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VORACES. Novela. 19.

Cuando abrió los ojos, Gastón vio verde alrededor, era de noche y divisó el parque Interama, con sus luces y juegos funcionando. Casi se desmayó de nuevo cuando notó la velocidad a que iban los pasajeros de la montaña rusa. Vio que más terrenos con verde pasaban delante de su vista. Reconoció la ventana de un vehículo y al girar la cabeza vio que un hombre con una gorra de color rojo y arrugas marcadas en los ojos era el conductor. Tenía la remera manchada de cemento. Lo miró con ojos bondadosos que parecían decir: de la que te salvamos.

—La chica… Vanina digo… ¿qué pasó? ¿dónde está?

El conductor musitó.

—No te preocupes pibe que puede ser que la hayan levantado también.

—¿Levantado? —preguntó Gastón.

El conductor asintió con la cabeza mientras se llevaba la mano a la gorra.

—¿A dónde vamos? —preguntó Gastón.

El conductor no contestó. Gastón ya podía reconocer las calles. Estaban yendo hacia su casa. La ventanilla de Gastón tenía vista hacia la derecha. La mueblería en una esquina. El almacén en otra y luego una hilera de casas bajas. El conductor detuvo el coche. Gastón se quedó mirando hacia arriba.

—¿Cómo puede ser? Esta no es mi casa— le dijo al conductor.

—Casa —respondió el conductor sin mirarlo, y agregó:— Tiempo de apearse.

Gastón abrió la puerta del coche, pisó con cuidado con una pierna por si la tenía lastimada, pero no sintió dolor. Bajó la otra y, con más seguridad, mientras el coche ponía primera y salía disparado como para que no se volviera a subir, volvió a mirar lo que tenía enfrente. El cartel decía:

Cervecería.

La dirección era la misma. El número. La calle. Gastón se dio cuenta de que esa había sido su casa. Pero la habían trabajado los albañiles. ¿Dónde estaría la perra?, pensó. Ahora en lo alto su casa tenía un gran ventanal que daba a una terraza con sillas altas y de asiento pequeño y cuadrado, mesas rectangulares con servilletas y un menú colorido con ofertas. Abajo había una recepción con una escalera que subía a la planta alta. Gastón entró y subió por la escalera. Arriba encontró una barra de metal con varios taburetes, dispensadores de cerveza tirada, y detrás de la barra, cristalerías con varias botellas verdes y azules de bebidas alcohólicas. Gastón pensó que un trago le vendría bien, así que se acercó y se sentó en uno de los taburetes y apoyó uno de los codos en la barra mientras miraba la terraza por encima del hombro. Miró hacia adelante y vio a un hombre, con la cara pálida, una camisa y jeans, que sin moverse lo observaba.

—¿Qué vas a tomar, Juan? —dijo sin acercarse a la barra.

—¿Qué hicieron con mi casa? ¿Y mi perra dónde está? —le preguntó Gastón.

—Deberías preocuparte por la chica.

—También, ¿dónde está?

El barman sonrió y sin adelantar el cuerpo alargó los brazos y apoyó las manos sobre la barra.

—Siempre contás la misma historia, Juan.

—¿Qué Juan? Digo, ¿qué historia? No me llamo Juan, soy Gastón.

El barman seguía con esa sonrisa altiva.

—Que te encontrás con Sara. Que se conocen. Toman un trago acá. La perdés. Vas a la casa. Ahí te enteras que es…

—Un fantasma —susurró Gastón—. Pero esa no es mi historia, yo preguntaba por Vanina, tuvimos un accidente en —Gastón señaló hacia el autódromo, a la vez, notó que el rugido de los motores había cesado—, La gran carrera.

—No conozco a la Gran Carrera, perdón. Tampoco a ningún Gastón. Pero a vos, Juan, sí te conozco. Te gusta pintar. A veces te ponés con nosotros un poco… persistente con algo, como decirlo, pero entendemos que sos una buena persona. Y te escuchamos. Y a mí me gustaría poder entenderte más. Y también entender lo que pasó con tu chica. —El barman señaló las paredes del bar. Habían conservado el retrato de Jimi Hendrix, el de Morrison y en el medio seguía colgada el cuadro que Gastón había pintado.

—¿Con Vanina? Sí, eso quería saber.

El barman seguía con esa sonrisa socarrona.

—¿Vanina? No conocemos a ninguna Vanina. Sara decía, Juan.

—No, no, no, usted está confundiendo las cosas. Yo —Gastón bajó la voz y miró hacia el balcón terraza— cuidaba a unos androides de la empresa Riviera que están en el garaje de ahí —señaló con el índice más allá de la baranda del balcón para remarcar lo que decía—, y esos androides contaban esa historia que usted dice.

El hombre ladeó la cabeza, quitó la mirada de Gastón por un segundo y luego volvió a mirarlo. Los ojos clavados en él parecían brillar.

—Vaya a fijarse.

Gastón sintió un ramalazo de miedo. Bajó la mirada y vio que el barman le había servido una media pinta. Bebió un sorbo y para parecer más decidido hizo sonar el vaso cuando lo posó en la barra. Luego dejó la silla atrás y avanzó con paso decidido hacia el balcón terraza. Primero apoyó las manos en la baranda del balcón, luego sintió que las piernas se le vencían, que iba a caerse. Decidió sentarse en uno de los bancos. Apoyó los codos en la mesa y se quedó mirando.

Enfrente ya no había más casas irregulares como antes. Lo que se veía era una pared que superaba en altura al balcón. Pero no se podía ver con qué elemento estaba construida la pared, que más bien era un muro que le tapaba la visión. ¿Otra fábrica?, pensó Gastón. ¿La van a inaugurar? Veía que la pared estaba totalmente cubierta por una lona negra que parecía un telón. Eso evitaba que se viera qué había sido del garaje con los contenedores y de las casas de los demás vecinos. Por la calle, los coches anticuados y los más modernos seguían su lenta ronda. Gastón miró hacia el final de la calle y le pareció ver una figura blanca, detrás de un árbol que nunca había visto en su cuadra. Le pareció como que la figura se había asomado y se había escondido. Pero no estaba seguro. Se dio vuelta, pensando que tenía que llamar a su perra a ver si aparecía. Pero no podía procesarlo todo junto, iba a preguntarle a ese barman qué era lo que había pasado con su cuadra. Miró hacia la barra pero estaba vacía. No había nadie detrás. El vaso de cerveza había quedado, así que se tomó lo que quedaba antes de animarse a descender.

Bajó los escalones, rápido, casi resbala en uno y cae, y salió al exterior. Todo seguía igual, al bajar del coche no había mirado hacia enfrente. No había visto esa lona enorme. No era uniforme. En los lugares en que se juntaba con los otros pedazos que tapaban lo que había detrás el viento se metía y Gastón pudo ver que era una pared de cemento. Pensó que Riviera había crecido, habían instalado otra planta ahí. Tal vez le habían puesto una cervecería en su casa para que estuviera más cómodo. ¿Quién sabe ahora cuántas réplicas habría? ¿De quiénes serían? Espero que se hiciera un hueco entre los coches que pasaban uno tras otro y cruzó.

Al pisar el cordón notó que no había zanja, no corría ningún agua por el desaguadero. Iba a acercarse para ver si podía descorrer una parte de la lona en el lugar donde estaba la entrada del garaje cuando unas palomas volaron (eran palomas pensó Gastón, ¿o serían los drones de su vecino revoltoso?) Vio que iban hacia el árbol. Y ahí cerca del árbol estaba la figura de una chica con un vestido blanco. Hierática, parecía esperarlo. Gastón miró hacia su casa, la cervecería mejor dicho, bajó los hombros y ubicó sus manos en los bolsillos. 

Caminó lentamente hacia la esquina. Mientras se acercaba iba notando que la chica parecía ser Vanina. Eso lo animó y sacó las manos de los bolsillos para caminar más rápido. Debía ser una broma muy cara todo eso, pensó Gastón. Pero Riviera debía tener los recursos para hacerla y no parecía una broma, él sentía que debía encontrarse con Vanina. Que lo estaba esperando.

Se detuvo cerca. La figura estaba demasiado quieta. Él había esperado que como en las películas ella se hubiera acercado hacia él, pero seguía ahí como atrapada por las sombras de aquel árbol. Vio que pestañeaba. Tenía las pecas pero se veían un poco menos, parecía estar un poco bronceada o se veía que se había maquillado. Por lo menos tenía una semi sonrisa. Gastón suspiró.

—¿Vanina? —preguntó.

La chica no respondió.

En ese momento la lona cedió. Retazo a retazo, desde los que estaban al principio de la cuadra hasta los que terminaban en el reencuentro de Juan y Sara estuvieron en el suelo. Sólo quedó el último retazo de lona para que no se cayera encima de la pareja. Juan no veía a otra cosa que a Sara. Pero el niño de los drones los había recuperado del poder de su padre y los estaba haciendo sobrevolar por la zona.

Uno registró que más allá de esa pareja que se reencontraba en una esquina para empezar una nueva historia, lo que la lona ocultaba era un muro de cemento. Y el muro de cemento quedaba dividido por una gran entrada con rejas altas negras, cerradas, y más arriba todavía, se podían ver un grupo de pequeñas casas de cemento y luego un retazo verde con muchas pero muchas cruces.

Juan avanzó, dubitativo, hacia la chica vestida de blanco.

Fin.

Música para acompañar el final:

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 8. Final.

…Pero creo que fue así como en verdad ocurrió lo demás:

Mi hermano fue visto por don Trefe, el dependiente bajaba la persiana de su negocio cuando lo vio pasar con la mirada perdida y una carretilla vacía.

También por Kaufman, que sentado en un bar tomaba el primer trago de la noche y se extraño al ver la expresión rígida de su antiguo empleado. Me comentó que parecía un sonámbulo con una misión que cumplir.

Hay muchos otros que dicen ahora que lo vieron; yo no les creo, me parece que engañan a sus nietos al inventar que fueron testigos del bautizo de este pueblo.

El diario deja claro que nunca iba a permitir que nadie viese su cuerpo sin vida. Cuando decidió matarse, recordó las cosas que contaban sobre el cuerpo de mi madre. Entonces se acordó del ancla y también del nombre que había pensado para el pueblo.

Es un misterio cómo hizo para empujar la carretilla con el ancla hasta la punta de la casi interminable escollera que denominamos Lengua. ¿Qué otra persona que no estuviese dominada por un espíritu conmovido habría podido siquiera moverla de ahí?

Al llegar, rodeó su torso con la cadena del ancla y arrojó la carretilla al vació. Desde un bote dos pescadores, que como había mejorado un poco el tiempo trabajaban cuando un ventarrón los había acercado peligrosamente a la escollera, lo vieron caer. Reconocieron a mi hermano, lograron alejarse de las piedras, y al ganar la playa fueron a la comisaría a contarle a Falcón.

Después, los seguidores de Schlieman denunciaron que nunca habían encontrado el cuerpo, que los dos pescadores, borrachos a esa hora, no eran buenos testigos, que mi hermano podía no ser el inventor del nombre del pueblo. Hasta dijeron que yo había encargado el asesinato de mi hermano y lo tapaba con la historia del suicidio.

Algunos hechos no pueden negarse.

¿Dónde fue a parar el ancla del humilladero?

¿Quién escribió la palabra que ahora repetimos para referirnos a nuestro pueblo?

Quién si no mi hermano era el más adecuado para expresarse de este modo.

La palabra, lo irrefutable, la palabra encontrada en nuestro incompleto cartel de bienvenida, escrita en la madera con el azul de las piedras marinas del cantero que, humedecidas por la continua lluvia, sirvieron de pluma al verdadero fundador de nuestro pueblo.

Y así es como venimos a llamarnos DESESPERACIÓN.

FIN.

Adrián Gastón Fares.

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Suerte al zombi. Novela completa. Índice.

 

Sobre el autor:

Escritor y Guionista. Director y Productor de Cine.

Bio:

Fares, Adrián Gastón (28 de octubre de 1977, Buenos Aires, Argentina) Egresado de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Creció en Lanús Oeste, Buenos Aires, donde escribió su primer novela influenciada por el cine y el terror fantástico: ¡Suerte al zombi!
Luego fue crítico de cine de la pionera revista online Cineismo y fue seleccionado para una Clínica de Obra literaria en la Universidad de Buenos Aires por su novela corta El sabañon. Esta novela inauguró un blog de cuentos, notas y poemas que lleva más de doce años en línea, primero llamado El sabanón y luego adriangastonfares.com
En 2016 fue seleccionado por su guión de película, Las órdenes, para el Laboratorio Internacional de Guión (Labguión, Programa Ibermedia)
Escribió Gualicho (Walicho), que ganó el concurso Internacional de Cine Fantástico Blood Window Película de Ficción INCAA, con un jurado conformado por los directores de los festivales de Sitges, San Sebastián y periodistas de medios como SeriesMania y Variety. Acaba de desarrollar su segundo guión de película de terror fantástico llamada El señor del tiempo (Mr. Time)

También es reconocido por crear y dirigir el cortometraje de terror Motorhome, Entre nosotros, y ser el guionista, productor y director (junto a Leo Rosales) de la película rockumental argentina Mundo tributo. Este film fue programado en festivales de cine de todo el mundo (México, Brasil, Colombia, EEUU, Francia, España, India, Chile, Argentina) y adquirido y exhibido por Cine.ar, Canal Encuentro, In Edit, Mtv Brasil, entre otros medios.

Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición, sordera de origen congénito, tratada con audífonos.

Más información sobre su actividad cinematográfica:

http://www.corsofilms.com/press

 

Intransparente. Capítulo 6, final de la Segunda Parte.

6.

Al otro día, mi amigo del cursor y las palabras estaba deshauciado.

No era su padre ahora el sospechoso, no era su padre el abatido. No era su padre el que había caído. Tampoco él.

Era Martín, su hijo. Esta vez no corrían tan rápidas las palabras que se iban formando en el mensajero.

Salvo cuando copiaba y pegaba.

Martín, nunca me lo había dicho, se estaba quedando ciego (ni cuando habló de Andrés el ciego que tenían empleado en la empresa de audiolibros aceptó que su hijo, al que me quería enganchar, había perdido la mayor parte de su vista) Antes de ir al Amazonas, y ahora cerraba más todo, tuvo que sacar el certificado de discapacidad, y aceptar unos tratamientos en los que le pinchaban los globos oculares. Momentáneamente, y acompañado por esa empresa más parecida a la que siempre quizo realizar su abuelo, y también sintiéndose enamorado de una chica (la que quedó en el Amazonas con el cuasi chamán, Fernando, me dijo Elortis) su hijo se sintió más seguro y olvidó un poco esa problemática.

Ahora bien, en los últimos días su hijo se arrancó de la cercanía de los fuegos mapuches, en la bella Nonthue, para ser internado por su propia decisión en una clínica mental cercana, en San Martín de los Andes. No quería que lo visitara le había escrito. Simplemente no había tolerado lo que ocurrió.

¿Qué era, Elortis, por favor? Contá las cosas más rápido. El tiempo se nos acaba, le hice notar.

Resultó que la chica del Amazonas, Bonita (se llamaba Vonisol, pero bueno le decían Voni o Bonita) le había escrito un email a su hijo Martín. Parece ser que se había cansado del viejo de la selva. En realidad ya venía escribiéndole desde antes. Martín había quedado shockeado por esa separación tan singular y no se animaba a escribirle, aunque había tratado de que supiera de ese shock a través de terceros. Pero ella le había escrito un e-mail, dos meses luego de que se separaran.  Figuraba lo siguiente de esta manera:

Hola Martino (ella le decía Martino a su hijo, cariñosamente, parece) Te pido perdón, nunca fue mi intención lastimarte. Como vos bien dijiste, tuvimos dificultad en la comunicación, la percepción y la comprensión y eso acarreó que no pudimos protegernos. Fallamos como pareja pero no significa que no nos divertimos y pasado bien (copia textual, decía Elortis) el tiempo que estuvimos juntos. Yo no estoy enojada con vos, sino al contrario, te aprecio por todo lo que compartiste conmigo. Espero que estés mejor y te deseo todo lo mejor. (Te escribo con una flor en la mano, no sé qué variedad es, Fernando tampoco lo sabe)

Este e-mail amable y dentro de todo esperanzador, medio mal escrito, pero se entiende, son e-mails de finalizar una relación, de algo que termina y deja estelas, decía Elortis, no representaba una amenaza para Martín. Parece ser que pasado el tiempo, Martín se había empecinado a hacerle saber por terceros a Bonita que había actuado mal engañándolo con el viejo chamán. También le dijo que él nunca había creído que enterrar un cuerno de vaca en la humus terroso podría fortalecer la fertilidad del suelo y que estaba en total desacuerdo con esta cuestión con el viejo Fernando. Agregó que creer en eso no hablaba bien de la salud mental del viejo. Se lo contó a una amiga en común que tenían que llegó hasta la selva y entregó el mensaje, no sabe cuán bien decía Martín, dice Elortis.

Ahora, tanto tiempo después, le había llegado otro email, pero acá Elortis dice que hay que diferenciar e-mail de carta por extensión, en esta carta felicitándolo porque había seguido adelante con sus viajes por selvas y bosques. Pero la carta cambiaba de tema abruptamente para expresar lo siguiente.

Aprovecho esta ocasión para aclararte que no quise seguir viajando con vos, porque siempre sentí que no nos entendemos. Y esa incomunicación, más teniendo en cuenta que estábamos en la selva, un lugar donde la comunicación debería fluir mejor, me generó un desgaste mental y físico. Sos una persona muy complicada de tratar; sos obsesivo, autoritario, pero lo peor es cuando te ponés violento porque no podés controlar la situación (como cuando te dije que Fernando era una buena persona, que nunca haría daño a nadie)

Al principio de la relación, en Buenos Aires, pensé que era cuestión de adaptación, porque yo estaba estudiando y trabajando, y eso te irritaba porque para vos era poco el tiempo que le podía dedicar a la relación. Los sábados trabajaba todo el día y me parecía lógico que de vez en cuando estabas malhumorado. Yo estaba agradecida que aun así me tenías paciencia y que querías estar conmigo.

Las cosas fueron avanzando, y yo, decidí viajar con vos, porque insistías que te hubiera gustado cumplir los sueños de tu abuelo, Baldomero. Muchas discusiones tuvimos en nuestro camino final al hogar de Fernando y siempre la única manera de tranquilizarte era hacerlo a tu manera. Eso me hizo sentir que no me comprendías y que no querías compartir las cosas con una persona porque siempre tenía que ser como vos decís y hacerse como vos lo hacés. Mi rol en tu vida no era más que una muñeca de trapo ya que no podía NI opinar de qué caminos íbamos a tomar para llegar a nuestro destino, ni hablar de nuestro destino como pareja.

Aun así, estaba al lado tuyo porque te quería, porque sabía que esta relación era muy compleja por tu problema de ceguera. Durante todo ese tiempo tuve que tener mucha paciencia para comprenderte y entender que sos una persona egoísta, poco observador de la realidad, obsesivo y astuto solamente para lo que te conviene, es (sic, dice Elortis) porque está relacionado a estas cuestiones sin resolver.

Pero Martín (Bonita dejaba de hablar con el sobrenombre que le había puesto, mala señal, dijo Elortis) el gran problema por la (sic) me alejé de vos no es por tu visión reducida, ni siquiera por si tenés o no un trabajo fijo y estable (siempre me hacías notar la diferencia de poder entre Fernando y vos; Fernando siempre pudo subsistir curando almas y plantando manzanas con el dinero de su padre, antes; eso es lo que aprecié en el momento decisivo) Creo que sabés bien cuál es el problema y no lo querés aceptar. Porque enfrentar problemas requiere mucha valentía y fuerza de uno mismo, y en general, es más cómodo estar metido en tus problemas que salir de ellas (sic, aclara otra vez, Elortis).

Yo tuve la paciencia, hasta traté de ayudarte a aliviar de alguna forma tus problemas (¿te acordás cuando te dije que vayas a un psicólogo de la escuela del gran Rudolf Steiner o que tengo el corazón puesto en la biodinámica?; bueno, no quisiste aceptar eso)

Pero fue mi error. Vos nunca quisiste salir de ese espacio cómodo. Aunque insistiera en aprender de lo que a mí me gustaba.

Y cuándo te enfrentaba en la selva diciéndote eso, que no querías alejarte de tu espacio cómodo, aunque estuvieramos en un lugar tan grande, o que quería pasar la noche con Fernando, te molestaba mucho, porque sabías que significaba que no podías controlar más la situación conmigo.

Entonces, tu última opción fue controlarme a través de la violencia física. La primera vez que me agarraste del cuello, aunque no veías bien y tal vez quisiste agarrarme la boca para que dejara de gritarte, como dijiste, fue controlarme a través de la violencia física. La primera vez que me agarraste del cuello pensé que esa situación iba a ser la única. Un momento de descontrol y nada más.  Pero resultó que se repitió tres veces (si es que no hubo muchas más)

Cuando pasó la segunda o la tercera ya no quise estar más con vos, pero como sabía que estabas en una situación vulnerable pensé en aguantar de decírtelo hasta que llegáramos a otro destino en nuestro viaje. Que no te sacaras de quicio por cualquier cosa. Quería que se terminara esa pesadilla en la selva.

La situación se fue al carajo, creo que me quisiste matar una vez que me agarraste el cuello mientras te gritaba que eras un inútil y que no podía ser que no vieras lo que yo era y tampoco lo que era Fernando y sus seguidoras. Su hermosa alma.

El día que yo te clavé las uñas y el otro que vos me doblaste la mano me perdiste completamente porque dejé de confiar en vos. La situación se fue al carajo y decidí aceptar algo que venía creciendo en mí mucho tiempo. El ser libre con los demás. Abrazar la biodinámica de Fernando, gran discípulo de Steiner (incluso en las cartas astrales que armaba él me advertía sobre lo que pasaría)

Repito, necesitás ayuda de un profesional. Yo no creo en este momento poder darte la ayuda que tal vez necesites. Por eso espero que sigas yendo al médico (en realidad no te vendría mal tomar antisicóticos; tal vez seas como el de Una mente brillante, como ya te dije una vez, sabés que me gusta Rusell Crowe). Seguir manteniendo esa posición de que el causante de estos problemas y la separación era el estrés de la selva y tu ceguera incipiente que no te dejaba ver, es ignorar la verdadera causa e ignorar todo lo que sufrí este tiempo.

Separarme de vos y de todo lo que estábamos haciendo juntos, fue muy difícil, pero lo que aprendí y viví con vos, siempre va a estar conmigo. Por eso, a pesar de todo lo que pasó, siempre voy a estar agradecida por abrirme tus puertas y por el viaje que emprendimos sin saber cómo iba a terminar.

Te deseo lo mejor con mucha fuerza.

Elortis estaba casi tan devastado como su hijo. Martín no pudo procesar como la carta lo había llevado, con esa narración tan fría, a hacerlo sentir la peor persona del mundo, un nefasto, un violento por naturaleza que había intentado tomarla del cuello mientras ella, contaba Martín, le gritaba que él no sabía cómo plantar una batata en la plantación que habían improvisado con el viejo Fernando o una de los naranjos que él creaba.

Era la misma manera que tenía de tratarlo Baldomero a él, agregó Elortis. Igualito.

Para Martín, que confesó que seguía amando a esta chica hasta que llegó la carta, porque añoraba el verde que se iba volviendo oscuro ante sus ojos, los loros amazónicos y todo lo demás colorido que había visto y cada vez menos veía, y que ya iba a terapia, la carta lo había afectado muchísimo.

Mucho tiempo después me enteré que Martín, que nunca había sido violento en su vida, según refrendaba su padre en las últimas conversaciones, terminaría suicidándose colgándose de un árbol, oscuro, opaco, helado, en San Martín de los Andes. En las declaraciones a los medios, Elortis admitió que su hijo le pedía la eutanasia desde Neuquén. Que él había tenido que explicarle que en este país no existía y que recién se estaba empezando a tratar el tema. No estamos en Holanda, Martín. Y que no podía contrariar la decisión de su hijo de no poder sobrellevar la ceguera más el contexto o entorno duro que había tenido. Lo sentía mucho por la madre de su hijo, Miranda, declaraba, que todavía no caía en lo que había ocurrido.

La carta la había enviado su compañera de la selva, recalcó Elortis en la charla en que me copió lo que le copiaba desesperadamente su hijo. No era una persona cualquiera para Martín. Después de todo, él era psicólogo, y le parecía que el e-mail que, por lo menos, era raro. Y había sido enviado por Bonita desde Nueva York.

Ese día, aunque nunca hubiera previsto el final de Martín, fui yo la que humedeció la almohada, pensando en mi amigo y en su lastimado hijo. Y en la mitad de la noche, mientras mi madre dormía, me deslicé descalza por el parquet del living, con una remera y un short, para salir al pasillo de mi edificio y recorrerlo hasta el ascensor.

Iba a ir a buscar a ese hombre porque estaba segura que podía ser capaz de evitar algo inmitente. Incluso bajé así en el ascensor, dispuesta a preguntarle la dirección exacta cuando alcanzara la calle, pero algo me detuvo.

En la mitad de mi caminata, noté que estaba casi desnuda, que el short era mi ropa interior y no short, que la remera era transparente y se me notaba todo. Me vi en el espejo grande del hall del edificio. De cuerpo entero, alta, morocha y flaca como era. Mi cuerpo. Mi cara.

Inmediatamente, giré y corrí hacia arriba por las escaleras para aminorar la velocidad y sigilosamente volver a mi cuarto mientras un viento repentino abría las hojas de una de las ventanas. Y ahí volví a correr hasta encerrarme en mi cuarto. Donde me ovillé al lado de la puerta. Luego, me tranquilicé y pude arrastrarme a la cama.

Cuando quité las sábanas, salió volando una damisela, o caballito del diablo, azulado, iridiscente. Seguramente el viento y la tormenta que se acercaba lo habían perdido en la oscuridad. Me tapé la cara con la sábana ligera, mientras, sudada, lo veía alejarse, a través de la tela, desenfocado y brillante como si fuera una luciérnaga, volando hacia el cielo raso. Al otro día, no pude encontrarlo.

Pero esa noche soñé que el insecto era mucho más grande, con el cuerpo esponjoso y de color púrpura, y que volaba desde la ciudad hasta el bosque de árboles y que el resplandor que generaba entre las cortezas y las hojas hacía que, por vez primera, algunos de los árboles transparentes, incluso los más lejanos, se descubrieran, se comunicaran, a través de una intuición y un alfabeto que nadie más podía entender.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 12 / final de la Primera parte.

12.

Muchas cosas intrigaban a Elortis, en especial las que le hacían pensar que había posibles conspiraciones para captar su atención. Por ejemplo, le parecía raro encontrar, por esos días, canciones enteras grabadas en su contestador. Primero, Sultans of swing, y después una canción más rebuscada, ochentosa, de Carly Simon, llamada Coming Around Again. A veces música electrónica, pero cuando era música electrónica era menos interesante porque no podía reconocerla, para tratar de interpretar qué le habían querido decir con el título; y ni siquiera tenía letra. La de Carly Simon la adivinó, era la canción de una película que se llamaba en castellano El difícil arte de amar. Aunque había pensado que el que actuaba era Robert De Niro, cuando en realidad, según averiguo en el IMDb, era Jack Nicholson. La confundía con otra en que los amantes se cruzaban en el subte. A ésta la había visto solo en un cine. Y Miranda le había contado que la vio en televisión, antes de conocerlo, con su tío. Tal vez en un hotel alojamiento, pensaba Elortis.

Sin embargo, él sabía que, por suerte, no podía ser Miranda la que lo hacía escuchar temas completos en el teléfono. Sospechaba que lo de música electrónica era el encargado de relaciones públicas de un boliche, por el que a veces pasaba con Romualdo, que estaba implementado una técnica de marketing de persuasión subliminal. Para él, ese mismo tema lo pasaban en el boliche, y así le recordaban a los clientes, que tenían en la base de datos, que esa noche se dieran una vuelta por el lugar.

Otro día me salió con que para él Sofía, la bailarina o stripper, nunca estaba claro, era una asistente social, como él hace años atrás con ese chico, Andrés, enviada por el Gobierno de la Ciudad para estar al tanto de lo que hacía encerrado en su departamento. Para él existía la posibilidad de que nuestras charlas en Internet fueran leídas por funcionarios que desconfiaban de él porque sabían que hablaba con una chica tan joven, casi una menor. Lo decía medio en broma, agregando unos jaja que ahondaban el carácter obsesivo y patético de sus palabras. ¿Qué stripper andaría buscando libros por Recoleta? Cuando se veían llegaba siempre tarde, como si fuera más una obligación (que cumplía con mucho placer, se preocupó de aclararme Elortis; siempre tan arrogante) que una decisión propia. También podía ser que Sofía adivinara el día que la conoció en Avellaneda, por su mirada de perro, la difícil situación que estaba pasando y, como era una chica de buen corazón, decidiera ayudarlo.

No pude evitar comentarle que para mí llegaba tarde porque atendía a sus clientes, perdón Elortis, o tardaba en vestirse cuando bajaba del caño. A Elortis le parecío raro que el bailantero le pidiera que la llevara, mucha casualidad decía. La policía pasaba siempre por la zona donde trabajaba Sofía, y él había escuchado que encargaban trabajos a civiles que cambiaban por otros favores, como dejarlos hacer su actividad ilegal sin molestarlos, o no enviarlos de vuelta a sus países si eran extranjeros indocumentados. Las ciudades estaban cada vez más controladas en el mundo, y no eran cámaras las que nos seguían sino personas que interpretaban nuestros actos según modelos de conducta sociales… Claramente, las sospechas sobre el pasado de su padre lo estaban trastornando.

Una de las razones por la que pensaba que Sofía era una enviada para controlarlo era que trabajaba en Recoleta, cerca de donde había vuelto a ver al hombre de equipo deportivo. Se preguntaba qué hacía sentado en la vereda de un bar de la calle Quintana, oteando el horizonte, palabras textuales de Elortis, a las cuatro de la tarde. Él apuró el paso hasta la avenida Alvear. Igual, le gustaba caminar rápido, decía que le hacía bien a sus piernas, que eran lo menos que ejercitaba en el gimnasio. La frutilla del postre era que cuando volvió a su edificio, treinta cuadras atrás, encontró a su amigo de gorra —¿la tendría pegada a la cabeza?— y jogging sentado en el sillón de la recepción. Justo entraba una vecina con sus dos nenes, y Elortis los empujó para subir corriendo por las escaleras.

Después, otro día, me reveló que si salía a caminar un poco, a las dos cuadras volvía a paso rápido para evitar que el hombre de gorrita violentara la puerta de su departamento para revisarle los papeles. Aunque sabía que estaban atrás suyo por algo, a ciencia cierta no podía saber a qué se debía. Tal vez temían que en un próximo libro ventilara algunas conexiones. Mal que mal, él era un escritor que había tenido algo de exposición. Algunos periodistas se interesarían en su nueva obra. Por eso prefería andar con cuidado, y pasar los días en su departamento, conversando conmigo o respondiendo a los vendedores y encuestadores telefónicos que lo llamaban.

Eran el colmo para Elortis; unas personas sin alma tomaban esos trabajos dañinos y se dedicaban a arruinarle las tardes a los muy jóvenes, viejos, o desempleados, o que trabajaban en sus casas, con todo tipo de preguntas y propuestas molestas; cuando no llamaban los del servicio telefónico para ofrecer alguna promoción fantasma, por la que te podían tener media hora, eran los bancos que ofrecían seguros por accidente o muerte, seguro que a usted le preocupa el futuro de sus seres queridos, o, directamente, los cementerios que ofrecían sus parcelas porque, aunque todavía es joven, conviene tener en cuenta todas las posibilidades.

Las encuestas de rating eran lo más digerible porque al ser electrónicas, grabadas, uno no pensaba que era una llamada importante y cortaba al instante. Pero más seguido escuchaba la voz, no menos mecánica, de esos agentes encargados de vender cualquier cosa a cualquier precio. La frialdad de una persona que llamaba a la tarde para ofrecer una parcela en un cementerio a otra, encima en esos cementerios que parecen una escenografía del paraíso, era el signo, para Elortis, de que existía la maldad encarnada en el mundo. Y los de las encuestas de ingresos: ¿querían que les contara que pagaba las expensas del departamento donde vivía con lo que sacaba del alquiler del de su padre? Prefería a esos personajes sospechosos que habían aparecido en su vida antes que las voces en el teléfono. Y eso que estaba seguro que a Sofía le gustaban más las mujeres que los hombres. Por eso mismo era tan buena en complacerlo.

En fin, para mí toda esta desconfianza, estas vueltas, solamente demostraban el miedo de Elortis a relacionarse con la gente. Se ve que, en el fondo, me animé a comentarle, él nunca había confiado en Miranda, ni en su padre. Sin embargo, él estaba seguro que sus sospechas eran fundadas, por lo menos en esencia, agregaba… Nunca hay que subestimar las intuiciones que tenemos; ya decía su padre que era lo más parecido al lenguaje adámico. Para darle una nueva meta a su vida, como él quería, primero tenía que entender al mundo, buscarle el dobladillo, y sostenía que cuando uno empezaba a hacer eso, a salirse del camino que nos tenía preparado la sociedad, aparecían estas casualidades sutiles que nos obligaban a definir una forma de pensar, y por lo tanto, de actuar; Orson Welles decía que el que no sabe bailar le echa la culpa al piso, y así le había ido. Muy bien al principio, y después lo habían abandonado, aunque era un genio.

por Adrián Gastón Fares.

 

Kong 25.

Querido Adrián

Entiendo tu preocupación por tu tía, tu abuelo, que hayas eliminado lo escrito incluso por temor al pasado y sus formas, pero no hay manera de arreglar ciertas cosas ni con una máquina del tiempo, que dicho sea de paso hasta ahora no han dado señales de vida.

Y tu mensaje me caló tan hondo que he decidido contarte la verdad. Ya era hora, de cualquier manera.

No soy un hombre del futuro.

No me llamo Von Kong.

Nunca tuve en mis manos una impresora Rivera.

Tal vez tenga el poder de leer tu mente. Te conocí desde que eras muy chico.

Soy médico. Mi especialización: otorrino. Pertenezco a un grupo de médicos que no hacemos lo que tenemos que hacer, con fines científicos (y admito que a veces recreativos)

Simple. Deduje tu pérdida de audición desde que leí como naciste en esa clínica en el barrio de Once. Me las arreglé para que te trajeran a mi consultorio cuando ya tenías cinco años.

Para eso tuve que dejar afuera del camino a otros médicos de este grupo secreto de experimentadores.

Una vez detectado tu problema y confirmado que hasta tu adolescencia el límite entre escuchar o no seria difuso opté por dejarte sin tratamiento.

Archive tu defectuosa audiometria y tu fantasmal potencial evocado.

Quise ver qué pasaba con tu adaptación. Hasta dónde llegabas para descubrir la verdad. Y como llegabas. Cuantos golpes te darías. Que pasaría con tu gente cercana. Como irían actuando ellos. Sabia que el Estado no te serviría de nada, así que que agradeceme que no te metí en trámites molestos desde temprano.

Hace poco coincidimos en un bar céntrico. Tocaba un DJ. Yo te observaba desde mi mesa. Noté tu cara tensa ante los ruidos fuertes amplificados por los audífonos, tu urgencia de salir de ese lugar luego de una hora de charlar con tus amigos. Pensé en cómo te estarías sintiendo. Y te compadecí. Nunca sentí nada parecido en mi vida.

Esto va con doble copia, una al Colegio de médicos para que me quiten la licencia (voy a sacarle su licencia para matar, dice una canción de Bob Dylan)

Ya estoy viejo, de cualquier manera. No tanto, todavía puedo jugar al golf con estos médicos amigos a quienes les importa poco y nada los procedimientos formales como a mí.

Nunca existió una Taka. Es el personaje femenino de un personaje de la película El último samurai. Ni yo sabía de donde había sacado ese nombre hasta que di en el cable Premium con una emisión de dicho film.

Nunca tuve a ningún No ser que eliminar o apresar.

No existen.

A raíz de una nota en una revista de divulgación científica creé ese mundo de impresoras genéticas. Craig Venter fue una inspiración.

Te escribí para darte confianza todo este tiempo. Que pensaras que eras un elegido por un detective del futuro. Creo que nunca lo creíste del todo, pero espero que haya mitigado la falta de un tratamiento adecuado. No siempre pude mantener el sentimiento de culpa a raya.

Hay una teoría que dice que todo nace de la culpa. Así nació Von Kong.

También te he enviado alguna que otra ayuda, gente de mi comunidad que te acompañó un poco; ya no están ni deben estar porque están atendiendo otros de mis conscientes deslices.

No sos el único con el que he experimentado.

Lamento tener que decirte la verdad recién ahora.

Tomo la precaución de no decirte mi nombre real para que no me persigas.

Cuelgo mi guardapolvo y pienso dedicarme a mi esposa y a mis tres hijos.

Espero que dejar mi profesión sacie tu sed de venganza si es que la hubiere.

Pronto te llegará una caja de cartón con todos los libros de ciencia ficción que he leído para crear a Von Kong y su pequeño mundo.

Agradezco que hayas contestado mis misivas. Que hasta me hayas pedido que conteste una encuesta por vos. Me he divertido un poco con la culpa.

Von Kong está vacante de ahora en más. En algún lugar de mi neuronas sigue persiguiendo a No seres que el mismo ha creado.

Si en tus sueños te diriges a esa Buenos Aires de colores, de un futuro lejano, donde un hombre persigue a las mascotas desmadradas y monstruosas de la ciudad con su ayudante No ser oriental llamada Taka podes tomar la forma de Kong. Incautar Impresoras Riviera.

También admito que me harías un favor olvidándolo todo.

He redactado un informe sobre tu vida. Lo he dejado en mano de una colega.

Por supuesto, tu nombre no está escrito en esas hojas.

Te he protegido. No soy tan desalmado.

Siento que, en parte, eres mi creación.

Pero como en este tipo de historias, te has terminado rebelando; te has proporcionado por tu cuenta lo que yo no quise darte.

Creí que te ibas a perder mucho antes. Que al descubrir la verdad te vendrías abajo como un edificio cuyas columnas son de goma. No tuve en cuenta entonces el poder de la elasticidad.

En el futuro tal vez reconozcan mi trabajo de investigación.

Eso espero.

Otra cosa no me importa.

Estoy conforme con mi trabajo.

Hasta siempre,

Doctor E

Maestre 15

06 de Febrero de 2019

 

Kong Completo – Índice

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Kong 2

Kong 3

Kong 4

Kong 5

Kong 6

Kong 7

Kong 8

Kong 9

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Kong 23

Kong 24 (no publicada en blog)

Kong 25