17. La fuga de los zombis.
Aquel año hubo tantos asesinatos en el país que los muertos desbordaron las morgues oficiales. La policía improvisó morgues en comisarías. Antiguas oficinas fueron recicladas por desganados forenses. Los cuartos estaban desprovistos de ventilación y refrigeración. Pestilentes y desordenados, estos lugares servían de sala de espera a los difuntos hasta que apareciera una vacante en las morgues oficiales. Había tanto para investigar que los casos se confundían y las morgues se convertían en mausoleos comunitarios. Todo lo anterior, ha sido obviamente resguardado de oídos populares, ante los cuales sólo han circulado morbosos cuentos.
En una de estas morgues, yacían tres cadáveres que todavía no habían sido identificados. En el hueco debajo de una ventana sellada con ladrillos, un hombre de edad avanzada estaba apoyado contra la pared blanca. Los otros dos cuerpos ocupaban sendas camillas de metal en el medio del destartalado recinto. Alrededor de éstos había cuatro camillas con ocupantes amortajados en sábanas sucias. La habitación estaba bañada sólo por la espectral luz que penetraba por una translúcida mampara blanca, que la separaba de una oficina, vacía en ese momento, y en la que habían dejado por descuido los tubos prendidos.
Las caras tiesas de los jóvenes estaban deformadas por rictus indescriptibles. El cadáver que yacía bajo la ventana tenía la faz destrozada por un impacto de bala que había pintado su calvicie y así tendría que esperar a que desalojaran alguna otra camilla. A los dos jóvenes no les habían quitado la ropa que tenían puesta y ni siquiera habían cubierto los cuerpos con sábanas.
Los habían revisado y llegado a la conclusión de que trataron de robar a alguien y que éste les había dado una buena lección. Supusieron que la víctima del robo iba a ser el pelado que estaba tirado bajo la ventana y que éste se había defendido con su arma. Los policías se forzaron a armar en su mente una imagen; uno de los dos jóvenes, seguramente el que tenía los tiros en el estómago, levantaba el arma que encontraron cerca y le disparaba al pelado, dueño de aquella remisería. Claro, se dijeron los policías mientras investigaban, lo extraño era que no había huellas dactilares en el arma que encontraron. Se consolaron pensando que el rocío las había borrado, aunque sabían que era poco probable. Encontraron cuatro balas que estaban desperdigadas por la escena tras traspasar los cuerpos de las víctimas. Todas provenían de la inexplicable arma que, orgullosa, había brillado en el cemento en el momento en que la vio el oficial Gómez. El arma que tenía las huellas del pelado había sido hallada dentro de la remisería, pero ésta tenía el cargador lleno.
En ese momento, los policías que habían intervenido en el caso estaban en el despacho del subcomisario, tratando de buscar información sobre Olga y Chula. No habían podido contactar a sus padres, ya que los jóvenes no llevaban ninguna documentación.
El cadáver de Olga había sangrado desde que lo trajeron y una forense le había pegado una gasa en la frente, donde tenía un punto rojo, todavía húmedo. A pesar de su violenta muerte, el cuerpo estaba estirado y sus ojos abiertos miraban al cielo raso del aposento con indiferencia. La remera de Sepultura de Chula tenía dos agujeros en la zona de los pulmones y uno en el corazón. El joven se había desangrado, apoyado contra el cemento de la vereda de la remisería y esto contribuía a que su cara se viera excesivamente horrible; su boca estaba abierta formando un grito congelado, sus ojos no habían alcanzado a cerrarse y sus pestañas dejaban ver una porción de esclerótica. Una de sus manos colgaba de la camilla y otra estaba apoyada en su abdomen. Ambas estaban crispadas, en una previsible manera alegórica a la muerte violenta; sus dedos parecían querer arañar a un enemigo invisible. Su pelo colgaba de la camilla, largo y lacio, desparramado bajo la cabeza.
La puerta de la habitación se abrió y entraron dos enfermeros empujando una camilla. El que entró primero pulsó el interruptor de luz. Los tubos blancos tardaron dos segundos y, después de relampaguear, se prendieron revelando con su fría luz los horrores de aquella peculiar habitación.
El enfermero tardó en separarse de la pared; la mera ojeada de Chula le había producido escalofríos. El hecho era que el enfermero era muy católico y el semblante de Chula se parecía mucho al de un agónico Jesús crucificado que tenían en una iglesia de su pueblo natal y al que temía pavorosamente cuando era niño.
Acercaron la camilla vacía a la primera que se encontraba en su camino, verificaron la identificación en el pie y destaparon el cuerpo: una mujer que estaba despedazada. Todo esto lo hicieron en silencio y rápidamente. La pusieron en la camilla vacía, se acercaron al cadáver del remisero, lo levantaron y apoyaron en la que había estado la mujer. La sábana que cubría el cuerpo de ésta cayó al piso y no la levantaron. Luego, uno le hizo una broma al otro; rieron y empujaron la camilla con los restos de la mujer a la vista. Salieron y cerraron la puerta, olvidando pulsar nuevamente el interruptor de luz para dejarla apagada.
Los ojos abiertos de Olga reflejaban la luz que incidía desde los tubos que estaban sobre su cabeza. Lo mismo hacía la porción de esclerótica de Chula no cubierta por sus párpados.
Luego de un tiempo, en el transcurso del cual la luz irradiada por los tubos pareció ir creciendo en intensidad hasta convertirse en un todo blanco, claridad lechosa, casi palpable, Olga se despertó lanzando un gutural alarido. Miró a los tubos, que habían vuelto a brillar normalmente y su pupila se mantuvo constante, sin tener que cerrarse como ocurre en cualquier ser humano al mirar una fuente de luz.
Olga pensó que la vida lo había jodido bien y se acordó que le habían disparado en la cabeza. Incluso, se vio a sí mismo fumando su último porro. Obvió la gasa, que como había perdido el tacto no sentía, y trató de mover su cabeza. Ésta primero se resistió. Luego de probar dos o tres veces, logró mirar a su derecha, donde vio, después de pasar su vista por dos cadáveres tapados, al remisero en su camilla. Olga tuvo miedo y se preguntó por su aspecto. Luego, se hizo otra pregunta; ¿Chula se habría salvado de los tiros que le había pegado aquel loco?. Y, mientras daba vuelta su cabeza para mirar a su izquierda, se encontró deseando que su amigo hubiera también muerto. No le gustaba estar solo; si él había muerto, ¿por qué no su amigo que siempre había deseado dejar este mundo? No se le ocurrió preguntarse cómo veía y escuchaba cuando igual estaba seguro de que la había palmado.
Cuando su cabeza describió un ángulo de unos ciento ochenta grados impremeditado, sólo quería doblarla para ver el resto del lugar, y cayó en el costado izquierdo de la camilla, Olga vio a su amigo. Se asustó. Muerto, Chula, de perfil, parecía un monstruo. Volvió a preguntarse cómo se vería él. Mientras miraba a Chula, empezó a crear teorías sobre el hecho de que había resucitado y se convenció de que los muertos debían soñar que vivían. Todo eso era un sueño de fiambre.
De repente, Chula empezó a mover los brazos y el grito contenido se materializó en una erupción de tos. Tras lanzar una flema blanca que se deslizó sobre el cuero negro de sus pantalones, los ojos de Chula se abrieron y sus exánimes dedos comenzaron a moverse. Levantó la mano que estaba colgando y la apoyó en la remera. Luego, miró el techo y dio lentamente vuelta su cabeza hasta encontrarse con la mirada de Olga.
“Estás muerto”, le dijeron los ojos de Olga.
“Vos no estás mucho mejor”, le contestó Chula con los suyos.
Luego despegó los labios.
—¿Vos también moriste?— desafinó con una extraña voz gruesa.
—No, te vine a visitar a la morgue y me acosté en esta camilla para hacerte compañía—contestó Olga con voz nasal— Las flores las deje sobre la mesita, junto a los intestinos de Ruben.
—¡Odio estar vivo!—Chula levantó la cabeza, trató de sentarse en la camilla y cayó hacia atrás como lo haría un obeso haciendo abdominales; él que era tan flaco.
—No creo que estemos vivos… estamos muertos, pero soñamos que vivimos—aseguró Olga.
—No siento ninguna parte de mi cuerpo pero veo tu cara fea y te escucho gangosear… ¿estaré en el infierno?—preguntó Chula.
—¡Estamos en una morgue!—exclamó Olga.
—Entonces… ¿estamos muertos de verdad?
—Vos tenés dos agujeros en la remera—. Olga señalaba el pecho de Chula.
—Y vos uno en la cabeza, boludo—. Chula levantó su índice y lo apunto a la cabeza de Olga—Te pusieron una gasa que está rojísima—dijo.
Olga levantó su espalda tratando de sentarse en la camilla. Lo logró. Detrás de él, los azulejos blancos reflejaban mechones de pelo cubiertos de sangre, que se abrían para mostrar un pequeño orificio, un ojo púrpura que miraba expectante. Olga se alisó el pelo, pasando su mano por la parte posterior de la cabeza y tapó el agujero. Miró a Chula, que seguía intentando levantarse.
—¿Sabés una cosa?—dijo Olga mirando a Chula—. Me alegro de que estés muerto— Chula lo miró asombrado— Quiero decir que… bueno… somos dos y vos sos mi mejor amigo.
Chula logró sentarse y miró con fijeza fea a Olga.
—Yo también me puse contento al verte en la camilla, Olga— Chula se sinceró y sonrió. Olga trató de que sus labios construyeran una sonrisa.
En ese momento se escucharon unos pasos lentos que provenían del pasillo. Chula y Olga doblaron lentamente su cabeza hasta visualizar la puerta metálica por la que se accedía a la morgue. Una voz masculina, grave, viajó desde el pasillo hasta sus oídos muertos.
—¡Voy a abrir a esos pibes, Laura!… ¡Avisale a Escardo!
Los pasos se escuchaban cada vez más cerca y los dos resucitados no reaccionaban, sólo miraban la puerta, desesperados ante el futuro.
Los pasos se detuvieron. Olga trató de suspirar, sin acordarse de que sus pulmones no tenían aire. Se escuchó el ruido de una puerta al abrirse acompañado de una voz femenina.
—No tenemos el permiso todavía, doctor… No fueron reconocidos.
—¡A la mierda con el permiso! Ésta tarde tengo que destripar tres acá y a siete más en una comisaría de Caraza.
Los pasos se reanudaron. Olga pensaba que debía ser una pesadilla común en los muertos. Su alma se estremeció. Chula no pudo pensar, tan sólo escupió la última flema que alojaba su garganta. La voz femenina llegó hasta ellos nuevamente:
—¿Encontró el trepanador?
—No, pero Escardo me prestó uno que usaba con los elefantes cuando trabajaba en el zoológico… ¿parece práctico, no?—contestó el forense.
Las caras de Chula y Olga se deformaron. Las mandíbulas se desencajaron mientras los ojos intentaban dejar las cuencas.
La puerta se abrió y dio contra la pared. Ante Chula y Olga apareció el forense más robusto y alto de todo la Argentina. En su mano derecha tenía una sierra circular para abrir cabezas del tamaño de una cacerola para puchero y un barbijo celeste ocultaba la mitad inferior de su cara.
Al ver el trepanador, Chula y Olga reaccionaron rápidamente. Se tiraron de las camillas y la tensión reinante en sus almas produjo un shock de adrenalina y violencia que insufló vitalidad a sus miembros dormidos, como había pasado con Luis.
La energía sustituyó a la sangre y corrió por las venas secas, inflando los canales, prestando intensidad y mucha voluntad. Las articulaciones funcionaron.
Chula y Olga corrían alrededor de las camillas; mientras, el doctor ponía cara de asombro y se acercaba a ellos blandiendo el trepanador y gritando:
—¡Ladrones de cuerpos!….¡Los voy a matar!
Chula y Olga dieron una vuelta más alrededor de las camillas, con el forense persiguiéndolos atrás, y lograron salir por la puerta que éste había dejado abierta. Chula volvió y cerró la puerta justo cuando el forense se disponía a cruzarla. Corrieron por el pasillo, abrieron la puerta entornada de una oficina y se metieron; al apoyarse contra la madera vieron a una secretaria que los amenazaba enarbolando un pisapapeles con forma de ballena. Olga se despegó de la puerta y comenzó a zarandear a la joven mientras trataba de evitar que el pisapapeles se hundiera en su cráneo.
—¡La llave de la puerta!…¡deme la llave de la puerta!
La secretaria abrió un cajón del escritorio que se hallaba a su espalda y le lanzó una llave a Chula, que resistía los embates del forense a la puerta. Chula cerró con llave y caminó hasta la secretaria. Los gritos de la joven eran ahogados por la hedionda mano de Olga, que con la cabeza señalaba hacia un costado del escritorio, donde había una ventana. Chula arrojó una silla contra el vidrio —no se le ocurrió correrlo—, que lo desafió a un segundo embate. En éste, triunfó Chula y la ventana les ofreció una salida al nivel del suelo.
La fuga de los dos zombis coincidió con el estrépito de la puerta del pasillo y la invasión de la oficina de la secretaria por el forense, los enfermeros y un confundido policía.
Los jóvenes corrieron rápidamente por el cemento y lograron colgarse de un camión recolector de basura, que los recibió como último aporte de la ciudad a su desbordado interior.
por Adrián Gastón Fares.
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