Archivo de la etiqueta: poesía

Perder el cine: cuando el juguete no quiere jugar más.

Perder la inclusión en ese bello juego, el quehacer

cinematográfico, produce

que uno no quiera ver más películas,

no quiera ver series,

no quiera repasar sus propios guiones;

porque perdió la fe,

porque puede encontrar demonios,

puede encarar monstruos.

Que uno no quiera ver las fotografías de equipos en finales de rodaje.

Uno se siente como un pez afuera del agua,

sofocándose de impotencia.

La mente se nubla, a propósito,

para no recordar del todo a un pasado mejor,

o vaya a saber uno el porqué,

para dedicarse a aceptar un revés más de la vida,

para ocuparse de un plan B, siempre requerido por los demás, pero jamás pensado.

Perder al cine es quedarse desnudo en una playa

sin mar.

Es como perder a la novia más querida.

No poder tocarla más con las manos.

No poder armar historias con las teclas de un teclado.

Es soñar por las noches historias buenísimas que luego uno olvida por las mañanas.

Anotarse en cursos de quehaceres que uno no pensó nunca en anotarse,

ni quiere hacer; de cosas que uno nunca quiere, ni quiso, aprender.

Quemar las críticas de sus películas.

Revolear y ningunear a los premios, dudar de ellos como siempre debió hacerlo.

Buscar echarle la culpa a una persona u otra,

a una situación u otra,

a una época del país u otra,

a sí mismo, cómo no, el primer responsable en embarcarse

en esa irresponsable aventura.

Perder el cine es perder las manos, diría Godard, que nunca lo perdería.

Es quedarse mudo.

Es como sentarse en una sala 4D en una película de Bergman.

Perder el cine es como correr sin aire en los pulmones.

Es como dedicarse a fumar de por vida, un cigarrillo tras otro, para morirse más rápido aunque eso no funcione.

Es el arte de olvidarse, de reconstruirse con la nada,

de añorar los desayunos con colegas,

de no editar las imágenes esculpidas con nuestras manos.

Es olvidarse cómo andar en bicicleta,

olvidarse de cómo correr para llegar rápido a una función que ya comienza con su novia de la mano, de olvidarse de cómo llegar solo y rápido a una reunión de trabajo.

Es como quedarse lisiado de repente,

aunque el cuerpo funcione bien.

No hay consuelo en la religión,

ni en la filosofía,

ni en los ensayos de esta vida,

que ayuden a hacer el duelo de perder el cine.

Uno piensa que lo puede retomar, quizás algún día,

que podrá seguir cuando su mente haga un clic,

y salga del valle tenebroso en el que la cabeza se apaga

como un proyector al final de la función.

por Adrián Gastón Fares.

Vidas paralelas.

En una vida paralela ella está cerca.

Él puede seguir escribiendo bien.

Las palabras no se rompen.

Se suceden como amapolas del mismo color atolondradas en un campo abierto.

Son leyendas las palabras.

Unos subtítulos para entender mejor el amor.

Para acercarse a ella, que sigue sonriente.

Junto a él, sonrientes los dos, tomando mates con las manos apoyadas en el pasto en una plaza.

O con la cabeza de uno en el regazo del otro.

Mirando el sol que brilla entre las hojas de los árboles.

En una vida paralela las cosas nunca terminan.

La entropía no mete la mano.

En una vida paralela, la puerta cerrada se abre.

El grito de él, premonitorio, nunca se escucha, o se pierde;

en lontananza.

Las lechuzas siguen blancas en una esquina costera.

Las plantas no duelen, las flores tampoco.

Las abejas no liban mensajes de dolor.

Los veranos se suceden de a dos.

En el invierno se respira bajo los edredones de a dos.

Él se queda dormido mientras ella le pasa una película.

Todo paz y ninguna atención, todo mecido él por la desconocida buena suerte.

En una vida paralela ella nunca desaparece.

La locura y la sensatez no se suceden.

Inverosímil el desencuentro de la ilusión y la razón.

Inverosímil perderla.

El perder todo para volver a empezar.

Como si no hubiera esto ya sucedido.

En un mundo muy dolorido.

Pero no tan dolorido como éste.

Otro ciclo de mala suerte.

En una vida paralela nada de esto pasa.

No hay repeticiones.

Estas letras no son escritas.

Los párrafos se deshacen.

Los pensamientos son otros.

La silla está vacía.

La mente extrovertida.

Las lágrimas no se convocan,

porque las manos se rozan.

El cielo alegre.

Las estrellas sin nostalgia.

El viento dormido en la palma de su mano,

porque no está apretada de dolor.

En un tiempo paralelo, él sigue creyendo en la magia.

Los ojos curiosos.

Las manos que pasan las hojas de un libro grande en una biblioteca chica.

Cuatro ojos posados en una hoja, o en una pantalla.

La sonrisa nunca ida.

La cultura nunca perdida.

La mente sin nubes.

Ella viene corriendo desde atrás, juvenil y desenfadada, y lo asusta.

Y los dos siguen caminando hasta la casa.

En un tiempo paralelo estas paredes se caen.

Este cuaderno se deshoja.

En una vida paralela,

estas letras vuelan y caen en un lugar muy lejos, desperdigadas y alejadas.

Y este poema nunca se forma.

No sucede.

Ni implora escribir:

¡Cuánta suerte uno tiene,

cuando no sabe lo que se viene!

por Adrián Gastón Fares.

Nadie entiende lo que es el amor.

Nadie entiende lo que es el amor,

hace diez años que te fuiste y todavía

arrastro la pena de haberte perdido.

Me dicen que es peor el frío en la calle,

que hay gente con problemas graves de salud,

que algunos no llegan a fin de mes,

tratan de explicarme que el pasado ya no vuelve

y, sin embargo, para mí está presente.

Este poema, como los otros, tal vez, es una llamada

sin respuesta, un arañazo al pasado para que

se vuelva presente.

¿Por qué era todo diferente cuando estabas a mi lado?

¿Por qué jamás pude sonreír de nuevo desde que me enviaste

una carta que me partió el corazón?

Y yo, que no fumaba hacía mucho tiempo, fui corriendo al quiosco a comprarme cigarrillos.

¿El vicio de querer retenerte será porque con vos salí del claustro de mi soledad?

Vos me llenaste de alegría, desde el día que acercamos nuestras manos

en las calles algo cambió en mí para siempre.

Ya no fui libre y me acostumbré a quererte.

Nadie entiende lo que es el amor,

te dicen ya pasó mucho tiempo,

lo deberías haber superado.

Te dicen ella ya no es la misma, y eso no importa

porque antes éramos los mismos y, aunque las cosas

cambian, para el amante no existe el tiempo.

Señalan que todo terminó mal, pero eso tampoco importa.

Si había empezado bien.

¿Sólo importa el final?

¿El principio no se vivió?

¿Y si damos vuelta las cosas?

Me dicen que seguro ya conociste a mucha gente.

Que debes estar casada, o con hijos, pero a mí

no me importa ser desprolijo con la razón.

El amor es esa desprolijidad en la vida, ese salvarse

sin prever que uno puede morirse en el trascurso

de esta aventura grande que el ser humano inventó.

¿Inventó?

No parecían inventos tus besos en el dorso de mi mano.

No parecía invento el día que me lloraste por el amor de tu infancia recién fallecido.

Y no quiero ser indiscreto para que este poema no salga fallido y pueda leerse

como un llamado pasivo a un pasado perdido.

Nadie entiende lo que es el amor,

pero una tía mía entendía,

me dijo que todavía no había conocido a lo más peligroso de la vida.

A ella la habían dejado, yo era chico y lo sabía.

Y yo sí puedo entender lo que sufría;

ella que era tan alegre, tan sonreída, contenía la pena

de saberse una vez no querida.

Yo extraño tus ojos rasgados,

el sentirme acogido por tu comunidad,

nunca pensé que eso iba a ser importante, la verdad.

Pero aquí estamos escribiendo sobre viejos tiempos.

¿Para qué?

Si nadie entiende lo que es el amor perdido,

algo que sucedió y para los demás parece no haber sucedido.

Aunque en el Gran Cementerio cuentan que las pesadas estatuas se suicidaron.

Nadie entiende lo que es el amor.

Que incluso una amistad hubiera servido para no sentirme tan desplazado.

Que saber de vos me haría bien, aunque nunca más quisiste saber de mí.

Desplacemos el pasado, tengo que dejar de lloriquear y de caminar,

entre errores que me señalaste que ya no pueden arreglarse.

Ya sólo me queda sentarme,

y en una puesta de sol olvidarte.

Porque nadie entiende lo que es el amor,

me dicen que la gente tiene mil parejas,

que se separan de una y se ponen con otra,

que las parejas en estos días ya no duran,

que por una cosa u otra ya te hubieras ido igual.

Pero yo estoy perdido.

Nadie entiende lo que es el amor.

Y entonces no hay consuelo.

En un refugio me he escondido,

para soplar la llama que he encendido y

revivir en las paredes con sombras

el lindo pasado con vos compartido.

por Adrián Gastón Fares.

Los conocidos.

Nos fuimos y la casa quedó pronto vacía.

Cuando vendieron los muebles yo me aferré a un

escritorio y vos a un espejo.

Al anticuario nos vendieron, y estábamos juntos a lo primero,

pero compraron el espejo y con él te fuiste;

dicen que a la pareja que lo compró te aparecías,

como si nunca hubieras dejado esta vida.

Yo quedé sentado a mi escritorio, escribiendo

sin escribir,

la historia de cómo es no vivir.

No vivir ya contigo,

no es algo que tenga que ver conmigo.

No siempre terminan juntas las ramas cortadas de los olivos.

No todos los muebles tienen historias que contar.

Aquí las escaleras la cara con las paredes se dan,

los asientos siempre están vacíos, los cristaleros están llenos

de objetos desubicados y en el patio hay juguetes de plástico,

viejos toboganes, calesitas, rejas oxidadas de todo tipo,

puertas que no dan a ningún lugar.

No siempre hay fantasmas

en el mundo de la desesperanza.

Te perdí en vida y te volví a perder,

le pedí a Dios que me borre, pero nada.

¿Qué más puedo hacer?

En esta dimensión existimos,

por algún juego del destino.

¿Volverá la pareja y me comprará para que esté a tu lado?

Porque si no es así sé las reglas,

sé cómo salir de esta,

al cementerio debo acercarme, mirar a través de mi cajón,

y observarme.

Dicen que los fantasmas nos suicidamos de susto, cuando

miramos nuestros restos, al ver la realidad de cómo

nos dejó esta vida, que yo la prefiero no vivida.

Porque conocernos para desconocernos no tiene ningún sentido.

Y desconocernos para conocernos fue una trampa bien escogida.

por Adrián Gastón Fares.

El que no tiene nombre.

Yo soy el último monstruo,

el que fue muchos y después uno,

el que un rayo en la noche despertó,

pedazos de carne que un médico unió.

Arrojé la flor de mi inocencia a un lago

y de ahí en más me condenaron.

Soy la solitaria faz que un ciego palpó,

y fue el único hombre que no se alejó,

porque sus ojos no veían mi lacerada fealdad.

Mi nombre es el de mi creador,

no hubo otro a mano,

nací carne y me multipliqué en carne para unirme en un

cuerpo que pedía una compañera.

Soñé con el amor y quise conocerlo,

y le pedí a mi creador que me repitiera en femenino,

y su promesa fue una mentira,

mi novia destruida.

En la nieve yo me baño,

para aguantar el desencanto,

de este mundo al que quiero tanto.

Me atornillaron de promesas la cabeza,

pero nadie me acepta en su mesa.

Solo he de andar en esta vida,

de deseos incumplidos.

De párrafos cortos y días largos,

de versos libres, aunque soy estructurado.

A ver si alguien me da una mano

para hacerme humano de una vez,

porque mi mito es novedoso,

y mis fuentes literarias no son muchas,

a ver si alguien me escucha,

para hacerme humano de una vez.

Yo quiero sentir el corazón caliente,

no quiero ser eternamente un esperpento,

creado en un laboratorio,

¿por qué fui hecho solo y sin mujer

que mi suerte siguiera?

Que alguien me saque de esto,

porque asesino sin querer,

mis propias dudas al nacer.

Oigan,

¡de nuevo!,

en la noche sin luna yo nací,

y mi experimento nadie quiso repetir,

yo que era muchos y uno solo,

pude escapar y vengarme de mi creador,

que una compañera me prometió,

y su cuerpo desarmó.

Busco sus partes en recuerdos

de mi retorcido cerebro,

a ver si ella resurge y me ve,

a ver si me la arman con retazos de palabras muertas,

como Nada,

como Todo,

como Mundo,

como Amor,

como Vida,

unidas yo las quisiera,

para hacerme humano de una vez.

por Adrián Gastón Fares.

La víctima.

De día, duerme entre sus recuerdos,

en el recinto de madera

en el que terminan las calaveras.

Hace años arañó las paredes cuando pasó por muerto,

pero estaba dormido y por eso le partieron el corazón.

De noche, despierto ya en su casa no aguanta verse en los espejos,

como los vencidos, esconde su mirada del ganador; el reflejo, las facciones

que le sugieren otra variedad de hombres con mejor suerte.

Perdió a su amada, desde entonces desdeñó el día y eligió la cerrada noche

ser como él es tanto peso y las sombras le suman más.

Le recuerdan el número dos, de a dos antes caminaban, cosechaban y se mecían.

Así que lo han apartado de la comunidad de los seres vivos,

con sus ferias populares.

Los observa desde arriba.

Y todas las noches se asombra de que ella ya no esté a su lado.

De día, desde el ventanal, desde lejos, la mira en el mercado.

Ella que lo ha iniciado en el arte de morir cada día,

de convertirse todos los días en sí mismo, de rumiar su nombre y sus rasgos levemente femeninos,

de no tener ningún credo más que el del altar de los corazones sangrantes

y los labios insaciables.

Por cansancio ya no quiere convencer a nadie de volverse como él,

la noche dura tanto y los que aglomera viven por años;

solos, atrapados en sus edificios o pueblos antiguos.

No le gusta hacerles a otras lo que le hicieron a él,

maldecido y enamorado,

desechado.

Puede ser un manojo de murciélagos,

Puede ser un hatajo de ratas,

cabalgar en la niebla,

asustar a los niños que en lo oscuro no sacan sus cabezas de los edredones,

pero más miedo se tiene él a sí mismo;

por recordar a ella continuamente quedó joven aunque es viejo,

por persistir en ser ese monstruo le inventaron un nombre,

una mochila que no debería llevar, le susurró una acólita.

Es él y no es nadie,

es un cuento ya muy grande.

Tiene el lomo tan ajado como los libros que describen sus terrores,

Ay, Dios mío por haberlo traído al mundo,

Ay, Dios mío por no llevárselo.

Ay, Dios mío él no puede vivir,

nunca supo cómo y se siente culpable por levantarse

todos los días tarde.

Su trabajo es rejuntar la sangre,

intolerante al agua potable.

Él es muchos y es uno,

pero lo que desea es ser ninguno,

ya no levantarse cada noche;

que Dios lo retenga en sus confines es su pedido,

unos tablones de madera

en los que no descansa para siempre.

por Adrián Gastón Fares.

En luna llena.

Él nació mal y, algunas veces, confundió la fantasía con la realidad,

se creyó amado, cuando no era querido,

y, entonces, pensó que la identidad era más importante que el amor,

como si ser una cosa o la otra uniera en la danza de los queridos en vez

de solidificar lo insondable, algo que hace más mal que bien,

él, Dios mío, por usar mal la palabra perdió gente,

todo una comunidad que lo alojaba,

un círculo con un centro que era su pareja,

justo la que pensó que nunca lo abandonaría un día se fue,

él invocó a la magia de la sinrazón,

se inscribió en manifiestos,

olvidó a la persona que tenía a su lado,

no se dio cuenta de que no debía dejar enfriar las cosas,

como le aconsejo su vecino,

un viejo,

y él, que como dijimos nació mal, ya no encuentra ningún consuelo,

la pila de errores lo delata,

la locura es una noche muy ingrata,

la repetición y el estrés fijan los traumas que desatan

la corrida de la realidad.

En una noche oscura en un bosque

intenta sortear los troncos de árboles sin lograrlo siquiera,

y se da de narices contra un eucalipto,

y huele la fragancia fresca y lo reconoce.

Él acaricia la corteza del tronco,

sabe que ese árbol puede escucharlo, puede hacerlo ascender, si pudiera subirlo,

hasta el cielo, hasta las estrellas que no sabemos bien cómo nacieron,

si bien o mal, pero que brillan ahí arriba, amantes del pasado, ojos y oídos

ciegos que ni nos miran.

Ya en la copa del árbol él mira la luna llena y aúlla,

en pesado abrigo cobijado,

palpa sus dientes con la lengua y son colmillos,

grita hasta pelarse la garganta porque sabe que el sonido es más lento que la luz

y él tiene prisa de encontrar a su pareja,

antes de que la luna llena desaparezca y las mareas los mezclen

y conviertan en mujeres y hombres normales.

Él que nació mal, ella que nunca está.

Sólo su aullido repica en la noche de árbol en árbol,

de pino a pino,

de soledad en soledad,

de nada en nada,

cuánto dolor da mirarse a sí mismo y descubrir que uno no era lo que pensaba,

que cada tanto, sin darse cuenta, el rostro se le desfiguraba.

Y ahora ya lo sabe, a pesar de la noche sola, él no es el único afónico al otro día,

ése es el verdadero terror,

unir cabos y volver a caer en la etiqueta,

de los manuales que lo describen como un monstruo solitario.

Solitario pero no único.

Leer su patología en los libros de los niños no lo mece en su agonía.

por Adrián Gastón Fares.

Mal de amores.

Cuando uno está mal en la vida,

lo único que ve son sus errores,

es como si no hubiera ningún acierto

en el desierto en que caminamos,

¿es que hay algo que encontrar?,

¿será que la pena es una guía para el alma escogida

por una cólera desmedida?,

¿será que la congoja es un faro para las lágrimas

del pasado?

¿será que la tristeza es el camino que nos llevará

al olvido?

Dicen que no hay mal que dure mil años,

¿entonces por qué será que me duele tanto

la subjetividad del tiempo?

Sé que me perdí en un camino de felicidades,

y que no me di cuenta de que era feliz, mientras

perdía el tiempo haciendo otras cosas,

siguiendo mis obsesiones.

¿Cuándo fue que empezó todo?

¿Cuándo dejé que me ayudaras?

¿Por qué no me fui a trabajar de cualquier cosa?

Son las palabras que escuchamos,

con los oídos ya pinchados.

Es tarde para lamentos, sólo queda

el descontento del panóptico de la culpa,

un sinfín de remordimientos,

que nos corroe el alma desde dentro.

Yo jugaba en un río de inocencia,

 y mis pies desnudos quedaron atrapados

entre los guijarros, el agua me llegaba hasta los tobillos,

pero esto ya me inunda las rodillas,

y no me hablen de ahogados de felicidad,

los que no conocen mi desconsuelo,

no hay nada que lo aplaque,

no hay abrazo que lo aminore,

ni palmada en la espalda que lo apacigüe,

solamente quedan las letras, y un diálogo con sí mismo

uno quisiera volverse místico

para verte vida de otra forma

pero no quiere abrir una puerta a la locura

las cosas fáciles son las que menos duran.

Igual ahora necesito un milagro,

de esos que escasean,

porque las cosas no se me olvidan,

y lo que recuerdo me parece poco,

para el refugio que armé,

para no ver ya la realidad presente,

en el pasado me quedé,

haciendo malabares sobre una cuerda,

en un edificio muy alto

del que no puedo caerme nunca,

ni retroceder ni avanzar.

Como en los sueños que se traban al despertar,

y se vuelven pesadillas,

en la vigilia es lo mismo,

uno se queda al final consigo mismo,

sin ir para atrás ni para adelante.

El pasado es un comandante,

que ataca sin cesar.

Armaré mi defensa.

Levantaré mis escudos.

Y veré luchar las penas con las penas,

hasta que esta guerra termine.

por Adrián Gastón Fares.

El androide.

Un androide parecido a ella,

lo compró y lo recibió,

lo desembolsó y lo amó,

e intentó no cometer ningún error,

ninguno de los que había cometido con ella.

Sin embargo,

en pocos días el androide se cansó,

se sentaba en una silla,

apartado,

cada vez más distante.

Él consultó el manual de instrucciones,

y no advertían nada sobre ser imperfecto,

al revés, agradar al androide traería beneficios,

sería más cariñoso con el amo, más locuaz

y más sereno.

No hubo caso,

él no podía ser el bobo de antes,

y el androide se aburrió,

y un día desapareció.

Él siguió las pisadas por el bosque,

y lo encontró frente a la casa de un sinvergüenza,

golpeando la puerta.

Esperó a que el hombre saliera,

y se dio cuenta de que era él mismo,

y que él, que había comprado un androide,

era otro androide, una copia del sinvergüenza.

Entendió que el sinvergüenza había creado y abandonado a su réplica.

Y que ahora tendría a dos mujeres, a la real y al androide femenino que estaba golpeando la puerta que él, su réplica, se había encargado.

¿Cómo se arreglaría el asunto?

Nunca lo sabría, él no podía entrometerse.

Volvería a su soledad, los androides eran costosos, ya no podría pagar a otro

androide como ella.

por Adrián Gastón Fares.

La máquina del tiempo.

¿Cómo será volver atrás en el tiempo?

¿Uno arrastrará el dolor, y en vez

de cambiar su vida, estará tan imposibilitado

como en el presente para hacerlo?

Aunque tal vez no, tal vez uno vuelva más

sabio, lleno de dolor, pero más sabio, y entre la felicidad de estar

ahí, esa fuerza extra, pueda cambiarlo todo.

Pero me pregunto si uno en ese momento,

no querrá volver más atrás todavía en el tiempo,

para ser todavía más feliz.

Es en vano todo esto porque no se puede volver atrás.

Entonces, no queda otra que buscar un rincón para reconstruir la felicidad.

Una habitación para hablar consigo mismo y susurrarse las verdades

como si fuera otro, esa solitaria compañía que es lo último

que queda.

Uno después de indagarlo todo, de llorar mucho, llega a preguntarse qué es

este mundo, qué son los árboles, los ríos, las calles, los edificios,

las razas, los simios, los seres humanos, qué son

las paredes que parecen haber sido construidas para acunar

tanto dolor.

Y ahí llega la calma.

Todo puede nombrarse, pero el dolor no.

Hablando solo el dolor se desmorona, el presente asoma,

y el pasado esconde su cola.

Llega un momento en que uno se calla.

Deja de hablar.

A esa altura uno ya sabe que nada es eterno, pero no se puede confiar en que

se apaque el Sol en no sé cuántos años, o en que vuelva otra glaciación

vaya a saber también cuándo y lo congele todo.

En el dolor uno le pide a Dios que no lo vuelva malo,

que pueda conservar algo de la bondad, de la humanidad,

pero es inocente ese pedido, porque el dolor es lo que lo hace más humano todavía,

más sensible, más acorde a su naturaleza, a su destino inicial.

¿Y el destino final tiene algo que ver con el destino inicial?

Ahí es donde uno se engaña, porque atrás no se puede volver,

no sólo físicamente, sino también pensando, indagando

lo que uno hizo bien o uno hizo mal, la suerte buena y la mala.

En estos momentos donde el amor parece exprés,

pasar el rato, divertirse y un constante quiero viajar,

donde una persona quiere a la otra sana, tan sana que no puede

tener un pasado, o lo tiene que tener todo solucionado, archivado, olvidado,

en estos momentos uno se pregunta si no ganaron

los libros caros, pero baratos, sobre superación personal, sobre cómo

ser exitosos en la vida a toda costa.

¿Valdrá la pena hacerse tanto problema?

¿Andar ajustando los tornillos de una máquina del tiempo?

¿La vida no habrá sido siempre igual?

Como un molesto zumbido en los oídos.

No tenés que contar todo, te dicen,

pero yo no puedo.

por Adrián G. Fares.

Los objetos.

Los objetos de una casa están presentes en la dicha y en la desdicha,

pero en la dicha son invisibles, en cambio,

en la desdicha son molestos.

Impertérritos, siguen ahí cuando los amores

se pierden.

Las cortinas, los budas de yeso, las plantas artificiales,

el piso, los libros, las puertas, los sillones, los gatos de cerámica,

las sillas, los cuadros, los revisteros, los armarios, los paragüeros, la cristalería,

las mesas, los jarrones, todo sigue igual.

Son imposibles de interpelar.

Los objetos sobreviven varias generaciones, y eso no nos molesta,

pero que sobrevivan a un amor, ya es demasiado.

Uno los observa y piensa, ese objeto estaba ahí

cuando fui feliz (¡vio tu sonrisa, vio mi sonrisa!), y todavía sigue ahí,

ahora que estoy solo así.

Los tocamos como si tuvieran las huellas

del ser amado, como si fueran la única posibilidad de una máquina del tiempo.

Pero no hay manera de poner marcha atrás, a los objetos nada les importa,

nos sobrevivirán y es normal, pero lo que es anormal e imperdonable

es que persistan en existir cuando el ser amado ya no está,

los que se fueron,

los que debemos olvidar sí o sí, cuando en la vida

no hay los sí o sí, más bien los no y no, no puedo olvidar, no quiero olvidar.

Los objetos reflejan la luz y nos dejan en la oscuridad.

Cuando la trama termina, los objetos pasan a ser los malos de la historia, mudos

testigos del dolor.

por Adrián G. Fares

La amiga imaginaria.

Dos amigos en un banco de una plaza.

La amistad crece y se convierte en una historia de amor,

son novios de la mano van,

y cuando uno pierde eso,

pierde dos cosas,

la amistad y el amor.

¿Qué hacer cuando un hombre llora todo el día?

Por algo de hace años, despertado por alguna locura.

El hombre se repliega en sí mismo,

camina por la casa porque si se sienta,

le vienen las imágenes más fuertes a la cabeza, imágenes

del pasado en las que se refugia y que, a la vez, no puede tolerar.

Dicen el pasado pisado, pero el hombre

está caminando sobre su pasado.

Encontrando sus errores,

evaluándolos,

llorando a cada paso.

Sopesa escapar de alguna manera pero no sabe cómo.

Ya no es un hombre, es un niño que perdió a una amiga imaginaria.

O un niño que jamás había tenido una amiga imaginaria y que estaba solo,

convertido en un hombre solitario hasta que apareció una amiga real.

Y la amiga desapareció, se hizo imaginaria; un fantasma, es un hombre al que deben tratar otros hombres o mujeres con conocimientos científicos.

Ahora es alguien que espera, espera que de alguna manera esa amiga

vuelva en forma de amiga,

vuelva en forma de novia,

vuelva como sea, pero que vuelva.

Él, que pensó que nunca iba a perderla,

que pensó que se iba a morir con ella

y se lo dijo; la perdió.

Fin de la historia, principio de un duelo interminable.

La fundación de la melancolía.

El desamor como una pecera vacía.

por Adrián G. Fares.

La invención de la distancia.

Inventaron las ruedas.

Inventaron los caminos.

Inventaron los carros.

Inventaron las escaleras.

Inventaron los trenes.

Inventaron los autos.

Inventaron los subterráneos.

Inventaron las carreteras.

Inventaron los camiones de mudanza.

Inventaron los ascensores.

Inventaron los aviones.

Inventaron los taxis.

Inventaron los cohetes.

Así inventaron la distancia,

y no nos vimos más.

por Adrián G. Fares.

El poema.

Allá por 2015, Roberto, de unos treinta y seis años, se anotó en un taller de poesía. Serían unos ocho alumnos en un aula para treinta. El profesor les dio a leer poemas de Enrique Lihn, Gonzalo Millán y Ernesto Cardenal, entre otros. Además, pedía que los alumnos trajeran impresos sus trabajos para leerlos en la clase y recibir opiniones y sugerencias de correcciones. Las cursadas eran a las seis de la tarde. Mientras, fuera, atardecía, ya que era otoño.

Antes de entrar, las alumnas y los alumnos esperaban en bancos rectangulares a que el profesor llegara. Parecía el pasillo de un colegio de secundaria. Hasta había olor a tiza o a lápices.

En la espera, nadie hablaba. O hablaban muy poco. Recién al final de la cursada, a la salida, de noche, Roberto cruzó algunas palabras con una alumna, una señora. La señora le hizo recordar a una tía suya.

Roberto notó que los alumnos, en general, eran muy taciturnos. Él también debía serlo. Cuando el curso terminó, Roberto se preguntó, más en serio, qué era lo que los había llevado ahí a todos.

A Roberto le pareció que el curso, el mismo curso, con sus alumnas y alumnos, era una poesía.

Una poesía a la soledad, a los tiempos muertos, al atardecer entre palabras, a la duda de si uno escribía bien o mal, a la falta de amistades o de lugares dónde ir a esa hora de la tarde, a la pérdida de alguna persona.

Una buena poesía, sin escribir, sin temas, sin el párrafo anterior, sin título.

El taller fue como un sueño, a Roberto le pareció que nunca había tenido lugar. Olvidó a los alumnos, olvidó al profesor, olvidó a los famosos poetas. Se olvidó a sí mismo, sentado en un pupitre.

por Adrián Gastón Fares.

Niñez

De niños volteábamos baldosas para ver qué había debajo:

bichos bolitas, lombrices como serpientes.

Perseguíamos escarabajos como rinocerontes.

De niños juntábamos chatarra para llevarla

al viejo de la vuelta y cambiarla por unas monedas

para comprar golosinas o revistas.

De niños estábamos bien solos,

no compartíamos la naturaleza con nadie.

Era toda nuestra.

No sabíamos que un parque compartido con alguien querido es un parque perdido.

Jugábamos de niños a irnos por un rato,

escondernos, para llamar la atención de nuestros padres,

o para divertirnos.

Atrapábamos luciérnagas y las poníamos en un tarro de mermelada.

Matábamos sin saber lo que hacíamos,

¿una manera de acercarse a la muerte?,

pero, al principio, no sabíamos nada de la muerte.

La muerte se aprendía en las visitas a los cementerios,

cuando nos preguntamos qué había dentro de esas cajas

tan horripilantes y vetustas.

Qué casa era esa tan chica donde no vivía nadie, pero que estaba repleta

de camas horizontales y superpuestas y flores mustias.

De niños, entonces, aprendimos a temerle a la muerte,

nunca pensábamos que de adultos podría seducirnos la idea

de desaparecer para siempre, no jugando, sino en serio.

Que nos obligarían a aprender a dejar ir, sin tener ganas de dejar ir.

A soltar, como si se pudiera soltar tan fácil como se soltaba un globo

de niños.

De niños temíamos a los vampiros,

en la cama nos tapábamos con el edredón y apenas podíamos respirar,

no sea cosa que un ser con colmillos y los ojos con iris rojos

nos mordiera el cuello.

Ahora, de grandes, abrimos los ojos con la esperanza de ver algo inusual

o el fantasma de alguien querido.

Hasta el miedo perdimos.

De niños una tía abuela nos preguntó si nos gustaba alguna compañera,

y al recibir una respuesta negativa, nos dijo que el amor era temible,

que ya lo conoceríamos, o algo así dijo, ya que uno no recuerda las palabras

precisas que la gente decía de niño.

Por lo menos los medio sordos no nos acordamos.

Y era la misma razón por la que preferíamos a la Pantera Rosa que a otros

dibujos animados.

De niños corríamos y atrapábamos mariposas blancas sin saber que nunca más las veríamos.

De niños éramos astronautas en nuestra propia Tierra.

Aprendíamos el peso de nuestro cuerpo, la velocidad de nuestras piernas,

la fuerza de nuestros brazos.

De niños lo olvidábamos todo, de adultos lo recordamos todo.

¿Nos obligaron a crecer?

¿Ése era el juego?

Ya no volveremos a ser niños, y no es un consuelo

saber que antes de que naciéramos no existía nada,

que pasaron sucesos que no nos necesitaron ni los presenciamos,

ni los oímos, ni los conocimos.

La Tierra estaba bien sin nosotros,

pero una vez que nacemos ya no se puede ir atrás.

Somos y no pudimos no ser.

De niños éramos chicos, pero gigantes.

Era fácil encaramarse a un árbol, apoyar la cabeza en una rama y ver el mundo dado vuelta.

Ya la vida nos enderezó.

Y el árbol se secó o unos parientes lo quitaron porque daba demasiados frutos

que atraían a las moscas.

Las puertas de los seres queridos están cerradas ahora.

Los garajes tienen portones que ya no se abren de los oxidados que están.

Las puertas de las casas se hinchan y no se abren en los días de sol.

De niños no sabíamos que la vida y la muerte van de la mano,

como dos amantes trasnochados.

De niños no sabíamos nada de amor, y por eso éramos inmortales.

De niños no hacía falta tener paciencia. Ni sabíamos lo que era.

Enteros, dejábamos que el sol traspasara nuestras pestañas,

no cerrábamos los ojos de día,

como para olvidarse de esta vida, como si fuera una pesadilla diurna.

Esta farsa en la que nos metimos sin saber bien el porqué.

Tiene que haber una forma de vengarse de nacer,

de los que nos hizo la vida.

De no haber pedido nada y que nos dieran todo.

De niños no nos daban ganas de arrancarnos la cara,

no sabíamos que la teníamos.

´por Adrián Gastón Fares.

Escribe sobre lo que sepas.

Escribe sobre lo que sepas, dicen,

pero, ahora, yo no sé más que de pérdidas,

pérdidas de proyectos,

de mi propia cabeza,

del olvido del pasado,

pérdidas que se vuelven en contra de uno hasta no dejarlo pensar.

Escribe sobre lo que sepas, dicen,

pero a veces uno no sabe de nada.

Y si sabe es mejor no escribirlo.

Es mejor olvidarlo,

hasta no saberlo.

Y que sea imposible de escribir.

por Adrián Gastón Fares.

Un poema más.

¿Cómo decir en palabras lo que pasa cuando una mente implosiona

de anhelos?

¿Cómo decir en palabras lo que pasa cuando el amor se evapora

y lo único que queda es un légamo de grillos muertos?

Silencio.

Cómo explicar cuando uno se vuelve niño de nuevo,

por un amor perdido y llora sin parar,

toda la noche y todo el día.

Sin nadie que lo apacigüe,

que lo consuele,

que acuda a mecerlo.

Llora hasta que los ojos pican.

Y no se puede decir nada.

Uno ya es grande y se la tiene que aguantar, pero no crecemos nunca.

El tiempo es un invento, es una cosa, una roca, una almohada, algo que se gasta.

¿Se puede medir el gasto?

Inventamos algún tipo de medición, pero nada más.

La pena puede durar toda la vida.

Repito.

La pena puede durar…; pero ya no importa, contemos otro cuento:

Cuando los extraterrestres llegaron a la Tierra y eran como hombres,

ni ángeles,

ni homínidos verdes,

sólo hombres y mujeres con la misma tecnología con la que nosotros llegamos a la Luna, lloraron.

Las mujeres y los hombres de esta Tierra se acercaron a mirar el cohete.

Los extraterrestres sabían con lo que iban a tener que lidiar.

Aquel viejo cuento, repetido en cada planeta, lo perdido y lo querido.

La gente, no importa en qué planeta viva, siempre mira hacia arriba.

Otra cosa:

Un hombre decía que el amor es como esas fotos donde las personas

fingen atrapar el sol en la palma de la mano.

O, de la misma manera, sostienen algo muy alto y pesado.

Es algo que parece real, pero es imposible.

Solo un truco.

Nos gusta atrapar a lo que tenemos más lejos.

Nos gusta sostener lo que no podemos aguantar.

Y después, claro, llega el castigo: el ridículo.

Aunque sobre gustos no hay nada escrito.

por Adrián Gastón Fares.

La Hermana. Poema.

Soy una Virgen enterrada en una basílica, entre mármoles.

Siento el frescor de las manos que los rozan, que se deslizan enfervorecidas, pero no llegan hasta mí.

Yo que estoy ahogada en un mar de lágrimas, y mi corazón petrificado en un relicario.

Mi pedido es volver a vivir.

Recuerdo cuando de niña mi madre me bañaba: es mi primer recuerdo.

El color rosado de la mampara del baño.

El agua cálida.

Mis manos arrugadas y regordetas.

Y la vez que vi fantasmas.

El miedo.

Yo en el regazo de mi madre.

Y espectros viniendo a mí desde el pasillo de la casa.

La casa era chica, pero parecía enorme.

Los fantasmas querían decirme algo; no sé qué, que la vida no era fácil, creo.

Que habían muerto y que estaban desencantados.

Ellos que podían volar con ese deshilachado camisón blanco, y la boca amplia y negra,

para poder gritar en silencio tanto descontento.

Y yo pensé que era lo peor que me podía pasar en la vida.

Ese miedo primordial.

Pero no era lo peor.

Lo peor era crecer y decrecer; hacerme grande.

Equivocarme y perder gente.

Ganarlas antes sin haberle pedido a Dios.

Sin ningún rezo.

Ahora, las manos de mis antepasados me alzan en las calles, me llevan al Calvario para recordarme que ya no soy esa mujer que pude ser.

Que desoí sus advertencias o sus consejos.

Me escapo por los bosques, lejos de mi tumba, lejos de la basílica.

Descalza piso la hojarasca; las ramas lastiman mi cara.

Los pinches de los naranjos se me clavan, como si fueran una corona de espinas; cítrica.

Oh, mis antiguos amores.

Oh, el momento en que me vestí de blanco.

¿Por qué quise tener tanto?

Si yo era simple de niña.

No quería ser beata.

Ni ser rezada, bajo esta tumba de Aquí Descansa, la Hermana.

Despójenme de mi humidad.

Crecí en una linda casa, que alguien prendió fuego conmigo adentro.

Y me salvé; el fuego afectó mi cerebro, dicen, de ahí en más, mi defecto fue santidad.

Pude ver lo que los otros no ven.

Pude oler lo que los otros no huelen.

Escuchar lo que los otros no pueden oír.

Palpar caras desde lejos.

Dejar que me degusten, derramada en cera y cirio.

Por eso soy:

un arroyo pedregoso.

Lo que hay que cruzar para llegar,

al lado mío;

invisible.

La mujer que escucha tus rezos,

y los hace realidad.

Yo la milagrera.

Récenme.

Es verdad que soy santa y lo concedo todo.

Concedo lo que yo pedí;

y no me fue concedido.

por Adrián Gastón Fares.

El viejo sabio. Poema.

Cuando le preguntan qué le gustó de ella,

siente que el amor es intraducible.

No sabe qué decir.

Tanta cháchara antes.

Tanto duelo y tanto lío.

Y él calla ante la pregunta.

Duda.

No recuerda qué le gustaba,

como si todo fuera una amnesia.

O ya fuera un caracol que se hunde en la arena cuando trata de agarrarlo,

antes de que la nueva ola se lo lleve; antes de que lo cambie de lugar.

Ese amor intraducible.

Y él no sabe qué decir.

Es como si naciera muerto después de tanta gestación.

O ya anunciara la distancia y el olvido.

En cambio los amantes son divinos.

Nada está dicho.

No hay preguntas que no se puedan contestar.

Uno se levanta y se viste.

Uno se salva porque deja ir,

o se va.

Es preferible a terminar llorando como un nene.

Vayan a explicarle a él, que tiene que dejar ir.

Vayan a decirle que todo ha terminado.

Que los imperios se levantan y se caen.

Que nada para es siempre.

Que pasaron años y ella no es la misma.

Que hay que levantarse y seguir.

Que hay gente tirada en la calle.

Que hay gente que no come.

Lisiados,

personas con problemas de salud.

En fin, que hay cosas peores que querer y no ser querido.

Yo conozco a un viejo sabio,

que se olvidó cómo se llamaba la marca de los cigarrillos que fumaba,

cuando fue a comprarlos,

por tener la cabeza puesta en un antiguo amor.

por Adrián Gastón Fares.

La vida no es.

No me gusta volcar en palabras esto. Bordear algo que mejor quede sin letras. Sin símbolos. Sin rimas de cantor como: nunca presentí que iba a perderte, ni mucho menos volver demente. Es que andábamos con las manos tan unidas, que uno no piensa en partidas.

Ponías canciones en un, ya viejo, celular, sobre parejas felices. A los veintiuno casi me ahogo. Ojalá me hubiera hundido. Fue antes de conocerte, cuando yo era inocente, y otros fuegos ya sabían de las idas y los líos. Tú me hiciste querer a las orquídeas y a los cerezos tan floridos.

Ahora me miro en un estanque donde los lotos están lejos y mi reflejo no consigo amigarme ni conmigo. Cielo mío has partido, y los que quedan como yo, se sienten muertos o se matan. La vida no es como una película que a mí me gusta mirar con la canción de Dylan y Cash en el medio y un final donde los protagonistas bailan.

por Adrián Gastón Fares.

La ventana. Poema.

Un colegio.

Un adolescente

huye del recreo

y acalorado entra en su aula

en el tercer piso.

Se sienta en su pupitre

y luego se incorpora

para abrir una ventana.

Las rejas ausentes.

La hoja que abre

se sale del marco.

El adolescente

trata de atrapar a la hoja,

pero es imposible.

Saca la cabeza y mira hacia abajo

y descubre que un hombre está de pie

al lado de la hoja astillada;

sorprendido,

de estar vivo.

El adolescente

baja corriendo  las escaleras.

Y se cruza con la monja directora

que vuelve de la capilla.

Lo sacude de los hombros

Y le dice:

“Recé

porque no mataste a nadie”.

Él no recuerda bien los días siguientes

a la caída de la ventana.

¿Fue suspendido?

¿Fue al colegio?

No hay caso.

No hay memoria.

Cuando crece,

ya un hombre,

le aterrorizan las ventanas.

No puede abrir ninguna.

Aunque muchas veces

se acercó a otro tipo de ventanas.

Ventanas hermosas.

Ventanas dudosas.

El último beso,

los labios desprendidos,

con la chica que más quería.

Párpados cerrados.

Párpados lejanos.

El hombre siente que la caída de la ventana

fue una advertencia:

cuidado

con la inocencia.

Se puede perder.

Puede no matar a nadie,

pero puede matarte a vos.

Puede dejarte a la intemperie

en este mundo salvaje,

lleno de miedo.

Pueden culparte.

En el amor,

hay más nebulosas,

nunca sabe quién dejó a quién,

cómo fueron los sucesos

sólo recuerda ese último beso.

Así que, chicos y chicas,

cuidado cuando abren las ventanas:

pueden desprenderse,

pueden caerse.

Y créanme,

lo que se desliza de sus manos

jamás se recupera.

por Adrián Gastón Fares.

La duda. Poema.

La duda

De una persona con

Sordera

Es atender una llamada

Y no entender quién te llama

Y por vergüenza

No aventurarse a decir un nombre

Creerse que es un chiste la llamada

Y que en realidad sea una persona bien conocida del pasado

Uno dice:

“¿Qué? No entiendo”

Y te repiten el nombre

Tal vez con un diminutivo

Y uno vuelve a decir:

“¿Qué? No entiendo,

Soy sordooo y no entiendo por acá”

Y la persona te dice

“No es nada.”

Aunque tal vez lo sea todo

Y recién en ese No es nada

Cuando del otro lado

La persona ya cortó

En el vacío

Uno duda de nuevo

Le recuerda una voz conocida

Entonces uno aprende

Con dolor

Que debió decir

“¿Me podés escribir?”

“¿O llamar al celular?”

“No al teléfono fijo”

Porque no entiendo tu nombre

Y tal vez sea un nombre sagrado

Que uno no pueda aventurarse

A decirlo

Y que solo la que llama

Pueda nombrarse.

Hay cosas en la vida

Que nunca se van

Y es la duda

Una de ellas

Una cobardía tal vez

De esa persona con sordera

Que no se anima a decir

Porque duele en el corazón

“Tal vez no sea nada tu nombre”

“Un error de marcado”

“Pero puede

serlo todo”

Y cuando la conversación se corta

No hay vuelta atrás

Uno perdió el número

Del que quería saber cómo estaba

Y si era importante la llamada

Uno se perdió a sí mismo.

Este artificio que es tener

Dos audífonos

No sirve para todo

A veces no sirve para nada

Puro bullicio

Ayuda

Pero no salva

De la duda

Y uno va a aprendiendo así

Con dolor

A explicarle a los demás

Cómo son sus no entiendo.

Tal vez quién llama, del otro lado

Se dirá

“Y si no recuerda mi nombre

Entonces no soy importante para él”

Cosas de sordos

Serán estas dudas

Que nos marcan

Las llamadas

En el alma

Y nos carcomen

La razón.

por Adrián Gastón Fares.

La forma de la memoria.

Los santos sobre mi cara para alejar el silencio.
Y digo lindo, con ironía.
Cómo diciéndo qué horrible.
Cómo si ya no hubiera explicado que eso me duele.
Pero no porque odiara santos
Si no porque reconozco la falta de sensibilidad
De las estatuas…
vivientes.

Cómo si quisieran enterrar árboles presionando desde la copa,
los gigantes del ritmo
repetido a propósito
en un bosque que no es mío
y no existe pero cuido.

La forma de la memoria es la rima,
y como nunca debió haber ocurrido afrentar mi inocencia
paciencia y comprensión.
Porque de estúpido no tengo nada
lo feo de tan desagradable lo rimo
para recordar y que no se ensañen conmigo,
los errores del olvido.

Por Adrián Gastón Fares.