La casa nueva

El camino de tierra todavía está marcado por las ruedas. El coche quedó en el garaje. De vez en cuando lo miramos, con ganas de dar un paseo, pero nos contenemos. Tenemos a quien cuidar. Tuve que armar unas muñecas de trapo. Desde ese día revelador hablamos muy poco con Pececita.

Vinimos, como es habitual, para tener mucho sexo, a veces a un ritmo lento, otras rápido, a veces suave, otras fuerte, a veces intercambiamos roles, nada de monotonía, a mí me gustaba que me digan malas palabras y a ella que la trataran como si fuera una niña problemática. A veces corríamos desnudos por los yuyos altos, otras por la madera húmeda del piso de la casa. Cuando nos hartábamos, cuando ya nos dolía el cuerpo merendamos algo y después nos dedicamos a mirar por la ventana.

Bajábamos las miradas desde el dintel descolorido hasta hundirlas en el verde del pasto y en el marrón de la tierra, ese marrón que enturbiaba nuestra satisfecha mirada.

Las demás casas de esta barrio parecían estar habitadas, pero nunca vimos a nadie. Lo único que se movía más rápido que el vaivén de los pastos por el viento eran algunas lagartijas, esas cucarachas grandes y esos lechuzones blancuzcos que se volaban cuando nos acercábamos. Y nuestra única vecina visible, esa mujer encorvada, la vieja bien flaca, con el pelo desgreñado como si los mechones fueran la llama del sol rojizo que era su cara de borracha.

Permanecía en su reposera, hablando sola. Si no la hubiera visto siempre con una botella en la mano, habría pensado que nos estaba maldiciendo, pero la botella nunca faltaba.

Al otro día de nuestro arribo nos acercamos con Pececita al sol parlante, como llamábamos a esa mujer, y ella estaba hablando, con los ojos entrecerrados, leñosos, de alguien de su familia que la había dejado en la calle, y acusaba a otro que le había sacado su casa. En su delirio, a un familiar le echaba la culpa de haberla separado de su hermano, y si no era su hermano, entonces sería un hombre al que anhelaba mientras balbucía una palabra tras otra. A pesar de esta mujer desagradable, a la que teníamos que ver día a día, podíamos sentirnos a gusto al mirar por la ventana, no había bicicletas, no había niños que molestaran. La apremiante razón por la que nos tuvimos que mudar del barrio anterior. Casi un mes aguantamos.

En el barrio anterior había un niño que no dejaba de pedalear por la cuadra entera montado en su bicicleta con rueditas. Acercarse a la ventana para ver a este pequeño brujo pulular a sus anchas por nuestra vereda, por la calle, nos daba una profunda repulsión. Con Pececita apenas podíamos dormir a la noche. Pececita me decía que soñaba con niños que andaban en bicicleta en nuestra sala de estar, con ruedas que caían por la escalera que llevaba a nuestra cama. Pececita dormía vestida de noche, con el vestido o el jean puesto, y yo ni me sacaba la remera. Nos mirábamos cada uno desde un borde de la cama, casi cayéndonos, y si alguno quería se masturbaba. Pero nada de tocarnos. No queríamos más problemas que ese niño en la calle. La producción de energía decayó.

La paga para que nos mudemos a ese barrio había sido demasiado buena, pero pronto entendimos que el niño era la razón de que pagaran algo más por vivir en aquel lugar. Era tan pequeño, relleno, y torpe que parecía que hubiera saltado de la cuna a la bicicleta. Planeamos rápido la mudanza.

El barrio nuevo, este barrio, más de campo, nos aseguraba más soledad y, además de producir energía como siempre, el requisito era recoger la miel de varios panales de abejas que habían puesto los del camión.

En el otro barrio había que cumplir con la tarea de recoger esos tomates gigantes, que eran deliciosos, pero tenían una espinas enormes para protegerse del ataque de los pumas. Prefería los pinchazos de abeja al ácido del tomate que me terminaba llenando los dedos de verrugas.

Todo iba bien hasta que, luego de pasarnos la tarde en la cama, disfrutando tanto de la vida, cumpliendo todas nuestras fantasías, nos acercamos a la ventana y nos dimos cuenta que Carlona, el sol parlante, no estaba en su reposera.

Caminé hasta ese chalet de piso elevado como si estuviera en una ribera, aunque acá no hay ningún río (también lo hicimos bajo las maderas de esa casa con Pececita, fue por placer) y golpeé la puerta. Pececita se quedó mirando el resto del barrio a mis espaldas. De repente,  escuché su grito.

Carlona estaba sentada en su reposera cerca de uno de los panales de abejas. Pececita todavía sudada por la energía que juntamos en la cama (antes, además de bidones de miel, los del camión cada semana se llevaban sus periféricos y todas las baterías cargados al cien por cien) juntó fuerzas y corrió rápido para enfrentar a la vieja borracha. No podíamos permitir que se acercara al panal. Era nuestro trabajo. Cuando llegué tuve que taparme los oídos. En general las quejas de la mujer eran un murmullo, pero el cambio de lugar, o lo que fuera que hubiera ocurrido le estaba dando fuerza; estaba a los gritos, con una botella en la mano, llorando.

Pececita se apiadó de la vieja y se acercó para apaciguarla. En ese momento, Carlona se arrojó a los hombros de pececita e intentó romperle la remera con sus uñas largas. Lo que más nos llamó la atención, y lo que nos afectó aquella noche, cuando reanudamos nuestra felicidad en la cama, cuyos resortes estaban todo lo gastados que tenían que estar (una cama con resortes gastados es lo que siempre dejábamos en cada mudanza) fue que Carlona antes de que yo la levantara con reposera y todo y la dejara en la galería exterior de su casa pronunció con claridad una sola palabra: teta.

El niño del otro barrio tenía que ser un extranjero, dijimos con Pececita, no podía ser que ese engendro fuera de este país, hacía rato que nadie cometía la imprudencia, el desacato moral y social, de crear un monstruo, pero esta Carlona, el sol parlante, era bien de acá, no quedaban dudas, hasta hablaba a veces de un abuelo, el rengo, el indio, y se reía, por lo menos en los primeros días, pero, cuando ya nos hubimos establecido y nos pudimos dedicar a la producción de energía en la cama, y a la avicultura, todo cambió, y Carlona comenzó a aparecer cada día más cerca de los panales.

Un día,  bien sudados,  fuimos a mirar con Pececita por la ventana y Carlona estaba ahora con su reposera y la botella en el regazo de su sucio vestido en el medio del camino que termina en nuestra casa. ¿Cómo había cruzado la puerta ese vejestorio que pedía tierra?

Cuando nos acercamos, la botella, que no tenía ninguna marca, era una botella de vino vieja, porque ella cuando todavía hablaba como un adulto decía que le gustaba tomar en un recipiente de vidrio y no en el inmundo plástico, era lo único con sentido que decía, la botella nos inundó las narices de un olor agrio; estamos seguros que era orina con Pececita.

La volvimos a cargar con reposera y todo para dejarla en la galería exterior de su chalet. En el camino, Carlona movía las manos como si arañara el aire. Pececita se enterneció porque dijo que la vieja parecía un gatito recién nacido que anhelara a su madre. Pero luego trató de abalanzarse otra vez sobre Pececita y la terminamos metiendo en la casa. La dejamos con la reposera en el medio de su living abarrotado de todo tipo de alfombras sin desenrollar y sillas viejas. Nos acercamos al llavero y probamos todas las llaves en las cerraduras con el objetivo de dejarla encerrada. Lo logramos y salimos lo más rápido que pudimos de la casa de Carlona.

Al otro día, pasó el camión a recoger los bidones de miel. Se dieron cuenta de que uno no estaba lleno, tuvimos que disculparnos, pero las baterías que estaban debajo de nuestra cama, e incluso los periféricos, estaban cargados con un plus de energía que los dejó conformes. Somos buenos propietarios, nos merecíamos esa sonrisa de aprobación de los del camión. Fue la última. Ahora tenemos graves problemas, los del camión tal vez nos desalojen y nos lleven a la ciudad.

Pero no quiero adelantarme. Con Pececita nos pasamos el día siguiente festejando en la cama, incluso alejamos algunas baterías, para que tuviéramos que estar más tiempo en el cuarto en lo que restaba de la semana para completar su carga. Lo menos que se me hubiera ocurrido era que Carlona nos tenía preparada otra.

Cuando con una sonrisa de oreja a oreja nos acercamos a la ventana para empezar el recorrido con nuestra regocijada mirada desde el dintel observamos enseguida, turbados, que la reposera de Carlona estaba otra vez en el camino principal de nuestra casa. Y el asiento estaba vacío. Carlona no estaba encima con su botella.

Era el mejor atardecer de este verano y el sol pintaba de naranja a los pastos altos a lo lejos y dejaba a media sombra a los cortos cerca de nuestra casa. Observamos el atardecer por un momento, un poco anestesiados por esos rayos de sol. La quietud que había era tal que incluso nos enterneció la reposera de Carlona. ¿No parecía un carrito de bebé de esos antiguos, con las sombras crecientes del final del día?

Observamos como las sombras de la reposera se iban estirando. Luego Pececita empezó a escuchar un lloriqueo. Primero no pude escucharlo, pero al rato esa especie de maullido creció en intensidad hasta que se convirtió en una risita.

En ese preciso momento de frenesí fue que la sangre se nos heló. El sol rojizo que era la cara de Carlona apareció en la ventana. Ahí estaba parada, del lado de afuera. La mujer era la que emitía esos sonidos de niña recién nacida. Y en sus manos tenía la botella de vino, sin etiqueta, repleta de un líquido blancuzco. Primero arrojó un poco de ese líquido contra el cristal de nuestra ventana y luego arrojó la botella. El cristal estalló. Todo esto ocurrió tan rápido y Pececita parecía tan anonada con los ojos de niña (como musitaba Pececita) de Carlona que en vez de alejarse como yo hice se acercó más a la ventana.

Los ojos de Carlona tenían esa alegría y ese brillo desenfocado que acompañaba la mirada de algunos recién nacidos, algo que sólo habíamos visto en algún que otro libro viejo más o menos desde nuestra adolescencia. Pececita no pudo escapar.

Esta vez no había ninguna remera que quitar. Pececita estaba desnuda con sus pequeños senos. La vieja se colgó con las dos manos del cuello de Pececita y comenzó a succionar con fuerza de uno de ellos para luego continuar con la mínima intermitencia con el otro. Carlona ahora tenía los arrugados párpados apretados de lo concentrada que estaba en su objetivo final. Pececita entró en una especie de frenesí sexual, hasta se me ocurrió acercarle una de las baterías, pero me detuve en seco cuando vi que los dientes de Carlona estaban bañados en el líquido amarillento-blancuzco que succionaba de los pezones de Pececita.

Mi compañera se dio vuelta, para mirarme sonriente, mientras la vieja seguía succionando de uno de sus pechos la leche que había producido su cuerpo. En ese momento casi enloquezco porque era desagradable y a la vez maravilloso lo que estaba pasando. Pececita tenía las trompas ligadas. Me miró hasta que sus ojos se pusieron blancos. Al principio pensé que de placer, pero cuando el cuerpo de Pececita se desmoronó, me alarmé tanto que salí corriendo por la puerta con una pala en la mano para romperle la cabeza a Carlota.

No pude descargar la pala en su frente. La mujer, la arrugada, vieja Carlona,  el sol parlante, me observaba con una sonrisa que se iba estirando, saciada, con esos ojos jóvenes perdidos en la luz de los faroles de nuestra galería exterior, como si estuvieran reconociendo mi cara, al mundo, viendo algo que le produjo una dicha instantánea.

por Adrián Gastón Fares, 7 de marzo de 2019

 

2 comentarios en “La casa nueva

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