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Novela completa: Intransparente. Índice por partes.

Aquí les dejo el índice online de mi novela Intransparente. Escribirla fue una aventura muy particular, espero que algo de ese viaje se transmita en su lectura.

Para todos los índices pueden visitar el Menú superior de la página. También pueden consultar la sección Acerca de mí. De esta manera comienza Intransparente:

El día que lo conocí hacía casi dos meses que me había peleado con mi novio y no estaba de buen humor. Una vez que nos presentamos, de dónde sos, qué estudias, y después de avisar que me triplicaba en edad, y también en mal humor ese día, me confesó que, a pesar de todo, su vida había sido radiante hasta los cuarenta y que me encontró de casualidad, mezclando las letras del hotel de Mar del Plata en que lo habían metido durante la gira de presentación de su libro. Por un momento pensé en eliminarlo al instante, chau Ortiz, yo no hablo con gente que no conozco, menos con los que, cuando están aburridos y tristes, se entregan a inocentes juegos de azar, como vos dijiste, y no estoy segura qué hubiera ganado con eso. Era más pendeja que ahora y la vida para mí era un aburrimiento constante, todavía no había entrado en la época de las revelaciones diarias, ésa donde te lleva el peso del aburrimiento que te atan en las piernas o que te atás en las piernas hasta que vas cayendo y te das cuenta que, sumergida, hay una ciudad que es reflejo de la superior…

Primera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Segunda Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

 

Tercera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

 

Autor: Adrián Gastón Fares.

Todos los derechos reservados. Copyright: Intransparente, Autor: Adrián Gastón Fares. Ilustración de Portada: Gabriel Quiroga.

Novela completa: El nombre del pueblo. Índice por partes.

Aquí les dejo el índice online de mi novela El nombre del pueblo. Espero que la disfruten.

Para todos los índices visiten la parte superior de la página (El Menú: esas tres rayitas arriba de este post despliegan el contenido del sitio) y/o también revisen la sección Acerca de mí.

PRIMERA PARTE. PUEBLO.

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 1

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 2

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 3

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 4

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 5

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 6

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 7

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 8

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 9

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 10

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 11

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 12

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 13

Primera Parte. El nombre del pueblo. El pueblo. 14

SEGUNDA PARTE. EL NOMBRE.

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 1

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 2

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 3

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 4

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 5

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 6

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 7

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 8

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 9

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 10

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 11

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 12

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 13

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 14

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 15

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 16

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 17

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 18

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 19

Segunda Parte. El nombre del pueblo. El nombre. 20

TERCERA PARTE. EL CANSANCIO DE LAS BALLENAS.

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 1

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 2

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 3

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 4

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 5

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 6

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 7

Tercera Parte. El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 8

Fin. El nombre del pueblo. Autor: Adrián Gastón Fares.

Todos los derechos reservados. Copyright: El nombre del pueblo, Autor: Adrián Gastón Fares. Ilustración de Portada: Sebastián Cabrol.

Intransparente. Tercera Parte. Capítulo 3.

3.

Esta relación de los enteógenos con el poder en la antigüedad, y con el color, que para él era una consecuencia secundaria, lo tuvo sin dormir un par de noches a Elortis; en la charla siguiente me confesó que mientras me hablaba empezó a tejer mejor lo que le había dicho Ponen con lo que se le había ocurrido en la cocina, más lo que había buscado en Internet para explicármelo a mí y eso le había trastornado un poco los nervios. Saber que en el rito regio destinado a producir la lluvia el rey usaba una máscara de badana granate, una imitación de la de Zeus para subir a los cielos y que mucho más adelante, en la época de Constantino, la adoratio purpurae era permitida solamente a unos elegidos, funcionarios de alto rango, que eran los únicos que podían besar el extremo inferior de la túnica púrpura del rey. ¿Sería un error creer que era una mera convención cuando en realidad el carácter religioso, palabra que viene de religar, aclaraba Elortis, de la acción estaba más presente que nunca?

La verdad que me estaba cansando este discurso y le pregunté en qué andaba, con una carita amarilla con una ceja levantada y otra con la línea de la boca ondulante se lo dejé claro, me parecían medio sospechosas tantas deducciones infundadas; le pedí que por favor volviera a Mar del Plata, a Sabatini y a Ponen, al bar de los mojitos, y así lo hizo. Antes que nada me quería dejar en claro que la receta de la púrpura de Tiro, saber que el colorante rojizo era ordeñado de los Murex y otros caracoles parecidos, se había perdido en Occidente cerca de la mitad del milenio pasado cuando el Imperio Otomano conquistó Constantinopla y recién en 1856 un zoólogo francés dio con el secreto al observar a un pescador que teñía su camisa con un caracol. ¡Bue, basta Elortis, por favor!

Ponen contaba que en otro de sus viajes ayahuasqueros interceptó una ciudad cuyos edificios estaban inundados de carteles publicitarios brillantes de diversos tamaños, aunque la mayoría eran enormes y no quedaba otra que sobrecogerse ante la precisión de las coloridas imágenes luminosas. Pudo notar que el motivo que se repetía en los carteles era el de una sirena tomando algún tipo de bebida con un enroscado sorbete fluorescente. Al otro día, se asombró cuando apareció en el campamento un vendedor ofreciendo grabados en madera de… sirenas. Ponen creía que en su viaje se había conectado con la mente del escultor, mientras la noche anterior viajaba hacia su campamento con la idea de vender las esculturas. Era muy importante para Ponen qué lugar elegías para viajar porque para él lo que hacía esa bebida sagrada espiritual era desligar tu mente con lo habitual y conectarla con lo esencial del ambiente en el que estabas.

En algún momento, Ponen cortó su discurso para saludar al productor que lo había invitado a la radio, parece que de casualidad estaba ahí, cerca de la barra cumpliendo con el ritual del after office con otros compinches. Este rubio parlanchín, como lo llamaba Elortis, enseguida se sentó con ellos, confesándose fanático de Los árboles transparentes, y les pidió por favor a Sabatini y compañía que escribieran otro libro ante el sorprendido Ponen, que solamente quería seguir hablando de su experiencia en la selva. El rubio productor de la radio se dio cuenta que estaban en medio de una conversación trascendental y fijó la atención en Ponen; algo sabía del asunto porque, cada tanto, asentía con la cabeza. El norteamericano no paraba de hablar, decía que la ayahuasca favorecía la comunicación con el entorno, era la única manera de explicar que las visiones correspondieran a las características del lugar de la sesión. Sabatini no le sacaba la vista de encima a Ponen, lo había hipnotizado con la visión de la fábrica de colchones con almohadones de plumas multicolores y la premonición de las sirenas. Elortis también creía estar frente a una persona con una capacidad singular para asociar sus experiencias. Mojar los labios en su trago a Ponen lo había soltado y hablaba con la desesperación de los aficionados que intentan demostrar que son algo más que eso.

Para el biólogo Rupert Sheldrake, existía un campo hipotético que vendría a explicar la evolución simultánea de una función adaptativa en poblaciones biológicas distantes. Para corroborarlo, un tal Watson convivió con una colonia de monos que se negaban a comer papas sucias, hasta que a una de las monas se le ocurrió lavarlas en el río. A partir de ahí, Watson descubrió que las comunidades de monos del resto del mundo seguían la conducta revolucionaria de la monita predecesora. Según Ponen, el viaje hacía más patente la conexión con el campo morfogenético, algo que también nos pasaba en los sueños —especialmente los de la mañana, antes de despertarnos, cuando la mente está limpia— y en algunos otros momentos de claridad mental en la vigilia. Reprendió a Elortis por haber puesto cara de desconfianza (a él todo esto le hacía recordar a Paulo Coelho, perdonen, pero tenía sus prejucios también y su cara no era de piedra). El productor rubio, que estaba sentado al lado de Ponen, miraba embobado. Sabatini sonreía con cara de haber descubierto un mundo nuevo.

Alexander les recordó que ellos dos, por ser psicólogos, tenían que entenderlo fácilmente; Jung había hablado del tema muchas veces, aportando las nociones de inconsciente colectivo y sincronismo. Elortis le contestó que Jung nunca fue su especialidad, y Sabatini asintió para dar a entender que tampoco era la suya. Gran decepción para Ponen, que había hecho una pausa en su discurso para retomar fuerzas. Resulta que los científicos ya habían comprobado lo del campo morfogenético con la ayuda de una oruga a la que le cortaron uno de los segmentos del cuerpo para injertarlo en el de otra para obtener como resultado una mariposa, aunque con la antena en el ala en vez de en la cabeza, por ejemplo.

Y también estaba, por otro lado, el señor Bell y su teorema que había venido a proponer que la física cuántica no pegaba con las variables ocultas de los elementos. La paradoja de Einstein, Podolwsky y Rosen (no sé si importa, pero recordé que Augustiniano llevaba en esa época un pin-up de fondo amarillo con la cara blanca de Einstein), la influencia que podía tener una partícula sobre otra en el momento de ser observada que le cambiaba instantáneamente la dirección, lo había hecho salir a Bell con el teorema que lleva su nombre, que para Ponen era un hito en la ciencia que abrió las puertas a una nueva interpretación de la relación de los elementos del universo.

John Bell, un físico irlándes que según Ponen había estado presente en una conferencia que dictó el Maharishi en 1978 y que tomaba puntualmente su té de verbena a las cuatro de la tarde (vendría a ser té de cedrón, según Elortis, que también se anotó mentalmente al recordar este detalle conseguirlo en la tienda de los chinos), dejó en claro que debíamos elegir entre la mecánica cuántica o el enlace subcuántico oculto que conectaba a partículas distantes y las hacía cambiar de dirección cuando dos personas, que sabían que estaban haciendo lo mismo, las estaban observando en un experimento, por ejemplo, porque una de las bases de la mecánica cuántica es justamente la teoría de la relatividad que postula que nada puede ir más rápido que la luz (Ponen había dicho transferencia supralumínica de información)

Por lo tanto para Ponen la teoría de Einstein era una errata a la que había que tenerle respeto, claro y ese respeto era el teorema de Bell, un hombre respetuoso este Bell, decía riéndose. En fin, había investigado todo eso gracias a la Banisteriosis caapi, esa mezcla de jugos selváticos de color rojizo ocre que, a la vez, lo había convertido en una persona de sentimientos compasivos, eliminó su ansiedad y potenció su creatividad para la recepción de las artes (según él, claro)

A Elortis le molestaba un poco que Ponen hablara como un publicista de dietética, sería por los años de trabajo marketinero en la discográfica. Alexander les advirtió que la ciencia no debería molestar a los animales. Eso de estudiarlos era peligroso. Ya con comerlos era demasiado.

Entonces, Elortis se acordó del mono Albarracín, chillando y dándose la cabeza contra las rejas de la juala, y también se permitió pensar que ese comportamiento salvaje era debido al cambio de hábitat, palabra demasiado generosa para describir al entorno que lo rodeaba en el departamento. Ponen lo miraba serio, mientras pensaba seguramente en otras cosas para afianzar sus teorías, y Elortis se atrevió a confesar que, más allá de los chamanes, los campos mórficos y la teoría de Bell, él creía que, simplemente, la generación actual había absorbido por evolución genética algunas experiencias reveladoras del siglo pasado, se refería a la contracultura de los sesenta; y que la música había acompañado un renacimiento de los sentidos.

Por lo tanto, ya no hacían falta las glándulas de los pobres sapos (tal vez nunca hizo falta, se corregía ahora Elortis) ni la tintura de los caracoles, o las lianas de la selva, para mirar de reojo alrededor con los ojos cerrados. Mientras tanto el productor rubio intercambiaba algunas palabras en voz baja con Ponen, mientras Sabatini lo miraba medio sorprendido a Elortis por su conclusión.

De repente, decidieron que irían en la combi del productor de la radio a la playa a probar una pócima que Ponen tenía en la mochila de hilo. Elortis hubiera preferido seguir bebiendo en otro bar, después de todo los escritores suelen beber en habitaciones de cuatro por cuatro y no comerse lianas de la selva; no sabía cómo escapar de la propuesta de Ponen. Sabatini estaba muy entusiasmado con la iniciación. Elortis fue al baño, y cuando volvió ya se habían ido. Salió a buscarlos.

Ya estaban los tres a media cuadra de distancia; Sabatini les hablaba sin parar, también había tomado demasiado.

Estacionaron cerca de la playa, salieron de la combi, y Ponen sacó una petaca con un líquido rojizo; les advirtió que, a pesar de que estaban al aire libre, en un lugar adecuado, habían tomado alcohol y no estaban limpios como para aprovechar la situación.

La intención era esperar en silencio que la preparación hiciera lo suyo, pero en vez de eso Sabatini le pidió a Ponen que le comentara a Elortis lo que había dicho mientras estaba en el baño. Ponen se limitó a sonreír. Sabatini comentó que para Ponen, Elortis había crecido en una familia muy represiva. ¡Para qué!; Elortis, que no compartía esa opinión (y menos mal que todavía no estaba enterado, decía, del posible pasado de Baldomero, si no la paranoia lo habría hecho maldecir a todos y volverse solo por la playa) dijo, de mala manera, que estaban equivocados, ¿de dónde sacaban eso? Después, Sabatini le dijo que tal vez Ponen lo había notado tenso por Miranda; él pensaba que esa mujer nunca había sido para él; eran diferentes. Ponen les pidió que no hablaran tanto, y que si no se llevaba bien con su pareja —aunque Elortis ya se había separado— se concentrara en eso, tal vez encontraba la respuesta a su problema.

De más está decir que me dio ganas de dejarlo a Elortis en medio de su experiencia con las drogas amazónicas, pero tenía la necesidad de quedarme, como si las confesiones más terrenales de Elortis fueran el desengaño que estaba buscando para olvidarme de él —lo mismo me pasaba cuando me hablaba de la bailarina Sofía. En realidad, quería quedarme y leer sus palabras porque parecía que tenía algo importante que decirme…

Se quedaron mirando un rato el mar callados y después, como les dio frío, se guarecieron en la combi. Sabatini y el productor rubio comentaron sus visiones, eufóricos; Ponen y Elortis se quedaron callados. Alexander la tenía clara y no dijo nada. Pero Elortis no había visto nada, se había mareado un poco y la boca se le había empastado. El productor tuvo la gentileza de dejarlos en el hotel (cuyo nombre era un anagrama de la dirección de mi casilla de e-mail, aunque en aquel momento no pudiera saberlo, decía Elortis).

Mientras Sabatini se despedía de Ponen en el asiento posterior, con la combi estacionada en la puerta del hotel, en esa calle que daba al mar, Elortis creyó que veía mal pero vio que el cielo del mar era de un negro compacto y brillante; un sobrecogimiento lo inundó, el negro se esparcía en el mar y bañaba la arena de la playa; escuchó que Sabatini cuchicheaba atrás con Ponen, asombrando porque a Elortis se le había retardado el efecto. Él estaba esperando que apareciera el monstruo de la laguna negra, que saliera del mar como Godzilla, ese monstruo japonés, para acercarse a la combi y arrastrarlos a todos hacia el agua; pero no había otra cosa más que el cielo negro chorreante e infranqueable.

Después de ese minuto eterno, se despidió, malhumorado, de Ponen y del productor, que lo miraba como diciendo a éste que le pasa, y subió en el ascensor con Sabatini. En el pasillo de la habitación del hotel, le dijo a Sabatini que había hecho mal en hablar de su vida privada con desconocidos, y le dejó en claro que no tenía derecho en meterse con Miranda, menos después de que se hiciera rogar tanto para acompañarlo. Sabatini lo mandó a cagar.

Entendieron que ahora sí estaban peleados y al otro día desayunaron serios en la misma mesa, sin decir un palabra; por suerte una periodista vino a hacerles una nota y dejaron de lado el silencio por un rato. Su amistad había sufrido un nuevo traspié, esta vez decisivo, decía Elortis.

En el encuentro literario en Villa Victoria respondieron de mala gana las preguntas del escaso público. El cielo negro, sin nubes, el monstruoso mar, decía Elortis, podía ser la falta de perspectiva que iba a tener su vida por un tiempo prolongado después de esa experiencia, o algo más, algo que no podía distinguir aún. En aquel momento se negó a ser observado por las imágenes que le llegaban y vió, a falta de espejos luminosos, al esqueleto del mundo en su más cruda realidad.

No lo sabía, pero quería ahorrarme las deducciones. Nada peor que esconder los significados. Ahora le parecía que ese día se había escapado de sí mismo.

En la combi lo tenían cercado, ya lo habían descubierto y habían seguido sus pasos, los que lo querían y lo conocían, representados por Sabatini, hasta el borde del océano. Su visión subrayaba lo que había pensado aquel día. Que en nuestra generación disfrutamos la experiencia del redescubrimiento en la anterior de la experiencia enteogénica, es algo que se lleva en la sangre desde chicos, como todos los monos ya saben pelar las papas, si había entendido bien las vagas teorías de Ponen. Los místicos eran siempre de derecha pero ahora, menos mal, ya no hablamos de misticismo, sino de la naturaleza, del problema de lo natural, o como me gustara llamarlo. Que le diera a sus palabras el beneficio de la duda. Como si hiciera falta que lo digas, Elortis.

Recuerdo que se largó a llover hacia el final de esa larga conversación. Parecía el fin del mundo. Le dije que él era un mago y que yo era una bruja, dos potencias contrarias y enemigas. Ok, brujita. No hablamos durante una semana. Lo veía conectado pero no lo saludaba; me irritaba que su orgullo le impidiera iniciar una conversación.

Cuando finalmente me saludó, al principio acordamos que iríamos a comer una hamburguesa en la hora de almuerzo que me daban en el trabajo, pero Elortis no parecía muy entusiasmado con la idea, tal vez prefería que nos viéramos en otro momento y lugar, y al final terminamos posponiendo ese encuentro.

Con las cosas que pasan yo no tenía ganas de encontrarme a la noche con alguien que en en realidad no conocía, y en una charla anterior cuando se había tocado el tema le propuse que nos podríamos ver con la condición de que estuviera presente, por lo menos, una amiga en común. Se enojó; no entendía cómo le daba tantas vueltas.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 5.

5.

Y un día me salió hablando otra vez de la enanita. Estaba terminando las notas para Jorguito que ya tenía que mandar a imprimir para el inminente bautismo y se le ocurrió agregarle una de las historias que ella le contaba, para que el chico se divirtiera un poco cuando a los dieciocho años abriera ese librito; si es que no lo tiraba a la basura antes.

Cerca del barrio de la enanita había un loco que perseguía a la gente incansablemente. Te veía venir caminando, cruzaba de vereda y se ponía detrás, casi  a un paso, y te seguía hasta que te metías en algún lugar o tomabas el tranvía. La enanita había sufrido en carne propia este suplicio. Apareció el loco y la persiguió tres cuadras. Al otro día la acompañó el hermano, pero el loco debía estar ocupado persiguiendo a otro; no hacía más que eso, pero no se sabía cuándo podía volverse loco del todo. Por suerte, un día cayó en la casa de la enanita el amigo de su hermano que se disfrazaba del actor Sandrini para animar fiestas (Elortis me explicó que ese actor cómico en aquel tiempo era famoso por un personaje que inventó en la radio llamado Felipe, caracterizado en varias películas con un sombrero, corbata rayada y bastón) y le pasó la fórmula mágica para confundir al loco. La enanita tomaba el tranvía sin problemas hasta que un día volvió a cruzarse el loco de vereda para ponerse detrás, y empezar con su locura. Dejó que la siguiera esa cuadra, como para que los que miraban aprendieran, y cuando estaba llegando a la esquina se paró en seco. El loco se detuvo al instante y se cruzó para seguir a una chica que venía caminando por la vereda de enfrente.

Elortis borró la historia después de escribirla; tenía miedo que Jorguito lo tomara de tarado cuando la leyera. Pero al final la volvió a agregar, no sabía qué decirle al hijo de su amigo a los dieciocho años, sus familiares —salvo el abuelo que tocaba el acordeón— le habían dado consejos relacionados con las mujeres, el trabajo y los amigos; él le regalaba, además de la transcripción y resumen de lo que decían sus familiares en el video, esta historia que le había contado la enanita para divertirlo un rato.

Ya tenía todo listo para el bautismo. Estaba conforme con la edición del video y se la mostró a Diego para que opinara. Mandó a imprimir los ciento veinte libritos, más la edición especial, que constaba del texto más el DVD para Jorguito, y que proyectarían durante la fiesta.

El bautismo fue en una iglesia de La Plata. La noche anterior Elortis se quedó en la computadora hasta tarde, según él escribiendo, aunque para mí que esperaba que yo le hablara, y cuando logró encontrar la calle ya todos se dirigían al salón infantil donde los esperaban mesas con saladitos y dulces. Por suerte, sus amigos tuvieron la delicadeza de no invitar a Miranda. Elortis no quería sentarse con desconocidos y se alegró cuando lo invitaron a la mesa de la familia. A causa del librito había muchos que lo conocían y lo felicitaban de antemano por el trabajo que había hecho. Richard había formado otro grupo de amigos en La Plata, y se sacaba fotos con ellos mientras las mujeres se quedaban con los nenes jugando. ¿Qué otra cosa podían hacer?, decía Elortis; ellas tenían esa excusa para no ponerse a hablar triviliadades con personas desconocidas.

Había un fotógrafo y un camarógrafo en un costado, aburridos porque no estaban disparando ni grabando. El camarógrafo enfundado en una campera de cuero ochentosa y el fotógrafo con una camisa arremangada, miraban hacia lugares opuestos, con sus instrumentos de trabajo colgando. Elortis se sentía incómodo pero contento, aunque notaba que le faltaba algo. Se acordó que hacía poco había ido al velorio del padre de Richard, el que lo llamaba por su nombre de manera particular. El nietito estaba en los brazos de una de las tías, que le hacía morisquetas, pero parecía serio. No era de esos bebés que se ríen de cualquier cosa, sus ojos vagaban a la deriva como esperando que la gracia lo encontrara. Era un bebé enorme, rollizo y tenía los mismos ojos redondos del abuelo, la misma cabezota con cachetes rellenos. No era un bebé expresivo.

Elortis agarró un sandwich de miga de jamón y queso, y cuando levantó la cabeza vio, por un segundo, que el bebé le estaba guiñando el ojo. Pensó en contárselo a la hermana de la madre que estaba al lado; ¿cómo un bebé tan apático de repente se le daba por hacer ese gesto? ¿lo había visto? Otra vez Elortis me dijo que, como decía la canción de Luca Prodan, mejor no hablar de ciertas cosas. El abuelo de Jorguito reposaba bajo una capa de pasto sintético en un cementerio de los escenográficos, con árboles de todo tipo repletos de pájaros; él mismo había visto en el entierro algunas cotorras volar de una copa a otra. El guiño, eso sí, lo hizo pensar en que hay un momento donde de muy chicos recibimos una conciencia ajena que no sabemos de dónde viene. Pero él no creía en cosas raras…

En realidad, no sabía qué significaba ese guiño de ojos, debía ser una casualidad, pero lo ayudó a mantenerse contento en la fiestita. Después pasaron el video que había grabado con su cámara. La madre de su amigo lloró al principio, cuando vio a su esposo, pero después todos se descostillaron de la risa con el baile griego y el acordeón del bisabuelo italiano de Jorguito. Richard les aclaró a los invitados que no sabían que el video lo había realizado Elortis, y todos lo aplaudieron. Algunos se levantaron a darle la mano. Al rato, deslizaron hasta el centro del salón a un mono gigante que estaba colgado del techo: la piñata. Los chicos se mataban por agarrar los caramelos blandos que cayeron de la panza del mono. Una nena agachada se puso a llorar porque no podía agarrar todos los caramelos juntos y parecía que no le gustaba que se los alcanzaran tampoco. Elortis dio una vuelta por el lugar y encontró a dos invitados que estaban sentados en las mesitas de afuera conversando con expresión seria. Trató de imaginar que hablaban de proveedores de automóviles pero estaba seguro que era una conversación sobre mujeres. Ahora, influenciado por el descubrimiento de Miranda, todos los hombres para él ocultaban relaciones sórdidas que comentaban con sus amigos más cercanos. Seguramente era un invento suyo, se desdijo, en esta época no es necesario esconder las cosas, este tipo de secretos son muy perjudiciales. Sí, Elortis, ya lo sé, no me quedaba otra que responder.

Por calcular mal, él no se pudo quedar con ningún souvenir. Pero se quedó mirando con alegría cómo la gente pasaba las hojas, entre desconfiada y extrañada, de los libritos que se llevaban. La tarde de esta conversación pensé en decirle si quería pasar a saludarme, porque a la noche iría con mis amigas a ese bar del subsuelo. No quería ver a Elortis sola, me daba terror no saber qué decirle, o que fuera una persona diferente a la que imaginaba, y caer en sus redes de una vez y para siempre y después qué. Mis padres no lo aceptarían; ¿cómo iba a salir con un tipo que me doblaba en edad? Al final, le di a entender que saldría a un bar cercano; él sabía dónde encontrarme si quería. Pero no apareció aquella noche. Me pareció que cada vez salía menos de su departamento.

Cuando le pedía que me contara qué estaba haciendo, daba rodeos y me decía que estaba ordenando su estudio, hirviendo el agua para sus infusiones, o comiendo chocolate negro; también me decía que estaba con sus proyectos, entre comillas, como si estuviera más que nada organizando su vida, o pensando por dónde podía volver a entrar a la mentira a la que la mayoría se amoldaba sin problemas, según sus propias palabras. Sabatini se estaba encargando de supervisar el guion de Los árboles transparentes y le mandaba cada tanto por e-mail lo que el guionista escribía. Tanto Diego como Elortis repudiaron la primera versión del guion, pero no se animó a decirle a Sabatini que no le gustaba; después de todo era una película comercial y quería que el bailantero recuperara la inversión, y que ellos pudieran llevarse lo suyo. Sin embargo, Los árboles transparentes nunca se filmaría; el bailantero aparecería muerto tiempo después de esta conversación con Elortis, y los peritos dictaminarían que se había suicidado. La esposa y los amigos no estaban convencidos.

Al Certoni era una persona alegre y no tenía motivos para quitarse la vida. Me enteré por el diario que mi mamá compraba los domingos porque para esa época ya casi no hablaba con Elortis. Casualmente en el mismo diario, pero en otra sección, mi amigo comenzaba a publicar una novela en entregas, el desarrollo de unas entrevistas a personas que habían trabajado en puestos claves en empresas y gobiernos, que se dedicaban a proteger secretos importantes. La nota sobre una mujer encargada de la seguridad de los secretos industriales de una importante empresa, en cuyas manos estaba la confección de los contratos de confidencialidad con los trabajadores, empezaba con un epígrafe de John Stuart Mill: If a person is charged with a murder, it rests with those who accuse him to give proof of his guilt, not with himself to prove his innocence. Elortis investigaba qué motivos llevaban a las personas a tomar este tipo de trabajos, y el relato, según la mayoría de los críticos, era impecable; el escritor le daba al tema el tratamiento y la forma que merecía. En cuanto a la muerte de Al Certoni, todo era sospechoso, la nota de despedida estaba escrita a máquina y encontraron varios pagares en los estantes superiores de un ropero de su casa expedidos por un hombre que tenía un puesto clave en la policía de la provincia de Buenos Aires,  pero no pudieron probar nada y la caratula del caso quedó rotulada como suicidio.

Pero en la época que todavía conversábamos con Elortis, Sabatini no sólo supervisaba el guión de la película del libro; también trabajaba con la cleptómana en la continuación de Los árboles transparentes. Elortis, que lo único que hacía era anotar cosas en su cuaderno, me decía que a veces prendía el micrófono que usaban para grabar los libros audibles con Sabatini, agarraba algún volumen de la biblioteca y se ponía a leer en voz baja, pero igual lo grababa en el disco rígido de su computadora. Cada tanto lo visitaba Sofía, y cuando permitía que se quedara toda la noche, él esperaba que ella se durmiera para cerrar la puerta con llave y esconderla. Temía que la bailarina se escapara con algunas de sus pertenencias o le abriera a algún amigo que le vaciaría el departamento.

Su hijo Martín se había vuelto a ir de viaje, esta vez a recorrer el sur del país con un amigo, hacía rato que no escribía, ahora estaba en una cabaña a orillas de un lago. Terminó de darse cuenta que no le gustaba lo que había estudiado y esta vez sintió la necesidad de retirarse a pensar cuál era su verdadera vocación.

Elortis me aclaró que lo entendía, había demasiadas profesiones ficticias hoy en día, cada día inventaban una nueva, hasta querían poner una carrera de organizador de vidas virtuales (como un filtro humano dedicado a organizar y filtrar la información que una persona recibía y enviaba en Internet). Le parecía bien que su hijo pensara a qué le gustaría dedicarse. Por suerte, su abuela se hacía cargo de los gastos del viaje.

Elortis no se sentía culpable, al lado de la plata que llevaba gastada la vieja en operaciones y viajes propios, el costo de ese regalo para su nieto era insignificante. Él también estaba encerrado como su hijo. La diferencia era que él solamente tenía esos árboles, lindos para la ciudad, pero infestados de ratas y pájaros pulgosos. En cambio, Martín cuando se cansaba de mirar el fuego podía salir a pisar las hojas secas del bosque silencioso. Elortis no aguantaba el zumbido de tonalidad grave del aire acondicionado que tenía frente a su balcón.

No sabía a qué se dedicaban en esas instalaciones que le oscurecían el contrafrente; veía la pecera con un pececito rechoncho naranja y unas plantas verdes sumergidas deshilachadas, y también a una persona con rasgos orientales, que a veces se paseaba sin hacer nada por la habitación. ¿Sería la gerencia de la farmacia de la vuelta? ¿o un laboratorio? ¿para qué necesitaban mantener el frío constante día y noche? Los oídos de Elortis imitaban el zumbido.

Aunque casi nunca salía, cuando iba a hacer las compras o a buscar algún libro a la librería de saldos de la vuelta, le costaba entender lo que el vendedor le decía —casi siempre le preguntaba si quería una bolsita. A Elortis le daba lo mismo llevar los libros con bolsita o no, aunque a veces usaba las bolsitas para un tachito que tenía arriba de la mesada de la cocina donde tiraba la basura chica y los deshechos del té verde —las hojas de té verde, secas y fruncidas, que se inflaban y rejuvenecían con el agua caliente— y desde que Sofía lo retó, trataba de poner una también en el otro tachito, el del baño.

Una tarde se le metió en la cabeza agarrar el auto y salir a la ruta para caerle de sorpresa a Martín, pero no tenía experiencia en este tipo de viajes largos —en su caso era un milagro que se animara a manejar— y además él era un hombre grande ya, aunque parezca un pibe, jaja, y no aguantaría esa soledad compartida con los dos chicos, cada tanto necesitaba una Sofía que le acariciara la espalda a la noche. Aparentemente ella le hacía masajes en la espalda, en los dedos de la mano y en la cabeza, y él se iba quedando dormido mientras suspiraba (aunque al rato se despertaba otra vez para asegurarse que ella también estuviera dormida, según me había dicho unos días atrás)

Esto lo repetía, seguro para recordarme de aquella vez que hablamos en broma de dormir juntos (Vivíamos a menos de diez cuadras el uno del otro, y después del tiempo que nos conocíamos para su edad lo natural era que ya me hubiera metido en su casa hacía rato)

Sofía estaba resentida con él porque no la tomaba en serio como pareja. La bailarina no volvió a aparecer después de la noche en que le contó los detalles de cómo había terminado su relación con Miranda. No le habrá gustado la idea de Elortis abriendo e-mails ajenos, aunque él decía que su misma ex novia le había revelado cómo entrar a su cuenta; en fin, las cosas que son difíciles de explicar no convencían, Elortis.

Él no la volvió a llamar, quería aprovechar la soledad para pensar y en lo posible encontrar una relación que significara algo distinto y nuevo, y me ponía puntos suspensivos como si una de las posibilidades fuera que esa relación dependiera de mí, que yo fuera la parte que faltaba, aunque no se atrevía a decirlo directamente, contaba conmigo para arrancar otra vez desde cero, una chica joven, con el entusiasmo a salvo, no tan influenciada por la sociedad todavía, a la que se podía amoldar a gusto; yo me había dado cuenta.

Además  desde el principio le gustaba que le diera mi opinión sobre sus asuntos, se reía con mis contestaciones. Y no era sólo mi carácter el que le gustaba; no guardaba las conversaciones que teníamos pero sí las fotos que yo le había pasado en nuestras primeras conversaciones. Una con mi ex en el cumpleaños de papá, otra abrazada con las compañeras de secundario, hay una que estoy haciendo una coreografía en el colegio que también le pasé ahora que me acuerdo, y otra que estaba apoyada en la puerta de una casa en la costa, en bikini, con el pelo atado. En la primera de todas que le pasé, mi amiga y yo estamos inflando los cachetes. Por supuesto que su preferida era la de la costa en bikini (le gustaban mi altura y mis piernas). También le había gustado el primer plano de mi mano con las uñas pintadas de rojo y mis dedos largos y finos separados. Yo quería saber si también tenía dedos finos como yo y según él, que no me mandó fotos —sólo veía las que iba poniendo en su perfil— sus dedos eran delicados y su madre, que tocaba el piano, se los envidiaba.

Aparentemente el e-mail que usaba conmigo al principio ni siquiera era el oficial, una vez que se desengañó del todo de Miranda lo adoptaría definitivamente; me di cuenta porque después lo agregó en el perfil de la red social que usaba (cuando empezó a escribir en el diario desapareció su perfil de la red social).

Se ve que de alguna forma se animó a volver a salir a la calle, y hacer algo que lo hiciera sentir útil, aunque él sólo quería dedicarse a escribir libros o a lo sumo a leer los que le gustaban en voz alta para su disco rígido. Pero las anotaciones que tenía lo habrán llevado a algún lado, imagino que un día se levantó con las energías que le faltaban y aspiró un aire distinto, renovado, que le permitió armarse una nueva estrategia de sobrevivencia.

No pudo saber si su padre era o no lo que decían que era, y como estaba muerto no valía de mucho saberlo, me dijo una vez; si tuviera el poder de ese niño encantado de los evangelios apócrifos que cuando lo habían acusado de matar a un chico, fue y lo revivió para que dejara en claro su inocencia, eso sí hubiera servido de algo, pero como no era el caso, descubrir que su padre era algo que él no quería que fuera nunca, no le convenía.

Pero la duda lo trabajaba, era como una línea que dividía en dos su campo para un juego donde él tenía que desdoblarse para enfrentarse a sí mismo porque no había nadie más con quien jugar.

Eso era la vida, agregaba; menos mal que podía contarme algunas cosas a mí.

Así es, Elortis.

por Adrián Gastón Fares.

Adrián Gastón Fares autor de Suerte al Zombi convertido en Zombie

Suerte al zombi. Primer capítulo + Índice novela completa.

1. LOS HOMBRES DE TRAJE

Cuando Luis Marte despegó los ojos ese día estaba en un ataúd, en una cochería de Avellaneda. Lo primero que vio fue el techo color celeste del lugar; lo primero que escuchó, el murmullo de un grupo de personas que hablaban a un ritmo sostenido; y lo primero que sintió, créanlo, fue alegría.

La risa brotaba de su interior y arremetía contra las paredes de la sala produciendo un estimulante eco. Luis notó que esa risa había estado creciendo dentro de él en los últimos minutos y que había sido el cosquilleo la causa del despertar; ahora su intensidad concentró todas las miradas en el ataúd; todavía acostado en el cajón, no pudo aguantar más la alegría que llevaba adentro y la expulsó con una serie de carcajadas. Entonces, la chica y los dos hombres de traje que estaban en la sala, todavía helados, sorprendidos, vieron cómo una mano se levantaba en la mitad del féretro y asía el borde.

Se aferró del borde del féretro y logró levantar la mitad superior de su cuerpo. No podía parar de reírse y cuando sus ojos se encontraron con los de la chica, en ese instante, se quedó prendido de los rizos castaños que reflejaban la luz del sol que entraba por la ventana. La chica se desmayó.

Ver cómo la cara de Violeta, su ex compañera de secundario, se transformaba, le resultó gracioso a Luis. Otra carcajada surgió y el joven se encontró con la mirada amenazante del más alto de los hombres de traje. Entendió y logró mantener su sonrisa por un momento, hasta que recordó que esos eran los que dos días atrás le habían disparado (¿o era un sueño?). El bajo lo miraba con profundo desdén; el alto lo contemplaba serio pero satisfecho y afirmaba con la cabeza.

Luis vio a sus antiguos compañeros de secundaria mirando más allá de la puerta y eso bastó para que su sonrisa se disipara. Su tío dio dos pasos dentro de la habitación.

El más alto de los hombres de traje se acercó, empujó al tío de Luis afuera y cerró la puerta de la sala de una patada. Caminó hasta donde estaba el bajo, y los dos miraron hacia Luis.

Éste vio a su abuela, que seguía durmiendo, y se volvió hacia los hombres de traje, que dudaron sólo un instante; desabrocharon el saco y llevaron las manos a la cintura donde encontraron lo que buscaban.

Luis trató de moverse para bajar del ataúd. Los hombres de traje ya tenían las dos armas apuntándole directamente a la cabeza.

Se golpeó fuerte la pierna. De repente, y aunque no la sentía, la pudo mover y se tiró del ataúd hacia el lado de la pared. Resonaron los disparos unos centímetros arriba de su cabeza. Desde el piso, vio cómo su abuela despertaba; al ver a los dos hombres disparando y a su nieto muerto moviéndose, cayó desmayada.

El ataúd seguía sobre los caballetes y Luis lo empujó con las dos manos. El alto retrocedió y gritó al recibir el peso del ataúd en sus pies. El otro disparó y la bala pasó cerca de la cabeza del velado.

Luis se levantó y a su derecha vio la ventana que daba a la calle. Quiso correr y algo lo sostuvo. Fue como si lo amarraran invisibles hilos provenientes del ataúd. Una bala silbó cerca de su oreja izquierda y empezó a sentir cómo su cuerpo se llenaba de fuerza en vez de dolor. Corrió y se tiró sobre el vidrio, mientras las balas pasaban a su lado. Tuvo suerte. El golpe hizo que la ventana se rompiera.

La vereda estaba al mismo nivel de la sala. Luis, asombrado de no sentir dolor con el golpe, se levantó rápidamente y empezó a correr. Las coronas que sus amigos le habían comprado estaban puestas en la vereda, apoyadas en la fachada de la cochería; se llevó una por delante y la derribó. Estuvo a punto de caer, tocó el piso con sus manos y siguió corriendo. Miró atrás y vio a los dos hombres que lo perseguían saltar la corona tirada. Al volver la cabeza vio que en la esquina un colectivo se había detenido para dejar subir a un viejo. El colectivero esperaba que el semáforo se pusiera verde. Luis aprovechó para lanzarse hacia el colectivo y saltar al interior. El  chófer pisó el acelerador. Miraba cómo los hombres de traje guardaban sus armas, cuando el colectivero le preguntó adónde iba.

 

por Adrián Gastón Fares

Suerte al Zombi, por Adrián Gastón Fares. Novela.

Índice de capítulos siguientes:

2. Colectivo.

3. Calles Céntricas.

4. La última lágrima.

5. ¡¿Decente?!

6. El baile del zombi.

7.  Pasame un trago.

8. Contra el piso.

9. La abuela y los policías.

10. Daimón.

11. La cortó porque no le gustó.

12. La revolución blanca.

13. Jorge, Leonardo y Juan VS. Olga y Chula.

14. El justiciero.

15. Parado en el medio de la calle.

16. Algo mejor.

17. La fuga de los zombis.

18. Velados.

19. El mundo tendría que ser como este lugar.

20. ¡Suerte al zombi!

21. Tenemos trabajo hoy.

22. Tártaro.

23. Florida – Plaza San Martín.

24. Está bien.

25. Los muertos no fuman.

26. La chica que buscás.

27. Atardecer.

28. Pueblo chico, casa grande.

29. Carroñeros.

30. Párrafos muertos.

31. En el cementerio de Mundo Viejo.

32. Nos vamos, Luis.

33. Conversación.

34. Luis Marte.

35. Fernanda Goya.

36. Luis y Fernanda.

37. El Deformado.

38. El mundo dando vueltas.

39. Garrafa y López versus Luis Marte.

40. La verdadera fiesta.

41. El montículo prominente.

42. Atajala. 

43. Y la cabeza giró en el aire.

44. El libro.

45. Eduardo y la calavera.

46. La calavera rodante.

47. Fin.

Novela. Autor: Adrián Gastón Fares.

 

¿Dónde leerme?

¿Dónde leerme además de aquí?

1.

Pueden leer mi colección de cuentos, Los tendederos, con descarga gratuita (para Ebook, PC, Libro electrónico, Smartphone, etc.)

Los tendederos Libro de Cuentos Epub

Lostendederos

 

Los tendederos, libro de cuentos en PDF:

Los tendederos – Adrian Gaston Fares

2.

Pueden leer mi novela Intransparente aquí (descarga para Ebook, PC, Libro electrónico, Smartphone, etc.):

Intransparente Adrián Gastón Fares Novela BLUE

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3.

Pueden leer mi novela El nombre del pueblo aquí:

El nombre del pueblo - Novela - Adrián Gastón Fares 2018

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4) Pueden leer mi novela Suerte al zombi, en el enlace de aquí abajo:

Suerte al zombi. Novela completa. Índice.

 

Sobre el autor:

Escritor y Guionista. Director y Productor de Cine.

Bio:

Fares, Adrián Gastón (28 de octubre de 1977, Buenos Aires, Argentina) Egresado de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Creció en Lanús Oeste, Buenos Aires, donde escribió su primer novela influenciada por el cine y el terror fantástico: ¡Suerte al zombi!
Luego fue crítico de cine de la pionera revista online Cineismo y fue seleccionado para una Clínica de Obra literaria en la Universidad de Buenos Aires por su novela corta El sabañon. Esta novela inauguró un blog de cuentos, notas y poemas que lleva más de doce años en línea, primero llamado El sabanón y luego adriangastonfares.com
En 2016 fue seleccionado por su guión de película, Las órdenes, para el Laboratorio Internacional de Guión (Labguión, Programa Ibermedia)
Escribió Gualicho (Walicho), que ganó el concurso Internacional de Cine Fantástico Blood Window Película de Ficción INCAA, con un jurado conformado por los directores de los festivales de Sitges, San Sebastián y periodistas de medios como SeriesMania y Variety. Acaba de desarrollar su segundo guión de película de terror fantástico llamada El señor del tiempo (Mr. Time)

También es reconocido por crear y dirigir el cortometraje de terror Motorhome, Entre nosotros, y ser el guionista, productor y director (junto a Leo Rosales) de la película rockumental argentina Mundo tributo. Este film fue programado en festivales de cine de todo el mundo (México, Brasil, Colombia, EEUU, Francia, España, India, Chile, Argentina) y adquirido y exhibido por Cine.ar, Canal Encuentro, In Edit, Mtv Brasil, entre otros medios.

Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición, sordera de origen congénito, tratada con audífonos.

Más información sobre su actividad cinematográfica:

http://www.corsofilms.com/press

Publicaciones literarias:

Novelas:
Intransparente (2011)
El nombre del pueblo (2016)

Suerte al zombi

Libro de Cuentos:
Los tendederos (2019)

Guiones de largometraje:

Mr. Time (nuevo)

Gualicho (premiado)

Las órdenes (premiado)

Embrión (título tentativo)

La venta (título tentativo)

Ojalá (título tentativo)

Guiones de series de TV:

S.P.A. (La sociedad de los parientes asesinos)

Cortometrajes:

Ver: Canal de Corso Films Argentina

Contacto: adrianfares@gmail.com

 

 

 

Trailer de mi película documental Mundo tributo (producida junto a Leo Rosales):

 

Cortometraje Entre nosotros:

 

Contacto: adrianfares@gmail.com

Este es mi blog y sitio web activo desde el año 2006 hasta la actualidad.

 

Adrián Gastón Fares (Copyright 2006-2019)