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El nombre del pueblo. El nombre. 14.

Escribo por primera vez de mañana, nunca lo hago, pero tuve un sueño. En él estaba mi madre.

Otra vez niño subía ansioso el médano de la playa. Era de noche. Se oía el estrépito de las olas rompiendo en la Lengua, pero en vano intentaba llegar a la cima del médano; a unos metros siempre resbalaba y caía dando muchas vueltas. Una de las caídas fue más prolongada y supe que sería la última. Al levantarme estaba mirando el sendero que llevaba a mi casa, por el que siempre me acercaba a aquellos médanos. Al darme vuelta los vi más grandes en el sueño, casi montañas que franqueaban el acceso a la playa. Entonces una sombra pasó cerca de mí y me asusté. La seguí con la vista. Era una mujer. El vestido verde claro reflejaba la luz de la luna, el pelo oscuro y enrulado acariciaba los pálidos hombros. Reconocí a Malva, que esta vez había llegado al pueblo y se dirigía a mi casa. Pensé en el sueño que tal vez estuviera reviviendo el pasado. Sin embargo, yo era un niño; estaba en el pasado.

Entonces un relámpago dividió el cielo en dos y pensé que si era ese día Castillo rondaba la playa. Corrí hasta los médanos y al llegar a la cima caí sobre mis rodillas. Allí estaba el hombre, su cuerpo creciendo mientras subía los médanos del lado del mar. Yo hincaba las rodillas en la arena y lloraba.

Rápidamente me di vuelta y descendí, mejor dicho resbalé, hasta Malva, que seguía alejándose del médano sin escuchar mis gritos. Cuando la alcancé puse mis manos en sus hombros. Se volteó.

Aquella no era Malva. El pelo ahora se había vuelto claro, los rulos habían desaparecido, y aunque conservaba su vestido verde, el rostro inundado en lágrimas que me miraba era el de mi madre. Grité que Castillo la mataría a ella también, que había llegado el bergantín. Mi madre escondió la cara en sus manos. Al darme vuelta vi que Castillo nos alcanzaba. El puñal de doble filo chorreaba sangre. Ahora nosotros alimentaríamos su venganza. Entonces desperté.

Si me teoría de los sueños no falla, y sé que no, mis pensamientos de este día estarán filtrados por esta pesadilla. Mientras me aseaba –ya salgo para el colegio– no pude evitar acordarme cómo habían encontrado el cuerpo de mi madre en la playa, hinchado y con los ojos comidos por los peces. Un amigo me lo contó cuando tenía dieciséis años, siete años después de la muerte de mi madre, y jamás lo pude olvidar. Si tuviese que hacer lo que ella hizo me aseguraría que mi cuerpo jamás fuese devuelto a las playas de este mundo. Si alguien entonces me ve, así, sin ojos y panzudo, seré recordado.

Hoy no será un día fácil. Por la noche viene Daniela y tendré que escuchar sus pavadas. Ella hace que Amanda resulte entrañable.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 13.

Hoy a la ocho recibí a mi hermano. Se lo veía muy preocupado por mi salud. Le dijeron que yo andaba hablando pavadas por el pueblo, que asusté a unos nenes con supersticiones. Nada puedo reprocharle a Juan, él no sabe que Castillo está entre nosotros, que camina por el centro como si fuera un hombre más. Dice que un fantasma no puede envejecer, que tendría que verlo tan joven como cuando murió. Son pavadas, un fantasma hace lo que quiere, nosotros lo vemos como a él más le gusta y pienso que pasar desapercibido en la tierra le debe gustar; por qué no ser un viejo, al que se olvida fácilmente.

Juan también está enojado. Debe ser muy inoportuno que justo ahora, cuando tiene todo a su favor para salir electo, yo le salga con todo esto que pasa en el pueblo. Y cómo no contarle que volví a ver al viejo y que lo perseguí por las calles sin animarme a abordarlo. Aunque dos veces mis manos rozaron los hombros del extraño, en el último momento no tuve valor. Ahora mi hermano cree que estoy más loco que antes.

Sin embargo, las calles del pueblo siguen embarradas por la persistente llovizna. Para demostrar a Castillo que no temo su maldición y que el dios que lo secunda no es más que un marginado del cielo que, aburrido, nos molesta, abro en los atardeceres la puerta y le gritó a la lluvia.

Volví a la comisaría. Falcón me confirmó que a Lorena el asesino le hizo lo mismo que a Martita. La encontró don Isidoro.

Al anochecer, el pescador fue a la laguna a juntar carnada –el comisario dijo que intentaba agarrar un cisne para cocinarlo, porque encontraron a uno bastante desplumado, casi muerto– y al acercarse a la orilla le llamó la atención un cisne que parecía levitar sobre el agua. Isidoro contó que se asustó al recordar las cosas raras que estaban pasando en el pueblo y tuvo ganas de salir corriendo. Enseguida notó que el cisne estaba posado sobre el vientre de un cuerpo femenino que flotaba entre los nenúfares. El viejo empezó a vadear la orilla y el cisne volvió al agua. Cuando llegó al cuerpo reconoció a Lorena.

Don Trefe aseguró que mientras él cerraba la panadería, su hija le había dicho que iba a visitarme a mí. Le pregunté a Falcón por qué yo no era el principal sospechoso y me dijo que, además de que Kaufman casi se había declarado culpable, él no creía que yo fuera sospechoso nada más que de estupidez –me dijo lo que pensaba de mis esperas en la playa– y que era imposible –miraba el titular de un diario con una encuesta electoral– que yo hubiera matado a alguien. Agregó que no me preocupase porque, si bien ellos no tenían ninguna pista que encaminara la investigación, el loco, que él también pensaba que no era el pobre Kaufman, pronto cometería un error y sería ajusticiado.

Entonces me contó la historia del asesino de Obel. Falcón explicó que tenía dos amigos en una comisaría del pueblo vecino que a él lo querían como un hermano y le pasaban información.

El comisario dijo que de las cosas que en este mundo no tenían explicación ésa era una de las más extrañas. El asesino de asesino seriales, así lo llaman en Obel, actúa de la siguiente manera: cuando se cometen dos asesinatos que tienen características parecidas, entonces él se acerca y mata al culpable antes de que cometa el tercero. En Obel creen que lo hace por la deficiente justicia que ejercen las autoridades, pero Falcón dice que acá no ve la razón –afirma que él siempre resuelve sus casos–. Después se quedó pensando y, desilusionado, agregó que era muy probable que el asesino de asesinos se suicidara antes de cometer otro crimen: él también era un asesino serial.

De cualquier modo, según el comisario debemos esperar porque, si todo el asunto es verdad y el asesino no se considera un asesino más, el hombre estará viajando al pueblo y cuando vaya a cometer el tercer crimen nuestro asesino, entonces él lo eliminará y nosotros vamos a salvarnos del juicio. No hubo caso. Por más que le expliqué que a un fantasma no se lo puede matar, no lo quiso entender. Él dice que un espectro no necesita hacer las cosas que nuestro asesino hace, que es muy humano y por eso necesita matar. Terminó repitiendo que lo mejor era esperar y que, mientras tanto, iba a mandar a mi casa a una oficial de civil de anzuelo porque tenía serias razones para sospechar que al asesino no le agradaba que yo tuviera compañía femenina. Él no quiere creer en la maldición, está ciego, no ve que Castillo necesita prolongar su venganza hasta el fin de los tiempos y que eligió a nuestras jóvenes para eso.

Hoy recibí otra vez a la mujer, a esa policía de civil. Se llama Daniela y es muy fea. Hace que añore la mirada de Martita y la gracia de Lorena. Tiene sarpullidos en la cara y una voz demasiado estridente. Le gusta hablar de ejercicios gimnásticos y de cómo se murió su gato. Ya me contó por lo menos cinco veces la agonía de este pobre animal.

A pesar de la muerte de Lorena, el lunes me vinieron a buscar de la escuela para que me presente a dar clases. No sé cómo insisten con un hombre como yo. Claro que mi hermano habrá arreglado todo. Ahora que será gobernador de nuestro pueblo, no tiene más objetivos que limpiar el nombre de la familia. Soy, estoy seguro, su peor pesadilla.

Entonces, el lunes fui a dar clases. Conocí a la directora y me hice amigo de su hija, que me vino a felicitar por el programa que les dicté. Ella está muy triste, dice que nunca va a poder demostrar lo que sabe en esta escuela porque todos los profesores la tratan demasiado bien. Yo le hice un chiste: la traté muy mal toda la clase, cosa que no me fue tan difícil por el ánimo que tenía ese día. A pesar de todo, uno de los alumnos quiso saber cómo era posible que un vendedor de gansos medio sordo fuera profesor y ella me defendió alegando que esas cosas no eran importantes. Luciana, ése es su nombre, es muy divertida y poco supersticiosa, cree que la tormenta se debe a los insoportables calores del verano pasado. Yo trato de hacer mi papel de profesor y dejo que esta quinceañera diga lo que yo mismo diría si no supiera ciertas cosas.

El resfrío no me abandona, así que es mejor que cierre este cuaderno y descanse un poco.

por Adrián Gastón Fares.

 

El nombre del pueblo. El nombre. 11.

En la Municipalidad me hicieron algunas preguntas. La mujer que atendía no sabía leer, y hablar muy poco. Así están las cosas en este pueblo. Empiezo a trabajar el próximo lunes. Aunque repetí que prefería la literatura, debo enseñar teatro. Me prestaron varias obras, ya que mis conocimientos de teatro son mínimos. Ahora tengo sobre la mesita de luz una obra de Ibsen; hasta donde llegué la encontré fantástica y entretenida y, a la vez, triste. También tengo Las nueve tías de Apolo.

Traté de ser sincero con Amanda. Le expliqué que mi vida había cambiado, sugiriéndole que estaba enamorado de una mujer y asegurándole que siempre la recordaría pero que no podía evitar prohibirle de ahora en más las visitas. Ella estaba a punto de empezar su espectáculo. Su mirada huyó de la mía, profirió una especie de bufido y luego su cara pareció abotagarse de ira. Sin embargo, un momento después sonreía con expresión tranquila. Su perro parecía más afectado que ella, empeñado esta vez en deshilachar con sus dientecitos el dobladillo de mis pantalones. Amanda comentó que había oído sobre mis amoríos y que primero le había molestado mucho, pero que hacía tiempo que había desentrañado los secretos de la vida, y sabía cómo terminaban los amores fundados en una ilusión. Agregó que yo también debería saberlo.

Le pregunté qué quería decir. Respondió que era obvio que Lorena estaba enamorado de mi vida triste, que mi soledad y pureza enternecían a los corazones, y si sumaba lo anterior a la timidez que me caracterizaba, el resultado podía hacer que hasta Kaufman se enamorara de mí. Negué todo aquello, ya que mi vida no fue ni tan triste ni solitaria y Kaufman me odia.

Entonces Amanda me preguntó si alguna vez mis labios habían probado la suave piel de una chica, si había palpado una cintura en la oscuridad, si había sentido el corazón de una mujer latir bajo mi pecho u observado cómo se entrecierran las pestañas de las que aman. Sus palabras me recordaron ensoñaciones hace ya tiempo olvidadas. Quise saber cómo ella, siendo mujer, podía saber tanto sobre eso.

Amanda se levantó, acarició a su pequinés y me dijo que ella tenía mucha imaginación. Tanto que podía inventar cosas que no habían existido jamás y sentir sus olores y movimientos y que ésa era la razón por la que todavía seguía viviendo. Entonces le aseguré que cada cosa llevaba su tiempo, y que recién ahora yo disfrutaría de los placeres que ella había relatado. Sin volver a contestar, empuño su inmenso paraguas, alzó al pequinés en brazos, arropándolo con su largo chal, y se perdió en la llovizna de la tarde. El viento filtrándose por las casi ya muertas hojas de los árboles y rompiendo ramas enteras engañó a mis duros oídos, que creyeron escuchar, por sobre el zumbido persistente, luego de unos minutos de haber partido la mujer, el lastimero ronquido de un perro, que mi imaginación no dejó de atribuir al de Castillo.

Pasé el resto de la tarde leyendo y, por momentos, volvía el terrible sollozo. Dediqué un rato, me cuesta admitirlo, a pensar un nombre para el pueblo. El anterior, el que iba a decirle a Juan, ya no me parece interesante. Creo que me dejé influir por las palabras de Amanda y que el nombre nuevo –que se me ocurrió esta tarde mientras escuchaba el ladrido gutural del perro y repasaba todas las esperanzas que alguna vez tuve en este pueblo– tiene mucho que ver con mi historia. No sería malo que el pueblo alguna vez se llame así. De cualquier modo, rompí el papel en el que había escrito el nombre elegido. Me da pudor anotarlo en este diario y no lo hago porque tal vez se me ocurra otro mejor, y entonces si lo escriba.

¡Golpean la puerta!

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 10.

El resfrío desapareció esta mañana. Aunque la lluvia no deja de ser constante, el frío amainó, reemplazado por una humedad insoportable que hizo que pudiera desayunar con la esperanza de trabajar. Estuve todo día sin mocos ni mareos, afrontando mis zumbidos con tranquilidad.

Alrededor de las nueve caminé a lo de Kaufman. Golpeé varias veces y nada. El Colorado habitaba una casa chica pero repleta de ventanas. Todas estaban cerradas. Al mirar por el ojo de la cerradura lo descubrí arrellanado en un sillón, con el mentón apoyado en el pecho y los pelos rojos alborotados y caídos alrededor de la frente. Pensé en el asesino y me di vuelta bruscamente. ¿Otro asesinato? ¿Kaufman?

El cielo seguía tan negro y las oscurecidas copas de los árboles apenas se movían, todo era tétrico pero inocente: no había nadie conmigo. Volví a mirar por el ojo de la cerradura. Kaufman estaba tapado con una manta y en su regazo abrazaba una botella. Pensé que era mejor dejarlo al pobre. Ya había oído que tenía algunos problemas con el alcohol.

Volví a casa y hasta el mediodía me dediqué a pensar. En mis tardes en la playa, en mi amor por un fantasma, en saberlo ya acabado. Sin embargo, todavía me sorprende y tortura que exista en el pueblo una mujer parecida a mi prima. Pensé en Martita y en la coincidencia de la maldición y el mal tiempo. También en Lorena, que es mi esperanza, la única mujer que puede ayudarme a olvidar todo. Porque ahora quiero olvidar.

Me dormí con la frente apoyada en la mesa. Más tarde, unos golpes en la puerta me despertaron. Dejaron de sonar mientras me acercaba y escuché uno tremendo, grave, que casi me arranca la puerta de cuajo. Miré por la ventana y vi a Kaufman parado afuera, con la botella en la mano. Lo vi mirar hacia la puerta, enojado, y entonces desaparecer. Otra vez el golpe. Me iba a tirar la casa abajo. Corrí hacia la puerta, la abrí y Kaufman irrumpió en mi comedor. Siguió de largo unos metros y cerca de la estufa se detuvo y me miró de arriba abajo.

Gruñó que le habían arruinado la vida. Le pregunté quién y por qué y me contestó que le había pedido la mano a una mujer, que lo había despreciado y que ahora iba a terminar sus días solo porque no le gustaba ninguna otra. El Colorado daba lástima, estaba al borde de las lágrimas y yo traté de calmarlo.

Entonces pasó lo increíble, terrible suerte la mía, mientras tranquilizaba a Kaufman se escuchó la voz tranquila y grave de Lorena que me llamaba. A Kaufman le cayó como un balde de agua fría, clavó la mirada en el piso, caminó hasta la puerta y salió. La miró de soslayo a Lorena y con bronca a mí y continúo alejándose, tambaleante, de mi casa.

Cerré la puerta y le pregunté a Lorena por qué se preocupaba tanto por mí. Ella sonrió, se ruborizó y dijo que no lo sabía. La invité a tomar mate y conversamos toda la tarde sobre el pueblo, las personas que habíamos conocido y las cosas que habían cambiado. Descubrimos que los dos no habíamos conocido a demasiadas personas y que nos gustaban las tardes soleadas y frías, también otras cosas que sé no debo escribirlas. Cuando la tarde mediaba y tuvimos hambre, decidimos dar una vuelta por el centro y visitar el restaurante. Lo que me gusta de Lorena es que con ella no es necesario andar vistiéndose bien. Bastó que me pusiera una corbata y un saco viejo para que dijera que yo estaba muy galán. Que queda claro que jamás voy a creerlo, pero conforta que una persona le diga a uno esas cosas. Traté de devolverle el cumplido, que no debería haberme costado mucho porque ella es hermosa a pesar de que muchos digan lo contrario, pero no pude. La espontaneidad se me escapa en cuanto abro la boca y de mis sentimientos sólo quedan estupideces.

En el restaurante ella tomó un chocolate caliente y yo un café con leche. Hacía tres años que no pisaba el negocio. Pude ver cómo los mozos se sorprendían al verme. Raúl le decía a uno, muy joven, algo en el oído. Después se acercó y me preguntó cómo andaba. Me di cuenta que quería que le dijese algo sobre el bergantín. Mi atención estaba concentrada en Lorena y el dueño del local no me pudo arrancar una palabra. La verdad que pasamos una tarde divertida hasta que llegó mi hermano. Los abalorios de la puerta se entrechocaron y Juan estaba ahí parado con el Ruso. Lorena se dio cuenta que yo estaba distraído y me preguntó por qué no saludaba a mi hermano.

El Ruso se sentó y Juan le daba el abrigo al mozo cuando me vio. Sonrió y se acercó, con el Ruso atrás. Me dijo que se alegraba de verme tan bien; qué bien que estaba acompañado y otras cosas por el estilo. A Lorena parecía encantarle el porte de mi hermano. El sí que hace acordar a la robustez de mi padre y tiene la misma voz grave y clara que usaba el viejo tanto para regañarnos como para leernos los cuentos del diario. Estaba mejor peinado que de costumbre y parecía haberse bañado en una fuente de perfume. Se notaba que una noticia había inflamado su orgullo y no tardó mucho en decirnos que los resultados de la última encuesta lo proclamaban como el candidato con más posibilidades de ganar. El Ruso sonreía, con esa mirada baja, rastrera, que a mí siempre me molestó. No importa que el Ruso esté triste, contento, le peguen un tiro o gane la lotería. Siempre los párpados parecen pesarle y las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba.

Antes de volver a su mesa, mi hermano me preguntó si había pensado un nombre para el pueblo. Mi respuesta fue un irónico sí. Iba a decir el nombre cuando me arrepentí y le dije que le había tomado el pelo. Yo no perdía el tiempo con esas pavadas. Sonriendo a Lorena, contestó que podía darse cuenta y se retiró. De cualquier modo, el nombre no le hubiera gustado.

Estábamos hablando con Lorena sobre su primo, que había embarazado a una vecina que no llegaba a trece años, cuando noté que mi hermano no tomaba su café ni contestaba lo que el Ruso le decía. Estaba preocupado y buscaba mi mirada como para interrumpir la conversación. Entonces levantó la mano y me preguntó si podía molestarme un minuto. El Ruso se levantó para ir al baño y yo, luego de disculparme ante Lorena, me senté frente a mi hermano.

Me convidó un cigarrillo, como si no supiera que no fumo, y dijo que le gustaría que dejase de vender gansos, que había otras cosas más interesantes para hacer. Quería que me dedicase a escribir, a contar cuentos como los que yo siempre había leído. Mi respuesta fue que se quedase tranquilo porque no iba a vender gansos nunca más, pero que por otro lado no iba a perder el tiempo escribiendo. Tenía ganas de hacerlo enojar.

Agregó que no sería perder el tiempo porque él me pagaría por cuentos que honraran el pueblo. Como yo no contestaba dijo que si eso no me gustaba entonces había un puesto de maestro vacante en el colegio. Había hablado con la directora, que le aseguró que no habría problemas con el nivel de mis estudios; sólo me tomaría un examen elemental. Asentí y al ver al Ruso de pie esperando cerca de la puerta del baño el fin de nuestra conversación, me levanté y volví a mi mesa. Ellos siguieron hablando y yo pagué y salí del restaurante, por primera vez en mi vida, de la mano de una mujer.

Ahora creo que mi hermano no quería que yo siguiese vendiendo gansos porque así rondaba el barrio residencial. No me basta el motivo de la apariencia, si realmente nunca quiso que vendiera gansos no me hubiese recomendado a Kaufman. Hay otras cosas raras: ¿por qué teme que yo me acerqué al barrio residencial, su barrio?

¿Es que engaña a su mujer y teme que lo descubran? ¿Habrá encontrado un nuevo amor en la joven parecida a mi prima? No me olvido de aquella tarde en que rondaba como un loco en su coche espiando quién sabe qué cosa. Mi hermano está muy enamorado de la candidatura, pero cuando se trata de mujeres sé que los hombres somos capaces de caminar con las manos. No me interesa escribir cuentos para subsistir. Sí me parece razonable lo del colegio.

por Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 8.

¡Todo el día lloviendo! Las bolsas no sirven para cubrirse de la lluvia, los paraguas me son incómodos para trabajar. En el galpón descubrí un cuero viejo que era lo que necesitaba.

Kaufman estuvo muy contento con la venta. Antes de irme, me preguntó, como tantos otros por estos días, si sabía a qué partido iba a votar. Acompañó la pregunta con una sonrisa que me hizo entender que se refería a que yo era el hermano de uno de los candidatos. Respondí que votaría a mi sangre, pero que no entendía nada de política.

Me llevé seis gansos más del rancho de Kaufman. Cuando llegaba a mi casa escuché que me llamaban. Al darme vuelta casi me golpeé la cara con un ganso al ver a Lorena sentada al pie del sauce. Me esperaba porque necesitaba mi opinión sobre un hombre que la había invitado a salir. Apoyé la vara en el tronco del sauce –me di cuenta que debía parecer un espantapájaros con esa caña sobre el hombro– y le contesté que no podía hablar de un hombre que no conocía. Ella sonrió y dijo que sí lo conocía. No era otro que Roberto Kaufman.

Comenté que mi jefe tenía un temperamento ambiguo, o era tranquilo como los gansos muertos que me entregaba o hacía honor a su cabellera roja. No podía mentir y decirle que me parecía un buen hombre. Lorena río y dijo que ya lo sabía. Que había aprendido a conocer a los hombres apenas los veía. ¿Entonces qué pretendía?, pensé y pregunté. “Es que hay pocos como usted”, fue la respuesta. Y a paso rápido se alejó por el camino.

Dos certezas me torturan. La primera es que estoy seguro que Lorena quería que la alcanzara, la segunda que soy más cobarde que tonto. Todo lo demás es incertidumbre, sospecha. No me atrevo a relacionar este interés en mí de las mujeres, que me obviaron siempre, decían que estaba loco (me veían lejano, en mi mundo, como un idiota) con la fosa profanada, la probable maldición y la lluvia incesante.

Después de vender cinco gansos me acerqué a la calle setenta. En la vereda de la casa en la que había visto entrar a la chica parecida a mi prima un anciano regaba, bajo un inmenso paraguas, las flores de un cantero que rodeaba un arbusto. Esto era totalmente incomprensible. Seguía lloviendo a cántaros y este hombre con un regadero de chapa fustigando a los pobres crisantemos amarillos. Al pasar lo miré de lleno. Antes había pensado en ofrecerle el último ganso, pero el hombre parecía tan absorbido en su labor que resolví no molestarlo. Alcancé el final de la cuadra y me volví. El viejo seguía ahí, esperando quizá que el regadero se vaciase para volverlo a llenar con toda esa lluvia. ¿Será familiar de la mujer parecida a mi prima?

Cuando tengo una duda me concentro tanto en ella que pierdo el rumbo. Así es cómo resuelvo los problemas simples y los no tan simples.

Caminé un buen rato cavilando y luego pensé que sería bueno acercarme a la comisaría para preguntar si había noticias sobre el asesinato de Martita.

Encontré a Falcón recostado en un sillón de pana en su despacho, leyendo con avidez un informe. El sillón no es lo único nuevo, una lámpara de fastuoso pie lo alumbra, parece de marfil, tallado con cuatro pisos alternados de elefantes y mujeres desnudas, extrañamente las últimas sostienen a los primeros y todo termina en cuatro patas de elefante por base, y una alfombra persa completa el mejunje. Sobre el escritorio brilla una máquina de escribir. Lo felicité por el cambio.

Contestó que hacía tiempo que lo necesitaba. Luego hizo, como siempre, un chiste referido a la vara que llevo. Le retribuí preguntándole si quería comprar el último ganso. “Las aves me caen muy mal, querido Miguel”, respondió Falcón. Agregó que especialmente después de leer los resultados de una autopsia. Le pregunté a qué se refería. Obviamente, contestó que a la de Martita.

Antes de contarme lo que había leído, me pidió que dejara la vara con el ganso en la otra oficina, no fuera cosa que ensuciara con su sangre su alfombra nueva. Después escuché el crudo relato del informe forense.

La autopsia había revelado que antes del cuchillazo en el pecho el asesino la había herido en los genitales. Intenté alejar la imagen que Falcón evocaba con sus palabras, que fueron muy descriptivas. El comisario sentenció que la autopsia probaba que el asesino era un psicópata y que era muy posible que volviese a matar.

Volví a casa en la oscuridad y miré tanto a los costados que no pude evitar resbalar dos o tres veces.

Si la tormenta sigue se perderá toda la cosecha. Los agricultores, como los pescadores, tendrán que buscarse otro trabajo.

por Adrián Gastón Fares.