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Intransparente. Capítulo 2, de la Tercera parte, y PDF.

Pero me siguió contando de Ponen, que había bajado hasta Manaos, y ahí se le metió en la cabeza que tenía que visitar a un músico argentino muy amigo que vivía en Mar del Plata, un metalero, aunque no le creyeran, les dijo, que había conocido en California; pero cuando llegó a la casa no lo encontró y aprovechó para investigar qué movidas musicales tenía la ciudad (Ponen metió la mano en el bolsito de hilo que llevaba y sacó un CD que le habían regalado en la radio, un compilado marplatense; Elortis repasó los nombres y recordaba algunos: Te Traje Flores, Azylum Zue, Delorian, B-sides, Glasé)

En Veracruz, a la que había visitado por su interés en los olmecas, le llamó la atención esas cabezas de labios apretados que habían desenterrado los arqueólogos (no se sabía bien qué representaban; podían ser enemigos), y después averiguó que los olmecas hacían sus propios viajes, porque en las excavaciones también encontraron sapos enterrados con los sacerdotes, que venían a ser sus chamanes; también había visto la foto de la escultura de un chamán agachado, con las rodillas dobladas, no se sabía si estaba por ovillarse o levantarse, algunos creían que estaba en proceso de transformación en algún animal (Elortis encontró una fotografía en Internet, dice que la hipótesis de concentración, de mente avizora y cuerpo agazapado, a medio camino entre dos actos reveladores, es la más plausible)

Pero lo cierto, subrayaba Ponen, es que encontraron sapos en las excavaciones olmecas, sapos del tipo Bufo Marinus, que hacían pensar que los sacerdotes creían transformarse en otros seres animales y sobrenaturales, por las alucinaciones provocadas por unas glándulas que estos bichos tienen detrás de los ojos, que segregan una sustancia lechosa con propiedades psicoactivas. Y Elortis me mandaba con un signo de exclamación, como si se hubiera acordado de algo que tenía olvidado desde que lo escuchó de boca de Ponen, que también había dicho que le gustaban esas esculturas olmecas de niños con cabezas infladas, y parece que las buscó en Internet porque se quedó callado un rato, o vaya a saber qué estaría haciendo, hace rato que yo había pensado que si estaba encerrado y no veía mujeres, se la debía pasar buscando pornografía o mirando las fotos de sus amigas virtuales, una vez me había confesado que tenía a una colombiana que le había hecho un strip-tease perfecto en la webcam al son de una ignota canción, que parecía reggaeton, que no sabía cuál era porque la chica le dijo que la pusiera para sincronizar sus movimientos con el ritmo, pero Elortis, de puro vago, no lo había hecho, lo que no le impidió disfrutar el baile de la chica.

También Ponen les había hablado de los hongos de piedra de otras culturas mesoamericanas, de fray Bernardino de Sahayún, de otras evidencias más distantes en tiempo y lugar, como las pinturas rojizas de Altamira y Lascaux, y, finalmente, mientras seguía revolviendo su mojito porque tomar no tomaba Ponen decía Elortis —ellos ya se habían terminado tres cada uno— les salió con que los llamados misterios eleusinos podrían deberse al cornezuelo, un parásito de la cebada, también hongo psilocíbico, precursor del LSD; y también estaba el Soma de los chamanes de Siberia, que aparentemente no era otro que la Amarita Muscaria, un hongo que según Ponen parecía una fuente de piedra de aguas rojas, pero cuyas visiones, aseguraba, eran menos nítidas que las de la ayahuasca. Los micólogos habían investigado bastante, decía, pero los datos no eran fáciles de encontrar.

Ya en Buenos Aires, Elortis había buscado información sobre el Claviceps purpurea (con razón pasaba tanto tiempo encerrado, cuando no era el pasado de su padre se ponía a revolver asuntos más raros, le dije) el supuesto eslabón perdido de los misterios eleusinos, y se encontró con Albert Hoffmann y el LSD, pero después mientras se preparaba un café descafeinado en la cocina, se acordó del pasaje de La Odisea que había leído Sabatini en voz alta para la grabación del libro audible, donde Nausícaa, la hija de Alcinoo, le da instrucciones a Odiseo para que se le ofrezca el camino de vuelta a su casa; antes que nada tiene que ver a su madre sentada junto al hogar hilando copos de lana teñidos con púrpura marina.

A ver, dice Elortis, y luego pega esta frase: Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Y sigue sin parar: era cuestión de cruzar rápidamente el megarón, esa sala enorme y fría, hasta encontrar a la madre de Nausícaa y había que mirarla, como embobado, hilar sus copos púrpureos cerca del trono donde su esposo se sentaba a beber vino como un dios inmortal. Ahí pasabas de largo el trono para agacharte y abrazar las rodillas de la madre de Nausícaa y si ella sonreía como en sueños quería decir que estabas preparado, podías volver a tu Itaca querida sin que te sintieras un extranjero después de tantas vueltas. La clave era abrazar con las manos las rodillas de esta reina sabia que hilaba estos copos purpúreos que eran de ese color porque habían sido teñidos por la secreción de la glándula hipobranquial de un caracol de mar carnívoro de tamaño medio, un gastrópodo marino llamado Murex brandaris, que segregaba esta sustancia cuando estaba asustado o se sentía amenazado. En el actual Líbano, antes Tiro, por eso se lo llamaba púrpura de Tiro, los minoicos habían empezado a extraer este tinte y parece que había que arrancar del mar a nueve mil pobres caracoles para obtener un gramo de tintura. Aparentemente por eso era tan preciado, y se empezó a relacionar al púrpura con el mando, y con la legitimidad del poder.

Ahora bien, gracias a Ponen, Elortis había leído que los olmecas también relacionaban al poder con la sabiduría, y la sabiduría la tenían los sacerdotes-chamanes que se rodeaban de los sapos bufo; por lo que podía ser que las túnicas, mantas para los lechos, la pelota del sabio Polibio, las olas y demás elementos púrpuras que aparecen en La Odisea y en los mitos griegos, todas relacionadas con el sueño, tuvieran que ver con las visiones que el tinte del caracol Murex producía al respirarlo o al rozar la piel; gracias a esas glándulas que, como las branquicefálicas del sapo bufo, expelen un líquido cuando la catarsis de la amenaza la activan. Por eso la sonrisa visionaria de la reina era necesaria para Odiseo.

Si hasta en un viaje anterior como el del vellocino de oro, parecía que en realidad —según Simónides, aclara Elortis— buscaban una primigenia piel de cordero granate teñida con la tintura del caracolcito. Claro que también Clitemenstra había distraído a Agamenón con una alfombra de tono escarlata antes de conducirlo al baño donde iba a ser presa fácil de Orestes. Y al lecho de Circe lo cubría una colcha rojiza.

Igual, lo importante en aquella época lejana, agregaba Elortis, era estar atento al olivo de anchas hojas en el puerto de Forcis; por ahí estaba la gruta, el templo, esa cueva de dos bocas, (¿porque nunca volvías a ser el mismo una vez que entrabas?, se preguntaba mi amigo) consagrada a las ninfas con los telares de piedras que usaban para tejer sus túnicas de extracto de caracol y también era necesario, más que nada, saber dónde se ubicaba tu cama, la que habías construido sobre los restos del olivo con las correas de piel de buey que brillaban de púrpura, porque si no tu esposa a la vuelta no sabría quién eras, claro, si olvidabas lo único que tenías que acordarte una vez que lo habías aprendido.

Ok, Elortis, a la cama, después me seguís contando; menos mal que yo escuchaba música mientras él me escribía estas locuras.

Autor, Adrián Gastón Fares.

PDF NOVELA COMPLETA INTRANSPARENTE: https://elsabanon.files.wordpress.com/2021/02/adrian-gaston-fares-intransparente.pdf

El nombre del pueblo. El pueblo. 8.

—Hasta el miércoles, Amanda.

Se quedó mirando cómo la mujer gorda se alejaba. El sauce estaba repleto de cotorras y el perro les ladró hasta que se levantó un ventarrón y todas volaron. Amanda caminaba lentamente y el vestido se pegaba a su cuerpo y después se despegaba y se alzaba hasta dejar ver la ropa interior, y su pelo negro se arremolinaba y ella trataba de asentarlo y también el vestido. En vano porque siempre llegaba tarde a alguno.

Miguel entró en la casa, se sentó y contó los billetes que le había dejado la mujer sobre la mesa. Después caminó hasta la cocina, abrió un cofrecito de cobre y depositó la plata. Tenía mucho cambio y todo lo que había juntado le serviría para sobrevivir hasta el mes próximo.

Ese día no fue a la playa.

Cuando venía la Garzón nunca iba.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 7.

7.

 Una tarde Elortis tomaba notas en su cuaderno con un café con leche a un costado, en un restaurante de la calle Guido, cuando notó que un tipo no le sacaba la vista de encima. Después, caminaba por la vereda de la heladería de la esquina, frente al cementerio, y vio que lo seguía. De negro y gorra el tipo, con un pantalón y una campera deportiva con rayas blancas. Elortis se sentó en uno de los bancos y el otro se acomodó en el que estaba cerca, perpendicular al suyo, así que sólo podía observarlo girando la cabeza. No obstante, pudo ver que llevaba una bolsa de nylon blanca, grande, cuya abertura estaba enrollada a su mano derecha. Algo pesado llevaba adentro. Envalentonado por una bronca irracional, dejó el banco para encararlo, iba a preguntarle alguna nimiedad para que supiera que no le tenía miedo, pero al instante el tipo se levantó y se fue caminando rápido. Elortis lo siguió a distancia hasta el piletón de la plaza Urquiza, donde el hombre saludó a otros que no soltaban sus radiocontroles, despeinó a un nene, y descubrió al buquecito que llevaba en la bolsa. Elortis se quedó mirando cómo paseaba a su prototipo entre los veleros y yates. Vio a una chica con un perro que parecía recogido de la calle que le interesó mucho —no sé para qué me cuenta esas cosas.

Después apareció otro de esos personajes, esta vez con una lanchita que andaba rápido y levantaba mucha agua. También había una pareja tirada en el pasto del otro lado del vallado de rejas, y mi amigo se sentía miserable observando a los tipos que se divertían más que sus hijos con el yatemodelismo. Atrás suyo, unas mujeres seguían con binoculares a las lanchitas, que tenían pequeños tripulantes y todo, mientras comían facturas y tomaban mates. Al darse vuelta, notó que el hombre de vestimenta deportiva simulaba mirar con binoculares a la lanchita mientras su buque iba a la deriva hacia los bordes del estanque; pero en realidad lo estaba mirando a él. Se ve que lo había descubierto. Después el tipo agarró el radiocontrol y el buquecito dio media vuelta. Elortis se hizo el desentendido y aprovechó para seguir con la mirada a la chica que volvía a pasar con el perro pero enseguida, cuando volvió a mirar, se encontró con el buquecito avanzando a toda marcha hacia donde él estaba sentado. Dio una vuelta brusca antes del borde del piletón y llegó a salpicarlo.

Trató de que el tipo de campera deportiva viera la expresión de amenaza y disgusto que le dedicó, pero estaba cuchicheando con el que estaba a su lado, el dueño de la lanchita, que inmediatamente dirigió a su prototipo hacia donde él estaba a máxima velocidad. Se levantó, y decidió irse, antes que se divirtieran más tiempo gratis con él. Pero el episodio del hombre de campera deportiva lo volvió más paranoico. Sospechaba que podía llegar a ser un agente encubierto que en el pasado trabajaba con su padre. Alguien que tuviera órdenes de seguirlo para informar a sus jefes en caso que averiguara lo que no debía.

Le hice notar que él no estaba investigando nada, que parecía que solamente quería saber más de su padre y que para mí estaba tan a la deriva como los veleritos que flotaban en ese piletón. Me fui a dormir, Elortis. Las buenas noches de siempre.

Más adelante, volvería a hablarme de este tipo de vestimenta deportiva y gorra que, según él, lo perseguía. A los pocos días, recibió el llamado de una de las hijas del ex capitán Heller para invitarlo a tomar algo; quería conocer a uno de los autores de Los árboles transparentes, el dueño de ese gatito hermoso que había visto en la casa de su padre, y de paso le contaría una anécdota relacionada con Baldomero. La mujer tenía más o menos su edad, pero ya había perdido la belleza que había apreciado en la fotografía en que posaba con su, más linda aún, hermana. Ahora, era una rubia rellenita; eso sí, con lindos ojos, chispeantes, y un flequillo que intentaba luchar, por momentos con éxito, admitía Elortis, contra el paso del tiempo.

En cuanto me hablaba de mujeres yo le pedía detalles y él me los daba; en general, las descalificaba con la ayuda de cualquier arista de su fisonomía o carácter para darme a entender que no quería saber nada con ellas. Con esta mujer, Alicia se llamaba, se tomaron un café con leche espumoso en la vereda soleada, y muy transitada, del bar Troilo. Hacía unos días que ella había vuelto de Miami. Antes que nada, le pidió que le firmara un ejemplar de su libro.

Los árboles transparentes era lo que estaba esperando; se había visto reflejada en las manías de los casos investigados y expuestos —¡cuántos personajes originales!—, y en la relectura descubrió los lazos profundos que la habían acercado a ciertas personas durante el transcurso de su vida. A Elortis le pareció de mal gusto que insistiera durante la charla con que no dudara en contactarla si la editorial decidía lanzar una edición ilustrada del libro. A riesgo de parecer naif, confesó que era fanática de John Tenniel y Gustave Doré. Para ella en nuestros días lo ingenuo era más ofensivo que lo obsceno.

En Miami hablaban todo el tiempo de sexo. Dos conocidas le habían propuesto compartir a su novio, un fotógrafo que tenía mucho trabajo en nuestro país. Allá las mujeres encaraban a los hombres a la misma velocidad a que manejaban sus autos último modelo. Las argentinas eran muy mojigatas, histéricas, en comparación. La pareja de Alicia, unos cuantos años menor que ella, lamentó que ella no hubiera aceptado el menage, pero volvió muy contento porque había conseguido unas consolas de videojuegos viejísimas para agrandar su colección. También se había traído unos muñecos de He-man que tenían más valor por estar intactos en su caja original. Entre ellos, una She-ra. Elortis se quiere hacer el vivo y me dice que esos muñecos eran más o menos como yo. Muy chistoso… Daba bronca cuando salía con cosas fuera de contexto. Desubicado.

La hermana de Alicia era una modelo en retirada, ahora se había convertido en la DJ residente de un boliche y ciertos eventos, y conducía programas de rejuntes de otros programas en la tele. Elortis me recordó que era una pena que no las hubiera conocido cuando era adolescente. Tenía la gracia y la belleza cruzando la plaza y, aunque siempre las había intuido —a veces salía con estas cosas enigmáticas—, nunca las había encontrado. Alicia lo citaba para conocerlo porque le había gustado su libro, pero también  quería contarle el buen recuerdo que tenía de Baldomero.

Una noche tormentosa, cuando ella tenía siete años, más o menos, había visto entrar empapados a su padre y al de Elortis. Asustada por un trueno, estaba apoyada en el quicio de la puerta cuando los vio entrar, encapuchados, y con tres tachos repletos de langostinos y cornalitos. Su padre la dejó sentarse a la mesa con ellos un rato, mientras le servía un whisky a Baldomero. Según contaría años después, esa noche el mar estaba revuelto como nunca. Ella preguntó de dónde venían, enojada porque no la habían llevado. Baldomero le dijo que habían ido a cazar tiburones pero que era chica para acompañarlos. Como ella se quedó con la boca abierta, a medio sonreír, con la cara que ponen los chicos cuando creen que los están cargando cuando en realidad les están diciendo la verdad lisa y llana, Baldomero salió corriendo hacia la puerta y se metió de cabeza en la lluvia. Volvió a aparecer con una tenaza en la mano, y en la punta de los dedos un diente de tiburón. Alicia, lejos de impresionarse, se guardó el diente en el bolsillo del camisón y corrió a su dormitorio, como para que no se arrepintieran, y se lo sacaran.

Elortis nunca había recibido ningún diente de tiburón por parte de su padre. Aunque en la casa de la costa colgaba la mandíbula de uno. Baldomero le había puesto nombre y todo, se llamaba Tito, y antes que cerraran la puerta de la casa para volver a Buenos Aires, comentaba como al pasar que, si le iba mal en la escuela, Tito se lo comería cuando volviera. Jamás se llevó una materia. Eso sí, una vez le pegó una trompada a un compañero que le hacía un constante bullying y lo quiso despeinar. Desborde de tensiones acumuladas.

En una cena de fin de año en su casa, cuando rozaba los treinta años y todavía estaba con Miranda, se había peleado con su madre porque había puesto la botella de vino que él había traído en el freezer (ya conocía a Sabatini y para él eso era algo sacrílego). Toda la familia estaba empecinaba en que Elortis no tomara ni una copa de alcohol (él que había tomado poco y nada, ¿no podía tener esa alegría?)

Con Miranda, nunca pasaban las fiestas juntos porque ella prefería hacerlo con su familia —seguro que estaba el tío Oscar— y él con la suya. Al final terminó derribando de una patada un ventilador de pie y diciendo incoherencias gangosas a su padre y a los vecinos que siempre pasaban a saludar y que, enterados por su madre de lo que había pasado, lo miraban asombrados —tan bueno y juicioso que parecía— y con creciente desconfianza. Su abuela materna se puso a llorar.

A mí me estaba aburriendo ya con estos cuentos de idas y vueltas con su familia, aunque me interesaba el tema Miranda, pero ahora quería saber si le había gustado Alicia para algo más o si le iba a presentar a la hermana. No, sólo quedaron en tomar una cerveza, alguna vez: él no era de los que se iban con la primera que se le cruzaba.

Pero no estaba del todo solo; seguía viendo a Miranda.  Cada tanto se encontraban en un café de las Lomitas o en una heladería de Adrogué, donde ella había vuelto a vivir después de la separación. Aunque Elortis era muy vago para viajar, y casi siempre su ex novia se acercaba al centro. Se llevaban mejor separados que cuando estaban juntos.

Elortis hasta aguantaba que Miranda le hablara seguido del tío Oscar, a quien le costaba arrancar con una empresa de construcción de muebles. Ella lo ayudaba con la contabilidad. A cambio, Oscar se había ofrecido para hacerle una mesita de luz para el dormitorio… También le contó que en las vacaciones pasadas, Oscar le había enseñado a andar en cuatri a sus chiquitos en Pinamar. Y que la esposa, íntima amiga ahora de Miranda, no era celosa para nada y tomaba con gracia que el marido piropeara a las cincuentonas operadas que jugaban al tenis en el club.

Elortis tomó el papel de un adulto que hacía rato había cortado la cuerda que lo ataba a sus obsesiones. En parte porque ahora estaba lejos de su familia postiza, la de Miranda, y no estaba seguro si volvería a acercarse. Mientras tanto su ex lo controlaba diariamente para saber por dónde andaba y con quién. Tenía un sexto sentido Miranda para estas cosas y cuando Elortis estaba cerca de alguna mujer, su alarma interna sonaba. Lo había interrumpido dos veces mientras hablaba con Alicia para preguntarle si quería ir al cine primero y después para decirle que no daban la película en el complejo al que habitualmente iban. A Elortis le molestaban estos aprietes pero, en cuanto le pedía que abandonara esta práctica extorsiva, Miranda se ponía a llorar. Las mujeres se daban cuenta del peso que tenía su ex pareja en su vida y se alejaban. La dulzura que le demostraba con su interés lo hacía retroceder a su lado cada vez que intentaba distanciarse de ella.

Aunque para Elortis era desinteresada en general, cuando se separaron Miranda no dudó en llevarse todo lo que le pertenecía, hasta el lavarropas, para ubicarlo en su departamento, cerca de sus padres. Pero eso sí, cada tanto le compraba algún libro caro que andaba buscando. Esas atenciones ayudaban a que los demás señalaran a Elortis, que no sabía o no le interesaba remarcar las pocas virtudes que tenía, según sus propias palabras, claro, como el culpable de la ruptura.

Para su amigo de la infancia, el ingeniero mecánico Richard, había desaprovechado a una buena chica. Con él y su esposa salían a comer y hacían algunos viajes, casi siempre a la costa argentina o uruguaya. En cambio, los amigos de Miranda, algunos también amigos del tío Oscar y su esposa porque jugaban al tenis en el mismo club, no pasaban para nada al taciturno muchacho que odiaba las frívolas charlas de sobremesa en las que casi siempre hablaban del viaje que el grupo había realizado, o de los juegos impresionantes que alguno había visto en Orlando, de las películas que se veían mejor en el shopping en zona norte,  aunque tuvieran que irse a la otra punta de la provincia para eso, de los cortes de pelo que estaban de moda, porque el novio de una de las chicas era peluquero, y todo esto condimentado con un humor de vuelo alto y parejo, muy irónico, que para Elortis funciona muy bien en ciertos dibujitos actuales, imponiendo una risa que tiene que completarse con otros comentarios del estilo para sostenerse y aguantarse, que se suceden largo rato, sin que la conversación despegara nunca. Era muy inmaduro en aquel tiempo, y aguantaba todo esto con el inútil consuelo de sentirse superior a estos personajes desagradables. Después de todo, se veía a sí mismo como un payaso al que le pasaban cosas que sólo le podían pasar a uno de estos integrantes del circo; a veces parecía que cuando pensabas de una manera, te pasaban cosas contrarias a esa manera de pensar; ¿o no? Yo no lo sabía, y Elortis no estaba seguro, pero sí contento de haberse alejado de esas personas.

Y encima estaba el padre de Miranda, que pretendía que los sábados devolviera a su hija al corral antes de las cinco de la mañana para que al otro día fuera a jugar al tenis con el tío Oscar y compañía. El padre de Miranda era el único del barrio, por Valentín Alsina, que había completado sus estudios en la universidad, sólo para despatarrarse en su frío sillón de cuero, detrás de un escritorio en su estudio de abogacía. Elortis decía que la ignorancia académica era la nueva amenaza de la humanidad, lo decía refiriéndose a mis estudios y también cuando hablaba de su alumno, Diego. No había manera de hacerle ver a Diego que las cosas eran más simples que como se las presentaban sus profesores. También decía que su alumno no podía soltarse para escribir porque le habían atado el pensamiento a una cadena oxidada. Cada tanto Diego escuchaba el tintineo de la cadena pesada, y sentía el tirón que le impedía avanzar. De cualquier manera, el chico últimamente lo estaba sorprendiendo.

Diego escribía una novela cuyo personaje principal era el mariscal Soult, general de Napoleón que despojaba de cuadros y reliquias históricas a los bandos vencidos en sus batallas, atraído por la infundada fe en sí mismo que había llevado al mariscal a intentar ser rey de Portugal. A Elortis esta vaporosa figura le interesaba por otros motivos.

Baldomero había vuelto cambiado de su viaje a Europa. En la catedral de Sevilla, La Visión de San Antonio de Padua lo había hecho entrar en trance. Elortis pensaba que en su caso, con la gigantofobia o como pudiera llamar al miedo generado por lo gigante, hubiera salido corriendo del retablo de la catedral. Pero Baldomero había vivido una experiencia única. Para Elortis no era casual que su alumno se interesara por el mariscal Soult, que había intentado a toda costa llevarse ese cuadro con la mandorla de ángeles. Me explicó que una mandorla es el óvalo que queda si borramos el resto de la intersección entre dos círculos, y que tiene muchos significados, y uno de ellos es la unión de los opuestos, de lo inmanente y lo trascendente, que también podían ser reemplazados por Eros y Ágape, pero, por raro que pareciera, no quería extenderse mucho más en el tema. Así y todo, tuve que ver la foto que me pasó de la tapa del pozo de aguas sanadoras de Chalice Well, un altar celta en Glastonbury. Daba la impresión que había investigado mucho más y que rehuía de las explicaciones simplistas.

Al volver del viaje, Baldomero ordenó impedir el paso de sus amigos a su casa, dejó las clases a cargo de sus ayudantes, y se encerró en su habitación a pensar el tema primigenio —como él llamaba al problema de la lengua adámica. Sólo salía cada tanto para picar algo de la cocina. Mediando el día almorzaba, y cenaba ya a la medianoche. Al finalizar esa semana, abrió la puerta cerca de la  hora de la cena habitual de viernes con algunos de sus ex ayudantes y profesores de su cátedra, que no llegó a sacrificar, y hojeó, tal vez para que su esposa viera lo que había estado haciendo, un cuaderno repleto de anotaciones que una vez cerrado tiró al fuego del hogar. La madre de Elortis fue testigo de la satisfacción creciente de su esposo mientras atizaba las cenizas del cuaderno. El fuego iluminaba la sonrisa de dientes apretados de Baldomero, como si esa sonrisa no fuera toda distensión, sino que la resolución parcial del problema anunciaba nuevos trabajos para los que Baldomero guardaba las energías. Cuando volvió de la cena le anunció a la familia, ya que Elortis había vuelto y estaba escuchando música con Miranda, que pronto iban a tener una nueva mascota, un mono amazónico, más específicamente un Callicebus, que era conocido también como mono tití. Su primera intención había sido ir directo al grano y ver las posibilidades de que un amigo del capitán Heller le contrabandeara un sifaka, pero le parecía demasiado obvio estudiar a un pre-simio. El tití se lo conseguiría el padre de un ex alumno que tenía contactos en la triple frontera y traficaba serpientes, arañas pollitos y otros bichos, entre otras cosas, aparentemente. Ya Elortis se había referido a este mono, al que llamaba Albarracín, en otras conversaciones.

Pero bueno, Diego estaba escribiendo sobre Soult, y Soult había tratado de llevarse a Francia el cuadro de Murillo que también le había llamado la atención a Baldomero. Para convencerlo de que no se lo llevara le ofrecieron el Nacimiento de la Virgen. Elortis quería que su alumno utilizara los días finales del mariscal, retirado en su castillo, rodeado de su colección de pinturas expropiadas, maravillado de cómo había logrado sobrevivir, después de haberse adaptado a tantos cambios políticos y haciendo la suya siempre, mientras otros menos afortunados como sus enemigos Ney y Murat se habían dejado retorcer por la muerte. Tal vez los pelos del Cid Campeador, que guardaba en una ágata azul hueca, eran los beneficiarios de su suerte. Elortis quería que Diego, para crear el personaje, construyera un paralelismo entre el chanta de Soult, funcionario siempre dispuesto que se había hecho lugar en la monarquía y en la república, y algunos políticos argentinos que sabían nadar en cualquier tipo de aguas. Diego había desechado esta idea, que a mí tampoco me gustó, según veo en mi respuesta, pero utilizó la de hacer caminar al viejo Soult por los corredores de su castillo lleno de obras ilustres. Describiría el día final de la batalla de Elviña, en que no se supo con certeza si ganaron los ingleses o los franceses. Crearía el personaje de un soldado que perdía la memoria por un golpe durante una caída al desenvainar en la batalla, y al volver en sí afirmaba ser un enviado del futuro, según convinieron la tarde que pensaron juntos los momentos claves de la novela a los que tendría que llegar Diego a través de otros episodios de invención propia.

Lo importante era que este soldado era el que relataba, con toda clase de prejuicios fuera de época e ideas posconcebidas, la historia del viejo Soult, que, paranoico, recorría los pasillos de su última morada esperando que algún sicario viniera a ultimarlo para quitarle los tesoros artísticos que él guardaba. Su alumno ya había escrito algunas páginas, donde el mariscal, ya un viejo decrépito que arrastraba los pies por los corredores del pasillo mientras se detenía a observar sus pinturas, pensaba que hubiera sido mejor ser panadero, hacer saltar harina por los aires, lo que más le gustaba y mejor le salía allá por la lejana en el tiempo casa de sus padres, que haberse metido en tantos líos. ¿Qué habría sido de la chica del sur con la que corría a esos pájaros zancudos? Lo único que había ganado era que esos brutos llamaran con su nombre a sus perros —la única forma que tenían los españoles de vengarse, me explicó Elortis. Si tan sólo se hubiera quedado en su pueblo…

La imposibilidad de vencerse a sí misma del alma humana era el tema difuso de la novela. Diego, que no tenía plata y vivía en un departamento de un ambiente a la vuelta del Pasaje la Piedad, una vez que supo que había sido una visita a la casa de sus padres la que tentó a Soult de hacerse panadero, decidió que de ahí en más no se quedaría más de un día en la de los suyos, en Campana, para no correr el riesgo de convertirse ferretero. O, por motivos más oscuros, en autista, como su hermano. A Diego le encantaban los tornillos y podía estar horas ubicando las piezas en los cajoncitos rotulados. Soult en vez de panadero, intentaría ser rey de Portugal.

Para Elortis, que también había investigado un poco con Diego, el mariscal era un maestro del discurso. Nuestras balas no son de algodón, le había contestado a Napoleón en un hospital, rodeados de piernas y brazos amputados, cuando intentaban contrarrestar la avanzada de los rusos en Elylau. En fin, lo que se dice un personaje. En una búsqueda más a fondo, Diego había encontrado una anécdota curiosa.

Cuando el hijo de Soult intentó dejar a su esposa acomodada, el mariscal le comentó a un amigo que el hombre es el único animal que no sabe quién le da de comer. Está muy bien eso, decía Elortis. Diego inventaría que la frase sólo podía haber sido dicha en esa época por alguien que tuvo afinidad con un hombre del futuro, su narrador. Como vemos, Elortis se divertía con Diego y no lo usaba solamente de espía del pasado en los asuntos amorosos de su padre con la profesora pelirroja de la universidad. De a poco su alumno le estaba dando forma a la novela de Soult. Tenía ese poder Elortis cuando se ponía de lleno a generar algo.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 6.

6.

 Por fin empezaba a sincerarse conmigo, a mostrar sus debilidades, y a contarme las situaciones que lo habían llevado al estado de indecisión en que se encontraba. La acusación contra Baldomero molestaba, pero en el conjunto era menos importante de lo que parecía; me da la impresión que a Elortis no le preocupaba tanto el pasado, sino que no sabía cómo encarar la vida por las dudas que le producían las personas que lo rodeaban. ¿Iba a seguir hundiéndose en terreno pantanoso? Ahora conocía a pocas personas, y se quejaba de que la única que le importaba podía ser, tranquilamente, un mono, un travesti, o un agente de la CIA, vaya a saber quién lo interpretaba adelante de la otra computadora.

Yo tenía todo el tiempo del mundo para conocerlo y no me preocupaba que empezara a mostrar signos de querer trasladar a otro ámbito nuestra relación. Me eliminó un par de veces para evitar hablarme y ahí sí me asusté. No lo vi conectado por unos cuantos días. Le escribí para saber por qué estaba tan desaparecido. Al otro día se volvió a conectar y nos quedamos hasta las cuatro de la mañana. Averigüe el lugar en que nació, la hora exacta, y por supuesto, el día. Le explique que estos pormenores eran para calcular nuestra sinastria. En una página de Internet cargabas estos datos personales de una pareja. Obtenías como resultado la comparación de las cartas natales y la compatibilidad de la unión según en qué casa estaba el sol cuando nació cada uno. Algo así. Resultó que, a pesar de que nuestros signos eran opuestos por naturaleza, nuestra sinastria auguraba una relación llena de entendimiento, un choque promisorio de influencias planetarias, que se convertiría en un estímulo para su trabajo creativo. A su vez, Elortis promovería en mí los pensamientos espirituales y profundos típicos de mi signo. Aunque podía haber roces; nada que la paciencia y la compresión mutua no pudieran solucionar.

A Elortis le gustaron mis preguntas. Puso que se sentía bien conmigo. Yo le mandé una carita sonrojada, seguida de otra pestañeando.

Que descanses y sueñes con los angelitos, adiós, nos hablamos.

En el próximo registro leo que para matar el tiempo se dedicó a grabar con su propia voz algunos de los poemas de Ricardo Zelarrayán y un par de cuentos de Chesterton. Me lo imagino leyendo en voz alta en la soledad de su departamento, no tan lejos de donde yo vivía con mi madre. Por ese tiempo, me llamaba maestrita irónicamente, y a veces maestrita cabeceadora. Estas referencias le gustaban a él nada más.

Un día Augustiniano me fue a buscar a la facultad y me encontró sonriendo frente a la computadora del centro de cómputos. Desde ese día en adelante, fue el único que supo de Elortis y lo odió para siempre. Los celos que tenía Augustiniano eran enfermizos, en su mente Elortis era un perverso que quería aprovecharse de mí supuesta inocencia. Y como le conté la historia bastante completa, pensaba que mi amigo quería redimirse conmigo de la desilusión que le había dado su ex novia al brindarse antes a su tío. O, tal vez, peor, su plan era usarme para vengarse de la sociedad, al andar con una chica mucho más joven, casi una adolescente, igualito que el tío Oscar. La víctima pronto se convierte en victimario, más si no tiene suerte, afirmaba Augustiniano, y así crece la perfidia en el mundo.

Pero mi medio hermano exageraba; también veía con malos ojos que yo mantuviera conversaciones con otros amigos, mi argumento de que lo hacía para conocer mejor el carácter general de los hombres no lo convencía. Al igual que a Elortis; ahora me doy cuenta que los dos en el fondo eran muy parecidos.

Les gustaba tirar de los hilitos que colgaban de los pensamientos prefabricados de la gente. Yo estaba preparada para vivir, no andaba levantando las piedras como ellos para ver qué bichos encontraba abajo. Observar, describir e investigar los ecosistemas que hacían posible la vida en la tierra no era lo mío. Elortis afirmaba como su padre que no creía en los signos; sin embargo, los buscaba día y noche, se la pasaba haciendo eso en vez de disfrutar la vida de otra manera. Releía a Aristófanes y creía con Mnesíloco, y con su padre, que nos habían hecho en forma de embudo los oídos —¡un laberinto!, Elortis— para que la realidad fuera inaprensible.

Después de leer un poco de Las Tesmoforias para darle el gusto a Elortis, le comenté a Augustiniano que yo debía ser una especie de Eurípides pero a la inversa, una infiltrada, haciéndome amiga de un hombre maduro, entre comillas le aclaré, para conocer las vueltas del pensamiento masculino. Pero cuanto más conversaba con Elortis, más me daba cuenta que los hombres no tenían ningún misterio, o tenían menos que las mujeres, ellos eran los descifradores y se pasaban los días en las nubes. Hasta él reconocía que eso de que la mujer era una esfinge sin secreto sólo podía haber sido dicho por alguien que no se sentía atraído realmente por ellas como su querido Oscar Wilde.

Ya que Elortis me enseñaba algunas cosas, yo lo retribuía aconsejándole sobre los productos de limpieza que le convenía comprar en el supermercado (él también me recomendó un negocio chino donde comprar pastas integrales, jengibre y tofu entre otras cosas, aunque yo prefería las hamburguesas: para qué dietética, siempre fui flaquísima, una morocha lánguida para Elortis, de esas que nada más existen en nuestro país) y le sugería pubs o boliches con onda, para sus salidas con Romualdo, donde encontraría personas de todas las edades.

Antes Elortis tenía una amiga con la que hablaba diariamente como conmigo y se le ocurrió presentársela a su amigo para que se divirtiera un poco. Romualdo agarró viaje y terminó de novio con la chica. Elortis cortó las charlas porque de ahí en más prefería que fuera la novia de Romualdo y no su amiga. La chica se enojó. En uno de los cumpleaños de Romualdo ni siquiera lo saludó. Miranda, con la que todavía estaba de novia en ese tiempo y había ido con él a la fiesta, quiso saber por qué Romualdo no se las había presentado. No convenía armar parejas entre amigos, sugiere.

Más allá de este episodio desagradable, él respetaba a Romualdo y lo tenía por un amigo alegre y fiel, de esos que da gusto tener. Tenían códigos entre ellos que no compartían con los demás. Yo con mi amiga Agos, igual.

Cuando Elortis volvió a pedirme que nos viéramos, le pregunté si no le molestaba que fuera con ella. También lo cargaba con mi supuesta ambigüedad sexual, como si me gustaran las mujeres y por eso fuera imposible que me interesara alguna vez por él. Elortis se reía un poco con estos juegos pero enseguida se hastiaba. Algunas bromas, esas que se hacían para evadir un asunto, no le gustaban. La ironía para él era una epidemia. Sólo lo patético lo convencía y lo hacía reír espontáneamente porque iba directo al grano.

Cada tanto algún periodista lo llamaba para invitarlo a un programa de chimentos y matar dos pájaros de un tiro: que hablara de su programa y a la vez diera su versión sobre el caso Baldomero Ortiz, profesor emérito y facho. Lo bien que le hubiera venido aceptar esa plata, me decía. Pero en vez de dedicarse a algo que aumentara sus ingresos se la pasaba buscando personas que hubieran tratado a su padre. A muchos los encontraba de casualidad. Él decía que no podía hacer varias cosas a la vez y que ahora tenía que ocuparse de ver si su padre había sido un agente civil de la dictadura, o un profesor controvertido, diletante, lengua larga, provocador; o todo junto.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 5.

5.

Pero bueno, ahora debería contarles otra cosa, lo que me andaba pasando a mí por esa época. Elortis trató de sonsacarme algo, pero sólo recibió noticias de mi desencanto hacia la pareja que me había traído al mundo. Tantos cuidados de mamá y  charlas sobre la vida con papá. Y mojate los dedos en agua bendita, nena. ¿Para qué? Ahí estaba yo empezando a digerir las dos enseñanzas más consistentes de mis padres: la mentira y la simulación.

Baldomero decía que saber mentir es una virtud indispensable para vivir bien. Según Elortis, repetía eso de si quieres ser feliz como tu dices, no analices.

Yo no pensaba mucho en un detalle de mi familia. Mi padres estaban separados, yo vivía con mi mamá, pero cuando tenía doce años mi papá me había presentado, abrazado a su pareja en la puerta de su nueva casa, a Augustiniano, mi medio hermano. Al principio la regla era no contarle nada a mi mamá para evitar que, sabiendo que había formado otra familia, me prohibiera visitarlos. Cuando, después de algunos años de estricta distancia mis padres reanudaron las relaciones, y mamá tocaba el timbre para buscarme, un chico flacucho y de nariz aguileña, que no sacaba la vista de la televisión, salía corriendo.

Para tener ocho años, Augustiniano era muy inteligente y bastante rápido en sus reacciones. Le íbamos a decir a mi mamá que el chico era de una pareja anterior de la novia de papá, pero no había caso, en cuanto Augustiniano escuchaba la voz de mi mamá corría y se escondía en el hueco de la escalera o subía a encerrarse en su cuarto. Con el tiempo nos hicimos muy cercanos, y cuando ya había empezado la secundaria, según él porque hacía mucho que no me veía y me extrañaba, se apareció en mi casa, y cuando entró mi mamá se lo tuve que presentar como si fuera un amigo más. Todos me pedían demasiado, en especial mi padre, que por ser un picaflor —ya hace años que se separó de su segunda pareja— era el culpable de todo.

Dio la casualidad que ese día se le ocurrió pasar a cenar y tuve que simular que no se conocían delante de mi madre. Augustiniano, mi papá. Papá, Augustiniano. Esa gota rebalsó el vaso y cuando se fueron no pude mirar a los ojos a mi mamá. Caí en la cuenta que mi papá era un manipulador nato y que, al ser cómplice de su mentira, me había convertido en su aprendiz.

Algo me alejaba de Elortis y era muy probable que no fuera la edad nada más; tal vez yo tenía el don de la tergiversación, qué él afirmaba desconocer. Nunca entendió el porqué yo le decía que necesitaba paz. Cómo iba a saberlo si yo misma no sabía a qué me refería con esa palabra. Pero sé que no era la paz de los monasterios. Yo necesitaba tener las cosas claras en la vida. ¿Sería la paz que me permitiría moverme con la libertad necesaria para rehacer mi vida después del primer noviazgo?  Había calculado todo para que saliera bien esa relación y, sin embargo, ahora el único hombre con el que hablaba era mi medio hermano, aparte de Elortis.

¿Qué hubiera pasado si todavía seguía de novia con el celoso intolerante de mi ex? Tal vez me hubiera revisado la computadora hasta dar con el registro de las conversaciones y habría contactado a Elortis para amenazarlo. Pero mi falta de tranquilidad no provenía sólo del pasado. Me preocupaba que una persona a la que apenas conocía en la vida real empezara a ser el centro de gravedad alrededor del que giraban todas las cosas que me pasaban.  Cómo no extrañarlo cuando no hablábamos, cómo no esperarlo cuando no se conectaba.

Empecé a ser un poco más fría con Elortis. Me seguía relatando sus aventuras, hasta que se cansaba de mis respuestas cortas y me reprochaba que yo estuviera tan monosilábica.  En general, yo leía, y muy bien, lo que escribía, pero me colgaba escuchando música o miraba alguna serie.

Otra vez a lo de la enanita; me presentaba al Mono, el hijo de una sirvienta de Avellaneda. Desobediente, maleducado, contestador, el Mono era el protagonista del grupo que completaban el Bebi —un inglesito, especie de imitador del Mono en otras historias—, y Rafael y Manolo, los hermanos de la enanita.

En las casas burguesas de antes no existía el timbre, las visitas usaban los llamadores de hierro para anunciarse. El relojero judío trabajaba hasta tarde, mientras su mujer planchaba la ropa, y el Mono tenía un plan para molestarlos y reírse de ellos. Ataba un hilo tanza hasta la manopla de hierro, se sentaba en diagonal a la puerta, en la vereda de enfrente, y tiraba del hilo, mientras los amigos lo miraban desde la otra cuadra. Al rato la puerta se abría y aparecía la larga nariz arrugada del relojero buscando al gracioso que no lo dejaba trabajar. El Mono sonreía desde enfrente. Para él, era la gracia del día engañar al relojero. El relojero caía una y otra vez, incluso cuando se quedaba al lado de la puerta para abrirla de golpe. Una expresión de molesta sorpresa se dibujaba en su cara cuando veía que no había nadie cerca para retar. Y atrás aparecía su mujer, repitiendo oraciones contra los espíritus. Pero el relojero sabía que era el Mono el que de alguna forma tiraba de la manopla de hierro y al segundo día salió y miró hacia arriba, esperando ver a alguno de la pandilla de ese vago subido como por arte de magia a los relieves del frontón de su casa. Pero nada.

El Mono, desde enfrente, se retorcía las manos de contento y el relojero lo miraba con aire desafiante. Al tercer día, el Mono hizo salir otra vez al viejo justo cuando un coche apareció a velocidad por la calle, enganchó al hilo y volvió a levantar la manopla. El Mono dejó caer la tanza rápido, pero igual le dejó una raya sangrante en la mano. Tan acostumbrado estaba de su propio truco que se había olvidado que existía una conexión entre la puerta y su mano. El viejo lo descubrió, salió a correrlo con una escopeta, el Mono atravesó la calle a mil kilómetros por hora y la historia del Mono y el llamador se acabó.

Le pregunté a Elortis qué me quería enseñar con ese cuentito  para nenes, pero se enojó y me dijo que, por lo menos, que él supiera, la enanita no inventaba nada, sino que era la más pura verdad, y que no me quería decir nada, solamente contármelos. Ahora me doy cuenta que estaría pasando por un momento crítico, no podía escribir y me usaba a mí para vaciar su mente, una vez que empezaba se olvidaba que había otra persona del otro lado que leía lo que escribía y recuperaba la fuerza para hacer lo que no podía hacer en serio, directamente, que era sentarse a escribir otro libro o tratar de encontrar una persona para comenzar una nueva vida. Esas dos cosas las ensayaba conmigo, tal vez porque era chica y siempre podía haber alguna excusa para no engancharse conmigo y porque, como dije antes, debía ser una de las pocas que le prestaba atención. Tal vez nuestras conversaciones eran una especie de aplazo para él, sólo esperaba pisar tierra firme otra vez, que sus ojos no reflejaran esa tristeza perruna que lo asustaba en el espejo, y tal vez también, intuía la contracara de una revelación cercana.

Las pruebas de que estaba pasando por un mal momento eran esas frases rebuscadas que me soltaba en la conversación. Es natural, y por lo tanto más fácil, borrar unos puntos suspensivos que crearlos. La verdadera forma de leer es hacia atrás. Creer en los sentidos es lo opuesto que creer en los sentidos. Éste tipo de cosas. Parecían tener por fin confundirme o era una forma más de hacerse el interesante. Para colmo de males, terminó encontrando a otra ex amante de su padre.

Baldomero había conocido a Hiromi en un exposición de orquídeas en la Embajada de Brasil. Desde entonces, Baldomero cada tanto llegaba a su casa con unas macetitas y se dedicaba hasta la hora de la cena a buscarle un lugar a las plantas siguiendo las recomendaciones de Hiromi. Descubrió la historia el día que el portero del departamento donde vivieron sus padres, al que había ido para solucionar un problema de filtraciones con sus inquilinos, le preguntó si quería llevarse unas plantitas que le habían entregado para Baldomero. Las ubicó en su dormitorio, en una repisa que las resguardaba de Motor, pero en unos días comenzaron a marchitarse. Esta vez decidió fijarse en la dirección que figuraba en la tarjetita y matar dos pájaros de un tiro, ver qué relación había entre su padre y la persona que las mandaba y enterarse del cuidado que tenía que darle a las orquídeas.  Se subió al auto y terminó en Escobar. Casi se lo comen cinco perros akitas en la entrada de la propiedad (a Elortis, como a mí, le encantaban estos perros asiáticos, como los siberianos o el malamute, porque tienen puntos en común con los lobos, aunque sea en apariencia nada más, según dicen) pero logró llegar hasta una especie de jardín de invierno donde estaba montado el laboratorio y encontró a Hiromi retando a un empleado porque había contaminado un meristema. Le causó gracia a Elortis que el empleado, un oriental, estuviera con la cabeza baja y la mujer lo retara comparando el cuidado higiénico que debía tener con las células del meristema con la esterilización del instrumento quirúrgico usado en las operaciones. La mínima suciedad podía destruir el equilibrio necesario para obtener la reproducción perfecta de una planta. Al notar que Elortis la miraba, la japonesa intentó llevarlo al jardín de invierno donde exponía las orquídeas, creyendo que era un cliente más, tenía la vista muy gastada por el trabajo, pero mientras caminaban y le recomendaba maneras de cuidar a sus plantas, de repente se paró en seco y sonriendo le preguntó si no era el hijo de Baldomero.

Se había enterado de la muerte de su padre tiempo después de que enviara las últimas orquídeas, unas Liparis. Antes a Baldomero no le gustaban las orquídeas porque decía que era costumbre de afeminados o perversos coleccionarlas, pero su interés aumentó después de llevarse las primeras a su casa. Hiromi, a la que Baldomero le llevaba por lo menos tres décadas, creía que tenerlas le hacía recordar la peculiar amistad que los había unido…

Admitió extrañar mucho el entusiasmo que su padre ponía al hablar de los variados temas que le interesaban. Quiso invitarlo a tomar el té. La manera cadenciosa de hablar de Hiromi apaciguaba el espíritu de Elortis. Era una linda mujer todavía y sus ojos delicados rehuían la mirada inquisidora de mi amigo, que no solamente olvidó lo que había ido a buscar a ese lugar, sino que también dudaba, mientras tomaba el té, del impulso que lo venía arrancando de su casa para enfrentarlo con determinados personajes que no pertenecían a su entorno. Eran el resabio de una vida concluida. ¿Y si le hacían ver el mundo de una forma poco conveniente? No quería remover mucho la tierra del camino por el que anduvo su padre.  Ese polvo también podía confundirlo a él. Tendría que haberlo pensado antes de subirse al auto.

El control de la entonación y los modales que demostraba Hiromi al expresarse contrastaba con la crueldad de sus juicios. Para ella, Baldomero andaba en algo raro, aunque nunca le había interesado saber lo que era.

Elortis se entusiasmó al saber que la abuela de Hiromi había sido la hija de un samurai. Aunque nunca fue reconocida porque su bisabuela y el samurai eran amantes. El guerrero vivió muchos años, destino poco deseado por los samurais, y nunca tuvo honor ni fue feliz. Murió triste y solo. Su bisabuela decía que la muerte de cada persona representa su vida. Elortis se sentía muy cómodo con Hiromi, pero las cosas que decía eran terribles. ¿Insinuaba que Baldomero había tenido una muerte lenta porque había sido un picaflor toda su vida?

Hiromi le terminó de enseñar las plantas, caminaron juntos entre las hileras de macetitas, y después salieron al sol a despedirse. Se subió al auto sintiéndose recién confesado pero también asombrado por la fuerza de seducción de la japonesa. Me confesó que hacía tiempo que no deseaba tanto a una mujer.

Desubicado, Elortis. ¿Para qué me decía eso? Duro poco la Oncidium bifolium, una orquídea silvestre, que había elegido y llevaba en el asiento del acompañante; sería destruida por Motor unas horas después. Desde que lo había recuperado, el gato devoraba polillas, cucarachas, las plantas del balcón y aceptaba los restos de la comida —antes no probaba más que alimento balanceado del bueno. Ahora tampoco se acercaba a cualquier visita maullando para que lo acariciara. Se había vuelto selectivo y desconfiado con las personas y sólo después de una cautelosa aproximación restregaba su cabeza contra una pierna. Ya no trataba de sacarle en el aire el platito de comida a Elortis cuando lo levantaba para rellenarlo. Esperaba quieto su comida y parecía mirar, a él o a la comida, con cierto desdén.

A Elortis le pasaba lo mismo con las personas, en particular con su nuevo alumno Diego. Me decía que esa era una conducta común en los animales. Hasta un organismo unicelular como el paramecio, le gustaba repetir a su padre, siempre interesado en el comportamiento de los animales en general, bate sus cilios y se aleja al instante del lugar donde se concentran ciertos elementos. Diego era una especie de monstruo en formación. Algo de ese chico lo repelía. Las opiniones de Diego eran las de la mayoría pero filtradas por los lugares comunes de una supuesta alta cultura. Algunos escritores se volvían reiterativos, según su intelecto, más que nada cuando apoyar o no esa supuesta repetición significaba leerlos. Cierto sector difuso de la cultura creía algo y Diego lo seguía con mínimas variaciones. ¿No era eso parte del proceso de aprendizaje?, le pregunté a Elortis. No estaba seguro, temía que algunas personas fueran refractarias a ese proceso. Las apariencias y las clasificaciones iban de la mano para Elortis y de ahora en más estaba dispuesto a ofrecer su vida para enfrentarlas, tal vez por eso decía que en cualquier momento agarraba la sotana.

Pero no tenía problemas en usar a Diego para que investigara el parecido entre el colgante de su madre y el que llevaba la pelirroja. El chico no tardó en mostrarle la fotografía que le había sacado a la profesora con el celular, donde se veía claramente que era la misma vaquita que llevaba su madre. Ahora ya podía meterle cualquier excusa a su alumno para dejar de enseñarle. Estuvo una semana sufriendo por el tema. Para colmo, encontró una frase de H. G. Wells que decía que la indignación moral era más envidia que otra cosa.

Se preguntaba con qué ojos lo miraría a él su hijo Martín. No creía que tuviera razones para envidiarlo. Por esos días estaba de viaje por Sudamérica con una chica que conoció en una peña cerca del Abasto. Enseguida se había olvidado de su primer traspié amoroso. Elortis estaba contento porque su hijo tenía una viveza que a él le faltaba a su edad. Eso sí, vivía con su madre, era un malcriado al que le lavaban la ropa y le hacían la cama. Pero se le había dado por hacerse el mochilero. Durante el viaje, que comenzó en Tucumán para seguir por Bolivia, atravesar Manaos y terminar en Venezuela, Elortis recibía e-mails de Martín donde le contaba en detalle algunas de sus peripecias. Se entusiasmaba leyendo esos mails. Hoy Martín jugó al fútbol en una favela, me decía, orgulloso. O, hoy Martín comió seso de mono en la selva amazónica con los aborígenes. No sabía si se había cruzado con algún ayahuasquero.

Elortis todavía no me había contado cómo él había llegado a los alucinógenos, pero me aclaró que su hijo apenas tomaba alcohol, era mañoso, no lo veía entregándose a los caprichos de un chamán.

Martín viajaba para encontrarse con sí mismo en la naturaleza, quizá un poco influenciado, sin saberlo, por las ideas de su abuelo paterno. Pero no se lo tomaba en serio; antes de partir le comentó a su padre que no le gustaban las ideas trilladas.

Sin embargo, en Caracas conoció a un hombre entrado en años que había llegado como él y se había quedado de por vida. El hombre lo trataba como a un nieto más y decía que tenían la misma energía, que los había llevado a cruzarse: para él Martín era la reencarnación de un amigo que había perdido tres vidas atrás. A la que no veía con buenos ojos era a la chica. No le parecía de confianza. Martín estaba demasiado seguro de que su novia era buena. Ella lo había convencido de hacer ese viaje de iniciación que lo había reunido con su amigo de otra vida, nada menos. El hombre decía que las causas no estaban conectadas, que esta mujer le hubiera señalado el camino hacia él, no significaba que no hubiera que tener cuidado con ella. Los miraba surfear mientras mantenía avivado el fuego con leña para que pudieran calentarse a la vuelta. Les había cedido su cama de dos plazas y les cocinaba diariamente. Había estado a punto de casarse pero gracias al alcoholismo pudo seguir el solitario camino de la revelación. La chica se había encariñado con el viejo, pero se quejaba de que los espiaba por las noches. A Martín eso no le preocupaba, pero pronto el viejo le reveló que esa chica era la reencarnación de una chica que los había enemistado, una antigua novia suya que él le había robado. Después, una noche que estaban medio borrachos junto al fuego, le contó adelante de Martín lo mismo a la chica y, entre risas, sugirió que debería compartir el lecho con ellos. Elortis notaba que su hijo le escribía cada vez más seguido.

Un día, al volver de surfear, Martín se encontró con el viejo entre las piernas de su chica, en la cama de dos plazas que les había cedido gentilmente cuando llegaron. Agarró sus cosas y decidió desandar solo el camino hasta Buenos Aires. La chica se quedó a vivir en Venezuela. Martín volvió meditabundo, pero con fuerzas nuevas que lo impulsaban a hacer cosas grandes. A veces le daba ganas de costearse otro viaje a Venezuela, esta vez en avión, para moler a golpes al surfista viejo y a la que era su chica. A la vuelta decía que él siempre la vio como a una novia, la sucesora de la primera.

Su hijo empezó a hacer pesas, y se volvió robusto y musculoso. Mis amigas lo habían visto en una foto del perfil de Elortis —los dos con anteojos de sol, mirando hacia el mismo lado, y con los brazos cruzados— y se les cayó la baba. Decían que si yo salía finalmente con Elortis iba a querer darle al hijo. ¡Justo yo! Como si no me conocieran. Y, además, ¡salir con Elortis…! A mi mamá le daría un ataque al corazón y mi papá contrataría a un asesino a sueldo para que lo eliminara o algo así. Tal vez él pensaba que algún día nos encontraríamos, siempre hacíamos bromas con eso, qué sería mejor, si McDonald’s, tal vez un café espumoso, o un pub a la noche, si iríamos al cine o saldríamos a caminar por el barrio.

Un día me salió con que no soportaba la ambigüedad de las relaciones a distancia. ¿Para qué teníamos que perder tanto tiempo en la computadora? Le puse una carita de desconcierto y le aclaré que no tuviera esperanza de conocerme. ¿Por qué yo le hablaba y me interesaba por sus cosas entonces?, se enojó. Como el ever-never, agregó, de uno de sus escritores favoritos, Joyce:

God´s pardon; ever to suffer, never to enjoy; ever to be damned, never to be safe; ever, never; ever, never. O, what a dreadful punishment!

En el micro que los llevó a Mar del Plata, mientras la lluvia arreciaba y Sabatini cabeceaba a su lado, Elortis releyó A portrait of the artist as a young man —leelo, brujita, insistió—, una edición en inglés que había comprado en Uruguay, y también la Narración de Arthur Gordon Pym, de Poe. A este último lo conozco porque me obligaron a leer los cuentos de terror en el colegio. Aunque hablaron bastante durante el viaje, se sentía un poco incómodo con Sabatini. Elortis estaba enojado con él porque hasta último momento no le había confirmado si lo acompañaría.

Sabatini lo había empezado a abandonar, según Elortis, cuando los números de la empresa de libros audibles comenzaron a declinar. Mi amigo pensaba que lo había usado durante un tiempo para evitar la rutina de su hogar, y además para decirle a los demás amigos que tenía un emprendimiento propio. No se tomaba las cosas en serio. Peor cuando se empezaron a vender más ejemplares de Los árboles transparentes, y por lo tanto el trabajo comenzó a demandar otro tipo de compromiso diario con los periodistas que los buscaban; ahí Sabatini sacó cuentas y notó que ni el éxito en las ventas les dejaba a cada uno el dinero necesario para hacer reedituable la aventura de la empresa conjunta. Ahora había más obligaciones que lecturas o correcciones nocturnas con whisky o fernet-cola. Antes, una vez por semana, trabajaban hasta tarde en el libro y después se iban a un bar a seguir bebiendo. Elortis extrañaba esa época. En cambio, poco antes de Mar del Plata, cuando fue a buscar a la casa de Sabatini una grabación que necesitaba escuchar para las ampliaciones de la posible nueva edición, salió la esposa para entregársela. Ornella decía que su esposo estaba ocupado. Elortis pensaba que no querían que viera cómo habían arreglado el consultorio durante el tiempo que llegaba tarde a trabajar con él.

Así que tener a Sabatini a su lado durmiendo tan apaciblemente a Elortis lo llenaba de terror hacia lo desconocido. Para colmo, en las páginas de Poe estaba a la deriva en una balsa enclenque en el medio de un vaporoso océano con embarcaciones pútridas que se cruzaban cada tanto. No dejaba de pensar en Sabatini a su lado durmiendo el sueño de los nobles y las vueltas que había dado para decidirse a acompañarlo en el viaje. ¿Y si se le ocurría estrangularlo en la habitación compartida del hotel para quedarse con las regalías del libro? Así podría terminar de refaccionar la casa donde se turnaba con Ornella para atender a los pacientes. ¿Por qué decidió acompañarlo a último momento? Tal vez, solamente había querido pasarla bien con él como antes, y que lo vieran en la tele sus conocidos compartiendo la mesa con la señora Mirtha; lo más parecido al festín de la realeza que había en nuestro país. A su amigo, en el fondo, y a pesar de que a veces se hacía el bohemio, le gustaban los lujos.

 

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 4.

4.

Más o menos por esos días, cuando me enteré de lo de mi ex y creí ver a Elortis, apareció en los diarios el artículo que salvaría la reputación de su padre. Alguien había mandado a los principales medios una carta manuscrita firmada por el mismo Baldomero Ortiz, cuyo contenido era una crítica severa a los métodos del último gobierno militar. En la carta Baldomero consideraba el exilio y se proponía buscar una ubicación en una universidad de Estados Unidos. Pero, ¿esa carta había sido escrita verdaderamente por su padre?

Elortis estaba desconcertado. La letra era más rígida, los términos demasiado académicos para su estilo, y él nunca había tenido noticia de que pensara mudarse a otro país, más bien había escuchado a Baldomero decir que ser inmigrante era el peor de los destinos. Repetía las palabras en dialecto italiano de su suegra, cuando le rogaba no cometer el error de meter las valijas en un barco como ellos para terminar en un país desconocido. Eso que su abuela había sido una agradecida del país, a diferencia de la tía abuela de Elortis que odiaba el lugar donde había venido a parar. Para esta mujer, que vivía adelante de la casucha de la enanita —de ascendencia española— y era la dueña del terreno, los médicos eran la encarnación de la maldad argentina. En las consultas se burlaban de su cerrado dialecto y la manoseaban. Finalmente, tras operarla de un simple quiste, como a mí, le extirparon los ovarios por equivocación y la volvieron a coser como un matambre. Por lo tanto, ella y su esposo, el padrino de Elortis, no habían tenido descendencia. Pero eran visitados por muchos paisanos, que sí hablaban de la guerra, no como su padrino, y también por otros amigos argentinos; personajes que a veces Elortis se cruzaba cuando iba a visitar a la enanita.

En fin, Elortis dudaba de la carta y empezó a averiguar quién podría ser la persona que la había enviado a los diarios. ¿Sería posible que fuera el ex capitán Heller? ¿Susana P.? ¿un tío por parte de su madre? Sabía que este hombre, dueño de una curtiembre, varios años menor que su hermana, había apreciado a su padre. Pero no lo veía desde que su madre había muerto, años antes que Baldomero. Vía e-mail, intentó convencer a los jefes de redacción de algunos diarios, sin que pudiera sacar nada.

¿Quién había ayudado a su padre? ¿qué motivos tendría? Tal vez en esa época estaba tan necesitado de amistad que creyó que esa persona podría contrastar el desdén que le producían sus semejantes.

Lo cierto es que, en vez de ponerse a pensar en una idea para otro libro, dedicó unas semanas a buscar en vano al salvador de la figura de Baldomero, era lo único que llenaba su tiempo y lo alejaba de otras preocupaciones más acuciantes, tal vez, como su futuro amoroso.

Pero no encontró una respuesta ni en el cura que visitó en la iglesia de Las Esclavas, que jugaba a las damas con su padre, ni en la empleada pintarrajeada del Registro Civil, a la que Baldomero solía llevar masas secas por haberle simplificado un trámite años atrás, ni en el hijo del dueño de la pizzería donde Baldomero compraba los palos de Jacob para el postre.

La carta no logró borrar la imagen nueva que se había formado de su padre luego del primer artículo en los diarios. Lo contrario de la existencia tranquila, correcta, que él había llevado hasta el momento; un pasar libre de sobresaltos, de decisiones impensadas y apuestas fuertes, aunque se había jugado con Sabatini y, después de la edición del libro, su ánimo reflejó por un tiempo una sensación de bienestar y plenitud que no fue duradera. Pero resultó que Baldomero había logrado mantener a un séquito de tímidos defensores, aun con sus locuras. ¿De qué le habían servido las suyas?

Cuando decidió separarse de Miranda ya era tarde. Había llegado a tener un hijo con ella. Pobre Martín, se apiadaba. ¿Para qué si nunca había estado enamorado?

Tuvo que aguantar que sus amigos le advirtieran que dejar a Miranda era un error. Lo mismo cuando abandonó la práctica de su profesión para invertir su tiempo en tareas poco convenientes. Pero, por lo menos, no fue en teoría como su padre —que pasaba más tiempo hablando de Madagascar que preparando seriamente esa imposible beca— sino que se había metido de lleno en terreno desconocido, y sólo por casualidad le había ido bien. Él era inestable —lo contrario de la estabilidad emocional de Baldomero, cuyos tornillos estaban constantemente flojos y no producían contradicciones en su carácter, siempre ecuánime, bondadoso y gentil con los demás, hasta que se cerraba la puerta o le atacaban sus ideas.

Así y todo, para algunos su padre había sido un agente civil de la dictadura militar, un delator. Le dije que enfocara su atención en el presente, el pasado ya no está y el futuro no se sabe. Nuestro futuro es incierto, Elortis, todo podía ocurrir… Y si no encontrábamos a nadie nos quedaba el monasterio. Eso le gustó.

Nada mejor que el talante de un monje, un modelo de virtud y equilibrio con el entorno, para describir el estado anímico en que lo dejó por contraposición la figura maléfica paterna construida por los medios hasta que apareció la carta que instauró la duda sobre las acusaciones. Había sido capaz de sonreír con sinceridad, de ayudar a las personas sin interés y le dieron ganas, como a mí más seguido, de hacer algún tipo de trabajo comunitario. Se ve que en el fondo la culpa y la vergüenza lo corroían. Pero ese lastre que habían venido a descubrir en su progenitor lo dejaba a él en la vereda de enfrente, libre y bueno, la mayoría comentaba que un hijo no debe responder por las acciones de su padre.

No pesaban los errores que había cometido él en su vida; una trayectoria irregular en lo laboral, incierta en lo amoroso. De última, Elortis era bueno para convencerse a sí mismo, sus únicos errores habían sido engañar a su novia de tantos años y haber traído, justo con esa persona, un hijo a este mundo tramposo.

Si al principio había intentado engancharme a Martín era porque mi supuesta pureza, o mi egoísmo que reflejaba una naturaleza sincera y firme, lo habían atraído a él primero y pensó que con una chica como yo su hijo no caería en una confusión como la suya en su primera y decisiva relación. A sus ojos yo era toda posibilidad y conquista, un símbolo de otra época traído a esta de los pelos pero visible y consistente, la novia comprensiva y pura que le hubiera gustado tener en el secundario.

Su encuentro con el sexo había sido abrupto, en una fiesta del colegio conoció a una chica que parecía angelical pero resultó ser que a los diecisiete años ya había tenido una relación y, encima, incestuosa, con un tío postizo. Y esta chica no tuvo la mejor idea que contarle su iniciación sexual a Elortis la noche que se acostaron juntos por primera vez. No precisó, pero parece que cuando le propuso a la chica determinada postura en el acto amoroso, ella se asustó por las experiencias que había tenido antes… Él no tenía esas intenciones. Por algo debió recordarme alguna vez que Baldomero no se preocupó por educarlo sexualmente.

Como consecuencia, arrastró el trauma por un tiempo largo, aunque la sensación de desilusión en lo amoroso no lo abandonó en su vida adulta. ¿Cómo era que el padre de su noviecita le exigía, cuando salían, que la trajera de vuelta antes de la cinco de la mañana? Si la había dejado irse de vacaciones con la familia del tío Oscar. En ese entonces, esta familia era solamente la hermana de su suegro, y también iban con una pareja amiga. Todos compañeros de tenis de la adolescente Miranda. ¿Por qué sólo para él activaban los principios de la sociedad cuando debía haber sido tan evidente para la familia de su novia que el otro se los salteaba?

Le comenté a Elortis que tan visible no sería el asunto, sino el padre de su ex novia hubiera actuado, pero él contestó que, más allá de que los demás se movían por la apariencia, llevar o no el peso del sentido común corría por nuestra cuenta, y que si bien es un gran esfuerzo sacárselo de encima, no podemos echarle a nadie la culpa de nuestra falta de compromiso con nosotros mismos.

La familia de su ex novia se había enriquecido rápido en los noventa y en casos así los prejuicios se multiplicaban a la par que el dinero. Para Elortis eran gente maleducada, que no hacían más que darse aires y desconocían a los espíritus sensibles y elevados. Pero, ¿dónde estaban en Elortis las virtudes que pretendía que encontraran en él? Bien ocultas para que los idiotas no se confundieran, respondió. Después, me aclaró que también podía ser que él fuera un mal llevado y que actuara de incomprendido para echarle en cara a los demás su propia falta de méritos. Tal vez su indecisión lo hacía desconocer quién era para los demás, no veía en qué lugar estaba parado y cuáles eran las afrentas a las que respondía. Y por momentos su megalomanía era tan notoria como la de su padre.

Estando de novio le había tocado irse de vacaciones con la familia de Miranda —usaba el primer nombre para referirse a su ex novia, que la chica detestaba y suprimía por Laura, el segundo— y la de su tío Oscar. Tuvo que compartir asados, baños helados en la playa, y partidos de fútbol con el tío y el padre de la novia. No podía evitar darle vueltas en su cabeza a la pesadilla real que significaba para él que aquel hombre alto, fornido y orgulloso de la falta de pelo en todo su cuerpo, fuera el primer amante de Miranda.

Sin embargo, ella le había asegurado que lo suyo con Oscar no había durado mucho, unas veces nada más, que era algo irrelevante, una pavada… Aunque después le reveló que el asunto se había prolongado durante un año. Siempre antes de conocerlo a él, eh, aclaraba Elortis.

Fue una noche de esas vacaciones, mientras volvían caminando solos por la playa de la fiesta de los guardavidas. Había empezado a indagar sobre la relación y obtuvo esa respuesta. Reaccionó diciéndole de todo a su novia y le echó en cara la tortura diaria que le hacía vivir, dejando en claro que para él no era más que una loca que se había dejado seducir por un gigante lampiño que la doblaba en edad y, para colmo, era su propio tío. Al notar que Miranda había dejado de caminar para entregarse al llanto, Elortis apretó el paso, y ya bastante adelantado y casi perdiendo de vista a su novia, decidió meterse al mar. Mientras apuraba las brazadas para alejarse más de la costa hasta perderse definitivamente en la negrura, descubrió que ya no hacía pie y en la desesperación empezó a tragar agua.

El miedo le duró un momento y cuando dejó de luchar para entregarse a lo peor se dio cuenta que estaba haciendo la plancha y pensó que podría flotar boca arriba en la oscuridad hasta que la marea lo devolviera a tierra o decidiera chuparlo a los profundidades. Agradeciendo al cielo que lo dejase flotar, en las puertas de su libertad, se convirtió en un animalito más de esos que tanto le gustaba tener, como después  Motor, o todos lo que había adoptado desde que era chico y habían terminado sucumbiendo a sus cuidados.

En vez de rebobinar en su mente los hechos más importantes de su vida, ya siendo él otra criatura endeble a la deriva, vio la cara de todos los animales que había torturado, las de los conejos que reventaba de cariño en la casa de su abuela —sus familiares decían que unos días después de su visita se morían debido a sus apretones—, la gomosa y cornuda del oxolote que se secó al evaporarse totalmente el agua de la pecera y las imprecisas cabezas de las luciérnagas que atrapaba en frascos. Que lo perdonaran.

De repente, fue arrancado de todos estos pensamientos por la fuerza de unos brazos firmes que lo arrastraron poco a poco hasta la orilla. No era otro que el tío Oscar que, ante los gritos descarnados de Miranda, se había metido en el agua con un amigo para rescatarlo. Parece ser que el agua lo había arrastrado cerca de la fiesta de los guardavidas y la mitad de los invitados estaba presente, aplaudiendo medio en serio, medio creyendo que era una imitación de salvamento inspirada por el alcohol.

Elortis confiesa que, del susto y la vergüenza, pensó que le agarraría un ataque al corazón de tanto que lo sentía latir en el pecho cuando Oscar y el amigo lo dejaron en la playa, y que, aunque siguió tomando muchísimo, esa noche no había podido emborracharse. Al otro día no pudo evitar reírse de sí mismo y de la situación absurda en la que se encontraba.

Esto me hizo pensar que el día que vi a Elortis podía ser que se hubiera metido en la tienda de ropa de mujer para comprar algún regalo a su ex, ya que se seguían viendo, la mayoría de las veces sin Martín, y él nunca me negaba que algún día pudiera volver con ella, aunque le parecía improbable. Por lo menos en ese momento de nuestras charlas. Parecía una relación obsesiva pero feliz, fundada en esa desilusión inicial que a la vez lo atraía de manera morbosa, y que como era habitual, solamente la rutina se había encargado de empañar.

En cambio, Baldomero rara vez hablaba con su esposa, a la que trataba como un apéndice dedicado a higienizar y a organizar su existencia, a alejarlo de la búsqueda constante de otras mujeres en las que saciar su ego y su apetito sexual para poder dedicarse, y esto sí parecía loable, y digno de imitación para Elortis, a la reflexión, con la que intentaba conocerse a sí mismo, y al pensamiento, con el que pretendía contribuir a la cultura cuando encontrara la manera de enriquecer la comunicación destronando a ese elemento impreciso que era el lenguaje heredado.

Para eso buscó toda su vida la cultura milenaria que le transmitiría el conocimiento necesario a través de los signos unívocos de lo real, antes de que las civilizaciones siguientes lo desvirtuara al proponerse expresarlo por otros medios.  Y este tipo de actividad, que lo convertía sin dudas en un charlatán, la desarrollaba en las charlas informales de la facultad.

Por lo tanto, a Elortis se le ocurrió dar con el posible benefactor de la memoria de su padre entre sus colegas profesores. Como estaban casi todos muertos y los que no lo estaban son los que lo habían denunciado, haciendo referencia a los almuerzos en los que Baldomero apoyaba la represión, decidió hacer el experimento de hacerse pasar por un profesor suplente y comer con los demás facultativos para enterarse de qué hablaban y, más que nada, ver si alguno nombraba a su padre. Así, también, esperaba inaugurar un período de decisiones intuitivas, cercanas a lo irracional, en su vida. Aunque las pocas veces que les parecía haberlas tomado, últimamente por mujeres, no le había ido muy bien. Por suerte uno de los profesores había trabajado en la época de su padre.

A pesar de ser un viejo demacrado y que en conjunto parecía estar en las diez de última, reveló que su físico y su mente se mantenían vigorosos gracias a los beneficios de una dieta casi mediterránea a base de uvas, pan con cereales, chocolate negro y nueces, sin olvidar su copa de vino por las noches. Elortis le había dado ochenta y tantos pero el licenciado Pascual tenía noventa y seis. Y todavía dictaba, una vez al mes, clases en su cátedra. Sacó el tema de los inventores y los profesores más jóvenes lo miraban con una mezcla de reverencia y suspicacia, para Elortis era como si fueran cowboys diestros y tuvieran las manos en los cinturones para desenfundar en cuanto vieran la senilidad aparecer en cualquier desvarío vergonzoso.

El casi centenario profesor había hecho más de lo que ellos pretendían para sus vidas y todavía estaba ahí sentado, un rejunte de costumbres solidificadas, dispuesto a rebatir cualquier juicio inexperto. Además de jefe de la cátedra de Introducción a la Psicología, era pintor y venía de presentar una exposición de su obras en Londres, viaje que había aprovechado para conocer Escocia, donde visitó la casa de Graham Bell. Se hizo evidente para Elortis que ese viejo había logrado lo que Baldomero buscaba; ser respetado y que le paguen por sus caprichos.

Pascual dijo que los inventores en general no eran buenas personas, y que sería muy interesante investigar las similitudes en la educación que terminaban brindando a la sociedad esos soñadores exitosos. Agregó que todo era muy lindo pero: ¿a quién le gustaría ser el perro de Graham Bell? —algo que Elortis ya había oído en boca de su padre.

Parece que Graham Bell experimentaba con las cuerdas vocales de su perro para hacerle reproducir algunas palabras. Baldomero también decía que el perro era el precursor del teléfono. ¿No sería ese viejo el redentor de la figura de Baldomero?

Elortis acariciaba la idea, cuando una profesora de unos cincuenta años, pelirroja y todavía atractiva, confesó que Pascual le recordaba cada vez más a Baldomero Ortiz. El viejo se quedó con los ojos muy abiertos y, mientras Elortis trataba de tragar el pedazo de omelette que se había pedido y miraba fijamente la mesa para pasar desapercibido, el ayudante que estaba sentado a su lado le comentó a los presentes que tenían la suerte de estar con el creador de Los árboles transparentes, hijo del profesor Ortiz. Elortis, que no sabía dónde meterse, sonrió como un idiota y cometió el error de limpiarse la boca con una servilleta ya usada por otro. Encaró sin vueltas a la pelirroja y le preguntó por qué se había acordado de su padre. Mariana había sido alumna de su padre y, por la forma en que todos apartaron la mirada mientras le respondía, notó que la relación siguió más allá de las aulas. Envidiaba a Baldomero por sus amantes.

Explicó que se había tomado el atrevimiento de acompañarlos en la comida porque estaba investigando sobre la figura de su padre. Algunos profesores se levantaron, disculpándose, y sólo quedó Mariana, el ayudante, que se llamaba Diego, y el profesor Pascual, todavía sorprendido, no sabía Elortis si por su enigmática presencia en ese almuerzo o porque habían descubierto el origen de la anécdota que había contado.

Mariana pensaba que los medios habían tratado con excesiva crueldad a la figura de su padre y no podía entender cómo todos los importantes amigos que tenía no lo salieron a defender. ¡Amigos importantes! Elortis dudaba de que su padre hubiera tenido alguna vez ese tipo de amistades.

Pascual agregó que prefería mantener el silencio sobre las simpatías políticas de su antiguo amigo, pero que si había sido un infiltrado de la dictadura de los milicos en la facultad lo había hecho muy sutilmente porque nadie se había enterado. Que decía ese tipo de barbaridades en los almuerzos era mentira. Los alumnos lo evadían por ser muy estricto en los exámenes pero todos los recordaban por su parloteo en los pasillos sobre temas muy poco académicos, casi parapsicológicos en el sentido cabal de la palabra, como su proyecto de viajar a Madagascar para tratar de entender mediante la observación del ecosistema la verdad de una civilización perdida, que pensaba encontrar en algún momento. Esa verdad se refería a algo difuso y contradictorio; cómo eran los primeros pensamientos antes de que los gestos y después el lenguaje hablado los empobrecieran creando la conciencia.

El punto era, interrumpió el ayudante, que había muchos alumnos y profesores desaparecidos, y que algunos señalaban a Baldomero como uno de los posibles entregadores.

Nadie sabía quién había escrito la carta anónima, pero el viejo reconoció que el ex profesor que armó el escándalo y los demás que se sumaron no estimaban a Baldomero. Estos psicólogos no le encontraban la vuelta al asunto de rescatar su legado académico, ya que era recordado como un irracional, peligroso para la profesión, y que el aula magna llevara su nombre —Elortis sabía bien que ese homenaje tardío no había significado mucho para su padre— los preocupaba más que las acusaciones. Pascual aseguró que en esa época había profesores peligrosos, que no sólo se dedicaban a enseñar sino que invertían parte de su tiempo en movilizar a los alumnos con otros fines y que la bronca hacia su padre debía venir por los temas insustanciales, y pocos comprometidos, a los que se dedicaba.

Para Mariana, Baldomero hacía notar, muy cada tanto, sus preferencias conservadoras, pero no las imponía, prefería molestar a los psicólogos con la indiferencia y las teorías esotéricas.

Elortis se siente incómodo y decide agradecer a los presentes por sus palabras y alejarse cuanto antes, pero no logra sacarse de encima a Diego, el joven ayudante. Mientras lo acompaña al coche, Diego le confirma que Baldomero y Mariana habían sido amantes, lo felicita por su libro y le pregunta si podía darle clases de escritura.

Ahora bien, Elortis manejó a la vuelta ese día pensando en los colgantes que llevaba Mariana, entre los que había una vaquita de San Antonio, de oro. ¿No tenía su madre una igual?

Cuando llegó a su departamento buscó la caja de madera donde su padre guardaba los recuerdos del matrimonio, y otras cosas macabras como el diente de la abuela de Elortis, y estaba todo lo que esperaba encontrar, menos la vaquita que él recordaba haberle visto a su madre en algunas fiestas. Era tan cabezadura que no paró hasta encontrar en un álbum de fotografías a su madre luciendo el dije y despegó la foto para dejarla a mano. Elortis se sintió solo y un poco viejo.

Así que Baldomero había alcanzado el agape griego, esa unión suprema amorosa, con su alumna pelirroja, tal vez interesada en temas tan elevados como los suyos. Sabía que Baldomero tenía la seguridad que a él le faltaba para llevar adelante sus asuntos, una manera de esconderse a sí mismo el lado oscuro de sus actos, útil para no acobardarse y cumplir ciertos objetivos.

No sé por qué, pero me empezó a parecer que yo era uno de los objetivos del hijo de Baldomero.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

Novela Intransparente

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Intransparente. Novela. (Ficción, Narrativa Argentina) Escrita y publicada por Adrián Gastón Fares. Géneros: Intriga, psicológico. 180 páginas aprox.

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PREFACIO

Aquí publico gratuitamente, en exclusiva en este blog, mi última novela ahora llamada Intransparente.

Con los Links que están arriba pueden descargarla  en versión .mobi (Kindle), .epub (FBReader otros dispositivos para leer libros electrónicos), y leerla directamente en el explorador en PDF.  Son links seguros. Además, tuve que aprender maquetación de libros electronicos para llegar a esto, así que bajen con confianza.

Como estuve abocado al trabajo arduo y tan gratificante de mi nueva creación, Mr. Time, (que a diferencia de esta novela, es guion, por lo menos por ahora, y es de género fantástico y terror) se me ocurrió publicar directamente en este blog la última COSA larga que escribí (después de Gualicho/Walichu, claro, que también es guion) Otro motivo es que el trabajo de Diseño de producción y Dirección que llevo adelante para Gualicho, no me deja mucho tiempo para seguir escribiendo los cuentos que luego transcribo en este blog.

Agrego que Intransparente es bastante virgen de lectores, dado que, por lo menos que yo sepa, pocas manos han rozado sus hojas virtuales.

Una de ellas fue la de Marcelo Guerrieri, escritor, antropólogo y profesor argentino al que agradezco el estímulo para que le buscara un editor, algo a lo que nunca me dediqué, y el de Lorena, una amiga de infancia, investigadora y profesora de Historia del Joaquín V. González, que insistió con que esta novela era buena e incluso vio en ella cosas que yo no había visto.

Supongo que Intransparente será un eufemismo para Opaco. Pero a mí no me suena lo mismo. La Intransparencia connota una intención que la opacidad no. Y es esa intención, y los hechos que vengo viviendo, y viendo, en este país, Argentina claro, hace años, que me llevaron a este nombre con el que espero que la novela se sienta más identificada.

Intransparente (la RAE prefiere transparente a trasparente, por lo menos hasta lo que sé) tiene dos o tres racimos del los que el lector puede -espero- disfrutar.

El primero es la trama principal. El hijo de Baldomero intentará saber la verdad sobre su padre, un psicólogo que los medios vinculan, luego de su muerte, con la última dictadura militar argentina. Como en el guión por el que fui seleccionado para un Laboratorio en Colombia, Intransparente trata el tema de la última dictadura militar argentina. Pero a diferencia de ese guión, en Intransparente, la dictadura militar no es el único tema.

Aclaro, por que me lo han preguntado en Colombia, que no soy hijo de desaparecidos, ni tengo en mi familia ningún pariente militar o relacionado con la última dictadura militar. Lo que pude investigar del tema me dejó una impresión muy dolorosa, donde los descendientes de ex militares procesados llevan una dura mochila. Lo mismo, ya sabemos, con las víctimas directas e indirectas. Es una herida abierta que Argentina no ha cerrado aún. Y que a mí personalmente, sin haberlo vivido directamente, me produce un profundo dolor.

Sigamos.

O sea, la historia es una invención mía a partir de la pregunta que uno se hace muchas veces: ¿de quiénes venimos? Ya que de dónde venimos me parece una pregunta que no tiene respuesta es mejor dilucidar la del párrafo anterior.

Lo mismo ocurre con los personajes, no hay ninguno basado en personas de la vida real (y las historias son todas distorsiones e invenciones mías) salvo la enanita con la que el protagonista pasaba sus tardes de infancia en Lanús. Diré sin rodeos que esa sí es mi Tía María, una mujer, una de las fosforeras de Avellaneda, con secuelas físicas tal vez de su trabajo, o no, que me ahorraré de describir, a la que yo visitaba diariamente de chico en una casa chorizo igual a la de la novela, y que me contaba historias de su Avellaneda de antaño, algunas de las cuales traspuse en esta novela. Así que las historias que cuenta esa mujer en su casucha, incluso las que parecen más fantásticas, son cuentos de sus cuentos, y hasta lo que yo sé, han ocurrido o han pertenecido a este mundo y no son enteramente invención mía, sino de esa mujer alegre a la que perdimos hace mucho tiempo, y a la que extraño cuando llueve y no hay otro lugar para ir a tomar mate ni otra persona que me cuente historias de la manera que ella contaba.

El segundo racimo pertenece a las noches que pasé investigando específicamente para escribir la novela, cuya manifestación más clara está en la Tercera Parte de la misma.

En la Tercera Parte se exponen una teorías que tienen que ver con los colores, la procedencia de las tinturas, y el poder. A modo de parodia de otros libros afines escribí sobre el anterior asunto y me quemé las pestañas leyendo textos sobre el poder de ciertos hongos, caracoles y pociones, releyendo La Odisea, Los Mitos Griegos y La Diosa Blanca de Robert Graves, más vaya uno a recordar qué otros textos más incorpóreos, para que el protagonista exponga una teoría del color púrpura, de los campos unificados, y de la posibilidad de que los grandes relatos fantásticos ancestrales no sean una mera invención sino una realidad sentida y contada.

Los comentarios sobre Intransparente, públicos o privados, serán más que bienvenidos.

PD: Dado a las complicaciones y placeres de mis problemas de audición, solucionado sí con audífonos, pero viejos (no desesperen ya me darán los nuevos, supongo) y a un Premio por el que todavía no vi un centavo los que le gusta mi novela y quieran comprarme unas pilas para los audífonos o un café pueden donar aquí:  PayPal.Me/adrianfares

Otra aclaración: La portada es de mi autoría, con la ayuda de Gabriel Quiroga (a quien le encargué la Ilustración) Este ente transparente se llama: Santiago Cooonde.

Adrián Gastón Fares