Fantasmas de los desaparecidos.

Se dice que en 1978 había una brigada de la dictadura militar dedicada a desaparecer fantasmas. La cosa era así, en cuanto percibían a un fantasma de un revolucionario (por ejemplo alguien que escuchaba los discos de Horacio Guarany y había sido eliminado), una persona que ya había muerto, pero su espíritu seguía acosando a la gente en el lugar de su muerte, la brigada, comandada por un general cuyo apodo era Espadín, se presentaba en el lugar, en este caso una granja, y procedía a exorcizar al fantasma con la ayuda de un cura. Espadín comandaba a Juancho y a Robertito, el cura se llamaba Lambergo. El caso del fantasma fanático de Guarany fue fácil de despachar, pero no pasó lo mismo con otro caso.

Era un fantasma que había en un descampado, detrás de un depósito de colectivos.

Pertenecía a un revolucionario, un tal Gómez, al que habían arrojado los militares desde un helicóptero al descampado, ya muerto, claro. Poco después, los operarios del depósito, empezaron a intuir una presencia que los observaba detrás de las ventanas de los colectivos abandonados. El fantasma de Gómez también podía encender el motor de un vehículo. Eran colectivos que ya no funcionaban. O que estaban siendo desguazados para aprovechar las partes.

En cuanto se enteró Espadín fue al lugar con Juancho y Robertito y el cura Lambergo. Al entrar, las palomas volaron hacia el techo de chapa del depósito. Los empleados estaban alineados y, mudos, asentían con las cabezas. Los de la brigada, vieron, detrás de la rueda de un colectivo, un zapato que, con un chasquido de la suela, se ocultó. Oyeron una sucesión de pisadas rápidas que sugerían que el fantasma había subido al colectivo. Los de la brigada corrieron hasta la escalera. La puerta del colectivo estaba abierta. Los empleados del depósito estaban espantados. Le pidieron a Lambergo que hiciera su trabajo cuanto antes. Lambergo hacía una especie de representación teatral, tiraba agua bendita, rezaba y le pedía a Espadín y a los otros dos que dispararan al fantasma balas que habían sido bendecidas.

Subieron al colectivo donde habían visto el zapato. El colectivo se sacudió, Espadín, los otros dos y el cura se tomaron de los asientos para no aterrizar en el piso. Después, el fantasma de Gómez puso marcha atrás e hizo que el colectivo se estrellara contra la pared del depósito. Los ladrillos cedieron y quedó un boquete en el lugar donde el colectivo impactó. El boquete daba directamente al descampado donde habían arrojado los restos de Gómez.

El descampado estaba repleto de yuyos altísimos y de arbustos. Los restos de colectivos estaban hundidos en el yuyal y apenas se veían. Espadín, los otros dos y Lambergo se adentraron en los yuyos como si estuvieran en la guerra de Vietnam. De vez en cuando, en el yuyal, percibían el zapato y la pierna ensangrentada de Gómez con jeans agujereados, antes de que huyera. Los empleados del depósito miraban desde el boquete, asustados. Lambergo ordenó que dispararan a un arbusto. Así lo hicieron. Se acercaron y descubrieron el jean agujereado de Gómez pero ningún resto óseo. Y todo era real, no había ningún fantasma a la vista. Espadín dijo que ya quería irse, que le parecía que habían terminado con el fantasma de Gómez, que lo de disparar al jean era un símbolo de la derrota de Gómez. Juancho y Robertito estaban de acuerdo.

El cura Lambergo creía que todavía la presencia seguía en el lugar. Que había que correr la puerta de descampado para que el fantasma tratara de escaparse por la calle y entonces pudieran derribarlo antes de que se escondiera en otro lugar. Lambergo dijo que un fantasma puede quedarse al lado de una ruta, pero que es raro que se quede en una calle. Espadín ordenó a los empleados del depósito que abrieran la puerta. Siguieron la orden.

En el medio de la calle, Espadín, Robertito y Juancho, esperaron al cura Lambergo. Cuando llegó, agitado, el cura observó una pierna con un zapato que doblaba en la esquina de la cuadra. Sugirió a Espadín que enviara a Robertito y a Juancho a atacar. Así lo hicieron. Se escucharon dos disparos. Espadín corrió hasta la esquina. Lambergo vio que Espadín negaba con la cabeza. Previó lo peor.

Llegó, más agitado, a la esquina y vio cómo Robertito y Juancho yacían en el piso. El fantasma había logrado que uno al otro se dispararan. Espadín vio que de una de las casas pegadas al depósito salía un hombre corriendo muy rápido, tan rápido que parecía un rayón que habían dibujado en esa cuadra. Cuando el hombre lo hubo traspasado, Espadín giró y disparó.

Vio que Lambergo se tomaba el corazón con sus manos y caía al suelo. En su afán por atrapar al fantasma de Gómez, Espadín había eliminado a Lambergo. Quedaba él solo contra el fantasma.

Los empleados del depósito de colectivos se habían escondido. Espadín, ya medio loco, interrogó a los empleados y les dijo que eligieran al hombre que para ellos no era un hombre, el compañero que era un fantasma. Los compañeros retrocedieron. En ese momento, Espadín sintió que le palmeaban la espalda.

Se dio vuelta, trastabilló, el arma se disparó y la bala bendecida le atravesó la cabeza.

Los empleados del depósito salieron uno a uno. Todos huyeron a esconderse donde pudieron, menos en sus casas. Se desperdigaron por provincias y países limítrofes. Sabían que iban a llegar otras brigadas y que esta vez no vendrían a buscar fantasmas sino que los culparían a ellos por las muertes de Espadín y el resto.

No querían convertirse en un fantasma como el de Gómez. El fantasma de un desaparecido condenado, a su vez, a una desaparición.

por Adrián Gastón Fares.

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