25.
Sus amigos estaban acorralados por esos hombres con gorras y pistolas que reflejaban el frío y potente alumbrado de las calles. A través de la neblina, observó que resaltaba el buzo amarillo de uno y la campera deportiva celeste y blanca del otro. Detrás de los hombres había una mujer pelirroja con el pelo lacio corto a la altura de los hombros, jeans y un delantal blanco.
—Abrí la boca —gritaba el de buzo amarillo.
Silvina abrió la boca. La mujer se acercó a ella.
—Muy bien, nena —dijo la mujer.
Alguien le tocó el hombro. Ersatz se sobresaltó y giró la cabeza.
Gema estaba detrás suyo, sentada con las piernas cruzadas y la escopeta arriba. Escribía algo en el celular. Notó que estaba nerviosa porque intentaba separar los labios. Tenía las órbitas de sus ojos tan abiertas que su frente parecía sobresalir más de lo común.
Un líquido incoloro cayó de la nariz de Gema y terminó en la pantalla del celular. Así y todo, Ersatz lo tomó.
Eu je nistas. Dicho Ha Roger.
Decía.
Nasionalestes.
Había escrito más abajo.
Ersatz asintió. Se asomó y vio que la de delantal se había inclinado y tenía las manos hundidas en el pelo de su amiga.
—Miren lo que encontré.
La mujer sostenía entre los dedos algo que brillaba en la punta. Ersatz se dio cuenta de que era un audífono.
—Perdón, pero en la situación en que estamos dos es un lujo. —Se volvió para mirar a los dos hombres—. El hijo de Clara está de suerte.
Qué hija de puta, pensó Ersatz.
Se volvió para mirar a Gema. Tenía el dedo índice pegado a los labios, que ahora bajo la luz potente se veían sin separación. Eran unos vestigios de labios, sólo pliegues, débilmente marcados y sin arrugas. En la nariz podía verse de vez en cuando la sombra de algo blancuzco, que parecía ser un cartílago. Aunque eso no importaba ahora. Ersatz escuchó:
—A ver, el marica este… —dijo el tipo de campera blanca y celeste.
Obligó a Manuel a abrir la boca. Su amigo se abalanzó sobre el tipo. Resonó un disparo.
Ersatz vio a Silvina correr por la calle, hacia la avenida San Martín.
La de delantal blanco salió tras ella, también hacia la avenida, y los dos hombres clavaron la mirada cerca de Ersatz, en la mitad de la calle.
No escuchó ningún ruido, pero vio a Gema que avanzaba por la calle con la escopeta en alto. Resonó un disparo. El chasis de la camioneta rechinó. Gema disparó a su vez. Ersatz se ovilló detrás del parachoques. Luego, tomado de la chapa, se volvió a asomar.
Gema apuntó y volvió a disparar. Le dio de lleno al de buzo amarillo en el pecho. El otro volvió a apuntar, la tenía en la mira a Gema que estaba a su vez avanzando mientras recargaba la escopeta y se disponía a dar otro disparo.
En el cruce de calles apareció una figura negra corriendo y se arrojó contra el de campera deportiva.
La pistola voló, cayeron los dos y rodaron por el suelo.
Ersatz vio que el hombre de campera deportiva escapaba hacia la avenida. El que había aparecido recogió la pistola, lo siguió y disparó desde la mitad de la calle.
El de campera deportiva cayó en una vereda. El hombre que había aparecido seguía teniendo el arma en alto. Ersatz vio que era el de polar negro, que movió el brazo como si gatillara otra vez, pero no se escuchó nada. Luego arrojó el arma lejos.
Ersatz salió de atrás de la camioneta.
Gema ahora estaba al lado del que había abatido. Más allá, el hombre de polar negro traía hacia ella, arrastrándolo de los pies, al que había matado.
A lo lejos, Silvina había desaparecido. Tampoco había rastros de la mujer de delantal blanco.
Los disparos habían intensificado los zumbidos en los oídos de Ersatz. Así y todo, mientras veía como Gema y el hombre de polar negro se doblaban sobre el cuerpo del hombre de buzo amarillo, Ersatz se llevó la mano a los botones de control de sus audífonos para subir el volumen.
El gruñido que quería salir del pecho era claramente audible entre el silencio. Sonaban los dos al unísono, como si fueran gatos gigantes ronroneando.
En un momento, Gema dejó el cuerpo del primer abatido al de polar y se acercó al cuerpo de Manuel. Por un segundo, lo miró a Ersatz con la cabeza torcida y luego se agachó.
Aparecieron los otros, la mujer de rodete y los gemelos. Parecían una manada distribuyéndose los cuerpos para saciarse cuanto antes. Por lo que Ersatz sabía, eso iba a llevar tiempo.
Los gruñidos ahora eran un sonido grave que seguía creciendo hasta acariciar los oídos de Ersatz. A diferencia del sonido molesto de los disparos, este sonido, un grito de parto encajonado, lo llenaba de una ternura que en ese momento necesitaba más que nunca.
La mirada clavada en él de Gema lo había dicho todo. La calma que producía el ronroneo conjunto de los serenados no logró evitar que un nudo se le formara en la garganta por Manuel. Sintió bronca.
Caminó hasta la escopeta abandonada en el suelo, la agarró, vio que Gema, con la cara deformada y manchada de sangre lo miraba otra vez y luego, como si confiara en él, volvía a su tarea de pegar su cara contra el cuerpo de Manuel.
Ella y uno de los gemelos estaban sobre el cuerpo de Manuel y los demás inclinados sobre los otros. Ersatz siguió caminando hacia donde se había perdido Silvina. Tenía que tener cuidado porque la mujer de delantal podía haber pedido refuerzos, se dijo.
Pensó que los eugenistas habían creído que los serenados estaban débiles por la lluvia, esperando otra vez que salga el sol para poder alimentarse. Ellos tres les habían dado las fuerzas que nunca habían tenido cuando en los días oscuros los atacaban.
Mientras volvía a lloviznar, intentaba avanzar sin que la escopeta se deslizara de sus manos temblorosas.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.