25. Los muertos no fuman.
Estaban pálidos, muy pálidos. Olga tenía la frente cubierta con la gasa, que se le había pegado a la herida abierta. Algunas moscas revoloteaban alrededor de su cara. Ésta se conservaba bastante bien, ya que la descomposición parecía actuar lentamente en las primeras horas para ir acelerándose cuando el cuerpo iba tomando contacto con el nocivo medio ambiente de la ciudad. Los ojos conservaban el aspecto de pereza y poca lucidez y los pies planos seguían apuntando a diferentes direcciones, separando las puntas de las zapatillas en un ángulo cada vez más abierto. Se llevó la mano al aro de River y ensayó en voz baja el estribillo de un cántico de hinchada. El sol brillaba detrás de los jóvenes asesinados. Chula se acercó y su sombra retrocedió de los antebrazos de Luis hasta las rodillas.
Hacía tiempo que Chula no pasaba la mano por su cabello y éste colgaba en una masa mugrienta detrás de la nuca. Los agujeros de los disparos de Luis todavía estaban frescos. Los ojos vítreos de Chula eran terriblemente indiferentes. Luis se dijo que su mirada debía ser peor, si es que se podía llamar mirada lo que producían aquellas dos canicas yertas. En ese momento la atención fue atraída por los gritos de alegría de un niño que corría tras una paloma lastimada. Los tres muertos estaban parados, inmóviles, en la elevación de aquella plaza, mientras la vida seguía circulando a su alrededor.
Chula y Olga miraron con el entrecejo fruncido al hombre que les había quitado la vida. El alto habló primero:
—Vamos al pasto—dijo, y cruzó las cadenas sin darse vuelta para mirar si lo seguían.
Los tres bajaron y se internaron en un espacio verde, donde el césped estaba crecido y húmedo. Los dos jóvenes volvieron a enfrentar a Luis. Chula frunció el entrecejo nuevamente.
—¿Tenés un porro, cadáver?…—dijo Olga y hundió las manos en los bolsillos de su ancho pantalón negro—. Los canas me los sacaron todos.
Luis tenía la mirada perdida, trataba de no mirar a aquellos dos chicos. Sabía que vería su propia imagen reflejada, aunque su aspecto sería mucho peor. Así que, mientras simulaba un repentino interés por un niño que jugaba con una pelota a lo lejos, sentenció:
—Los muertos no fuman.
Luis no pudo distinguir si la frase había salido de su boca o había flotado desde algún recoveco interno; tal vez su alma.
—¡Vos no fumarás!…Nosotros sí—dijo Chula mientras alzaba despectivamente las pelusas que tenía por cejas.
—Ustedes están muertos—dijo Luis mientras miraba el cielo.
—Ya sabemos—resaltó Chula—. Pero igual fumamos…, por eso afané esto.
Chula revolvió en el pequeño bolsillo de su pantalón, tratando de que su descabalado anillo con forma de serpiente no se enganchara en el doblez. Sacó un encendedor azul que sostuvo delante de los indiferentes ojos de Luis. Éste se había decido por contemplar a aquellos dos payasos, desechando en su mente la posibilidad de que buscaran venganza. Chula dio vuelta su deformada cabeza y se quedó mirando el cigarro. luego levantó su mano ofreciéndole el porro a Luis, que negó con la cabeza.
—¡En la tierra es dónde tendríamos que estar, Chula!—gritó alegremente Olga.
Luis se había distanciado unos pasos de ellos y les daba la espalda. Su mirada se dirigía al añoso árbol que crecía en una de las esquinas de la plaza. Habló desde esa posición, sin mirar a los otros dos:
—Mejor que te levantes rápido del suelo…
—¡No!, ¡No!, ¡No!… ¡Estar en el piso es lo mejor!—exclamó Olga.
Chula seguía fingiendo que fumaba, convenciéndose a sí mismo de que sus pulmones estaban llenos de humo mientras comía la punta del cigarro y la escupía cuando Olga no lo miraba. Así el cigarrillo parecía consumirse rápidamente. Luis decidió callar y dejar que los acontecimientos tuvieran lugar. Después de todo, ¿él no estaba muerto?
Chula escupió otra parte del cigarro y miró a Olga, que seguía sonriendo.
—¡Escuchá, boludo!—dejó caer el cigarro cuando Olga lo miró—. Tenemos que hablar con la calavera ésta—Señaló a Luis y continuó—. El daimon lo dijo, ¿te acordás?.
Olga estalló a carcajadas.
—¡El daimon!— dijo y largo otra risotada— ¡Nooo…, yo me quedo acá!—Parecía que el suelo le hacía irresistibles cosquillas—. ¡El pasto es genial, Chula!—Arrancó un pedazo de césped y se lo esparció por lo que quedaba de su cara—. ¿No está hecho de pasto el porro? Es un yuyito como estos—Arrancó más césped, que tiró hacia la cara de Chula. Éste miró a su amigo como si fuera un caso perdido.
—¡Cómo vos quieras! Si querés quedarte ahí tirado como el sorete de perro más grande de toda la plaza, bueno… ¡si ésa es tu decisión!
Chula dejó a Olga y se dirigió con aire resuelto, soltando maldiciones mientras caminaba, al joven de traje negro que les daba la espalda.
—¡Cadáver! El daimon…, él nos dijo que vos nos mataste porque éramos una mierda… ¿Es verdad?
Luis permaneció de espaldas.
—Sí—contestó.
Chula miraba su espalda sin atreverse a tocarlo.
—¿Por qué nos mataste?—preguntó Chula con cierto rencor en su voz.
—No sé— respondió Luis.
La voz no pareció sonar más fuerte que el murmullo que produjeron las hojas del antiguo árbol al ser sopladas por un repentino ventarrón, que, amainado, se convirtió en una brisa constante cuando las nubes taparon el sol.
—¡Muerto de mierda!—gritó Olga.
Luis Marte no contestó. Chula fue el que habló:
—¡Callate la boca, Olga!… Los soretes no hablan.
Luis se dio vuelta en ese momento y enfrentó a sus víctimas.
—¿Cómo se escaparon de la morgue?—preguntó secamente aunque con un tono que no ocultaba cierta curiosidad.
—Acuchillando… —dijo Chula seriamente—. Destrozando… — Asintió con el aire trágico de un actor de telenovela—. Cuando nos levantamos en esa sala repleta de cadáveres como vos, un forense estaba en el baño. Abrí la puerta y lo maté con mis propias manos—Chula agitó sus manos en el aire simulando la estrangulación de una persona.—. Otro estaba haciendo fucky-fucky con su novia en una de las camillas… —Alzó sus manos en el aire y frunció el ceño mientras abría la boca en una imitación perfecta de un confundido monstruo de película clase B—. Le arranqué el corazón a los dos… pero sólo uno me comí; el otro lo tiré.
Luis escuchaba esta conversación con interés, alucinado por la actuación de Chula. Olga gritaba eufórico y reía, desde su posición de excremento, ante las diferentes atrocidades que su amigo pronunciaba. Algunas veces, un ¡sí! gigante era el que acompañaba las putrefactas y detalladas descripciones de Chula; otras, una risa estúpida. Luego se metió en la conversación de su amigo para contar sus propias experiencias:
—Cuando salimos de esa morgue asquerosa agarré a un tipo…, creo que era un policía—Simuló dudar, entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño, y arrancó más césped, que arrojó hacia arriba para recibirlo en su cara con una sonrisa—. ¡Bah!, ¿Era un policía Chula?—Ante la vacilación de éste negó con la cabeza y continuó—. No importa, lo habría matado igual fuese lo que fuese… agarré al policía y…, ¿sabés lo que le hice, cadáver?— Luis miraba a Olga fríamente—. Le abrí la cabeza con las manos, le saqué el cerebro y me lo comí—Luego pasó lentamente su morada lengua por sus labios—. Estaba delicioso… ¡Sí que estuvo bueno ese cerebro, Chula!…tan bueno como estar tirado en el pasto.
Luis se había cansado de mirar hacia abajo para ver las muecas que hacía la desfigurada cara de Olga. Así que se dio vuelta y miró a Chula, ya que había una pregunta que tenía que hacer:
—¿No me tienen bronca porque les cagué sus vidas?—Fijó sus cuencas en las de Chula, que lo miró con cierta fascinación reflejada en el azul traslúcido en que se había convertido su iris.
—El daimon me dijo que te encontraríamos y yo pensé que sería una buena ocasión para darte las gracias.
—¿Gracias?—largó un confundido Luis— Creí que iban a querer matarme.
Chula llevaba la sombra de una gran sonrisa en los pliegues de sus labios.
—Mirá; yo había intentado suicidarme tres veces… una vez tomé pastillas— Extendió su mano derecha ante Luis—. Cinco—Olga rió en el piso—. No me dí cuenta de que eran los supositorios de mi vieja; no pude morir— Luis se llenó de un profundo sentimiento de culpa y advirtió que la causa era que se estaba divirtiendo con lo que decía aquel zombi—. Otra vez quise pasarme de merca, pero no tenía guita para comprarla, así que fue una simple sobredosis. La tercera me disparé un tiró a la cabeza con la veintidós de mi viejo, erré y rompí la pecera—Chula miró hacia Olga, que reía y se revolcaba en el césped—. Mi vieja quería mucho a esos peces…, AHHHH—suspiró Chula— Nunca tuve bolas para tirarme bajo un tren.
Luis miró hacia Olga.
—Decile a tu amigo que se levante del suelo si quiere seguir hablando pavadas por un tiempo.
—¡Ya le dije, cadáver! No seas rompebolas— se quejó Chula.
—No me digas cadáver… me llamo Luis.
Chula le tendió la mano a Luis. El bullicio del tráfico cercaba la plaza mientras las dos manos—la descarnada y apestosa de Luis, la macilenta y violácea de Chula— se estrechaban levemente.
—Mucho gusto en conocerte, Luis—dijo Chula y Luis trató en vano de calcular la presión de la apretada. Los dedos de Chula crujieron—. Y muchas gracias por matarme.
Los dientes de Luis resaltaron más en su cara al tratar que la piel remanente se dilatara para formar una sonrisa. Casi lo logra.
—De nada Chula—dijo y miró a Olga—. Tu amigo…, ¿no me odia?
—Olga es un boludo—contestó Chula mirando despectivamente a su amigo—. Pero es buena persona.
—Olga, levantate del piso y vayamos a un lugar un poco más alegre—dijo Luis.
—¡Ya voy, cadáver! No hinchés las pelotas.
Luis permaneció callado y mirando a Olga.
El joven agarraba con su mano derecha un pedazo de césped y movía la cabeza para arrancar otro con la izquierda. Al hacerlo vio como unos gusanos blancos, largos y gordos, se le acercaban arrastrando sus blandos y húmedos cuerpos por la tierra. Olga los miró y se quedó congelado, mas frío de lo que estaba, mientras soltaba la mata de césped que había estado tratando de arrancar. Algunos gusanos ya se le habían trepado al brazo y lo mordían, arrancando con sus tenazas pedazos de carne. Su antebrazo derecho contenía diez de estos gusanos que habían roído su carne hasta alcanzar el hueso. Uno había llegado a la cara e hincaba sus poderosas tenazas en la fláccida carne de una de las mejillas. Al no funcionar las terminaciones nerviosas, Olga podía haber seguido en el piso hasta quedar convertido en un montón de huesos.
Se levantó rápidamente y se sacó el gusano que tenía en la mejilla. Luego sacudió su brazo. Los gusanos cayeron al césped donde lentamente desaparecieron. Luis le habló al asustado zombi:
—Ellos reclaman lo suyo. Vos sos la carne de ellos, su comida. Así que nunca te vuelvas a tirar en el suelo… no si querés conservar tu carne unida.
Los tres empezaron a caminar, mientras el sol empezaba a chorrear el naranja del crepúsculo por las cumbres de los edificios, y se adentraron en el asfalto de la bulliciosa ciudad.
por Adrián Gastón Fares.
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Pura Vida Gaston, Saludos Pive, sos un Maestro!!! 👍👍👏
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Gracias, jeje! Saludos.
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