En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar?
47.
El sol resplandecía en las chapas que no estaban herrumbradas, brillaba en los bordes metálicos de las claraboyas, destellaba en la pintura plástica de los tanques, perfilaba el morro de un gato azulado que descansaba en el borde de una pared, se reflejaba en los respiraderos metálicos de la fábrica.
En la azotea de la casa de sus padres, Ersatz tenía los ojos cerrados, las manos a los costados del cuerpo y la cabeza erguida dirigida hacia el noroeste, hacia la bola centelleante y blanca. Cada tanto bajaba la mirada o cambiaba la postura y veía todos los objetos brillantes entre una bruma rojiza.
Cerca, a unos pasos, Silvina apretaba los músculos del estómago, y tenía los ojos cerrados y el rostro relajado.
El cable semitransparente del agarre de la prótesis auditiva —la única que le quedó— de Silvina también brillaba con el resto de casi todo lo que había en la terraza.
Hacia el sureste, más arriba, cerca del bordillo del techo sobre el que estaba el tanque de agua, estaba Fanny, en la misma postura que los otros dos.
A sus espaldas, abajo, en la calle, el portón negro de la fábrica tenía escrito con letras rosadas, cursivas, una palabra:
SERENADE.
El trazo era fino, pero las puntas eran redondeadas y al final de la palabra la E parecía arrastrada hacia abajo por una cola que terminaba en una flecha, como la de los diablos de los dibujos animados.
En la calle, más allá, doblando la esquina, sobre el techo del auto, se erguía Gema.
Tenía los ojos abiertos, a diferencia de los otros tres, y miraba de lleno al sol. Parpadeaba cada tanto, y era lo único que se movía de su cuerpo.
Sus labios arrugados, los pliegues sobresalidos, lastimados, algo resecos, arrimados, sin tensión, pero firmes, morados sólo en las comisuras y en el resto de la piel que se estaba curando.
Unos metros más al sur, sobre el balcón de la casa de Roger, un hombre tan largo como un árbol, con un cuello que parecía seguir creciendo desde los hombros, con los ojos abiertos, los labios también apretados, los brazos a sus costados con las palmas vueltas hacia la luz potente que le llegaba, con la cabeza rasurada como Gema, parecía dirigir una plegaria en silencio hacia el astro refulgente a lo lejos.
Era Lungo.
Epílogo.
Yendo hacia la avenida, había muchas cabezas nuevas que brillaban en las terrazas, todas apuntando hacia el mismo lugar, estáticas, con melenas, con una mata de pelo corto, peladas.
Desde lo alto del barrio, desde el cielo, surcado por pájaros grises, se podía observar que los pisos de las terrazas donde estaban clavados los pies de los individuos dirigidos hacia el sol estaban pintados de negro.
Uno de los individuos en una de las terrazas cercanas a la avenida, un hombre delgado, de pelo encrespado y nariz prominente, peludas fosas nasales, giró la cabeza, abrió los ojos, y observó con el ceño fruncido por unos segundos, entre manchas rojizas, a las otras siluetas en lo lejos. Relajó el rostro.
Cerró los ojos.
Fin.
por Adrián Gastón Fares.
Gracias por leerme.
Esta es la portada que diseñé en estos días para Seré nada.
Es la que podrán encontrar en el .PDF con la novela completa que pueden descargar ya mismo gratis.