Pero me siguió contando de Ponen, que había bajado hasta Manaos, y ahí se le metió en la cabeza que tenía que visitar a un músico argentino muy amigo que vivía en Mar del Plata, un metalero, aunque no le creyeran, les dijo, que había conocido en California; pero cuando llegó a la casa no lo encontró y aprovechó para investigar qué movidas musicales tenía la ciudad (Ponen metió la mano en el bolsito de hilo que llevaba y sacó un CD que le habían regalado en la radio, un compilado marplatense; Elortis repasó los nombres y recordaba algunos: Te Traje Flores, Azylum Zue, Delorian, B-sides, Glasé)
En Veracruz, a la que había visitado por su interés en los olmecas, le llamó la atención esas cabezas de labios apretados que habían desenterrado los arqueólogos (no se sabía bien qué representaban; podían ser enemigos), y después averiguó que los olmecas hacían sus propios viajes, porque en las excavaciones también encontraron sapos enterrados con los sacerdotes, que venían a ser sus chamanes; también había visto la foto de la escultura de un chamán agachado, con las rodillas dobladas, no se sabía si estaba por ovillarse o levantarse, algunos creían que estaba en proceso de transformación en algún animal (Elortis encontró una fotografía en Internet, dice que la hipótesis de concentración, de mente avizora y cuerpo agazapado, a medio camino entre dos actos reveladores, es la más plausible)
Pero lo cierto, subrayaba Ponen, es que encontraron sapos en las excavaciones olmecas, sapos del tipo Bufo Marinus, que hacían pensar que los sacerdotes creían transformarse en otros seres animales y sobrenaturales, por las alucinaciones provocadas por unas glándulas que estos bichos tienen detrás de los ojos, que segregan una sustancia lechosa con propiedades psicoactivas. Y Elortis me mandaba con un signo de exclamación, como si se hubiera acordado de algo que tenía olvidado desde que lo escuchó de boca de Ponen, que también había dicho que le gustaban esas esculturas olmecas de niños con cabezas infladas, y parece que las buscó en Internet porque se quedó callado un rato, o vaya a saber qué estaría haciendo, hace rato que yo había pensado que si estaba encerrado y no veía mujeres, se la debía pasar buscando pornografía o mirando las fotos de sus amigas virtuales, una vez me había confesado que tenía a una colombiana que le había hecho un strip-tease perfecto en la webcam al son de una ignota canción, que parecía reggaeton, que no sabía cuál era porque la chica le dijo que la pusiera para sincronizar sus movimientos con el ritmo, pero Elortis, de puro vago, no lo había hecho, lo que no le impidió disfrutar el baile de la chica.
También Ponen les había hablado de los hongos de piedra de otras culturas mesoamericanas, de fray Bernardino de Sahayún, de otras evidencias más distantes en tiempo y lugar, como las pinturas rojizas de Altamira y Lascaux, y, finalmente, mientras seguía revolviendo su mojito porque tomar no tomaba Ponen decía Elortis —ellos ya se habían terminado tres cada uno— les salió con que los llamados misterios eleusinos podrían deberse al cornezuelo, un parásito de la cebada, también hongo psilocíbico, precursor del LSD; y también estaba el Soma de los chamanes de Siberia, que aparentemente no era otro que la Amarita Muscaria, un hongo que según Ponen parecía una fuente de piedra de aguas rojas, pero cuyas visiones, aseguraba, eran menos nítidas que las de la ayahuasca. Los micólogos habían investigado bastante, decía, pero los datos no eran fáciles de encontrar.
Ya en Buenos Aires, Elortis había buscado información sobre el Claviceps purpurea (con razón pasaba tanto tiempo encerrado, cuando no era el pasado de su padre se ponía a revolver asuntos más raros, le dije) el supuesto eslabón perdido de los misterios eleusinos, y se encontró con Albert Hoffmann y el LSD, pero después mientras se preparaba un café descafeinado en la cocina, se acordó del pasaje de La Odisea que había leído Sabatini en voz alta para la grabación del libro audible, donde Nausícaa, la hija de Alcinoo, le da instrucciones a Odiseo para que se le ofrezca el camino de vuelta a su casa; antes que nada tiene que ver a su madre sentada junto al hogar hilando copos de lana teñidos con púrpura marina.
A ver, dice Elortis, y luego pega esta frase: Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Y sigue sin parar: era cuestión de cruzar rápidamente el megarón, esa sala enorme y fría, hasta encontrar a la madre de Nausícaa y había que mirarla, como embobado, hilar sus copos púrpureos cerca del trono donde su esposo se sentaba a beber vino como un dios inmortal. Ahí pasabas de largo el trono para agacharte y abrazar las rodillas de la madre de Nausícaa y si ella sonreía como en sueños quería decir que estabas preparado, podías volver a tu Itaca querida sin que te sintieras un extranjero después de tantas vueltas. La clave era abrazar con las manos las rodillas de esta reina sabia que hilaba estos copos purpúreos que eran de ese color porque habían sido teñidos por la secreción de la glándula hipobranquial de un caracol de mar carnívoro de tamaño medio, un gastrópodo marino llamado Murex brandaris, que segregaba esta sustancia cuando estaba asustado o se sentía amenazado. En el actual Líbano, antes Tiro, por eso se lo llamaba púrpura de Tiro, los minoicos habían empezado a extraer este tinte y parece que había que arrancar del mar a nueve mil pobres caracoles para obtener un gramo de tintura. Aparentemente por eso era tan preciado, y se empezó a relacionar al púrpura con el mando, y con la legitimidad del poder.
Ahora bien, gracias a Ponen, Elortis había leído que los olmecas también relacionaban al poder con la sabiduría, y la sabiduría la tenían los sacerdotes-chamanes que se rodeaban de los sapos bufo; por lo que podía ser que las túnicas, mantas para los lechos, la pelota del sabio Polibio, las olas y demás elementos púrpuras que aparecen en La Odisea y en los mitos griegos, todas relacionadas con el sueño, tuvieran que ver con las visiones que el tinte del caracol Murex producía al respirarlo o al rozar la piel; gracias a esas glándulas que, como las branquicefálicas del sapo bufo, expelen un líquido cuando la catarsis de la amenaza la activan. Por eso la sonrisa visionaria de la reina era necesaria para Odiseo.
Si hasta en un viaje anterior como el del vellocino de oro, parecía que en realidad —según Simónides, aclara Elortis— buscaban una primigenia piel de cordero granate teñida con la tintura del caracolcito. Claro que también Clitemenstra había distraído a Agamenón con una alfombra de tono escarlata antes de conducirlo al baño donde iba a ser presa fácil de Orestes. Y al lecho de Circe lo cubría una colcha rojiza.
Igual, lo importante en aquella época lejana, agregaba Elortis, era estar atento al olivo de anchas hojas en el puerto de Forcis; por ahí estaba la gruta, el templo, esa cueva de dos bocas, (¿porque nunca volvías a ser el mismo una vez que entrabas?, se preguntaba mi amigo) consagrada a las ninfas con los telares de piedras que usaban para tejer sus túnicas de extracto de caracol y también era necesario, más que nada, saber dónde se ubicaba tu cama, la que habías construido sobre los restos del olivo con las correas de piel de buey que brillaban de púrpura, porque si no tu esposa a la vuelta no sabría quién eras, claro, si olvidabas lo único que tenías que acordarte una vez que lo habías aprendido.
Ok, Elortis, a la cama, después me seguís contando; menos mal que yo escuchaba música mientras él me escribía estas locuras.
En aquellos días, Elortis se dedicaba a esconderse de los periodistas que lo esperaban afuera de su edificio. Los despistaba con un bigote que su padre había comprado en una tienda de bromas (extrañado, recuerda que en una época Baldomero aparecía con ese tipo de cosas; narices falsas, antifaces o colmillos). Sin embargo, una vez lo reconocieron. Elortis no paró de caminar mientras respondía con evasivas las preguntas y apartaba las cámaras, y logró meterse en el supermercado chino de la vuelta. La china creyó que los periodistas querían hacer alguna nota inconveniente para el ramo y los sacó volando con la ayuda del verdulero centroamericano. Elortis aprovechó para comprar comida y vino tinto, y retornó a su departamento donde se escondió varios días. Lo extraño, decía, era que seguía escuchando los ruiditos de Motor. El rasguño en la alfombra. Los maullidos tenues en busca de comida y agua. Las corridas repentinas. Pero sabía que el gato no estaba; así era la imaginación. Hasta pensó que sería el mono araña, que había vuelto. ¿De qué hablaba?
Pero me dijo que alguna vez me contaría la historia de ese mono. La pérdida de Motor lo tenía confundido. Primero porque no debería haber ido al rescate imposible del pasado de su padre (¡¿Qué era lo que podía hacer él con una carta favorable?!: siempre estarían los rumores), segundo porque no debería haberse llevado al gato por dos días de viaje, a quién se le ocurriría, hubiera estado a salvo en su departamento. ¿Qué iba a hacer ahora solo como un perro?
Elortis era de esos que te hacen reír sin querer. Su intención escondía una seriedad no tan difícil de entender, era la seriedad de la persona que llegaba al momento de su vida en que tenía que volver a jugarse todo. Ya había acariciado el éxito. Pero ahora tenía que dar otro paso, uno nuevo que consistía aparentemente en vivir como él quería y volver a escribir –o simplemente a hacer, como él decía– otra cosa de peso.
Además, estaba claro que no había encontrado el amor. Más bien se le había escapado. Se había enamorado algunas veces, pero lo arruinaba todo cuando las cosas iban en serio. Elortis idealizaba a las mujeres que le gustaban y a las que no las trataba con la desidia necesaria para enamorarlas. Así pasó con Miranda.
Ahora, después de la muerte de su padre, del éxito repentino que había alcanzado con el libro y de la enemistad con Sabatini, reconocía en sí mismo la madurez necesaria para mirar de frente a las personas. Supongo que la acusación contra su padre debió renovar su fuerza, como si tuviera una tarea importante que atender.
Nunca me contó el fin de Baldomero, pero me aclaró que el asombro de no poder hablar con él desapareció un año después de su muerte. En cambio, al tocar el tema, sacó a luz una de las historias de la enanita, cuya abuela materna había fijado la hora en que moriría.
La vieja le avisó a sus familiares que a las doce en punto de esa noche se iba y que su deseo era que rodearan su cama para acompañarla en sus últimos momentos. Se acostó y cerca de la medianoche escuchó con los ojos entrecerrados, sin chistar —palabra de la enanita— la extremaunción del cura. Al rato, como no pasaba nada, le preguntó a su hermana, la tía de la enanita, la hora. Cuando le confirmó que habían pasado unos minutos de las doce, corrió su manta con desdén, se calzó las pantuflas y avisó que, por lo visto, aquella noche no se moría. Después se fue a la cocina a hacerse algo de comer. A Elortis parecían gustarle estos personajes despampanantes. Necesitaba nombrarlos cada tanto y, peor todavía, tenerlos cerca en su vida.
Sin embargo, se había pegado a Romualdo, su ex compañero de facultad, porque era la persona más callada de la cursada. Su silencio era poco discreto, molesto para los demás. Había días en que sólo abría la boca para elegir la comida en el comedor de la universidad. Elortis, que era mucho más introvertido entonces, enseguida logró llevarse bien con Romulado e iniciaron una amistad sostenida a lo largo de los años. Después que terminó la carrera, el chico tímido se convirtió en un hábil empresario, dejando de lado la psicología para invertir su dinero en una peluquería chiquita en Caballito. El negoció prosperó, y Romualdo instaló una sucursal en Barrio Norte. Se ocupaba diariamente de administrar los dos negocios y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de su físico y a la diversión con mujeres. Se convirtió en un fiestero insobornable —en cuanto Elortis hablaba de proyectos conjuntos sin visión comercial, como los que llevó a cabo con Sabatini, enseguida le cambiaba de conversación— y en un vividor preciso, con pocas, o en apariencia ninguna, dudas existenciales. Él arreglaba las salidas, poniéndose al tanto de los nuevos bares y boliches, y se ocupaba de equilibrar el entusiasmo de su melancólico amigo. Aunque Elortis lo detestaba a veces, apreciaba la alegría imperturbable de Romualdo como un don invaluable.
En ese momento, me pareció que enaltecía el carácter de su amigo para que yo no pensara mal de sus salidas. Decía que no buscaban chicas; solamente pasarla bien entre amigos.
Elortis evitaba referirse a su vida sexual en las conversaciones, no sabría encuadrar los desenfrenos a los que se entregaba con nuestra diferencia de edad. Aunque alguna que otra vez quiso saber cómo estaba yo vestida y cada tanto me pedía que le mostrara una foto nueva. ¿Para cuándo en la playa? Pero enseguida aclaraba que era una broma. Recuerdo, sin mirar el registro de las conversaciones, que cuando volví a afirmarle que nadie me había tocado, por lo menos a fondo, no creas que nunca hice nada, eh, Elortis al rato me salió con que el sexo en nuestra época era la más grande de las ficciones y la única que seguíamos consumiendo con ingenuidad. Más que seguro, una carita de desconcierto, y él cambiaría de tema.
Sospechaba que su padre había sido mujeriego. Pero no se lo imaginaba arriesgando en las comidas su cátedra de Análisis Experimental de la Conducta. Los alumnos, a pesar de sus locuras, o tal vez por eso mismo, lo querían y, cuando decidió dejar de dar clases, iban en grupo a visitarlo a su departamento. Baldomero los escuchaba en silencio, como si fuera otra persona, opuesta al profesor gritón de antaño, y después los despachaba, criticándolos apenas se cerraba la puerta. Para él estaban perdidos, había algo que se les había escapado en sus clases.
El conflicto con la verdadera identidad de su padre se agudizó cuando una ex amante, la señora Susana P., como la llamaba Elortis, apareció en un programa de televisión de la tarde diciendo que a Baldomero en el terreno sexual le gustaba dominar, debido a que sufría de complejo de inferioridad. Para ella el profesor era un agente civil de la dictadura, pero lo hacía para no perder su cátedra en la facultad. Para colmo, Susana P. había sido una conductora de televisión bastante famosa en una época.
Otra vez acampaban los periodistas afuera del edificio de Elortis. Unos días después supe que, mientras yo arreglaba una reunión con mi ex novio para terminar de aclarar las cosas, Elortis se la había pasado buscando, sin suerte, a una persona que hablara a favor de Baldomero en uno de los programas de televisión. Según decía, necesitaba encontrar a alguien que estuviera dispuesto a revertir el proceso de desmeritación iniciado contra su padre.
La visita a Ramiro, un ex gobernador tucumano, con el que Baldomero jugaba al tenis, no dio frutos. Fue, más bien, denigrante. El viejo estaba en el hospital, conectado a muchos cables y, mientras la esposa, mucho más joven, leía una revista de modas, Elortis susurró el nombre de su padre. Como resultado, Ramiro intentó sacarse la intravenosa de la mano derecha para, según le había parecido a Elortis, pegarle un cachetazo. La mujer dejó la revista y lo acompañó al pasillo de la clínica para explicarle la razón de la bronca.
Baldomero y su esposo siempre habían discutido y levantaban banderas opuestas sobre cualquier tema. Se hacía sentir la falta de los dos en la mesa del club. Que disculpara a su marido, estaba en las diez de última, como bien podía ver, y odiaba a Baldomero porque, además de haberle hecho perder una copa en un torneo de dobles, se le había tirado a su ex esposa.
Otra. Baldomero reconocía a un tal Walter como uno de sus alumnos más inteligentes. Para él, este chico era el único que entendía sus clases, en las que saltaba de un tema a otro, dejando que sus alumnos los asociaran libremente. Walter, también, estaba dispuesto a acompañarlo en la expedición a Madagascar en busca de los signos ocultos de la naturaleza que le revelarían la lengua adámica. Para esta tarea, Baldomero hasta había llegado a estudiar el arameo imperial, que usaría como lingua franca para comunicarse con los posibles habitantes en el caso de que encontraran alguna civilización escondida, aislada de la evolución sólo para conservar la pureza original del mundo primigenio. No era la única teoría excéntrica con la que el profesor amenizaba los desayunos y los almuerzos.
Elortis temía que las acusaciones contra su padre fueran reales. Después de todo, ¿no era un charlatán de primera? ¿cuándo hablaba de psicología fuera de sus clases? Y algunos alumnos, los de menos luces, es cierto, directamente no lo aguantaban, decían que se iba demasiado por las ramas. También, como para que no fuera así: había llegado a la conclusión, en la época en que era un profesor alegre y picaflor, de que en Madagascar existía una caverna, o un resquicio en la roca de la isla, que llevaba a una ciudad subterránea poblada. La fauna no podía ser lo único particular en ese lugar, sino que así como habían permanecido intactas esas especies que conservaron sus características esenciales, también los humanos lo habrían hecho, salvo que bien escondidos de la mirada del mundo. Baldomero estaba casi seguro de que sería imposible dar con el agujero en la roca que lo llevaría a esos hombres pero se conformaba con el logro que significaba convencer a alguien para que le financiara el viaje. Para intentar dar con la caverna rastrearía ciertos indicios en la fauna y la flora del lugar. De todas maneras, creía que ya ver a esas especies de cerca y en su hábitat le haría comprender la naturaleza de los demás habitantes. Yo leía absorta las palabras de Elortis. ¡Qué padre tan interesante había tenido después de todo! El mío se pasaba el tiempo alquilando departamentos y casas que mandaba a construir.
Pero sigamos, Walter no era el exitoso psicólogo que Elortis esperaba. Vivía en un departamento chico sobre la calle Paraná, pegado al barrio de Montserrat, donde atendía a sus pacientes. Elortis estuvo esperando en la puerta del edificio unos quince minutos al lado de una chica, y cuando Walter bajó para despedir a otra paciente y hacerlo pasar, le pidió a la chica si podía esperar un rato más.
Subir en el ascensor con ese otro producto de su padre lo había hecho sentir como si fuera un paciente más. Debo admitir que me causaban gracia los pensamientos de Elortis, eran los culpables de que me acordara de él cuando no hablábamos, cuando me tiraba en la cama a mirar alguna serie o cuando escuchaba música y liberaba mi imaginación.
En fin, mi amigo subió callado el ascensor con Walter y ya en el sillón de los pacientes le preguntó si podría interceder por su padre ante la opinión pública. Eso significaba escribir a los diarios una carta en la que debía contar cómo era la personalidad de su padre para despejar las dudas sobre sus actividades en la universidad. Walter sonrió y comentó que, a pesar de que apreciaba la visita y que no pasaba un día sin que se acordara de Baldomero, no era el indicado para esa tarea. Le explicó que su padre le había hecho perder tiempo y dinero con el proyecto de encontrar financiación para su viaje a Madagascar y todo por su afán de no pasar por un simple psicólogo ante los ojos de los alumnos. Quería emular a su héroe predilecto, Nansen; pero, ¿cuántas zonas inexploradas quedaban?, se preguntaba Walter ¿Hace falta que nos inventemos una para aparentar lo que no somos y, más que nada, lo que no se puede ser, ni hace falta que sea? Tenía esas mañas, contestó Elortis, medio confundido por las palabras de Walter, que siguió atacando a su padre.
Había notado al entrar que el ex alumno era bastante amanerado. Parece ser que, cuando Walter era ayudante, Baldomero no sólo le pegaba en la espalda para que adoptara una postura más erguida cuando estaba en frente de la clase, sino que frecuentemente le sugería que hiciera ejercicios vocales para engrosar su voz. Según Baldomero, si quería ser psicólogo tenía que parecer una persona normal ante sus pacientes y no como un personaje digno a ser tratado.
Elortis recordó que su padre odiaba que Walter tuviera inclinaciones. Le aseguraba a su esposa en la cena que con el tiempo su ayudante se convertiría en un puto a secas. ¿Cómo se le había ocurrido que ese psicólogo humillado en su juventud por Baldomero diariamente hablaría a su favor? Así que se levantó del sillón, y Walter le pidió si podía hacer pasar a la chica.
Confesó que se enamoraría de aquella chica si la volvía a ver. Cuando abrió la puerta para dejarla pasar, ella tenía la mirada baja, clavada en el piso, como si le diera vergüenza que la encontrara visitando al psicólogo. La nariz era perfecta. El pelo, ondulado. Alta como yo. No me dijo si era rubia o qué… Sentí celos, lo admito.
Se encontró con una tercera persona, un vicepresidente de una cámara de comercio, en un café. De paso, llevó a su hijo porque quería ayudarlo a encontrar algún trabajo con el que pudiera empezar a desenvolverse en el mundo cuando terminara su año sabático.
Fernando, un viejito que se caía a pedazos y que parecía una cabeza atada a un hilo que se perdía adentro del traje, según su hijo Martín, se dedicó por un rato a darle vueltas a la cuchara de su cortado y a contarles las cosas que le había tocado vivir en su puesto durante uno de los gobiernos militares. Apenas soltó la cuchara, afirmó que escribiría una carta a favor de su primo lejano, aunque dudaba de la importancia real que pudiera tener su palabra en la actualidad. Le preguntó a Martín qué estudiaba, si tenía novia y solo, sin que Elortis abriera la boca, le prometió buscarle una buena ocupación para que creciera aprendiendo y tuviera su propio dinero. Estrecharon la mano de Fernando y lo vieron alejarse a paso rápido hacia un edificio.
Esa misma noche, la voz de la esposa de Fernando lo despertó, para contarle que su marido tenía las facultades mentales alteradas, había una vena que no irrigaba bien y por lo tanto seguía creyendo que trabajaba en ese lugar, al que concurría todos los días que lograba escaparse de su cuidado. La señora pensó en llamarlo para avisarle apenas encontró su tarjeta en la ropa de su marido.
Elortis ya no sabía dónde buscar, y no le quedó otra que ponerse a trabajar en un prólogo para la nueva edición de su libro. Se le ocurrió llamar para eso a Sabatini.
Yo me daba cuenta de lo importante que era Sabatini para él porque las pocas veces que lo nombraba extendía las conversaciones, dándole vueltas al asunto, aunque mi intención fuera cambiar de tema. Una noche se aferró a la figura de su amigo, o ex amigo para ser más precisa. Me confesó que extrañaba pasar las tardes con él, inmersos en proyectos irresponsables y sin futuro como el de la empresa de libros audibles.
Sabatini llegaba por las mañanas en bicicleta a la oficina que habían alquilado y, por lo general, Elortis ya estaba preparando el mate. Después, la charla variaba, según el día, sobre sus frustradas relaciones de pareja (Sabatini casado, aunque no dejaba de ser un eterno novio como Elortis —estas conversaciones terminaban siempre con una apreciación positiva de sus parejas, como para volver a poner todo en orden) o sobre las posibilidades de adquirir nuevos títulos para ofertar a sus casi inexistentes clientes. Lo que no variaba era la manía de Sabatini de contar sus sueños de la noche anterior.
A diferencia de Elortis, Sabatini soñaba todas las noches, y le gustaba expresar los cambios en la amistad y los vaivenes de la fe en la sociedad que conformaban a través del relato de sus sueños. Por ejemplo, una mañana le contó uno en el que estaban los dos en un cine, esperando que empezara la proyección de la película elegida, casualmente la proyección restaurada de Sed de Mal, una de las favoritas de Elortis, cuando notaron que la proyección había empezado debajo de sus pies en vez de en la pantalla. Discuten.
Para Ortiz era una estupidez ver una película así, pero Sabatini pensaba que era un experimento que podía enriquecer la visión de esa obra maestra. Apenas terminado el relato del sueño, Sabatini concluye que necesita más tiempo para practicar yoga y tomar clases de spinning con más regularidad para disminuir el desgaste de su organismo. Elortis no puede evitar enojarse, aunque no dice nada. Él dejaba su rutina de pesas para el fin de semana y abandonó la refacción de su departamento para apostar por la empresa. Pero Sabatini le llevaba algunos años y necesitaba equilibrar la tensión que el trabajo diario producía en su mente.
Elortis disentía porque, a pesar de que también reverenciaba el cuidado del cuerpo y de la mente, la comida macrobiótica, los tés inspiradores y los masajes relajantes, sentía que la obligación de ellos era seguir el plan que se habían propuesto desde el principio. A saber: seleccionar y editar cuatro libros audibles por mes. Obras con derecho de autor de dominio público, para evitar los problemas legales. Los clientes ciegos que tenían los necesitaban.
Habían contratado a un chico para que los distribuyera por los colegios para no videntes. Se llamaba Tony y también era ciego. Elortis le tenía bronca porque era mucho más desenvuelto que su hijo. Lo admiraba. ¿Cómo hacía para parecer uno más de la sociedad? Se suponía que su condición de discapacitado debería haberle garantizado la salida: ¿era tan necesario que sirviera a la gente de esa forma? ¿para qué tendría que adaptarse a una sociedad de la que podría prescindir con más facilidad que los demás? ¿sería feliz Tony ofreciendo sus ilustres obras en los colegios?
Elortis me parecía cada vez sospechoso cuanto más criticaba al chico que usaba para vender.
Decía que Sabatini se llevaba mejor que él con Tony. Hasta llegó a enseñarle algunas posiciones de relajación. Tony entraba, mascando chicle, revolviendo las monedas que llevaba en los bolsillos y les contaba a sus jefes sus levantes diarios. El ciego había logrado seducir a dos maestras y, por supuesto, a unas cuantas alumnas.
Aquí, Elortis se pone bastante serio y da algunas vueltas antes de soltarlo: Tony prefería a las maestras porque podían ver y él necesitaba que durante el acto sexual apreciaran con la vista su miembro. Parece ser que Sabatini y Tony se trenzaban en largas discusiones sobre variados temas sexuales. Elortis se mantenía callado o festejaba los chistes. Conmigo tampoco tocaba estos temas. Si lo hacía era tan frontal que parecía ingenuo.
Cuando tuve que contarle que me operarían de un quiste en el ovario y por lo tanto no hablaríamos durante una semana, por lo menos, me confesó que uno de sus testículos se le había subido cuando era chico. Tenía uno más grande y uno más chico; por eso debía descargar sus seminales diariamente. Tengo que admitir que este tipo de charla me divertía más que cuando me contaba los sueños de Sabatini o me llevaba al sur con la enanita.
SOBRE EL AUTOR. ADRIÁN GASTÓN FARES CRECIÓ EN LANÚS, BUENOS AIRES. EGRESADO DE DISEÑO DE IMAGEN Y SONIDO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES. AUTOR DE LAS NOVELAS INTRANSPARENTE, EL NOMBRE DEL PUEBLO, SUERTE AL ZOMBI Y EL LIBRO DE CUENTOS DE TERROR LOS TENDEDEROS. SERÉ NADA (2021) ES SU CUARTA NOVELA. EN LITERATURA FUE SELECCIONADO EN EL CENTRO CULTURAL ROJAS POR SU RELATO EL SABAÑÓN QUE, HACE 14 AÑOS, INAUGURÓ ESTE BLOG. MR. TIME, GUALICHO, LAS ÓRDENES SON ALGUNOS DE SUS PROYECTOS CINEMATOGRÁFICOS PREMIADOS Y SELECCIONADOS, ASÍ COMO EL DOCUMENTAL MUSICAL MUNDO TRIBUTO, TAMBIÉN ESTRENADO EN TELEVISIÓN Y EN FESTIVALES DE CINE. POR OTRO LADO, ADRIÁN TIENE PÉRDIDA DE AUDICIÓN. EL DIAGNÓSTICO TARDÍO EN SU VIDA (SIN LA HABITUAL DETECCIÓN TEMPRANA) DE SU HIPOACUSIA-SORDERA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LAS PRÓTESIS AUDITIVAS QUE LA ALIVIARON FUE UN PROCESO DIFÍCIL PERO EXITOSO.
El día que lo conocí hacía casi dos meses que me había peleado con mi novio y no estaba de buen humor. Una vez que nos presentamos, de dónde sos, qué estudias, y después de avisar que me triplicaba en edad, y también en mal humor ese día, me confesó que, a pesar de todo, su vida había sido radiante hasta los cuarenta y que me encontró de casualidad, mezclando las letras del hotel de Mar del Plata en que lo habían metido durante la gira de presentación de su libro. Por un momento pensé en eliminarlo al instante, chau Ortiz, yo no hablo con gente que no conozco, menos con los que, cuando están aburridos y tristes, se entregan a inocentes juegos de azar, como vos dijiste, y no estoy segura qué hubiera ganado con eso. Era más pendeja que ahora y la vida para mí era un aburrimiento constante, todavía no había entrado en la época de las revelaciones diarias, ésa donde te lleva el peso del aburrimiento que te atan en las piernas o que te atás en las piernas hasta que vas cayendo y te das cuenta que, sumergida, hay una ciudad que es reflejo de la superior. Hola, ciudad sumergida, saludás, y empezás a rearmar tu vida como si todo fuera nuevo y el peso no pesara, pero es que tus músculos ya están entrenados. Y ahí empieza lo bueno.
Amaba a las mujeres, no podía estar sin ellas, aunque eran unas manipuladoras de nacimiento las minas, decía Ortiz muy seguro de sí mismo, y esa seguridad era a la que me prendía las noches que hablábamos hasta las cinco de la mañana, increíble. Ortiz la tenía tan clara, y decía que por eso el mundo se le venía encima cada vez que abría la boca. No tardé en descubrir que hablaba conmigo porque era la única que lo respetaba. Y eso que, por lo que decía, mujeres no le faltaban. Por la foto parecía de treinta y tantos. En realidad, tenía cuarenta largos. Era lindo y se mantenía en forma. Y aunque era inteligente, entusiasta y decidido, estaba perdido. No lo deduzco yo, que estaba perdido. Él lo repetía seguido en nuestras primeras conversaciones. Y como en ese momento yo también estaba perdida en la vida, nos entendíamos. Como ya dije, no estoy muy segura de lo que pude haber ganado al conocer a Ortiz. Y como, más que nada, extraño sus opiniones, y como guardé las conversaciones que tenía con él, se me ocurrió ir leyéndolas a ver si logro entender algo de esa época de mi vida. Ahora, por ejemplo, puedo leer que en la primera charla decía casi a los gritos, en mayúscula, que estaba triste, cuando le pregunte por qué, me respondió que los hombres ya no iban a encontrar un lugar donde las mujeres estuvieran en estado salvaje, y que como a él le gustaban las castañas de ojos claros, encontrar a una castaña de ojos claros en estado salvaje, de espaldas, bañándose en un río, era muy improbable. A lo sumo habría alguna comunidad perdida en el Amazonas decía Ortiz, pero serían todas negritas y la sociedad lo había acostumbrado a las casi rubias. Las rubias del todo, las platinadas, no le gustaban. Claramente, él no creció con el furor latino en Hollywood y en las películas pornos, como mis compañeros de trabajo. Ahora la mayoría no se fija en las rubias. Mejor para mí. Pero él estaba triste, al hombre le habían robado para siempre el correr por los pastos altos con una rubia salvaje. Y encima, ante mi disconformidad hacia sus palabras, carita de decepción, los ojos bien abiertos y por boca una línea, agregó que los hombres habían preservado la esencia de su sexualidad, el contenido iracundo, irracional y volátil, pero que las mujeres habían evolucionado hacia una nueva perversión. Nos hacíamos las buenitas con todos. No quería más amigas. Yo pensaba que ese tipo era un viejo irresponsable, baboso, condenado a la soledad por lo mujeriego que era, y estaba, un poco por lo menos, equivocada.
Ortiz había estudiado psicología, aunque nunca ejerció, y mucho tiempo después, casi por casualidad, se convirtió en escritor. La embocó con un libro que escribió sobre casos psicoanalíticos. La intención había sido divertirse y, si tenían suerte, hacer algo de plata, pero a diferencia de ese tipo de libros, creó –a partir de la misma realidad– dos o tres personajes fuertes, únicos y la gente ahora apodaba a los amigos con los nombres de esos personajes. Los suplementos culturales de los diarios Clarín, La Nación, Página 12 y Perfil escribieron notas sobre el libro y también salió una entrevista a los autores en la Rolling Stone. La investigación para el libro la había realizado su socio y amigo, Emiliano Sabatini, el psicólogo con el que tenía una empresa de libros audibles. Cuando lo conocí, Ortiz acababa de volver con su socio de Mar del Plata, donde habían sido invitados para participar, en una mesa de escritores, en el programa de televisión de Mirtha Legrand. Ortiz y Sabatini se habían negado primero, pero después pensaron que la mini gira de verano, que incluía un encuentro sobre literatura y psicoanálisis en Villa Victoria, favorecería las ventas del libro, y finalmente aceptaron viajar con todo pago.
Al principio, y después de esa noche que dijimos más formalidades que otra cosa, salvo por el comentario desubicado de Ortiz de las mujeres salvajes casi rubias, hablábamos más de música y salidas. Aunque no lo crean, Ortiz seguía saliendo con su amigo de la universidad, Romualdo. A veces iban a boliches, con intención de divertirse entre amigos más que nada, recalcaba… Hacía más de un año que los dos, con pocos meses de diferencia, casualmente, se habían separado de sus novias. Como ya dije, yo estaba embarullada; también me había separado hacía poco. Ortiz había estado ocupado terminando el libro y cuando se vio con un poco de tiempo, aburrido y solo en las noches, me encontró. Con sus salidas a los boliches y todo, estaba fuera de época. Algunos de su edad seguían de fiesta pero no se comprometían; él se aferraba a algunas personas y, aunque no le gustaran demasiado, después no podía dejarlas.
Muchas veces deliraba Ortiz; por ejemplo, declaraba de la nada que a él le gustaba mirar los árboles porque, a pesar de que pensábamos que no tenían conciencia, eran seres tan concentrados en lo suyo que no gastaban energías de más. Por eso los chicos temían a los árboles gigantes. Pero a él lo asustaban las imágenes grandes de animales. De chico había entrado en una carpa que proyectaba un documental de la selva en tres dimensiones, que en aquel entonces eran unas pantallas puestas en semicírculo, y todavía no podía sacarse de encima la impresión. Lo mismo le había pasado cuando sus padres lo llevaron a uno de los primeros centros comerciales. Se escapó por los pasillos y, al doblar en uno, encontró la réplica en tamaño real de un elefante. En muchas cosas era como un nene que perdió el tren, Elortis, querido, como yo le decía cuando lo saludaba y él esperaba un rato para responder, haciéndose el interesante.
La cosa es que, al momento de conocerlo, Ortiz estaba por tropezar con un problema en su relativamente tranquila existencia. Ya se había metido en otro al dejar a su pareja, eso era algo que estaba bastante claro y que me dolía cada vez que lo pensaba; fácil descubrir los hilos que me habían llevado hasta Ortiz, aunque si la hubiera dejado antes, y también me hubiera encontrado, yo hubiera sido una nena para él. La diferencia de edad se notaba en que la conversación a veces caía en lagunas insalvables, seriedades y reflexiones oscuras sobre la vida, yo podía remontarla haciéndole alguna broma sobre sus años, preguntándole sobre la música que escuchaba, incluso echándole en cara, y exagerando, la locura que era hablar con él, otras veces abriéndome y contándole mis problemas, mis inseguridades, mostrándome de moral ambigua por momentos; no hay nada como ser voluble al principio para ganarse a una persona.
Parecía gustarle que yo, a pesar de haber tenido novio y tener casi veinte años, fuera virgen. Lo había notado la vez que hablamos directamente del tema: no lo podía creer; me dijo que lo entendía pero que le parecía muy extraño; esa perseverancia podía llevar a la desesperación a un hombre y no la aprobaba para nada… Un amigo suyo, ex novio de una chica que pensaba mantenerse intacta hasta el matrimonio, un día que había tomado de más le reveló que era capaz de provocar orgasmos a las mujeres con masajes estratégicos. Gracias, no, paso, decía Ortiz. Le expliqué que no era que yo nunca hubiera hecho nada, sino que deliberadamente no había llegado hasta ahí, no estaba segura con la relación. Más adelante, me comparó a mí con un nuevo tipo de mujer fatal siglo veintiuno, cuyas características nunca precisó.
Encuentro que se tomaba tiempo para hablarme de las clases de té que tomaba. El té verde era su preferido, por ser más fresco, sin tanto proceso y sin fermentar, pero cuando se aburría tenía siempre disponibles cantidades de té negro y rojo; de jazmín, que era como un aplauso de aroma enfrente de su cara y funcionaba como un ejercicio de budismo zen; africano, una mezcla de té negro, chocolate y jengibre, té oolong, té blanco, y cuanta infusión encontrara en la tienda china que visitaba una vez por semana, a veces con el único objetivo de tener alguna razón para salir de su departamento, según más adelante pude saber.
Otro de sus temas favoritos, que yo detestaba, era su niñez. Si le contaba de mis amistades o una discusión familiar, Ortiz me hacía viajar con él en el tiempo para enseñarme a los seres que lo habían rodeado en el pasado. Me llevaba al sur, a algún lugar entre Lanús y Banfield, a una casa de frente blanco, con un patio largo y un fondo todavía más largo, fondo y no jardín, decía, porque estaba cultivado por su padrino, un italiano flaco y con los nervios de punta, y los zapallos, los tomates y las radichetas lo llenaban. Cuando entrábamos nos esperaba, en algún lugar entre el patio y el fondo, con la pava en el fuego y las galletitas de agua con rebanadas de queso fuerte, un viejita muy petisa, casi enana, jorobada, coja y con la mano izquierda paralizada, que se había casado con el hermano de la tía abuela de Ortiz y, ya viuda, seguía viviendo en esa casa chorizo. Hacía muchos años que la enanita no salía más que hasta la puerta.
Fue la primera persona que lo hizo reír. Y para él reír quería decir encontrarle algún gusto al mundo. Antes había sonreído seguramente, como todos, con los sonajeros y las morisquetas típicas de los mayores, pero un día sus padres lo dejaron solo con esa viejita, pensó que iba a aburrirse, pero enseguida estaba mirando cómo los repasadores se habían convertido en personajes que cantaban y bailaban, igual que la enanita, al son de la milonga o el chamamé que salía de una radio enorme. Pronto descubrió que esos trapos estaban llenos de historias porque la enanita, que era de Avellaneda aclaraba Ortiz, cerca de la plaza Mitre, había conocido a muchos personajes interesantes. Se hizo costumbre dejar la casa alta en la que vivía en aquel entonces para meterse en la casucha a mitad de cuadra. Ahí conoció al Mono y a los matones de Avellaneda, que captaban su interés porque eran lo que nunca fue Ortiz, gente de la calle.
Y ahora menos que nunca; después de separarse de su novia de siempre, que era también la madre de su único hijo, y del viaje a Mar del Plata, mi amigo virtual pasaba cada vez más tiempo encerrado en su departamento, cerca del Colegio Benito Bautista (¡ahí cursé la secundaría, Elortis!). A pesar de que las mujeres lo habían rodeado desde chico, y que las prefería a los hombres, últimamente lo tenían a mal traer. Me hizo creer que se había separado de su mujer porque la relación estaba desgastada, pero a veces surgía la sombra de otra mujer, una misionera. Este tipo de charla quedó relegada cuando me confesó que estaba pasando un momento difícil por otros motivos.
Se sospechaba que el padre de Ortiz había colaborado con el secuestro de profesores y alumnos durante la última dictadura de nuestro país. Un ex profesor de psicología de la Universidad de Buenos Aires había declarado en una entrevista de un importante diario que su par, Baldomero Ortiz, era un funcionario civil del gobierno militar. Otro compañero salió a afirmar al mismo medio que en las charlas en el comedor de la facultad el profesor Ortiz relacionaba la psicología con la corrección de mentes obtusas dedicadas a la subversión. Después de que me revelara este asunto, perdí su rastro por unos días. Lo esperaba por las noches en la computadora, pero si se conectaba, volvía a desconectarse enseguida. Tal vez lo hacía sólo para ver si había cambiado mi subnick (con el tiempo supe que le prestaba atención a los pedazos de canciones que yo ponía de mensaje personal). Mientras tanto, aproveché para investigar sobre la represión y la tortura en la Argentina del siglo pasado y, por un truco de mi imaginación, lo veía al Ortiz que yo conocía, al hijo, en un centro de detención clandestino, tratando de lavarle la mente a las personas, y tachando con rojo en un lista a los más caprichosos, o directamente empujando a personas encapuchadas de los aviones. Después me enteré que aquellos días Ortiz los había pasado buscando entre los papeles de su padre algún escrito que pudiera presentar a los medios para negar la acusación. Su padre no podía defenderse. Había muerto cinco años atrás.
A los pocos días mi nuevo amigo reapareció; muy alegre me contó que su hijo se había recibido de abogado, en tiempo récord, y ahora podría ayudarlo si tenía más problemas con las rémoras que lo perseguían por el pasado de Baldomero, aunque no confiaba mucho en él porque recién estaba conociendo a las mujeres y estaba muy distraído. En la cena en un restaurante del puerto de Olivos, donde habían ido para festejar con el graduado, Martín anunció que se tomaría un año sabático; quería viajar de mochilero por Sudamérica. Ortiz estaba seguro que su hijo intentaba olvidar a la compañera de facultad que le gustaba. Era buen padre, conocía bien a Martín. A diferencia de Baldomero, que nunca tuvo tiempo para él; se había criado con lo que encontraba al paso en la casa del sur de Buenos Aires, más que nada libros viejos con las hojas cortadas a cuchillo, pilas de revistas polvorientas, y la cajita de metal repleta de monedas antiguas —su padre le enseñaba de qué lugar procedía cada una. Pero otras cosas no había sabido o no había querido trasmitirle. No lo preparó para vivir, para relacionarse con las personas. Baldomero pasaba el tiempo al principio con sus pacientes, y después con sus amigotes, a los que mantenía lejos de la familia. Cuando le pregunté si las acusaciones eran justas, Ortiz se desconectó, y desapareció por otros tantos días.
En la próxima charla a Elortis —como lo llamaba por su nickname y como a esta altura ya debería llamarlo en estos escritos— se lo nota cambiado, esta vez espera a que yo lo salude, y me contesta al instante, eufórico, con un signo de exclamación. Quería saber si yo pensaba en mi ex novio, si seguía viéndolo y me confesó que estaba muy triste por mi separación. Dijo que una noche, con la cabeza pegada a la almohada, se había puesto a pensar en mí, después de un primer noviazgo sola en el mundo, y se largó a llorar como un nene.
Yo no estaba tan sola, pero tenía algunas dudas con respecto a la moral de las personas que me habían creado. Sospechaba que mis padres no eran lo que aparentaban. Cualquiera que haya crecido con sus progenitores puede darse cuenta del tipo de zozobra que sentía mientras mis pensamientos maduraban. Me sentía culpable de que mis padres se siguieran viendo después de tantos años de separación, era una farsa sin sentido. Se lo conté a Elortis, le dije que necesitaba desprenderme de la tierra, serruchar raíces. Abrirme de esa forma lo descolocó. Hasta ese momento él pensaría que yo era una chica del montón, tal vez un poco más avispada que las demás, pero a partir de ahí algo cambió en la forma de hablarme. ¿Por qué?
Para mí se dio cuenta que podía llegar a engancharse conmigo. Enseguida hizo la broma, repetida después, en los momentos en que se encontraba en una posición de debilidad con respecto a mí, de que sería un buen partido para su hijo. Lo había visto en una foto vieja del perfil de Elortis, era un chico bastante lindo, un poco desgarbado y de mirada insegura, no tenía los ojos azules del padre, la nariz era un poco más perfecta, pero nada de la mandíbula cuadrada y el perfil de actor de serie norteamericana que lograban que te interesaras por Elortis a primera vista, con esa especie de desconfianza que generan, en algunos casos, los lindos.
Elortis, además, hacía natación y estiramientos diarios que, evidentemente, habían mantenido en buen estado su físico. En fin, cualquier chica se habría interesado por él de primera; conocerlo hacía que la relación se volviera, al comienzo, más distante porque se notaba que no era un tipo como los demás. Costaba encasillarlo, encontrarle la vuelta, saber quién era en realidad y qué lo movía. Yo, que tenía bastante experiencia en este tipo de amistades, tuve que aceptar que Elortis me divertía como ninguno y su trato me hacía descubrir algunas cosas que pasaban desapercibidas para mí antes de conocerlo.
Le gustaba contarme lo que hacía en detalle, para mi sufrimiento. Había tenido que ir a la casa de la costa de su padre, el lugar donde pasaban los veranos cuando era chico. Hizo el viaje con Motor, su hermoso gato blanco y negro. La verdad que me hubiese gustado conocerlo. Daban ganas de apachurrar a ese gatito, por lo que había visto en una de sus fotos. Me gustan mucho los animales.
A Elortis también le gustaban. Llegó a tener a un mono araña en su departamento. Pero eso me lo contó más adelante, sigamos con la conversación de ese día. Elortis había ido a aquella casa, en Mar de Ajó Norte, un lugar reverenciado por su padre por la tranquilidad y porque podía cazar tiburones cada vez que se le antojaba. Le dije que me parecía muy rara la imagen de un psicólogo pescando tiburones. Me explicó que su padre no era un psicólogo en esencia, que tenía amistades que lo habían llevado por otros caminos; que tal vez por el descuido de Baldomero hacia la actividad que había elegido, él se empecinó en estudiar lo mismo; quién hubiera dicho que Ortiz Jr. también iba a terminar dando un paso al costado. Sin embargo, tal vez fuera ése el ejemplo que había seguido. Hacía poco, lo que rescataba de su padre era que nunca se había apoyado en su profesión para explicar quién era; ahora ese desinterés parecía el resultado natural de la doble vida que le adjudicaban.
En cuatro horas llegó a Mar de Ajó, le dio comida a Motor, y se dedicó a revolver los muebles, armarios, alacenas, cajones, y hasta las tablas de madera de las paredes de la casa para tratar de encontrar alguna carta que pudiera limpiar el nombre de Baldomero. Nada por aquí. Nada por allá. Lo que encontró fueron ediciones viejas de la National Geographic. Baldomero había estado suscripto de por vida a la revista. Decía que se había cruzado con la nena de la famosa portada en una de sus caminatas. Que la nena, ahora toda una mujer, había emigrado de su Afganistán natal a nuestro país. Después, cuando finalmente la revista logró encontrarla, su padre siguió afirmando que la había cruzado cerca del Palacio Alvear. Era encantador cuando inventaba esos misterios que ponían a volar la imaginación de un chico, recordaba Elortis. En lo demás, en apariencia se desentendía de él y dejaba que se las arreglara solo aunque, dosificando los halagos y las críticas, ejercía un control de sus impulsos e inclinaciones. Apenas le había prestado atención cuando le dijo que quería seguir su profesión.
Elortis terminó de revolverlo todo, aceptó la derrota en la búsqueda y decidió pasar el fin de semana leyendo viejos números de la National Geographic en el fondo de la casa, aunque veía una foto y leía el copete de los artículos más que nada y después miraba los árboles y se dejaba asombrar por los colibríes que también asombraban a su padre en sus visitas. Cuando se cansó de hojear la pila de revistas, empezó a buscar a Motor por la casa y no lo pudo encontrar. Salió a la calle.
Tocó el timbre de los viejos de al lado —siempre rodeado de viejos, decía Elortis, porque sus vecinos de piso también eran todos muy mayores—, que se pusieron muy contentos de verlo después de tanto tiempo, pero su gato no estaba por ningún lado. Se volvió, doblemente triste: no había encontrado ni un papelito que pudiera salvar la reputación de su padre y había perdido a la mascota que dormía con él por las noches. Ahora daba vueltas en la cama. ¡Qué sería de Motor en los fondos de esas casas deshabitadas, y cuando no, con perros guardianes y dueños hábiles en el manejo de pistolas de aire comprimido!
Era sensible con los animales. Al principio pensé que fingía para quedar bien conmigo, yo soy capaz de dar la vida por cualquier perrito de la calle. Pero después me di cuenta que el interés era sincero. Decía que era una tara que su padre le había transmitido. Baldomero creía que los hombres eran inferiores a las demás especies. El viejo Ortiz pensaba que el uso constante del lenguaje hablado había terminado por perder para siempre al hombre y que no era una evolución sino, más bien, un error lamentable. Tal vez por eso sus últimos años los pasó casi en silencio, decía Elortis.
Tengo que admitir que me asustaba la figura de Baldomero Ortiz. A Elortis no le conté, porque temí que no se soltara más conmigo, pero un día había visto la foto de Ortiz padre en el diario, un viejo en sillas de ruedas y aferrado con saña a un lustroso bastón. Daba una indefinida sensación de respeto. Pensé que si su afán era eliminar el lenguaje, tal vez sin querer, había puesto todas sus energías en expresarse sin él. La mata de cabello oscuro, el físico robusto aún en la vejez y la discapacidad, la mirada resoluta, la mueca arrogante de la boca, la inclinación cortés de la cabeza, podrían ser los signos que lanzara al mundo. ¡Ay, de quien los viera, de quien supiera decodificarlos! Tal vez se volvería tan loco como él. Baldomero podría tener la pinta de esos viejos que invitan a las nenas a sentarse en sus faldas, si no fuera porque en sus ojos refulgía una tranquilidad y una sinceridad que lo alejaban de lo terrenal y lo rejuvenecían hasta iluminar al hombre apuesto que seguramente había sido.
por Adrián Gastón Fares.
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SOBRE EL AUTOR. ADRIÁN GASTÓN FARES CRECIÓ EN LANÚS, BUENOS AIRES. EGRESADO DE DISEÑO DE IMAGEN Y SONIDO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES. AUTOR DE LAS NOVELAS INTRANSPARENTE, EL NOMBRE DEL PUEBLO, SUERTE AL ZOMBI Y EL LIBRO DE CUENTOS DE TERROR LOS TENDEDEROS. SERÉ NADA (2021) ES SU CUARTA NOVELA. EN LITERATURA FUE SELECCIONADO EN EL CENTRO CULTURAL ROJAS POR SU RELATO EL SABAÑÓN QUE, HACE 14 AÑOS, INAUGURÓ ESTE BLOG. MR. TIME, GUALICHO, LAS ÓRDENES SON ALGUNOS DE SUS PROYECTOS CINEMATOGRÁFICOS PREMIADOS Y SELECCIONADOS, ASÍ COMO EL DOCUMENTAL MUSICAL MUNDO TRIBUTO, TAMBIÉN ESTRENADO EN TELEVISIÓN Y EN FESTIVALES DE CINE. POR OTRO LADO, ADRIÁN TIENE PÉRDIDA DE AUDICIÓN. EL DIAGNÓSTICO TARDÍO EN SU VIDA (SIN LA HABITUAL DETECCIÓN TEMPRANA) DE SU HIPOACUSIA-SORDERA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LAS PRÓTESIS AUDITIVAS QUE LA ALIVIARON FUE UN PROCESO DIFÍCIL PERO EXITOSO.