El poema.

Allá por 2015, Roberto, de unos treinta y seis años, se anotó en un taller de poesía. Serían unos ocho alumnos en un aula para treinta. El profesor les dio a leer poemas de Enrique Lihn, Gonzalo Millán y Ernesto Cardenal, entre otros. Además, pedía que los alumnos trajeran impresos sus trabajos para leerlos en la clase y recibir opiniones y sugerencias de correcciones. Las cursadas eran a las seis de la tarde. Mientras, fuera, atardecía, ya que era otoño.

Antes de entrar, las alumnas y los alumnos esperaban en bancos rectangulares a que el profesor llegara. Parecía el pasillo de un colegio de secundaria. Hasta había olor a tiza o a lápices.

En la espera, nadie hablaba. O hablaban muy poco. Recién al final de la cursada, a la salida, de noche, Roberto cruzó algunas palabras con una alumna, una señora. La señora le hizo recordar a una tía suya.

Roberto notó que los alumnos, en general, eran muy taciturnos. Él también debía serlo. Cuando el curso terminó, Roberto se preguntó, más en serio, qué era lo que los había llevado ahí a todos.

A Roberto le pareció que el curso, el mismo curso, con sus alumnas y alumnos, era una poesía.

Una poesía a la soledad, a los tiempos muertos, al atardecer entre palabras, a la duda de si uno escribía bien o mal, a la falta de amistades o de lugares dónde ir a esa hora de la tarde, a la pérdida de alguna persona.

Una buena poesía, sin escribir, sin temas, sin el párrafo anterior, sin título.

El taller fue como un sueño, a Roberto le pareció que nunca había tenido lugar. Olvidó a los alumnos, olvidó al profesor, olvidó a los famosos poetas. Se olvidó a sí mismo, sentado en un pupitre.

por Adrián Gastón Fares.

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