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Intransparente. Capítulo 2 y PDF.

En aquellos días, Elortis se dedicaba a esconderse de los periodistas que lo esperaban afuera de su edificio. Los despistaba con un bigote que su padre había comprado en una tienda de bromas (extrañado, recuerda que en una época Baldomero aparecía con ese tipo de cosas; narices falsas, antifaces o colmillos). Sin embargo, una vez lo reconocieron. Elortis no paró de caminar mientras respondía con evasivas las preguntas y apartaba las cámaras, y logró meterse en el supermercado chino de la vuelta. La china creyó que los periodistas querían hacer alguna nota inconveniente para el ramo y los sacó volando con la ayuda del verdulero centroamericano. Elortis aprovechó para comprar comida y vino tinto, y retornó a su departamento donde se escondió varios días. Lo extraño, decía, era que seguía escuchando los ruiditos de Motor. El rasguño en la alfombra. Los maullidos tenues en busca de comida y agua. Las corridas repentinas. Pero sabía que el gato no estaba; así era la imaginación. Hasta pensó que sería el mono araña, que había vuelto. ¿De qué hablaba?

Pero me dijo que alguna vez me contaría la historia de ese mono. La pérdida de Motor lo tenía confundido. Primero porque no debería haber ido al rescate imposible del pasado de su padre (¡¿Qué era lo que podía hacer él con una carta favorable?!: siempre estarían los rumores), segundo porque no debería haberse llevado al gato por dos días de viaje, a quién se le ocurriría, hubiera estado a salvo en su departamento. ¿Qué iba a hacer ahora solo como un perro?

Elortis era de esos que te hacen reír sin querer. Su intención escondía una seriedad no tan difícil de entender, era la seriedad de la persona que llegaba al momento de su vida en que tenía que volver a jugarse todo. Ya había acariciado el éxito. Pero ahora tenía que dar otro paso, uno nuevo que consistía aparentemente en vivir como él quería y volver a escribir –o simplemente a hacer, como él decía– otra cosa de peso.

Además, estaba claro que no había encontrado el amor. Más bien se le había escapado. Se había enamorado algunas veces, pero lo arruinaba todo cuando las cosas iban en serio. Elortis idealizaba a las mujeres que le gustaban y a las que no las trataba con la desidia necesaria para enamorarlas. Así pasó con Miranda.

Ahora, después de la muerte de su padre, del éxito repentino que había alcanzado con el libro y de la enemistad con Sabatini, reconocía en sí mismo la madurez necesaria para mirar de frente a las personas. Supongo que la acusación contra su padre debió renovar su fuerza, como si tuviera una tarea importante que atender.

Nunca me contó el fin de Baldomero, pero me aclaró que el asombro de no poder hablar con él desapareció un año después de su muerte. En cambio, al tocar el tema, sacó a luz una de las historias de la enanita, cuya abuela materna había fijado la hora en que moriría.

La vieja le avisó a sus familiares que a las doce en punto de esa noche se iba y que su deseo era que rodearan su cama para acompañarla en sus últimos momentos. Se acostó y cerca de la medianoche escuchó con los ojos entrecerrados, sin chistar —palabra de la enanita— la extremaunción del cura. Al rato, como no pasaba nada, le preguntó a su hermana, la tía de la enanita, la hora. Cuando le confirmó que habían pasado unos minutos de las doce, corrió su manta con desdén, se calzó las pantuflas y avisó que, por lo visto, aquella noche no se moría. Después se fue a la cocina a hacerse algo de comer. A Elortis parecían gustarle estos personajes despampanantes. Necesitaba nombrarlos cada tanto y, peor todavía, tenerlos cerca en su vida.

Sin embargo, se había pegado a Romualdo, su ex compañero de facultad, porque era la persona más callada de la cursada. Su silencio era poco discreto, molesto para los demás. Había días en que sólo abría la boca para elegir la comida en el comedor de la universidad. Elortis, que era mucho más introvertido entonces, enseguida logró llevarse bien con Romulado e iniciaron una amistad sostenida a lo largo de los años. Después que terminó la carrera, el chico tímido se convirtió en un hábil empresario, dejando de lado la psicología para invertir su dinero en una peluquería chiquita en Caballito. El negoció prosperó, y Romualdo instaló una sucursal en Barrio Norte. Se ocupaba diariamente de administrar los dos negocios y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de su físico y a la diversión con mujeres. Se convirtió en un fiestero insobornable —en cuanto Elortis hablaba de proyectos conjuntos sin visión comercial, como los que llevó a cabo con Sabatini, enseguida le cambiaba de conversación— y en un vividor preciso, con pocas, o en apariencia ninguna, dudas existenciales. Él arreglaba las salidas, poniéndose al tanto de los nuevos bares y boliches, y se ocupaba de equilibrar el entusiasmo de su melancólico amigo. Aunque Elortis lo detestaba a veces, apreciaba la alegría imperturbable de Romualdo como un don invaluable.

En ese momento, me pareció que enaltecía el carácter de su amigo para que yo no pensara mal de sus salidas. Decía que no buscaban chicas; solamente pasarla bien entre amigos.

Elortis evitaba referirse a su vida sexual en las conversaciones, no sabría encuadrar los desenfrenos a los que se entregaba con nuestra diferencia de edad. Aunque alguna que otra vez quiso saber cómo estaba yo vestida y cada tanto me pedía que le mostrara una foto nueva. ¿Para cuándo en la playa? Pero enseguida aclaraba que era una broma. Recuerdo, sin mirar el registro de las conversaciones, que cuando volví a afirmarle que nadie me había tocado, por lo menos a fondo, no creas que nunca hice nada, eh, Elortis al rato me salió con que el sexo en nuestra época era la más grande de las ficciones y la única que seguíamos consumiendo con ingenuidad. Más que seguro, una carita de desconcierto, y él cambiaría de tema.

Sospechaba que su padre había sido mujeriego. Pero no se lo imaginaba arriesgando en las comidas su cátedra de Análisis Experimental de la Conducta. Los  alumnos, a pesar de sus locuras, o tal vez por eso mismo, lo querían y, cuando decidió dejar de dar clases, iban en grupo a visitarlo a su departamento. Baldomero los escuchaba en silencio, como si fuera otra persona, opuesta al profesor gritón de antaño, y después los despachaba, criticándolos apenas se cerraba la puerta. Para él estaban perdidos, había algo que se les había escapado en sus clases.

El conflicto con la verdadera identidad de su padre se agudizó cuando una ex amante, la señora Susana P., como la llamaba Elortis, apareció en un programa de televisión de la tarde diciendo que a Baldomero en el terreno sexual le gustaba dominar, debido a que sufría de complejo de inferioridad. Para ella el profesor era un agente civil de la dictadura, pero lo hacía para no perder su cátedra en la facultad. Para colmo, Susana P. había sido una conductora de televisión bastante famosa en una época.

Otra vez acampaban los periodistas afuera del edificio de Elortis. Unos días después supe que, mientras yo arreglaba una reunión con mi ex novio para terminar de aclarar las cosas, Elortis se la había pasado buscando, sin suerte, a una persona que hablara a favor de Baldomero en uno de los programas de televisión. Según decía, necesitaba encontrar a alguien que estuviera dispuesto a revertir el proceso de desmeritación iniciado contra su padre.

La visita a Ramiro, un ex gobernador tucumano, con el que Baldomero jugaba al tenis, no dio frutos. Fue, más bien, denigrante. El viejo estaba en el hospital, conectado a muchos cables y, mientras la esposa, mucho más joven, leía una revista de modas, Elortis susurró el nombre de su padre. Como resultado, Ramiro intentó sacarse la intravenosa de la mano derecha para, según le había parecido a Elortis, pegarle un cachetazo. La mujer dejó la revista y lo acompañó al pasillo de la clínica para explicarle la razón de la bronca.

Baldomero y su esposo siempre habían discutido y levantaban banderas opuestas sobre cualquier tema. Se hacía sentir la falta de los dos en la mesa del club. Que disculpara a su marido, estaba en las diez de última, como bien podía ver, y odiaba a Baldomero porque, además de haberle hecho perder una copa en un torneo de dobles, se le había tirado a su ex esposa.

Otra. Baldomero reconocía a un tal Walter como uno de sus alumnos más inteligentes. Para él, este chico era el único que entendía sus clases, en las que saltaba de un tema a otro, dejando que sus alumnos los asociaran libremente. Walter, también, estaba dispuesto a acompañarlo en la expedición a Madagascar en busca de los signos ocultos de la naturaleza que le revelarían la lengua adámica. Para esta tarea, Baldomero hasta había llegado a estudiar el arameo imperial, que usaría como lingua franca para comunicarse con los posibles habitantes en el caso de que encontraran alguna civilización escondida, aislada de la evolución sólo para conservar la pureza original del mundo primigenio. No era la única teoría excéntrica con la que el profesor amenizaba los desayunos y los almuerzos.

Elortis temía que las acusaciones contra su padre fueran reales. Después de todo, ¿no era un charlatán de primera? ¿cuándo hablaba de psicología fuera de sus clases? Y algunos alumnos, los de menos luces, es cierto, directamente no lo aguantaban, decían que se iba demasiado por las ramas. También, como para que no fuera así: había llegado a la conclusión, en la época en que era un profesor alegre y picaflor, de que en Madagascar existía una caverna, o un resquicio en la roca de la isla, que llevaba a una ciudad subterránea poblada. La fauna no podía ser lo único particular en ese lugar, sino que así como habían permanecido intactas esas especies que conservaron sus características esenciales, también los humanos lo habrían hecho, salvo que bien escondidos de la mirada del mundo. Baldomero estaba casi seguro de que sería imposible dar con el agujero en la roca que lo llevaría a esos hombres pero se conformaba con el logro que significaba convencer a alguien para que le financiara el viaje. Para intentar dar con la caverna rastrearía ciertos indicios en la fauna y la flora del lugar. De todas maneras, creía que ya ver a esas especies de cerca y en su hábitat le haría comprender la naturaleza de los demás habitantes. Yo leía absorta las palabras de Elortis. ¡Qué padre tan interesante había tenido después de todo! El mío se pasaba el tiempo alquilando departamentos y casas que mandaba a construir.

Pero sigamos, Walter no era el exitoso psicólogo que Elortis esperaba. Vivía en un departamento chico sobre la calle Paraná, pegado al barrio de Montserrat, donde atendía a sus pacientes. Elortis estuvo esperando en la puerta del edificio unos quince minutos al lado de una chica, y cuando Walter bajó para despedir a otra paciente y hacerlo pasar, le pidió a la chica si podía esperar un rato más.

Subir en el ascensor con ese otro producto de su padre lo había hecho sentir como si fuera un paciente más. Debo admitir que me causaban gracia los pensamientos de Elortis, eran los culpables de que me acordara de él cuando no hablábamos, cuando me tiraba en la cama a mirar alguna serie o cuando escuchaba música y liberaba mi imaginación.

En fin, mi amigo subió callado el ascensor con Walter y ya en el sillón de los pacientes le preguntó si podría interceder por su padre ante la opinión pública. Eso significaba escribir a los diarios una carta en la que debía contar cómo era la personalidad de su padre para despejar las dudas sobre sus actividades en la universidad. Walter sonrió y comentó que, a pesar de que apreciaba la visita y que no pasaba un día sin que se acordara de Baldomero, no era el indicado para esa tarea. Le explicó que su padre le había hecho perder tiempo y dinero con el proyecto de encontrar financiación para su viaje a Madagascar y todo por su afán de no pasar por un simple psicólogo ante los ojos de los alumnos. Quería emular a su héroe predilecto, Nansen; pero, ¿cuántas zonas inexploradas quedaban?, se preguntaba Walter ¿Hace falta que nos inventemos una para aparentar lo que no somos y, más que nada, lo que no se puede ser, ni hace falta que sea? Tenía esas mañas, contestó Elortis, medio confundido por las palabras de Walter, que siguió atacando a su padre.

Había notado al entrar que el ex alumno era bastante amanerado. Parece ser que, cuando Walter era ayudante, Baldomero no sólo le pegaba en la espalda para que adoptara una postura más erguida cuando estaba en frente de la clase, sino que frecuentemente le sugería que hiciera ejercicios vocales para engrosar su voz. Según Baldomero, si quería ser psicólogo tenía que parecer una persona normal ante sus pacientes y no como un personaje digno a ser tratado.

Elortis recordó que su padre odiaba que Walter tuviera inclinaciones. Le aseguraba a su esposa en la cena que con el tiempo su ayudante se convertiría en un puto a secas. ¿Cómo se le había ocurrido que ese psicólogo humillado en su juventud por Baldomero diariamente hablaría a su favor? Así que se levantó del sillón, y Walter le pidió si podía hacer pasar a la chica.

Confesó que se enamoraría de aquella chica si la volvía a ver. Cuando abrió la puerta para dejarla pasar, ella tenía la mirada baja, clavada en el piso, como si le diera vergüenza que la encontrara visitando al psicólogo. La nariz era perfecta. El pelo, ondulado. Alta como yo. No me dijo si era rubia o qué… Sentí celos, lo admito.

Se encontró con una tercera persona, un vicepresidente de una cámara de comercio, en un café. De paso, llevó a su hijo porque quería ayudarlo a encontrar algún trabajo con el que pudiera empezar a desenvolverse en el mundo cuando terminara su año sabático.

Fernando, un viejito que se caía a pedazos y que parecía una cabeza atada a un hilo que se perdía adentro del traje, según su hijo Martín, se dedicó por un rato a darle vueltas a la cuchara de su cortado y a contarles las cosas que le había tocado vivir en su puesto durante uno de los gobiernos militares. Apenas soltó la cuchara, afirmó que escribiría una carta a favor de su primo lejano, aunque dudaba de la importancia real que pudiera tener su palabra en la actualidad. Le preguntó a Martín qué estudiaba, si tenía novia y solo, sin que Elortis abriera la boca, le prometió buscarle una buena ocupación para que creciera aprendiendo y tuviera su propio dinero. Estrecharon la mano de Fernando y lo vieron alejarse a paso rápido hacia un edificio.

Esa misma noche, la voz de la esposa de Fernando lo despertó, para contarle que su marido tenía las facultades mentales alteradas, había una vena que no irrigaba bien y por lo tanto seguía creyendo que trabajaba en ese lugar, al que concurría todos los días que lograba escaparse de su cuidado. La señora pensó en llamarlo para avisarle apenas encontró su tarjeta en la ropa de su marido.

Elortis ya no sabía dónde buscar, y no le quedó otra que ponerse a trabajar en un prólogo para la nueva edición de su libro. Se le ocurrió llamar para eso a Sabatini.

Yo me daba cuenta de lo importante que era Sabatini para él porque las pocas veces  que lo nombraba extendía las conversaciones, dándole vueltas al asunto, aunque mi intención fuera cambiar de tema. Una noche se aferró a la figura de su amigo, o ex amigo para ser más precisa. Me confesó que extrañaba pasar las tardes con él, inmersos en proyectos irresponsables y sin futuro como el de la empresa de libros audibles.

Sabatini llegaba por las mañanas en bicicleta a la oficina que habían alquilado y, por lo general, Elortis ya estaba preparando el mate. Después, la charla variaba, según el día, sobre sus frustradas relaciones de pareja (Sabatini casado, aunque no dejaba de ser un eterno novio como Elortis —estas conversaciones terminaban siempre con una apreciación positiva de sus parejas, como para volver a poner todo en orden) o sobre las posibilidades de adquirir nuevos títulos para ofertar a sus casi inexistentes clientes. Lo que no variaba era la manía de Sabatini de contar sus sueños de la noche anterior.

A diferencia de Elortis, Sabatini soñaba todas las noches, y le gustaba expresar los cambios en la amistad y los vaivenes de la fe en la sociedad que conformaban a través del relato de sus sueños. Por ejemplo, una mañana le contó uno en el que estaban los dos en un cine, esperando que empezara la proyección de la película elegida, casualmente la proyección restaurada de Sed de Mal, una de las favoritas de Elortis, cuando notaron que la proyección había empezado debajo de sus pies en vez de en la pantalla. Discuten.

Para Ortiz era una estupidez ver una película así, pero Sabatini pensaba que era un experimento que podía enriquecer la visión de esa obra maestra. Apenas terminado el relato del sueño, Sabatini concluye que necesita más tiempo para practicar yoga y tomar clases de spinning con más regularidad para disminuir el desgaste de su organismo. Elortis no puede evitar enojarse, aunque no dice nada. Él dejaba su rutina de pesas para el fin de semana y abandonó la refacción de su departamento para apostar por la empresa. Pero Sabatini le llevaba algunos años y necesitaba equilibrar la tensión que el trabajo diario producía en su mente.

Elortis disentía porque, a pesar de que también reverenciaba el cuidado del cuerpo y de la mente, la comida macrobiótica, los tés inspiradores y los masajes relajantes, sentía que la obligación de ellos era seguir el plan que se habían propuesto desde el principio. A saber: seleccionar y editar cuatro libros audibles por mes. Obras con derecho de autor de dominio público, para evitar los problemas legales. Los clientes ciegos que tenían los necesitaban.

Habían contratado a un chico para que los distribuyera por los colegios para no videntes. Se llamaba Tony y también era ciego. Elortis le tenía bronca porque era mucho más desenvuelto que su hijo. Lo admiraba. ¿Cómo hacía para parecer uno más de la sociedad? Se suponía que su condición de discapacitado debería haberle garantizado la salida: ¿era tan necesario que sirviera a la gente de esa forma? ¿para qué tendría que adaptarse a una sociedad de la que podría prescindir con más facilidad que los demás? ¿sería feliz Tony ofreciendo sus ilustres obras en los colegios?

Elortis me parecía cada vez sospechoso cuanto más criticaba al chico que usaba para vender.

Decía que Sabatini se llevaba mejor que él con Tony. Hasta llegó a enseñarle algunas posiciones de relajación. Tony entraba, mascando chicle, revolviendo las monedas que llevaba en los bolsillos y les contaba a sus jefes sus levantes diarios. El ciego había logrado seducir a dos maestras y, por supuesto, a unas cuantas alumnas.

Aquí, Elortis se pone bastante serio y da algunas vueltas antes de soltarlo: Tony prefería a las maestras porque podían ver y él necesitaba que durante el acto sexual apreciaran con la vista su miembro. Parece ser que Sabatini y Tony se trenzaban en largas discusiones sobre variados temas sexuales. Elortis se mantenía callado o festejaba los chistes. Conmigo tampoco tocaba estos temas. Si lo hacía era tan frontal que parecía ingenuo.

Cuando tuve que contarle que me operarían de un quiste en el ovario y por lo tanto no hablaríamos durante una semana, por lo menos, me confesó que uno de sus testículos se le había subido cuando era chico. Tenía uno más grande y uno más chico; por eso debía descargar sus seminales diariamente. Tengo que admitir que este tipo de charla me divertía más que cuando me contaba los sueños de Sabatini o me llevaba al sur con la enanita.

por Adrián Gastón Fares.

INTRANSPARENTE. NOVELA COMPLETA. PDF:

SOBRE EL AUTOR.
ADRIÁN GASTÓN FARES CRECIÓ EN LANÚS, BUENOS AIRES. EGRESADO DE DISEÑO DE IMAGEN Y SONIDO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES. AUTOR DE LAS NOVELAS INTRANSPARENTEEL NOMBRE DEL PUEBLOSUERTE AL ZOMBI Y EL LIBRO DE CUENTOS DE TERROR LOS TENDEDEROSSERÉ NADA (2021) ES SU CUARTA NOVELA. EN LITERATURA FUE SELECCIONADO EN EL CENTRO CULTURAL ROJAS POR SU RELATO EL SABAÑÓN QUE, HACE 14 AÑOS, INAUGURÓ ESTE BLOG. MR. TIMEGUALICHOLAS ÓRDENES SON ALGUNOS DE SUS PROYECTOS CINEMATOGRÁFICOS PREMIADOS Y SELECCIONADOS, ASÍ COMO EL DOCUMENTAL MUSICAL MUNDO TRIBUTO, TAMBIÉN ESTRENADO EN TELEVISIÓN Y EN FESTIVALES DE CINE. POR OTRO LADO, ADRIÁN TIENE PÉRDIDA DE AUDICIÓNEL DIAGNÓSTICO TARDÍO EN SU VIDA (SIN LA HABITUAL DETECCIÓN TEMPRANA) DE SU HIPOACUSIA-SORDERA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LAS PRÓTESIS AUDITIVAS QUE LA ALIVIARON FUE UN PROCESO DIFÍCIL PERO EXITOSO.

Novela completa: Intransparente. Índice por partes.

Aquí les dejo el índice online de mi novela Intransparente. Escribirla fue una aventura muy particular, espero que algo de ese viaje se transmita en su lectura.

Para todos los índices pueden visitar el Menú superior de la página. También pueden consultar la sección Acerca de mí. De esta manera comienza Intransparente:

El día que lo conocí hacía casi dos meses que me había peleado con mi novio y no estaba de buen humor. Una vez que nos presentamos, de dónde sos, qué estudias, y después de avisar que me triplicaba en edad, y también en mal humor ese día, me confesó que, a pesar de todo, su vida había sido radiante hasta los cuarenta y que me encontró de casualidad, mezclando las letras del hotel de Mar del Plata en que lo habían metido durante la gira de presentación de su libro. Por un momento pensé en eliminarlo al instante, chau Ortiz, yo no hablo con gente que no conozco, menos con los que, cuando están aburridos y tristes, se entregan a inocentes juegos de azar, como vos dijiste, y no estoy segura qué hubiera ganado con eso. Era más pendeja que ahora y la vida para mí era un aburrimiento constante, todavía no había entrado en la época de las revelaciones diarias, ésa donde te lleva el peso del aburrimiento que te atan en las piernas o que te atás en las piernas hasta que vas cayendo y te das cuenta que, sumergida, hay una ciudad que es reflejo de la superior…

Primera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Segunda Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

 

Tercera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

 

Autor: Adrián Gastón Fares.

Todos los derechos reservados. Copyright: Intransparente, Autor: Adrián Gastón Fares. Ilustración de Portada: Gabriel Quiroga.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 11.

11.

El Callicebus no era un mono más; Baldomero creía que entre su nueva mascota y él había una conexión ancestral. A Elortis le gustaba contarle a la gente que su padre tenía un mono amazónico en su departamento. Le dije la verdad, me parecía medio grasa, hasta perros y gatos está bien, pero no me gustan esas personas que mantienen reptiles, loros, hurones, arañas. Elortis decía que a los conocidos les encantaba el mono, tanto en la casa de su padre, como en el tiempo que estuvo en la suya; aún hoy seguían preguntando por el destino de Albarracín. Según mi punto de vista, a la gente le gustaba reírse de los excéntricos que tienen bichos raros. Y éste no era muy común, me confirmó; había averiguado recientemente en Internet, que esa subespecie de mono tití, que tenía la parte inferior de la cara, y también las rodillas, cubiertas de pelo rojizo, era un Bernhardi, un mono tití que recién fue descubierto a principios de este siglo por un primatólogo alemán que vivía en el Amazonas, y recibiría ese nombre en honor del príncipe Bernardo de Holanda.

Su padre había ubicado la jaula del mono en el lavadero, justo al lado de una ventana de vidrio esmerilado que daba a la calle. Las primeras semanas, al llegar de la universidad, Baldomero ponía una banqueta frente a la jaula y pasaba horas, bañado en una luz amarillenta tenue, observando al mono Albarracín. Antes, claro, retiraba la bandeja inferior de la jaula para reemplazar las piedritas sanitarias, le cambiaba el agua, y le ponía comida. El mono nunca hacía nada de otro mundo, más que nada saltaba de reja en reja, y rompía las cáscaras de los maníes, pero a Baldomero le gustaba mirar a Albarracín; decía que lo relajaba. La madre de Elortis pensaba que Baldomero simplemente se había dado el gusto de tener un mono, y que la costumbre era la excusa para conservarlo. No veía que obtuviera alguna conclusión sobre el tipo de comunicación básica, pero esencial, que, según él, el mono manejaba.

Lo peor de todo era que el animalito era muy agresivo. Baldomero no lo tocaba nunca, pero Elortis lo quiso agarrar un día, y terminó con el dedo sangrando. Albarracín estaba siempre mostrando los dientes, y con los ojos inyectados en sangre; ¿qué tipo de información intentaba sacar su padre de una bestia del Amazonas como Albarracín? A ciencia cierta, nadie lo sabía.

Llegó el día que a su padre se le ocurrió llevar a Albarracín a una de sus clases. Para eso, primero, había que meterlo en una jaulita más chica que había comprado especialmente. Baldomero usó una toalla, para poder apresarlo dentro de la jaula sin que le sacara el dedo. Sin embargo, Albarracín empujó con la cabeza hasta que logró salirse de la especie de bolsa que Baldomero había hecho con la toalla, y atravesó el living, arrastrando la toalla porque se le había quedado enganchada en una uña. Baldomero lo seguía de cerca, pero el mono se daba vuelta, y lo amenazaba con chillidos desesperados y amenazantes. Finalmente, el mono se detuvo para desengancharse la toalla con sus manitos, y su padre aprovechó para empujarlo dentro de la jaulita. Sí, Baldomero se había dado el gusto de divagar sobre psicología comparada con el mono al lado. No había razones para que este animal de ojos chispeantes y barba roja estuviera presente; sin embargo, cuando volvió a su casa le dijo a su esposa que los alumnos habían prestado más atención que nunca.

Al principio, Albarracín estaba como loco, y saltaba y chillaba sin parar, pero después se serenó de una manera nunca vista, y se quedó mirando a los alumnos, consciente —según su padre—  de que estaba siendo observado por mentes obtusas. Después sí, les había explicado a sus alumnos que creía que ese mono, un animal que venía directo, sin escalas, de la selva amazónica a la ciudad, no una mascota dócil y acostumbrada al trato diario con humanos, o un bicho mecanizado como los que veíamos en los zoológicos, escondía una verdad, refractaria a nuestra mente acostumbrada a lo complejo, que por lo tanto sólo podía ser reconocida luego de horas de paciente observación. Acto seguido, les aclaró que él todavía no había alcanzado a comprender esa verdad, pero que podía notar que Albarracín estaba acostumbrado a comunicarse con simpleza con el ambiente que lo rodeaba, y que un animal así era más inconsciencia que otra cosa; un sueño. Un animal así, decía enfervorizado Baldomero, debía recordarnos a Nietzche, cuando decía que la función de la conciencia era restarnos lo individual para volvernos útiles a la sociedad. También les dijo que había llegado a la conclusión que los humanos teníamos tres conciencias: una social, una íntima y otra natural. Ninguna bien desarrollada. A diferencia, su mono Albarracín era un todo indivisible, una especie de dios, un ser completo. Lo que sugería era bastante controvertido. El profesor pregonaba una vuelta a la brutalidad, lo enfrentó una alumna. Pero lo que en realidad quería, explicó Baldomero, era encontrar el camino de vuelta de las palabras, ver si había otra forma más práctica de comunicar las cosas, porque el lenguaje que utilizaba el hombre, cada vez más desvirtuado, no cumplía con su función de facilitar el entendimiento entre los humanos. Un alumno le preguntó si él estaba hablando a favor de la telepatía y la parapsicología, pero Baldomero le dejó en claro que esas eran palabras que ya tenían un significado muy marcado para usarlas; él tan solo quería encontrar la manera de que las personas se entendieran sin malentendidos, de que los sentimientos pudieran comunicarse sin expresiones ambiguas que pervertían la realidad. Descreía que las palabras fueran un buen medio de comunicación. Le preocupaba que hubiera tantos momentos, sentimientos, ideas y pensamientos huérfanos de formas adecuadas de expresarlos. Cada vez que decíamos algo, menospreciábamos a la idea que nos había hecho abrir la boca. El soplido que hacía circular la vida, el viento ancestral, se perdía en corredores sin salidas. Ahora él estaba buscando, con su querido mono Albarracín enjaulado a su lado, la corriente de aire que volaba hacia el prado ventoso donde pacían las esencias del mundo.

Un alumno aplaudió, y  gritó que un tornado se lo iba a llevar puesto. Baldomero no prestó atención a la interrupción. Redobló la apuesta: dio a entender que los animales callaban porque comprendían más que nosotros, que eran seres de una categoría superior, que se dejaban utilizar por la esencia natural del universo. Por eso saltaban, por eso volaban, por eso nadaban, con tanta facilidad; mientras que nosotros, cada vez más anquilosados, nos habíamos dedicado a perdernos en lenguajes imprecisos. Las palabras nos habían apresado; para Baldomero estábamos ciegos, y teníamos el cuerpo atrofiado. A esa altura, la mitad de la clase liberaba sus carcajadas, otros directamente no prestaban atención, como si no fuera un profesor al que tenían enfrente, sino a uno de esos desquiciados que enviaban de los loqueros para vender artículos que no sabían ofrecer, decía Elortis, que presenció la clase porque había ido para ayudarlo a meter después la jaula con el mono en un taxi; pero unos pocos miraban a su padre con tímida admiración. De cualquier manera, Diego le había contado que en la universidad, cuando un profesor se iba por las ramas, decían que estaba dando la clase del loco, refiriéndose a aquella tarde del mono y Baldomero.

Ahora bien, esa clase terminó de unir a Baldomero con el Callicebus, el objeto de su estudio, y su padre se dedicaba a observarlo con la mano en el mentón, como si notara matices cada vez más interesantes en el comportamiento, para Elortis totalmente monótono y regular, de Albarracín. Parecía rumiar, frente al mono, con los ojos achinados y masticando una sonrisa de autosuficiencia, las palabras sabias que les había transmitido a sus alumnos. Al final del discurso les había dicho que, tal como estaban las cosas, en el futuro las ciudades se verían invadidas por las alimañas y las bestias, una visión opuesta a esas pos-apocalípticas que vemos en películas y en videoclips hoy en día. Para Baldomero, los pájaros y las plantas volverían a ganar, de a poco, el terreno perdido.

Elortis estaba bastante de acuerdo; el verano anterior, acostado en su sillón mientras caía la tarde veía, a través de su persiana americana, según el día, benteveos, carpinteros, chingolos, palomas gigantes —averiguó que en realidad se llamaban tórtolas turcas—, horneros, calandrias, un picaflor, torcazas, y muchos zorzales que se dedicaban a remover la tierra de las macetas del balcón y le pegaban las pulgas a Motor. Al anochecer, aparecían por las ramas del gomero —que también como el aguacatero pertenecía al hotel vecino—, unas siluetas alargadas: Ratas.

Algunas se deslizaban por la gruesa medianera del hotel hacia su ventana, pero no importaba, Elortis las miraba con simpatía desde la oscuridad. La visión de tanta naturaleza en el medio de la ciudad no podía molestarle. Incluso una tardecita, había encontrado a un pájaro durmiendo en una rama larga que se metía en su balcón. Primero, no había prendido la luz de afuera y, maravillado por el descubrimiento, en vez de creer que era una hoja del árbol con forma de ave, se le dio por pensar que alguien, tal vez la empleada doméstica que venía una vez por semana, había colgado un figura, recortada por su nena seguro, con la forma de un pájaro, con un objetivo enigmático e indescifrable. También pensó que era el mono Albarracín, que había retornado. Sin embargo, por suerte, era un pajarito de verdad, con la cabeza metida abajo del ala.

Generalmente se la pasaba sentado a la computadora esperando que yo apareciera —en aquel momento hacía bastante que hablábamos— o que se conectara Romualdo, según decía, y mientras buscaba libros usados, o leía críticas de cine, o bajaba música; pero aquel anochecer se quedó dormido en el sillón de su estudio. Tal vez se le había ido la mano, aquella tarde, con la rutina de ejercicios en el gimnasio —siempre vacío a la hora que iba, me había dicho en otra conversación. Pero cambiar la rutina por cualquier razón, decía Elortis como acordándose, tal vez reprochándome, ese día que yo no había aparecido, daba buenos resultados.

Para mí, que tengo una amiga vegana, que hasta logró arrastrarme un año a una manifestación, a la que fui más que nada, tengo que reconocerlo, porque iban algunos famosos que seguía en ese momento en una serie de televisión, me parecía irreal un futuro repleto de animales. Pero Elortis estaba de acuerdo con la opinión de su padre en este tema y era capaz de ver un futuro lejano con la tierra húmeda y palpitante, y los seres humanos revolcándose en el barro de sus pequeños jardines. Baldomero llegaba a estas conclusiones porque se perdía cuando empezaba a pensar en el tema de la lengua adámica y llegaba a otros insospechados. Su pensamiento no era orgánico ni mucho menos. Gritaba si estaba rodeado de personas, y no se detenía hasta acaparar la atención de todos. Casi siempre decía que él odiaba la psicología, y dejaba en claro que su interés no se terminaba en los temas académicos.

Pudo enterarse de más detalles de los parlamentos de su padre gracias a Diego que, vaya paradoja, Elortis mandaba de infiltrado en la universidad para saciar su curiosidad. Según Elortis, con estos discursos exaltados su padre reclamaba del mundo el afecto y la atención que no había tenido de chico; su reacción era un fenómeno psicológico de transferencia. En cambio, cuando cenaba con él y su madre no hablaba mucho, y si le preguntaban por qué estaba tan callado, citaba a Kierkegaard de memoria, advirtiéndoles que estaba concentrado en su problema epistemológico: El que sabe callar descubre a un alfabeto no menos rico que el de la lengua al uso.

Con Augustiniano, a quien le contaba algunos detalles de mis charlas con Elortis, nos preguntábamos si todo el afán de Baldomero por hacer callar a la humanidad, la búsqueda de formas más eficaces de comunicación, no tenía que ver con esa costumbre que tienen los culpables de hacer mirar sutilmente a las personas hacia otros lados. El humor, pero también las invenciones alocadas como las de Baldomero, podían ser las herramientas que usaban para distraer nuestra atención y, lo que es más importante todavía, la suya. Se vuelven invisibles a su propia culpa, y sólo cada tanto muestran la hilacha con algunas prepotencias o caprichos fuera de lugar. Veo, en uno de los registros de las conversaciones, que un día le comenté el tema de afabilidad de los culpables a Elortis, refiriéndome a lo manipulador que había sido mi padre, cómo me hizo creer que lo mejor era ocultar una verdad que, revelada a mi madre —hasta el día de hoy—, la haría tambalear porque le cambiaría la interpretación de su pasado. Decía, parafraseando a un escritor, Svevo, que para una mujer eso no sería tanto problema porque estábamos acostumbradas a reinventar diariamente nuestro pasado como forma de supervivencia espiritual. Gracias, explicaba Elortis, a miles de años de opresión masculina.

Para mí este tipo de secretos que podían obligar a una persona a redefinir de un día para el otro su pasado eran malos y muy peligrosos. Elortis estaba totalmente de acuerdo, en una especie de acto precognitivo ahora me doy cuenta, o nada más era que sabía la verdad sobre la relación de Miranda con el tío Oscar y se hacía el tonto, dijo que estos secretos podían convertir a una persona en un zombi que pisaba en tierra recién removida. Contesté, para cambiar de tema un poco y molestarlo, que pisar en cemento a un viejo como él, cercano a la tumba, le haría mal a las rodillas, como era habitual perdiéndome en la superficie de las palabras, cuando no era monosilábica como él odiaba. Elortis me siguió el apunte, y dijo que prefería la arena, las rocas digeridas. Por eso le gustaba la costa, pero no tanto como para que intentara radicarse ahí como su gato.

En la época del mono Albarracín, y a pesar de la concentración que observarlo parecía requerirle, Baldomero se hacía algunas escapadas de fin de semana a pescar con amigos, seguramente con el capitán. Su padre no era de esas personas que abandonaban a sus amigos en cuanto otra meta se les cruzaba, le gustaba jugarse por la gente que apreciaba, y sus amistades prevalecían, sin duda, por sobre su familia y algunas de sus ocupaciones.

Uno de aquellos viajes de Baldomero a la costa coincidió con el momento en que Elortis estaba planeando irse a vivir solo; trataría de hacerse cargo de los gastos de un departamento que su familia tenía desocupado.

A la noche, cuando volvía de la facultad, Elortis veía al mono Albarracín colgando de las rejas de la jaula, esperando con una expresión desconcertada. Debía extrañar la mirada atenta de su padre. Sin embargo, cuando él se acercaba al resplandor amarillento, el mono empezaba a rascarse la cabeza, y enseguida convertía la acción en un acto frenético en el que parecía arrancarse los pelitos blancos que tenía en las orejas. Baldomero volvió de la costa con varios libros sobre el comportamiento animal que le habían prestado, entre ellos uno de Wolfgang Köhler. Otra casualidad, que para Elortis, que no creía en el azar, hacía más sospechoso a su padre: se creía que los experimentos con chimpancés que Köhler realizaba junto a su esposa Eva en Tenerife, en el lugar que llamaban La Casa Amarilla, eran una pantalla para encubrir sus actividades de espionaje para Alemania durante la Primera Guerra Mundial.

Baldomero intentó hacer reaccionar a Albarracín a diversos estímulos, para clasificar sus modelos fijos de movimiento y sus taxias.  Luego de fracasar con los más sutiles, como pretender que con un palito chino, que le tiró en la jaula, el mono alcanzara unos maníes que le había dejado sobre una silla que ubicó bien cerca de la jaula —el mono sólo revoleaba el palito, a veces fuera la jaula—, pasó a probar los más drásticos, como encenderle un fósforo en la cara y después sólo sacar otro de la cajita para ver su reacción. Como resultado, en el invierno el mono se agarraba la cabecita cada vez que prendían la estufa del lavadero con fósforos. Sin embargo, una vez que la explosión inicial pasaba y la llama empezaba a consumir la madera, Albarracín se quedaba mirando obnubilado la llamita. Según Baldomero, el hábitat del mono en el Amazonas estaba intacto y jamás había visto arder el fuego. Siguió probando con otros trucos, pero no recibía ninguna respuesta alentadora.

El descubrimiento vino por una casualidad. Percibió que el mono se contagiaba de sus bostezos. Creyó que en el bostezo acariciábamos alguna glándula telepática. Su padre decía que hasta el zumbido en los oídos que tenía se le apaciguaba cuando bostezaba y la mente se le aclaraba. Comenté que todos sabemos que bostezar es un acto contagioso. Pero Elortis dijo que se ignoraban las razones, y agregó que de saber, a saber de verdad hay una gran diferencia. Su padre había llegado a una pregunta interesante. Cuando Baldomero hacía que bostezaba, un simulacro del bostezo, el mono no reaccionaba al estímulo y se quedaba pasándose las manitos por los pelos blancos: ¿el bostezo sería un resto, mal interpretado, de la lengua adámica que intentó rastrear toda su vida? Quién sabe qué se escapa cuando bostezamos, afirmaba por esos días Baldomero sin inmutarse en las sobremesas de la universidad, según pudo saber Elortis a través de las averiguaciones de Diego. Su padre decía que era una acción muy parecida a la de abrir los esfínteres. Tal vez sea exactamente lo contrario, pensaba Baldomero adelante de los otros profesores y ayudantes que lo escuchaban, y al bostezar estamos liberando al mundo una materia sin densidad, pura, con algún tipo de información sin procesar. No creía que fuera una manera de sincronizar las horas de sueño, como pensaban algunos. Si el mito era un producto accesorio del lenguaje, una enfermedad de la palabra, entonces el bostezo podía ser el antídoto, o tener aunque sea algunos ingredientes de la receta. Y entonces Elortis se imaginaba a su padre levantando la voz, como le había contado Diego, para aclarar sus pensamientos, que, para mi mala suerte, me iba a repetir.

Él no era un psicólogo más; estaba hecho de la misma madera que August Schleicher, Otto Jespersen y Guillermo de Humboldt, pero a diferencia de este último, no tenía un hermano que hiciera el trabajo de campo para él. Tenía que ensuciarse las manos. Costearse viajes y ayudantes para ver qué perspectiva cósmica tenía impregnada cada pueblo en su lengua estaba fuera de sus posibilidades económicas. Ni siquiera tenía plata para comprarse una buena edición de la gramática sánscrita del indio Panini, sólo tenía esas anotaciones milenarias en fotocopias que le habían prestado, y ¡cómo querían que encontrara en una fotocopia rastros del problema de origen del lenguaje! Si las lenguas eran una copia del único lenguaje, entonces alguna tenía que ser más fiel al  original; en aquel entonces no existía la reproducción en serie, que no lo olvidaran, y el sánscrito siempre había estado en el centro de todas las miradas. Diego tenía la paciencia de reproducirle estos discursos de su padre. Elortis tenía miedo que fueran invenciones de este novelista en ciernes. Según Diego, Baldomero apenas se detenía para respirar cuando hablaba. Elortis iba anotando en su cuaderno:

Su padre no entendía cómo los conceptos se habían juntado con las imágenes acústicas, y cómo estas decisiones terminaban en pueblos sistematizados. Algunos de estos pueblos, como el nuestro, nunca habían abandonado la manía de clasificar todo, etiquetaban a las personas en cuanto las veían; que tuvieran cuidado porque eso les estaban enseñando a los alumnos en las demás cátedras. ¿¡Y la energeia dónde quedaba!? Basta de despistar a la gente de lo elemental. Se habían olvidado de los sonidos emotivos de Demócrito, por eso a él le gustaba tanto escuchar esas milongas y a Shumann; expresarse a través de su lengua como lo estaba haciendo en ese momento era pragmatismo sucio de políticos y sofistas. Había que dar un paso atrás y encontrar a los filósofos chinos, el caballo blanco que no es un caballo de Gongsun Long, la rectificación de los nombres del confucionismo; en lo posible ir mas allá todavía, cruzar el mito para caer en la nada misma primigenia. A ver si entendían algo de lo que somos. Por algo Schleicher pasó de Hegel a sir Darwin. Basta de copias e imitaciones señores. Había que separar lo verdadero, el etymon, la forma original de cada término; y más todavía, escuchar la música que producían las esencias del universo, sin contar los compases, como le hubiera gustado a Johan Mattheson (esto lo decía con voz meliflua, le aclaraba Diego a Elortis, ya medio arrepentido de todo el discurso que había dado; su padre ya se sentía menospreciado por los que lo escuchaban)

Diego averiguó que los demás profesores tampoco dudaban en explicar la vuelta a las raíces que intentaba Baldomero como producto del niño resentido y solitario que había sido. Y para algunos era una forma de acabar con el tiempo, y estacionar una y otra vez su mente en una niñez que no había disfrutado, donde todavía no había palabras significativas para contar, y por lo tanto hacer realidad, su desgraciada historia. Elortis sabía que él había tenido una buena infancia, que podía aflojar las riendas de su pasado porque no tiraba tanto para atrás como el de su padre. Pero ahora estaba sufriendo, y no encontraba la manera de relacionarse con las personas; todos se habían vuelto una amenaza porque no sabía explicarles su objetivo en esta vida —le parecía que no tenía metas claras en ese momento. Lo primero que quieren saber es en qué andás.

Veía poco a Miranda y era más que obvio que estaba necesitado de compañía femenina, de una mujer que lo tranquilizara y consolara un poco. Unos días después iba por la calle Quintana, y encontró a Sofía, la bailarina, mirando la vidriera de una librería. Se asombró al reconocerlo, y dijo que había ido especialmente para ver si conseguía Los árboles transparentes, aunque cuando la abordó estaba mirando con cariño el cartel de promoción de un libro de autoayuda escrito por un periodista. Elortis tuvo un lindo gesto; le compró su libro, y también el del periodista. También la invitó a tomar un café. Fueron a La Biela; Elortis se imaginaba a Bioy almorzando con algunas de sus amigas, era la primera vez que se metía en ese lugar.

Me advirtió que no me iba a ocultar cosas. De ahí fueron a su departamento. Ella le mostró algunos videos de Lambada que estaban en Internet, había un tal Berg que, enfundado en unos pantalones blancos, bailaba muy bien; revoleaba a las chicas de acá para allá, según Elortis. Intentó que él aprendiera los pasos, pero no hubo caso, mi amigo era de madera para bailar, coordinar los movimientos no era lo suyo. En una de las vueltas Elortis la besó. Sofía se quedó a dormir. Le gustó que lo retara porque no había bolsita en el tachito que hay al lado del inodoro, y que se tomara el trabajo de ponerle la que le habían dado con los libros. En realidad, me aclaraba, todo esto fue porque a la mitad de la noche la chica se indispuso. Elortis no me quiso dar más detalles. Al otro día, apenas se fue Sofía, a pesar de estar menos tensionado, según sus propias palabras, su espíritu fue inundado por un gran pesar. Para él, ese tipo de acto amoroso, sin enamoramiento previo, a veces era como el acto en el vacío que describía Lorenz en uno de los libros sobre el comportamiento animal que tenía Baldomero. En alemán el término era difícil de repetir; mejor en inglés: vacuum activities. Actos reflejos para compensar la falta de estímulos externos reales. Lorenz lo había notado en un pájaro que, a falta de bichos para cazar, se encaramaba al respaldo de una silla al acecho de bichos invisibles. Elortis lo había visto en Motor, cuando salía corriendo como loco por todos lados, como si hubiera algo de lo que esconderse o perseguir. Y en él mismo, cuando últimamente se acostaba con alguna chica. Vacuum activity. Sofía no tenía la culpa, era linda y a ella le gustaba afirmar que tenía responsabilidad afectiva.

por Adrián Gastón Fares.

 

Novela Intransparente

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Intransparente. Novela. (Ficción, Narrativa Argentina) Escrita y publicada por Adrián Gastón Fares. Géneros: Intriga, psicológico. 180 páginas aprox.

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PREFACIO

Aquí publico gratuitamente, en exclusiva en este blog, mi última novela ahora llamada Intransparente.

Con los Links que están arriba pueden descargarla  en versión .mobi (Kindle), .epub (FBReader otros dispositivos para leer libros electrónicos), y leerla directamente en el explorador en PDF.  Son links seguros. Además, tuve que aprender maquetación de libros electronicos para llegar a esto, así que bajen con confianza.

Como estuve abocado al trabajo arduo y tan gratificante de mi nueva creación, Mr. Time, (que a diferencia de esta novela, es guion, por lo menos por ahora, y es de género fantástico y terror) se me ocurrió publicar directamente en este blog la última COSA larga que escribí (después de Gualicho/Walichu, claro, que también es guion) Otro motivo es que el trabajo de Diseño de producción y Dirección que llevo adelante para Gualicho, no me deja mucho tiempo para seguir escribiendo los cuentos que luego transcribo en este blog.

Agrego que Intransparente es bastante virgen de lectores, dado que, por lo menos que yo sepa, pocas manos han rozado sus hojas virtuales.

Una de ellas fue la de Marcelo Guerrieri, escritor, antropólogo y profesor argentino al que agradezco el estímulo para que le buscara un editor, algo a lo que nunca me dediqué, y el de Lorena, una amiga de infancia, investigadora y profesora de Historia del Joaquín V. González, que insistió con que esta novela era buena e incluso vio en ella cosas que yo no había visto.

Supongo que Intransparente será un eufemismo para Opaco. Pero a mí no me suena lo mismo. La Intransparencia connota una intención que la opacidad no. Y es esa intención, y los hechos que vengo viviendo, y viendo, en este país, Argentina claro, hace años, que me llevaron a este nombre con el que espero que la novela se sienta más identificada.

Intransparente (la RAE prefiere transparente a trasparente, por lo menos hasta lo que sé) tiene dos o tres racimos del los que el lector puede -espero- disfrutar.

El primero es la trama principal. El hijo de Baldomero intentará saber la verdad sobre su padre, un psicólogo que los medios vinculan, luego de su muerte, con la última dictadura militar argentina. Como en el guión por el que fui seleccionado para un Laboratorio en Colombia, Intransparente trata el tema de la última dictadura militar argentina. Pero a diferencia de ese guión, en Intransparente, la dictadura militar no es el único tema.

Aclaro, por que me lo han preguntado en Colombia, que no soy hijo de desaparecidos, ni tengo en mi familia ningún pariente militar o relacionado con la última dictadura militar. Lo que pude investigar del tema me dejó una impresión muy dolorosa, donde los descendientes de ex militares procesados llevan una dura mochila. Lo mismo, ya sabemos, con las víctimas directas e indirectas. Es una herida abierta que Argentina no ha cerrado aún. Y que a mí personalmente, sin haberlo vivido directamente, me produce un profundo dolor.

Sigamos.

O sea, la historia es una invención mía a partir de la pregunta que uno se hace muchas veces: ¿de quiénes venimos? Ya que de dónde venimos me parece una pregunta que no tiene respuesta es mejor dilucidar la del párrafo anterior.

Lo mismo ocurre con los personajes, no hay ninguno basado en personas de la vida real (y las historias son todas distorsiones e invenciones mías) salvo la enanita con la que el protagonista pasaba sus tardes de infancia en Lanús. Diré sin rodeos que esa sí es mi Tía María, una mujer, una de las fosforeras de Avellaneda, con secuelas físicas tal vez de su trabajo, o no, que me ahorraré de describir, a la que yo visitaba diariamente de chico en una casa chorizo igual a la de la novela, y que me contaba historias de su Avellaneda de antaño, algunas de las cuales traspuse en esta novela. Así que las historias que cuenta esa mujer en su casucha, incluso las que parecen más fantásticas, son cuentos de sus cuentos, y hasta lo que yo sé, han ocurrido o han pertenecido a este mundo y no son enteramente invención mía, sino de esa mujer alegre a la que perdimos hace mucho tiempo, y a la que extraño cuando llueve y no hay otro lugar para ir a tomar mate ni otra persona que me cuente historias de la manera que ella contaba.

El segundo racimo pertenece a las noches que pasé investigando específicamente para escribir la novela, cuya manifestación más clara está en la Tercera Parte de la misma.

En la Tercera Parte se exponen una teorías que tienen que ver con los colores, la procedencia de las tinturas, y el poder. A modo de parodia de otros libros afines escribí sobre el anterior asunto y me quemé las pestañas leyendo textos sobre el poder de ciertos hongos, caracoles y pociones, releyendo La Odisea, Los Mitos Griegos y La Diosa Blanca de Robert Graves, más vaya uno a recordar qué otros textos más incorpóreos, para que el protagonista exponga una teoría del color púrpura, de los campos unificados, y de la posibilidad de que los grandes relatos fantásticos ancestrales no sean una mera invención sino una realidad sentida y contada.

Los comentarios sobre Intransparente, públicos o privados, serán más que bienvenidos.

PD: Dado a las complicaciones y placeres de mis problemas de audición, solucionado sí con audífonos, pero viejos (no desesperen ya me darán los nuevos, supongo) y a un Premio por el que todavía no vi un centavo los que le gusta mi novela y quieran comprarme unas pilas para los audífonos o un café pueden donar aquí:  PayPal.Me/adrianfares

Otra aclaración: La portada es de mi autoría, con la ayuda de Gabriel Quiroga (a quien le encargué la Ilustración) Este ente transparente se llama: Santiago Cooonde.

Adrián Gastón Fares