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1995. El paradigma perdido. 12.

Anotaciones del cuaderno de Roberto.

De chico me pasaba la tarde leyendo a Agatha Christie. A Alberto le gusta más Sherlock Holmes pero a mí me gusta más Hércules Poirot. Miento. Me gusta más Miss Marple. También leí muchas veces esa narración de Poe, El escarabajo de oro.

Primero debo aclarar que nunca creí en la veracidad de esa historia familiar de Lucas. ¿Un premio que viene de la nada? ¿Puesto en la boca de un puma para que alguien en el futuro lo encuentre? Es por lo menos, sospechoso.

Así que lo primero que hice fue cerciorarme de que Laura no hubiera inventado lo del premio. Uno nunca sabe. Una vez en posesión del papel tuve que aceptar que mi desconfianza era impropia. Estaba escrito lo que había leído.

La carta no tiene pistas. Llama la atención que estén en mayúsculas las palabras Tenacidad y Valentía. Todavía creo que si no nos hubieran interrumpido con Roberto estábamos en lo cierto. Debo admitir que escribo esto y la lapicera me tiembla un poco. No quiero adelantar nada para que cuando me lean sientan lo que nosotros sentimos. Tal vez logre hacer un cuento o un guion, quién sabe, con esto que nos está ocurriendo, si es que logramos mantenernos a raya y alguien nos saca de esta celda común.

En la concesionaria, inmediatamente desplegué la hoja y la sostuve en alto mientras giraba en círculos. Mis ojos se movían frenéticamente e iban de la T a la V y luego a las paredes. A la derecha y a la izquierda de la puerta principal no encontré ningún vestigio de las letras que estaba buscando. Tampoco entre las cabezas de animales disecados. Miré a Roberto que estaba enfrente de las espadas samuráis y negó con la cabeza.

Recién ahí recordé La carta robada, ese famoso cuento de Poe. La solución tenía que estar a la vista. Adaptada a este contexto lo más extraño de esta concesionaria son las cabezas de animales. Y ya habíamos encontrado algo en el puma. Pensé que las pistas debían estar en las demás bocas que cuelgan debajo de los balcones que siguen a la gran escalera. El problema era que ese entablado es bastante ancho. No hay manera de agacharse por ejemplo por debajo de las barandas y pasar las manos para llegar a la boca de los animales disecados. Viendo que la empresa resultaba peligrosa, comuniqué a Lucas lo que había deducido. No pensé que se lo iba a tomar tan en serio. O sí, pero no pensé que iba a tener tanta… valentía.

Enfrente de las cabezas de animales cuelgan dos lámparas de cristal gigantes. Una en ala derecha del pasillo superior y otra en la izquierda. Debí escribir grandes y no gigantes. Lo que quería dar a entender es que el caño con el que están colgadas era, por lo menos para Lucas, suficientemente resistente como para aguantar el peso de un ser humano. Todavía desafiante, Lucas me preguntó con qué cabeza convenía empezar. Hay cinco de un lado y cinco del otro. Pensé en algún número que me sedujera y dije, con mucha seguridad:

-La tercera.

-¿La tercera de dónde?

Debo admitir que me costó más decidir si la izquierda o la derecha. Noté que el ala de la izquierda tiene una peculiaridad. Al final de la hilera de bisontes hay una cabeza tan pequeña que pasa casi desapercibida. La sombra de la última cabeza de bisonte la deja en la penumbra. Tuve que enviar a Alberto a que se fijara y me dijera si lo que yo veía era así.

Y era así. Era la cabeza de una rata. Una rata blanca. Con la boca abierta y los dientes afilados (y un poco grandes para una rata, deben ser un añadido del taxidermista). Me pareció que ese detalle estaba para confundir. Cualquiera hubiera elegido empezar por ahí. Así que le dije a Lucas que la tercera cabeza de la derecha. Todavía me pregunto si elegí bien o no.

Lucas apretó la boca y asintió. Tal vez fue un poco irresponsable que yo asintiera todavía más. Caminó hasta un mueble que hay en una esquina, abrió una alacena y sacó una botella amarillenta. Tomó un trago largo de eso. Y avanzó hasta la escalera con la botella en una mano. Se detuvo. Volvió, dejó la botella en la alacena y la cerró cuidadosamente. Luego alcanzó la escalera ímpetu, subió y se nos quedó mirando desde arriba (en realidad miraba a Laura; pensé que su mirada por un momento vacilaba, como si estuviera esperando que Laura lo detuviera con algunas amables palabras).

Pero cuando volví a mirar a Lucas ya estaba encaramado sobre la baranda del balcón de la derecha, se bamboleaba con las manos desplegadas haciendo equilibrio (me recordó a un surfista que intenta domar una ola). Enseguida, por suerte, o no, dadas las circunstancias, se lanzó hacia la lámpara (hay que decir que la lámpara no está lejos del balcón) Nos miró desde ahí, sin saber qué hacer, abrazado de la lámpara. Cualquiera hubiera pensado que la lámpara se iba a mecer. Pero parecía ser más resistente de lo pensado. Y Lucas con la mano no alcanzaba los cuernos del bisonte. Vi que con los pies tocaba el entablado y se impulsaba hacia atrás con el objetivo de que al volver con fuerza hacia adelante la lámpara lo dejara tomar los cuernos de la cabeza y así también poderla desclavar. Todo pasó muy rápido, pero la lámpara se soltó y cayó. Lucas quedó colgando con una mano en cada cuerno (y debían estar afilados porque a Roberto le cayó una gota de sangre en la cara).

Por la emoción noté que me empecé a marear. Roberto y Bárbara pegaron un grito. Roberto perdió los estribos. Se fue corriendo hasta la otra punta de la habitación. Lo perdí de vista por un momento. Debía estar frente a las espadas.

Lucas gritó:

-¡Por los Mastronardi!- mientras hacía fuerza para desclavar la cabeza y caer así irremediablemente al piso. Pero no lo conseguía.

Fue ahí que la puerta principal se abrió de repente. La patada fue certera. Al darme vuelta vi que me estaban apuntando con un arma.

por Adrián Gastón Fares.

1995. El paradigma perdido. 2.

Anotaciones del cuaderno del Chino.

Uno de los trekkies se había mojado las medias al pisar por el camino una zanja. Les decíamos los gemelos porque eran de la misma estatura y muy parecidos aunque no tenían familiares en común. Cada uno tenía una insignia de su serie favorita, un alfiler dorado clavado en las remeras a la altura del pecho, y a mí me parecían lampiños. Estaba acertado porque en el tiempo que pasamos acá a mí me creció una molesta barba pero ellos siguen como el primer día. Uno se llama Alberto y el otro Roberto. Son nombres un poco de persona grande para la edad que tenemos. El promedio es 20 años o menos. Laura y Bárbara son las únicas mujeres del grupo. 

La concesionaria donde estábamos era del tío de Lucas. Lucas es mecánico, o mejor dicho trabaja en un taller mecánico, siempre con las uñas sucias y las manos engrasadas, no sabemos muy bien qué hace estudiando cine. Él mismo dice que no le gusta el cine. Tal vez antes de que termine de escribir esto logre desatar algunos nudos del misterio que nos rodea pero no creo que vaya a comprender por qué Lucas estudia con nosotros. ¿Cine? Nunca habla de películas.

Por lo demás, es el más alegre del grupo y el primer día apenas entramos al lugar se tiró en un sillón, cruzó las piernas y declaró que se había olvidado las copias de sus apuntes. 

Propuso que, antes de que el negocio cierre, fuéramos al supermercado a comprar varias cervezas, Coca Cola y algunos vinos y dejáramos el trabajo práctico para otra ocasión. Si lo hubiéramos escuchado -admito que yo no soy muy bueno escuchando- esto no hubiera ocurrido. Pero, ¿quién cambiaría el pasado reciente? Con todas las cosas que llegamos a entender… Parece inadmisible. 

Nadie lee dos páginas fotocopiadas y siente una revelación. Por lo menos, ni yo, al que gustan de llamar Chino -en dinámica de grupos de varones es impresionante la rapidez con la que uno se gana un apodo-, ni Martín, que somos los que más leemos -devoramos todos los cuentos de Lovecraft, no somos de esos que miran películas nada más- pensábamos que leyendo tan poco se puede ganar tanto.

A los trekkies no los cuento porque son una especie de genios.  Las revelaciones, especialmente las creativas, no parecieron serles indiferentes en sus vidas. Entre los dos escribieron una versión de Star Trek ambientada en la época victoriana. Y otra inspirada en Chesterton. Sólo sé que hay un sacerdote a lo Alien3 (no es lo mejor recordar esa película ahora que estamos encerrados en estas celdas tan desagradables, una cosa es estar encerrado en una nave, que ya de por sí es una especie de prisión, y otra en una celda la comisaría 9na de Lanús) que resuelve casos detectivescos. 

A Martín y a mí nos gustan más las películas de John Woo, vimos todas las de Tarantino, claro, y deliramos bastante con lo que hace Lynch, aunque no entendamos realmente mucho esas tramas tan densas. A la vez, tenemos como una especie de deidad a George Romero e incluso podríamos competir con los trekkies porque escribimos una monografía sobre su trilogía zombi (pero comprendo que el ensayo es un arte menor a la ficción). Tratamos de dejar de lado las de Fulci, aunque fue imposible.

Todavía no sé bien qué le gusta a Bárbara. Creo que la música, por lo menos habla bastante de The Cure y otras bandas que también me gustan. Laura era fanática de X Files y estaba entre estudiar lo nuestro, o sea cine, o arquitectura. Creo que la esperanza secreta de sus padres era que dejara lo nuestro, o sea el afán por algún día dirigir películas y escribirlas, en cuanto viera lo insulsas que podrían ser nuestras charlas. Por lo menos, eso era lo que ella decía cuando peleaba en broma.

Ahora bien, paso a describir a los personajes de este  misterio dramático educativo, como lo llaman los trekkies, personajes entre los que, no diré lamentablemente porque confío en que algún familiar me sacará de esta prisión, me encuentro. 

Lucas, el más flaco y alto, medio dormido en el sillón, Martín un rubiecito compacto y de pelo enrulado, yo, el más petiso, con los ojos medio achinados, pelo oscuro y cuello largo -me decían Jirafa en el colegio, en otra dinámica de grupos- y las chicas: Bárbara,  de tez muy pálida y pelo largo oscuro; Laura, grandota, bien morena, y con una campera de jean y un buzo atado a la cintura que ahora mira hacia cualquier lado -los policías decidieron que debíamos compartir la celda, chicas y chicos- mientras escribe también notas sobre lo ocurrido en su libreta. 

Nunca vivimos algo como esto y hay que escribirlo. Además si nadie nos viene a sacar de acá, vaya a saber cómo podemos terminar. Resulta que encerraron a los asaltantes con nosotros también. Bueno, no a todos. Falta uno. Creen que son estudiantes. En eso seguramente la imagen de Lucas ayudó bastante. Más allá de estas elucubraciones, creo que es la única celda que hay en la novena, tal vez sea esa la única razón de que la compartamos.

Para terminar la descripción faltan los trekkies. Ni en una celda se los puede ubicar. Logran pasar desapercibidos. Siempre andan por ahí como si no estuvieran. Podrían estar en el centro del grupo mientras escribo esto sentado en este duro banco y yo no verlos. En fin, basta de personas, pasemos a los objetos. Primero, el más grande.

El lugar, claro. La concesionaria. ¿Cómo es la maldita concesionaria? 

Hay una escalera que desemboca en un pasillo en el que están apostadas  las oficinas superiores. Si antes de entrar a las oficinas superiores uno se da vuelta puede mirar por los balcones hacia abajo y ver la sala grande. 

En el pasillo superior, la oficina de un tal Mastronardi está en el ala derecha. Y la de un tal Mastronardi hijo en el ala izquierda. En realidad no se puede mirar muy bien hacia abajo porque uno, por lo menos yo, se impresiona con las cornamentas de las cabezas de los animales colgados del entablamento. Mientras escribo esto apenas me animo a recordar el ojo del león rugiente. De los colmillos parecían suspenderse hilos de baba (tiene que ser el efecto de alguna gotera en el techo, qué otra cosa puede ser). El alce es más difícil de describir, tal vez porque no estoy demasiado seguro de que sea un alce. Podría ser el fauno más natural que vi. Creo que es un bisonte. Pero hay también unos cuantos alces. Esos me dan más pena, ahí colgando muertos con sus cornamentas.

Fuera, después de la puerta amplia y los ventanales vidriados, hay un camino de cemento, flanqueado por dos jardines con gravilla entre los que están en exhibición coches y motocicletas y algunos granados plantados. También hay una parrilla en la que pensamos hacer un asado. Pero dadas las circunstancias parecía una aventura demasiado irresponsable.

Falta describir a alguien más. Es el tío de Lucas, que por lo menos Martín y yo, creemos que estaba oculto en algunas de las oficinas. Además de la subrepticia Drusila. Estos dos actantes son las únicas explicaciones que encontramos a lo que no podemos explicar.

por Adrián Gastón Fares.

Adelanto 1995, el paradigma perdido. Nueva novela.

Este año y el pasado estuve desarrollando nuevas novelas. Las tramas, las historias, que más me gustaron, son las de 1995, una ucronía, y Voraces también ciencia ficción. Por otro lado, estoy escribiendo la continuación de Seré nada, que se centra en el personaje de Fanny y cuya trama descansa en el regazo de la bien conocida, y tal vez por eso, huidiza dama llamada Terror (esa trama tampoco deja de lado la ciencia ficción, claro) También me queda armar la edición digital de Yo que nunca fui, la novelita que escribí luego de Seré nada y que ya está publicada en este blog. A. G. F.

Este es el Prólogo de 1995.

Acá no vamos a dar vueltas porque ya nos dieron demasiadas. Estamos en 1995 en el aula de profesores de la Universidad de Buenos Aires. Albatracio Mercedes Sanone Décimo Quinto, profesor de estructuras narrativas, prepara algunos apuntes con la buena intención que sus alumnos los relacionen con una lista de películas de ficción. Es la facultad de Arquitectura y Urbanismo, la carrera es una más o menos nueva: la de Diseño de Imagen y Sonido. Albatracio, que está de espaldas a una ventana abierta que da al río, frunce la nariz, distraído por los quemados vapores que llegan de la cocina del patio de comidas colindante al refugio de profesores, que forman en su cabeza la imagen de una detestable hamburguesa, y en ese momento, el mismo viento que empuja hojarascas dentro del aula hace que tres hojas de papel de una monografía que él había separado cuidadosamente, se levanten, vuelen y queden finalmente entre los otros papeles cuyos impresos nombres inminentes aceptan a los otros, autores menos conocidos, sin ningún resquemor.

Albatracio se da vuelta, recoge los apuntes, cruza la sala de profesores ante la mirada un poco hostil del resto de los profesores, que no pierden oportunidad para burlarse mentalmente, aunque sea, de su nombre, y también de sus estudios de literatura comparada, y se va directo a la fotocopiadora. Deja los apuntes y siente alivio por dar terminada su tarea.

Tiene pocos alumnos, es la primera clase a su cargo, de una cátedra que quedó desierta, y esos mismos alumnos, seis, el mismo día, antes de salir disparados de vuelta hacia los cuatro puntos cardinales que los trajeron, se hacen con una copia cada uno del ya famoso, por lo menos en esta mini cofradía de fans de Star Trek, y perdido original.

Al otro día, viernes por la tarde, luego de la cursada de Montaje cinematográfico, nos juntamos en la concesionaria de autos. No sabíamos que nuestra historia cambiaría para siempre.

por Adrián Gastón Fares.