije-. ¿Por qué no pueden ser argentinos? ¿De Tierra del Fuego por ejemplo?

-Puede ser -afirmaron los trekkies.

Me miran de esa manera que me deja claro que están bastante enamorados de mí. Hasta imagino que secretamente se odian entre ellos. El tipo de enamoramiento que tienen se traduce en respeto. Sé que si digo algo van a terminar dándome la razón. No saben expresarse de otra forma. No voy a ponerme a analizar ahora al grupo para decir que la misma dinámica se repite con el Chino y Bárbara y, aunque es mucho más reticente, hasta Martín actúa conmigo de la misma manera. Lucas directamente me mira el culo ni bien puede. Es el único del grupo que se atreve a sostenerme la mirada. Tal vez por eso fue el que dijo:

-¿Vos estás sugiriendo que esperemos a que nos dé ganas de ir al baño para descubrir si somos como los privilegiados del clan de los Uta? ¿Que uno vaya a mirar lo que hizo el otro y todo eso?

-Si tiene razón, ¿cómo sabemos que cada uno dice la verdad sobre lo que descubre de ahora en más en el baño?

-La verdad es importante para cada uno -dije; recordé a mi padre que suele contestar de esa manera cuando hay alguna duda filosófica en la familia- así que debemos confiar en lo que cada uno ve.

-Bueno, en tal caso, yo hice bien cuando les dije que era mejor comer y beber. ¿Alguien tiene ganas de ir al baño?

Todos, avergonzados, negaron con la cabeza.

-Creo que lo importante es ahora que decidamos si analizamos las películas con el texto de Albatracio o con el de Drusila. Votemos.

-¿Hay alguna duda sobre el que deberíamos elegir?-dijo Martín.

-Yo tengo mis dudas sobre Albatracio ya lo dije. No me importa que su texto esté más cercano a Kuhn y el otro a…

-Indiana Jones -dijeron los trekkies riéndose entre ellos.

-Ya que toda monografía es una prueba, mejor sería que lo pongamos a prueba al profesor y analicemos las películas con el otro, lo ocultemos y entreguemos una monografía como si hubiéramos hecho lo que él quería. Un profesor nuevo, así como nada. ¿No les parece un poco irreverente su actitud a darnos textos desconocidos?

-Pero el de Drusila también es desconocido -dije.

-Estoy segura que eso pertenece a Lévi Strauss. Estructuralismo. Eso es algo serio y lo otro no.

Ninguno del grupo estuvo de acuerdo en seguir con el texto de Drusila sin antes realizar las pruebas pertinentes y ver si nos producían la misma reacción que sentimos, incluso yo, debo admitirlo, con el texto de Albatracio. De repente, desanduve el camino que había propuesto y dije:

-Tienen razón, es demasiado seguir con el texto de Drusila. Hagamos lo que tenemos que hacer. Total después las monografías las termino siempre yo sola.

-Eso no es verdad -dijeron el Chino y Martín casi al unísono.

-Las que elijo el tema yo. Siempre es así.

-¿Por qué te pensás que estás acá? -comentó Lucas-. Dejemos estas dudas turbias de lado.

-¿Qué? -preguntó el Chino. Nunca entiende nada. Pero esta vez lo acompañé y yo también dije:

-¿Qué dijiste?

-Creo que dijo que cuando leíste el texto de Drusila las sombras comenzaron a crecer a nuestro alrededor- se sinceró el Chino sobre lo que había entendido.

Lucas movió la cabeza, como si no quisiera gastarse en definir lo que había dicho.

-Hagamos el trabajo que tenemos que hacer. Es la manera más fácil de aprobar -dijo, con esa mirada que me interpela-. Y el tema ese, increíble, de los indios y Drusila lo hablamos después de tomarnos algo. Miren que la pizzería cierra en media hora como mucho.

-Nos va a hacer bien -dijo Barbi- Tenemos que aclarar la mente. Salir nos va a hacer bien.

por Adrián Gastón Fares.

Sobre lo último que terminé de escribir.

Estuve publicando los primeros capítulos de la novela corta que escribí el verano pasado (Voraces) Y los acabo de borrar. Me di cuenta que, por la extensión de los capítulos, lo mejor es publicarla en su totalidad y no por entradas.

Por otro lado, para entretenerme, estuve diseñando los argumentos de lo que sería una segunda parte y una tercera parte de Seré nada.

Espero que estén bien.

Adrián G. Fares

PDF de Seré nada, una historia suburbana de terror. Ciencia ficción, misterio y terror en la zona sur de Buenos Aires.

Seré nada, una historia suburbana de terror. 200 páginas. 2021.

Seré nada trata de un grupo de amigos, Silvina, Manuel y Ersatz, que emprenden un viaje en busca de una leyenda urbana; una colonia de personas con sordera profunda, fundada por la controversial maestra Riannon Coveland en el sur del conurbano bonaerense.

Libro en PDF:

Adrián Gastón Fares

Les recuerdo que grabé con mi propia voz la lectura de la novela y que si buscan en el menú de este blog, novelas, índice pueden descargar o escuchar los audios.

PD: en Google Play Books pueden descargar la versión ePub de mí última novela también.

Seré nada, una historia suburbana de terror. Mi nueva novela, 2021. Link a muestra en Google Play Books. Y enlace de descarga libre.

Si quieren acercarse a los personajes de Seré nada, una historia suburbana de terror, mi última novela pueden hacerlo manteniendo una distancia prudente. Ya saben que los que callan mucho, algo esconden. Y que los días de lluvia es mejor salir corriendo. A no ser que quieran experimentar algo nuevo…

#nuevanovela #aventuras #conurbano #granbuenosaires #terror #misterio #fantasy #discapacidadauditiva #identidades #2021

Comparto el enlace a Google Play Books (Seré nada, 200 páginas, 2021) donde pueden leer una muestra y si quieren adquirir la novela en este caso (la verdad es que no encontré la manera de subirla gratis a Google Play, por eso hay que pagar) A cambio me parece que para algunas personas será más fácil leerla así:

Google Play Books:

https://play.google.com/store/books/details?id=jE0aEAAAQBAJ

El modo tradicional que es buscar los Epub y Mobi en Google Drive (así como PDF) en el inicio de este blog adriangastonfares.com sigue vigente.

Agrego un nuevo enlace directo, gratis, en Anonfiles para que puedan descargar mi nueva novela, abrirla y leerla en la aplicación Aldiko Classic en el teléfono celular, por ejemplo, o en lectores de libros electrónicos como Kindle (convertir en Calibre o enviárselos por email, ya sabrán), otros como Kobo, o disfrutarla en la PC con Adobe Digital Editions o FBreader. Aquí copio el enlace de descarga directa:

https://anonfiles.com/Fboffdvau5/Sere_nada_-_Adrian_Gaston_Fares_epub

Disfruten el fin de semana.

Si quieren disfrutarlo con la compañía de Ersatz, Silvina, Manuel, Algodoncito, Fanny, Gema, Lungo y los otros personajes de Seré nada, espero que se entretengan.

Adrián

Argumento:

En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar?

PD: Portada de Seré nada, una historia suburbana de terror.

Portada Seré nada, una historia suburbana de terror. 2021. 200 páginas. Adrián Gastón Fares.

Nueva portada de Seré nada, novela (2021)

Mi nueva novela, Seré nada (2021) tiene nueva portada.

Con Seré nada, incursioné nuevamente, luego de Gualicho y Mr. Time, en la ficción de terror.

Quería volver a la novela (la última en invención fue Intransparente, también llamada Elortis).

Quería que fuera de terror, y quería que fuera ficción oscura (o fantasía oscura).

No sé si hubiera podido escribirla sin antes ensayar los cuentos de terror y ciencia ficción de este blog.

Tenía muchas ganas de inventar algo nuevo y de poder compartirlo. Y en cierto modo, de poner lo que aprendí estos últimos años en este arte de invocar historias.

Escribiendo Seré nada aprendí a redactar mejor.

Espero que disfruten de esta aventura, que se conmuevan un poco como yo al escribirla.

Claro que una vez que la terminen pueden opinar lo que gusten y, si les gustó, también compartirla para que otros la descubran.

Pueden leer la novela en:

También pueden buscarla en ebook en la página principal.

O bien leerla y escucharla en el Índice de Seré nada que se encuentra en el Menú de este blog.

¿Se editará en papel?

Ah, no sé…

Adrián G. Fares.

Seré nada. Novela (2021) Capítulo inicial y enlaces de descarga.

1.

Lo que hacía el bicho en la cabeza era, por lo menos, revolucionario.

La enfermedad no tenía síntomas. Sólo consecuencias. Pero con el microscopio se veían los quistes de los primeros que fueron llevados de las orejas por sus familiares a los hospitales.

¿Regalar negocios y propiedades? ¿Quemar el dinero que tanto esfuerzo había costado ganar? ¿Airear secretos familiares?

Esta vez, el boca en boca fue más veloz que Internet. Las familias se marcharon o se desarmaron.

Las víctimas desaparecieron. No había manera de encontrarlas ni identificarlas. Algunos decían que las habían secuestrado difusas células políticas formadas en la oscuridad de las encrucijadas de los barrios más conservadores de Buenos Aires. Otros sostenían que nunca existieron porque el gobierno argentino había inventado la epidemia para redistribuir la población, repartir terrenos, y cumplir con un plan de traslado de la Capital al norte del territorio.

La teoría de la conspiración algo de lógica tenía. Pero hubo focos en varios países del mundo así que era imposible que la enfermedad fuera orquestada por un único gobierno.

Para colmo, apenas desaparecieron los casos, o mejor dicho las personas enfermas, desde el corazón del Amazonas peruano, había surgido Ysa, una aborigen de ojos claros. En lo profundo de la selva, rodeada de un séquito de hiladoras, pronunció una conferencia, transmitida por Internet, donde reafirmaba su profesión, chamana, y su intención de reunir a los latinoamericanos. Ysa aportó más de lo que parece a que los habitantes se establecieran cada vez más cerca del límite norte del país.

La capital siguió siendo la Capital, pero quedó bastante vacía. El resto de Buenos Aires se despobló. Y los barrios del sur más.

El primer caso de Tyson21 había surgido en Adrogué.

En 2023, los de capital ni se preguntaban qué había más allá del puente Alsina. Para el resto del país la zona sur de Gran Buenos Aires era un mal recuerdo.

por Adrián Gastón Fares.

Serenade/Seré Nada. Copyright Adrián Gastón Fares. Todos los derechos reservados.

Capítulo siguiente: https://adriangastonfares.com/2020/12/20/sere-nada-2-nueva-novela/

El índice completo de esta nueva novela en entradas con audiolibro : https://adriangastonfares.com/sere-nada-serenade-nueva-novela-2021/

Enlace Descarga Epub libro electrónico (Link Google Drive): https://drive.google.com/file/d/1hFFNfUhYiQqnLMCTqcgR0uQheBlPL0cS/view

Enlace Descarga Mobi libro electrónico Kindle (Link Google Drive) : https://drive.google.com/file/d/1-oEvk94x-uZ8vUSSCnSHAppbJd3zPuiK/view

Lanzamiento novela digital Seré nada. Formatos para lectores de libros electrónicos. Digital book. Libros gratis en epub y mobi.

La edición digital para libro electrónico (formato .EPUB) de Seré nada ya está disponible para que la lean de manera gratuita.

Pueden leerla en cualquier lector digital, con el software adecuado (Sumatra, FBReader, Adobe Digital Editions, por ejemplo) o en lectores de libros electrónicos como Kobo, Kindle, Noblex, etc.

El link gratis a Google Drive con el formato para Kindle (Mobi): Novela Seré nada Mobi gratis

El link gratis a Google Drive para formato Epub: Novela Seré nada Epub gratis

Seré nada es mi nueva novela de terror. Puede ser una novela distópica, puede ser una novela de ciencia ficción, puede ser una sátira, puede ser una comedia, puede ser una novela de terror sobrenatural con un poco de western del conurbano, puede ser una novela de monstruos, de vampiros, puede ser una novela sobre la «discapacidad», o puede ser una novela sobre la hipoacusia, o la sordera, en fin, muchas cosas puede ser Seré nada porque fue un producto de mi imaginación durante abril de 2020 a febrero de 2021.

En formato digital tiene un poco menos de páginas (cuenta 166, contra 200 del PDF; en tal caso mejor si son menos; aunque el PDF está formateado según las reglas comunes entre editores para estos manuscritos)

Quería agradecer a mi amiga Majo por las correcciones que me hizo el año pasado, antes de la publicación en el blog, que me sirvieron muchísimo. Pueden leer su blog: http://extranjeraencadapais.blogspot.com/ También por animarme a escribir sobre el tema de la hipoacusia y más que nada a escribir otra novela.

(si quieren contar qué les pareció la novela, soy todo oídos)

Los dejo con una nueva sinopsis de Seré nada.

 ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

¡Saludos!

Adrián G. Fares

Seré nada. 44. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 44. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… 

44.

Ersatz y Silvina sostenían una gruesa manguera anaranjada. Recorrieron el lugar con la vista. Caminaron arrastrándola hacia el escenario y apuntaron hacia arriba.

El público pensó que eran bomberos y que debajo del escenario había ocurrido un incendio, así que los dejaron pasar.

Además, el hedor que acompañaba a esos dos era insoportable.

—Por Manuel —dijo Ersatz.

La manguera estaba rígida, llena.

Ersatz le quitó la tapa.

De repente, un chorro de un líquido grumoso y pardo salió expelido hacia el escenario.

Al instante, Osvaldo vio que un chorro de mierda se dirigía hacia él. Evelyn no pudo escapar.

Los dos cayeron de rodillas. Evelyn vomitó.

Luego Erstaz y Silvina apuntaron hacia el público, dejaron la manguera en el suelo expeliendo mierda y más mierda, que salpicaba en abanico, como si fuera un oscuro fuego de artificio. Corrieron hasta la puerta y salieron.

Gema, que ahora era una mezcla de sangre y mierda en el suelo, pero sangre y mierda con vida, se acercó a Osvaldo, abrió la boca y le arrancó un pedazo de mejilla.

Empezó a masticarla. Pero no tenía paz. El de barba se adelantó y la empujó con la flecha de la punta del mástil de la bandera. Habría pensado que tenía filo. Gema sólo resbaló por la superficie del escenario hasta sobrepasar el bordillo y caer al suelo. Quedó arrodillada enfrente del público, que no sabía si escapar de la mierda o de Gema.

Se levantó y empezó a tirar dentelladas a dos hombres que entre la lluvia oscura intentaban atacarla. Resonaron algunos disparos, pero la serenada gruñía más alto.

En el escenario, Evelyn estaba ahogada en su propio charco de vómito.

Del susto, algunas mujeres le tiraron los platos con los cubos de salamines y quesos a Gema. Pensaban que tenía hambre y que por eso las atacaba.

Entonces, la pared que separaba el colegio del patio exterior se vino abajo e irrumpió la trompa azul del camión de aguas residuales. Varios corrieron despavoridos y tres fueron embestidos por el vehículo.

El que manejaba era Lungo, que esperó a que Gema lo reconociera.

Primero lo miró con desconfianza, pero luego la mirada de Gema se enterneció. Comprendió que algo había cambiado a Lungo, que abrió la puerta para invitarla a entrar. Cuando trató de alcanzarla un fortachón del público que tenía una gorra de Chevrolet, lo mordió en la cara.

El fortachón retrocedió, con el rostro sangrando, y fue tal el susto que le dio a los demás que empezaron a escapar todos para donde podían.

Algunos trataban de entrar a los baños. Las puertas no se abrían porque estaban cerradas por otros que los habían antecedido en ocuparlos.

Otros corrieron hacia las escaleras del primer piso del colegio.

El micrófono había quedado tirado en el escenario y ahora acoplaba, molestando a los oídos de todos, incluso a los de Lungo y Gema.

Desde la cabina del camión, Lungo dio un salto que lo dejó entre los que tenían el puño en alto para abatirlo. Comenzó a dar dentelladas y pudo herir a varios.

Gema no se quedó atrás, y se subió al cuello de varias mujeres que, con la cara enrojecida, le gritaban demonio y otras malas palabras.

Mordieron a los que pudieron, Gema en parte para alimentarse y recobrar las fuerzas, en parte por simple bronca y venganza, y el espectáculo fue tan espeluznante que los hombres y las mujeres salieron corriendo hacia sus motocicletas, sus coches, corrieron para sus casas entre los escombros, la mierda y la sangre, y sólo quedaron los más valientes que fueron reducidos y pinchados por los dos serenados.

Antes de abandonar el lugar, Gema caminó entre los cuerpos de los que retozaban en el suelo, subió al escenario, y enfurecida, giró el cuerpo de Evelyn y le desgarró la bata.

Luego le clavó los colmillos en el cuello.

La cinta larga celeste y blanca se desprendió del telón y cayó en el escenario.

En la calle había personas arrastrando los pies, ya sea por las heridas en los brazos y el cuello, porque estaban cubiertas de mierda o por las dos cosas a la vez.

El hedor era insufrible.

Hasta los caballos se habían escapado.

La fachada del colegio estaba en penumbras. La camioneta había derribado los palos de luz de esa vereda.

Más lejos, los postes que seguían de pie iluminaban con sus lámparas amarillentas a las personas que se alejaban del colegio con la ayuda de sus pies o de sus vehículos.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 42. Nueva novela.

Capítulo 42. Leyendo Seré nada. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…

42.

Las luces del alumbrado público se encendieron.

Las puertas de tres casas se abrieron casi a la vez sobre la avenida. Una reja de garaje se corrió. Resonaron los neumáticos de varios coches y algunas motocicletas raspando el cemento. Repicaron cascos de caballos. Una docena de bicicletas doblaron en la esquina del colegio.

En la puerta, dos de las motocicletas estacionadas tenían calcomanías de corcheas. Entre los signos musicales estaba escrito con firuletes Juremos con gloria morir.

Los pañuelos de color celeste y blanco que estaban atados en los espejos retrovisores de los coches y en los manubrios de las bicicletas también tenían escrita la misma estrofa del himno nacional.

La avenida no estaba deshabitada como habían creído Manuel, Silvina y Ersatz.

Detrás de las rejas, detrás de los cristales de las ventanas pintados en los negocios, detrás de los portones grafiteados, vivían algunos que habían vuelto a su lugar de origen en vez de apuntar para el norte.

Al volver, recordaron su costumbre de encerrarse completamente por si acaso, de abandonar los balcones en los que habían mirado las estrellas allá por los ochenta del siglo pasado, de niños o adolescentes, y al conocer que el barrio finalmente había cumplido con su promesa de entregarles algo más que violencia, indiferencia, muertes y falsa comunidad, se habían asombrado al principio.

En realidad, eran los descendientes de los que esperaban en las puertas que cayera el sol, eran los descendientes de los que iban a comprar el pan sin celular, de los que dejaban jugar a los niños, ellos mismos, hasta tarde en las calles, de los que hacían largas las tardes para no perderse la procesión callejera que les daba algo de variedad en lo rutinario.

Los descendientes, en la oscuridad de sus casas lóbregas y largas, de las habitaciones sumadas a otras habitaciones, ya no se miraban fijamente al espejo. Tenían pavor de encontrar algo inesperado en sus rostros.

Ya no podían ni siquiera sentirse diferentes, como sus progenitores lo habían hecho, de los de las villas cercanas, porque ya no estaban. Diamante era un rejunte de pasillos vacíos. Fiorito era un pantano con una isla: la casa natal de Maradona.

Ya no se tiraban la basura los unos a los otros porque no vivían encimados. Los perros ya no rompían las bolsas porque casi no había perros.

No había mascotas. Lo más parecido eran los geckos y lagartijas a los que a veces perdonaban la vida y otras aplastaban con sus zapatos o con un martillo especialmente preparado para la ocasión que sacaban del cajón de herramientas. Y si no se la pasaban con esas raquetas eléctricas matando insectos voladores.

Tenían que encontrar algo que los distrajera de arañar las paredes con las manos y cuando se enteraron de que del colegio se habían escapado una horda de seres deformes, que habían nacido de la unión entre monjas y curas degenerados de un infame convento, sintieron que lo habían encontrado.

Para ellos, siguiendo los fuegos artificiales de las fiestas de fin de año, los serenados se habían deslizado por las calles embarradas hasta el colegio privado de la zona, irrumpiendo y haciendo morir de sonrisas y placer a las monjas, a sus monjas. Se había apagado para siempre el fuego que calentaba las ollas populares organizadas por el colegio y la llama se mantenía en sus estómagos, una mezcla de hambre y resentimiento.

Y los serenados, esos seres con la boca cerrada a los que espiaban de vez en cuando, erguidos pacientemente en las terrazas los días de sol, justo lo contrario que hacían ellos que habían olvidado para qué servían las terrazas, los serenados, esos humanoides bronceados de los que se mantenían alejados, eran el único chivo expiatorio que podían encontrar para culparlos de la pérdida de sus ilusiones.

No había muchos familiares a los que torturar.

Los políticos tradicionales, de uno u otro bando, se las habían tomado. Algunos habían regalado sus partidos, pero nadie los quería.

Que Evelyn y Osvaldo descubrieran los cuerpos sonrientes de quienes los serenados se habían alimentado tuvo dos consecuencias.

Por un lado, hizo que la noticia de los deformes sangrientos se desperdigara por otros barrios del sur de Buenos Aires y desde Temperley a Cañuelas había cuadras de dos o tres personas que vivían en sus antiguas casas y se habían enterado de la existencia de algo raro en Lanús. Por otro lado, sirvió para que Osvaldo se convirtiera en una figura política con una causa justa.

Así que, con una cadena de favores que cruzó medio Buenos Aires, fueron aportando dinero, las señoras y señores del sur del conurbano, a la causa de hacerles un favor a los nuevos dioses, a los demonios del colegio, como los llamaban, para volverlos más parecidos a ellos.

Hasta la misma Riannon en vida, embanderada de la libertad de las personas sordas, que en realidad se había instalado con su comunidad en Uribelarrea, y no en Lanús como creían Silvina, Ersatz y Manuel, había aportado dinero para la causa de Osvaldo.

Más allá de las diferencias de edades, altura, anchura, color y género de las personas que fueron recibidas con las puertas abiertas principales del colegio, las que subieron las escaleras y desfilaron por el salón para ir reuniéndose alrededor del escenario tenían algo en común.

Llevaban escarapelas blancas y celestes prendidas de sus mochilas, de sus trajes, de sus sombreros, y todas, también, en sus bolsillos, o detrás de las mangas largas de sus prendas, cintas rojas.

Vitoreaban a Osvaldo que ya estaba con sus bigotes atizados, franqueado por Evelyn, los dos vestidos de blanco esclerótica y ambos ojerosos, para que diera la orden de descorrer cuanto antes el pesado telón del escenario y les dejara entrever, como aquella vez, a sus temores encarnados y maniatados.

Detrás de la multitud esperaban unos tablones con manteles, cubiertos de platos con salamines, quesos, fiambres, panes, y otros dones de la tierra con los que pensaban festejar lo que fuera que apareciera, cualquier cosa, algo diferente: lo nuevo, lo que les iba a salvar el año quizás.

Osvaldo no tenía mucho que decir, simplemente iba a mostrar y ellos necesitaban ver.

Detrás del micrófono, luego de Evelyn y Osvaldo, había incluso un abanderado con un escolta.

El adolescente asiático era el escolta y el tipo de barba sostenía la bandera con los mismos colores de la izada en el patio exterior.

El segundo escolta iba a ser Lungo que no había vuelto a aparecer.

Aunque la multitud miraba de reojo al chico asiático, Evelyn y Osvaldo pensaron dar un mensaje de diversidad con lo que tenían a mano.

La señora mayor, recuperada parcialmente de la experiencia psicodélica que le había provocado la mordida de Fanny, estaba encorvada cerca de la escalera y tenía un plato con un pedazo de queso duro y unos dados de salamín recién cortado.

El micrófono andaba perfecto. En el escenario, Osvaldo se quitó el sombrero de copa blanco, lo arrojó al público, para entretenerlos mientras tanto, dio las gracias al gentío y le preguntó a Evelyn si quería decir unas palabras. Evelyn movió la cabeza y levantó las palmas de las manos hacia Osvaldo, invitándolo a proseguir.

—Tengan un poco de paciencia que nuestro ilustre y diminuto héroe está terminando su delicado trabajo. Me alegra que compartan con nosotros este momento tan esperado. Unión, integración e inclusión, ¡viva!

—¡VIVA! —repitieron los de abajo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Capítulo 33. Nueva novela.

Seré nada. Capítulo 33. Audio narración.

33.

La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.

Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.

Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.

¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?

 ¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?

 ¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.

No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.

Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.

Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…

Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.

Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.

Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.

¡Ramoncito!

Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.

Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.

Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.

¿Qué querés?

No supo si lo dijo para afuera o para adentro.

Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.

Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.

SACAME.

Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.

A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.

¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?

¿Por qué?

A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambia, vos tenés que cambiar, este país es así.

¿Por qué?

Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.

¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?

¿Por qué tenía tanta bronca ahora?

¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?

Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escucha. Por las cosas que hay que escuchar.

¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?

A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.

Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?

Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.

Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.

El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.

El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.

Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.

Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.

Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.

La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.

Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…

Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.

Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.

Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.

No había nadie que enfrentar. Se habían ido.

Tenía que encontrar a Silvina.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares

Seré nada / Serenade. 27. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 27. Un grupo de sordos busca en el Gran Buenos Aires una comunidad soñada de sordos, pero en vez de eso encuentran otro tipo de enjambre. 
Seré nada tiene 200 páginas y es mi cuarta novela. Se suma a Intransparente, El nombre del pueblo, ¡Suerte al zombi! y el libro de cuentos de terror Los tendederos.

27.

Por los agujeros de la lona negra que cubría la ventana de la habitación se colaba la luz del amanecer, generando sombras redondas y puntiagudas.

El interior estaba repleto de raídos peluches.

Osos panda, muñecas, jirafas, leones, con las colas hacia arriba, ladeados, con las cabezas sobresalientes, todos formaban un montículo que llenaba el cuarto y que crecía hacia las paredes. Era imposible que Gema estuviera ahí y, sin embargo, Silvina la invocó.

—Gema, te necesitamos —dijo mientras se pasaba la mano por la frente y suspiraba.

—¡Gema! —Al instante, Ersatz, tuvo ganas de salir corriendo al baño. Suspiró y contuvo el dolor de estómago.

Los peluches comenzaron a moverse como si hubiera un animal de verdad debajo de ellos, tres o cuatro rodaron sobre otros y pudieron ver la cabeza de Gema sobresalir del montículo de felpa. Vieron que algunos de los muñecos todavía tenían la etiqueta.

Gema fruncía y desfruncía el ceño como si estuviera perdida y tampoco fuera inmune a lo que habían vivido ese día.

Silvina se arrodilló sobre el suelo blando conformado por los muñecos.

Gema estiró una mano. Medio ida, parecía rozar con los dedos un recuerdo que flotaba en el aire y que temía alcanzar.

Lo miró a Ersatz y luego a Silvina mientras con la otra mano tiraba del hilo sucio de la etiqueta de un oso que alguna vez había sido blanco.

Ersatz se agachó a su vez y leyó con Silvina las palabras escritas en el anverso de la etiqueta:

Pronto vas a volver con nosotros. Abuela Mery. PD: Hacele caso a los médicos.

Gema sacó su celular y escribió sobre sus rodillas.

Ospital. Abandonaron. Fueron Se.

Gema achinó los ojos mientras intentaba mover la boca para llamar la atención a ese lugar de su anatomía. Escribió.

Esto.

Silvina, consternada, asintió con la cabeza.

—¿Viven cerca los que mataron a nuestro amigo? —Ersatz sintió que el estómago le ardía.

Gema asintió con la cabeza y se puso a escribir.

—Mejor que la ayudemos a mantener cargado esto —dijo Ersatz fijándose si había algún enchufe en ese tugurio. Se tranquilizó, había por lo menos cuatro zapatillas eléctricas cuyos cables estaban enrollados peligrosamente entre los peluches

Avenidas Muchos.

Leyó Ersatz en la pantalla de Gema.

—¿La de delantal también?

Gema dobló la mano para mostrar lo que había escrito en la pantalla de su celular. Decía:

Evelyn. Medicina Es. Colejio Todos.

Ersatz volvió a sentir una punzada en el estómago, seguida de ganas de evacuar todo lo que había comido. El olor agrio, debía ser algodón húmedo, no ayudaba. Respiró hondo. Se dobló y apoyó sus manos en las rodillas.

Silvina estiró su melena hacia atrás ofreciéndole a Gema el cuello.

El gruñido que salía del pecho de Gema fue creciendo en intensidad.

Prefirieron no mirar mientras la cara se alargaba y desfiguraba en el esfuerzo que estaba haciendo.

Sabían que la mujer esta vez lo hacía por ellos.

Esperaron, arrodillados entre los peluches, a que Gema se deslizara hacia ellos.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenada. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 26. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 26. Terror. Misterio. Drama. ¿De qué va Seré nada? Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

26.

Ersatz caminaba por el medio de la calle entre la llovizna. No sabía cómo llevar la escopeta. Primero la apuntaba hacia abajo, después la sostenía con las palmas de las manos a la altura del abdomen como si fuera una ofrenda que iba a entregar a la iglesia del barrio. Recordó que una ofrenda parecida era la que había usado Ramoncito. No le gustaban las armas, pero había visto el cuerpo sin vida de Manuel.

Mientras evitaba hundir sus zapatillas de montaña en los charcos de agua pensó que los hombres que habían matado a Manuel, los eugenistas, como había escrito Gema, debían haberlos visto llegar.

Estarían cerca ya que no habían usado vehículos y no parecían ser el tipo de personas que les faltaran.

Si estaban ahí eran fanáticos. Decían que las pocas personas que se habían quedado en los antiguos barrios eran gente brava que habían preferido enfrentar la supuesta locura del parásito para defender el lugar donde sus abuelos o padres habían vivido. Incluso rescatar lo que se decía que habían regalado o abandonado.

También decían que no aceptaban la conjunción de su país con otros latinoamericanos. Discriminaban a los bolivianos, peruanos, a los paraguayos. ¿Qué iban a hacer con unos chupasangres deformes? Eliminarlos, depurar su raza, se dijo Ersatz.

Eso significaba eugenesia, recordó con desagrado.

Y apretó un poco la escopeta porque había conocido a muchas personas que se parecían al que había visto disparar sobre Manuel.

No usaban armas de fuego, sus herramientas eran el acoso psicológico, las palabras denigrantes, las metáforas hirientes.

Salió de sus pensamientos cuando alguien lo llevó por delante en una esquina. La escopeta voló y el cañón se hundió en el barro. El alumbrado público tenía luces amarillentas, de las antiguas, en esa cuadra. Ersatz cayó al piso y observó la sombra de destellos dorados que se inclinaba hacia él.

Era Silvina.

Ersatz trató de levantarse. Ella lo ayudó. Él se largó a llorar.

Silvina lo abrazó fuerte y también se largó a llorar. Se apretó más a él cuando repasaba en su mente la imagen de la última mirada que le había dirigido Manuel. Lo había hecho por ella, lo sabía.

—Es mi culpa —dijo Silvina.

—No es tu culpa. Es culpa de esos descerebrados. —Ersatz se separó de Silvina para agacharse.

—Mejor dejá esa escopeta antes de que hagas alguna cagada. No sabés usarla.

—No es mucha ciencia. Mi tío abuelo me enseñó a limpiarlas.

—Qué cosas lindas te enseñaba tu tío abuelo.

Silvina se restregó los ojos y retrocedió unos pasos, perdida.

—Fue la loca esa…

—¿Qué…? Parecía una médica. Gema dijo que son eugenistas.

—Son unos hijos de puta. —Silvina se llevaba la mano a una de sus orejas—. Perdí un audífono.

—Te lo robaron. Ya vi.

Ersatz se llevó las manos a las orejas y comprobó que sus audífonos estuvieran ahí.

—Er, yo no hablaba de la ladrona de audífonos. Decía por la chica de ojos claros. Creo que ella les avisó.

—¿Por qué se fueron? No los podía encontrar.

—Intentamos despertarte, pero no pudimos. Fuimos de Roger. Está… —Silvina negó con la cabeza, como si no aceptara invocar la palabra otra vez en su mente.

—Ya sé. Mejor volvamos.

Miraron hacia las luces rojas de la torre de Interama que brillaban a través de la neblina. Empezaron a caminar en esa dirección. Silvina sostenía la mirada en lo alto como si en vez de volver a la casa estuviera dispuesta a caminar la gran distancia que los separaba del antiguo parque de diversiones.

—La chica esa estaba atrás de la puerta —dijo Silvina mientras avanzaban—, y no la vimos. Tenía el celular en la mano y la jeringa en la otra. Se me tiró encima… ¿Estoy hablando bien? ¿Se escucha? ¿Alto o bajo?

—Estás hablando bien —le aseguró Ersatz, que cada tanto giraba la cabeza y miraba sobre sus hombros.

—Salió corriendo con el celular en la mano y la seguimos hasta la vuelta —siguió Silvina—. La perdimos. Y cuando volvíamos a buscarte aparecieron esos tipos con la de delantal.

Ya estaban por la misma altura de la calle donde Manuel había sido abatido.

—¿No habrá quedado por acá tu audífono?

—Creo que se lo guardó.

—¿Seguro? Por ahí cuando salió corriendo… —dijo Ersatz mirando de refilón a los cuerpos abandonados en la calle.

—No quiero saber nada —gritó Silvina mientras miraba para el otro lado. —Puedo sobrevivir con uno solo.

—¿Sabés lo que te va a costar conseguir otro?

—Lo sé.

Ya habían superado el lugar donde estaban diseminados los cuerpos. No había indicios de Gema ni de los demás serenados.

Silvina se detuvo en seco y volvió sobre sus pasos. Ersatz la siguió.

Rodearon a los cuerpos, que estaban desnudos, y tratando de no mirar a Manuel se agacharon para observar el cemento en el lugar donde ella había estado arrodillada. Silvina prendió la linterna de su celular, aunque por la luz potente no hacía falta. No encontraban nada.

La llovizna caía sobre la sangre. Silvina susurró una maldición incomprensible y se alejó. Ersatz juntó fuerzas y miró los cuerpos.

Los ojos de Manuel miraban fijos a la llovizna que caía.

Ersatz se acercó y le cerró los párpados. Luego se agachó, le quitó los audífonos de las orejas y abrió el compartimiento de la batería de cada uno. Cuando iba a guardarse las baterías y los audífonos se dio cuenta que todo eso tenía que quedar con su amigo. De cualquier modo, Silvina no iba a aceptarlos. Los dejó en la mano izquierda de Manuel y le cerró el puño para que los apretara.

Vio que además del disparo en el pecho que tenía el cadáver de Manuel, no había indicios de que lo hubieran lastimado en otros lugares. Los serenados se habían alimentado del daño que hicieron las armas a los cuerpos. Las manchas de sangre tenían forma de manos, y de caras que se habían pegado al cuerpo para succionar.

Era mucha sangre y Ersatz estuvo a punto de resbalar y caerse cuando intentó rebuscar en los pantalones de Manuel que estaban a un costado. El celular no aparecía. No importaba.

Se alejó rápido y alcanzó a Silvina, que seguía caminando, y decía, con su celular en alto:

—Rastreé el audífono.

En la pantalla estaba el mapa de la zona. El audífono derecho de Silvina estaba en el colegio secundario en el que había estudiado Ersatz. Lo que faltaba, fue lo primero que pensó.

—Me alegra que esos dos no puedan disfrutar del beneficio de haber sido devorados —dijo Silvina.

—¿Qué veneno será el de esos colmillos? ¿Radiación? —preguntó Ersatz.

—¿Plasma solar…? No sé, pero es lo más maravilloso que sentí en mi vida —afirmó Silvina.

Estaban doblando en la esquina de la casa de los padres de Ersatz. No había señales de los serenados por ningún lugar. Llegaron a la casa, subieron la escalera y encontraron una cacerola caliente con un guiso con pollo y papas.

Estaban congelados por la llovizna así que lo primero que hicieron fue comer para calentarse el estómago.

A Silvina le dolía la cabeza por el estrés que había acumulado.

Ersatz tenía retortijones, siempre era el estómago donde sentía las últimas consecuencias de los nervios.

Cenar no había sido lo mejor.

Estaban agotados y confundidos, pero no tanto como para no saber qué era lo que realmente necesitaban.

Salieron de la casa, cruzaron la calle hacia la escalera metálica negra mientras las luces del alumbrado público se apagaban. Esperaban encontrar a Gema. Más arriba, la luz del amanecer pintaba de dorado la alta pared de ladrillos de la fábrica.

Silvina empujó la puerta. Ersatz miró por encima de ella.

Se sobresaltaron. El pequeño cuarto estaba lleno de sombras de cabezas gigantes.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 20. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 20 (con acotaciones para en la narración oral entender el entrecomillado del texto cuando Roger escribe en el celular, innecesarias en la lectura) ¿De qué trata Seré nada? Es la historia de un grupo de sordos que parten en busca de una colonia de personas sordas en el Gran Buenos Aires. Resulta que dan con una colonia silente, pero no parecen ser sordos; ¿qué son? Lo que encuentran parece bastante peligroso y podría cambiarles el destino.

20.

La calle estaba desierta y el alumbrado público resplandecía. Más allá, doblando en la esquina, un poste con una luz vieja pintaba de dorado las medianeras.

Ersatz estaba seguro de que la casa de Roger era la que seguía a la de sus exvecinos, los Tacuta. Estaba sobre 1 de Mayo, hacia la avenida. Era un garaje, que había sido un taller mecánico, con una habitación arriba a la que se llegaba por una escalera. Una casa sobre el intento de otra cosa, parecida a todas las de ese barrio, incluso la de sus padres.

Abrieron la reja, subieron la escalera y vieron que la puerta estaba entreabierta. Ersatz posó la mano sobre la chapa oxidada de la puerta y la empujó.

Roger, con ese pelo largo y la delgadez extrema, parecía un Cristo en la cama.

Ersatz, que de chico le tenía miedo a la imagen de Jesucristo sangrando en la cruz, con la corona de espinas, que había visto en las películas por televisión, tuvo que apartar la mirada un momento de la cara del metalero.

La luz amarillenta que entraba por la claraboya que había al lado de la puerta resaltaba las huesudas mejillas y, a la vez, acentuaba la concavidad oscura en la que estaban hundidos los ojos claros de ese gigante.

La habitación parecía ordenada. En la mesita de noche, pegada a la cama, estaba el celular de Roger y una jeringa.

Roger se despertó y señaló la jeringa. Silvina la tomó.

—¿Qué es? —Silvina miraba el líquido azulado de la jeringa.

Roger estiró una mano temblorosa, agarró el celular y escribió:

Hierro.

—¿Para qué lo usan?

Roger escribió que él lo necesitaba.

—¿Qué son?

Yo no. Ellos… Cuando llegué ya estaban.

A pesar de que se lo veía tan débil, Roger escribía rapidísimo con las dos manos.

—¿Dónde está Riannon? —Silvina dejó la jeringa donde estaba sin dejar de mirarlo—. ¿Por qué no usan prótesis si son sordos?

Los ojos de Roger brillaron como si intentara reírse sin despegar los labios.

La tal Riannon siguió de largo acá. Dicen que en Cañuelas. Pero no estoy seguro.

—¿Y qué comunidad de sordos es esta? —preguntó Silvina.

No es una comunidad de sordos.

Leer eso fue como si le clavaran un puñal a Silvina. Se llevó las manos a sus orejas y luego al estómago.

—¿No?

No.

Mientras leía, Ersatz vio como Silvina se ponía pálida y el celular de Roger le temblaba en las manos. Le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarla.

—¿Qué son entonces…? —preguntó Ersatz—. ¿Qué sos vos?

Antropólogo. Enseñaba literatura en un colegio. Tuve un problema con las autoridades. Desde acá escribí algunos artículos sobre Serenade. Alguien mezcló todo. Lo que intenté compartir con el mundo fue que eran personas que parecían sordomudas, pero no sabía bien. Aún hoy, hay cosas que no sé bien.

—¿Son humanos? —el impaciente ahora era Ersatz.

Roger lo miró como si fuera un idiota.

Fueron abandonados.

—¿Por qué no abren nunca la boca? —Ersatz parecía tener muy presente el error de Perceval.

Nacieron así. Se adaptaron. Y me enseñaron a mí. Me hicieron ver lo bueno.

Los ojos de Roger brillaban, esta vez con añoranza.

—¿Qué es lo bueno? —preguntó Silvina.

El metalero cerró los ojos como si se fuera a desmayar. Se tocó el brazo izquierdo, huesudo y pinchado. Giró la cabeza y clavó la mirada en la jeringa.

Por favor, escribió.

Silvina tomó la jeringa. No le costó encontrar el lugar donde debía inyectarla. El metalero tenía ronchas, algunas recientes y otras ya cicatrizadas.

Mientras su cuerpo recibía el líquido, Roger cerró los ojos por un momento. Luego aspiró el aire como si fuera una bendición y exhaló lentamente por los agujeros de la peluda nariz. Luego les escribió:

Este lugar no es para ustedes. Váyanse antes de la lluvia, por favor. ¡VAYANSE DE ESTE BARRIO!

—¿Por qué? —Silvina había dejado, un poco asqueada, la jeringa en la mesita.

Roger abrió más los ojos y pareció mirar entremedio de Ersatz y Silvina.

Se dieron vuelta. Desde el descanso de la escalera los observaba la adolescente con campera de cuero que habían visto el primer día al lado de Roger en lo alto.

El brillo de ira que despedían los ojos claros de la chica era acompañado por un gruñido de baja frecuencia, parecido al de Gema en el tanque, que llegó hasta los audífonos de Ersatz y Silvina desde la lejana boca apretada. A ellos los asustó todavía más los acoples que produjeron sus propias prótesis auditivas.

La adolescente clavó su mirada, ahora despechada, en Roger, giró la cabeza y desapareció por la escalera.

Roger cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia un costado. Dormía otra vez.

O había muerto…

Ersatz y Silvina se miraron un momento, perplejos. Luego Silvina, entristecida, bajó la cabeza.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. 16. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 16. ¿De qué trata Seré nada?: Seré nada o Serenade es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas?

16.

Ersatz se despertó más temprano, como si estuviera en alerta. La luz del sol se filtraba a través de la persiana, bamboleante, mecida por el movimiento de las ramas del árbol. Observó las partículas de polvo que flotaban cerca de la ventana francesa. Pensó en que debía haber sido Gema la que mantenía limpios los pisos, las alfombras, las superficies de los muebles y los adornos de la casa, de otra manera todo debería haberlo encontrado con una capa de espeso polvo.

Se levantó, entró al baño y recordó que debía ir a llenar el balde de agua primero. Al cruzar el comedor le llegó un olor desagradable que venía de la cocina. Se acercó y vio la hinchada bolsa de residuos.

Mientras bajaba hacia el fondo, pensaba que tal vez Manuel pudiera arreglar el motor del tanque.

Volvió al baño, lo usó y al salir Silvina lo estaba esperando, arrugando la nariz, con la bolsa de residuos a sus pies.

Manuel los miraba desde su habitación, medio dormido, sentado a los pies de la cama. Ersatz agarró la bolsa. Silvina bajó adelante para correr el viejo sillón de la puerta.

Ya afuera, Manuel los alcanzó comiendo una manzana. El sol refulgía en la bolsa de residuos negra que Ersatz llevaba al hombro como en las oscuras y brillantes escaleras de la casa de Gema y en la chapa del portón de la fábrica.

—¡¿Tenés hambre?! —le preguntó Silvina.

—¿Vos no?

Silvina y Ersatz lo miraron como si estuviera loco mientras se alejaban calle abajo. El aire fresco les vino bien a los tres. El pollo había dejado un olor a carne putrefacta en toda la casa.

—¿Qué le darán de comer a esos bichos? —preguntó Ersatz.

Querían tirar sus residuos donde no les molestaran a los demás vecinos. Así que caminaron unas cuadras hacia el oeste para dejar caer la bolsa en un matorral.

A la vuelta, miraban hacia el sol cada tanto como si escondiera alguna respuesta. Alejados, a seis cuadras de la casa, constataron que en esa zona tampoco había cabezas en las terrazas apuntando al sol.

Mientras se iban acercando empezaron a aparecer en lo alto.

La mujer con el rodete en el mismo lugar y apuntando hacia la misma dirección que el día anterior. El de pelo largo entrecano con la remera colorida, estampada con un dibujo que decía Megadeth, haciendo lo mismo. Los gemelos en su techo. El del polar en la terraza del antiguo almacén. Notaron que faltaba la chica que habían visto antes al lado del metalero, como habían apodado al de remera roquera.

Al cruzar la esquina de la cuadra en la que estaba la casa de los padres de Ersatz miraron hacia la derecha para ver si Gema estaba de pie, erguida, sobre el auto. Pero no había nadie.

Cruzaron algunos gatos famélicos que se dirigían en dirección contraria a la de ellos, parecían haber olido ya la basura. También les pareció ver un carancho, y no estaban seguros si iba tras la basura o tras los gatos.

Hacia la izquierda, en el pastizal de la esquina, se veían mariposas lecheras rondando las flores de color violeta plateado de los cardos.

Antes de almorzar subieron a la terraza. Los tres vieron que los habitantes del barrio seguían en sus puestos con la cara apuntando al sol. No podían estar seguros, pero parecían tener, a diferencia de Gema el día anterior, los ojos abiertos, como si el sol no les molestara.

Ellos apenas podían mirar unos segundos hacia lo alto con ese sol tan fuerte. Se acercaron a la baranda de hierro de la terraza para ver si veían a Gema vagando por las calles o la podían distinguir entre los arbustos de algún fondo.

Estaban en eso cuando oyeron un gruñido. Silvina debía estar muy concentrada en encontrar a lo que buscaba ya que no se dio vuelta. En cambio, Ersatz lo hizo de inmediato y Manuel también. No podían creerlo.

En la terraza de la casa de Ersatz había una habitación pequeña en la que sus padres guardaban muebles viejos, una construcción con peldaños de hierro adosados que permitían subir al techo en el cual había cuatro columnas que sostenían al tanque de agua de cemento, enorme y cuadrado, que su abuelo había construido. A su vez, para llegar a la tapa del tanque había que subir por una pequeña escalera de metal. En el vértice de la plataforma que a la vez era techo de la habitación y sostén del tanque de agua, Gema estaba clavada de espaldas mirando al sol.

Manuel tiró de la remera de mangas largas de Silvina para que se volteara. Silvina se sobresaltó.

Los tres caminaron hasta sobrepasar a Gema y la observaron de frente. Tenía los ojos bien abiertos. Estaba incólume, adorando al sol como si fuera a desaparecer de un momento a otro.

La espalda erguida, su remera negra flotaba sobre su ombligo, donde tenía un dije con una piedra que brillaba como un diamante.

Siguieron la mirada de Gema para constatar que no había nada extraño en el horizonte.

Luego volvieron a mirarla, sorprendidos por el poder de concentración de la mujer. Estaba demasiado cerca del vacío. Si se mareaba, ni siquiera alcanzaría a manotear la escalerilla.

Notaron que Gema tenía un poco de barriga, como si estuviera en los primeros meses de un embarazo.

Silvina se despegó del grupo para mirar a los otros que estaban en las demás terrazas haciendo lo mismo que Gema. Seguían inmutables.

Para Silvina, era desesperante. ¿Por eso había alentado a sus amigos a viajar a una comunidad donde esperaba compartir la vida con nuevas personas, personas que deberían ser parecidos a ellos? ¿Qué era lo que hacían?

—No sé qué hace —murmuró Manuel.

Silvina se acercó otra vez al tanque.

—¡Gema! —le gritó.

Ni un músculo de la cara de la mujer se movió. El labio superior parecía pegado con cemento al inferior.

—¡Hola! —insistió Silvina.

Gema parpadeó y giró la cabeza lentamente para mirar a Silvina con un menosprecio que impidió que nadie dijera nada más. Su mirada imploraba que desaparecieran de su vista.

Estuvieron media hora esperando para ver si Gema cambiaba de posición. Aunque Manuel a los quince minutos se aburrió y bajó por las escaleras.

Lo encontraron en el comedor, arrellanado en el sofá mirando la televisión de tubos de 29 pulgadas que habían dejado los padres de Ersatz. Se las había arreglado para encontrar unos VHS y estaba mirando Brain Dead.

—Es la segunda película de Jackson esa, creo —le explicó Ersatz.

—¿No tenías alguna de Batman? ¿Superman?

—No vendían de esas en los videoclubs en quiebra.

—¿Todavía sigue ahí? —preguntó Manuel.

Ersatz asintió y se sentó a mirar la película con su amigo.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes) y tres novelas más (Intransparente¡Suerte al zombi! y El nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos. Pueden encontrar la edición digital en .pdf de Los tendederos y mis tres novelas anteriores en este mismo blog. Para más información: https://adriangastonfares.com/acerca-de-mi/

Seré nada / Serenade. 15. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 15. ¿De qué trata Seré nada?: Seré nada o Serenade es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas?

15.

Estaban en el comedor de la casa de Ersatz, devorando las frutas y verduras que habían recolectado. Por si aparecía alguien, como no podían cerrar la puerta, se habían sentado los tres enfrentando a la escalera principal de la casa.

De pronto, a sus espaldas, se abrió la puerta de la escalera trasera, la que estaba cerca de la mesa y daba al jardín. Silvina dejó caer la manzana que estaba comiendo.

El gemelo que asomó la cabeza tenía del cuello a un pollo pelado, con algunas plumas blancas todavía pegadas al cuerpo. Sin despegar los labios, entró y dejó el cadáver del animal en la mesa. Una mancha de sangre del pollo ensució los pedazos de rúcula esparcidos.

El joven bajó la cabeza, como una reverencia, y salió rápidamente. Ersatz estaba pensando dónde habrían conseguido una gallina blanca esas dos jirafas. Manuel y Silvina, que solían comer más verduras que carne y tomar suplementos de vitamina B12 por eso mismo, no eran estrictamente vegetarianos, así que miraron al pollo con una mezcla de asco y agradecimiento.

No tuvieron tiempo para comentar nada porque entró el otro gemelo, el de conjunto deportivo gris claro, y dejó a otro pollo más gordo que el anterior. Reverencia y salida, y luego los pasos que pudieron escuchar a través de los audífonos.

Ersatz se levantó, bajó corriendo la escalera trasera hacia al pasillo lateral de la casa, y vio que la puerta que daba a la calle estaba abierta. Arriba de la puerta había una reja que terminaba en la mitad de la pared medianera. Nunca pensó que alguien pudiera entrar por ahí, ni ellos al llegar, porque la puerta no se había abierto en veinte años y la reja era altísima. Silvina y Manuel lo habían seguido.

—La forzaron —dijo Ersatz.

—Los habrá mandado Gema —dijo Silvina.

—Después de todo se preocupan por nosotros… —agregó Manuel.

Al volver, encontraron encaramado en la mesa al perro grande con manchas negras, mordiendo un pollo. Les gruñó y desapareció con su trofeo por la escalera principal. Silvina no paraba de gritar. Sólo lo hizo cuando resonó un tiro. Los tres corrieron a la calle.

Gema bajaba una escopeta. La mujer tenía una expresión vacua. El perro estaba muerto en la mitad de la calle. Los gemelos estaban apostados en un costado de la puerta. El de conjunto gris claro tenía el pollo en sus manos y se los ofrecía con la misma cara inexpresiva, la única, conocida por ellos. Ersatz tomó el pollo e hizo una reverencia de agradecimiento. Sus amigos lo imitaron. Gema pareció apretar la boca. Luego se volteó con la escopeta en la mano, mientras los gemelos levantaban de las patas al perro muerto. Notaron que tenían los rostros y el cuello muy bronceados.

Después, subieron y probaron la cocina, pero no funcionaba. Tampoco la vieja heladera. La correa del motor del tanque estaba rota así que, ahora que se les había acabado el agua que trajeron, cada tanto hacían viajes a la canilla del fondo para llenar las botellas. El agua corriente salía fresca y no tenía gusto a cloro.

Por la tarde, juntaron algunas ramas y encontraron algunos carbones en una bolsa en el hueco debajo de la parrilla.

Manuel primero limpió la parrilla, que tenía hojas mezcladas con esqueletos de lagartijas, y luego encendió el fuego. Vieron una rata correr por el cantero. Debía estar acostumbrada a andar a sus anchas.

Ersatz ocultó el caparazón vacío de la tortuga. No aguantaba verlo. Dedujo que sus padres no la habían encontrado al abandonar la casa. La falta de césped por la copa desmesurada del olivo. Y la falta de agua…

En ese otoño, a pesar de la humedad siempre creciente, hacía bastante que no llovía. Cuando lo había hecho, por lo menos en la ciudad, duraba un minuto y luego el sol brillaba más fuerte que nunca.

Llegó la noche y el fuego iluminaba las hojas más bajas del olivo. Los dos pollos estaban asándose sobre la parrilla. Silvina bajó para mostrarles lo que había dibujado en su anotador.

Era una imitación de los símbolos del celular de Gema. El sol seguido de una raya larga que suplantaba a las palabras que no vieron y de esas tres líneas retorcidas una encima de la otra que Manuel había dicho que parecían alambres. Debajo del último símbolo decía: agua.

—¿Alguna comunidad sorda que use símbolos así? —preguntó Manuel—. Hace un rato me fijé y no dice nada en Internet.

—La verdad que no sé —dijo Silvina—. Pero como los lenguajes varían según las comunidades, no sería raro que usen uno propio.

—Pero si dijo… si puso que no era sorda —comentó Ersatz.

—Por ahí no lo quiere decir. Por ahí lee los labios…, como nosotros también —dijo Silvina.

—Puede que ella no sea sorda y los demás sí —dijo Manuel.

Ersatz movió la cabeza. Luego miró hacia los pies de Manuel.

—Correte de ahí… Estás justo arriba del pozo ciego. Nunca le tuve confianza a la tapa esa.

Manuel se desplazó con parsimonia hacia un costado, no dándole mucha importancia a la advertencia de su amigo, que prendió la linterna e iluminó la tapa circular de cemento. Silvina se acercó y se agachó para observarla. El cemento estaba un poco resquebrajado.

—No está tan mal —dijo Silvina.

—Costumbres que a uno le quedan… —comentó Ersatz, mirando ya el fuego.

En silencio, comieron sentados en la tierra, debajo del olivo, mientras cada tanto arrojaban ramas a la parrilla para mantener el fuego.

Todo iría ganando coherencia de ahora en más, pensaba Silvina, que cuando terminó su segunda pata de pollo, se sintió llena y satisfecha. No le gustaba que Manuel y Ersatz desconfiaran de Gema. Era como si desconfiaran también de ella.

De repente, con la grasa de la piel del pollo en la comisura de sus labios, se levantó y abrazó a Manuel.

—Riquísimo.

Luego le palmeó los hombros a Ersatz. Se volvió a sentar.

Los tres se quedaron unos minutos en silencio, con los codos sobre las rodillas, oyendo el crepitar de las ramas en el fuego. La luz potente del alumbrado público llegaba hasta el fondo desde el pasillo lateral.

—A guardar lo que sobró —dijo Manuel y se levantó con la bandeja metálica en la mano.

Ersatz también se levantó y caminó hacia el cantero bañado de blanco.

—Voy a dar una vuelta —dijo.

—Está loco este —dijo Manuel.

Silvina siguió a Ersatz por el pasillo hasta la luz cegadora.

Salieron a la calle y comenzaron a caminar por la vereda, tratando de no exponerse demasiado.

Al cruzar Marco Avellaneda, el nivel de la calle Catamarca descendía un poco.

—Cuando llovía eso era una pileta —comentó Ersatz.

Guio a Silvina por las calles, pasaron por lo de la profesora de inglés de cuando era chico Ersatz, un garaje con las puertas cerradas ahora, siguieron hasta la iglesia ortodoxa rusa, llegaron a la avenida y volvieron tomando otra vez Marco Avellaneda.

En diez cuadras no vieron a nadie. Todo estaba tapiado y cerrado en esa zona también. No había personas en los techos ni en las calles. Ni cerca de la casa de Ersatz, ni lejos.

Cuando volvieron, Manuel no sólo había guardado las sobras en bolsas de plástico; también había arreglado la conexión eléctrica. Esa noche tuvieron luz en el comedor.

Pusieron una de las sillas para que trabara la manija de la puerta que daba al fondo. Y en la puerta principal cruzaron un sillón despatarrado para evitar las visitas sorpresas.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

¿De qué trata Seré nada?

Seré nada es la historia de tres personas con sordera que tratan de encontrar una mítica comunidad de sordos en el Gran Buenos Aires. Dan con una colonia silente pero, ¿son personas sordas…?

Un poco sobre mí.

Soy escritor, guionista y director de cine. Estrené la película documental Mundo tributo como guionista y director, que fue emitida por Cine.ar y vista en varios festivales de cine, y tengo cinco proyectos de largometraje para cine también como guionista y director (algunos premiados internacionalmente y seleccionados como Gualicho y Las órdenes) y tres novelas más (Intransparente, ¡Suerte al zombi! y El nombre del pueblo) además del libro de cuentos de terror Los tendederos.

Seré Nada / Serenade. 13. Nueva novela.

Leyendo el capítulo 13 de Seré nada por Adrián Gastón Fares. Audio completo.

13.

La invitaron a sentarse a la mesa. Con la espalda apoyada en el respaldo de la silla, muy erguida y con los hombros separados, Gema los miró con una mirada vacía.

Le convidaron una manzana. Negó con la cabeza.

Tenía la cara y el cuello bronceados por el sol. Dieron por sentado que era lampiña, más que rasurada, los pelos de las cejas parecían rubios, pero dos o tres y no había rastros de pelusas en su labio superior ni cabello en ninguna parte de su rostro, antebrazos y manos.

No era tan alta como parecían ser algunos de los demás que habían visto en las terrazas. Parecía ser de la misma altura que Manuel, que medía un metro ochenta y cinco.

Silvina no anduvo con muchas vueltas:

—¿Conoce a Riannon?

Gema levantó y sacudió su dedo índice.

—¿Dónde está? —insistió Silvina bajando las cejas y clavando la mirada en los ojos de la mujer como si tuviera que resolver un crimen.

Gema hurgó en la parte superior de su calza, sacó su celular y escribió algo.

Decía: No Rano.

Silvina escribió en el bloc de notas de su celular el nombre Riannon y se lo mostró a Gema, sosteniendo la mirada en la inclinada pelada de la mujer, que en seguida levantó la cabeza y la sacudió fervientemente, como para terminar con las preguntas.

—¿Cuántos son en la colonia de sordomudos? —preguntó Manuel.

Gema volvió a escribir en su teléfono con rapidez: No sordomudos.

—¿Sordos? —dijo Silvina.

Gema escribió y les mostró la pantalla de su celular: NadaNo, decía, así, sin puntuación ni separación entre las palabras como si la mujer ya quisiera sacárselos de encima.

—¿Personas sordas? —intentó Ersatz.

Gema no movió la cabeza y no contestó la pregunta. Un rayo de sol traspasó las hojas del olivo y marcó su cara. Cerró los ojos.

El teléfono de Manuel vibró. Lo tomó. Era un mensaje de Silvina que había escrito al grupo La Oreja.

Ersatz, sentado a la punta de la mesa cercana a la puerta de la escalera trasera, no podía quitar los ojos del perfil estoico de Gema; estaba pensando si se parecía a alguna ex vecina.  No recordaba a ninguna con ese rostro… Vio el mensaje de Silvina, pero no le dio importancia.

El mensaje decía:

No tiene nada en el oído.

Manuel frunció la boca, como no dándole importancia a ese detalle.

—¿No usan ninguna prótesis? ¿Lengua de señas para comunicarse? —preguntó Silvina.

Gema abrió los ojos, los achinó, por primera vez cambiando un poco la expresión de su rostro, y escribió, ya medio cansada de las preguntas:

Esto.

Se quedó con la cabeza inclinada observando su celular.

De repente, el teléfono vibró y apareció un mensaje. En negrita vieron que el remitente era un tal Roger. Debajo se veían dos símbolos, separados por varias palabras. Los símbolos no eran emoticones, no tenían color; eran simples símbolos alfanuméricos. Gema levantó su celular y contestó el mensaje.

Silvina, que de repente parecía competir con Gema en velocidad de tipeo, escribió en el grupo La Oreja:

¿Vieron algo? ¿Qué decía?

Manuel leyó el mensaje y la miró, perplejo. Ersatz vio el mensaje, apretó los labios y miró hacia abajo.

Silvina quitó la mirada y la dejó caer más allá de la espalda de Gema, como perdiendo la paciencia y a la vez buscando una explicación que se ajustara a lo que había pensado que ocurriría cuando Riannon los recibiera.

Luego, todos miraron de lleno a Gema, que seguía tecleando en el celular, aparentemente despreocupada. Las uñas que tenía eran bastante largas y estaban un poco sucias.

Gema se levantó de la silla, se acercó a la estufa en el vértice de la habitación, se agachó para juntar una de las rosas enanas que estaba en el piso, la ubicó al pie de la Virgen negra con las otras y juntó las palmas de las manos. Hizo una reverencia. Giró en redondo y caminó hacia la escalera por donde descendió sin apuro.

Los tres se miraron desconcertados.

—¿Dónde encontraste esa nota que nos pasaste? —preguntó Ersatz.

—En Internet. ¿Dónde va a ser? —dijo Silvina.

—Pensé que te la había recomendado alguna del foro.

—No.

Ersatz sonrió. Manuel lo siguió. Silvina apretó la boca y cerró los ojos, molesta.

—Yo vi el símbolo del sol —dijo Silvina—. El signo astrológico del sol, un círculo con un punto. Estoy segura. Y entremedio era castellano mal escrito. Después había algo más que no vi.

—A mí me pareció ver un jeroglífico egipcio… En serio digo, eh —dijo Ersatz.

—No estoy seguro… —dijo Manuel.

—Pensé que aunque sea nos iba a pasar el número de teléfono —se lamentó Silvina.

—No nos conocen todavía… —comentó Manuel.

—¿Nadie entendió la oración completa?  —preguntó Silvina.

—Yo vi algo que parecían tres alambres; uno arriba de otro —dijo Manuel.

—Ése digo yo… Es el que me pareció un jeroglífico. —Ersatz miraba los libros que había en los estantes superiores del mueble que separaba el vestíbulo de la cocina. Uno, de tapa grande, se llamaba Los misterios del Nilo.

Silvina siguió la mirada de Ersatz.

—Nada de Egipto.

—¿Maya? —preguntó Ersatz.

—Y después decís que yo creo en cosas raras… Nada de eso… Eran símbolos simples. Y el resto, palabras, castellano, basta. —Silvina fue tajante.

Convinieron en que era imposible descifrar las pocas palabras que habían visto en el celular de Gema.

Silvina, que seguía empecinada en demostrar que no se había equivocado, aunque no había signos de Riannon ni de comunidad sorda, se levantó y bajó corriendo a la calle por las escaleras.

Ersatz y Manuel la siguieron.

por Adrián Gastón Fares

Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré Nada. Capítulo 8. Nueva Novela.

Seré Nada. Leyendo el Capítulo 8. Resumen: Ersatz, Silvina y Manuel llegan a la avenida San Martín, en Lanús y aunque el barrio parece deshabitado encuentran una esperanza, un indicio de la supuesta colonia Serenade, en una peluquería. Toman el camino hacia la casa donde Ersatz creció.

8.

Más allá de la primera corchea, lo que conocía de antaño Ersatz estaba clausurado, las puertas tapiadas y los cristales de las ventanas rotos. Las casas de fiestas tenían fachadas pintadas de un tono negro hollín y parecían más velatorios que otra cosa. Un colectivo de la línea 20 estaba recubierto de musgo y óxido en partes iguales. Los árboles quebrados y los troncos con ramas secas caídos sobre techos de comercios. Ersatz recordó que hacía rato que no llovía por lo que se esperaba tiempo inestable.

Se sentaron en la parada del cartel de colectivo que había en la heladería Carlos and Charlie´s para comer los sándwiches que se habían preparado. El enrejado de la persiana estaba aserruchado. Ersatz se acercó a los tachos de helado, que estaban repletos de cucarachas muertas. Tuvo arcadas y sostuvo el vómito. Silvina lo alentó diciéndole que ya estaban cerca.

Los supermercados chinos daban algo de color amarillo o rojo a la avenida, aunque las puertas de chapa deslizantes estaban cerradas con candados. En esa zona había más casas de repuestos de autos por todos lados, con carteles blanqueados por el tiempo. También, más recientes, remiserías cerradas pero que conservaban el cartel de Tomo auto. Negocios de venta de membranas. Edificios con ladrillos a la vista y sin fachadas aún, signo del progreso urbanístico detenido.

Concesionarias con autos abandonados en la vereda. Fábricas con el portal de entrada de vehículos cerrado, y oficinas superiores con vidrios sucios. El verde de algunos árboles jóvenes se mezclaba con el color ocre de los viejos y secos.

La A de la Asociación de Amigos de la calle Coronal D´elía seguía tan herrumbrosa como siempre. El árbol que la acompañaba había perdido todas las hojas y la casa blanca con puerta celeste antigua de la esquina parecía una pulpería abandonada en el medio de la pampa.

En ese lugar había otra única corchea, esta vez era un grafiti sobre las pesadas persianas metálicas cerradas. Un cartel estaba tirado en el piso, doblado, Manuel lo dio vuelta con el pie. Vieron que decía Compostura de Calzado.

Del otro lado de la calle, había un camión largo cruzado en zigzag como una lombriz muerta y calcificada por el sol. Más edificios nuevos abandonados en la primera planta, algunos en los cimientos. Una pancarta de tela rafia blanca, deshilachada, dormía sobre uno de los palos de luz que la sostenía, como si fuera una bandera caída que les daba la bienvenida a Serenade. Pero se llegaba a leer English World: Curso de Inglés. Otra estación de servicio. Fue Silvina la que recordó que estaban cerca de la zona clave.

Ersatz les explicó que en la concesionaria que tenían enfrente, un edificio con algunos autos con chapas oxidadas detrás de rejas, había pasado una noche con su tío abuelo que era guardia de seguridad. A Ersatz le había dado mucho miedo los trofeos de cabezas de animales que estaban colgados adentro. Silvina, mirando su celular, comentó que estaban pisando el signo de la paz que se veía desde lo alto.

Debajo del cartel de chapa con el símbolo del sol que daba la bienvenida al Rotary Club Pompeo, observaron una veterinaria con peceras tan algosas que no pudieron discernir el contenido, otro pasacalle de English World enroscándose sólo en la calle por el viento, fruterías y verdulerías con los cajones de madera todavía apilados en la calle y algunas bolsas de cebollas negras.

Recién en el palo de luz cercano al antiguo puesto de diario, que tenía las revistas con las hojas quemadas por el sol, encontraron dos corcheas consecutivas. Silvina afirmó que faltaba una más. Ersatz contestó que si le habían errado él prefería que se quedaran en su antigua casa para continuar la búsqueda. No se iba a sentir seguro en otras. Cruzaron un estacionamiento en 25 de Mayo.

En Yerbal se enfrentaron con un comercio de muebles de algarrobo. Estacionado en la puerta había un camión de succión de aguas residuales que era el vehículo mejor conservado de los que habían visto; el azul del chasis casi brillaba.

Ersatz se volvió y reconoció a la peluquería París. No tenía rejas. El taburete en el que se había sentado tantas veces en la adolescencia estaba ocupado por un gato de pelaje oscuro y grasoso. No sabía si muerto o vivo. En las persianas bajas de los otros negocios había grafitis con nombres y corazones. Pero ya ningún nombre lograba entenderse.

Ersatz les dijo a Silvina que si ahí no estaba el corazón del asentamiento Serenade no iba a estar cerca de la casa de sus padres. Agregó que se encontraban cerca de la iglesia, y del colegio donde había estudiado.

Manuel corrió hasta la esquina siguiente y negaba con la cabeza desde ahí, ofuscado porque no había ningún ser humano además de ellos.

Ersatz entró a la peluquería, apartando esqueletos de ratas con la punta de sus zapatillas. El gato abrió los ojos, de un color verde esmeralda, dio un salto y escapó. Ersatz se sentó en el taburete donde antiguamente se miraba al espejo en silencio, esperando que el peluquero hiciera su trabajo. Ahora el espejo estaba partido, pero había algo más… Se sobresaltó y llamó a los otros con urgencia.

Fuera, Manuel y Silvina se acercaron corriendo para mirar desde detrás de Ersatz el espejo de la peluquería.

En la pared de color crema reflejada en el espejo, arriba del sillón largo de espera, huían las inclinadas figuras musicales. Las tres corcheas, que primero vieron al revés, estaban pintadas con descuido. ¿Y ahora?

El sol empezaba a caer. Ersatz los convenció de doblar en la esquina. El camino que había visto tomar al gato era el que más rápido los dejaría en su casa.

A lo lejos resaltaba en el cielo la torre espacial de Interama. Ersatz les explicó que la estructura, de color ceniciento, formaba parte de un parque de diversiones abandonado que en los ochenta había tenido las montañas rusas más altas de Latinoamérica.

por Adrián Gastón Fares.

Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

Seré Nada. 6. Nueva novela.

Leyendo Seré Nada. Episodio 6. Resumen: En busca de la colonia Serenade, Silvina, Manuel y Ersatz recorren una devastada ciudad de Buenos Aires a pie hasta llegar a la abandonada Provincia de Buenos Aires… Encuentran a un vagabundo que les advierte que están por entrar en el infierno.

6.

Un domingo al amanecer, soportando una neblina rancia que subía desde el río, se encontraron en el obelisco. Tenían unos trece kilómetros de viaje a pie. Caminaron hasta Lima y luego transitaron la calle Salta. En Barracas la ciudad se desdibujaba, las casas abandonadas, los edificios venidos abajo y los abandonados en plena construcción proyectaban una sombra dentada mientras el trío avanzaba a paso firme, con sus mochilas a cuestas y la frente alta. Cruzaron a pocas personas que se dirigían hacia sus trabajos.

Llegaron a la autopista 25 de Mayo cuando el sol se hacía lugar entre los jirones de nubes. Fuera del túnel la luz los cegó, como si recién ahí hubiera empezado el viaje.

Silvina y Ersatz ya estaban cansados y desanimados, en cambio Manuel iba silbando unos pasos adelante. Las ventanas que emergían entre la maleza creciente en el Hospital Rawson tenían los cristales rotos o estaban tapiadas. Había una larga fila de autobuses escolares estacionados de modo oblicuo en los cordones de la calle. Parecían cortarles el paso y tuvieron que deslizarse por el camino que les ofrecía el frente arrimado de los vehículos. Había vidrios rotos, neumáticos quemados y chapas anaranjadas que se habían desprendido de la carrocería. Eran iguales a los que los habían llevado al colegio en sus infancias y sintieron una nostalgia esperanzadora a pesar del lúgubre camino.

La sensación de esperanza se incrementó, a pesar de la dificultad del camino, cuando llegaron al parque Pereyra.

La vegetación había inundado la calle y debieron apartar las malezas para lograr hacerse paso por la antigua avenida Vélez Sarsfield. Cerca del puente, las palomas reinaban en los cables de alumbrado y en los balcones de los edificios. Lo que quedaba del cemento era blanco grisáceo de tantas cagadas de pájaros. Una manada de perros, escuálidos y de pelaje grasoso, aullaba detrás de las oxidadas vallas de una de las fábricas. Un hombre empujaba un carro de supermercado contra la puerta de lo que parecía haber sido una iglesia evangelista. Lo dejaba rebotar y luego lo recibía. Murmuraba, escupía, y cuando los vio acercarse a los tres al puente, dejó que el carro se estrellara esta vez contra la pared con la pintura descascarada de la iglesia, se acercó corriendo hacia ellos y gritó:

La piedra rechazada es la piedra angular.

Y mientras los tres lo dejaban atrás, seguía gritando que lo dejaran entrar a la iglesia porque él era la piedra angular. Cuando los vio encarar al puente gritó:

Al infierno, nomás.

Se detuvieron en seco cuando estuvieron debajo de las armaduras del puente, el mismo que Ersatz había cruzado con el colectivo 37 tantas veces en sus tiempos de estudiante universitario. Descartaron las veredas laterales. Estaban repletas de gatos muertos, pastosos esqueletos de ratas, cucarachas del tamaño de las de Madagascar, lagartijas y geckos amontonados, secos y aplastados. Más arriba, entre las vigas rojizas y oxidadas, volaban varios caranchos hacia los perros moribundos que habían dejado atrás en el comienzo de la calzada del puente. Mientras veían como los humanos se alejaban, los perros mantenían el hocico pegado al suelo.

Notaron que el cemento pegajoso de la calzada por la que avanzaban estaba quebrado en zigzag en el tramo derecho y que, para seguir adelante, debían saltar de un lado al otro del puente. No había otra opción. El hormigón estaba combado y los pilares todavía aguantaban. El piso del tramo izquierdo había colapsado, como si fuera una catarata de pavimento, y los escombros eran relamidos por el agua sucia del riachuelo. Silvina y Ersatz se asomaron a la grieta, de la que sobresalían algunos hierros oxidados, para mirar el agua pútrida que corría abajo. Desde lejos, el vagabundo los señalaba con las manos y gritaba maldiciones bíblicas.

Manuel caminó unos pasos hacia el vagabundo, como si lo fuera a enfrentar, luego giró, corrió y pegó un salto que lo dejó del otro lado del puente. Les dijo a los dos rezagados que hicieran lo mismo, que él los atajaba.

Silvina fue la primera que siguió a Manuel. Se inclinó hacia atrás por el peso de su mochila al hacer pie, pero enseguida se enderezó sola. Ersatz calculó que podía saltar un metro y medio sin problemas. Lo intentó sin tomar distancia y resbaló del otro lado con mierda que parecía de gato por lo que debieron sostenerlo sus dos compañeros para evitar que cayera.

Con el salto, habían dejado atrás la Ciudad y estaban en Avellaneda, Provincia de Buenos Aires. Ersatz les explicó el resto del errático viaje para salir a la avenida San Martín.

El artículo del blog nombraba como probable asentamiento de Serenade a las calles que rodeaban San Martín y 25 de Mayo, aunque debían prestar atención desde José de San Martín y Carlos Tejedor.

por Adrián Gastón Fares.

Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.