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Sobre una película de Godard (Histoire(s) du cinéma)

El cine que fue hecho para pensar. El cine son imágenes que piensan por sí mismas. Manet precursor del cine. Las chicas de Manet. Godard que mediante la sensación causada por las imágenes y las palabras nos hace sentir lo que va adivinando.

El cine tiene muchas historias pero las de Godard tienen que ser las menos espuria de todas. Terrible cuando explica que Inglaterra nunca tuvo cine. Italia es el país del cine, Rosellini, Antonioni, Fellini, Visconti como antes Virgilio, Dante, Leopardi y Leonardo. No es casual. Francia. La Nueva Ola es sobre las obras, no sobre los autores. Hitchcock es el gran creador de formas del siglo XX.

Los franceses son los grandes profesores del cine. Los italianos y Hitchcock los grandes maestros.

Antes, en los dos primero capítulos (que en realidad son 4, divividos en a y b) Godard nos hace entender que el cine es simple y algo más.

No es arte ni técnica, es misterio.

¿Para qué complicar las cosas? ¿Qué es lo que nos hace seres humanos? Tiempo, muerte. Cine.

Hace dos años fui a la casa de mi tía abuela. Encontramos fotos que guardaba mi tío Francisco, fallecido cuatro años atrás (ahora mientras respoteo esto mi tía abuela también se fue hace un tiempo). Ah, familia de la infancia que ya no estás.

Fotos amarillentas de mi tía abuela que le recordaban cómo era el país dónde había nacido, cómo eran las personas y los lugares. Entre esas fotos, había una que me impresionó. Un hombre, de mediana edad, cadavérico, amortajado en una cajón, rodeado de personas. La aparté.

Mi tía abuela, con rápida gracia, me arrancó la foto de las manos, dijo algo en dialecto italiano, y la fue partiendo en pedacitos. Me la quedé mirando como si estuviera soplando el humo del revolver que había disparado.

El Cine es Muerte Eterna (revolución posible contra la Muerte) pero también Nacimiento Eterno (muerte eterna):

Cuando era chico lo hinchaba a mi papá hasta que volvía a buscar en un viejo armario, desenrollaba una tela blanca, la colgaba, y nos proyectaba, a mi hermana y a mí, fotos de cuando éramos todavía más chicos y de sus discretos viajes. Con un aparatito, extensión del proyector, especie de linterna, explicaba algunas cuestiones de las fotos. Éste es tal. Aquél otro era el que una vez. Ahí pasó esto o lo otro.

Godard:

Los jóvenes deben elegir un camino, ya es imposible ver todo el cine, tendríamos que pasarnos veinte o treinta años frente a una pantalla.

De alguna forma, nuestros institutos de educación (incluso, la familia) nos llevan a no entender o a entender mal. Primero nos hacen creer que estamos necesitados de todo, después que no necesitamos nada, luego que somos muy pobres y que estamos necesitados de más cosas.

La educación que nos lleva a la guerra, a las broncas, al delito, a la estupidez, a las avivadas. Después de ser educados (jardín, primaria, secundaria -tal vez, alguno tenga suerte en la secundaria con algún profesor o en la universidad) para no entender, para que no entendamos, de que nos den las herramientas pero que las alejen de nuestras Manos (al dejarnos en claro cuántas cosas imposibles hay, cuántas categorías y cuántas jerarquías a las que no solamente hay que apuntar, sino, especialmente, rehuir)

Tal vez por eso Godard tenga tan presente las Manos en sus historias del cine: como elemento para buscar, investigar, pensar, tienen como tarea reinventarnos, dejar que nos reinventen y reinventar a los demás. Ver las historias del cine de Godard es como que te las vayan desatando. Algunas obras tienen esa práctica virtud.

por Adrián Gastón Fares

Oscurantismo, familia, entorno, identidad y discapacidad en el siglo XXI.

 

Tengo un jardín de infantes al lado. Cuando llego a mi casa y tengo los audífonos colocados en ambos oídos escucho a los niños en el recreo jugar a los gritos. Cuando me los quito, los niños desaparecen. Soy hipoacúsico, soy sordo, soy un ser humano, soy Adrián Gastón Fares. Pero al quitarme los audífonos es como si los niños no existieran. Como la lluvia que tampoco escucho hace años. O como el rugir del león del circo lejano que no escuchaba cuando había leones en los circos. Son detalles.

Ya que estamos, hay un koan del budismo zen que dice que si un árbol cae en el bosque y no hay nadie para oírlo no se puede saber si generó algún sonido o no. En realidad, la vibración que hace el árbol termina moviendo la campana de los oídos de alguien y por eso suena la caída. Es física elemental del siglo XX. Por lo tanto, si no hay nadie para escuchar, ni siquiera un animal, la caída del árbol no suena. No existe tal caída, o por lo menos no existe la vibración de las partículas elementales que al impactar con un receptor auditivo da como resultado que tal caída suene.

Lo mismo puedo pensar de los niños que juegan en el recreo. Si me quito los audífonos ya no suenan. Llevando más allá el koan zen: ¿están o no?

Pero no es eso, lo que pregunto ahora es si yo existo o no, dado que en mi edificio, a diferencia del bosque elemental del zen, hay otras personas que los están escuchando pero yo no.

¿Existo?

Es una pregunta interesante para encuadrar la la discapacidad en general. Es una pregunta interesante para la construcción de una identidad.

En mi caso, mi yo no oyente, mi identidad, no ha podido existir por mucho tiempo. Mi yo sordo ha sido reprimido tanto por mi familia como por mi entorno cercano (como consecuencia). Un certificado de discapacidad, un mero papel, un número, es como una cédula de identidad.

Ser ciudadanos de un país da derechos. El certificado de discapacidad certifica ciertos derechos de las personas con discapacidad, como la igualdad. ¿Pero qué quiere decir igualdad de oportunidades cuando uno es discapacitado? Creo que es una pregunta clave. Más allá que a cualquier optimismo irracional e infundado, la discapacidad se presta a la sobreadaptación (que pronto encontrará sus barreras) y a ciertos límites que justamente no permiten que exista la igualdad de oportunidades.

Un  ejemplo.

El típico mandato de la familia capitalista o no de estos últimos siglos.

Hijo, haz contactos.

En el caso de una persona con discapacidad hacer esos contactos, según la discapacidad, va a costar más o menos el doble o el triple que si el hijo, o la hija, no la tuviera. El que no ve, el que no escucha, tiene que primero saltar ciertas barreras. Luego se pondrá a pensar cómo hacer contactos.

La metáfora más simple para que alguien que no la tiene pueda entender la discapacidad que se da desde temprano (a mí me tocó buscar un tratamiento para algo evidente que recién llegué a encontrar a los treinta y pico de años) en la vida es la siguiente.

Hemos arrancado dos o tres cuadras atrás que los demás. La vida no es una carrera me dirán. Y tienen razón, en parte, no lo es. Pero ante cualquiera exigencia de carrera uno puede decir que ha arrancado dos o tres cuadras atrás. Listo. Quería decir esto que me parece importante.

La igualdad de oportunidades mal entendida (mal implementada) es un obstáculo práctico. Pero hay otro obstáculo que tiene que ver con la ética y con la razón. Es el siguiente: las creencias mágicas religiosas.

Pasaré a contar ciertas cosas que los que escriben no suelen contar. A veces hacemos cuentos, otras novelas de quinientas páginas, ya lo hice, pero ya no puedo darme ese lujo tan extenso de la metáfora, de la aliteración, quiero poder escribir sobre otros también, quiero poder hacer lo que ya hice sin que la necesidad de expresar ciertas cosas vividas sea siempre tan fuerte. Sigamos.

Hoy, paseando por el centro de Buenos Aires, mi madre me ha dicho que debo ser auxiliado por un cura (un sacerdote católico) Y agregó una segunda creencia que no viene del catolicismo sino del paganismo: que alguien, seguramente querido por mí para ella, me ha hecho algún mal. Lo segundo justifica a lo primero, que vea a un cura. Une a dos mundos dispares.

En la familia tenemos un problema: soy yo. Y la no aceptación de que tener un hijo así, sin tratamiento hasta los treinta y pico de años, iba a traer algunas consecuencias. Tenemos otro, que es que esta persona que soy yo ha hecho de todo, pero el país, ni la justicia, ni la sociedad, acompaña, como sabrán si me han leído o si me siguen en las redes sociales.

Entonces, ante esta inconveniente, tener un hijo de cuarenta y un años a quien una productora, una mujer en este caso que produce cine, lo ha estafado y usufructado (legalmente es así, por más piedad que me salga) protegida por un Instituto de Cine Argentino, llamado INCAA, que encajona un proyecto un año, para mi madre es signo de que algo está mal en mí, no en la sociedad. Por lo tanto, un sacerdote.

También creo que instintivamente, debe creer que mi problema auditivo se soluciona con eso. Lo creo firmemente. Mi familia está en un etapa eterna de negación del duelo (por otros duelos negados) de tener un hijo sordo, discapacitado. Se los digo, pero no pueden entender. Las fotos mías con sonrisa de niño ya amarillean. Yo era alguien para ellos que no soy, era alguien que nunca fui, yo lo sé, pero mi padre, mi madre y mi hermana, no lo pueden aceptar. No hay manera. Y no hay autoridades con suficiente conocimiento, peso, determinación, sentido de ética y justicia, que se lo puedan explicar. No en mi país. No sé si en el mundo. No existen esos profesionales. Por lo menos, es lo que me consta.

Por ejemplo, mi hermana equipara la discapacidad auditiva con otras condiciones que no son discapacidad auditiva. Que no son discapacidades si no elecciones de uno. También cree en la energía positiva. Pero la energía positiva no me consiguió los audífonos; fui yo el que puso el amparo, yo solo fui a tramitar el certificado de discapacidad. En todo caso, mi hermana se debe referir a mi voluntad.

Mi madre cree en los curas, en los manosantas, en la iglesia católica y en sus enemigos a la vez, y piensa que alguien me envidia (a mí; ¿por qué?; esa imagen cristalizada de alguien que con su voluntad o sobreadaptación ha hecho ciertas cosas, el no poder apreciar el haberme adaptado sin audífonos, el no poder apreciar lo que ya tiene; un hijo que ha salido más o menos adelante sin lo necesario a tiempo a nivel médico) Mi madre cree que alguien me hizo algún mal. Me abstengo de hacer comentarios del peligro de pensar así. Porque tal vez ella cree que gente que he querido me hizo algún mal mágico.

Mi padre. A los diez años me llevó a un iglesia porque me encapriché con un pez en una feria y le pidió a la Virgen a viva voz que mi quitara el demonio. Hace un mes me dijo, ante mi obstinación explícita de encontrar justicia por lo que me está ocurriendo, de exponer mis esfuerzos y mis batallas, que debía estar poseído. En el pasado, él ha impedido mi tratamiento (cuando tenía veinte años fue conmigo a un otorrinolaringologo, y mientras yo le decía que no escuchaba y tenía tinnitus, mi padre insistía en que yo no tenía nada) pero a la vez se ha empecinado con la creencia en el demonio. Para mi padre, no soy discapacitado, no tengo pérdida auditiva con sus consecuencias; para mi padre, esto que viene a alterar el orden familiar, la estampita de casamiento, es que estoy poseído.  Un hombre que lee algo de historia. Que ha sabido influenciar bien a niños con sus cuentos básicos. Pero hay un momento donde los cuentos tienen que terminar. Ya se ha contado esto. Pero en este caso es importante que terminen los cuentos.

Y después tengo que señalar a mis relaciones afectivas. Para algunas un derrame de agua en mi departamento era un signo de que un ser de la naturaleza anidaba en mi baño. En vez de audífonos y rehabilitación auditiva, me enviaban a ser tratados por los que creen que enterrando un cuerno en la tierra las cosechas proliferan. Parece ser que estas cosas las enseñan en entornos universitarios.

Todos estos tratamientos, son nefastos, y deberían ser punible su aplicación, y su sugerencia repetitiva, a una persona con discapacidad.

Sigo. No saben lo difícil que es explicar cómo me esfuerzo, y me he esforzado cuando no tenía audífonos hasta la exhaustación, para escuchar, para estar al mismo nivel a amigos, a amigas, a conocidos, a conocidas. Imaginen empezar a explicar algo que uno viene tratando de explicarle a su misma familia hace años sin resultado. A veces, simplemente lo paso por alto, otras me pongo muy firme.

La verdad es que el error está en el momento al que a uno le dan el ticket a la montaña rusa sin cinturón de seguridad de la discapacidad. En casos tardíos como el mío suele ser una lucha de identidad. Pero no, el estado despacha tickets al mundo maravilloso de la sinrazón.

En ese momento, si vivieramos en un mundo correcto, un especialista, alguien con autoridad (incluso un abogado debería estar presente) debería explicarle a la familia y al círculo afectivo, qué significa el certificado, qué significan los audífonos, qué significa vivir así en este mundo y qué significó vivir así antes.

¡Lo que habrá sufrido la humanidad discapacitada antes! Aunque cuando veo la proliferación actual de las creencias irracionales, incluso en la gente con estudios, veo todo NEGRO, no sé si vivimos en una época donde hay tanta diferencia con el pasado de la humanidad; como todo, parece que sí en los papeles; pero en la realidad es otro asunto. La realidad parece siempre ser la misma. Los números, las fechas han cambiado, la humanidad creo que no tanto.

Para terminar, para este oscurantismo que veo crecer día a día en mi entorno, en la gente con la que hablo también, con la que me escribo (ejemplos: illuminatis desafinados, masonería paranoica, física cuántica espiritual, homeopatía fritada, secretos para ser feliz sin serlo, minimalismo japonés esotérico, karmas inconfesables, psicología absurda, y todas las seudociencias -y las que se hacen pasar por ciencias sin causa y consecuencia visible) me trae a la memoria la última Spider-Man.

La película, demasiado apoyada en el CGI (en la animación digital) no hace que Spiderman se luzca tanto como superhéroe, pero el guión es hábil en entramado y diálogo. En uno de estos últimos dicen que, hoy en día, la gente necesita tanto creer en algo que terminan creyendo en cualquier cosa. Repitamos.

Necesitan tanto creer en algo que terminan creyendo en cualquier cosa.

No hay frase de filósofo asiático u occidental sugerido por Google que supere en simpleza y en análisis de la realidad la de los guionistas de esta película.

Vivimos en un siglo XXI que, como persona con pérdida de audición, como sordo, como hipoacúsico, como fauna humana diversa, me preocupa y me duele mucho.

¿Debo escribir esto o callar? Me enorgullezco más que nada de haber sido una persona que sabe armar grupos, que supo hacer encontrar a las personas con otras personas, que se ha jugado por los demás, que los ha ayudado, incluso.

Pero, luego de tantos diálogos infructuosos. De tantas idas y vueltas que me dejan en el mismo lugar oscuro -oscurantista- y solitario (el mismo que vaticinan que me tocará si lo cuento). Me respondo: hay que contarlo.

Me encomiendo a mi objetivo. El de un escritor, un cineasta, un artista, un ser humano: sólo cambiarán las cosas si se hacen visibles. Con ese objetivo termino este, tal vez ingenuo (espero que no), texto.

por Adrián Gastón Fares, 16 de julio de 2019.

Pueden leer Mi historia aquí:

Mi historia

 

Mis audífonos nuevos

Mi historia

Nací en una clínica del barrio porteño de Once. Al otro día, mis progenitores me llevaron a Lanús, Villa Caraza, donde viví hasta los veinticuatro años.

Nací mal. Debí nacer el 20 de octubre de 1977, pero por un retraso sin solucionar en el embarazo, salí al mundo con parto asistido por forceps el 28 de octubre (del mismo año, por suerte)

En la ficha de mi nacimiento dice: Depresión Neonatal.

Esto quiere decir que nací con un problema congénito. La hipoacusia (sordera) congénita significa que fueron por causas no hereditarias si no por problemas en el momento de nacer. Eso es lo que tengo ahora y lo que siempre tuve: Hipoacusia (sordera) congénita bilateral. Así, por lo menos la llaman los médicos. Pero el camino a obtener un cuidado y un certificado de discapacidad fue largo: recién a los 36 años pude poner en orden ese aspecto médico. Costó bastante.

En el nacimiento tuve asfixia, condición que se llama hipoxia isquémica perinatal. La neonatóloga le dijo a mi madre que podía ser que su hijo, o sea yo, escribiera por debajo del reglón en el colegio. Eso no pasó, pero sí tuve una de las consecuencias de ese tipo de nacimiento que es: alteraciones auditivas (sordera, se mueren las células ciliadas del oído por lo que se sabe hasta ahora, o por lo que sé y me dijeron)

Nunca escribí por debajo del renglón y, cómo verán, la escritura siempre fue uno de mis fuertes.

Siempre escuché mal y me apoyé en gestos, el pizarrón, otros de al lado, lo que fuera, para estar a la par de los demás.

Nací mal, sin llorar. No sé cuántos segundos fueron.

De chico, recuerdo imágenes de los dibujos de la televisión, pero cuando me junto con amigos de mi edad, ellos pueden recordar nombres de los personajes y otros detalles auditivos que yo no recuerdo ni nunca supe. De hecho, mi programa favorito era La Pantera Rosa. Desde chico que me fascinan las imágenes.

Ya en el colegio secundario, bromeaban de que yo era como Forrest Gump (Run Fares, Run; me decían, no los juzgo, me causa gracia) y compañeros de otros cursos me preguntaban por qué me acercaba tanto para hablar y giraba mi cabeza en un ángulo de 45 grados. Solía evitar el recreo, la reverberación de ese techo de chapa hacía que escuchara peor a los demás.

Igual, nunca entendí bien lo que decían los demás. Un cincuenta por ciento llegaba a mis oídos. Y ese cincuenta por ciento o menos, es lo que me permitió ser hipoacúsico poslocutivo. Nunca escuché bien mi voz. Siempre fue como estar en una caja (como pueden ver en los videos de El hombre lámpara que hice en YouTube; soy yo con una lámpara en la cabeza; así era yo)

Y las condiciones de adaptación se complican mientras crecés. Esto es CLAVE (tenganlo en cuentan los que estudias estas cosas; creo que ya lo saben por lo que aprendí)

Así y todo nunca me llevé una materia, fui abanderado, esas cosas que no sirven para nada ni tampoco deberían porqué servir. Estudié inglés. Sé leer muy bien y escribir bastante bien en inglés. Pronunciar se me complica un poco (menos ahora gracias a los audífonos), como saben mis amigos. Ahora, a los 41 años, con audífonos adecuados por primera vez, me las arregló bastante bien. Pero llevó más años y pesares de los que debería haber llevado. Es como nacer de nuevo, o algo así.

Los médicos de Lanús, Caraza, les decían a mis progenitores que a su hijo «le faltaba calle», por ejemplo. Aunque de chico tenía mi grupo y jugaba en la calle. No sé a qué tipo de calle se referían. Tenía ocho años o menos. La responsabilidad es de los supuestos «profesionales» no de mi familia. Esas cosas son nefastas.

Nunca me hicieron un potencial evocado antes de los 19 años. Ni seguimiento por cómo nací. Si me agarraba un berrinche o algo, mis progenitores pensaban que estaba poseído o que era caprichoso. Aunque siempre me porté muy bien en todos lados y nunca tuve problemas de conducta.

A los dieciocho años (19 según dice en las audiometrías), comencé a hacerme logoaudiometrías y estudios audiológicos porque algo andaba mal. Potencial evocado también. Para los suspicaces (que siempre hay) el potencial evocado no depende de responder a nada; te ponen unos electrodos en la cabeza y el cerebro responde a los estímulos auditivos mientras no hacés nada. La cara de la médica y los resultados dieron por sentado lo que ya estaba claro. En una logoaudiometría, en vez de coser, dije coger (de agarrar para mí; no lo decía como lo decimos los argentinos) La fonoaudióloga salió a entregarme el estudio riéndose. He contado alguna vez riéndome esto.

Me egresé, terminé en cuatro años la carrera de Diseño de Imagen y Sonido, en la Universidad de Buenos Aires, así que en los 21 años ya estaba egresado; quería filmar. Para eso entré ahí. Quería hacer películas. En la facultad seguía viendo que todos entendían a Los Simpson y yo no, que no entendí la mayor parte de las conversaciones grupales. Terminé la facultad extenuado, muy flaco; lo recuerdo.

En ese tiempo trabajé de meritorio en una productora y luego en otra, un trabajo extenuante en el que a veces no dormía (no había horarios, ni paga correcta, nos explotaban) Ahí, a los 25 empecé a escuchar el tinnitus (zumbidos), así que definitivamente fui a pedir alguna solución a mi problema. Me dieron un audífono por primera vez en mi vida, que no servía para perdida (era un médico de tinnitus, no de sordera, así y todo dejó asentado la hipoxia perinatal) Luego, un compañero de universidad me hizo notar cómo me cambiaba la cara cuando usaba el audífono.

Trabajé en una película como compositor de efectos visuales y luego dejé todo para filmar lo mío, me puse a hacer Mundo tributo, un documental que siguen emitiendo en televisión. Lo dirigí, hice el diseño de producción y me encargué de la cámara en muchas escenas.

De ahí en más, mi vida fue una lucha constante para seguir filmando y hacer que los demás, no yo, entendieran lo que me pasaba con la audición.

A los treinta años estaba distribuyendo Mundo tributo, terminé un noviazgo de ocho años, una buena relación. Dejé entrar a otras personas en mi vida.

Una de esas personas una vez vio por su cuenta Mundo tributo. Vio que yo no podía seguir filmando por falta de medios. Se puso a llorar. Me afectó eso. Me dijo que me iba a ayudar. Me puse a trabajar en la ficción que tenía lista desde antes de Mundo tributo, una por la que luego gané un premio, y en el interín, me dieron el certificado de discapacidad (CUD), por hipoacusia bilateral de moderada a severa, dos audífonos, y me empecé a adaptar a eso, mientras era feliz porque estaba con alguien que quería y apreciaba y estaba trabajando en lo único que me hace feliz. Pero esa persona me terminó diciendo que filmara casamientos, algo que para mí (sin tener en cuenta otros detalles de mi condición, digamos) es como decirme que escale el Everest para encontrar el Santo Grial en la cima.

En ese tiempo, fui a pasar la junta para el certificado de discapacidad auditiva a las cinco de la mañana, solo, recuerdo que leyendo un libro de William Burroughs. Volví y tuve ganas de llorar. Luego seguí con esa relación amorosa y aprendiendo sobre cine, filmando como podía, y superé de alguna manera ese momento clave en mi vida.

Agradezco igual que esa persona me haya acompañado en ese momento, tal vez la vida hubiera sido más horrible si no.

Por primera vez, estaba con dos audífonos y certificaban, digamos, mi problema auditivo. El certificado sirve para obtener los audífonos (que salen como 200 mil pesos hoy en día). Para no mucho más.

Pero hubo un problema grave. Los que me dieron certificado de discapacidad y audífonos no citaron a mi familia para hablar de lo que yo iba a vivir. No citaron a mis seres queridos tampoco. Seguí solo, con una novia joven que me ayudaba como podía.

En 2014, perdí todo eso. Novia, Trabajo e Identidad (¿No entendían que era sordo? ¿Era sordo? ¿Recién me habían dado audífonos y discapacidad auditiva como todos sabían pero eso no significaba nada?)

Mis progenitores, no asesorados, negaban mi problema auditivo (duelo, negación, es de manual), mi ex novia de ese entonces no entendió lo que eso me hacía.

Quedé solo. Pero esta vez era estar solo sin mí.

Tuve que salir a descubrir y a luchar todo de nuevo. Mi sordera casi se convierte en un en Meniere (no tenía Meniere, algo que sugirió un homeópata -ocupación peligrosa si las hay- no tenía autismo, a los profesionales les causó muchísima gracia lo que ocurrió; en mi búsqueda un profesional descuidado me mandó a ver The Big One Theory, porque pensaba que yo era como Sheldon; no quiero ridiculizar más a alguien que piensa que ceguera y autismo o sordera y autismo son compatibles; tengos mis pensamientos sobre algo que he investigado hasta el fondo, acompañado con gente que sabe más que yo del tema; es sólo un ejemplo de confundir una identidad con otra, una patología con otra por simplemente no saber bien o por una conveniencia económica)

Sigamos. Me fui  a trabajar de cadete a una Obra Social, porque mi familia decía que yo no trabajaba (para ellos el cine no es trabajo, es una ilusión; para ellos todo lo que trabajé en cine y audiovisuales no era trabajo) Fui a trabajar con la esperanza de recuperar a una mujer. Algunos me decían: Los pelos de una concha tiran más que una yunta de bueyes.

Yo digo que lo que tira más que una concha y una yunta de bueyes es la identidad. Y pensar.

Estuve encerrado en una habitación oscura, sin nadie, en un trabajo donde luego llevaba empanadas, levantaba bidones de agua, llevaba cochecitos de bebé al correo, hacía trámites, y era maltratado por no escuchar la chicharra de que te están abriendo la puerta (y tocar timbre otra vez para que te abran; aunque uno lo expliqué cincuenta veces; no entienden: no pueden o no quieren entender)

Casi termino mal.

Terminar mal es relativo, pero cada uno sabe lo que significa terminar mal en algún momento de la vida.

Llegaba llorando a mi casa, caminaba el largo pasillo hasta la puerta de mi casa, mi apartamento, y luego me tiraba al piso a enrollarme como un feto. Nunca lloré tanto en mi vida.

Estaba triste. Pero mientras trabajaba en la Obra Social, me llegó una carta terrible de esa ex novia que obviaba totalmente el momento que yo estaba pasando y me trataba como un desconocido (cuando esa persona se fue riendo de mi vida) Y lo peor es que estigmatizaba mi manera de actuar y ser como un problema ajeno al auditivo. Eso me destruyó totalmente.

Pero es pedir demasiado a gente que no estudió el tema. No es su responsabilidad pero sí del contexto. De los que saben o deberían saber.

Perdido, terminé en un Hospital de Día (entrás a las dos de la tarde salías a las seis), para dejar ese trabajo al que había ido con esperanzas de que el futuro cambiara. Fumaba cigarrillos toda la mañana, luego entraba a ese lugar. No hablaba. Mis compañeros podían reír. Eran muy graciosos. Los recuerdo con mucho cariño. Pero lo negro nunca fue tan negro. Un mes y bastó para que pidiera volver al lugar oscuro y sin baño. Tenía que salir de ahí.

Un psiquiatra dijo depresión. Pero uno a veces tiene que estar triste porque pasan cosas. Tres duelos juntos es demasiado. No creo en la depresión porque hay una dicha que nunca me deja.

Hay que pasar por eso. Y a veces hay que llorar, no importa cuanto tiempo.

Así que por favor, nunca acerquen a un sordo o hipoacúsico que no sepa del tema a un psiquiatra (ni psicólogo que no esté preparado) porque es como darle un mexicano a Trump o llevarle un judío a Hitler para ver qué opina.

Un ejemplo es que mi escritura, mi manera de textear, en vez de hablar, pasaba a ser una patología, me medicaron, me hicieron perder tiempo (no todos los terapetuas son malos, algunos ayudaron con su paciencia e inteligencia; aprecio la piedad) Pero no deja de ser peligroso.

Pasó mucho tiempo para que yo torciera todo eso. Y todavía no sé cómo lo hice. Creo que con voluntad. Pero entendí muchas más cosas en el camino.

Siempre creí en la ciencia, me molestan las otras creencias, me molesta lo irracional. En ese interín, gente que quiero, para solucionar con la magia lo triste que yo estaba, me trajeron a una especie de manosanta a mi casa.

Evité una violación. Ese es el peligro de creer en estupideces en las que yo nunca creí (y las que toda la vida me molestaron profundamente y me llevaron a tener diferencias con otras personas)

Mientras tanto, una de las mejores fonoaudiólogas de acá, a la que dí en mi búsqueda, me dijo que los audífonos de 2014 estaban mal calibrados, mal adaptados y que todo era un ruido insoportable para mí; no sólo no podía escuchar bien si no que todo era más ruidoso e inentendible.

Me reguló los audífonos y cambió las puntas (ese día que volví y vi la televisión y entendí por primara vez sin subtítulos lo que decían) y pidió nuevos audífonos porque la potencia de los que tenía ya no alcanzaba.

Con certificado de discapacidad los pedí a la Obra Social y llevó cinco años que me lo otorgaran. Tuve que pedir amparo porque no había manera de obtenerlos. Recién me los dieron cuando una otorrina certificó que si no tenían que pagar implantes cocleares.

Perdí más tiempo yendo de un lado a otro, sin que me dieran audífonos hasta que el amparo surtió efecto.

Desde el año pasado (2018) que tengo audífonos nuevos con moldes personalizados a mis oídos.

Mis audífonos nuevos

Mis audífonos nuevos

No sirve de nada porque más o menos desde que me los dieron la productora de mi película decidió no hacerla (a la que el INCAA le dio todo el poder), me dejó sin trabajo, sin película, sin carrera, sin paga, en la calle prácticamente. No los uso para trabajar porque no me dejan filmar; el INCAA utilizó el dinero de mi premio en otra cosa, parece ser.

Trato de escuchar música con auriculares, algo que nunca hice en mi vida, para tolerar el tinnitus, especialmente cuando estoy solo y me sacó los dos audífonos.

No tengo inclusión. Con inclusión me refiero a poder trabajar en lo que tanto esfuerzo puse en mi vida y lo que me sacrifiqué y demostré que sé hacer. Los otros caminos llevan siempre a la brutalidad. Quiero estar con la gente que elegí estar.

Por no tener dinero, tuve que dejar ir otra relación (otra persona que se alejó porque me dijo que yo «no daba resultados») Es fácil dejar ir a personas así. Pasa, igual, la sociedad es así; la vida social no es simple. Y del aire no se puede vivir. La gente pide cosas, y yo también.

No quiero ocultar estas cosas, porque lo que me pasó a mí, puede pasarle a otros y a otras.

Cada uno sabe lo que se merece y lo que no, y es nuestra responsabilidad luchar por eso.

Tal vez, sin darme cuenta, lo que estoy dejando ir ahora, es a este país. O a una manera de pensar y de actuar que debe, sí o sí, cambiar.

En este siglo XXI, ya no hay verdades parciales. Hay gente que actúa bien y gente que actúa mal. Hemos recorrido un largo camino para que estas injusticias e inconsistencias no vuelvan a repetirse.

por Adrián Gastón Fares, 2 de junio de 2019

 

 

 

 

 

 

 

Todo termina que es un sueño. Cuento.

 

Juan estaba sentado en los parlantes y había terminado el trago cuando vio a la chica parada en la mitad de la pista. Tenía puesto un vestido blanco con rombos negros. Creyó haberla visto antes. Él la miró fijo y ella le devolvió la mirada.

Había perdido a sus amigos. El boliche tenía varias pistas. Los perdió porque al entrar estaban todos borrachos y empezaron a sacar cualquier gato que se les cruzara. Cuando se quisieron acordar estaban cada uno en una punta distinta del boliche, y si bien los demás se encontrarían más tarde, Juan no los vería nunca más.

Pensó que sería mejor bajarse y abordarla, si no sabía el tipo de infierno que le esperaba. Vio que un tipo le había ganado de mano. Ella rezongaba y el tipo le daba unas palmadas en el culo.

Sentado otra vez en el parlante, habló con una morocha que se le había sentado al lado. Le costaba cerrar los ojos y asombrado comprobó que no podía parpadear. Levantó la vista y el haz de uno de los reflectores lo alcanzó de lleno. Todo se volvió negro.

Despertó en un banco de la plaza San Martín y supo quién era pero no qué había hecho. Le pareció haber estado escuchando, en sueños, una versión de cajita de música de Para Elisa. Buscó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Le ardían muchísimo. Vio que tenía las manos llenas de sangre. Pensó que le sangraba la nariz. De pronto, entendió que había hecho algo muy malo, aunque no sabía qué era. Seguía con los ojos congelados y hasta el reflejo de la luna en un charco de agua lo mareaba. Parecía que el funcionamiento del nervio óptico había sido afectado de alguna forma. El diafragma ya no regulaba la luz. Cualquier reverbero podía hacerle perder la conciencia. Entonces era como tomar mucho whisky. Juan era otro. Algo le había hecho la mirada fija de la chica.

Volvió a su departamento y estuvo toda la noche mirando el techo manchado por la humedad. Una mosca frotaba sus patas en los bordes de la pantalla del velador. Eso evitó que se volviera loco.

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Las mil grullas

Prólogo

El cuento corto Las mil grullas tiene personajes ficticios. Pero el contexto y la historia son reales. los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki que emigraron a Perú, Argentina y Brasil eran hasta hace poco visitados por médicos de Japón para seguir su evolución. Me han contado ciertas peripecias de estos médicos.

En el cuento aparece la niña Sadako Sasaki, cuya historia podrán encontrar en Wikipedia. Por ella viene a llamarse así el cuento.

Admito que la trama, distinta antes, la pensé para hacer un largometraje independiente. Tiene elementos que se prestan al cine, al largometraje….

En este link podrán informarse más sobre el contexto radiactivo de Las mil grullas:

https://www.clarin.com/mundo/hiroshima-70-anos-bomba-atomica-sobrevivientes-hibakusha_0_HJEglBtPXg.html

La imagen destacada la recorté del libro Monster Origami, de Duy Nguyen. Un libro que explica cómo hacer origamis de… monstruos. Este es el link para comprar el libro que me pareció divertido. Link:

http://a.co/1w7fbMp

Las mil grullas Photography Book Monster Origami Duy Nguyen

 

Lástima que no tengo tiempo ni paciencia para el arte del origami ahora.

Iré compartiendo ciertas rarezas editoriales que voy encontrando en mi camino de pulga de librerías reales y virtuales.

Con humildad, dedico este cuento a Isao Takahata.

LAS MIL GRULLAS

Los esperaba la guía turística, una nikkei, para escoltarlos a un coche que los llevaría a un hotel, ubicado en Recoleta. El doctor Nagao y el doctor Tanaka rayaban los cincuenta años. Era la primera vez que venían a Buenos Aires, de parte de la organización Nihon Hidankyo, para censar a una hibakushaHibakusha significa sobreviviente de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

Ni bien se subió al coche, Nagao, de anteojos y entrecano, le preguntó a la guía turística dónde podrían comer carne argentina. Tanaka, de pelo bien negro y aspecto mucho más juvenil que su compañero, miraba por la ventanilla del coche y callaba. Pensaba en su hermana que vivía en Buenos Aires. Debía visitarla y tenía miedo de verla después de tantos años. Apenas hablaban por teléfono. La esposa de Tanaka decía que su hermana, una mujer acerada, le iba a pedir la parte de la venta de la casa familiar que le correspondía.

Le dieron una propina a la guía y subieron a sus habitaciones. En el pasillo se saludaron con una inclinación de cabeza y se separaron. Al otro día se dirigieron, con la guía turística, al barrio de Olivos. La guía tocó el timbre. La mujer, Sadako, de 86 años, abrió la puerta y los dejó pasar. Caminó lentamente, encorvada, hasta un sillón al lado de una radio antigua, y se sentó. Tanaka rellenó unos formularios mientras le hacía preguntas a Sadako. Nagao, a su vez, le tomaba la presión. Era la única sobreviviente, reconocida oficialmente, que quedaba en la Argentina. La mitad de su cuerpo era una telaraña, surcado de cicatrices menos llamativas que las arrugas que tenía el resto. Su marido había muerto. Sadako les repitió varias veces eso a los médicos y les señaló la repisa, donde estaba el altar con la foto de un japonés sonriente, acompañada de una fruta, un mango, y una tacita de té. Ella también quería morir le dijo a Nagao. Ya había vivido demasiado. Sus amigos también habían muerto. Sadako bromeó sobre su nombre y el de su tocaya, otra sobreviviente de Hiroshima más famosa, la niña que había plegado mil grullas. Según una leyenda japonesa, plegar mil grullas concede a una persona cualquier deseo. Ella, a diferencia de la niña, había construido tres. Tanaka le extrajo sangre. Antes de dejarla hundida en el sillón, recibieron dos de las grullas, que según el deseo de Sadako, debían llevar a Japón y exhibirlas en sus casas. No quiso recordar el día de la explosión, porque decía que cada vez que pensaba en eso se volvía más ciega.

Trabajo hecho, le dijeron a la guía y le preguntaron otra vez dónde podrían comer carne argentina y ver algo de tango. Fueron a un restaurante los tres, comieron un poco de un bife duro. Nagao pidió un whisky para acompañarlo. Luego fueron a una milonga por San Telmo y Nagao dio unos pasos confusos de baile con una argentina de la que se enamoró al instante. Tanaka no quiso participar y escuchó y observó, sin dejar de tomar cerveza. La guía los dejó en el hotel y les advirtió que si salían al otro día tuvieran cuidado con sus pertenencias, que las dejaran en la caja fuerte del hotel.

No esperarían al otro día. Apenas la guía se fue, Tanaka y Nagao se unieron en el pasillo del hotel y bajaron la escalera para escabullirse en la ciudad. Guiados por un taxista, fueron al Bajo, a un pub irlandés donde siguieron bebiendo whisky y cerveza, y observando a las mujeres argentinas. Apenas intercambiaron un par de palabras. Una escort que estaba en la barra se les acercó y les dijo en inglés lo que les ofrecía. Thank you, contestaron y nada más. Siguieron prendidos a sus copas, hasta que empezaron a sonreír solos, cada uno pensando en lo suyo, en recuerdos, en otros viajes.

Al otro día, Tanako fue acompañado con la guía hasta la casa de su hermana, en Burzaco. Se saludaron y se sentaron frente a frente en una mesa cuadrada de vidrio. La guía esperaba en el coche con el chofer. Yoko, la hermana del doctor Tanako, era algo más joven que él. Los ojos se le humedecieron al verlo pero pronto sintió que era un extraño. Tanako le entregó las semillas del mizuna que ella había pedido al saber de su visita. Un gato daba vueltas por la casa y se pegó a las piernas de Tanaka, que aguantó esa tortura, estoico. Odiaba a los gatos, les tenía alergia. La hermana de Tanaka no perdió la oportunidad de pedir su parte de la casa de Japón para sus nietos. Tanaka dejó en claro que no la habían vendido todavía porque su madre vivía en un geriátrico y se negaba a cualquier transacción con el inmueble. Era mejor escaparse de ahí cuanto antes.

Ya en el coche, la guía quiso saber cómo había encontrado a su hermana Tanaka. Le contestó que la persona que había visitado ya no era su hermana. A la vuelta, encontró a Nagao con su vaso de whisky, sentado en el restaurante del hotel. Al otro día volarían a Chile, a censar a otra hibakusha. Decidieron salir a caminar por Buenos Aires. Encararon la calle Corrientes. En una esquina una moto pasó rápido y el hombre que iba en el asiento trasero le arrebató el Rolex a Nagao. Apenas pudo reaccionar.

¡Eso debía notificarlo! Tenía que avisarle a la agencia de turismo que la guía no les había advertido sobre el robo de relojes. Pero lo haría cuando estuviera en Chile, o mejor en  Japón.

Encima había una marcha, la gente venía caminando por la calle con banderas. Era marzo, y la guía les había dicho que era el aniversario de un golpe de estado.

Nagao, tenía una antigua amante en Buenos Aires, una estudiante de medicina. Saludó a Tanaka, que se volvió al hotel y se dirigió a un departamento de la calle Callao. Habían mantenido una correspondencia vía email con Yoriko. Él averiguó su dirección, era traductora literaria, fácil de rastrear. Entró al edificio directamente porque la puerta estaba abierta, el portero en la vereda charlando con un vecino, y llegó al tercer piso donde tocó el timbre. Yoriko le abrió la puerta y se le escapó un grito. Con los ojos bien abiertos lo invitó a pasar a Nagao, pero le advirtió en japonés que en la pieza estaba su novio, un argentino. Tomaron el té y el novio no tardó en unírseles. Le preguntó a Nagao sobre su trabajo, cómo había encontrado a la viejita. Pero después de un rato, cuando reconoció el silencio y las miradas cómplices de Yoriko y su ex profesor, el novio apartó su vaso de té verde de un manotazo y lo acompañó hasta la puerta, donde le pegó un empujón que lo dejó en la mitad del pasillo. Nagao estaba furioso con Yoriko, para qué le había escrito todos estos años si tenía un novio.

Tomó un taxi hasta el hotel y se pidió un whisky en la barra. ¿Dónde estaría Tanaka? Se sentía solo y humillado. Volvió a su habitación y acomodó las camisas en el bolso. No sabía dónde guardar la grulla que le dio la viejita para que no se estropeara. Cortó una botella de agua por la mitad, la acomodó adentro del culo de la botella, y encastró la parte superior. Al bolso. A las tres de la tarde se encontró con Tanaka en el hall del hotel. Ahí estaba otra vez la guía, que los acompañó hasta un taxi. ¿Y les gustó la ciudad?

A la mitad del trayecto en taxi, Tanako se dio cuenta de que había olvidado su grulla en la mesa del televisor de la habitación del hotel. Mientras Nagao miraba por la ventanilla, Tanako arrancó una hoja de un cuaderno y comenzó a doblarla con mucha precisión para armar un ave de papel. Al terminarla, se la mostró a Nagao, que la tomó en sus manos, abrió la ventanilla de su lado, y la arrojó.

El doctor Tanako sonrió, arrancó otra hoja, y empezó a doblarla.

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por Adrián Gastón Fares

adrian@corsofilms.com