A veces tomo la forma de una bola de cristal
que refleja el pasado.
Como si me agitaran
la nieve empieza a caer.
Lo bueno es que puedo lanzar la bola de cristal
tan lejos
como se me antoje.
He creído ser oyente
Uno más de la manada
Pero no lo era.
No del todo.
Nunca olvido
que en el año dos mil doce
me dieron el certificado
porque, paradoja para esta hoja,
nunca escuché bien;
seguía tocando el timbre de aquel edificio
cuando ya me habían abierto la puerta
desde arriba.
Entonces, recién en el año dos mil doce, con mis queridos
audífonos, esas joyas tan preciadas,
tuve que adaptarme al rugido de un mundo
del que muchos
no quieren saber nada.
Me daba vergüenza acercarme a las chicas en un bar. Nunca olvidaré la distancia autoimpuesta. Y la zozobra del ser o ya no ser.
Así y todo elegí usarlos.
Era eso o no entender.
El sol se pone,
pero el ruido se impone.
Los seres humanos cerramos los ojos,
nunca los oídos.
Tan vitales son que permanecen atentos
aún cuando la alarma resuena
y los tapamos con las manos.
Mis oídos eran como viejos caracoles
que retumbaban con el viento.
Antes de los audífonos,
para la risa ajena
subtítulos, por favor.
Ahora:
También ayudan.
Todavía no sé lenguaje de señas
pero conozco las marcas que deja la creciente
sensación de no comprender.
Aunque lo que no se dice a veces lo entiendo bien.
La mayoría desconoce
la balada del tinnitus constante.
Pagué el precio de la incomprensión y
de los que saben pero se hacen que no saben,
de los que querían que fuera otro que,
ah, montaña blanca,
no soy.
He sido abandonado:
En los peores momentos
Empujado al abismo:
En los peores momentos
Es un fundido lento como en las películas:
A otro ser,
devenir otro.
Entusiasmo.
Renovado.
Tirité descalzo
como más me gusta
en el vacío.
Y un día apareció la casa,
la rosa
y, ah,
la gran montaña blanca.
Yo que le temía a lo desproporcionado
a las imágenes grandes de animales,
a la boca abierta del elefante marino,
a la trompa de la orca encostrada en la diapositiva;
a los dinosaurios de museo
y a los restos flacos de las ballenas que ya no nadan
en pisos de madera
de esas feas instituciones.
Pero los dinosaurios fueron animales,
¿quién era yo?
El que seguía algunas reglas
escritas por seres que tenían un sentido
distinto al mío;
he sido ingenuo.
Y tan seguro
como mis orejas me han permitido ser.
Más allá de todo,
sé que no hay piedad en el mundo,
ni camino recorrido.
Para la historia de mis oídos.
por Adrián Gastón Fares, 22 enero de 2019.