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Las hermanas. Relato.

Mientras cortaba el pasto en el fondo de una casita, cuando vivía y trabajaba en Adrogué, me empecé a acordar de Luciana, la chica que creía en cosas raras. En el fondo de ese chalet casi muerto, un esqueleto de casa con un esqueleto de habitante, que era esa viejita encorvada y con olor a arroz con leche, también me acordé de Cecilia, una chica que más de una vez me había desnudado en su dormitorio. Esas cosas me pasaban un poco porque yo hacía changas de jardinería en ese tiempo, era un tipo que sabía mantener los fondos y jardines bien, cortaba y podaba, y después, si tenía suerte, agasajaba de alguna manera a la dueña de casa.

Ese verano todos mis clientes se habían ido a la costa. Me quedaron dos o tres, entre ellos la viejita con olor a arroz con leche. Ahí estaba cuando me acordé de esas dos chicas y conocí a las Hermanas.

La transpiración me nublaba la vista. El verde oscuro a mis pies me dio unas ganas inaguantables de tener cerca a una chica, de bajarla despacito hasta el pasto. Creo que me vi entre las piernas de una que se me hacía la difícil por esos tiempos; la poseía con la pollerita de tenis puesta y eso me calentó tanto que tuve que parar de cortar el pasto. Ahí pude sentir cómo tres miradas arañaban mi cuerpo desde una cercanía que yo no podía descifrar. Sentía sobre mi piel una caricia suave, que me impedía pasar la bordeadora como se debía.

Me saqué la remera y la tiré al piso, seguro que con lo sudada que estaba no me la volvería a poner, y mientras me pasaba la mano por la frente, mientras me enjugaba la mano en la frente mejor dicho, vi la mano de una de las Hermanas sobre la parecita de atrás que daba a otro terreno. En realidad, me pareció ver una mano fina y huesuda; sí escuché unos gemidos, como el de las crías de ratas.

Mi remera quedó al lado del montoncito de pasto, y cuando la quise agarrar se voló, como soplada por un viento fuerte, repentino, hacia la pared. Cuando la fui a buscar, los gemiditos recrudecieron y la remera se me escapó otra vez de las manos, ahora el viento la elevó en el aire hasta las macetas sobre la parecita y entonces fue sustraída por un aliento que parecía venir del otro lado. Enseguida vi dos manos color dulce de leche, apergaminadas, que se aferraban a los ladrillos para subir el resto, lo que hubiera abajo, y me di cuenta que esa cosa no tenía sangre o que la sangre no circulaba, sino que estaba como enterrada, encapsulada bajo la piel. Admito que la curiosidad sexual me impidió correr. La primera Hermana, la que usaba su mano para violarme, la que alguna vez creí que terminaría castrándome con sus tirones fuertes, apareció de un salto (después me di cuenta que no fue un salto sino que la otra, la que usaba la lengua, la había ayudado con sus manos) y quedó agazapada, como una gárgola, sobre la pared. Esa mezcla de gato enfermo y mujer (¿hijas mogólicas de quién?, me preguntaba) olía mi remera. Vestía un camisón rosa, al igual que las otras dos, que aparecieron al instante.

Pronto se me abalanzó, después la otra, y al rato la tercera, que al principio miraba con cierta timidez (era más alta que las demás, la última en saltar y en irse; sabía usar bien las manos y la lengua), y quedé tirado en un costado de ese fondo, sintiendo manos, lenguas, pies, labios (extrañamente suaves), sobre mí, hasta que, debo admitirlo, terminé desmayado, fresco y cansado como nunca. Esos demonios me violaron reiteradas veces. Sin embargo, no tuve contacto carnal con ellas; me guardaban para una mujer, una chica, una presencia que descubrí espiando por el paredón.

Seguido volví al fondo de la vieja, que hacía que no se daba cuenta que yo hacía que cortaba el pasto o podaba alguna planta, y no tardaba en verme rodeado por los tres demonios que formaban un innecesario triángulo de cacería.

Un día, al doblar la esquina, vi una ambulancia estacionada en la casa y debí aplazar el encuentro con las Hermanas. Al otro día llegué temprano con la máquina, la reja estaba entreabierta y avancé hasta la puerta. Un cartelito invitaba al velorio de la vieja. Como yo, previsor, me había hecho una copia de la llave de la casa, porque no podía perder mi infierno así porque sí, no podía perder mi paraíso así porque sí, me fijé que nadie espiara enfrente, abrí y me metí.

Vi el paragüero lleno de revistas, las mariposas en la heladera, las tacitas colgadas –parecieron temblar cuando pasó el tren–, llegué a la puerta que da al fondo, la abrí, empujé el mosquitero, estuve un rato parado. Nada. Me tiré en el pasto. Miraba el cielo nublado, mejor dicho miraba la nube, porque era grande y con matices de oscuridad, lo único que se veía en el cielo de ese fondo. De vez en cuando ojeaba la pared o giraba la cabeza. Pero nada.

Volví a la casa, se me dio por revisar, buscar si había algo valioso que a la vieja le hubiera gustado darme, entré en el baño, pasé por los dormitorios; uno casi vacío, con algunos juguetes estropeados (un león con bigotes larguísimos, un monigote rojo con orejas largas), el otro con una cama con un crucifijo grande encima; me tiré en la cama, después abrí la mesita de luz, encontré dibujos. Yo aparecía en el medio de una confusión de cuerpos flacos, de tres cuerpos.

Me levanté, abrí una puerta que daba a un pasillo oscuro y lo seguí hasta otra puerta que resultó estar entreabierta. Entré en una habitación, había una cocina con una ventana que daba a un fondo chiquito y cuadrado. El fondo del otro terreno, el lugar por donde aparecían las Hermanas. Me imaginé a la vieja espiándome por arriba o por algún agujero de la pared. Dibujando con dedos temblorosos. Soñando.

Otras veces volví a la casa; desde que murió la vieja jamás encontré a las Hermanas.

por Adrián Gastón Fares.

Si les gustó este cuento, y todavía no la conocen, pueden buscar en este blog mi nueva (y cuarta novela), Seré nada, una historia suburbana de terror.

Los exultados.

Limpiaba con Alicia por las mañanas y después, cuanto ella se iba al curso de literatura rusa, yo atendía a los clientes. En París, como en Buenos Aires, los abogados eran muy buscados.

Allá la gente se daba cuenta de mi sensibilidad. Ayudaba que fuera un escritor en ciernes, que hubiera publicado una novela, los clientes me hablaban más de mi obra que de los casos. Luego volvía Alicia y seguía hablando con ella de literatura. Descorchábamos un champán. Y bebíamos hasta que nos dormíamos. Un día amanecimos desnudos y juntos. Abrazados por el frío que se coló durante la noche por la ventana balcón.

 A veces el sol inundaba la habitación. Preparábamos café. Lo tomamos con tostadas con mermelada de arándanos. Poníamos un poco de jazz en el tocadiscos.

Luego de almorzar íbamos a la Rue de Fleurus. A Alicia le gustan los números tanto como a mí. Y encontrábamos una casualidad interesante en que el número de la casa de dónde habían emergido tantos artistas era el mismo en el que se había clavado el tiempo de la vida de tantas estrellas de rock.

Por la Rue de Fleurus buscábamos a una mujer maciza, de pelo dorado. Debía acompañarla otra mujer, más enjuta. La habíamos visto rondar la placa de la casa que nos interesaba sin detenerse a leer la inscripción. Nos miraba porque íbamos demasiado elegantes, yo con sombrero y Alicia con un vestido azul con volados. Zapatos, nada de zapatillas. Seguíamos a la mujer tosca hasta que se detenía en una verdulería, por ejemplo. La mirábamos sopesar pomelos, aguacates, manzanas, hasta que seguía con sus compras sabatinas. Cada tanto se detenía a mirar su teléfono celular.

Uno de los sábados entró a una librería. Con Alicia nos miramos con los ojos brillando y nos fuimos a tomar un café. Hablamos de las posibilidades de que la mujer realmente fuera la buscada.

Pasó el tiempo, conocí a compañeros de curso de Alicia que parecían tener un interés que iba más allá de lo físico en ella, nos bañamos en champán y tomamos helado de limón. Rondando la madrugada volvíamos a dormirnos en cualquier lado, a veces observando el cuadro modernista de una pintora que había venido con el alquiler del departamento.

Y llegó otro sábado. La mujer maciza estaba hablando con dos jóvenes que parecían artistas. Nuestra excitación fue en aumento porque uno tenía la mandíbula cuadrada y un niño en brazos y el otro era calvo y de mirada penetrante. Se hizo de noche y a las sillas de la mesa de la vereda donde estaban sentados nuestros objetivos se acercó un gato que estuvo un buen rato lamiéndose las patas cerca del hombre de mandíbula cuadrada. El gato siguió de largo y Alicia dejó dinero en nuestra mesa y me tomó de la mano para arrastrarme detrás del gato.

Lo perseguimos por una cuadra. El gato se detuvo quizá con la esperanza que le diéramos alguna sobra de la cena. En realidad, para poder pagar el departamento y nuestro tipo de vida, no siempre cenábamos.

Alicia se agachó, con el vestido azul redondeando todavía más su espléndido cuerpo, y llamó al gato. Ven, Blancanieves, le dijo. Recién la cuarta vez que lo acarició lo tomé con fuerza, le separé los dedos y los conté. Esperábamos seis pero era un gato común que no tenía ninguna malformación genética. Alicia, desesperanzada, insistió en pasar por el restaurante, y esta vez escuchó que los tres eran hermanos, que la mujer rellena era la tía del niño, y que estaban hablando de neurociencias y psicología.

Volvimos al departamento. Tomamos champagne. Lloramos. Guardamos nuestros manuscritos en las valijas, con cuidado de no estropearlos. Volamos a Argentina. Tal vez tuviéramos suerte cerca del cementerio asediado por una feria hippie.

En este caso parece más fácil. Tenemos que dar con un hombre alto y delgado, acompañado de una mujer hermosa, casi secreta, con una mirada huidiza y, más que nada, de un ciego. Seguimos sin cenar algunas noches pero descorchando champanes y despertando felices, cada uno amodorrado en su lugar.

Creemos que un día vamos a encontrar al ciego, que la mujer de mirada huidiza, que volvimos a encontrar esperando que se detenga la lluvia en la puerta de las salas de cine, como si se fuera a lanzar al abismo húmedo en cualquier momento, debería tarde o temprano llevarnos a la mansión de la otra chica con la que suele pasearse, una que usa siempre anteojos de celuloide color marfil con cristales verde oscuro.

Y Alicia piensa que una vez que encontremos la primera repetición, podemos volver a Praga, a Boston, a París, con más probabilidad de que se den las demás.

Por Adrián Gastón Fares.

adriangastonfares.com

La casa nueva

El camino de tierra todavía está marcado por las ruedas. El coche quedó en el garaje. De vez en cuando lo miramos, con ganas de dar un paseo, pero nos contenemos. Tenemos a quien cuidar. Tuve que armar unas muñecas de trapo. Desde ese día revelador hablamos muy poco con Pececita.

Vinimos, como es habitual, para tener mucho sexo, a veces a un ritmo lento, otras rápido, a veces suave, otras fuerte, a veces intercambiamos roles, nada de monotonía, a mí me gustaba que me digan malas palabras y a ella que la trataran como si fuera una niña problemática. A veces corríamos desnudos por los yuyos altos, otras por la madera húmeda del piso de la casa. Cuando nos hartábamos, cuando ya nos dolía el cuerpo merendamos algo y después nos dedicamos a mirar por la ventana.

Bajábamos las miradas desde el dintel descolorido hasta hundirlas en el verde del pasto y en el marrón de la tierra, ese marrón que enturbiaba nuestra satisfecha mirada.

Las demás casas de esta barrio parecían estar habitadas, pero nunca vimos a nadie. Lo único que se movía más rápido que el vaivén de los pastos por el viento eran algunas lagartijas, esas cucarachas grandes y esos lechuzones blancuzcos que se volaban cuando nos acercábamos. Y nuestra única vecina visible, esa mujer encorvada, la vieja bien flaca, con el pelo desgreñado como si los mechones fueran la llama del sol rojizo que era su cara de borracha. Sigue leyendo

La más buena. Cuento.

Son muchas las conversaciones que oigo. La mayoría no las escucho porque el ruido de la música está alto y significa un esfuerzo para mí concentrarme en una en particular. En general estoy cruzado de brazos y miro el culo lindo de María al darse vuelta para buscar los vasos y servir la cerveza tirada. Por lo general, no tengo que arrastrar a nadie hasta la puerta. Por lo general: a veces dos imbéciles se empujan sin querer y empiezan una pelea de borrachos y ahí me tengo que despegar de mi lugar. También lo dejo para ayudar a levantar las sillas a las doce, es el horario en que dejan de servir comida los de la cocina y el bar se convierte en una pista de baile. Era un poco después de las doce cuando el grupo de tres chicas se detuvo cerca de mí para tomar sus tragos. Dos chicos estaban pidiendo pintas en la barra. Pude apreciar otra vez el culo de María. Los dos chicos se pararon cerca de las chicas, como centinelas, aunque había más lugar atrás. Uno de los pibes era alto, atlético, el otro bajo y atlético también. En cuanto a las chicas, dos eran morochas de la misma altura y la tercera era castaña, de ojos claros, cara afilada. Parecía no tener tetas. Las morochas, más que nada una, tenía un escote bien relleno. Estaba tranquilo, relajado, me suelo tomar dos miligramos de clonazepam para aguantar más tiempo sin fumar.  Mientras un cliente esperaba, yo miraba el culo de María, en general miro el culo de María muchas veces por noche. El pibe alto se acercó a las chicas.

—Son todas muy lindas —dijo—. Pero: ¿cuál será la más buena?

Todas sonrieron menos la castaña, que miraba el piso. Las morochas señalaron a su amiga y dijeron al unísono “Ella”. El pibe se acercó a la chica que estaba apoyada en la pared.

—¿En serio?

—No soy buena.

—¿Qué estudias?

—¿Qué te importa?

—Dale, ¿contame que estudias?

—Veterinaria.

—¡Qué bueno! Yo tengo una gata.

—¿Y cómo se llama?

—Berta.

—¿Cómo? —. La chica levantó la voz.

—Berta—. El chico habló más alto. Tosió. Tomó un trago de la cerveza.

—Qué nombre.

—Sí, es una siamesa.

—Son lindas las siamesas. Hay siamesas siamesas con poco pelo y siamesas thai.

—Son todas de Tailandia.

—Sí, son todas.

Las amigas hablaban, entre sonrisas y miradas rápidas dirigidas al pibe.

—¿Cómo te llamás?

—Guadalupe.

—Lindo nombre.

—¿Y vos?

—Guillermo… ¿Y, es verdad?

—¿Qué cosa es verdad?

—¿Qué sos buena persona?

—No soy buena te dije —dijo Guadalupe mirando el piso.

—Pareces buena —dijo Guillermo.

—No tengo ganas de seguir.

—¿No tenés ganas de seguir…?

—Hablando.

—¿Por qué, qué te pasa? —preguntó Guillermo.

—Me separé hace poco. Estoy triste.

—Yo también me separé hace poco.

Guadalupe levantó la mirada.

—Y también estoy triste —agregó Guillermo.

—No se nota.

—¿Querés un poco? —. Guillermo le ofreció su vaso a Guadalupe. Ella asintió y tomó dos sorbos de cerveza. Miré el culo de María, mi trabajo estaba lleno ya a esas horas.

–Qué te parece si salimos de acá —dijo Guadalupe—. No aguanto más el reggaetón.

–Yo tampoco —. Guillermo miró a su amigo—. Dale, vamos.

Guillermo se acercó a su amigo. Intercambiaron algunas palabras. El amigo se acercó a las otras dos chicas. Se puso a hablar con ellas mientras los tres miraban a Guillermo y a la supuesta chica buena que enfilaban para la salida.

—Buena onda tu amigo —dijo una de las morochas.

—Sí, es muy simpático.

—Y eligió a Guada, que es muy particular.

—¿Por qué es particular?

—¿Guada? Es particular. Es… distinta.

—Tu amigo se habrá dado cuenta—dijo la otra chica.

—¿Cuenta de qué? ¿Distinta cómo?

Las chicas se rieron.

—Entonces si no te dijo nada no se dio cuenta —dijo una.

—¿De qué se tenía que dar cuenta? —preguntó el pibe.

Las chicas intercambiaron miradas cómplices.

—… De nada…

—¿Quieren un poco de cerveza? —dijo el pibe y le pasó el vaso a la que estaba más cerca.

El pibe se rió fuerte.

—¿No es una chica?

—No —dijo la chica que recibía el vaso de la otra.

–Yo no me di cuenta, tampoco. Parece una chica.

–Pero no es —dijo la otra.

—Es… ¿un traba?

Las dos chicas se miraron y sonrieron. Las dos estaban vestidas de negro y tenían tatuajes en las muñecas. No sé qué dibujo tenían, porque los vi de refilón mientras tomaban sus sorbos de cerveza.

—No —dijo una, la más tetona.

—¿Y qué es entonces? —preguntó el pibe.

–No es un traba, sólo eso.

El pibe miró hacia la puerta de salida.

—Y si no es un traba y tampoco es una chica… ¡¿qué es?!

—No te podemos decir.

—Como no me van a poder decir. No jodan… ¿QUÉ ES?

—No te podemos decir, pensamos que tu amigo se dio cuenta —repitió la otra.

El pibe las miró a las dos. Asintió y tomó otro sorbo de cerveza. Las dos chicas hablaban entre ellas. El pibe abrió la boca para decir algo.

—Perdón—dijo la tetona.

Las chicas se fueron para el fondo del boliche. El pibe me clavó la mirada. Yo hice como que no lo veía. Me fue fácil porque María otra vez se volteaba para ir a buscar un vaso.

 

Por Adrián Gastón Fares

 

Los tendederos. Cuento.

Quizás ya lo leyeron, quizá no. Como un editor, quería dejar alineados estos tres cuentos que, con Las hermanas, tienen cierto hilo trenzado entre si. Aquí va Los tendederos. Adrian G. Fares.

Los tendederos.

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra.  Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocía a un muchacho que podría hacerme madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de Luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.  Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo. Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero.

Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento. El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

El vestido ahí flotó, como empujado, otra vez hacia la cuerda primera, como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor. Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo.

Algo me acarició el brazo. Me di vuelta. A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa, como forrada en alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto me di vuelta.

Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia. Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con su mano aferrando la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre, como si los muertos estuvieran preparándose para despertar del sueño eterno.  Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las habría alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.

Jamás encontré la corbata del señor.

El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.

De vez en cuando, veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa. Debe pensar que nos debe algo.

por Adrián Gastón Fares

 

Puntos negros

El panóptico se elevaba en las afueras de un barrio de Buenos Aires.

Por mucho tiempo había tenido fama de ser un lugar oscuro. Cuando digo oscuro me refiero a que los que se aventuraban en sus pasillos reportaban orbes plateadas, que en las celdas observaban sombras de figuras humanas cada dos por tres, que los gritos inexplicables despertaban a los vecinos a la mitad de la noche, y que por causa de todos estos fenómenos pocas personas se animaban a traspasar sus puertas.

Eso fue hasta que una empresa de turismo comenzó a explotar el lugar para llevar a ocultistas, morbosos, sociólogos, antropólogos, turistas aventureros, y a cualquier persona que quisiera experimentar lo que era pasar una noche en esas mazmorras viejas.

Fidelio, un hombre de unos cincuenta años, lampiño como un niño, y casi sin arrugas, era el que vendía estas excursiones. Hay otros empresarios en este tipo de negocios tenebrosos, pero ninguno como él.

En lo que me toca a mí, fui camillero de la policía toda la vida.

Sacaba a los muertos. He visto a famosos retorcidos en sus casas, los he dispuesto en mi camilla, los he acercado a la ambulancia con la misma parsimonia con la que me sirvo un vaso de vino en la noche. No me inmuté la noche que encontré a mi cantante favorito despatarrado en el baño. Lo arrastré afuera como a todos los demás, a los que, como yo, seguimos siendo los desconocidos de siempre. Pero incluso en estas tareas uno hace amigos. Y yo tenía unos cuantos. Apenas me jubilé uno de los que no habían muerto, de los que se salvaron, ya sea por la velocidad de la ambulancia o porque el corte no había sido en el lugar preciso, me recomendó la excursión de Fidelio.

De mi consejero de salidas puedo decir que agregó a su lista ideal otros lugares nefastos que él conocía. Algunos museos donde pesaba más el trauma que el arte, como el Hermitage o incluso otros más notables, cuyos visitantes no estaban buscando una copia de un DaVinci, sino más bien algún no tan ilustre espectro. Habló de Chernobyl que convertía a la muerte intangible en tangible, en dólares intercambiados por turistas interesados en adentrarse en el desastre. Enumeró, e incluso llegó a escribirme en un papel, el nombre de otros museos de leyendas, como también los llamaba, como el Glade of Fairy Tales en Crimea, el Museo de la Brujería y la Magia en Inglaterra, el de los Horrores de San Petersburgo, y otros como el Museo de los Vampiros en París, el de Los Muertos Vivos en Norteamérica, y uno más cercano y asequible para mí como el monumento que Barón Biza levantó en Córdoba para recordar a su amada esposa, cuya muerte está teñida de sospechas… negras sospechas que podían convertirse en dinero si eran bien explotadas y embellecidas. Algunos van a entender el final, a lo que alguna vez fue peligroso y ya no lo es, otros van a buscar un placer, algo muy común hoy en día, que los hace despegarse de la gente sufrida, inferior, los que habían quedado atrancados por algún truco no aprendido a tiempo en la pirámide de  la evolución. La élite es la élite, y los que no lo son a veces buscan superar a otros repasando los lugares en los que no han tenido escapatoria, los ricos, los pudientes, los enamorados, los convencidos, los fuertes.

No todos eran así, aclaró mi amigo, él era tan sólo un morboso, y dijo que también podía decirse que esos lugares poseían un magnetismo, algún tipo de amplificador social que alcanzaba los oídos y convencía a sus visitantes. Y los llamó los puntos negros. Desde su cama enorme en la que yacía cuando solía visitarlo comiendo frutas como un rey, acariciando a un hámster, me señalaba sus puntos negros, marcados en el mapa que colgaba de la pared.

Y ahora es necesario que deje a mi consejero de salidas en su cama, con el dedo tembloroso señalando uno de sus pasados destinos, y siga conmigo. Mi cama es mucho más chica que la de él. Pero sirve para apoyar mi cabeza. Y eso me permite pensar en mi pasado.

Nadie hubiera augurado en lo que me convertiría si me hubieran conocido de niño. Un poco de sangre me hacía desmayar. Me tenían que atar para vacunarme. Pero como todos, en algún momento empecé a interesarme por lo que más temía. Primero fue la sangre, luego las mujeres.

Con ellas no tuve suerte. O mejor dicho ellas no tuvieron suerte conmigo. Lo único que atesoro es un loro gris africano. Con el loro nos entendemos. Los loros grises africanos son uno de los animales más inteligentes.

Frente a Manolo, el loro, con el número de la agencia de turismo en una mano, se me ocurrió anotarme para pasar una noche infernal en una de las atracciones de Fidelio, el agente de turismo recomendado por mi amigo.

Pensé que en esa cárcel no había ningún peligro. No creo en fantasmas porque después de haber visto tantos muertos nunca se me apareció ninguno.

La excursión estaba en oferta, la cárcel había perdido su fama de macabra, los gritos apenas se escuchaban y ya nadie hablaba del lugar como si fuera maldecido.

Recordé que mi amigo me había contado que Fidelio estaba desesperado. Casi todos los lugares que ofrecía en sus oscuras visitas habían perdido su aura diabólica. Los turistas usaban sus cámaras y en ninguno se había visto nada. En Internet existían clips de variada duración y calidad de imagen de esos lugares antes temidos donde mostraban los aburridos que eran.

A diferencia de otros internacionales, el mercado de puntos negros en Argentina estaba decayendo porque eran pocos los que querían más problemas de los que tenían. Con salir a la calle, o en la oficina, uno mismo podía sentir ese placer de estar observando a otra persona que se va perdiendo en una calle oscura ¿Para qué pagar para meterse en una transitada por otros?

Empecinado con su objetivo de sobresalir en el rubro, Fidelio primero probó ofrecer algunas copas de vino para entusiasmar a los visitantes. Confundir sus cerebros para que creyeran oír o ver lo que no se oía ni se veía. Luego modificó las reglas de las visitas y exigió que nadie llevara celulares, ni cámaras para registrar imágenes o audio alguno. Había que asegurarse que la nada misma no trascendiera, que lo previsible no encontrara las alas veloces de los medios actuales.

Ese viernes saludé a Manolo, me puse una gorra, y caminé hasta el Obelisco, de donde salía la combi que conducía el mismo Fidelio.

Al entrar comprobé que tenía varios lugares vacíos y los que estaban ocupados lo eran por una mujer sesentona con el pelo blanco y anteojos gruesos, llamada Odilia, por una chica de pelo oscuro, flaca, casi raquítica, Sofía, por dos hermanas gemelas de pelo castaño y ojos claros, más de treinta años no podían tener, y por Mario, un pelado cincuentón que me presentó enseguida a todos los demás.

Fidelio estaba serio, nervioso. Estoy más acostumbrado a observar a los muertos que a los vivos, pero saltaba a la vista la inquietud del inversor. No dijo una palabra hasta que llegamos a La Lotermann, como se llamaba la cárcel en honor a su arquitecto.

Mario ofició de alma del grupo durante el trayecto. Contó historias de fantasmas, apariciones que había visto y catalogado como aficionado a los lugares malditos, sus puntos oscuros.

Dejó en claro que en la cárcel buscaba el fantasma de un hombre que había asado en su jardín a toda su familia.

Odilia, que parecía más interesada en los inofensivos cuentos victorianos que en las historias reales, se quejó de que el hombre fuera tan explícito, mientras Sofía escuchaba con la debida atención de jovencita interesada en este tipo de historias increíbles.

Las que también hablaron fueron las gemelas. Me adelantaron que no solamente compartían rostro, que no eran nada más que parecidas, sino que sus mentes eran iguales, y por eso debían estar tan conectadas. Además de telepatía,  afirmaron que lo que una soñaba le sucedía a la otra.

Para no conocernos tanto, Mario pidió que nadie develará su ocupación, ni estado civil. Me ahorró un mal momento, para ser justo con este hombre que ya no existe.

Ya en la entrada de la cárcel, rodeamos a una estatua de un caballo, sin montura ni caballero, y me esforcé por ver a la figura inquieta de Fidelio, que recitaba las reglas de la excursión.

Ninguna cámara, como ya sabíamos, si alguno de nosotros sufría algún percance era por nuestra cuenta, la empresa no se hacía responsable, etc., etc., y agregó que el silencio y la concentración eran amigos del terror. Que los fantasmas premian a los discretos. De repente, miró satisfecho a las nubes, iban cubriendo a la luna, y retornó a su silencio de conductor de vehículos.

La puerta de la cárcel era inmensa. Las ventanas estaban doblemente tapiadas.

Fidelio nos hizo entrar uno a uno, y nos entregó un crucifijo que explicó que no tenía ningún efecto, como si eso lo entretuviera, aunque era evidente que sus rasgos faciales no habían conocido la sonrisa, debía ser por eso que a pesar de su edad, que no era poca, su piel estaba tan tirante como la de un adolescente. Uno descubría el paso de los años en los ojos negros, que parecían haberse escapado en algún momento de la cara y que algún socorrista, alguien parecido a mí en el pasado, se los había pegado de manera improvisada.

Se me ocurrió que tal vez esos fueran los puntos negros a los que se refería mi amigo, y no lugares, después de todo también los ojos son lugares me dije, donde se derraman las lágrimas o se deposita el polvo, que molesta y cómo, o detrás de los cuales, dicen, se esconden las ilusiones; en los de este hombre no había rastro de ninguna.

Adentro, Fidelio, ya sin el caballo sin caballero que lo ponía en el marco tétrico adecuado, pero sí con la fría y grisácea recepción rodeándonos, aprovechó la ocasión para informarnos que la excursión de esa noche no iba a ser como las demás. Que había hecho un esfuerzo extra para alegrarnos la noche: develó que había seleccionado, capturado y extraído de la sociedad a un ente asesino que estaba entre nosotros. Si queríamos ser maltratados y nos gustaban ese tipo de excursiones nefastas, entonces nos merecíamos pasar esa prueba. El ente era un asesino implacable. Y era uno de nosotros.

Como nuestro anfitrión estaba más loco que su supuesto ayudante, sin la inteligencia o astucia que dignifica a los psicópatas, ya que por su descripción el ente parecía ser uno, no se ahorró ninguna explicación.

Aclaró que el objetivo de estos cambios de reglas era aumentar la prensa amarilla sobre la cárcel y obtener en el futuro más visitas.

Lo oscuro del lugar había mermado, las paredes necesitaban sangre nueva y fresca, la cárcel requería fantasmas más laboriosos, y como habíamos firmado un contrato con él de que no se hacía responsable de nada, no tenía la obligación de mantenernos sanos y salvos.

Estábamos a su merced. Aunque sólo sus ojos le permitían jugar el papel de malo.

Dio un par de zancadas largas, cerró la puerta con doble cerrojo, y nos dejó solos en la oscuridad.

Mientras mis ojos se iban haciendo amigos del claroscuro imperante pensé que el psicópata era Mario. No paraba de hablar. Decía que seguramente era una broma la que nos había jugado el tal Fidelio, así que no había nada que temer. Los fantasmas no mataban a nadie. Odilia respondió que sí mataban: del susto. Sofía se animó a hablar y entonces dijo que a ella no le importaba vivir, que no tenía razones y que por eso se había anotado al viaje. Las gemelas quisieron saber por qué una persona tan joven como ella temía tanto a la vida como para desear la infinita muerte. Y Sofía explicó que era eso; la muerte le parecía más basta, un lugar donde podría ser libre, donde no había diferencias. Las gemelas, a quienes trato como si fueran una, porque lo eran, parecieron entristecerse por la más entristecida Lucía.

El lugar estaba levemente iluminado por esas lámparas metalizadas que parecen una campana. Desde  mi punto de vista, era normal que hubiera perdido el candor del demonio, o como quisiera llamar Fidelio al resplandor que había aumentado la fama de esa cárcel añeja. Las campanas eran las mismas que yo tenía en mi cocina. Las había comprado en Easy. Y Fidelio también. Supuse que un hombre tan poco detallista no podía haber planeado nada perfecto.

A pesar de las lámparas, muy a su pesar, sí había elementos tenebrosos a tener en cuenta, como varios pasillos oscuros. Y, en las escaleras, escalones manchados y desgastados. Más rejas entreabiertas en todas las aberturas que se movían por un viento cuya procedencia no pude rastrear.

No tratamos el tema del ente antes de avanzar y meternos en los pasillos porque pensamos que era una broma del disparatado Fidelio. Pero pronto íbamos a descubrir que no era tan así.

En la oscuridad en la que apenas podía ver mi mano, empecé a echar de menos a mi loro, a mi sillón, a lo que yo era entre mis cuatro paredes y que ahí ya no. Pero he tratado de ser positivo en mi vida. Así que me dije, estoy con un grupo de gente, en una aventura como la que hubiera soñado de joven, donde de un momento a otro pueden ocurrir cosas impensadas, donde podía volver a enfrentar la sangre, esta vez para no caer en los brazos de ella como con mi antiguo trabajo, sino para vencerla desde otro lado.

Avanzamos por el pasillo, siguiendo a Mario, que buscaba al fantasma de Barletta, el preso que había chupado el costillar de cada uno de sus hijos.

Mario se encerró en la celda del asesino. Pidió que lo dejaran en paz. Sentía compasión por ese asesino culinario. Dijo que en la mitología así se había creado el mundo. Que lo dejaran en paz con su dios. Para eso había pagado.

Lo dejamos y seguimos el recorrido, cruzando el patio donde se recreaban los presos, con arcos de fútbol que parecían descascarados panteones  para adentrarnos en el pabellón de las mujeres.

Odilia, Sofía y las gemelas querían estar en ese pabellón.

No todas las presas habían sido culpables, explicó Odilia. La reconfortaba estar con las que habían padecido tanto oprobio, las que habían sucumbido de una u otra manera a los hombres, a la muerte, a otras mujeres, a animales, a sí mismas, en fin; a lo que fuera.

Sofía preguntó por qué Odilia afirmó tan segura que hubo presas inocentes, me parece que eso bajaba la temperatura de su termómetro de lo fatal. No es lo mismo el fantasma de una inocente que el de una consumada asesina.

Odilia reveló que en la cárcel había muerto una conocida de ella, una amiga de su madre, acusada de envenenar al marido, y que esperaba encontrarse con ella, porque el posible fantasma le haría recordar su infancia.

La excursión estaba haciendo efecto, pero en vez de sentirme un aventurero otra vez, un descubridor de muertos, yo cavilaba y pensaba como si fuera a escribir una novela. Era como estar en mi casa, como si ya no existiera ningún desplazamiento de lugar, lo bizarro de la situación anulaba todos los puntos cardinales que yo reconocía.

Seguimos el recorrido.

No escuchamos gritos, apenas el aletear de los murciélagos y las corridas de las ratas.

Al final del pabellón de mujeres las gemelas dijeron que querían separarse, así que una se volvió sola,  Agostina, y Marcela, la otra, se quedó con nosotros. Ellas, que creían ser lo más raro que habíamos visto hasta el momento, querían demostrar otra singularidad que las terminaba aplanando más; el poder de comunicar sus mentes.

Sofía, que no tenía otra cosa que hacer más que quedarse con nosotros y esperar su muerte, como nos dijo, se acuclilló en el vértice de una de las celdas y ahí se quedó como si estuviera esperando que el fantasma de un pintor apareciera con su caballete y la retratara.

Hasta que en un inevitable de repente escuchamos un grito desgarrador.

El eco todavía persiste en mis oídos.

Parecía ser Mario.

Si no lo era, debía ser una aparición de esas que decían que ya no existían. Sofía sonrió, triunfante, como si lo que esperara tanto estuviera cerca. Un rayo de preocupación cruzó la frente de Marcela, que me miró perdida por unos instantes. Luego afirmó que su hermana le estaba mandando imágenes.

Que Mario estaba muerto, degollado. Que no era el fantasma de Barletta. Había alguien más con nosotros, alguien que tenía el poder de más de una persona. Propuso que la acompañáramos para buscar a Odilia.

En mitad del camino, Odilia salió de la celda tomándose la garganta, como si hubiera tomado una pastilla de cianuro, y cayó al piso delante de nosotros, muerta. La espuma blanca salía de su boca y su cuello estaba retorcido como si fuera un títere de trapo. La muerte había vuelto natural su rostro retocado por la clínica de belleza.

Hasta Sofía pegó un grito de alarma, aunque seguía más interesada en que esas cosas ocurrieran que los demás.

Marcela informó a su hermana de la muerte de Odilia. Y dijo que Agostina le ordenaba que corriéramos a más no poder. Lo que fuera que estuviera persiguiéndonos avanzaba hacia donde estábamos.

Así que volvimos al patio. En el camino miré sobre mis hombros y observé que Sofía, que había quedado rezagada, luchaba contra una sombra que la arrastraba por las paredes. Parecía usarla para limpiar el cemento vetusto, para intentar borrar los límites de esa prisión. Después de todo, todos encontramos la muerte que buscamos. Y me pareció que Sofía se convirtió en instrumento de la libertad que tanto ansiaba.

Intenté dar un paso para retomar el pasillo y tratar de ayudarla, pero unas manos me sostuvieron. Era Marcela, que afirmaba que su hermana le decía que era imposible salvar a nadie de una fuerza tan oscura y poderosa.

Sofía terminó colgada en mitad del pasillo con la lengua afuera, que parecía negra a la distancia. El cuello partido, los pies rígidos apuntaban hacia distintos lugares. Detalles que me quedaron grabados. De repente, me sentí a gusto. Recordé el trabajo. Las bolsas de plástico negras en que encerraba los cuerpos, la seguridad de estar manejando la ambulancia hacia la morgue, el reconfortante sabor de ser útil, de que a la mañana sería libre otra vez, como si lograba  salir con vida de esa cárcel terrible.

Y mientras pensaba en eso, y esperábamos a Agostina, que volvía hacia nosotros porque por más conexión que tuviera con ella, estaba muerta de miedo, dijo Marcela, vimos que en el suelo de cemento se arrastraba una mujer cuya carne estaba entreverada como la de las cadenas. Su brazo era de carne, pero lo formaba carne eslabonada. Lo mismo su cuello, que era más largo que el de una persona normal, y estaba formado por más cuentas de carne. El ser nos miró. Y de sus ojos salieron dos cadenas de carne que casi nos decapitan.

Pero debió ser una ilusión ya que una vez que las cadenas nos hubieron cegado por un momento el ente carcelero desapareció.

Nada impedía catalogar a la ilusión como un fantasma y hasta el momento, en las declaraciones que di jamás lo mencioné.

Ni bien encaramos el camino a la recepción, vimos a una forma humana que se arrastraba en las sombras del pasillo. Cuando llegó a nosotros resultó ser Agostina. Sus manos habían sido retorcidas detrás de su espalda, como si su cuerpo fuera un endeble crucifijo, una baratija comprada en Once. Saqué el que nos había otorgado Fidelio más por desesperación que por otra cosa y vi como el mismo salía lanzado hacia la garganta de Agostina.

El crucifijo empezó a apretar el cuello de la gemela. Le dejó emitir una palabra: ¡Matálo!, antes de acabar con ella.

Al darme vuelta, Marcela estaba con un cuchillo de carnicero, con los ojos blancos. El asesino ubicuo que habitaba en ellas había saltado de uno a otra y quería continuar con su tarea.

Trastabillé. Quedé entregado en el suelo para que la gemela me asesinara a gusto, lo que hubiera ocurrido si no fuera porque algo levantó de los pelos a Marcela, hasta hacerla colgar en el aire y escupir sangre por alguna razón física que desconozco. El cuerpo volvió a caer muerto.

Escuché el entrechocar de cadenas, respiraciones jadeantes que no sabía de dónde venían, hasta vi a un hombre comer un pedazo de carne en una de las celdas mientras buscaba la salida, y lo relacioné con el pobre Mario y con el fantasma glotón de Barletta, pero después de descubrir que las hermanas gemelas eran las asesinas que había implantado Fidelio para sacrificarnos, el mundo preternatural no me parecía más raro que el humano.

Entonces recordé una de las historias que había leído sobre la cárcel.

En la historia, un niño se había perdido en una de las visitas mensuales a los presos. Luego de una semana, lo encontraron descuartizado. Dio con el más desalmado de los asesinos, el señor Bastro.

Bastro ocupaba la celda número 176. Era un morocho retacón que aún así tenía la fuerza de mil hombres.

Caminé hasta la celda, lleno del impulso de buscar la salida más fácil: la muerte.

Había sobrevivido a la locura de Fidelio, pero yo, como Sofía, tampoco quería volver ahora a la seguridad de mi apartamento, a las luces cálidas, al loro chirriante, y a mi existencia inservible. Quise morir en manos del asesino más temible de la cárcel.

En la celda lo encontré. Las manos sobre las rodillas, sentado sobre su propia orina, ese olor agrio que me hacía picar las narices. Y a su lado, sentado también, estaba el niño. Bastro reía a carcajadas y lo único que conocí del espectro fue su risa. Su mirada estaba clavada en el piso. El niño levantó la cabeza y pude ver sus ojos, que me recordaron a los de Fidelio.

Me dijo con una voz que no parecía de ningún niño y menos de uno que había sido descuartizado en el pasado:

Te ayudamos. Nosotros. Los que rodamos con vos. Nos hiciste movernos cuando ya estábamos muertos. Nos alejaste de nuestros lugares macabros, de nuestros finales imprevisibles, de nuestros puntos negros.

Escuché un crujido y supe que la puerta inmensa de la prisión se había abierto. Bastro y el niño habían desaparecido.

Caminé por el pasillo bañado por la luz de la luna, vencido, dispuesto a regresar a mi hogar. Había sobrevivido al plan macabro de Fidelio, a las gemelas.

Pero no era mi mérito.

Los que yo sacaba me habían sacado.

Muerto en vida.

Por Adrián Gastón Fares

Inextinguible. Cortometraje. Terror. (Horror, short-film) 3′

 

 

Quiero compartir este cortometraje de terror. En su estreno fue reseñado y destacado en el sitio Horror Novel Reviews, para mi sorpresa. Decía:

«…if you’ve got three minutes and change to spare and are up for a Rod Serling-styled piece of weirdness, then check this out… big shout out to Gonzalo who gave us the heads-up on this…» Maat Molgaard / HORROR NOVEL REVIEWS

 

 

Inextinguible Horror Novel Reviews.jpg

 

Luego por pudor, como explico mas abajo, lo pase a privado durante estos años.

Lo hice para probar una cámara y unos lentes, cuando estaba intentando hacer Gualicho / Walichu de manera independiente, hace más de cuatro años.

Tal vez le tenía que haber puesto de nombre Detrás de una puerta cerrada (Behind that looked door, como la canción de George Harrison)

En todo caso, Inextinguible es un ejercicio en el género terror.

Así y todo, por pudor, entre otras cosas, luego lo mantuve oculto en el canal de Corso Films (Corsologia YouTube)

Creo que aprendí a filmar con estas cosas, los cortometrajes Entre nosotros, Cine (El corazón del silencio), Inextinguible, Motorhome, Gloria (de la época de la facultad) más otros de distinta duración que he escrito y dirigido ¡en la casa de mi abuela materna!

Por otro lado, en el largometraje Mundo tributo, además de la dirección, el guión y el diseño de producción, la distribución (muy importante este punto), hice cámara (todo lo que ven en el largometraje en Mar del Plata, más lo de Kissmanía y otras cosas, lo filmé con mi cámara, y la segunda cámara era Leo Rosales en el palco) Tuve que tomar decisiones rápidas y aprendí mucho.

Luego vendrían los guiones de ficción. Las órdenes, que escribí apenas estrené Mundo tributo y que me llevó a Colombia, Gualicho, con el que gané el premio Ópera Prima Largometraje de Ficción Blood Window / INCAA (Instituto de Cine Argentino) como autor, guionista y director y Mr. Time con el que espero mezclar la temática de identidad, aventuras y terror. Hay más pero elijo esos tres de una lista larga de guiones y proyectos que desarrollé y que ojalá, paso a paso, lleguen todos a grabarse, a rodarse, a filmarse.

Me parece bien mostrar mi proceso de aprendizaje.

Las investigaciones previas me enseñaron mucho. Las lecturas me enseñaron mucho. Meter mano en la cámara y en edición, me enseñó mucho. Ver películas también, claro, de todo tipo.

Los dejo entonces con Inextinguible.

Me verán actuando en el cortometraje. No soy actor ni tengo entrenamiento en eso así que sepan disculpar.

Creo en lo que dice uno de los personajes del film Los siete sumarais, de Akira Kurosawa; uno puede estar toda la vida perfeccionando su trabajo, verá irse a los cercanos, las canas saldrán, uno envejecerá en resumen y los demás también, y el mundo pasará mientras buscamos la perfección.

Por eso prefiero hacer y mostrar.

Es vital para mí.

¡Saludos!

Adrián Gastón Fares

Buenos días, Sr. Presidente

No se lo esperaba.  Martín se restregaba los ojos rojos frente al monitor. Era casi mediodía. La tarde del día anterior había terminado un trabajo para Canadá, hackeó una tienda de ropa virtual y después había estado jugando hasta las cinco de la mañana.  Warcraft, Gods and Devils, un shooter en primera persona que simulaba que eras un agente anti terrorista, el viejo Swat que amaba, otro juego en el que dirigías una panadería de proyección internacional. Los resultados habían sido buenos, sabía que había superado a sus oponentes sin hacer trampas, pero no había reparado por cuánto los había vencido.

Y ahora estaba frente a la pantalla azul que decía Buenos días, Presidente No tenía ganas de cambiarse, no tenía fuerzas para enfrentar lo que sabía que tenía que enfrentar, pero se alegró de haber ganado algo. Bajó el volumen porque estaba sonando el himno nacional y sus oídos eran sensibles.

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La más buena

 

Son muchas las conversaciones que oigo. La mayoría no las escucho porque el volumen de la música está alto y significa un esfuerzo para mí concentrarme en una en particular. En general estoy cruzado de brazos y miro el culo lindo de María al darse vuelta para buscar los vasos y servir la cerveza tirada. Por lo general, no tengo que arrastrar a nadie hasta la puerta. Por lo general: a veces dos imbéciles se empujan sin querer y empiezan una pelea de borrachos y ahí me tengo que despegar de mi lugar. También lo dejo para ayudar a levantar las sillas a las doce, es el horario en que dejan de servir comida los de la cocina y el bar se convierte en una pista de baile. Era un poco después de las doce cuando el grupo de tres chicas se detuvo cerca de mí para tomar sus tragos. Dos chicos estaban pidiendo pintas en la barra. Pude apreciar otra vez el culo de María. Los dos chicos se pararon cerca de las chicas, como centinelas, aunque había más lugar atrás. Uno de los pibes era alto, atlético, el otro bajo y atlético también. En cuanto a las chicas, dos eran morochas de la misma altura y la tercera era castaña, de ojos claros, cara afilada. Parecía no tener tetas. Las morochas, más que nada una, tenía un escote bien relleno. Estaba tranquilo, relajado, me suelo tomar dos miligramos de clona para aguantar más tiempo sin fumar.  Mientras un cliente esperaba, yo miraba el culo de María, en general miro el culo de María muchas veces por noche. El pibe alto se acercó a las chicas.

—Son todas muy lindas —dijo—. Pero: ¿cuál será la más buena?

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No te demores

Las Fridas De Colombia Fotografía de Adrián Gaston Fares en el hotel Mariscal Robledo, Antioquia“Es ella. Es ella”, no dejaban de repetir en el restaurante. Una nena dejó el asiento junto a su madre y se acercó a la figura con el rodete de trenzas que le coronaba la cabeza. “¿Me podés hacer un dibujito?”, le preguntó. Y la mujer asintió, tomó una servilleta y con un lápiz que sacó de un bolsillo de su vestido azul dibujó a la nena con el cuerpo infestado de tornillos y una aureola de estrellas en la cabeza. Lo firmó y se lo entregó. Los clientes la miraban con la boca abierta. La mujer no hablaba ni tomaba el café. La pelusa negra arriba de sus labios llamaba la atención, su atuendo azul estampado con flores rojas llamaba la atención.

Escribió en una servilleta, la lamió y se la estampó en la frente. Decía “Nos vamos”. Se paró y salió del lugar, los que estaban adentro la siguieron.  Caminó hasta un hombre de mediana estatura, entrecano, con un mostacho de morsa y el hombre la miró y dijo “el ego es una falacia, reconozcan la falacia: experimenten el cosmos”. Desafió con su mirada al grupo que había seguido a la mujer. “Es él, es él”, repitieron los jóvenes después de consultar el celular. Le sacaban fotos. La mujer del rodete, el vestido floreado y la pelusa arriba de los labios miraba con reverencia al hombre que tenía al lado, luego tomó su mano y la besó. El hombre dijo: “dejen de luchar contra los monstruos porque el abismo también los mira, el abismo los convertirá en monstruos” La madre con su hija se escapó del grupo que rodeaba al hombre con mostacho. Caminó rápidamente hacia su coche. Abrió la puerta, entró, y con respiración jadeante, intentó arrancar. El sistema automático del coche no andaba. La madre miró a la nena, que estaba embobada con el dibujo. Desde los asientos traseros una figura interpuso la cabeza entre las dos. A la mujer se le saltó un grito. La misma mujer, con el rodete y la sombra en los labios, era como una película de terror. «A la nave», dijo.

La madre abrió la puerta del coche, agarró a la nena del brazo y salió corriendo por el estacionamiento. La gente seguía rodeando a la mujer con rodete y el hombre con mostacho que decían al unísono: “A la nave”. La otra mujer, idéntica a la que seguía con el hombre, salía del coche y avanzaba hacia la multitud.

La madre llegó a la parada de colectivo en esa avenida amplia. Ahora la mujer enfilaba hacia ellas, las había visto y venía directo, a paso lento pero seguro. También venía el colectivo. La madre alargó el brazo, desesperada y el colectivo se detuvo. Se abrieron las puertas, hizo subir primero a la nena y cuando iba a subir ella, vio que el colectivero era el hombre con mostacho de morsa.  “Los que bailan son tomados por locos por los que no pueden escuchar la música”

–No es Nietszche–le gritó la madre. – Es una frase falsa. Usted no e…

–Vamos a la nave– interrumpió el chófer.

–¿A qué nave?– preguntó la madre.

En el fondo del colectivo había otra mujer con rodete, vestido floreado y pelusa arriba de los labios, rodeada de varias personas, sentadas a sus pies.

–¡A LA NAVE!– repitió la mujer –. Donde no puedan amar, no se demoren.

–Es ella, mamá. Es ella, es la mujer del Face– dijo la nena.

–No, no es ella.

Caminó con su hija de la mano hasta la mujer que estaba sentada en el medio de los asientos traseros. Una chica que estaba sentada en el piso del colectivo la miró y le dijo “En honor a ella le puse el nombre a mi gatita” Otro chico agregó “Vamos a la nave, nada malo”

La madre no podía creer lo que escuchaba. Un joven lampiño que estaba sentado detrás del chofer miró por encima de sus hombros y dijo:

–El paraíso está cerca, a la vuelta de la esquina.

La madre negaba con la cabeza.

–Esta no es Frida, gente. No se dan cuenta, los están llevando al matadero.

El chofer soltó el volante, se atuzó el bigote y dijo:

–No me molesta que me haya mentido, pero ya no puedo confiar en usted.

La madre lo miró con asco.

–Y usted no es ÉL. ¿Qué son? ¿Qué quieren de nosotros?

La mujer con rodete soltó la mano de la joven y dijo:

–Nos vamos.

Miró a la joven y agregó:

–Aquellos que critican a los demás revelan sus propias carencias.

La madre se ofuscó, apretó la mano de su hija, que en la mano libre tenía el dibujito hecho por otra de esas mujeres con rodete y vestido floreado, y se plantó en seco:

–¡Esa frase no es de ella!

El hombre con mostacho de morsa abrió la puerta trasera del colectivo, la mujer con rodete se levantó y le clavó una mirada acerada, enmarcada por sus cejas espesas, a la madre y preguntó.

–¿Se bajan? ¿O vienen con nosotros a la nave?

La madre repasó todo el colectivo. Observó a la chica con mirada enternecida, al muchacho lampiño entusiasta, a los otros jóvenes exultantes que rodeaban a la mujer, chicos con barba tupida, bien delineada, y chicas con trenzas sueltas o enramadas en la cabeza, todos con destellos alegres en los ojos, y finalmente a su hija.

–Es ella, mamá. Tenemos que ir.

–Sí, es ella, hermosa–le contestó, mientras le acariciaba la frente.

Las puertas del colectivo se cerraron.

Por Adrián Gastón Fares

Pd: La fotografía de las Fridas colombianas fue tomada en el hotel Mariscal Robledo, en Colombia, Antioquia, durante mi estadía en el Labguion Internacional de la Fundación Cinefilia.

Scouting Walichu Buenos Aires fotografía tomada por A. G. F.

Padre

De las historias de terror que escribí, Padre es una de las que pensé como cortometraje de ficción (de hecho, Una de terror, es el título de un cortometraje de tres minutos que nunca filmé; otra historia, que no es de terror). No suelo hacer eso porque no me gusta mezclar la literatura con el cine. Cuando vi que no daba para un cortometraje, entonces busqué una voz que la contara. No quiere decir que no se pueda adaptar al cine, pero deberíamos ver bien cómo.
Para no caer en lo ya dicho, apuntaré para otro lado.
Digo, en el género literario (cuento, novela) es importante la voz narrativa y en el género cinematográfico (en el producto película) los ojos y los oídos (¡y el espacio!)
Si no me equivoco hace seis mil años que empezamos a escribir. Más allá de Edison y los Lumiere, el cine en su formación debe tener unos doscientos años, si tomamos como punto de inicio el poder duplicar imágenes de la realidad y ¡comentarlas! (la fotografía)
Otro error muy común, sea la película que sea, incluso las que tienen mejores críticas, pero que muy poca gente conoce, las que no son populares, es el mal uso de las repetición, del sistema de imágenes y de las subtramas. Algo interesante para tener en cuenta es ver el documental de Disney Signature,  El reino de los monos (está en Netflix). Puede ser un punto de partida interesante para una discusión sobre el guión y su ¿naturaleza? ¿Será una de las mejores ficciones este «inocente» documental? Quien quiera aprender algo sobre contar historias, el cine y el guión, que lo vea. No creo que le venga mal.
Dicho esto, estoy preparando un post sobre cómo escribir para largo (cómo escribir un largometraje de ficción) pero no hablaré de puntos de giro, de construcción de personajes, de vueltas de tuercas (hay muchos libros sobre eso), sino que me centraré en el flujo de trabajo propicio para llegar a tener una historia larga que no subestime, ni engañe (malengañe), al espectador. Lo demás es responsabilidad de cada uno.
Mientras tanto, les dejo Padre un cuento que publiqué el año pasado.

Padre

Abuela, desde su sillón, al lado de la pantalla solar, todos los viernes nos cuenta una historia. En el piso un ovillo de lana violeta, al lado uno amarillo, los dos trepan hasta su panza, donde reposa un atrapasueños. Aunque decir panza para mi abuela no. Es muy flaca ella y la remera se pega a sus músculos.  El último viernes nos contó la historia de los Desmodus. Una compañera de la Policía se la había contado. La voz de mi abuela no es como la de las demás abuelas. Es un poco grave. Ella usa una peluca que la convierte en una mujer trigueña. Pero mi abuela no es una mujer. Ya cuando era policía no era una mujer pero le gustaba transformarse, como ella dice.

Nos dice, si yo pude hacerlo, convertirme en lo que yo quería, ustedes pueden lograr todo lo que se propongan. Solamente tienen que desearlo mucho. A veces dice su verdadero nombre, que no es Amalia, sino Alfonso, y lo remarca con la voz más grave, para asustarnos. Dice: Soy Alfonso y les voy a pegar. Pero mi abuela no es Alfonso. Aunque ese nombre figure en su partida de nacimiento.

La historia que nos contó hoy es la de una niña que espera a su padre, arañando la puerta, como un gato. Lo espera sentada en el piso frente a la puerta. Escucha los pasos desde que pisa el primer peldaño de la escalera porque tiene los sentidos muy desarrollados. Y cuando abre la puerta, la niña, que está con un camisón sucio, se hace a un lado. Ni bien el padre entra se franelea contra sus piernas. Y lo sigue hasta la mesita donde el padre deja su billetera, el reloj, el encendedor. Luego se saca los zapatos. Al hombre le gusta desprenderse de lo que trae de la calle. Así que queda en camisa y en pantalón negro. Según mi abuela, es un hombre muy flaco, pero es hermoso. Sus facciones están medio chupadas pero es porque se la pasa todo el día de aquí para allá cazando sus presas.

Ignora a su hija, que lo sigue por toda la casa. Aunque tiene facciones afiladas, sus mejillas están hinchadas. Al pasar por la pieza mi abuela dijo que ve a una mujer de piel color dulce de leche, con la cara chupada, los pelos pegados al cráneo que es más hueso que otra cosa. Las manos a los costados, fuera de la colcha, con las uñas largas como un bebé recién nacido. Yo no sabía que los bebés nacen con las uñas largas. Pero mi abuela dice que sí, que por eso les ponen esos guantecitos para que no se arañen.

La mujer está medio muerta pero el hombre no se inmuta. Primero va al baño y después entra al dormitorio, se sienta en la cama al lado de la mujer y la mira. Apenas respira. Tiene pelos en la nariz, aunque es joven. Acerca su cara a la de la mujer. De repente expulsa un poco de aire, la mujer, abre su boca. El hombre acerca la suya como para besarla y la mujer abre más grande. Entonces el hombre hace lo que dice mi abuela que es regurgitar. Escupe lo que tenía en su boca en la de la mujer. Sangre. La mujer absorbe hasta la última gota. El hombre se limpia la boca con un papel de cocina. La mujer inhala, su panza se hincha, mi abuela dice que para respirar bien la panza debe hincharse, y exhala, para respirar bien también la panza debe aplanarse al dejar salir el aire. Y entonces la mujer queda como una muerta otra vez. Mi hermana le preguntó si tenía cáncer pero la abuela me dijo que los Desmodus no padecen ese tipo de enfermedades.  ¿Qué son los Desmodus abuela?, le pregunté. Para eso vas a tener que esperar que esta historia termine de empezar, me dijo. ¿Termine de empezar? Sí, afirma ella. La mujer, antes de seguir durmiendo, le dice al hombre Gracias, papá. ¿Cómo es su voz abuela?, le preguntó mi hermanita. Su voz es como la de cualquier mujer, le contesta. Pero apenas puede hablar porque está débil, susurra, nena.

La niña mientras tanto estaba esperando en la puerta que su padre terminara de atender a la mujer, su hermana. Lo sigue hasta la mesa de la sala de estar. Le tira de la manga de la camisa. El padre la aparta, pero ella le clava las uñas en las piernas. Entonces el padre le agarra con brusquedad la mandíbula y la niña abre la boca. El padre deja caer la sangre en las fauces de la niña, que cierra los ojos como deleitándose y termina de rodillas, satisfecha.  Pero así y todo vuelve a tirarle de la camisa al padre, que le dice ¡Basta!, como si fuera un animal. La niña camina hasta la otra punta de la habitación, cerca de la puerta de entrada, donde tiene una carpita, se mete como si fuera un boyscout de departamento, la abrocha, y se ovilla para dormir. Y entonces golpean la puerta. El hombre ya había escuchado pasos, pero se queda mirando la puerta con su mirada acerada.

Es un policía que le da una patada a la puerta, la hace salir de sus goznes y entra con la pistola en alto. En la habitación no hay nadie. El policía observa todos los detalles lo más rápido que puede y después se dirige a la carpita, que está cerrada, claro. Va a encontrar a la nena, Abu, dijo mi hermana. Pero no, el policía desabrocha la carpita pero adentro no hay nada ni nadie.

Se mete en el dormitorio. Tampoco hay nadie. El colchón está como vencido por un peso liviano. El policía pasa la mano por las sábanas. Escucha como un gorjeo de pájaro procedente de otro lugar. Así que se levanta, entra al baño, vacío. Duda ante la puerta de otra habitación contigua, que está cerrada. El ruido proviene de ahí. Está cerrada con llave pero el policía pone una tarjeta y logra hacerla abrir, esta vez sin violentarla, como hacía ella dijo mi abuela.

En la habitación hay un cura que está amarrado con sogas a una silla, con la boca precintada. Ése era el ruido, provenía de la garganta taponada de ese hombre de camisa celeste abotonada hasta el cuello. Parece querer advertirle algo al policía porque mueve su cabeza con frenesí. El policía, asustado, se da vuelta, pero no hay nada ni nadie.

Entonces mira a un espejo que está a su derecha, en la pared del fondo de la habitación. Y ahí sí, está el hombre flaco del principio con la hija colgándole del cuello, con las piernas incrustadas en sus costillas, y la otra hija, la de la cama, a cuestas. Parecen una sola persona pero son tres, con los ojos llameantes, las fauces abiertas como serpientes que le pisan la cola, dijo mi abuela, la piel lívida, los colmillos manchados de sangre. Como si fuera un monstruo de tres cabezas. Y lo peor de todo, están muy cerca del policía.

Que mira hacia todos lados, pero no hay nada ni nadie. Quita la cinta de embalaje de la boca del cura. Y el hombre llega a decir: ¡Son invisibles, Desmodus!. Pero la cabeza del hombre comienza a ser comida como una manzana. El policía sale corriendo de la habitación y se dirige directo a la puerta de salida, logra llegar y va a traspasarla cuando cae redondo al piso. ¿Qué le pasó?, preguntó mi hermanita.

La cabeza, dijo mi abuela, está casi a cinco metros de él en el piso. Se la rebanaron ni bien salió de la habitación donde estaba el cura, pero el hombre siguió avanzando como una gallina descogotada. Y ahora que los sentidos del hombre están apagados, muertos, podemos ver otra cosa, dice mi abuela.

Arrodillada frente a él está la niña que le arranca de un mordisquito parte de una oreja, luego prueba la otra, y después le mastica la mejilla. Es una cabeza nada más, dijo mi abuela, así que el hombre ya no sufre. Aunque a los Desmodus eso los tiene sin cuidado.

¿Y cómo es la voz de la nena?, preguntó mi hermanita.

Mi abuela dice que la voz era como la de Alfonso. Y se convierte en Alfonso y nos habla con ese vozarrón que nos da un poco de miedo. Salimos corriendo.

Es la voz que le escuchamos una vez que se nos escapó Grateful, nuestro perrito, en la plaza, parecía que iba a cruzar la calle muy transitada por autos, y mi abuela lo llamó con un grito que lo detuvo casi en el cordón.

por Adrián Gastón Fares

Los tendederos

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra.  Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocía a un muchacho que podría hacerme madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de Luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.  Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo. Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero.

Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento. El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

El vestido ahí flotó, como empujado, otra vez hacia la cuerda primera, como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor. Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo.

Algo me acarició el brazo. Me di vuelta. A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa, como forrada en alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto me di vuelta.

Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia. Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con su mano aferrando la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre, como si los muertos estuvieran preparándose para despertar del sueño eterno.  Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las habría alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.

Jamás encontré la corbata del señor.

El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.

De vez en cuando, veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa. Debe pensar que nos debe algo.

por Adrián Gastón Fares