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Lo que algunos no quieren contar.

En la ciudad, todas las noches me sentaba con mi hija y mi mujer a la mesa del comedor. Por eso el bosque. Quise aislarme de todo, como tantos otros. Elegí un lugar de la Patagonia, apacible pero ventoso, entre los árboles. En el tejado de la cabaña había una veleta de metal, con la rosa de los vientos, coronada por un pez.

Había comprado el terreno, que venía con la cabaña y una plantación de arándanos. Todo por poca plata. Según la inmobiliaria, el dueño era un viejo, alcohólico. El dinero iría a los nietos. Me habían ocultado que se había ahorcado en uno de los árboles, el más alto. Pronto me lo contaron en el pueblo. Me daba lo mismo.

Dejé que los arándanos crecieran salvajes. Los juntaba en diciembre, en mi gorra, arrancando al fruto a lo bestia, sin el cuidado que hay que tener al cosecharlos, que en este caso sería hacerlos girar lentamente para desprenderlos del tallo, sin arruinar la capa de protección. Pero yo era como un duende entre los arbustos, los recogía a las corridas, y los comía en mi casa de merienda o a la noche ya congelados.

Enfrentaba el fin del día extasiado ante la contemplación de las aves, de los quises andinos, de las liebres que se cruzaban al atardecer como si el mundo estuviera a un minuto de acabarse y algo ominoso viniera a ocurrir, que nunca era más que la simple noche.

Pero un día fue más que eso. Coincidió con el aniversario de la muerte del viejo. O por lo menos, yo me creo eso.

Me levanté, abrí la puerta de la casa y salí. Caminé automáticamente y sorteé el gran pino sin darme cuenta de que ese árbol siempre estuvo en línea recta a la ventana. No a la puerta. Llegué a la cascada pequeña y me senté a fumar, lloré dos o tres lágrimas, porque el lugar era tan bello y yo había sufrido tanto, que estar ahí significaba mucho para mí. Sabía que hay que llorar sí, pero hay que llorar poco porque si no uno no para. Y el agua que fluía entre las piedras me recordó eso.

Volví caminando sin mirar a los costados, como un autómata cansado porque llorar, aunque sea un poco, cansa. Aunque sabía que en ese lugar debía estar una de las ventanas, entré por la puerta y fui directo a tirarme en la cama. Al rato, subí al techo de la cabaña, saqué la veleta y la ubiqué cerca del pino. La punta señalaba el norte.

Tomé bastante vino. A la medianoche salí, miré las estrellas, para mí, acostumbrado a la ciudad, el paraíso estaba en el cielo. Ese cielo, las ramas mecidas por el viento. Me gustaba esa imagen pero el viento nunca me gustó. Me molestaba.

Bajé la cabeza porque tenía una necesidad imperiosa de orinar. Así que me fui hasta el pino y rocié el suelo. Pero al terminar, me di cuenta de que el árbol no estaba ahí. Había meado en la maleza. En frente no tenía nada. Me volví y noté que la casa estaba en su posición inicial. Caminé hasta el pino y la veleta. Seguía señalando el norte.

Esa noche dormí profundo, sin pesadillas, y al otro día me propuse ir al pueblo a comprar provisiones. Abrí la puerta, caminé y di con el arroyo. Me di vuelta para mirar la cabaña y la puerta estaba ahí, donde debía haber estado la pared del dormitorio.

Enmendé el trayecto, salí por la entrada de mi terreno hacia el almacén del alemán. Compré pan, fiambre, café y cigarrillos. Retorné, rodeé el terreno y me metí adentro. La que rotaba era la casa y no el terreno, me dije, como si ya no me asombrara.

Salí a orinar esa noche, estaba bastante borracho otra vez, y me di cuenta de que estaba salpicando la rueda de mi camioneta. La dejaba en el fondo, detrás del porche, así que la casa había rotado otra vez.

El cielo encandilaba. La luna hipnotizaba. Las ramas de los árboles murmuraban.

Volví a la casa y dormí hasta bien avanzado el día siguiente. Estaba triste porque quería tranquilidad, me había alejado del mundo por sus inconsistencias, sus coincidencias infundadas, y ahora esto, ¿qué quería decir?

A las seis de la tarde del otro día se me dio por dirigirme a lo del alemán. Salí y caminé derecho, di con un cementerio antiguo, el de los galeses. Otra vez la casa me había engañado. Debía estar apuntando al noroeste. No importaba, como un turista más, comí torta con té. Contemplé a una francesa hermosa. Intenté hablarle pero la chica me intimidaba. Me volví a la casa, ya me había olvidado del alemán y lo que quería comprarle.

Entré a la casa. Subí un escalón para sentarme a la mesa del comedor ¿Un escalón? Alrededor de la mesa, el piso se estaba levantando, los bordes del círculo que se estaba formando eran como una rueda dentada.

Pensé que la casa estaba creando una sima, se estaba desenroscando, y que los árboles, mi camioneta, la plantación, serían chupadas por ese agujero que la cabaña estaba creando.

Al otro día salí, me cercioré de que la puerta apuntaba donde me dirigía, era así, otra vez la puerta daba a la entrada del terreno, tal como lo compré, así que caminé derecho hasta el almacén del alemán.

Compré querosén, diarios, cerillas y volví lo más rápido que pude.  No tenía nada de valor en la casa. Mis documentos en el bolsillo. Rocié a la cabaña con querosén.

El fuego iluminó la plantación, se disparó una liebre entre los árboles, volaron los murciélagos y rajaron los quises que estaban escondidos entre los troncos cortados. Un resplandor dorado iluminaba la plantación, mi querido pino, el camino de entrada. La casa ardía. En las llamas vi proyectada la imagen de la chica francesa. Me había enamorado como un idiota.

Pero la cabaña giraba. Rápido. Lo hizo hasta desprenderse y dejar el comedor a la vista, la rueda dentada, con la mesa redonda y las sillas.

No me podía sentar en ese lugar. Me recordaba la compañía de mi hija y mi mujer. Pero no tenía otra, me dirigí a la plataforma, la cabeza plana del tornillo, que era lo único que había dejado el fuego, salté, y tuve el valor de correr una silla y apoyar el culo ahí.

Seguía rotando. Vi a la veleta, al árbol, a la plantación de arándanos, a la luna llena, al arroyo, vi la tierra, intuí que la casa me había propuesto todos los días un camino nuevo. Ahora mi musa era una extranjera, la chica francesa que había conocido por seguir el trayecto que la puerta de la casa me sugería. Sentado en el trono hogareño pero descubierto que la cabaña me ofrecía, mientras todo seguía girando, vi raíces, hormigueros, lombrices, bichos bolitas, rocas doradas y finalmente, una multitud de ojos azules brillantes comenzó a rodearme, mientras me sacudía la tierra de la cabeza.

Me agarré de las raíces, comencé a escalar, ya había hecho palestra en la ciudad, era rápido, vi como la plataforma con las sillas y las mesas se hundía, salí del agujero como un muerto viviente, nevaba y yo estaba de pie en la sima que había sido la cabaña, exultante y cansado.

En el escape, en la corrida, un cuerpo blando me golpeó el hombro, justo a la altura del pino. Supe que era el cadáver del viejo, el antiguo dueño. Escuché risas y seguí corriendo, hasta que dejé a las arándanos, la tranquera, el terreno, todo, atrás.

por Adrián Gastón Fares.

PD: Lo que algunos no quieren contar forma parte de mi antología de cuentos de terror (y algunos de ciencia ficción), Los tendederos. Pueden descargarla en PDF, junto con mis novelas, Intransparente, El nombre del pueblo, Suerte al zombi, y Seré nada, en la página principal de este blog, que actualmente es adrianfares.com o elsabanon.wordpress.com

Los tendederos: Cuento de terror por Adrián Gastón Fares

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío Alejandrina nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra.  Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida. Tal vez ése sea el verdadero motivo de la ropa negra, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocía a un muchacho que podría hacerme madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de Luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Estuve un día limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. En el fondo del armario, tras la ropa, encontré un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.  Así lo hice. Quería deshacerme primero de los vestidos del armario, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después. La patrona del orfanato la recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo. Anocheció y bajé por la ropa, con los truenos en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había movido dos metros del lugar donde lo había colgado. Como si se hubiera deslizado por la cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro grande, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba dónde lo había colgado, ni en la misma cuerda. Se había pasado de la primera a la tercera cuerda del tendedero.

Me acerqué para ponerle otro broche pensando que había sido el viento. El saco voló otra vez, me tuve que correr, y volvió donde lo había colgado. La segunda cuerda está un poco más alta así que tampoco era imposible… Pero los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se poso en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en la primera cuerda del tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Vi como el vestido rosado se desprendía y volaba de una cuerda a la otra, como el del señor, aproximándose a la cercana a la calle. Luego volvió a su lugar en la hilera primera y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

El vestido ahí flotó, como empujado, otra vez hacia la cuerda primera, como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos donados volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Pero se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor. Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo.

Algo me acarició el brazo. Me di vuelta. A mi lado, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa, como forrada en alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo que una motocicleta pasaba por la calle. Habrá quedado prendida de la cara del motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto me di vuelta.

Vi a Maca observando todo desde la ventana de su dormitorio en el primer piso de la casa. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte, me pareció que si no la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer detrás que había salido despedida por el impacto contra el suelo. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia. Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con su mano aferrando la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del cuadro.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la cercana a la casa de la señora, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre, como si los muertos estuvieran preparándose para despertar del sueño eterno.  Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Me recordó a otras, a la de Maca, a la del cuadro, a la del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las habría alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto.

Jamás encontré la corbata del señor.

El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.

De vez en cuando, veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa. Debe pensar que nos debe algo.

por Adrián Gastón Fares.

PD:

Para los suscriptores o lectores que no lo leyeron, vuelvo a publicar mi cuento Los tendederos.

Desde http://www.adrianfares.com o la página de inicio de este blog pueden descargar el PDF de mi antología de relatos de terror, llamada Los tendederos.

Perder el cine: cuando el juguete no quiere jugar más.

Perder la inclusión en ese bello juego, el quehacer

cinematográfico, produce

que uno no quiera ver más películas,

no quiera ver series,

no quiera repasar sus propios guiones;

porque perdió la fe,

porque puede encontrar demonios,

puede encarar monstruos.

Que uno no quiera ver las fotografías de equipos en finales de rodaje.

Uno se siente como un pez afuera del agua,

sofocándose de impotencia.

La mente se nubla, a propósito,

para no recordar del todo a un pasado mejor,

o vaya a saber uno el porqué,

para dedicarse a aceptar un revés más de la vida,

para ocuparse de un plan B, siempre requerido por los demás, pero jamás pensado.

Perder al cine es quedarse desnudo en una playa

sin mar.

Es como perder a la novia más querida.

No poder tocarla más con las manos.

No poder armar historias con las teclas de un teclado.

Es soñar por las noches historias buenísimas que luego uno olvida por las mañanas.

Anotarse en cursos de quehaceres que uno no pensó nunca en anotarse,

ni quiere hacer; de cosas que uno nunca quiere, ni quiso, aprender.

Quemar las críticas de sus películas.

Revolear y ningunear a los premios, dudar de ellos como siempre debió hacerlo.

Buscar echarle la culpa a una persona u otra,

a una situación u otra,

a una época del país u otra,

a sí mismo, cómo no, el primer responsable en embarcarse

en esa irresponsable aventura.

Perder el cine es perder las manos, diría Godard, que nunca lo perdería.

Es quedarse mudo.

Es como sentarse en una sala 4D en una película de Bergman.

Perder el cine es como correr sin aire en los pulmones.

Es como dedicarse a fumar de por vida, un cigarrillo tras otro, para morirse más rápido aunque eso no funcione.

Es el arte de olvidarse, de reconstruirse con la nada,

de añorar los desayunos con colegas,

de no editar las imágenes esculpidas con nuestras manos.

Es olvidarse cómo andar en bicicleta,

olvidarse de cómo correr para llegar rápido a una función que ya comienza con su novia de la mano, de olvidarse de cómo llegar solo y rápido a una reunión de trabajo.

Es como quedarse lisiado de repente,

aunque el cuerpo funcione bien.

No hay consuelo en la religión,

ni en la filosofía,

ni en los ensayos de esta vida,

que ayuden a hacer el duelo de perder el cine.

Uno piensa que lo puede retomar, quizás algún día,

que podrá seguir cuando su mente haga un clic,

y salga del valle tenebroso en el que la cabeza se apaga

como un proyector al final de la función.

por Adrián Gastón Fares.

Vidas paralelas.

En una vida paralela ella está cerca.

Él puede seguir escribiendo bien.

Las palabras no se rompen.

Se suceden como amapolas del mismo color atolondradas en un campo abierto.

Son leyendas las palabras.

Unos subtítulos para entender mejor el amor.

Para acercarse a ella, que sigue sonriente.

Junto a él, sonrientes los dos, tomando mates con las manos apoyadas en el pasto en una plaza.

O con la cabeza de uno en el regazo del otro.

Mirando el sol que brilla entre las hojas de los árboles.

En una vida paralela las cosas nunca terminan.

La entropía no mete la mano.

En una vida paralela, la puerta cerrada se abre.

El grito de él, premonitorio, nunca se escucha, o se pierde;

en lontananza.

Las lechuzas siguen blancas en una esquina costera.

Las plantas no duelen, las flores tampoco.

Las abejas no liban mensajes de dolor.

Los veranos se suceden de a dos.

En el invierno se respira bajo los edredones de a dos.

Él se queda dormido mientras ella le pasa una película.

Todo paz y ninguna atención, todo mecido él por la desconocida buena suerte.

En una vida paralela ella nunca desaparece.

La locura y la sensatez no se suceden.

Inverosímil el desencuentro de la ilusión y la razón.

Inverosímil perderla.

El perder todo para volver a empezar.

Como si no hubiera esto ya sucedido.

En un mundo muy dolorido.

Pero no tan dolorido como éste.

Otro ciclo de mala suerte.

En una vida paralela nada de esto pasa.

No hay repeticiones.

Estas letras no son escritas.

Los párrafos se deshacen.

Los pensamientos son otros.

La silla está vacía.

La mente extrovertida.

Las lágrimas no se convocan,

porque las manos se rozan.

El cielo alegre.

Las estrellas sin nostalgia.

El viento dormido en la palma de su mano,

porque no está apretada de dolor.

En un tiempo paralelo, él sigue creyendo en la magia.

Los ojos curiosos.

Las manos que pasan las hojas de un libro grande en una biblioteca chica.

Cuatro ojos posados en una hoja, o en una pantalla.

La sonrisa nunca ida.

La cultura nunca perdida.

La mente sin nubes.

Ella viene corriendo desde atrás, juvenil y desenfadada, y lo asusta.

Y los dos siguen caminando hasta la casa.

En un tiempo paralelo estas paredes se caen.

Este cuaderno se deshoja.

En una vida paralela,

estas letras vuelan y caen en un lugar muy lejos, desperdigadas y alejadas.

Y este poema nunca se forma.

No sucede.

Ni implora escribir:

¡Cuánta suerte uno tiene,

cuando no sabe lo que se viene!

por Adrián Gastón Fares.

En remoto.

Ella y él vivían en una casa de campo. Él trabajaba en programación y ella en diseño digital. Los dos en remoto. Una mañana desayunaban. Cuando él trató de hablar, su taza de café cayó al suelo y no pudo emitir ninguna palabra. Cuando ella trató de hablar, una puerta de la alacena se abrió y se chocó contra la otra, cerrada. Cuando él quiso decir algo, se cayó una silla al suelo. Cuando ella abrió la boca, las contraventanas de la casa se cerraron abruptamente. Cuando los dos iban a hablar al unísono, la escalera del desván resbaló hasta el suelo. Cuando ella quiso gritar, las lámparas del techo chocaron unas con otras. Cuando él lo intentó, la puerta de la cristalera se abrió con tanta fuerza que algunos vasos antiguos se rompieron. Cuando ella trató de hablar, la puerta de salida se abrió de par en par. Los dos corrieron hacia la puerta.

Ya afuera, en el jardín delantero, ella trató de decir que estaba aliviada; la interrumpió la bomba de la pileta que se activó sola. Él, alarmado, trató de hablar, y el tronco de la palmera se dobló hasta aplastar el auto. Ella iba a gritar de nuevo, cuando las puertas de la tranquera se abrieron. Los dos caminaron hacia afuera. Salieron. Cuando trataron de hablar, descubrieron que estaban afónicos. Sólo escuchaban el viento escaparse entre las ramas de los árboles. Ellos también se escaparon. Hacia el centro del pueblo.

Mientras, en la casa, las tapas de las notebooks encendidas se cerraron.

por Adrián Gastón Fares.