Seré nada. Capítulo 36. Recapitulando un poco. Luego de dos epidemias, en 2023, Ersatz, Silvina y Manuel, que comparten una amistad creada en un foro virtual sobre la sordera que padecen, viajan desde capital al sur del Gran Buenos Aires en busca de una colonia de sordos señalada en un blog: Serenade, se llamaría la colonia. Luego del complicado viaje a pie, en Lanús descubren que están en medio de una colonia de personas silentes. ¿Pero son personas sordas? Mientras tratan de dilucidar qué son, desde la oscuridad de las calles surgen personas que están acechando a los nuevos y extraños vecinos. Son los «nacionalestes», eugenistas que defienden la sangre argentina. Desde el corazón de un colegio, los «nacionalestes» no sólo se preguntan qué serán también estos seres con la boca pegada, a los que les cuesta muchísimo extraer los dientes para alimentarse en las temporadas de lluvia, sino que pasaron a la acción y armaron un programa para intervenir a los serenados y tajearles las bocas para integrarlos a la sociedad. Luego de una emboscada, Silvina quedó atrapada debajo del escenario del colegio junto con los demás serenados, que están listos para ser operados e «integrados» por Algodoncito, un médico enano. A su vez, Ersatz pasó la noche en un pozo ciego, donde se le apareció el fantasma de Ramoncito, un compañero que sufrió bullying y que hizo una matanza en el colegio, antes de quitarse la vida. Ramoncito le pide que lo saque de ese agujero. Fanny, que es mitad serenada, porque es hija de un cura y Gema, la cabeza de esta colonia obsesionada con las terrazas y el sol, parece ser una informante del grupo de la avenida y, dadas las circunstancias, debe tomar una decisión.
36.
Aunque Silvina no lo imaginaba, ni podía escucharlo, detrás de la pequeña puerta que daba a la parte inferior del escenario, también iban en aumento los quejidos.
Fanny, la chica de ojos claros y campera de cuero, escribía rápido en su celular.
Madre. NO.
Había escrito en la pantalla para mostrárselo a Evelyn.
La señora que estaba barriendo ahora la apuntaba con la escoba. Fanny estaba contra la pared, asustada. Por su edad, todavía no se sentía débil.
—Mirá vos. ¿Estás segura de que eran tres nada más? —la apuró Evelyn.
Fanny asintió con la cabeza. Evelyn la miró, consternada. Luego miró la pantalla.
—¿Desde cuándo te preocupas por esa bestia? ¿Así nos pagás la oportunidad que te dimos? Debería tirarte este aparato —dijo pasándole el celular—, a ver si al fin lográs despegar esa boca.
Fanny podía separar sólo de un lado de la boca las comisuras de sus labios. De ese lado, se veían dientes amontonados. Del otro lado tenía los labios pegados como los demás serenados.
—Buena actriz resultaste, pero mala persona —continuaba Evelyn—. ¿Querés ir con Algodoncito también? Total, ya hiciste la tarea.
Una lágrima se desprendió del ojo, justo arriba del lado abierto de la boca de Fanny, y se deslizó hasta la comisura del labio superior donde quedó clavada en esa mueca desagradable que estaba mostrándole a la señora canosa, al hombre de barba y a Lungo, que la cercaban en un semicírculo.
—Mi amor… Por favor, Fanny. Podemos tener más paciencia… —dijo Evelyn.
El quejido que salía del pecho y de la parte abierta de la boca de Fanny rebotó contra el techo de lata. El eco hizo que casi todos giraran las cabezas.
La señora, encorvada, con el pelo cano atado atrás y una papada desagradable que le tapaba el cuello, seguía apuntándole con la escoba.
Fanny soltó un gemido. Sonó tan alto que todos se taparon las orejas con las manos y alejaron sus miradas de ella.
Cuando levantaron la cabeza, Fanny estaba prendida del cuello de la vieja, que trataba de sacársela de encima.
La vieja, sin poder mirar hacia donde iba, avanzaba hacia el patio exterior. Lungo se acercó desde atrás, pero Fanny desclavó el colmillo que le había clavado en el cuello a la vieja y saltó por delante de ella, para seguir corriendo hacia la puerta que daba al otro patio.
De ahí se trepó al mástil de la bandera, el metal brillante dorado por la luz del amanecer, y cuando estaba por la mitad, como si fuera un mono, saltó por encima de la pared baja hacia la calle.
Cuando el hombre de barba y Lungo lograron llegar a la puerta, abrirla y salir afuera, no había ningún rastro de Fanny en esa calle.
Ya había amanecido y las luces del alumbrado se habían apagado.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
Enlace alÍndice para leer novela de terror Seré nada (se actualizará diariamente hasta el final de la novela)
La agrietada tapa de la fosa séptica se había partido. Al instante, Ersatz estaba hundido hasta el cuello en un lugar de la casa de sus padres en el que nunca hubiera pensado estar.
Era la mierda de su familia, de los que habían pasado por la casa, su propia mierda, la de Silvina, la de Manuel, y el olor era tan poderoso que Ersatz, aferrándose con las dos manos de algo que parecía ser una raíz, agradeció que su cabeza estuviera por encima del agua parda.
Se sostuvo en esa posición un buen rato tratando de respirar con la menor frecuencia posible.
¿Para qué había aceptado la propuesta de Silvina de correr aventuras estrambóticas buscando una incierta colonia de sordos?
¿No le bastaba a Silvina con las reuniones en el café? ¿El grupo la Oreja?
¿Y a él no le bastaba con haber crecido sin prótesis auditivas, sin saber que escuchaba la mitad que otros? ¿No bastaba tener un pie en el mundo oyente y otro en el silencio? Ahora tenía los dos en la mierda.
No sabía si reírse, llorar, patalear seguro que no porque haría que los vapores nauseabundos atrapados por tanto tiempo en el pozo se revolvieran, liberando más partículas de mierda que subirían al encuentro de sus fosas nasales apretadas.
Tal vez había aceptado volver porque en ese barrio había crecido. En ese barrio había experimentado por primera vez lo que era ser rechazado y también aceptado en un grupo.
Se habían reído de él, le decían San Martín, por lo serio y callado, le decían Forrest Gump porque reaccionaba tarde, lo despeinaban o le decían narigón, pero a la vez siempre había uno que lo elegía a último momento para jugar. Para otros no había sido así…
Ersatz intentó mover el pie derecho, pero se le había trabado en una raíz.
Miró hacia abajo y vio dos ojos grandes, como pimientos abrasados, que, debajo del agua sucia, resplandecían. Pensó que era una rata gigante que estaba flotando en el fondo. Pero la mirada iba acompañada de un rostro con facciones apergaminadas, grisáceas, que la misma luz de los ojos descubrían. La boca de ese ser estaba contraída. Al abrirse expulsó burbujas.
Ersatz vio que tenía la pistola en una mano y con la otra se sostenía de él para evitar hundirse en el asqueroso légamo que parecía haber más abajo.
¡Ramoncito!
Siempre había estado ahí, escondido, pensó Ersatz.
Con él sí habían sido malos, sí habían sido duros y Ersatz no había podido hacer nada para que lo dejaran de llamar Pantriste.
Ersatz sintió que lo tiraban para abajo con fuerza, pero logró mantenerse aferrado a la raíz.
¿Qué querés?
No supo si lo dijo para afuera o para adentro.
Volvió a mirar hacia abajo. Nada. Agua parda. No había nadie. Pero no podía liberar el pie.
Al levantar la cabeza los ojos, ahora brillantes y de color violáceo, estaban junto a él. La boca se abrió y vomitó agua pútrida. Ersatz quedó enceguecido por el vómito. Estuvo a punto de soltarse. Luego, abrió los ojos, y los labios agrietados de Ramoncito expulsaron una palabra que en vez de salir de ellos resonó como un eco lejano.
SACAME.
Ersatz sintió que se caía y trató de agarrarse más fuerte de la raíz. Escuchó un chapoteo a su lado. Volvió a mirar al costado y el rostro pútrido había desaparecido.
A la altura de su pecho, ahora el agua ennegrecida estaba aquietada.
¿Por qué justo a él se le tenía que aparecer Ramoncito?
¿Por qué?
A él también lo habían apartado, abandonado, traicionado, discriminado, estigmatizado, minimizado, despreciado tantas veces, incluso personas a la que quería, que habían sido impiadosas con él, indiferentes, hasta en los momentos más difíciles de su vida como fue para él enfrentar en soledad el diagnóstico de su sordera, las prótesis que ahora le colgaban de las orejas y que tanto le había costado conseguir, y cuya función era escuchar, y sin que se perdiera ninguna, las descalificaciones, las palabras de desaliento, los y todo es así acá, los la gente no cambia, vos tenés que cambiar, este país es así.
¿Por qué?
Él jamás había maltratado a nadie. Ni a Ramoncito.
¿No era eso lo que lo había perdido? ¿Aceptar los audífonos? ¿No eran sus respuestas sarcásticas las que enojaron a Silvina?
¿Por qué tenía tanta bronca ahora?
¿Él no había tratado de parecerse a los otros? ¿A las personas que habían vuelto loco a su compañero de colegio? ¿No era eso lo que le reclamaba Ramoncito?
Querer acercarse a una sociedad de la que podría haber escapado si hubiera sabido desde el principio que tenía eso que todos a los que se les cuenta un diagnóstico de sordera dicen: es mejor, uno puede hacerse el tonto y hacer como que no escucha. Por las cosas que hay que escuchar.
¿Qué era ser una persona sorda, luchar y aceptar esa identidad, aceptar el certificado de discapacidad y los audífonos, si no querer parecerse a otros con los que no tenía nada que ver?
A los normoyentes, los que escuchan sin problemas, y a los que nunca escucharon.
Era resistir, era tomar lo que otros le daban para colgárselo de los oídos. ¿Y él dónde estaba?
Si no fuera porque se sostenía con las dos manos de las raíces del árbol que lo había visto crecer, en ese momento hubiera arrojado las prótesis auditivas al fondo de la ciénaga en que estaba para que quedaran allí para siempre, custodiadas por Ramoncito; las baterías intoxicando el agua de un país en el que nunca se había sentido a sus anchas, en el que nunca había sentido pertenecer a nada, y tal vez esa era una de las razones por las que había terminado en esa inhóspita comunidad de personas con las bocas pegadas como los muertos.
Después de todo, por algo había trastocado su nombre. Ersatz en vez de Ernesto. Ersatz, el reemplazo, justo. Ersatz venía del alemán, pero él no tenía nada de alemán. Descendía de italianos y de argentinos.
El resistirse a su destino, el buscar ser como los otros, lo había llevado a estar acorralado por esos eugenistas, o nacionalestes, como les decía Gema, a los que podía reconocer desde lejos porque ya los había cruzado en su vida.
El problema con ese tipo de mierda era que la saliva de la boca hiriente salpicaba, pero no hedía.
Si fuera tan fácil olfatear a los demás para reconocer qué eran como oler los excrementos que flotaban ahí abajo, si existiera ese sexto sentido que podría equipararse a lo que nos hace alejar de un sepulcro abierto porque ese aire es malsano, entonces todo sería más claro y más fácil con las personas, y con las instituciones que forman, como las familias y los países.
Mejor era hermanarse con los excrementos más simples que flotaban entre sus pies, conocerlos.
Inspiró hondo, se mareó por el tufo penetrante y agrio, pero sus pulmones se llenaron de aire, por lo que sintió la fuerza necesaria para arrastrarse afuera de ese agujero pestilente.
La raíz en que tenía el pie atrapado se rompió y logró encaramarse a las baldosas del patio.
Aunque ahora su pensamiento estaba en escapar, en no ser atrapado por los tipos esos y Evelyn, medicina, por un instante sintió que, entre las capas de olor nauseabundo, llegaba un aroma rancio, ácido, herbáceo, frutal…
Sintió que había aprendido a olfatear la baranda del resentimiento original, el único y verdadero.
Y supo que debía actuar, que debía ser duro y firme con los que lo molestaban.
Ya sobre sus rodillas, bajo el viejo olivo, miró al cielo oscuro entre las ramas que se mecían por el viento.
No había nadie que enfrentar. Se habían ido.
Tenía que encontrar a Silvina.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada / Serenade Todos los derechos reservados Adrián Gastón Fares
Serenade. Capítulo 4. Grupo de chat «La oreja» Resumen: Silvina les cuenta de Serenade, una supuesta comunidad de sordos. ubicada en Lanús, a sus amigos Manuel y Ersatz.
4.
Grupo de Chat La Oreja
Silvina
¿Escucharon hablar de Serenade?
Er
¿Qué?
Silvina
Serenade.
En un blog dice que es una colonia de personas… como nosotros.
Manuel
¿Superhéroes?
Er
Hipoacúsicos, sordos…
Silvina
Personas con sordera. Hay comunidades así. ¿Qué dije ayer? No me escuchan nunca.
Perdón.
Er
La del Próvolo era una colonia de sordos…
Me sale esa.
Silvina
Siempre escabroso.
Manuel
Los mellizos estudiaron en California, en una escuela de sordos.
Fremont.
Er
¿Los del subtitulado?
Manuel
Sí, los del foro.
Silvina
Esta que digo no es una escuela. Es una comunidad en Lanús. ¿No eras de ahí, Er?
Er
Sí.
Silvina
Dice más allá de las calles Carlos Tejedor y la Avenida San Martín. Busqué en Maps y parece un signo de la paz desde arriba, tiene sentido…
Er
¿Signo de la paz?
Lanús es. Pero ya no me acuerdo de esas calles.
Manuel
Esperen que se me va a escapar uno que se quiere llevar un queso.
Silvina
Dejalo, que se lo lleve, che…
Ahí les envíe el artículo por email…
Manuel
Claro, después me lo descuentan a mí.
Silvina
Creo que llegó un alumno.
Er
¿El japonés?
Silvina
Debe ser.
Er
¿Hace bien el saludo al sol?
Silvina
Perfecto.
Me cambiaron de tema… La colonia no puede estar lejos de tu antiguo barrio.
Er
¿Vos me querés hacer volver a Lanús? ¿Es un chiste?
Silvina
Habías dicho que la casa sigue ahí. No sabés ni si está tomada.
Leyendo el Capítulo 2 de Seré Nada / Serenade, mi nueva novela. Pueden escucharlo ya mismo o bien leerlo en esta entrada.
Podcast en Spotify donde iré a de a poco leyendo Seré nada / Serenade. Están disponibles Capítulo 1 y 2.
2.
En la ciudad de Buenos Aires no había mucho para hacer.
Ersatz trabajaba en una obra social. Llevaba encomiendas al correo, más que nada cajas de útiles para los niños de los beneficiarios. Recogía de la imprenta cajas con formularios con la carretilla de carga. Y, el colmo, pagaba las cuentas de los servicios básicos de sus superiores. Un lunes lo acusaron de no llevar unos sellos que debía duplicar… durante sus vacaciones. Recién llegado de unas vacaciones en que se las pasó escribiendo en su departamento, y con esa acusación injustificada, Ersatz decidió partir.
Guardó su termo en una bolsa con el resto de las cosas para el mate, borró toda la información que había en su computadora —también llenaba plantillas de datos y había filmado algunos eventos culturales—, metió los cuentos que había escrito en el pendrive que siempre llevaba en su mochila, saludó al único compañero que respetaba y desapareció.
Le quedaban algunos alumnos online de escritura de guiones con los que podría arañar la suma total del pago del alquiler. De última, se habían devaluado las propiedades y era fácil cambiar de casa. Pero estaba cómodo ahí. Sabía dónde estaban los negocios con los mejores precios. Llevaba tiempo descubrir un barrio nuevo. Lo único que no le gustaba de su departamento de un ambiente era que nunca daba el sol. No le parecía sano.
Haciendo trámites recibía los rayos de sol necesarios para diferenciar el día de la noche sin proponérselo. Ahora que no tenía excusa para salir lo hacía igual inventándose alguna compra urgente en negocios lejanos en los que al llegar se limitaba a mirar la vidriera para cerciorarse de que su producto elegido todavía siguiera disponible. Por lo general, la tristeza era real las pocas veces que otro producto reemplazaba al elegido o sólo quedaba el espacio vacío entre los otros.
Si eran unos auriculares inalámbricos nuevos, cuyas revisiones positivas venía siguiendo en Internet, desandaba los pasos con los hombros caídos hacia el edificio donde vivía.
En un día así, descargaba su frustración en conversaciones sobre temas aleatorios con los dos hipoacúsicos como él que conocía, como la duración de las baterías de los audífonos de cada uno, las películas que se estrenaban en los cines de Lavalle —que habían vuelto a abrir porque los evangelistas que los llenaban también desaparecieron de la ciudad—, y sobre la búsqueda eterna de encontrar o reproducir el zumbido que escuchaban, él de manera continua, pero Silvina y Manuel intermitente. Las palabras cuando tocaban este tema eran acompañadas de enlaces a YouTube con grabaciones de frecuencias extrañas. Y de elucubraciones por lo menos sospechosas, como que el zumbido, el pitido, el tinnitus, era en realidad alguna señal proveniente de los primeros satélites lanzados, que seguían dando vueltas en nuestro sistema solar o de alguna nave, propiedad de la humanidad o no, que andaba rondando el espacio interestelar.
En esas ocasiones, en el grupo de chat La Oreja, los mensajes iban y venían. Eso fogueaba la amistad que habían iniciado en un foro virtual y luego ampliado en algunos espacios más reales como antiguos cafés. Ese día notaron la incertidumbre de Ersatz y convinieron en reunirse el fin de semana.
por Adrián Gastón Fares.
Serenade/Seré Nada. Copyright Adrián Gastón Fares. Todos los derechos reservados.