El fantasma de Lisa. Cuento nuevo.

Una paciente le preguntó a la enfermera, que  le estaba tomando la presión y el  pulso, si creía en Dios. La enfermera dijo que sí, pero que no sabía por qué a la gente buena le pasaban cosas tan terribles. Nombró a Lisa. Dijo que antes los cuchillos eran romos,  de metal, pero cuando se mató Lisa pusieron los de plástico. Es muy difícil suicidarse en un neuropsiquiátrico, pero ella lo había logrado. Y luego comenzó a aparecerse su fantasma.

Una mañana una empleada de limpieza estaba barriendo cuando descubrió una sombra detrás de una puerta abierta. La sombra hizo que la puerta se cerrara de golpe. Al mismo tiempo, todas las puertas entreabiertas se cerraron. Nadie se animaba a abrirlas. Pero cuando un enfermero lo hizo no encontró a nadie. Alguien recordó que la puerta que primero se había cerrado era la de la habitación en la que Lisa se había suicidado. Ahí la enfermera hizo un paréntesis, no quería contar más de lo que había visto. Es algo típico que da más crédito a las historias de fantasmas. Además, había revelado demasiado a los  pacientes cuando había dicho que Lisa se suicidó con un cuchillo romo. Podía darles ideas. La echarían por eso. Así que contaremos el resto de la historia.

Lisa debía tener unos cuarenta y tres años cuando entró a la clínica. El motivo era que había tenido una crisis de llanto después de que su novio muriera. Tenía el pelo negro, pero a los pocos días de entrar el pelo se le puso blanco. Incluso le salieron en el labio superior unos pelitos canosos. La medicaron con estabilizantes de ánimo. En estas clínicas está prohibido contarle al paciente con qué lo medican. El paciente toma algo pero no sabe qué es. Además, las pastillas están trituradas para que los enfermeros se aseguren de que los pacientes las traguen. No se sabe si Lisa en su día final tomó o no la medicación. Lo que sabemos es que logró clavarse el cuchillo romo en el corazón. ¿Cómo? Imposible saberlo.

Antes de entrar, Lisa vivía con su novio, Rubén, un tipo de su edad. Rubén era alcohólico. Así y todo, ella lo quería. Rubén hacía la comida, era un buen cocinero. Hacía días que Lisa no lo veía. Lo que no era raro porque solía ausentarse seguido.

Un día Lisa volvía de hacer las compras cuando encontró un bizcochuelo en la mesa de la cocina. Había un papelito que decía: Me voy. No te culpes, soy yo. Buscó a Rubén por todos lados. Entró en el lavadero. Se asomó a la ligustrina que daba al parterre del jardín, lleno de petunias moradas y amarillas. Bajó al sótano de la casa. No podía encontrarlo. Sólo había quedado en la mesa el bizcochuelo de Rubén, el papelito con el mensaje y un cuchillo en el mismo plato. Lisa cortó el bizcochuelo y se comió un pedazo, mirando por la ventana mientras una lágrima le caía por la mejilla derecha. No se animaba a entrar en el dormitorio, pero lo hizo. Abrió el armario. Faltaba toda la ropa de Rubén. Los jeans, las camisas, las remeras, las medias, los gorros, los zapatos y las zapatillas. Pero al girarse en redondo encontró la maleta de Rubén al lado de la cama. Y ahí estaba toda su ropa. Lisa abrió  la puerta principal y salió a buscar a Rubén por las calles. Caminó hasta la rotonda donde se bifurcaban y dobló a la izquierda porque era el camino por el que siempre se iba Rubén al bar. Siguió caminando, hizo dos cuadras, llegó al bar, y le preguntó al mozo si sabía algo de Rubén. El mozo le dijo que hacía días que no lo veía. Que la última vez que lo había visto estaba sobrio. Tomando una Coca Cola con hielo y limón.

Lisa volvió a la casa y en seguida sintió un cansancio tan grande que se acostó en la cama del dormitorio y se durmió. No se sabe con qué soñó. Se sabe  que al levantarse tuvo la idea de ir a fijarse si Rubén estaba en la terraza. Subió por la escalera exterior. Y ahí, en el agujero de la claraboya, descubrió unas piernas. Tiró de las piernas y era Rubén. Estaba muerto. Llamó a la policía y la policía quiso descartar un crimen. Congelaron a Rubén y le hicieron una autopsia. En la autopsia salió que Rubén había muerto de un infarto mientras trataba de entrar por la claraboya a su propia casa. Su cuerpo no cabía. Lo que le pareció raro a Lisa fue que Rubén había dejado el alcohol. A la vez, él tenía que saber que no cabía en la claraboya. Y no podía estar espiándola a ella mientras se bañaba porque Rubén conocía bien su cuerpo y ella no creía que eso pudiera interesarle. Así que Rubén se había ido así. Por el delirium tremens. Había decidido irse para siempre, abandonarla, se había arrepentido y había tratado de entrar a su propia casa por la claraboya del baño. En el medio, había olvidado su maleta. Lisa no lo pudo aguantar. Lloraba tanto que le contó al médico Rugero y Rugero prefirió internarla.

Al mes, cuando estaban por darle el alta, Lisa se suicidó. Y apareció su fantasma. Primero era una sombra, como dijo la enfermera, detrás de su habitación. A los pocos días, el fantasma de Lisa era capaz de empujar a las enfermeras cuando caminaban por los pasillos. Hacía que el agua saliera negra de los dispersores de las duchas. Era capaz de apagar el aire acondicionado central. Y en la pandemia, le dejaba a los pacientes, que  no podían salir de sus dormitorios, un pedazo de bizcochuelo. Las enfermeras no sabían cómo esos bizcochuelos habían llegado a las puertas de los pacientes. Era capaz de robar paquetes de cigarrillos. De esconder pastillas. De crear todo tipo de desperfectos que tenía que arreglar el encargado de mantenimiento. Se le aparecía a los pacientes. En el borde de la cama veían una forma agazapada y la forma murmuraba: Soy Lisa.

La planta baja de la clínica era para mujeres (ahí estaba internada Lisa) y tenía un patiecito. El primer piso era para pacientes de edad avanzada y el segundo era para los pacientes de consumo de sustancias. Para que los pacientes de consumo de sustancias no les hablaran a las pacientes de la planta baja que se sentaban en el patiecito, ante la reja del segundo piso habían puesto macetas con unos jazmines chinos. Eso no evitaba que unos papelitos cayeran. Los papelitos decían, en rojo, como con sangre, Soy Lisa. Caían a las siete de la mañana mientras la de limpieza repasaba el patiecito con la fregona. Caían frente a la enfermera que estaba fumando, en cuclillas, en una zona donde la cámara de seguridad no la alcanzaba. Caían en el medio de la mesa mientras las pacientes jugaban al Uno. Los dueños de la clínica, que sabían muy bien que ocurrían estas cosas, tenían prohibido que los de las cámaras de seguridad dijeran algo. Les cerrarían la clínica. Ya tuvieron demasiado cuando casi se la cerraron por el suicidio de Lisa.

Lisa les trajo problemas. Y seguía dándolos. Una mañana la enfermera de turno, que estaba despertando a todos, dejando una toalla en cada cama para el baño diario, vio cómo en una habitación las toallas se alborotaban en el aire. La enfermera salió espantada y dejó su puesto. Era una buena enfermera.

Ahora bien, cómo hacían para exorcizar a un fantasma tan complicado. ¿Cómo podían ingresar un exorcista a una clínica que no pareciera un paciente más? Despojarlo de sus cordones, de su cinturón y crucifijo haría que el exorcismo fuera obsoleto. Y la otra opción era también arriesgada. ¿Y si los pacientes despertaran de sus sueños pesados y se encontraran con un tipo tirando agua bendita y haciendo la señal de la cruz? Así y todo, llamaron a un cura. Se hizo pasar por el médico de guardia y se pasó la noche en el sillón del consultorio mientras el verdadero médico de guardia, un tipo de mucha barba y una conforme barriga, dormía en su camastro. Los pacientes solían dormirse a las nueve de la noche como muy tarde. Así que a las tres de la mañana el exorcista, vestido de médico, abrió  la puerta, sacó su pescuezo y miró para un lado y el otro. Veía algo brillar en el centro de la mesa. Se acercó y encontró un cuchillo romo. Sabía que estos cuchillos estaban prohibidos desde el suicidio de Lisa. Giró el rostro y varios cuchillos de plástico aterrizaron sobre su cara.

La enfermera estaba durmiendo. El cura la despertó. Le dio el cuchillo de punta roma y empezó a murmurar un exorcismo simple. Tiró algo de agua bendita a las paredes. Especialmente en el panel de corcho dónde estaban pegados los trabajos del taller de arte de los pacientes. En uno había máscaras de papel. Algo lo empujó y un grito lo espantó. Era la enfermera. Una de las máscaras representaba la cara de Lisa. La máscara cayó al piso al instante. El exorcista la pateó. La enfermera se persignó. El exorcista dio por hecho su trabajo. En realidad, quiso dejar la clínica antes de volverse loco.

De ahí en más, el fantasma de Lisa se hizo más virulento. Tapaba con espuma de afeitar las cámaras del patio de los de consumo de sustancias. Una enfermera caminaba por un pasillo y vio, de espaldas, a otra enfermera, encorvada, con pelo blanco. Le pareció extraño, la enfermera le tocó la espalda a la de pelo blanco, que se dio vuelta y le mostró una cara con nariz aguileña como la de Lisa y con los pelos en el labio superior. Además, el fantasma de Lisa le sacó la lengua y tenía una oruga en la punta. Las  polillas volaban por todos lados.

Los pacientes apenas podían sentarse en las mesas porque los carritos que las cocineras traían con la comida salían dirigidos para un lado o para el otro. Apenas podían dominarlos. Algunos decían que las ruedas tenían un desperfecto, pero…

Retomamos la charla de la enfermera del principio de esta historia. Cuando terminó con la presión de la paciente y recogió el pulsímetro, como si se hubiera dormido antes y hubiera decidido seguir con su duda existencial, repitió que ella creía en Dios, pero que las desgracias que sufrían las buenas personas la hacían dudar. La enfermera se fijó en el pulso del paciente. Daba cero. Frotó el dedo del paciente porque parecía helado y lo volvió a colocar en el pulsímetro. No había caso. Daba cero.

¿Nuestra conclusión? El fantasma de Lisa hacía sufrir a todos. No había manera de calmarlo. Era un fantasma cada vez más entrenado, en un lugar difícil. Lo más importante: era el fantasma de una mujer que había creído que su novio se había ido para siempre, luego encontrado su maleta dentro de la casa, pero no a él. Y que después lo había encontrado muerto. Era un fantasma de una mujer que había tenido esperanza. ¿Y quién puede con un fantasma así? La verdad es que nadie.

por Adrián Gastón Fares.

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