26. La chica que buscás.
El hombre enfiló el último tramo del viejo camino y se paró en frente de las oxidadas rejas del cementerio. El cielo presentaba una inmensa luna llena que producía intrigantes sombras alrededor de las lápidas que estaban cerca de la entrada. Miró hacia el cuartucho, que tenía las luces apagadas. Los dos tipos estarían durmiendo profundamente después de haber tomado unos tragos de más.
Se arrimó a las rejas y las trepó rápidamente. Primero pasó una de sus piernas por encima de las letras de hierro que explicaban que aquél era el cementerio de Mundo Viejo, luego la otra, y pegó un salto. Tocó el suelo con sus manos y, mientras permanecía agachado, se aseguró que nadie hubiera oído el ruido metálico que había producido al golpear contra la tierra la pequeña mochila que llevaba a sus espaldas. Luego se levantó y se adentró con paso firme en el camino, dejando atrás las lápidas.
La calle principal del cementerio era bastante ancha y tenía veredas asfaltadas, donde se encontraban dos bancos rectangulares de piedra enfrentados. Estaban separados cada uno, simétricamente, por la mezcla de tierra y pedregullo que oficiaba de piso del camino cuyas diferentes bifurcaciones eran calles mucho más angostas, en las que se erguían los mausoleos de las familias más importantes de Mundo Viejo y de los otros dos pueblos circundantes. El hombre se sentó en uno de los bancos de piedra, quitándose la mochila y apoyándola sobre sus rodillas. Aprovechó los rayos lunares y hurgó dentro del bolso, encontrando rápidamente lo que buscaba.
El pequeño gancho con forma de pata de cóndor reflejó un rayo de luna. El hombre lo miró, pasando un dedo por la punta filosa y lo devolvió a la mochila. Luego, metió la mano dentro del bolso y sacó una linterna de grandes dimensiones.
¡Cuidado!
Alguien había dado un paso en uno de los caminos que nacían en la encrucijada del centro. El sonido de una pisada, claramente audible, en el medio de una noche en la que podría escucharse el movimiento casual de los huesos de algún antepasado.
Se levantó del asiento de piedra, metió su temblorosa mano en la mochila y sacó un revolver. Caminó sigilosamente hasta la encrucijada. Se detuvo, aguantando la respiración y pegó su cuerpo contra la porosa pared de un mausoleo; a la vuelta se abría una angosta calle que se adentraba en el cementerio. El hombre levantó el arma y deslizó lentamente su cabeza hasta que esta quedó en el borde de la pared. Se asomó y divisó la forma que se acercaba velozmente hacia su cara. El pasillo estaba vacío, sin embargo, su corazón dio un vuelco.
La araña, cuyas dimensiones eran similares a la de un puño apretado, se movía a gran velocidad por la pared del primer mausoleo de aquella calle, dirigiéndose directamente hacia su cabeza. Se quitó del camino del bicho y vio cómo doblaba en la esquina, y se alejaba por la pared, con un alocado movimiento de patas.
Se acercó al banco, guardó el arma, se llevó la mochila a la espalda y agarró a la linterna mientras tragaba una sonrisa. Luego la prendió y se adentró en el camino, bordeando los mausoleos en cuyas cúpulas inmensos ángeles desplegaban sus alas honrando a la amarillenta luna llena.
De repente, escuchó otra pisada que provenía de arriba. Levantó la cabeza y apuntó con su linterna. Le pareció ver una sombra al lado de una de las estatuas. Sin embargo, se dijo que debía de ser su linterna que convertía a todas las sombras en acechantes, libérrimas, marionetas.
Siguió caminando y se detuvo frente a un suntuoso mausoleo. Centró el haz luminoso de la linterna en las letras de bronce que formaban el nombre de la familia: Losuardo. Sacó el gancho de la mochila, apoyó ésta en el piso y se acercó a la puerta de hierro. Metió la punta afilada del gancho en el agujero de la cerradura. Después de dar dos vueltas, la cerradura cedió con un chasquido y la puerta se abrió unos centímetros. El hombre le dio un golpe y dejó que la puerta chocara contra la pared interior del mausoleo. La piedra chilló. Guardó la garra en los bolsillos de sus pantalones y entró en el mausoleo apuntando con su linterna el suelo.
Un fuerte olor a humedad y a madera podrida lo inundó, junto con el viciado perfume de flores marchitas. Levantó la linterna y centró el haz luminoso en un ataúd cuya superficie brillante contrastaba con la opacidad de las maderas antiguas de los que estaban a su lado. Un pequeño florero con varios gladiolos y rosas marchitas estaba apoyado en el mármol de una repisa que había arriba del féretro. El hombre movió su linterna para descubrir un portarretratos con la foto de una joven de singular belleza, que miraba tímidamente.
Se acercó al féretro mientras sacaba el gancho de su bolsillo. Recorrió la superficie de lustrosa madera con el haz de la linterna, y lo centró en un pequeño candado. La punta del gancho entró perfectamente en el candado, que cedió en la primera vuelta. El hombre sacó el candado de la argolla y lo dejó encima de la repisa. Posó sus manos en la tapa del ataúd e intentó abrirlo. La tapa se levantó unos centímetros. El hombre suspiró y la levantó, dejándola apoyada contra la pared. Enfocó su linterna. Sus facciones se crisparon.
El cuerpo no estaba; en su lugar había un gran escuerzo.
Entonces, se dio vuelta al escuchar un ruido a sus espaldas. La luz de la luna convertía al pasillo en un ámbito alado. Un ángel de piedra está tratando de caer del cielo, llegó a pensar. Vio como una figura gigante caía en la tierra frente a la puerta y lo miraba, atravesándolo con amenazantes ojos negros mientras fruncía la boca en una muestra de odio incontenible. ¿Quién era aquél mastodonte?. Al lado del corpachón apareció una flaca silueta que tenía a otra más fina en sus brazos; la última era femenina y tenía un vestido blanco que el tibio viento hacia flotar. El mastodonte habló:
—¿Esto buscás?
El hombre miró a Garrafa con ojos implorantes y luego a la silueta encorvada por el peso que llevaba.
—Mantengo a mis hijos haciendo esto… —dijo con voz desesperada—. Me pagan…
—¡Yo también te voy a pagar!—gritó Garrafa y se abalanzó dentro del mausoleo, dándole un puñetazo al hombre en la cara. La linterna voló dirigida hacia la pared, donde se rompió mientras el hombre perdía el equilibro y se aferraba del ataúd, derribándolo en la caída. El escuerzo dio un salto y desapareció entre las sombras—. ¡¿Te pagan?!—repitió y le dio un fuerte puntapié en el estómago.
López dejó el cadáver de la joven en el piso del pasillo y cruzó la puerta para darle unos cuantos puntapiés al desafortunado profanador de tumbas. Sus agudos gritos hicieron que los huesos de varios de los antepasados de los Losuardo se movieran por primera vez en mucho tiempo. Después de un minuto de golpes, Garrafa levantó al sangrante hombre y le gritó:
—¡No se jode con el trabajo de los demás!…
Luego abrió la tapa del ataúd con sus zapatillas rotas y, de un empujón, acostó al hombre en el rectángulo. Bajó la tapa, se sentó arriba y esperó mientras la sudorosa mano de López se acercaba con el candado. López puso el candado en la argolla y lo cerró. Los desesperados gritos del hombre y sus inútiles golpes a la tapa del ataúd reverberaban en el recinto.
Los sepultureros retrocedieron hasta la puerta y se quedaron allí, apoyados contra el marco, hasta que los golpes en el ataúd fueron amainando y los gritos bajaron de intensidad. Luego, cuando el silencio gritó triunfal, cerraron la pesada puerta.
Levantaron el cuerpo de la joven y lo llevaron hasta “el despacho” sin dirigirse una palabra en todo el camino. Al llegar, López miró a Garrafa con una sonrisa burlona y dijo:
—Me olvidé de echarle el escuerzo en el ataúd, Garrafón.
—Siempre el mismo boludo.
Luego entraron y apoyaron el cuerpo en el suelo. Garrafa se dirigió al baño, donde orinó y se lavó la cara.
—¡La llevamos ya!—gritó desde el baño nauseabundo dónde recibía el agua fresca sobre la nuca.
López vociferaba palabras incoherentes.
Garrafa, molesto, decidió ver qué ocurría.
López miraba con fijeza al cuerpo de la chica mientras se manoseaba la entrepierna.
Garrafa tomó impulso y le dio un puntapié en la mandíbula.
Lopéz quedó tirado, bien retorcido, en el piso.
por Adrián Gastón Fares