Perder el cine: cuando el juguete no quiere jugar más.

Perder la inclusión en ese bello juego, el quehacer

cinematográfico, produce

que uno no quiera ver más películas,

no quiera ver series,

no quiera repasar sus propios guiones;

porque perdió la fe,

porque puede encontrar demonios,

puede encarar monstruos.

Que uno no quiera ver las fotografías de equipos en finales de rodaje.

Uno se siente como un pez afuera del agua,

sofocándose de impotencia.

La mente se nubla, a propósito,

para no recordar del todo a un pasado mejor,

o vaya a saber uno el porqué,

para dedicarse a aceptar un revés más de la vida,

para ocuparse de un plan B, siempre requerido por los demás, pero jamás pensado.

Perder al cine es quedarse desnudo en una playa

sin mar.

Es como perder a la novia más querida.

No poder tocarla más con las manos.

No poder armar historias con las teclas de un teclado.

Es soñar por las noches historias buenísimas que luego uno olvida por las mañanas.

Anotarse en cursos de quehaceres que uno no pensó nunca en anotarse,

ni quiere hacer; de cosas que uno nunca quiere, ni quiso, aprender.

Quemar las críticas de sus películas.

Revolear y ningunear a los premios, dudar de ellos como siempre debió hacerlo.

Buscar echarle la culpa a una persona u otra,

a una situación u otra,

a una época del país u otra,

a sí mismo, cómo no, el primer responsable en embarcarse

en esa irresponsable aventura.

Perder el cine es perder las manos, diría Godard, que nunca lo perdería.

Es quedarse mudo.

Es como sentarse en una sala 4D en una película de Bergman.

Perder el cine es como correr sin aire en los pulmones.

Es como dedicarse a fumar de por vida, un cigarrillo tras otro, para morirse más rápido aunque eso no funcione.

Es el arte de olvidarse, de reconstruirse con la nada,

de añorar los desayunos con colegas,

de no editar las imágenes esculpidas con nuestras manos.

Es olvidarse cómo andar en bicicleta,

olvidarse de cómo correr para llegar rápido a una función que ya comienza con su novia de la mano, de olvidarse de cómo llegar solo y rápido a una reunión de trabajo.

Es como quedarse lisiado de repente,

aunque el cuerpo funcione bien.

No hay consuelo en la religión,

ni en la filosofía,

ni en los ensayos de esta vida,

que ayuden a hacer el duelo de perder el cine.

Uno piensa que lo puede retomar, quizás algún día,

que podrá seguir cuando su mente haga un clic,

y salga del valle tenebroso en el que la cabeza se apaga

como un proyector al final de la función.

por Adrián Gastón Fares.

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