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La llorona vs. Kong.

Esta carta, firmada por el inspector de biogenética de Impresoras Riviera INC., el agente Von Kong, me llegó un día de primavera de 2017.

Querido Adrián,

Estuve repasando la cinta que nombraste. La proyecté en mi oficina durante una tarde lluviosa. El futuro no es así. Acá hay mucho verde, ya te lo dije, parece más una selva. Lo que sobran son animales, No-seres y plantas. Los androides son tercermundistas. La inteligencia artificial es todavía demasiado artificial. La siesta de los androides no pasó de las letras impresas y de los números proyectados.

Aquí casi no se puede caminar de tantas aves que hay. Cuando la gata de la vecina las atrapa, desparraman sangre y maíz por todos lados. Sangre mezclada con granos de maíz. Puaj. Las redime de un zarpazo.

Por otro lado, te informo que la carne de No-ser no se puede comer, presenta algunas alteraciones en su ADN que pueden ser peligrosas. Así que, más allá de que yo estaría en desacuerdo con que los No-seres, en sus manifestaciones más asimilables, como animales, sirvieran de alimento, los humanos se siguen alimentando de lo mismo. Por suerte, no proliferó el proyecto de ley que quería fomentar el consumo de animales carnívoros. La hipocresía sigue siendo moneda corriente. Hasta hubo criaderos de leones, tigres, y zorros. Pero los defensores de los animales lograron liberarlos y desalentar a sus impulsores.

Vos que decís de llorar. Y bueno, nuestros tiempos se entrelazan. Tal vez te imagines cómo son las cosas. Hay muchos libros. Hay libros que cuentan leyendas. Hay seres que sólo aparecen en esos libros. O mejor dicho, que solo aparecían en esos libros hasta que Riviera lanzó sus impresoras biogenéticas.

Pensá un poco.

Mirá.

Un ruta en la noche. Quices, liebres, mulitas que se cruzan. Búhos blancos en los alambrados. Un conductor, un joven, cabeceando. Su novia tratando de mantenerlo despierto. Vuelven de una fiesta de la costa bonaerense. Los autos tienen piloto automático, sí. Pero algunos prefieren los cambios manuales. Son más las actitudes vintage que lo remanente.

En la mitad de la ruta aparece una mujer con un bebé. El conductor no llega a frenar. La embiste. Descarrilan. Bajan del auto, desesperados y magullados. Un niño acostado sobre una rama como si su lánguida mano fuera un arborescencia más lo observa todo. Los jóvenes no entienden nada, creen que están en un videojuego realista, pero no, ellos no juegan.

La mujer sigue de pie en el medio de la ruta. Se acercan. El volátil cabello largo, negro, cuerpo pulposo apenas acariciado por un vestido camisón. Del que se desprende para quedar desnuda. El bebé está pegado a su cuerpo. La mano de la mujer está hundida en el estómago del crío, desde donde maneja sus manos, su boca, sus ojos, su cabeza completa.

La novia del conductor congelada, porque ya se dio cuenta que es un No-ser inusual. Pero el conductor queda petrificado por la belleza de esa mujer virginal. La perfección de los pechos, la piel casi iridiscente, los ojos dulces. Hipnotizado, alarga la mano como para tocarla.

Ahí es donde la sonrisa benévola de la mujer se transmuta en una mueca violenta desencajada. El brazo con el bebé se extiende y el niño, provisto de afilados dientes, muerde al conductor en el antebrazo.

El muñeco del que dio testimonio la joven no era tan muñeco sino que era la vía de alimentación del No-ser.

Me llaman a la noche, mientras saboreaba un Campari con pomelo con las espuelas de mis botas clavadas en mi escritorio. Sí, estaba pensando en el pasado, ese vicio que me pedís que no tenga, pero es difícil no tenerlo, difícil no someterse a estos trucos de la mente cuando uno está solo y espera…

Espera otro caso. Algo en que ocuparse para olvidar.

Así que me llaman. Y viajo hacia la zona. La mujer estaba con los policías, desconsolada. El cuerpo del hombre en la morgue. Atraparon al chico del árbol. Le pedí que me guiara hasta su casa.

Los padres son unos terratenientes que viven al costado de la ruta, en una casa que antes era conocida como Villa Catalina, cruzando unas moreras. Se desesperan al saber lo que hizo su hijo con un libro viejo, carcomido por las ratas.

El niño repasó el libro en un galpón con la mirada ansiosa. Divisó el dibujo de una leyenda, el de la Llorona, leyó la letra chica, entró al cuarto en que el padre tiene la Impresora Riviera y, bueno, ya te imaginarás los resultados.

El No-ser anda suelto por ahí. Por ahora no pude encontrarlo. Pero el padre del niño se quebró en la indagatoria.

Confesó que tuvo relaciones con la cosa impresa. Que el vástago había creado al No-ser más hermoso y mortífero que podía existir.

Bastante inimaginable, lo de las relaciones, porque los No-seres a veces no tienen todos los órganos que deberían tener. Pero en el galpón también encontré unas cuantas revistas pornográficas viejas.

Ese maldito niño.

Vos decís, el que no llora no mama, pero supongo que ese bebé pegado a su madre que creó el niño no necesita llorar ni mamar.

Así es como se transforman las frases hechas en mi tiempo.

Confisqué a la Impresora. El padre y el niño quedaron detenidos.

Mientras manejaba besé repetidas veces mi petaca. Por lo menos es una petaca antigua, gastada, que no muerde.

Llegué a mi apartamento en la costa. Tuve que hacer el trabajo solo porque Juan Carlos, el inspector de Riviera de la zona, estaba de vacaciones, si no hubiera salido una partida de póker en su chalet.

Me senté y miré el lugar donde Taka dormía. Una especie de cubículo redondo con un agujero de entrada, como el que algunos usan para los perros. Pero más grande. Le gustaba dormir ahí, por los colores. Refleja los tres colores primarios, como sus rosas preferidas.

Escribí lo siguiente en un anotador. Tengamos en cuenta que como su nombre indica, Taka era, y supongo que lo seguirá siendo, un No-ser de rasgos orientales, de costumbres japonesas bien impuestas por sus criadores.

Tracé una letra en japonés, lo primero que se me ocurrió, y sentí esa relajación de escribir a mano en hiragana.

こんにちは, Taka-chan.

Seguí en castellano:

Un día, cuando te alejaste de mí, fui a la Embajada de Japón, a conocerla, pero más que nada para ver si te encontraba ahí. De hecho fui dos veces. Y no te encontré, pero encontré un libro antiguo: La escopeta de caza, de un tal Inoue. En esta novela, la profesora reparte papeles con casilleros a las alumnas para que marquen con una X qué va a ser lo más importante en sus vidas. Si amar o ser amadas. Todas ponen ser amadas y una sola amar. Y eso me hizo pensar en bruto lo que el texto sugiere con sutileza, que bueno, lo más importante y lo más difícil, es amar no tanto ser amado o querido, sino saber querer, como dicen, sin pedir nada a cambio.

Al darme cuenta de lo que estaba haciendo, la frase del final del párrafo que parece extraída de las viejas redes sociales, hice un bollo con el papel y lo quemé hasta que el calor me hizo soltarlo.

Todas las cosas pueden volar si uno tiene con qué.

Así que en la playa también hice saltar por los aires a la Impresora Riviera del niño.

Todo brilla. Es mejor usar lentes de contactos oscuras para proteger la vista.

Vos habrás perdido parte de tu audición, pero yo estoy obnubilado de tanto ver y las imágenes se me difuminan un poco. Pronto le pediré a la obra social de Riviera unos implantes oculares. Hay unos argentinos, muy buenos.

Este país ya no es lo que era antes.

O sí, ha vuelto al derroche de principios del siglo XX. Pero sin tantos riesgos como los que implicó la adicción a la demanda del mercado europeo en las décadas de 1880 a 1930. Ahora exportamos lo que soñamos. Y al mundo le gusta. Y piden más, pero no de lo mismo y no hay problema. Podemos reciclar todas las metáforas gracias a un par de científicos. E inventar nuevas, que reptan, se arrastran, vuelan o caminan.

Por algo teníamos tantos psicólogos en tu época. No fue en vano.

Nuestra aguja hilvanada de identidad estratégica acarició el exotismo alternativo atrayente pero farolero para hundirse en el refinamiento conocedor y la conciencia responsable de los mercados globales.

Y cuando son irresponsables, aquí estamos en Riviera. Aprendimos de nuestros propios errores, pero antes del de los demás.

La llanura y los valles abundan en esta Argentina. Es un lugar ideal para la inspiración que nos permite crear No-seres útiles y no tanto. Tenemos de todo. Por algo somos la primer potencia. También es la razón de que seres de otros universos nos hayan contactado. En tu tiempo, creían que Norteamérica, creían que China, que Rusia o Alemania. Pero no.

Aquí golpearon la puerta primero.

Y preguntaron por la mano de Dios.

Hasta la próxima,

Von «Bombasticus» Kong.

Bombasticus Kong, novela corta escrita por Adrián Gastón Fares.

Hasta lo que sé hay unos 25 capítulos de Bombasticus Kong, también llamada Impresoras Riviera o Von Kong. Es otra de mis novelas cortas (con El sabañón) El capítulo 24 y el 25 nunca me terminaron de convencer así que digamos que hay 23 capítulos, mejor dicho, y que Kong seguirá siendo Kong e informando desde el futuro desde su oficina en Impresoras Riviera, deschavando No-seres que muchas veces se hacen pasar por humanos, confiscando impresoras biogenéticas y luchando contra temibles creaciones (impresiones):

Los No-seres, en ocasiones inventados por niños como en este Kong Capítulo 21.

Taka, una no-ser de origen japonés, fue compañera de Kong en muchas aventuras (bueno, en realidad no más que en 20) hasta que, como era esperable por su identidad, se pasó al bando contrario para defender la libertad de los No-seres.

Que baje a papel esas andanzas futuras de Bombasticus Kong y las publique… es algo que no sé si sucederá. Sí me alegra saber que podré volver a divertirme con mi amigo no tan imaginario.

Inventarle algunas aventuras desde el pasado para que las viva en su futuro y luego me las cuente en alguna inesperada carta. Adrián G. Fares.

PD: Recomiendo que lean esa maravilla de novela corta epistolar llamada La escopeta de caza (1949) del escritor japonés Yasushi Inoué.

Intransparente. Tercera Parte. Capítulo 1.

1.

Una semana sin hablar, y a la otra me salió con el rollo de Mar del Plata. Nunca me lo había contado del todo. Sentía la falta de Sabatini, sin lugar a dudas. Estaba demasiado encerrado, recordando. Salía a comprar cosas que no necesitaba para intercambiar algunas palabras con los empleados del supermercado, que como eran chinos no pasaban del chau, muchas gracias, amigo eso le alcanzaba, y a la vuelta podía encerrarse otra vez porque se sentía renovado. Igual, la mayor parte del tiempo, salvo cuando escribía en su cuaderno, leía o hacía ejercicio —se había comprado un sillón de pesas para evitar el gimnasio—, no se sentía cómodo en su departamento.

Cuando sonaba el teléfono lo atendía frente al espejo del baño o en los lugares cercanos a la pared de la medianera; si no tenía la sensación que los vecinos escuchaban lo que hablaba. Iba y venía con el teléfono mientras hablaba con el padre de Jorguito, que era el único que lo llamaba. Ahora estaba más de su lado que del de Miranda, su amigo era muy machista y descubrir que su ex lo engañaba con el tío Oscar, al que conocía por los relatos que su esposa le contaba, no le había causado gracia. Así son los hombres.

Claramente, Elortis tampoco era un santo…

El que desconfió siempre de Miranda era Sabatini; en la costa le había dado a entender que ella no le caía bien. Eso lo había hecho apreciar más la intuición de su amigo, y empezó a recordar los detalles del viaje a Mar del Plata. Aunque parezca mentira, Elortis no conocía esta ciudad cuando lo invitaron al programa de Mirtha Legrand. También pensaba que el programa no existía más; si hasta lo miraba su abuela mientras de chico él esperaba los dibujitos.

Pero llegó el llamado de la producción y tuvieron que decidir si viajaban o no al almuerzo de la señora. Lo pensaron bien y, aunque aterrados, aceptaron porque convendría para promocionar el libro. Pero días después, Sabatini le informó vía e-mail que no estaba seguro de ir al almuerzo de la diva y tampoco de participar de la charla literaria en Villa Victoria. En el próximo e-mail, sin explicaciones, le confirmaba que no iría. Elortis le pidió a Miranda que lo acompañara, en ese momento estaban separados, pero se veían, claro; y todo estaba arreglado hasta que a último momento Sabatini volvió a prenderse en el viaje. A Miranda no le cayó muy bien la noticia, porque le hubiera gustado acompañarlo en ese momento importante, y de paso, seguirle los pasos para evitar que conociera a otra mujer. Al final, los ex socios pasarían en la ciudad veraniega cuatro días, darían entrevistas en algunas radios, el segundo día estarían en el almuerzo de Mirtha Legrand y el cuarto día darían una charla sobre el proceso de escritura de Los árboles transparentes en Villa Victoria.

Aunque estaban distanciados, y los dos tenían pensamientos poco claros sobre el otro que le daban un aire difuso a la amistad, desde que salieron de Retiro hasta que bajaron en la terminal estuvieron charlando, contándose historias de sus respectivos amigos y recordando algunas anécdotas de la escritura del libro. No estaban muy nerviosos por lo de la entrevista en el programa. Elortis no estaba seguro de poder masticar bien en la tevé —me aclara que después del programa tuvo algunos problemas digestivos.

Bajaron distendidos del bus y haciéndose bromas mutuamente, como si empezara una aventura, y Elortis caminó descalzo por las calles de Mar del Plata, el aire fresco en los pies lo amigó al instante con la ciudad; pocos días tan claros en su memoria como aquel día.

Observaron la estatua de Florentino Ameghino y después se sentaron frente a la playa, a desayunar unos tragos del licor de anís casero que Sabatini tenía en la mochila, mientras veían a unos skaters rondar la estatua ecuestre de San Martín.

Tomaron la habitación compartida del hotel de cuatro estrellas, ubicado a una cuadra de la playa, y se pusieron a mirar videos viejos de los ochenta en el televisor; se quedaron dormidos y fueron despertados por la llamada de una periodista cordobesa que los esperaba para entrevistarlos en el comedor del hotel.

Ya abajo hicieron una simulación del almuerzo televisivo con la periodista de La Voz del Interior, que mientras no paraba de comer, les preguntó muchas cosas, sobre todo sobre la ladrona compulsiva. En ese momento los llamaron de la Rock and Pop marplatense porque querían entrevistarlos a la tarde en la emisora. Era final de temporada y, aunque a la mañana había sol, al mediodía se largó a llover. Por suerte, la chica de la Rock and Pop que los llamó quedó en pasarlos a buscar. Cuando llegaron,  la chica, una flacucha con flequillo, se desentendió de ellos y los dejó parados en la recepción del piso en que estaba la radio, avisándoles antes que irían después de la tanda.

Ahí parado con ellos, entre cuadros de rockeros y tapas de discos, estaba un tipo que se presento como Alexander. Saldría al aire después de ellos y lo entrevistarían durante el resto de la emisión. Apenas entraron, intercambió algunas palabras con Sabatini en castellano correcto, aunque por la pronunciación se notaba que era extranjero.

Era un productor de discos estadounidense que estaba de casualidad en Mar del Plata; en la radio se habían enterado, y lo invitaron a ese programa.

Alexander había producido a varias bandas de rock independientes del oeste norteamericano. Conocía poco rock argentino. Nombró a  Sumo, Soda Stereo y Los Fabulosos Cadillacs. El productor que lo había traído, un rubio que estaba por ahí dando vueltas abriendo y cerrando la tapita de un celular, entusiasmado, les explicó que Alexander Ponen había descubierto a Nirvana antes que nadie.

Por mí, Elortis, todo bien porque de Nirvana no sé nada; Augustiniano era fanático pero esa música ruidosa y negativa no la soporto. Elortis me comentó que la cultura oriental había entrado de forma masiva en la occidental a través de la distorsión repetitiva del grunge y el rock alternativo, por eso le pareció interesante la figura de Ponen, venido de la costa oeste norteamericana.

Una vez le dije a Elortis que el rock te llevaba a hacer locuras, para escandalizarlo. A él le gustaban muchas bandas de las ruidosas y oscuras, escuchaba todo tipo de música. El rock cuando era bueno lo hacía entrar en trance. Que no le criticaran a Genesis, a los Rolling Stones, a Jimi Hendrix más que nada, oh padre Hendrix, decía Elortis, que por otro lado Alexander Ponen reconocía como guía espiritual de la música que él había producido. Ponen insinuó que estaba solo esa noche, no sabía qué hacer, y a Elortis se le ocurrió invitarlo a que fuera a cenar con ellos.

Después, en la entrevista radial estuvieron algo nerviosos. Elortis rara vez contestaba lo que le preguntaban. Sabatini empezaba bien, para terminar incoherente y empantanado. Cuando salieron, aliviados del peso de hablar frente al micrófono, Ponen estaba de pie todavía —no tenían sillones en la recepción—, aunque con los ojos cerrados: parecía dormido, o en trance.  No los saludó, pero ya habían intercambiado sus teléfonos. Pero esa noche estaban cansados del viaje y nerviosos, y pasaron la salida para el día después de la entrevista en lo de Mirtha Legrand.

Era una mesa heterogénea con gente de diversas profesiones que habían escrito libros más o menos exitosos. Al lado de Elortis sentaron a un morocha muy linda, una modelo conocida que Elortis no recordaba cómo se llamaba, después estaba un periodista deportivo, un cura, un humorista y un crítico de cine. A Elortis lo ponían nerviosos las sirvientas que iban y venían en las pausas. La vieja las trataba muy bien, todo lo contrario a lo que había visto una vez en la televisión. A esta gente le gusta exagerar en cámara, decía Elortis. Sin embargo, le tenía miedo a la diva de los almuerzos; ¿y si algún televidente le enviaba una pregunta relacionada con su vida privada y la anfitriona lo obligaba a responderla? Pero anduvo todo bien.

Con Sabatini la hicieron reír muchas veces a Mirtha, y la modelo hasta lo codeó a Elortis mientras se reía de los chistes más picantes del humorista. ¿Cómo era que no se le había ocurrido pedirle el mail?, me decía Elortis. Esas oportunidades no se pierden, después uno termina hablando con una pendeja todas las noches. Qué gracioso, Elortis.

¿Por qué dejaba todo para después en su vida? Si no siempre sabía adónde iba… Romualdo le hubiera dicho que no se dejaban pasar oportunidades como esas. Sabatini también quedó como loco con la modelo, y decía que se había fijado en él.

Lindo tipo de hombre Sabatini, por lo que pude ver en Internet, y según Elortis tenía un encanto particular. Él había notado que algunas mujeres se dedicaban a perseguir a su amigo. Elortis era más inseguro en esas cosas y como Sabatini era el mayor, respetaba sus iniciativas; por eso parecía todavía más indeciso cuando estaba con él. Igual, después del champán cada invitado se fue por su lado, y a la modelo no la volvieron a ver.

El que llamó por la noche fue Alexander Ponen; lo citaron en el hotel, y después tomaron un taxi hasta un bar donde les habían dicho que hacían mojitos, aunque a Ponen no lo convencía mucho tomar alcohol. De cualquier manera, enseguida los tres se pusieron muy locuaces. Sabatini le dejó en claro al norteamericano lo mucho que habían disfrutado escribiendo el libro a dos manos y que sólo empezaron a tener roces por el tema económico.

Elortis confesó que sin el entusiasmo y el empuje de Sabatini, Los árboles transparentes no existiría. Estaban emocionados y, mientras hablaban, chocaban cada tanto las copas verdosas. Al norteamericano le gustó esa súbita efusión de sincera amistad. Él también se había separado de sus socios en la discográfica, cada uno había tomado su camino, incluso uno se había quedado con algunas de las bandas que él había seleccionado y las manejaba muy bien decía, pero a él no le interesaba esa variante del trabajo de oficina; él buscaba en el arte lo novedoso, lo incierto, lo eminente, lo trascendental —algunos adjetivos los decía en inglés pero se manejaba bien con el español, decía Elortis—, por eso le gustaba  viajar y conocer otras culturas.

En realidad, se había desilusionado de la industria de la música, viendo como los músicos más talentosos se censuraban y etiquetaban a sí mismos para vender; finalmente, decidió renunciar a la exitosa discográfica que había fundado. Ahora había abandonado la tarea de promocionar bandas de rock. La mitad del año la pasaba con su mujer y su nena de dos años en una comunidad ecológica en la isla de San Juan.

También le encantaba Sudamérica y ahora se sentía más conectado que nunca con nosotros gracias a un chaman del Amazonas Peruano, que lo había terminado de introducir en el mundo de la ayahuasca. Lo asombró que a dos horas de Iquitos estuviera lleno de chicos con remeras Nike y que en los negocios pasaran hip-hop. Pero en Yushintaita, el campamento donde lo esperaba el chamán don Sebastián, te olvidabas de todo.

Ya había probado la ayahuasca en su país pero hacía rato que tenía ganas de experimentar en su lugar de origen. Don Sebastián era un hombre con una personalidad magnética, un curador, un mago. Cada tanto, Sabatini, entusiasmado, golpeaba por debajo de la mesa la rodilla de Elortis con la suya, como avisándole que habían encontrado un gran personaje.

Para don Sebastián, primero había que liberarse de las toxinas acumuladas en nuestro cuerpo; así que antes que nada los futuros iniciados pasaban por un proceso de reflexión y purificación que duraba cinco días. Si no las toxinas podían arruinar el viaje. En el segundo día unos ayudantes les pasaban por el cuerpo una mezcla llamada huito, que en realidad es la mezcla de la fruta de ese árbol con arcilla; la usaban también para teñirse los pelos, por eso no veías nativos canosos en la selva, y también como repelente de mosquitos. El huito, que según Ponen te dejaba de color azulado, servía para matar a los ácaros y otros parásitos externos que vivían en la piel.

Ahí Sabatini había dicho que era como un spa selvático. Ponen no le prestó atención a la interrupción y agregó que el proceso debía acompañarse con una dieta saludable, vegetariana y rica en fibras. Y que, aunque les pareciera mentira, los chamanes llevaban una dieta mucho más rigurosa de yuca y arroz. Elortis había pensado en las yucas pinchudas que su padre tenía en el fondo de la casa de la costa y se le revolvió el estómago. Más cuando recordó a los bichitos de un anaranjado fluorescente que atacaban las flores blancas en algunas temporadas. Había que tener espíritu para sacarle el jugo a un vegetal tan desagradable, sin lugar a dudas los chamanes escondían alguna  verdad, no andaban tomando vino y repartiendo circulitos de harina como los curas; primero se tragaban unos cuantos pedazos de yucas antes de pedirte que te ensuciaras con el huito. Se parecían más a los curas medievales que se quedaban jorobados y ciegos leyendo.

Elortis quiso saber cómo era físicamente don Sebastián. Ponen le contó que era un morocho arrugado con anteojos, túnica blanca y bigote oscuro; imposible deducir cuántos años tenía. El problema, pensaba Elortis, es que un tipo así a él le hubiera parecido un cómico; estas contradicciones son insalvables. Lo que sí hubiera hecho con gusto era comer mucha fruta —Elortis se la pasaba comiendo frutas, parece, más que nada uvas, kinotos, mandarinas y bananas.

Después de eso, Ponen contó que don Sebastián les hacía tragar una leche caliente, la savia del árbol Ojé, un látex blanquecino que depuraba la sangre y los intestinos. Los nativos usaban este líquido para curar la uta, la enfermedad de la selva. Los frutos son un buen mnemónico, estimulan la memoria, decía Elortis, que ya en Buenos Aires trató, sin éxito, de conseguir Ojé en gotitas en la dietética china. Ponen les aclaró que todo esto evitaba que te encontraran las chirinkas, unas moscas verdes que según los nativos vivían en los cuerpos de los muertos, y les gustaba enturbiar las visiones de los vivos. Pero ese líquido viscoso más que nada atraía a los parásitos internos, que después eran evacuados hasta que el intestino quedaba completamente limpio. Mientras tanto, don Sebastián les hacía tomar litros de agua caliente. Cuando terminaba este proceso, el chamán analizaba con un microscopio los excrementos, y separaba a los parásitos para mostrárselos a los principiantes. Sabatini estaba cada vez más interesado en el tema, ya había dejado de golpearlo con su rodilla a Elortis.

Las sesiones había que hacerlas en la noche para apreciar mejor las visiones. El chaman los llevaba a un templo con bancos enfrentados y los hacía sentar, aunque era mejor ponerse de pie una vez que comenzaba la sesión, sabía que algunos no lo lograban. Entonces se ponía a cantar los ícaros, ya que don Sebastián decía que era un terapista musical antes que nada, y con esas canciones llenas de amor y compasión lograba el efecto catártico necesario para que la ayahuasca prendiera en la conciencia. Ponen decía que lo más importante de todo era la preparación —el proceso de purificación— y el contexto; era preferible que la sesión se hiciera de noche y en la naturaleza. Lo demás dependía de eso porque lo que para él hacía la ayahuasca era conectarte con el entorno.

Por eso era necesario estar en un lugar natural como ese campamento en la selva, con aire puro, nada de smog, aunque los ayudantes de Don Sebastián purificaban el aire con humo de tabaco, y sin electricidad, porque usarían la energía de las presencias de la selva y la que ellos mismos generaban, y cualquier otro tipo de energía distinta podría interferir. La dieta sana y la música delicada hacían que la información fluyera sin ninguna traba y, si se respetaban las reglas, el flujo de visiones nítidas comenzaba a llegar.

Los cánticos, que también eran para comunicarse verbalmente con los espíritus de la selva, se intensificaban, y Don Sebastián empezaba a repartir la comunión. Entonces, silencio, y al rato se apagaban las velas, y una música suave empezaba a hacer que te subiera la pócima a la cabeza.

Ponen había visto la imagen, muy nítida, de una fábrica con personas moviendo pesados mecanismos; mientras recorría la fábrica, no precisó si volando o caminando, apreciaba el empeño y la fuerza con que los hombres agotados accionaban las máquinas, y sintió una compasión profunda por cada una de esas personas. Después encontró a los capataces, y también a los jefes sentados en sus gruesos sillones de cuero, y siguió a una secretaria por un pasillo angosto que desembocó en una inmensa sala repleta de impecables colchones con sus respectivos almohadones. ¡Una fábrica de colchones!, todavía se asombraba Ponen.

Entonces esa hermosa secretaria de los cincuenta, se fijó bien que nadie la siguiera —aunque Ponen estaba detrás de ella, no estaba realmente ahí— , y atravesó la sala, haciendo retumbar sus tacos, por uno de los pasillos que formaban las filas de colchones, hasta el final, donde se tiró a dormir en uno. Ponen se acercó, vio que dormía plácidamente, e intentó hacer lo mismo en otro colchón; pero en cuanto hundió la cabeza en la almohada suave, notó que una pluma se escapaba de la costura, y al tirar de ésta descubrió que en realidad era una pluma bastante grande verde, como la de un papagayo. Entonces se levantó, y empezó a sacudir la almohada hasta que su colchón se llenó de plumas verdes, rojas y azuladas, y pensaba qué hermoso sería que los tipos del taller también vieran esa lluvia de plumas coloridas, y también intentaba que la secretaria despertara y lo viera darle belleza a ese lugar gris, pero entonces apareció un tipo fornido en la punta de la sala y enfiló directo hasta la cama que ocupaba la secretaria para despertarla con un beso, y acostarse con ella, y Ponen se desconectó de esas imágenes, que, sin embargo, recordaba con alegría.

En esta sesión se vio inundado por una sensación de amor verdadero, calidez y aceptación. Sabía que otras personas habían tenido experiencias negativas; un amigo suyo sintió que lo tiraban escaleras abajo en la oscuridad como al padre Merrin de El Exorcista, pero era porque se le había ocurrido probar la ayahuasca en el garage de su casa a las tres de la tarde;  había que tener en cuenta el entorno porque existía algo llamado campo morfogenético.

Ponen ya les explicaría de qué se trataba. Yo no sabía adónde me quería llevar Elortis con todo este cuento. Augustiniano tenía amigos que habían probado hongos en un viaje en subte en España, y tuvieron la sensación de que el recorrido era vertical en vez de horizontal.

A mí no me interesan esas cosas, Elortis.

En esa época le daba, y todavía le sigo dando, a la música y al fernet-cola para alcanzar algunos estados alterados, de intachable felicidad.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Capítulo 6, final de la Segunda Parte.

6.

Al otro día, mi amigo del cursor y las palabras estaba deshauciado.

No era su padre ahora el sospechoso, no era su padre el abatido. No era su padre el que había caído. Tampoco él.

Era Martín, su hijo. Esta vez no corrían tan rápidas las palabras que se iban formando en el mensajero.

Salvo cuando copiaba y pegaba.

Martín, nunca me lo había dicho, se estaba quedando ciego (ni cuando habló de Andrés el ciego que tenían empleado en la empresa de audiolibros aceptó que su hijo, al que me quería enganchar, había perdido la mayor parte de su vista) Antes de ir al Amazonas, y ahora cerraba más todo, tuvo que sacar el certificado de discapacidad, y aceptar unos tratamientos en los que le pinchaban los globos oculares. Momentáneamente, y acompañado por esa empresa más parecida a la que siempre quizo realizar su abuelo, y también sintiéndose enamorado de una chica (la que quedó en el Amazonas con el cuasi chamán, Fernando, me dijo Elortis) su hijo se sintió más seguro y olvidó un poco esa problemática.

Ahora bien, en los últimos días su hijo se arrancó de la cercanía de los fuegos mapuches, en la bella Nonthue, para ser internado por su propia decisión en una clínica mental cercana, en San Martín de los Andes. No quería que lo visitara le había escrito. Simplemente no había tolerado lo que ocurrió.

¿Qué era, Elortis, por favor? Contá las cosas más rápido. El tiempo se nos acaba, le hice notar.

Resultó que la chica del Amazonas, Bonita (se llamaba Vonisol, pero bueno le decían Voni o Bonita) le había escrito un email a su hijo Martín. Parece ser que se había cansado del viejo de la selva. En realidad ya venía escribiéndole desde antes. Martín había quedado shockeado por esa separación tan singular y no se animaba a escribirle, aunque había tratado de que supiera de ese shock a través de terceros. Pero ella le había escrito un e-mail, dos meses luego de que se separaran.  Figuraba lo siguiente de esta manera:

Hola Martino (ella le decía Martino a su hijo, cariñosamente, parece) Te pido perdón, nunca fue mi intención lastimarte. Como vos bien dijiste, tuvimos dificultad en la comunicación, la percepción y la comprensión y eso acarreó que no pudimos protegernos. Fallamos como pareja pero no significa que no nos divertimos y pasado bien (copia textual, decía Elortis) el tiempo que estuvimos juntos. Yo no estoy enojada con vos, sino al contrario, te aprecio por todo lo que compartiste conmigo. Espero que estés mejor y te deseo todo lo mejor. (Te escribo con una flor en la mano, no sé qué variedad es, Fernando tampoco lo sabe)

Este e-mail amable y dentro de todo esperanzador, medio mal escrito, pero se entiende, son e-mails de finalizar una relación, de algo que termina y deja estelas, decía Elortis, no representaba una amenaza para Martín. Parece ser que pasado el tiempo, Martín se había empecinado a hacerle saber por terceros a Bonita que había actuado mal engañándolo con el viejo chamán. También le dijo que él nunca había creído que enterrar un cuerno de vaca en la humus terroso podría fortalecer la fertilidad del suelo y que estaba en total desacuerdo con esta cuestión con el viejo Fernando. Agregó que creer en eso no hablaba bien de la salud mental del viejo. Se lo contó a una amiga en común que tenían que llegó hasta la selva y entregó el mensaje, no sabe cuán bien decía Martín, dice Elortis.

Ahora, tanto tiempo después, le había llegado otro email, pero acá Elortis dice que hay que diferenciar e-mail de carta por extensión, en esta carta felicitándolo porque había seguido adelante con sus viajes por selvas y bosques. Pero la carta cambiaba de tema abruptamente para expresar lo siguiente.

Aprovecho esta ocasión para aclararte que no quise seguir viajando con vos, porque siempre sentí que no nos entendemos. Y esa incomunicación, más teniendo en cuenta que estábamos en la selva, un lugar donde la comunicación debería fluir mejor, me generó un desgaste mental y físico. Sos una persona muy complicada de tratar; sos obsesivo, autoritario, pero lo peor es cuando te ponés violento porque no podés controlar la situación (como cuando te dije que Fernando era una buena persona, que nunca haría daño a nadie)

Al principio de la relación, en Buenos Aires, pensé que era cuestión de adaptación, porque yo estaba estudiando y trabajando, y eso te irritaba porque para vos era poco el tiempo que le podía dedicar a la relación. Los sábados trabajaba todo el día y me parecía lógico que de vez en cuando estabas malhumorado. Yo estaba agradecida que aun así me tenías paciencia y que querías estar conmigo.

Las cosas fueron avanzando, y yo, decidí viajar con vos, porque insistías que te hubiera gustado cumplir los sueños de tu abuelo, Baldomero. Muchas discusiones tuvimos en nuestro camino final al hogar de Fernando y siempre la única manera de tranquilizarte era hacerlo a tu manera. Eso me hizo sentir que no me comprendías y que no querías compartir las cosas con una persona porque siempre tenía que ser como vos decís y hacerse como vos lo hacés. Mi rol en tu vida no era más que una muñeca de trapo ya que no podía NI opinar de qué caminos íbamos a tomar para llegar a nuestro destino, ni hablar de nuestro destino como pareja.

Aun así, estaba al lado tuyo porque te quería, porque sabía que esta relación era muy compleja por tu problema de ceguera. Durante todo ese tiempo tuve que tener mucha paciencia para comprenderte y entender que sos una persona egoísta, poco observador de la realidad, obsesivo y astuto solamente para lo que te conviene, es (sic, dice Elortis) porque está relacionado a estas cuestiones sin resolver.

Pero Martín (Bonita dejaba de hablar con el sobrenombre que le había puesto, mala señal, dijo Elortis) el gran problema por la (sic) me alejé de vos no es por tu visión reducida, ni siquiera por si tenés o no un trabajo fijo y estable (siempre me hacías notar la diferencia de poder entre Fernando y vos; Fernando siempre pudo subsistir curando almas y plantando manzanas con el dinero de su padre, antes; eso es lo que aprecié en el momento decisivo) Creo que sabés bien cuál es el problema y no lo querés aceptar. Porque enfrentar problemas requiere mucha valentía y fuerza de uno mismo, y en general, es más cómodo estar metido en tus problemas que salir de ellas (sic, aclara otra vez, Elortis).

Yo tuve la paciencia, hasta traté de ayudarte a aliviar de alguna forma tus problemas (¿te acordás cuando te dije que vayas a un psicólogo de la escuela del gran Rudolf Steiner o que tengo el corazón puesto en la biodinámica?; bueno, no quisiste aceptar eso)

Pero fue mi error. Vos nunca quisiste salir de ese espacio cómodo. Aunque insistiera en aprender de lo que a mí me gustaba.

Y cuándo te enfrentaba en la selva diciéndote eso, que no querías alejarte de tu espacio cómodo, aunque estuvieramos en un lugar tan grande, o que quería pasar la noche con Fernando, te molestaba mucho, porque sabías que significaba que no podías controlar más la situación conmigo.

Entonces, tu última opción fue controlarme a través de la violencia física. La primera vez que me agarraste del cuello, aunque no veías bien y tal vez quisiste agarrarme la boca para que dejara de gritarte, como dijiste, fue controlarme a través de la violencia física. La primera vez que me agarraste del cuello pensé que esa situación iba a ser la única. Un momento de descontrol y nada más.  Pero resultó que se repitió tres veces (si es que no hubo muchas más)

Cuando pasó la segunda o la tercera ya no quise estar más con vos, pero como sabía que estabas en una situación vulnerable pensé en aguantar de decírtelo hasta que llegáramos a otro destino en nuestro viaje. Que no te sacaras de quicio por cualquier cosa. Quería que se terminara esa pesadilla en la selva.

La situación se fue al carajo, creo que me quisiste matar una vez que me agarraste el cuello mientras te gritaba que eras un inútil y que no podía ser que no vieras lo que yo era y tampoco lo que era Fernando y sus seguidoras. Su hermosa alma.

El día que yo te clavé las uñas y el otro que vos me doblaste la mano me perdiste completamente porque dejé de confiar en vos. La situación se fue al carajo y decidí aceptar algo que venía creciendo en mí mucho tiempo. El ser libre con los demás. Abrazar la biodinámica de Fernando, gran discípulo de Steiner (incluso en las cartas astrales que armaba él me advertía sobre lo que pasaría)

Repito, necesitás ayuda de un profesional. Yo no creo en este momento poder darte la ayuda que tal vez necesites. Por eso espero que sigas yendo al médico (en realidad no te vendría mal tomar antisicóticos; tal vez seas como el de Una mente brillante, como ya te dije una vez, sabés que me gusta Rusell Crowe). Seguir manteniendo esa posición de que el causante de estos problemas y la separación era el estrés de la selva y tu ceguera incipiente que no te dejaba ver, es ignorar la verdadera causa e ignorar todo lo que sufrí este tiempo.

Separarme de vos y de todo lo que estábamos haciendo juntos, fue muy difícil, pero lo que aprendí y viví con vos, siempre va a estar conmigo. Por eso, a pesar de todo lo que pasó, siempre voy a estar agradecida por abrirme tus puertas y por el viaje que emprendimos sin saber cómo iba a terminar.

Te deseo lo mejor con mucha fuerza.

Elortis estaba casi tan devastado como su hijo. Martín no pudo procesar como la carta lo había llevado, con esa narración tan fría, a hacerlo sentir la peor persona del mundo, un nefasto, un violento por naturaleza que había intentado tomarla del cuello mientras ella, contaba Martín, le gritaba que él no sabía cómo plantar una batata en la plantación que habían improvisado con el viejo Fernando o una de los naranjos que él creaba.

Era la misma manera que tenía de tratarlo Baldomero a él, agregó Elortis. Igualito.

Para Martín, que confesó que seguía amando a esta chica hasta que llegó la carta, porque añoraba el verde que se iba volviendo oscuro ante sus ojos, los loros amazónicos y todo lo demás colorido que había visto y cada vez menos veía, y que ya iba a terapia, la carta lo había afectado muchísimo.

Mucho tiempo después me enteré que Martín, que nunca había sido violento en su vida, según refrendaba su padre en las últimas conversaciones, terminaría suicidándose colgándose de un árbol, oscuro, opaco, helado, en San Martín de los Andes. En las declaraciones a los medios, Elortis admitió que su hijo le pedía la eutanasia desde Neuquén. Que él había tenido que explicarle que en este país no existía y que recién se estaba empezando a tratar el tema. No estamos en Holanda, Martín. Y que no podía contrariar la decisión de su hijo de no poder sobrellevar la ceguera más el contexto o entorno duro que había tenido. Lo sentía mucho por la madre de su hijo, Miranda, declaraba, que todavía no caía en lo que había ocurrido.

La carta la había enviado su compañera de la selva, recalcó Elortis en la charla en que me copió lo que le copiaba desesperadamente su hijo. No era una persona cualquiera para Martín. Después de todo, él era psicólogo, y le parecía que el e-mail que, por lo menos, era raro. Y había sido enviado por Bonita desde Nueva York.

Ese día, aunque nunca hubiera previsto el final de Martín, fui yo la que humedeció la almohada, pensando en mi amigo y en su lastimado hijo. Y en la mitad de la noche, mientras mi madre dormía, me deslicé descalza por el parquet del living, con una remera y un short, para salir al pasillo de mi edificio y recorrerlo hasta el ascensor.

Iba a ir a buscar a ese hombre porque estaba segura que podía ser capaz de evitar algo inmitente. Incluso bajé así en el ascensor, dispuesta a preguntarle la dirección exacta cuando alcanzara la calle, pero algo me detuvo.

En la mitad de mi caminata, noté que estaba casi desnuda, que el short era mi ropa interior y no short, que la remera era transparente y se me notaba todo. Me vi en el espejo grande del hall del edificio. De cuerpo entero, alta, morocha y flaca como era. Mi cuerpo. Mi cara.

Inmediatamente, giré y corrí hacia arriba por las escaleras para aminorar la velocidad y sigilosamente volver a mi cuarto mientras un viento repentino abría las hojas de una de las ventanas. Y ahí volví a correr hasta encerrarme en mi cuarto. Donde me ovillé al lado de la puerta. Luego, me tranquilicé y pude arrastrarme a la cama.

Cuando quité las sábanas, salió volando una damisela, o caballito del diablo, azulado, iridiscente. Seguramente el viento y la tormenta que se acercaba lo habían perdido en la oscuridad. Me tapé la cara con la sábana ligera, mientras, sudada, lo veía alejarse, a través de la tela, desenfocado y brillante como si fuera una luciérnaga, volando hacia el cielo raso. Al otro día, no pude encontrarlo.

Pero esa noche soñé que el insecto era mucho más grande, con el cuerpo esponjoso y de color púrpura, y que volaba desde la ciudad hasta el bosque de árboles y que el resplandor que generaba entre las cortezas y las hojas hacía que, por vez primera, algunos de los árboles transparentes, incluso los más lejanos, se descubrieran, se comunicaran, a través de una intuición y un alfabeto que nadie más podía entender.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 4.

 

4.

Ahora pienso; ¿qué persona adulta actual, ocupada, con actividades sociales, deportivas y culturales programadas, los días sellados a fuego contra la soledad, perdería tiempo en una amistad virtual con un tipo como Elortis? Yo en aquel tiempo estaba sola, sola como cuando decidí en estas vacaciones revisar los archivos para darle forma a esta especie de pregunta sobre Elortis.

La ciudad está casi vacía, ayer fui a tomar mate con una amiga a la placita que está en Cabrera; hoy, con el sol, agarré Callao hasta Quintana y me fui caminando hasta Plaza Francia, escuchando música, mascando un chicle por los nervios. En Recoleta vive la chica a la que le compro los cosméticos, pero es domingo y no podía pasar a buscar la crema que le encargué. En una esquina me crucé con una viejita en silla de ruedas empujada por una sirvienta negra. Tenía ganas de cruzarme con una persona en especial, tal vez por eso salí a caminar.

Mis amigas me dicen que vaya al psicólogo. Piensan que tiene que ver con la historia de mi padre. Pero últimamente tengo la cabeza puesto en esto que estoy escribiendo. Hay un chico, Hernán, con el que estoy saliendo. Me pasa a buscar en auto por mi casa y vamos a cenar. Siempre llega un poco tarde, y los fines de semana la pasa con sus amigos o visita a su madre. Para mí, mucho mejor. A mamá le cayó bien porque su padre trabaja en el Gobierno de la Ciudad. Hernán ahora se fue a recorrer el sudeste asiático y Nueva Zelanda con los amigos. Me escribe mensajes diariamente. Subió fotos de koalas, qué ternura, y de bicicletas de todo tipo, más que nada esas con techito. En otra, Hernán está en un barco de madera frente a un islote en la Ciudad Prohibida —Purple Forbidden City, puso él en las descripción de la foto.

También estuvo en Vietnam (donde vi algo que no me gustó ni medio; lo vi nadando con los amigos y un grupo de chicas, entre ellas una rubia que aparece abrazándolo en otra foto) y Camboya (paseando por una feria y frente a unos minaretes que se reflejaban en un laguito oscuro; en otra foto dice que es el templo de Angkar). También vi templos abiertos entre los árboles gigantes y hasta una estatua de cara sonriente ubicada en los huecos de una raíz enorme. Aparentemente, las raíces y los árboles dominan todo en Camboya, se derraman por todos lados.

Siempre en ojotas —yo no sé cómo hace para  recorrer tanto en ojotas— y en cuero. Le gusta mostrar los músculos. En Tailandia aparece otra vez con la rubia compartiendo nada menos que la montura de un elefante. Aparece solo delante de templos budistas dorados, y en una canoa mirando otra canoa, repleta de verduras, frutas y hortalizas. En otra mira, sonriente, como un monje abraza a un tigre encadenado. Impresionante, el agua turquesa del viaje a Ko Phi Phi.  Las últimas fotos que subió fueron las del Templo de los Monos, un lugar que sería la delicia del padre de Elortis, supongo. Ahora él y su grupo están en camino a Nueva Zelanda. A la vuelta tiene que preparar unos finales.

Augustiniano, está de novio con una amiga que conoció en mi cumpleaños, aunque creo que sigue enganchado conmigo. El año pasado seguí yendo con los compañeros de trabajo a ese bar que está en un subsuelo, más yanqui que irlandés, que se llena de extranjeros. Ahí nos habíamos cruzado con Elortis por única vez. En los televisores juegan al rugby, pasan lucha libre, boxeo o fútbol americano. Llenan jarras de cerveza mala (leyenda urbana: corre el rumor que la alteran con algunas sustancias para mantener dispuesta a la clientela femenina).

Cuando yo recién empezaba a conocer ese bar, quise que Elortis captara el mensaje subliminal de mi subnickte espero donde nadie oye mi voz—, tal día Elortis, tal día en tal lugar voy a estar yo con mis amigas, ese lugar que te comenté en una conversación, que apenas se podía hablar por el volumen alto de la música, sentada en una mesita, con la jarra de cerveza en el medio Elortis, riendo medio tensa porque vos podés aparecer en cualquier momento, y no sé si voy a poder hablar. ¿Por dónde empezar? Si ya nos hablamos todo, o por lo menos vos te hablaste todo.

Sin embargo, ahí terminé conociendo a Hernán, que es compañero de comercio internacional del novio de Agos. Ahora, a veces tengo esa sensación a la que se refería Elortis de olvidarse algo, más que nada cuando llego del trabajo y ceno con mi mamá o estoy con Hernán, es como si tratara de cerrar una puerta pesada. Confío en que este libro me ayudará a cerrarla, aunque tengo que admitir que por ahora no hizo más que hacerla batiente. Por lo menos, airea mis pensamientos.

Soy una persona feliz, de eso no me caben dudas. Sin embargo, un día le advertí a Elortis, para agregar un poco de drama al asunto, que yo no pasaría de los cuarenta años, que me veía muriendo joven como Marylin (incluso usé un tiempo de foto de perfil a una de Marylin sonriendo —los labios separados, como dejando escapar el hálito vital que le enciende los ojos. Después de todo, me resfrío fácilmente y los huesos me duelen seguido, además de la operación que tuve; por suerte las cicatrices ya se fueron.

En una conversación, Elortis se acordaba que durante la primaria fue a un asalto —de una compañera que tenía un tero suelto en el fondo de la casa—, y al principio él tenía vergüenza y se mantenía distante, pero al rato estaba haciendo chistes y bailando, me dijo, pero justo empezaron a caer los grandes para buscar a los invitados, y la fiesta se terminó. La muerte debería ser así, conveníamos, en lo mejor de la fiesta te vienen a buscar. Juancito, vinieron a buscarte.

Un día Elortis se puso en el recuadro del mensajero una foto cortada a la mitad, se notaba que había suprimido a alguien más que lo abrazaba por la cintura o por lo menos una silueta bastante pegada a él, más que seguro Miranda. Estaba sonriendo. No aguanté más. Lo saludé: Elortis, qué te hacés con esa foto. Graciosa la foto, parecía canchero y ridículo a la vez, bronceado y con el pelo revuelto porque era en la playa. Retomamos la comunicación.

Venía de comprar un repuesto para la lapicera papermate que usaba para escribir. De paso, se había traído algunos tés nuevos para probar: té abu, una cucharadita de esas semillas en medio litro de agua y hervir quince minutos como reemplazante del café (pero no le gustó mucho el sabor, y el olor era medio nauseabundo como de chino transpirado, aunque nunca olió a un chino que lo perdonaran, o a salsa de soja recalentada) té blanco que sí le gusto, té banchá, concentrado y refrescante (el empleado, muy amanerado y amable, le explicó también que, a diferencia del té verde común, el banchá se deja tres años en la planta antes de cosechar), té de vainilla, miel y manzanilla para cuando tuviera ganas de algo más dulce, y té de jengibre de Singapur. Y ya que estaba se llevó una raíz de jengibre para condimentar, y echarle al mate. También se compró un paquetito con nueces, pistachos, almendras y pasas de uva que devoró al instante porque estaba nervioso.  Al empezar la semana, se le había ocurrido llamar a la misionera para ver si estaba sola e invitarla a salir. Ahora que no estaba con Miranda se sentía libre y fuerte para hacer este tipo de locuras. Estaba pensando mucho en los ojos verdes de la misionera (¡justo se me tenía que ocurrir hablarle!)

A pesar de los años, le reconoció la voz al instante. Estaba con amigas y le pidió disculpas por no poder hablar. Elortis escuchó que alguien se reía sarcásticamente del otro lado de la línea, y se le ocurrió que tal vez ella estaba con el estudiante de medicina y, al ver que la llamaba otro hombre, un desconocido, el tipo habría decidido dar un portazo de celos. Porque eso había escuchado: un portazo. Después ella dijo que se le había escapado el perrito caniche que tenía y cortó la comunicación. Elortis, que desde que había ido a Mar del Plata con Sabatini no probaba un cigarrillo, necesitó fumar súbitamente. No podía ser que hiciera esas locuras, y además se sintió despreciado por la mujer que le gustaba. Salió disparado hacia el ascensor, y mientras caminaba por el largo pasillo advirtió que se había olvidado la llave. La única que tenía una copia de sus llaves era Miranda y no pensaba llamarla.

La puerta del edificio estaba cerrada, así que se quedó sentando en el silloncito del hall; eran casi las doce y no aparecía nadie que le pudiera abrir. No había movimiento en el estacionamiento de enfrente. Al rato escuchó el ruido del ascensor. Le pareció que tardaba mil años en llegar a planta baja y otros mil en correrse la puerta metálica. ¿Y quién había salido del ascensor con aire para nada distraído? ¡El hombre de equipo deportivo! Esta vez sin la gorrita, era medio pelado, y lo miró de reojo mientras atravesaba el hall hacia la calle. No podía aprovechar la ocasión para salir. Ya en la vereda el tipo prendió un cigarrillo, y después retrocedió para apoyar la espalda en la pared del edificio y empezar a fumarlo tranquilamente, mientras miraba hacia el fin de la calle, como si esperara que apareciera un taxi o un colectivo. Para Elortis era demasiada casualidad que bajara casi al mismo tiempo que él. Se le fueron las ganas de fumar. El miedo le dio la solución: podría pasar a través del balcón de los vecinos, una pareja de viejitos amables.

Ya me había hablado de ellos una vez. Con el alquiler de la casa con piscina que tenían en Pilar pagaban el alquiler y los gastos de su departamento. El hijo, que venía cada tanto, se ocupaba del campo que había comprado donde criaba corderos que vendía en negro a mitad de precio. A los viejitos apenas le alcanzaba con la jubilación para darse algunos gustos. Compartían con Elortis el servicio de cable. Aunque usaban más la radio, que escuchaban por la mañana temprano y a la tarde, y cuando la empleada doméstica sin querer desplazaba el dial de su emisora preferida, el viejo iba a golpear la puerta de Elortis para pedirle que le sintonizara la frecuencia. Tenía un sillón mullido al lado de la radio donde Elortis se hundía para apretar los botones. A él, que dormía hasta tarde, lo deprimía escuchar desde su cama la cortina musical del noticiero.

El día que Miranda se había llevado algunas de sus pertenencias antes de la mudanza en sí, la de los muebles y electrodomésticos más pesados que eran de ella, Elortis estaba esperando en el hall de su edificio con una bolsa a sus pies —zapatos y ropa— mientras el hermano de su ex llevaba un televisor hasta el coche que había dejado a la vuelta. Justo bajó su vecina, la vieja, y le preguntó qué estaba haciendo ahí parado, como un fantasma. Respondió que se iba a separar, que su novia se estaba llevando algunas cosas. Elortis no quería explayarse mucho —el hermano de Miranda volvería en cualquier momento. La vieja le dijo que hacía muy bien, era joven, para qué perder el tiempo en una relación que no funcionaba —se ve que Miranda nunca le había caído bien— y, de paso, le aconsejó fervientemente que no se casara nunca —debía tener algunos problemas con el viejo. Mientras Elortis escuchaba a la vieja, la puerta del ascensor se abrió y salió una rubia alta, caminando con la mirada más alta todavía, que pasó por su lado sin verlo ni tampoco reconocerlo —estaba barbudo en aquel momento. La que salió del ascensor, que era apto para profesionales y por lo tanto tenía varias oficinas, no era otra que una de las más lindas de sus compañeras de secundario. La chica, ahora una mujer claro, se mantenía muy bien. Se acordó que era la que le gustaba. No entendí bien a qué apuntaba, pero me dijo que no sabía qué mecanismos de la realidad podían llevar a un encuentro de este tipo. Prefería callar al respecto, no podía revelar los detalles que, después rememorados, vaticinaban ese encuentro. Para colmo, en un momento difícil de su vida. Mejor no hacerse el vivo con estas cosas. No sé si volvió a cruzar a su compañera del secundario. Por lo menos, no habló más del tema. Pero dijo que ese inesperado encuentro le había hecho pensar que él era inocente al dejar a Miranda y, cuando finalmente se enteró que su ex novia seguía viendo al tío Oscar, que era algo así como el hombre de su vida, lo interpretó como un signo precioso.

El fin de semana volvería el hermano de Miranda para seguir mudando cosas, y después terminarían los tres en el primer piso del McDonald’s  de la calle Uruguay, entre tomos jurídicos de yeso que decoraban las paredes (no sabía qué era ese edificio antes, pero estaba a tono con la zona cercana de tribunales). Separarse era muy doloroso; no dejaba de besar la espalda de Miranda la última noche que durmieron uno al lado del otro, aunque no la quisiera (Mmm…, Elortis) habían crecido juntos.

En fin, sin llaves, Elortis golpeó la puerta de sus vecinos, los viejitos, y a los quince minutos notó que se prendía una luz del otro lado y que preguntaban con voz dispersa y ronca quién era. Explicó que se había quedado afuera mientras el viejo, con los pelos blancos pegados a la cabeza, aparecía tras la puerta. Parecía tener cien años más. La vieja era una presencia espectral; se asomaba desde el dormitorio, con una mueca de hastío porque la había despertado. Después, Elortis se encaramó cuidadosamente a la baranda del balcón, sin soltar el panel de acrílico que separaba los balcones, y empujando con su cabeza las ramas del árbol, logró pasar primero una pierna y después la otra. Los viejos querían saber si estaba seguro que había dejado la ventana abierta y si ya había podido entrar, pero Elortis no contestó; entre los helechos de su balcón había visto a un bulto peludo que, saltando desde las barandas a las que estaba prendido, al instante se deslizó y perdió, con movimientos rápidos y precisos, por las ramas del árbol.

O la emoción del peligro de pasarse de balcón a balcón le había hecho subir la presión y como consecuencia alterado la visión o la carita que lo miró un segundo era la del mono Albarracín. Si era el mono, había crecido; era una sombra angulosa, pero bastante grande, con dos pelotitas brillantes, inexpresivas, por ojos. Si no era el mono, Elortis no podía creer que una alimaña de ese tamaño viviera en el medio de la ciudad, escondida en esos árboles. Llegó a pensar que la sombra había salido de adentro de su pieza. Pero, a pesar de todo, no podía precisar si en realidad lo había visto. Encontró todo ordenado y en su lugar, salvo un lapicero derribado en su estudio; las lapiceras, los dos sacapuntas, y los lápices esparcidos en la alfombra. Podía haber sido el viento o Motor. Aunque el gato dormía profundamente sobre un almohadón.

Al otro día escuchó la voz de la misionera en el contestador. Llegó a atender y, aunque estaba asombrada de que se acordara de ella después de tantos años, acordaron en verse por la noche; se había comprado un celular nuevo, con muchas prestaciones y no sabía cómo conectarlo a la computadora. Elortis se acordó que a la misionera siempre se le rompía algo como excusa para que él fuera a su departamento. A la noche ella estaba tan linda como siempre, a pesar de los años que pasaron desde la última vez que la había visto, y Elortis de los nervios y la emoción no podía desentrañar cómo conectar el aparatito a la computadora; el sistema operativo no lo reconocía. La misionera quiso saber qué había pasado con Miranda, y Elortis no supo explicarse bien tampoco. Le brillaban los ojos y lo miraba fijo, como evaluándolo y seduciéndolo a la vez. Su mirada, como siempre, le tiraba de las entrañas.

En el sillón tenía un peluche, un osito que le había regalado el estudiante de medicina, que a esa altura sería médico recibido ya, aunque Elortis no quiso preguntar. Igualmente, ella le comentó con tristeza que habían vivido juntos en otro lugar y ahora se habían tomado un tiempo.

Mientras Elortis trataba de que la computadora reconociera el aparatito para pasarle unos Mp3, la mujer se sentó a su lado y buscó su boca como un animal que le levantaba la cabeza a otro. Los labios de la misionera —Elortis se vengaba de que yo nunca lo saludaba— eran esponjosos y dulces, y él cerró los ojos. Pero ella no quiso acostarse con Elortis después, tal vez porque mientras lo miraba tirada boca abajo en su sillón largo, él trataba en vano de que el celular se comunicara con la computadora. Habría pensado que era un inútil o que era un mal presagio que no pudiera solucionarle el problema. Antes, cuando engañaba a Miranda con ella, le llevaba chocolates, y los comían después de hacer el amor. Aunque a ella le gustaba tomar Coca Cola cuando terminaban. Pero volviendo a los chocolates, aquel día, siguiendo la costumbre, Elortis le había llevado un chocolatín —un Jack. Aunque a Elortis no le gustaban Los Simpsons, el chocolate venía con muñequitos sorpresas de esa serie animada, y cuando ella, que sí le gustaban, lo abrió, puso cara de mal gusto al descubrir a ese empresario flaquito y jorobado: Mr. Burns. Entre tantos Jacks de la pila, ¿por qué había elegido justo ése?; si era el que estaba abajo del primero.

También me tenía que contar que antes, cuando él engañaba a Miranda con ella, su amigo —palabras de Elortis— a veces no le funcionaba como debería. Ella le gustaba mucho y se ponía nervioso, o era porque estaba actuando mal, o había algo que entre ellos no congeniaba; o eran las tres posibilidades juntas. Después de separarse de Miranda, había estado con una chica con la que le pasó lo mismo, y ella, por suerte, le confesó que siempre que se acostaba con alguien, la primera vez tenía ese problema. Como las dos mujeres tenían complejos por tener senos pequeños, y le impedían a él el acceso libre a sus pectorales, Elortis relacionaba su súbita impotencia a este tipo femenino, que debía evitar de alguna forma, aunque eran las que más le gustaban… Lo que molestaba era el complejo, algo que él no entendía porque no se fijaba en el tamaño de los senos. En cambio, le llamaban la atención las piernas, las caderas y los traseros. Y en esto último la misionera era una modelo, decía.

Nunca se le había ocurrido tomar Viagra, pero antes de ir a ver a la misionera se informó y habló por celular con un tipo llamado Tomás, que le recomendó los masticables; al rato recibía, en manos de un motoquero, un sobre de papel madera herméticamente cerrado; Elortis lo pagó sin revisar el contenido mientras el portero fingía no interesarse en ese intercambio extraño de dinero y mercadería. Hacía mucho tiempo había hecho lo mismo con el software trucho, ahora ya se podían bajar los programas por Internet.  A mí no me sorprendió lo del Viagra, porque los chicos de la oficina jodían con eso todo el tiempo y algunos confesaron tomar cada tanto. Elortis me aclaró que con las demás mujeres nunca había tenido problemas, pero había que ser precavido; los cuerpos y las mentes eran cada vez más artificiales, y eso lo afectaba.

Antes de despedirlo con un beso, la misionera le dijo que no sabía si se volverían a ver, que tenía que hacer un viaje a sus pagos. Sus padres la iban a asistir durante la operación que se haría para arreglar una imperfección. Al principio dijo que eran unas venitas en las piernas, pero después le confesó que en realidad quería las lolas. Como decía, Elortis había notado que ella anulaba esa parte de su cuerpo (o no dejaba que le sacaran el corpiño, o no parecía sentir nada cuando la besaban ahí —¡Elortisss!—; no era el único caso decía mi amigo) Por suerte, yo no tengo mucho pero estoy conforme con lo mío.

Al final, cuando ella volvió de Misiones, Elortis me contaría que habían ido al cine y a la vuelta no lo invitó a pasar; se ve que había vuelto otra vez con el médico —efectivamente, ya se había recibido. Hacía tiempo que la misionera había decidido que él no era un buen partido; ¿para qué insistir? Ella quería al médico y esperaba por la eternidad que él se decidiera a formalizar con ella. Antes, cuando la conoció, le decía terrible cuando engañaba a Miranda con ella, pero lo amaba; terrible debe significar amor terreno, aclara Elortis. Ahora le dijo que era tierno y bueno, y lo mandó de vuelta a su casa. Así que las ignotas tetas que se había puesto la misionera estaban dedicadas al médico. A Elortis le dio bronca, aunque confesó que se desenamoró muy rápido de ella; en el fondo, no se entendían. Tal vez ella había aparecido en su vida sólo para alejarlo de Miranda. Aunque todavía le gustaba porque se parecía a la actriz de la película, y no era muy distinta de las castañas que él quería encontrar en estado salvaje. Se ve que Elortis sabía engañarse a sí mismo cuando no lo querían.

Decía que las operaciones estéticas se cruzaban en la historia de su vida para darle un aire más patético. Otro ejemplo; la única vez que los padres de Miranda visitaron el departamento donde se había mudado su hija para convivir con el novio fue el día que la madre tuvo que revisarse en una clínica cercana las tetas que se había puesto. Elortis no sabía qué decir, si hacer alguna broma o no. Su suegro parecía bastante contento. Era la influencia de las amigas del club, su suegra lo aceptaba; una se hacía una operación y las demás la seguían; la sociedad era muy demandante; más adelante se haría una lipo. A Elortis no le gustaban particularmente las mujeres tetonas, pero si tenerlas chicas o caídas era un problema para ellas, en fin. Con respecto a su suegra, siempre estaba bronceada y, a veces, lo atraía más que Miranda.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 7.

7.

 Una tarde Elortis tomaba notas en su cuaderno con un café con leche a un costado, en un restaurante de la calle Guido, cuando notó que un tipo no le sacaba la vista de encima. Después, caminaba por la vereda de la heladería de la esquina, frente al cementerio, y vio que lo seguía. De negro y gorra el tipo, con un pantalón y una campera deportiva con rayas blancas. Elortis se sentó en uno de los bancos y el otro se acomodó en el que estaba cerca, perpendicular al suyo, así que sólo podía observarlo girando la cabeza. No obstante, pudo ver que llevaba una bolsa de nylon blanca, grande, cuya abertura estaba enrollada a su mano derecha. Algo pesado llevaba adentro. Envalentonado por una bronca irracional, dejó el banco para encararlo, iba a preguntarle alguna nimiedad para que supiera que no le tenía miedo, pero al instante el tipo se levantó y se fue caminando rápido. Elortis lo siguió a distancia hasta el piletón de la plaza Urquiza, donde el hombre saludó a otros que no soltaban sus radiocontroles, despeinó a un nene, y descubrió al buquecito que llevaba en la bolsa. Elortis se quedó mirando cómo paseaba a su prototipo entre los veleros y yates. Vio a una chica con un perro que parecía recogido de la calle que le interesó mucho —no sé para qué me cuenta esas cosas.

Después apareció otro de esos personajes, esta vez con una lanchita que andaba rápido y levantaba mucha agua. También había una pareja tirada en el pasto del otro lado del vallado de rejas, y mi amigo se sentía miserable observando a los tipos que se divertían más que sus hijos con el yatemodelismo. Atrás suyo, unas mujeres seguían con binoculares a las lanchitas, que tenían pequeños tripulantes y todo, mientras comían facturas y tomaban mates. Al darse vuelta, notó que el hombre de vestimenta deportiva simulaba mirar con binoculares a la lanchita mientras su buque iba a la deriva hacia los bordes del estanque; pero en realidad lo estaba mirando a él. Se ve que lo había descubierto. Después el tipo agarró el radiocontrol y el buquecito dio media vuelta. Elortis se hizo el desentendido y aprovechó para seguir con la mirada a la chica que volvía a pasar con el perro pero enseguida, cuando volvió a mirar, se encontró con el buquecito avanzando a toda marcha hacia donde él estaba sentado. Dio una vuelta brusca antes del borde del piletón y llegó a salpicarlo.

Trató de que el tipo de campera deportiva viera la expresión de amenaza y disgusto que le dedicó, pero estaba cuchicheando con el que estaba a su lado, el dueño de la lanchita, que inmediatamente dirigió a su prototipo hacia donde él estaba a máxima velocidad. Se levantó, y decidió irse, antes que se divirtieran más tiempo gratis con él. Pero el episodio del hombre de campera deportiva lo volvió más paranoico. Sospechaba que podía llegar a ser un agente encubierto que en el pasado trabajaba con su padre. Alguien que tuviera órdenes de seguirlo para informar a sus jefes en caso que averiguara lo que no debía.

Le hice notar que él no estaba investigando nada, que parecía que solamente quería saber más de su padre y que para mí estaba tan a la deriva como los veleritos que flotaban en ese piletón. Me fui a dormir, Elortis. Las buenas noches de siempre.

Más adelante, volvería a hablarme de este tipo de vestimenta deportiva y gorra que, según él, lo perseguía. A los pocos días, recibió el llamado de una de las hijas del ex capitán Heller para invitarlo a tomar algo; quería conocer a uno de los autores de Los árboles transparentes, el dueño de ese gatito hermoso que había visto en la casa de su padre, y de paso le contaría una anécdota relacionada con Baldomero. La mujer tenía más o menos su edad, pero ya había perdido la belleza que había apreciado en la fotografía en que posaba con su, más linda aún, hermana. Ahora, era una rubia rellenita; eso sí, con lindos ojos, chispeantes, y un flequillo que intentaba luchar, por momentos con éxito, admitía Elortis, contra el paso del tiempo.

En cuanto me hablaba de mujeres yo le pedía detalles y él me los daba; en general, las descalificaba con la ayuda de cualquier arista de su fisonomía o carácter para darme a entender que no quería saber nada con ellas. Con esta mujer, Alicia se llamaba, se tomaron un café con leche espumoso en la vereda soleada, y muy transitada, del bar Troilo. Hacía unos días que ella había vuelto de Miami. Antes que nada, le pidió que le firmara un ejemplar de su libro.

Los árboles transparentes era lo que estaba esperando; se había visto reflejada en las manías de los casos investigados y expuestos —¡cuántos personajes originales!—, y en la relectura descubrió los lazos profundos que la habían acercado a ciertas personas durante el transcurso de su vida. A Elortis le pareció de mal gusto que insistiera durante la charla con que no dudara en contactarla si la editorial decidía lanzar una edición ilustrada del libro. A riesgo de parecer naif, confesó que era fanática de John Tenniel y Gustave Doré. Para ella en nuestros días lo ingenuo era más ofensivo que lo obsceno.

En Miami hablaban todo el tiempo de sexo. Dos conocidas le habían propuesto compartir a su novio, un fotógrafo que tenía mucho trabajo en nuestro país. Allá las mujeres encaraban a los hombres a la misma velocidad a que manejaban sus autos último modelo. Las argentinas eran muy mojigatas, histéricas, en comparación. La pareja de Alicia, unos cuantos años menor que ella, lamentó que ella no hubiera aceptado el menage, pero volvió muy contento porque había conseguido unas consolas de videojuegos viejísimas para agrandar su colección. También se había traído unos muñecos de He-man que tenían más valor por estar intactos en su caja original. Entre ellos, una She-ra. Elortis se quiere hacer el vivo y me dice que esos muñecos eran más o menos como yo. Muy chistoso… Daba bronca cuando salía con cosas fuera de contexto. Desubicado.

La hermana de Alicia era una modelo en retirada, ahora se había convertido en la DJ residente de un boliche y ciertos eventos, y conducía programas de rejuntes de otros programas en la tele. Elortis me recordó que era una pena que no las hubiera conocido cuando era adolescente. Tenía la gracia y la belleza cruzando la plaza y, aunque siempre las había intuido —a veces salía con estas cosas enigmáticas—, nunca las había encontrado. Alicia lo citaba para conocerlo porque le había gustado su libro, pero también  quería contarle el buen recuerdo que tenía de Baldomero.

Una noche tormentosa, cuando ella tenía siete años, más o menos, había visto entrar empapados a su padre y al de Elortis. Asustada por un trueno, estaba apoyada en el quicio de la puerta cuando los vio entrar, encapuchados, y con tres tachos repletos de langostinos y cornalitos. Su padre la dejó sentarse a la mesa con ellos un rato, mientras le servía un whisky a Baldomero. Según contaría años después, esa noche el mar estaba revuelto como nunca. Ella preguntó de dónde venían, enojada porque no la habían llevado. Baldomero le dijo que habían ido a cazar tiburones pero que era chica para acompañarlos. Como ella se quedó con la boca abierta, a medio sonreír, con la cara que ponen los chicos cuando creen que los están cargando cuando en realidad les están diciendo la verdad lisa y llana, Baldomero salió corriendo hacia la puerta y se metió de cabeza en la lluvia. Volvió a aparecer con una tenaza en la mano, y en la punta de los dedos un diente de tiburón. Alicia, lejos de impresionarse, se guardó el diente en el bolsillo del camisón y corrió a su dormitorio, como para que no se arrepintieran, y se lo sacaran.

Elortis nunca había recibido ningún diente de tiburón por parte de su padre. Aunque en la casa de la costa colgaba la mandíbula de uno. Baldomero le había puesto nombre y todo, se llamaba Tito, y antes que cerraran la puerta de la casa para volver a Buenos Aires, comentaba como al pasar que, si le iba mal en la escuela, Tito se lo comería cuando volviera. Jamás se llevó una materia. Eso sí, una vez le pegó una trompada a un compañero que le hacía un constante bullying y lo quiso despeinar. Desborde de tensiones acumuladas.

En una cena de fin de año en su casa, cuando rozaba los treinta años y todavía estaba con Miranda, se había peleado con su madre porque había puesto la botella de vino que él había traído en el freezer (ya conocía a Sabatini y para él eso era algo sacrílego). Toda la familia estaba empecinaba en que Elortis no tomara ni una copa de alcohol (él que había tomado poco y nada, ¿no podía tener esa alegría?)

Con Miranda, nunca pasaban las fiestas juntos porque ella prefería hacerlo con su familia —seguro que estaba el tío Oscar— y él con la suya. Al final terminó derribando de una patada un ventilador de pie y diciendo incoherencias gangosas a su padre y a los vecinos que siempre pasaban a saludar y que, enterados por su madre de lo que había pasado, lo miraban asombrados —tan bueno y juicioso que parecía— y con creciente desconfianza. Su abuela materna se puso a llorar.

A mí me estaba aburriendo ya con estos cuentos de idas y vueltas con su familia, aunque me interesaba el tema Miranda, pero ahora quería saber si le había gustado Alicia para algo más o si le iba a presentar a la hermana. No, sólo quedaron en tomar una cerveza, alguna vez: él no era de los que se iban con la primera que se le cruzaba.

Pero no estaba del todo solo; seguía viendo a Miranda.  Cada tanto se encontraban en un café de las Lomitas o en una heladería de Adrogué, donde ella había vuelto a vivir después de la separación. Aunque Elortis era muy vago para viajar, y casi siempre su ex novia se acercaba al centro. Se llevaban mejor separados que cuando estaban juntos.

Elortis hasta aguantaba que Miranda le hablara seguido del tío Oscar, a quien le costaba arrancar con una empresa de construcción de muebles. Ella lo ayudaba con la contabilidad. A cambio, Oscar se había ofrecido para hacerle una mesita de luz para el dormitorio… También le contó que en las vacaciones pasadas, Oscar le había enseñado a andar en cuatri a sus chiquitos en Pinamar. Y que la esposa, íntima amiga ahora de Miranda, no era celosa para nada y tomaba con gracia que el marido piropeara a las cincuentonas operadas que jugaban al tenis en el club.

Elortis tomó el papel de un adulto que hacía rato había cortado la cuerda que lo ataba a sus obsesiones. En parte porque ahora estaba lejos de su familia postiza, la de Miranda, y no estaba seguro si volvería a acercarse. Mientras tanto su ex lo controlaba diariamente para saber por dónde andaba y con quién. Tenía un sexto sentido Miranda para estas cosas y cuando Elortis estaba cerca de alguna mujer, su alarma interna sonaba. Lo había interrumpido dos veces mientras hablaba con Alicia para preguntarle si quería ir al cine primero y después para decirle que no daban la película en el complejo al que habitualmente iban. A Elortis le molestaban estos aprietes pero, en cuanto le pedía que abandonara esta práctica extorsiva, Miranda se ponía a llorar. Las mujeres se daban cuenta del peso que tenía su ex pareja en su vida y se alejaban. La dulzura que le demostraba con su interés lo hacía retroceder a su lado cada vez que intentaba distanciarse de ella.

Aunque para Elortis era desinteresada en general, cuando se separaron Miranda no dudó en llevarse todo lo que le pertenecía, hasta el lavarropas, para ubicarlo en su departamento, cerca de sus padres. Pero eso sí, cada tanto le compraba algún libro caro que andaba buscando. Esas atenciones ayudaban a que los demás señalaran a Elortis, que no sabía o no le interesaba remarcar las pocas virtudes que tenía, según sus propias palabras, claro, como el culpable de la ruptura.

Para su amigo de la infancia, el ingeniero mecánico Richard, había desaprovechado a una buena chica. Con él y su esposa salían a comer y hacían algunos viajes, casi siempre a la costa argentina o uruguaya. En cambio, los amigos de Miranda, algunos también amigos del tío Oscar y su esposa porque jugaban al tenis en el mismo club, no pasaban para nada al taciturno muchacho que odiaba las frívolas charlas de sobremesa en las que casi siempre hablaban del viaje que el grupo había realizado, o de los juegos impresionantes que alguno había visto en Orlando, de las películas que se veían mejor en el shopping en zona norte,  aunque tuvieran que irse a la otra punta de la provincia para eso, de los cortes de pelo que estaban de moda, porque el novio de una de las chicas era peluquero, y todo esto condimentado con un humor de vuelo alto y parejo, muy irónico, que para Elortis funciona muy bien en ciertos dibujitos actuales, imponiendo una risa que tiene que completarse con otros comentarios del estilo para sostenerse y aguantarse, que se suceden largo rato, sin que la conversación despegara nunca. Era muy inmaduro en aquel tiempo, y aguantaba todo esto con el inútil consuelo de sentirse superior a estos personajes desagradables. Después de todo, se veía a sí mismo como un payaso al que le pasaban cosas que sólo le podían pasar a uno de estos integrantes del circo; a veces parecía que cuando pensabas de una manera, te pasaban cosas contrarias a esa manera de pensar; ¿o no? Yo no lo sabía, y Elortis no estaba seguro, pero sí contento de haberse alejado de esas personas.

Y encima estaba el padre de Miranda, que pretendía que los sábados devolviera a su hija al corral antes de las cinco de la mañana para que al otro día fuera a jugar al tenis con el tío Oscar y compañía. El padre de Miranda era el único del barrio, por Valentín Alsina, que había completado sus estudios en la universidad, sólo para despatarrarse en su frío sillón de cuero, detrás de un escritorio en su estudio de abogacía. Elortis decía que la ignorancia académica era la nueva amenaza de la humanidad, lo decía refiriéndose a mis estudios y también cuando hablaba de su alumno, Diego. No había manera de hacerle ver a Diego que las cosas eran más simples que como se las presentaban sus profesores. También decía que su alumno no podía soltarse para escribir porque le habían atado el pensamiento a una cadena oxidada. Cada tanto Diego escuchaba el tintineo de la cadena pesada, y sentía el tirón que le impedía avanzar. De cualquier manera, el chico últimamente lo estaba sorprendiendo.

Diego escribía una novela cuyo personaje principal era el mariscal Soult, general de Napoleón que despojaba de cuadros y reliquias históricas a los bandos vencidos en sus batallas, atraído por la infundada fe en sí mismo que había llevado al mariscal a intentar ser rey de Portugal. A Elortis esta vaporosa figura le interesaba por otros motivos.

Baldomero había vuelto cambiado de su viaje a Europa. En la catedral de Sevilla, La Visión de San Antonio de Padua lo había hecho entrar en trance. Elortis pensaba que en su caso, con la gigantofobia o como pudiera llamar al miedo generado por lo gigante, hubiera salido corriendo del retablo de la catedral. Pero Baldomero había vivido una experiencia única. Para Elortis no era casual que su alumno se interesara por el mariscal Soult, que había intentado a toda costa llevarse ese cuadro con la mandorla de ángeles. Me explicó que una mandorla es el óvalo que queda si borramos el resto de la intersección entre dos círculos, y que tiene muchos significados, y uno de ellos es la unión de los opuestos, de lo inmanente y lo trascendente, que también podían ser reemplazados por Eros y Ágape, pero, por raro que pareciera, no quería extenderse mucho más en el tema. Así y todo, tuve que ver la foto que me pasó de la tapa del pozo de aguas sanadoras de Chalice Well, un altar celta en Glastonbury. Daba la impresión que había investigado mucho más y que rehuía de las explicaciones simplistas.

Al volver del viaje, Baldomero ordenó impedir el paso de sus amigos a su casa, dejó las clases a cargo de sus ayudantes, y se encerró en su habitación a pensar el tema primigenio —como él llamaba al problema de la lengua adámica. Sólo salía cada tanto para picar algo de la cocina. Mediando el día almorzaba, y cenaba ya a la medianoche. Al finalizar esa semana, abrió la puerta cerca de la  hora de la cena habitual de viernes con algunos de sus ex ayudantes y profesores de su cátedra, que no llegó a sacrificar, y hojeó, tal vez para que su esposa viera lo que había estado haciendo, un cuaderno repleto de anotaciones que una vez cerrado tiró al fuego del hogar. La madre de Elortis fue testigo de la satisfacción creciente de su esposo mientras atizaba las cenizas del cuaderno. El fuego iluminaba la sonrisa de dientes apretados de Baldomero, como si esa sonrisa no fuera toda distensión, sino que la resolución parcial del problema anunciaba nuevos trabajos para los que Baldomero guardaba las energías. Cuando volvió de la cena le anunció a la familia, ya que Elortis había vuelto y estaba escuchando música con Miranda, que pronto iban a tener una nueva mascota, un mono amazónico, más específicamente un Callicebus, que era conocido también como mono tití. Su primera intención había sido ir directo al grano y ver las posibilidades de que un amigo del capitán Heller le contrabandeara un sifaka, pero le parecía demasiado obvio estudiar a un pre-simio. El tití se lo conseguiría el padre de un ex alumno que tenía contactos en la triple frontera y traficaba serpientes, arañas pollitos y otros bichos, entre otras cosas, aparentemente. Ya Elortis se había referido a este mono, al que llamaba Albarracín, en otras conversaciones.

Pero bueno, Diego estaba escribiendo sobre Soult, y Soult había tratado de llevarse a Francia el cuadro de Murillo que también le había llamado la atención a Baldomero. Para convencerlo de que no se lo llevara le ofrecieron el Nacimiento de la Virgen. Elortis quería que su alumno utilizara los días finales del mariscal, retirado en su castillo, rodeado de su colección de pinturas expropiadas, maravillado de cómo había logrado sobrevivir, después de haberse adaptado a tantos cambios políticos y haciendo la suya siempre, mientras otros menos afortunados como sus enemigos Ney y Murat se habían dejado retorcer por la muerte. Tal vez los pelos del Cid Campeador, que guardaba en una ágata azul hueca, eran los beneficiarios de su suerte. Elortis quería que Diego, para crear el personaje, construyera un paralelismo entre el chanta de Soult, funcionario siempre dispuesto que se había hecho lugar en la monarquía y en la república, y algunos políticos argentinos que sabían nadar en cualquier tipo de aguas. Diego había desechado esta idea, que a mí tampoco me gustó, según veo en mi respuesta, pero utilizó la de hacer caminar al viejo Soult por los corredores de su castillo lleno de obras ilustres. Describiría el día final de la batalla de Elviña, en que no se supo con certeza si ganaron los ingleses o los franceses. Crearía el personaje de un soldado que perdía la memoria por un golpe durante una caída al desenvainar en la batalla, y al volver en sí afirmaba ser un enviado del futuro, según convinieron la tarde que pensaron juntos los momentos claves de la novela a los que tendría que llegar Diego a través de otros episodios de invención propia.

Lo importante era que este soldado era el que relataba, con toda clase de prejuicios fuera de época e ideas posconcebidas, la historia del viejo Soult, que, paranoico, recorría los pasillos de su última morada esperando que algún sicario viniera a ultimarlo para quitarle los tesoros artísticos que él guardaba. Su alumno ya había escrito algunas páginas, donde el mariscal, ya un viejo decrépito que arrastraba los pies por los corredores del pasillo mientras se detenía a observar sus pinturas, pensaba que hubiera sido mejor ser panadero, hacer saltar harina por los aires, lo que más le gustaba y mejor le salía allá por la lejana en el tiempo casa de sus padres, que haberse metido en tantos líos. ¿Qué habría sido de la chica del sur con la que corría a esos pájaros zancudos? Lo único que había ganado era que esos brutos llamaran con su nombre a sus perros —la única forma que tenían los españoles de vengarse, me explicó Elortis. Si tan sólo se hubiera quedado en su pueblo…

La imposibilidad de vencerse a sí misma del alma humana era el tema difuso de la novela. Diego, que no tenía plata y vivía en un departamento de un ambiente a la vuelta del Pasaje la Piedad, una vez que supo que había sido una visita a la casa de sus padres la que tentó a Soult de hacerse panadero, decidió que de ahí en más no se quedaría más de un día en la de los suyos, en Campana, para no correr el riesgo de convertirse ferretero. O, por motivos más oscuros, en autista, como su hermano. A Diego le encantaban los tornillos y podía estar horas ubicando las piezas en los cajoncitos rotulados. Soult en vez de panadero, intentaría ser rey de Portugal.

Para Elortis, que también había investigado un poco con Diego, el mariscal era un maestro del discurso. Nuestras balas no son de algodón, le había contestado a Napoleón en un hospital, rodeados de piernas y brazos amputados, cuando intentaban contrarrestar la avanzada de los rusos en Elylau. En fin, lo que se dice un personaje. En una búsqueda más a fondo, Diego había encontrado una anécdota curiosa.

Cuando el hijo de Soult intentó dejar a su esposa acomodada, el mariscal le comentó a un amigo que el hombre es el único animal que no sabe quién le da de comer. Está muy bien eso, decía Elortis. Diego inventaría que la frase sólo podía haber sido dicha en esa época por alguien que tuvo afinidad con un hombre del futuro, su narrador. Como vemos, Elortis se divertía con Diego y no lo usaba solamente de espía del pasado en los asuntos amorosos de su padre con la profesora pelirroja de la universidad. De a poco su alumno le estaba dando forma a la novela de Soult. Tenía ese poder Elortis cuando se ponía de lleno a generar algo.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 4.

4.

Más o menos por esos días, cuando me enteré de lo de mi ex y creí ver a Elortis, apareció en los diarios el artículo que salvaría la reputación de su padre. Alguien había mandado a los principales medios una carta manuscrita firmada por el mismo Baldomero Ortiz, cuyo contenido era una crítica severa a los métodos del último gobierno militar. En la carta Baldomero consideraba el exilio y se proponía buscar una ubicación en una universidad de Estados Unidos. Pero, ¿esa carta había sido escrita verdaderamente por su padre?

Elortis estaba desconcertado. La letra era más rígida, los términos demasiado académicos para su estilo, y él nunca había tenido noticia de que pensara mudarse a otro país, más bien había escuchado a Baldomero decir que ser inmigrante era el peor de los destinos. Repetía las palabras en dialecto italiano de su suegra, cuando le rogaba no cometer el error de meter las valijas en un barco como ellos para terminar en un país desconocido. Eso que su abuela había sido una agradecida del país, a diferencia de la tía abuela de Elortis que odiaba el lugar donde había venido a parar. Para esta mujer, que vivía adelante de la casucha de la enanita —de ascendencia española— y era la dueña del terreno, los médicos eran la encarnación de la maldad argentina. En las consultas se burlaban de su cerrado dialecto y la manoseaban. Finalmente, tras operarla de un simple quiste, como a mí, le extirparon los ovarios por equivocación y la volvieron a coser como un matambre. Por lo tanto, ella y su esposo, el padrino de Elortis, no habían tenido descendencia. Pero eran visitados por muchos paisanos, que sí hablaban de la guerra, no como su padrino, y también por otros amigos argentinos; personajes que a veces Elortis se cruzaba cuando iba a visitar a la enanita.

En fin, Elortis dudaba de la carta y empezó a averiguar quién podría ser la persona que la había enviado a los diarios. ¿Sería posible que fuera el ex capitán Heller? ¿Susana P.? ¿un tío por parte de su madre? Sabía que este hombre, dueño de una curtiembre, varios años menor que su hermana, había apreciado a su padre. Pero no lo veía desde que su madre había muerto, años antes que Baldomero. Vía e-mail, intentó convencer a los jefes de redacción de algunos diarios, sin que pudiera sacar nada.

¿Quién había ayudado a su padre? ¿qué motivos tendría? Tal vez en esa época estaba tan necesitado de amistad que creyó que esa persona podría contrastar el desdén que le producían sus semejantes.

Lo cierto es que, en vez de ponerse a pensar en una idea para otro libro, dedicó unas semanas a buscar en vano al salvador de la figura de Baldomero, era lo único que llenaba su tiempo y lo alejaba de otras preocupaciones más acuciantes, tal vez, como su futuro amoroso.

Pero no encontró una respuesta ni en el cura que visitó en la iglesia de Las Esclavas, que jugaba a las damas con su padre, ni en la empleada pintarrajeada del Registro Civil, a la que Baldomero solía llevar masas secas por haberle simplificado un trámite años atrás, ni en el hijo del dueño de la pizzería donde Baldomero compraba los palos de Jacob para el postre.

La carta no logró borrar la imagen nueva que se había formado de su padre luego del primer artículo en los diarios. Lo contrario de la existencia tranquila, correcta, que él había llevado hasta el momento; un pasar libre de sobresaltos, de decisiones impensadas y apuestas fuertes, aunque se había jugado con Sabatini y, después de la edición del libro, su ánimo reflejó por un tiempo una sensación de bienestar y plenitud que no fue duradera. Pero resultó que Baldomero había logrado mantener a un séquito de tímidos defensores, aun con sus locuras. ¿De qué le habían servido las suyas?

Cuando decidió separarse de Miranda ya era tarde. Había llegado a tener un hijo con ella. Pobre Martín, se apiadaba. ¿Para qué si nunca había estado enamorado?

Tuvo que aguantar que sus amigos le advirtieran que dejar a Miranda era un error. Lo mismo cuando abandonó la práctica de su profesión para invertir su tiempo en tareas poco convenientes. Pero, por lo menos, no fue en teoría como su padre —que pasaba más tiempo hablando de Madagascar que preparando seriamente esa imposible beca— sino que se había metido de lleno en terreno desconocido, y sólo por casualidad le había ido bien. Él era inestable —lo contrario de la estabilidad emocional de Baldomero, cuyos tornillos estaban constantemente flojos y no producían contradicciones en su carácter, siempre ecuánime, bondadoso y gentil con los demás, hasta que se cerraba la puerta o le atacaban sus ideas.

Así y todo, para algunos su padre había sido un agente civil de la dictadura militar, un delator. Le dije que enfocara su atención en el presente, el pasado ya no está y el futuro no se sabe. Nuestro futuro es incierto, Elortis, todo podía ocurrir… Y si no encontrábamos a nadie nos quedaba el monasterio. Eso le gustó.

Nada mejor que el talante de un monje, un modelo de virtud y equilibrio con el entorno, para describir el estado anímico en que lo dejó por contraposición la figura maléfica paterna construida por los medios hasta que apareció la carta que instauró la duda sobre las acusaciones. Había sido capaz de sonreír con sinceridad, de ayudar a las personas sin interés y le dieron ganas, como a mí más seguido, de hacer algún tipo de trabajo comunitario. Se ve que en el fondo la culpa y la vergüenza lo corroían. Pero ese lastre que habían venido a descubrir en su progenitor lo dejaba a él en la vereda de enfrente, libre y bueno, la mayoría comentaba que un hijo no debe responder por las acciones de su padre.

No pesaban los errores que había cometido él en su vida; una trayectoria irregular en lo laboral, incierta en lo amoroso. De última, Elortis era bueno para convencerse a sí mismo, sus únicos errores habían sido engañar a su novia de tantos años y haber traído, justo con esa persona, un hijo a este mundo tramposo.

Si al principio había intentado engancharme a Martín era porque mi supuesta pureza, o mi egoísmo que reflejaba una naturaleza sincera y firme, lo habían atraído a él primero y pensó que con una chica como yo su hijo no caería en una confusión como la suya en su primera y decisiva relación. A sus ojos yo era toda posibilidad y conquista, un símbolo de otra época traído a esta de los pelos pero visible y consistente, la novia comprensiva y pura que le hubiera gustado tener en el secundario.

Su encuentro con el sexo había sido abrupto, en una fiesta del colegio conoció a una chica que parecía angelical pero resultó ser que a los diecisiete años ya había tenido una relación y, encima, incestuosa, con un tío postizo. Y esta chica no tuvo la mejor idea que contarle su iniciación sexual a Elortis la noche que se acostaron juntos por primera vez. No precisó, pero parece que cuando le propuso a la chica determinada postura en el acto amoroso, ella se asustó por las experiencias que había tenido antes… Él no tenía esas intenciones. Por algo debió recordarme alguna vez que Baldomero no se preocupó por educarlo sexualmente.

Como consecuencia, arrastró el trauma por un tiempo largo, aunque la sensación de desilusión en lo amoroso no lo abandonó en su vida adulta. ¿Cómo era que el padre de su noviecita le exigía, cuando salían, que la trajera de vuelta antes de la cinco de la mañana? Si la había dejado irse de vacaciones con la familia del tío Oscar. En ese entonces, esta familia era solamente la hermana de su suegro, y también iban con una pareja amiga. Todos compañeros de tenis de la adolescente Miranda. ¿Por qué sólo para él activaban los principios de la sociedad cuando debía haber sido tan evidente para la familia de su novia que el otro se los salteaba?

Le comenté a Elortis que tan visible no sería el asunto, sino el padre de su ex novia hubiera actuado, pero él contestó que, más allá de que los demás se movían por la apariencia, llevar o no el peso del sentido común corría por nuestra cuenta, y que si bien es un gran esfuerzo sacárselo de encima, no podemos echarle a nadie la culpa de nuestra falta de compromiso con nosotros mismos.

La familia de su ex novia se había enriquecido rápido en los noventa y en casos así los prejuicios se multiplicaban a la par que el dinero. Para Elortis eran gente maleducada, que no hacían más que darse aires y desconocían a los espíritus sensibles y elevados. Pero, ¿dónde estaban en Elortis las virtudes que pretendía que encontraran en él? Bien ocultas para que los idiotas no se confundieran, respondió. Después, me aclaró que también podía ser que él fuera un mal llevado y que actuara de incomprendido para echarle en cara a los demás su propia falta de méritos. Tal vez su indecisión lo hacía desconocer quién era para los demás, no veía en qué lugar estaba parado y cuáles eran las afrentas a las que respondía. Y por momentos su megalomanía era tan notoria como la de su padre.

Estando de novio le había tocado irse de vacaciones con la familia de Miranda —usaba el primer nombre para referirse a su ex novia, que la chica detestaba y suprimía por Laura, el segundo— y la de su tío Oscar. Tuvo que compartir asados, baños helados en la playa, y partidos de fútbol con el tío y el padre de la novia. No podía evitar darle vueltas en su cabeza a la pesadilla real que significaba para él que aquel hombre alto, fornido y orgulloso de la falta de pelo en todo su cuerpo, fuera el primer amante de Miranda.

Sin embargo, ella le había asegurado que lo suyo con Oscar no había durado mucho, unas veces nada más, que era algo irrelevante, una pavada… Aunque después le reveló que el asunto se había prolongado durante un año. Siempre antes de conocerlo a él, eh, aclaraba Elortis.

Fue una noche de esas vacaciones, mientras volvían caminando solos por la playa de la fiesta de los guardavidas. Había empezado a indagar sobre la relación y obtuvo esa respuesta. Reaccionó diciéndole de todo a su novia y le echó en cara la tortura diaria que le hacía vivir, dejando en claro que para él no era más que una loca que se había dejado seducir por un gigante lampiño que la doblaba en edad y, para colmo, era su propio tío. Al notar que Miranda había dejado de caminar para entregarse al llanto, Elortis apretó el paso, y ya bastante adelantado y casi perdiendo de vista a su novia, decidió meterse al mar. Mientras apuraba las brazadas para alejarse más de la costa hasta perderse definitivamente en la negrura, descubrió que ya no hacía pie y en la desesperación empezó a tragar agua.

El miedo le duró un momento y cuando dejó de luchar para entregarse a lo peor se dio cuenta que estaba haciendo la plancha y pensó que podría flotar boca arriba en la oscuridad hasta que la marea lo devolviera a tierra o decidiera chuparlo a los profundidades. Agradeciendo al cielo que lo dejase flotar, en las puertas de su libertad, se convirtió en un animalito más de esos que tanto le gustaba tener, como después  Motor, o todos lo que había adoptado desde que era chico y habían terminado sucumbiendo a sus cuidados.

En vez de rebobinar en su mente los hechos más importantes de su vida, ya siendo él otra criatura endeble a la deriva, vio la cara de todos los animales que había torturado, las de los conejos que reventaba de cariño en la casa de su abuela —sus familiares decían que unos días después de su visita se morían debido a sus apretones—, la gomosa y cornuda del oxolote que se secó al evaporarse totalmente el agua de la pecera y las imprecisas cabezas de las luciérnagas que atrapaba en frascos. Que lo perdonaran.

De repente, fue arrancado de todos estos pensamientos por la fuerza de unos brazos firmes que lo arrastraron poco a poco hasta la orilla. No era otro que el tío Oscar que, ante los gritos descarnados de Miranda, se había metido en el agua con un amigo para rescatarlo. Parece ser que el agua lo había arrastrado cerca de la fiesta de los guardavidas y la mitad de los invitados estaba presente, aplaudiendo medio en serio, medio creyendo que era una imitación de salvamento inspirada por el alcohol.

Elortis confiesa que, del susto y la vergüenza, pensó que le agarraría un ataque al corazón de tanto que lo sentía latir en el pecho cuando Oscar y el amigo lo dejaron en la playa, y que, aunque siguió tomando muchísimo, esa noche no había podido emborracharse. Al otro día no pudo evitar reírse de sí mismo y de la situación absurda en la que se encontraba.

Esto me hizo pensar que el día que vi a Elortis podía ser que se hubiera metido en la tienda de ropa de mujer para comprar algún regalo a su ex, ya que se seguían viendo, la mayoría de las veces sin Martín, y él nunca me negaba que algún día pudiera volver con ella, aunque le parecía improbable. Por lo menos en ese momento de nuestras charlas. Parecía una relación obsesiva pero feliz, fundada en esa desilusión inicial que a la vez lo atraía de manera morbosa, y que como era habitual, solamente la rutina se había encargado de empañar.

En cambio, Baldomero rara vez hablaba con su esposa, a la que trataba como un apéndice dedicado a higienizar y a organizar su existencia, a alejarlo de la búsqueda constante de otras mujeres en las que saciar su ego y su apetito sexual para poder dedicarse, y esto sí parecía loable, y digno de imitación para Elortis, a la reflexión, con la que intentaba conocerse a sí mismo, y al pensamiento, con el que pretendía contribuir a la cultura cuando encontrara la manera de enriquecer la comunicación destronando a ese elemento impreciso que era el lenguaje heredado.

Para eso buscó toda su vida la cultura milenaria que le transmitiría el conocimiento necesario a través de los signos unívocos de lo real, antes de que las civilizaciones siguientes lo desvirtuara al proponerse expresarlo por otros medios.  Y este tipo de actividad, que lo convertía sin dudas en un charlatán, la desarrollaba en las charlas informales de la facultad.

Por lo tanto, a Elortis se le ocurrió dar con el posible benefactor de la memoria de su padre entre sus colegas profesores. Como estaban casi todos muertos y los que no lo estaban son los que lo habían denunciado, haciendo referencia a los almuerzos en los que Baldomero apoyaba la represión, decidió hacer el experimento de hacerse pasar por un profesor suplente y comer con los demás facultativos para enterarse de qué hablaban y, más que nada, ver si alguno nombraba a su padre. Así, también, esperaba inaugurar un período de decisiones intuitivas, cercanas a lo irracional, en su vida. Aunque las pocas veces que les parecía haberlas tomado, últimamente por mujeres, no le había ido muy bien. Por suerte uno de los profesores había trabajado en la época de su padre.

A pesar de ser un viejo demacrado y que en conjunto parecía estar en las diez de última, reveló que su físico y su mente se mantenían vigorosos gracias a los beneficios de una dieta casi mediterránea a base de uvas, pan con cereales, chocolate negro y nueces, sin olvidar su copa de vino por las noches. Elortis le había dado ochenta y tantos pero el licenciado Pascual tenía noventa y seis. Y todavía dictaba, una vez al mes, clases en su cátedra. Sacó el tema de los inventores y los profesores más jóvenes lo miraban con una mezcla de reverencia y suspicacia, para Elortis era como si fueran cowboys diestros y tuvieran las manos en los cinturones para desenfundar en cuanto vieran la senilidad aparecer en cualquier desvarío vergonzoso.

El casi centenario profesor había hecho más de lo que ellos pretendían para sus vidas y todavía estaba ahí sentado, un rejunte de costumbres solidificadas, dispuesto a rebatir cualquier juicio inexperto. Además de jefe de la cátedra de Introducción a la Psicología, era pintor y venía de presentar una exposición de su obras en Londres, viaje que había aprovechado para conocer Escocia, donde visitó la casa de Graham Bell. Se hizo evidente para Elortis que ese viejo había logrado lo que Baldomero buscaba; ser respetado y que le paguen por sus caprichos.

Pascual dijo que los inventores en general no eran buenas personas, y que sería muy interesante investigar las similitudes en la educación que terminaban brindando a la sociedad esos soñadores exitosos. Agregó que todo era muy lindo pero: ¿a quién le gustaría ser el perro de Graham Bell? —algo que Elortis ya había oído en boca de su padre.

Parece que Graham Bell experimentaba con las cuerdas vocales de su perro para hacerle reproducir algunas palabras. Baldomero también decía que el perro era el precursor del teléfono. ¿No sería ese viejo el redentor de la figura de Baldomero?

Elortis acariciaba la idea, cuando una profesora de unos cincuenta años, pelirroja y todavía atractiva, confesó que Pascual le recordaba cada vez más a Baldomero Ortiz. El viejo se quedó con los ojos muy abiertos y, mientras Elortis trataba de tragar el pedazo de omelette que se había pedido y miraba fijamente la mesa para pasar desapercibido, el ayudante que estaba sentado a su lado le comentó a los presentes que tenían la suerte de estar con el creador de Los árboles transparentes, hijo del profesor Ortiz. Elortis, que no sabía dónde meterse, sonrió como un idiota y cometió el error de limpiarse la boca con una servilleta ya usada por otro. Encaró sin vueltas a la pelirroja y le preguntó por qué se había acordado de su padre. Mariana había sido alumna de su padre y, por la forma en que todos apartaron la mirada mientras le respondía, notó que la relación siguió más allá de las aulas. Envidiaba a Baldomero por sus amantes.

Explicó que se había tomado el atrevimiento de acompañarlos en la comida porque estaba investigando sobre la figura de su padre. Algunos profesores se levantaron, disculpándose, y sólo quedó Mariana, el ayudante, que se llamaba Diego, y el profesor Pascual, todavía sorprendido, no sabía Elortis si por su enigmática presencia en ese almuerzo o porque habían descubierto el origen de la anécdota que había contado.

Mariana pensaba que los medios habían tratado con excesiva crueldad a la figura de su padre y no podía entender cómo todos los importantes amigos que tenía no lo salieron a defender. ¡Amigos importantes! Elortis dudaba de que su padre hubiera tenido alguna vez ese tipo de amistades.

Pascual agregó que prefería mantener el silencio sobre las simpatías políticas de su antiguo amigo, pero que si había sido un infiltrado de la dictadura de los milicos en la facultad lo había hecho muy sutilmente porque nadie se había enterado. Que decía ese tipo de barbaridades en los almuerzos era mentira. Los alumnos lo evadían por ser muy estricto en los exámenes pero todos los recordaban por su parloteo en los pasillos sobre temas muy poco académicos, casi parapsicológicos en el sentido cabal de la palabra, como su proyecto de viajar a Madagascar para tratar de entender mediante la observación del ecosistema la verdad de una civilización perdida, que pensaba encontrar en algún momento. Esa verdad se refería a algo difuso y contradictorio; cómo eran los primeros pensamientos antes de que los gestos y después el lenguaje hablado los empobrecieran creando la conciencia.

El punto era, interrumpió el ayudante, que había muchos alumnos y profesores desaparecidos, y que algunos señalaban a Baldomero como uno de los posibles entregadores.

Nadie sabía quién había escrito la carta anónima, pero el viejo reconoció que el ex profesor que armó el escándalo y los demás que se sumaron no estimaban a Baldomero. Estos psicólogos no le encontraban la vuelta al asunto de rescatar su legado académico, ya que era recordado como un irracional, peligroso para la profesión, y que el aula magna llevara su nombre —Elortis sabía bien que ese homenaje tardío no había significado mucho para su padre— los preocupaba más que las acusaciones. Pascual aseguró que en esa época había profesores peligrosos, que no sólo se dedicaban a enseñar sino que invertían parte de su tiempo en movilizar a los alumnos con otros fines y que la bronca hacia su padre debía venir por los temas insustanciales, y pocos comprometidos, a los que se dedicaba.

Para Mariana, Baldomero hacía notar, muy cada tanto, sus preferencias conservadoras, pero no las imponía, prefería molestar a los psicólogos con la indiferencia y las teorías esotéricas.

Elortis se siente incómodo y decide agradecer a los presentes por sus palabras y alejarse cuanto antes, pero no logra sacarse de encima a Diego, el joven ayudante. Mientras lo acompaña al coche, Diego le confirma que Baldomero y Mariana habían sido amantes, lo felicita por su libro y le pregunta si podía darle clases de escritura.

Ahora bien, Elortis manejó a la vuelta ese día pensando en los colgantes que llevaba Mariana, entre los que había una vaquita de San Antonio, de oro. ¿No tenía su madre una igual?

Cuando llegó a su departamento buscó la caja de madera donde su padre guardaba los recuerdos del matrimonio, y otras cosas macabras como el diente de la abuela de Elortis, y estaba todo lo que esperaba encontrar, menos la vaquita que él recordaba haberle visto a su madre en algunas fiestas. Era tan cabezadura que no paró hasta encontrar en un álbum de fotografías a su madre luciendo el dije y despegó la foto para dejarla a mano. Elortis se sintió solo y un poco viejo.

Así que Baldomero había alcanzado el agape griego, esa unión suprema amorosa, con su alumna pelirroja, tal vez interesada en temas tan elevados como los suyos. Sabía que Baldomero tenía la seguridad que a él le faltaba para llevar adelante sus asuntos, una manera de esconderse a sí mismo el lado oscuro de sus actos, útil para no acobardarse y cumplir ciertos objetivos.

No sé por qué, pero me empezó a parecer que yo era uno de los objetivos del hijo de Baldomero.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 3.

3.

Durante la convalecencia que siguió a la operación, no dejé de pensar en Elortis, mi querido amigo virtual, y lo que fuera que estuviera haciendo en esos momentos. Le comenté al pasar que necesitaba dadores de sangre. Se presentó al día siguiente, aunque no lo aceptaron. Dijo que porque había dicho la verdad en todas las preguntas del cuestionario. Seguro que, como un conocido, andaba con más de una y por eso lo rebotaron.

Cargándolo, le pregunte si iba a ir a visitarme a la clínica; dijo que sí pero no cumplió, aunque llegó un mensajito de él para preguntar cómo me había ido, tres horas después de que me sacaran del quirófano. Estaba mi mamá y no pude evitar la sonrisa. Le dije a Elortis que me vendrían bien algunos de sus libros audibles para la noche. Ahora no puedo evitar imaginármelo diciendo mi nombre a la enfermera, y después sentado en la sala de espera de dadores de sangre, antes que lo llamaran para llenar el formulario.

Sus audiolibros no hubieran sido muy interesantes para mí, como ya dije eran libros viejos, por esa época yo leía poco y nada —¡con todos los textos que me daban en la facultad!—, pero estaba enganchada con esos de vampiros enamorados y un tiempo estuve con los otros de tipos que van atrás de símbolos secretos. Ahora cada tanto me compro algunas novelas más interesantes que me recomiendan en el trabajo.

Sabatini y Ortiz se ocupaban de todo Jack London, Martin Eden incluido, Elortis precisa; de la obra completa de Lewis Carroll, los Cuadernos Norteamericanos de Hawthorne, las cartas de Flaubert, Allá lejos y hace tiempo, los Viajes de Marco Polo; Wilde, pero el argentino no el que había hecho envejecer a un retrato, porque no se habían animado a leerlo en voz alta. Hubo una fuerte discusión para ver quién hacía de Flaubert en las cartas, ya que siempre eran sus voces las que interpretaban las lecturas. Si eras vecino de su oficina en esa época podías escuchar la voz de Sabatini como Flaubert y la de Ortiz como Turgueniev o Maupassant. Casi se van a las manos para ver quién era el señor de Balantry y cumplieron el deseo de Borges de dividir en dos actores al señor Jeckyll y Mister Hyde. ¿A que no saben quién se ocupa de los párrafos en que aparece Hyde en la grabación? Lamento informarles que Elortis no quiso revelarlo. Y es imposible averiguarlo porque, aunque algunas grabaciones circulan, ésa se perdió en un disco rígido defectuoso.

Si se divertían tanto; ¿por qué se separaron esos dos? La culpa, tal vez, la tuvo el libro que escribieron a dos manos.

Algunos días después de mi operación, tuve una charla rápida con Elortis. Don Luciano, el vecino que le cuidaba la casa de la costa, tenía noticias de Motor, mucho no le quiso decir aunque le pidió que viajara cuanto antes. Se haría una escapada al otro día.

Ya de vuelta, en una charla más distendida, me cuenta cómo le fue. Apenas llegó, después de un viaje rápido y sin inconvenientes, aunque la soledad de la ruta lo había adormecido mediando la mañana fría y nublada de principios de otoño, Don Luciano lo acompañó hasta la casa de un vecino.

Cruzaron la plaza, un colchón de agujas de pinos (esos árboles habían crecido desde que Baldomero plantara él mismo los primeros ejemplares de la variedad pinus brutia, según había investigado recientemente mi amigo, un pino de gran altura, natural de zonas mediterráneas), hasta una casa blanca de madera donde el señor Heller, ex capitán de fragata y compañero de pesca de tiburones de su padre, pasaba la mayor parte del año, gracias a una jubilación de privilegio que, según don Luciano, ningún proceso judicial había logrado quitarle.

Ni bien entró, Elortis se fijó en los muebles pesados que tenía la casa, en las vitrinas repletas de soldados de plomo de la Segunda Guerra Mundial, iguales a los que su padre compraba en el Pasaje Obelisco —tal vez el ejemplo de su amigo había dado el puntapié inicial a su afán por coleccionarlos— y en las pieles de animales salvajes que colgaban de las paredes, particularmente en la cabeza de un tigre de Bengala, colocada arriba del hogar, adelante del cual se extendía por el piso la piel blanca del mismo animal, rodeada de un par de sillones largos tapizados en cuero negro. La piel terminó de impresionar a Elortis.

Don Luciano, entusiasmado, revelando su camaradería habitual con el propietario, lo invitó a que se sentara en el sillón frente al ya repantigado Heller. Elortis dijo que nunca probó un whisky tan bueno como el de ese hombre. Aparentemente, un marinero le regalaba lo que quedaba en el fondo de los barriles escoceses, un líquido asentado y espeso.

En esa casa, con el fragor de las ramas de los árboles que se clavaban en el cielo, mi amigo intuyó dos veces una presencia que le soplaba la nuca, y se le ocurrió, mientras don Luciano y Heller intercambiaban opiniones sobre el clima político y personajes de la farándula en la temporada de verano de Mar del Plata, que bien el ex capitán podría tener una chica enterrada en el fondo cuyo espíritu viniera a pedirle una revancha, un rescate, si es que se podía rescatar a alguien ya muerto le digo yo, pero Elortis me dice que se tiene que poder.

Por un momento, creyó ser la señora Marple, vaso de whisky en mano en vez de té, en la historia que se llamaba Némesis si mal no se acordaba, donde la heroína tenía que visitar jardines ingleses para dar con el asesino, y entonces el ex cazador de tiburoncitos fue el cómplice de un terrible crimen compartido con Baldomero. Justo apareció Motor, dio unas pisadas sobre la piel de ese otro felino, pero muerto y gigante, y saltó a la falda del señor Heller que, sonriendo, dejo reposar su mano sobre el gato.

Heller le contó que Motor se había portado de maravillas, y pasó a explicarle porqué los gatos eran sagrados para los egipcios; una razón muy práctica: la eliminación de las ratas. Elortis, al contestarle, no se sintió la señorita Marple sino su padre, por la entonación grave, calculada; también es verdad lo contrario, dijo, inventamos fundamentos prácticos para llevar a cabo las decisiones más alocadas.

No podía sacar los ojos del fondo largo, con esos árboles y un tobogán, y le echó en cara a su padre muerto no haberlo traído de chico a jugar a lo del capitán, más cuando descubrió a esas dos nenas que le sonreían desde una foto en la mesita ratona. La casa cruzando la plaza, antes un terreno con algunos arbolitos dispersos y una inscripción tímida en el cantero del medio que inauguraba un futuro espacio público, había pasado desapercibida en sus tardes solitarias.

Igual, de repente se olvidó de lo demás, y le preguntó a Heller si se animaba a escribir una nota a favor de su padre, que sería enviada a los diarios. Le contestó que con gusto escribiría una, pero le extrañaba que no supiera que una carta firmada por él comprometería más a Baldomero, aunque estaba dispuesto a desligarlo, mediante sus palabras, de cualquier sospecha. ¿Qué habría querido decir con eso?, se preguntaba Elortis; ¿sólo de palabra podía desligarlo? ¿habría algo verdadero en la acusación? Prefirió no seguir insistiendo en el pedido.

Volvió a cruzar la plaza con Motor en sus brazos y el cada vez más viejo don Luciano, quien se atrevió a contarle que Heller y Baldomero solían escaparse a Mar del Plata con la excusa de ir a pescar, pero que en realidad hacían de las suyas como cualquier hombre de antes, lo que hizo que se acordara del interés de Heller en la farándula marplatense, y también de la ex vedette Susana P. Apenas subió al auto, notó que Motor estaba un poco arisco. Cuando le preguntó sobre sus aventuras independientes, le contestó con un maullido seco, más ronquido que otra cosa, y no dejó de encorvar la espalda cada tanto durante el viaje, como echándole en cara que lo hubiera perdido.

Ya de vuelta en su departamento, con el gato recién alimentado en sus faldas, y todavía sorprendido y asqueado por las pulgas que le descubrió en el cuello y en el lomo, vio la respuesta de Sabatini; se negaba a colaborar en el prefacio de la nueva edición del libro que escribieron.

Lo de Los árboles transparentes había empezado como un chiste, una paradia. Cuando notaron que vender libros audibles no era ningún negocio se propusieron hacer un libro a manera de imitación de tantos psicoanalistas devenidos escritores. Para eso, Sabatini se encargó de seleccionar a varios conocidos, en su mayoría antiguos pacientes suyos, que darían testimonio sobre relaciones truncadas, amorosas, familiares, laborales. En el libro daban a entender que las relaciones se desgastaban por causas exteriores naturales y no por problemas inherentes a la personalidad de cada persona, idea que lo hacía parecer más una crítica al psicoanálisis que uno de esos best-sellers de autoayuda que fomentaban la profesión, y terminaba dejando a los psicoanalistas algo mal parados.        Pero, para decir la verdad, no era el medio, me decía Elortis, lo que impedía que las personas fueran felices; eran los prejuicios, las opiniones infundadas y el resto de las configuraciones mentales que el sistema cada vez más invisible y amigable en que vivíamos nos implantaba para aislarnos y conservarnos como una célula cada vez más eficiente, sin tener en cuenta las consecuencias. Las personas afines se terminaban desencontrando. La incomunicación y la soledad hacían de las suyas.

Me pareció que lo decía a propósito, pensando en mi supuesta inapetencia sexual, cuando agregó que hacía rato que la represión sexual y de los sentimientos —la que más le preocupaba— no provenía de la religión sino de las metas falsas que nos imponían. La libertad había sido manipulada tanto en los últimos tiempos y ahora era una trampa cada vez más transparente.

Sabatini fue un gran artífice del libro, preguntando sin vueltas a sus ex pacientes los secretos más íntimos de sus relaciones. Elortis escuchaba las entrevistas y se dedicaba a inventar una historia que reflejara la situación de cada entrevistado. Tengo una amiga que se sabe de memoria, y hasta copia en su mensajero, algunas de las frases de Los árboles transparentes.

El título se debe a la metáfora de Elortis de un bosque repleto de árboles que no pueden verse los unos a los otros, solamente creen percibir algún que otro reflejo, casi siempre erróneo, de una presencia ajena a la suya. Según, Elortis, que como vemos no era muy amable con su obra, es esta especie de crítica light a la sociedad la que aseguró las ventas del libro. Sin embargo, más de un crítico literario agradeció la imagen de este páramo que en realidad era un bosque.

Los árboles crecen en altura porque piensan que así podrán ver otras especies a lo lejos pero en realidad nunca ven nada y la soledad empieza a torcerlos, a doblegarlos, hasta que el bosque se vuelve además de invisible, tenebroso.

Noches después que mi amiga me hablara del libro, soñé que pisaba el bosque de árboles invisibles con pasos cada vez más rápidos que terminaban en una corrida. Mis manos rozaban cálidas y ásperas cortezas translúcidas. De repente, me dominó una alergia terrible que debía provenir del polen oculto que lanzaban al azar esos gigantes y me desperté estornudando —gracioso, pero acabo de estornudar a la mitad de la frase.

Según mi amiga —la primera vez que intenté alejarme un tiempo de Elortis, cuando las charlas se volvieron más frecuentes, me prometí no leer nunca el libro— el caso más interesante que encontró la dupla Ortiz-Sabatini era el de Roberta Catani.

Esta mujer era una histérica cleptómana, por lo tanto mitómana, así que mejor tomar con pinzas algunos detalles de su relato, también lo aclaraban en el libro, que se enamoraba, y era correspondida, de un compañero de trabajo.

La relación prospera, y los novios pasaban cada vez más tiempo juntos —en el call center donde trabajaban y en la casa— hasta que Catani descubrió que le faltaban algunos libros en su biblioteca. Otra vez, no encontraba el juego de cubiertos de plata heredado de su abuela y, finalmente, desapareció el frasco donde dejaba las monedas que separaba para el colectivo. Roberta rompía con su novio en cuanto corroboraba que era un deleznable y mentiroso ladrón, pero a la semana el muchacho la citaba para reclamar un reloj pulsera, la estilográfica que le había regalado su madre cuando terminó la secundaria, y hasta una esponja exfoliadora. Ya reconciliados, vivían felices hasta que, en un confuso episodio en una farmacia, un policía mataba de un tiro al novio.

Estos Bonnie y Clyde de sillón de psicoanalista calaron hondo en la opinión pública. A mi amiga le brillaban los ojos mientras me lo contaba.

Dos personas con individualidades complejas pero que aprendieron a compartir sus debilidades, que a la vez, como en muchos casos, comentamos con Agos, eran sus placeres ocultos.

Ninguna relación parecía tan feliz como la de Catani y su novio del call center, y la cleptómana pronto fue una invitada habitual, como Susana P. después, de los programas de chimentos. Aunque Ortiz y Sabatini trataran de convencerla al principio para que no aceptara esas invitaciones.

Ya sabía lo demás me dijo Elortis: el libro gustó, se vendió bien, y ellos también se expusieron y viajaron a Mar del Plata para dar esa charla de literatura de verano en Villa Victoria y participar del famoso almuerzo televisivo de la famosa señora. Sin embargo, Sabatini se resintió en cuanto vio que las preguntas de la prensa iban dirigidas a Elortis y cada vez que mi amigo aclaraba, condescendiente, que había escrito el libro a dos manos, no podía evitar sentirse un impostor, lo que ahondaba su bronca.  Por otro lado, el tiempo que habían trabajado en el libro con las cuentas justas, sin poder darse ningún lujo, con sus respectivas parejas manteniéndolos, y recriminándoles el desbaratado camino que había tomado la sociedad, hizo que en las etapas finales de la escritura los, hasta aquel momento, entrañables amigos de aventuras empezaran a tener algunos roces.

Elortis le había echado en cara a Sabatini que no trajera víveres para subsistir en la oficina —siempre le comía las mermeladas que él llevaba y le vaciaba sus cajitas de té— y no le perdonaba que cada día apareciera más tarde porque había empezado a atender pacientes en su domicilio por la mañana, antes que su esposa lo usara para lo mismo. La relación de estos hombres intrépidos —palabras de Elortis—, que habían intentado distanciarse del resto de su camada al ocuparse de trabajos más afines a sus gustos, empezó a desgastarse de esta manera. Tengo que admitir que a mí me molestaban estas salidas de Elortis, tanto hacerse el revolucionario, y en cuanto empecé a trabajar en el estudio de abogacía sus opiniones se hicieron cada vez más ácidas e inaguantables.

Y acá pensó que venía al caso una de las historias que contaba la enanita. Me llevó al sur otra vez, a la casucha de dos por dos donde la enanita le había contado sobre el matón Ruggiero o Ruggierito. La relación entre Ruggiero y su compinche Baigorria venía mal, desconfiaban el uno del otro. La enanita presenció la historia que relata, mientras paseaba un domingo con su amiga. Ruggiero y Baigorria salieron de una galería, donde habían ido a “cobrarle” personalmente a una joyería, y caminaban alegres con las joyas que les regalarían esa noche a sus mujeres en sus bolsillos. De un momento a otro el cielo se llenaba de nubes y el aire se tensaba en espera del inminente chaparrón. Mientras Baigorria se acomodaba el mechón de pelo que el viento le hacía caer en la cara, Ruggiero se paró en seco. Creyó ver que el canillita parado en la esquina inclinaba hacia atrás su sombrero en señal de peligro. Andaban con cuidado porque unos matones radicales se las tenían jurada. De repente, un ruido seco y sordo hizo que los dos desenfundaran sus pistolas. Por un instante, cada uno apuntaba al cuerpo del otro, aunque enseguida rectificaban el impulso y buscaban con sus armas más allá de sus espaldas, transformando la posible traición en un acto de arrojo. Rezagados, los dos matones que los acompañaban a todos lados también desenfundaban y rastreaban con sus armas al agresor hasta que se daban cuenta que el estruendo era causado por un ventarrón que había derribado al cartel de chapa de la puerta de la galería. Así y todo, la relación de Ruggierito y Baigorria ya no sería la misma después del episodio patético de la caída del cartel y el primero mandaría tiempo después a eliminar al segundo.

El éxito del libro acentuó las diferencias entre Ortiz y Sabatini. El tiempo que pasaron juntos para crearlo logró que cada uno reconociera la previsible forma de actuar del otro. Ya no había sorpresas ni risas. Le sugerí a Elortis que tal vez él no fuera tan macho como creía ser y le pregunté, medio en broma, si alguna vez no se había sentido atraído por alguna persona de su mismo sexo. Responde, típico, que no lo descarta en el futuro porque estaba algo cansado de las mujeres pero que ese detalle iba mejor para la historia de Ruggierito y Baigorria y de cómo se cuidaban las espaldas, a pesar de recelarse, el uno al otro.

Y tenía otras historias que le contaba la enanita, pero por suerte apareció mi mamá y me preguntó qué hacía tan tarde en la computadora y pude desearle las buenas noches a Elortis. No es que me fuera a retar, pero aproveché para tomar un café con ella. Nos hablamos, Elortis, que sueñes con los angelitos, adiós, le decía, siempre así.

El día después de esa charla me enteré que mi ex se había puesto de novio y a la noche se lo conté a Elortis, que trató de consolarme. Le dije que nunca había querido de verdad a mi ex y que por lo tanto no me interesaba lo que hiciera de su vida, aunque esperaba que le fuera bien. Era una posibilidad, como decía Elortis, que Santiago no aguantara mis reiteradas negativas a tener sexo pero en realidad yo no estaba preparada y no soportaba la idea de entregarme a él por completo.

También, por esa época fue que iba caminando por Callao y me pareció ver a Elortis —si era fiel a su fisonomía la foto que mostraba— bajarse de un taxi y correr con un paraguas hacia una tienda de ropa de mujer. ¿Sería? ¿Entró en la tienda de ropa o en la librería de al lado? No quise preguntarle al otro día, porque si era él, debería haberlo saludado.

Elortis decía haberme visto en tres ocasiones, y en una la pegó, era yo y era él, los dos caminando rápido en direcciones opuestas, yo con una musculosa negra y un rodete en el pelo y él con una camisa a cuadros arremangada. Por un segundo nuestras miradas se encontraron y el corazón me dio un vuelco, pero seguí caminando más rápido y me perdí con una sonrisa en la bajada del subte.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 2.

2.

En aquellos días, Elortis se dedicaba a esconderse de los periodistas que lo esperaban afuera de su edificio. Los despistaba con un bigote que su padre había comprado en una tienda de bromas (extrañado, recuerda que en una época Baldomero aparecía con ese tipo de cosas; narices falsas, antifaces o colmillos). Sin embargo, una vez lo reconocieron. Elortis no paró de caminar mientras respondía con evasivas las preguntas y apartaba las cámaras, y logró meterse en el supermercado chino de la vuelta. La china creyó que los periodistas querían hacer alguna nota inconveniente para el ramo y los sacó volando con la ayuda del verdulero centroamericano. Elortis aprovechó para comprar comida y vino tinto, y retornó a su departamento donde se escondió varios días. Lo extraño, decía, era que seguía escuchando los ruiditos de Motor. El rasguño en la alfombra. Los maullidos tenues en busca de comida y agua. Las corridas repentinas. Pero sabía que el gato no estaba; así era la imaginación. Hasta pensó que sería el mono araña, que había vuelto. ¿De qué hablaba?

Pero me dijo que alguna vez me contaría la historia de ese mono. La pérdida de Motor lo tenía confundido. Primero porque no debería haber ido al rescate imposible del pasado de su padre (¡¿Qué era lo que podía hacer él con una carta favorable?!: siempre estarían los rumores), segundo porque no debería haberse llevado al gato por dos días de viaje, a quién se le ocurriría, hubiera estado a salvo en su departamento. ¿Qué iba a hacer ahora solo como un perro?

Elortis era de esos que te hacen reír sin querer. Su intención escondía una seriedad no tan difícil de entender, era la seriedad de la persona que llegaba al momento de su vida en que tenía que volver a jugarse todo. Ya había acariciado el éxito. Pero ahora tenía que dar otro paso, uno nuevo que consistía aparentemente en vivir como él quería y volver a escribir –o simplemente a hacer, como él decía– otra cosa de peso.

Además, estaba claro que no había encontrado el amor. Más bien se le había escapado. Se había enamorado algunas veces, pero lo arruinaba todo cuando las cosas iban en serio. Elortis idealizaba a las mujeres que le gustaban y a las que no las trataba con la desidia necesaria para enamorarlas. Así pasó con Miranda.

Ahora, después de la muerte de su padre, del éxito repentino que había alcanzado con el libro y de la enemistad con Sabatini, reconocía en sí mismo la madurez necesaria para mirar de frente a las personas. Supongo que la acusación contra su padre debió renovar su fuerza, como si tuviera una tarea importante que atender.

Nunca me contó el fin de Baldomero, pero me aclaró que el asombro de no poder hablar con él desapareció un año después de su muerte. En cambio, al tocar el tema, sacó a luz una de las historias de la enanita, cuya abuela materna había fijado la hora en que moriría.

La vieja le avisó a sus familiares que a las doce en punto de esa noche se iba y que su deseo era que rodearan su cama para acompañarla en sus últimos momentos. Se acostó y cerca de la medianoche escuchó con los ojos entrecerrados, sin chistar —palabra de la enanita— la extremaunción del cura. Al rato, como no pasaba nada, le preguntó a su hermana, la tía de la enanita, la hora. Cuando le confirmó que habían pasado unos minutos de las doce, corrió su manta con desdén, se calzó las pantuflas y avisó que, por lo visto, aquella noche no se moría. Después se fue a la cocina a hacerse algo de comer. A Elortis parecían gustarle estos personajes despampanantes. Necesitaba nombrarlos cada tanto y, peor todavía, tenerlos cerca en su vida.

Sin embargo, se había pegado a Romualdo, su ex compañero de facultad, porque era la persona más callada de la cursada. Su silencio era poco discreto, molesto para los demás. Había días en que sólo abría la boca para elegir la comida en el comedor de la universidad. Elortis, que era mucho más introvertido entonces, enseguida logró llevarse bien con Romulado e iniciaron una amistad sostenida a lo largo de los años. Después que terminó la carrera, el chico tímido se convirtió en un hábil empresario, dejando de lado la psicología para invertir su dinero en una peluquería chiquita en Caballito. El negoció prosperó, y Romualdo instaló una sucursal en Barrio Norte. Se ocupaba diariamente de administrar los dos negocios y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de su físico y a la diversión con mujeres. Se convirtió en un fiestero insobornable —en cuanto Elortis hablaba de proyectos conjuntos sin visión comercial, como los que llevó a cabo con Sabatini, enseguida le cambiaba de conversación— y en un vividor preciso, con pocas, o en apariencia ninguna, dudas existenciales. Él arreglaba las salidas, poniéndose al tanto de los nuevos bares y boliches, y se ocupaba de equilibrar el entusiasmo de su melancólico amigo. Aunque Elortis lo detestaba a veces, apreciaba la alegría imperturbable de Romualdo como un don invaluable.

En ese momento, me pareció que enaltecía el carácter de su amigo para que yo no pensara mal de sus salidas. Decía que no buscaban chicas; solamente pasarla bien entre amigos.

Elortis evitaba referirse a su vida sexual en las conversaciones, no sabría encuadrar los desenfrenos a los que se entregaba con nuestra diferencia de edad. Aunque alguna que otra vez quiso saber cómo estaba yo vestida y cada tanto me pedía que le mostrara una foto nueva. ¿Para cuándo en la playa? Pero enseguida aclaraba que era una broma. Recuerdo, sin mirar el registro de las conversaciones, que cuando volví a afirmarle que nadie me había tocado, por lo menos a fondo, no creas que nunca hice nada, eh, Elortis al rato me salió con que el sexo en nuestra época era la más grande de las ficciones y la única que seguíamos consumiendo con ingenuidad. Más que seguro, una carita de desconcierto, y él cambiaría de tema.

Sospechaba que su padre había sido mujeriego. Pero no se lo imaginaba arriesgando en las comidas su cátedra de Análisis Experimental de la Conducta. Los  alumnos, a pesar de sus locuras, o tal vez por eso mismo, lo querían y, cuando decidió dejar de dar clases, iban en grupo a visitarlo a su departamento. Baldomero los escuchaba en silencio, como si fuera otra persona, opuesta al profesor gritón de antaño, y después los despachaba, criticándolos apenas se cerraba la puerta. Para él estaban perdidos, había algo que se les había escapado en sus clases.

El conflicto con la verdadera identidad de su padre se agudizó cuando una ex amante, la señora Susana P., como la llamaba Elortis, apareció en un programa de televisión de la tarde diciendo que a Baldomero en el terreno sexual le gustaba dominar, debido a que sufría de complejo de inferioridad. Para ella el profesor era un agente civil de la dictadura, pero lo hacía para no perder su cátedra en la facultad. Para colmo, Susana P. había sido una conductora de televisión bastante famosa en una época.

Otra vez acampaban los periodistas afuera del edificio de Elortis. Unos días después supe que, mientras yo arreglaba una reunión con mi ex novio para terminar de aclarar las cosas, Elortis se la había pasado buscando, sin suerte, a una persona que hablara a favor de Baldomero en uno de los programas de televisión. Según decía, necesitaba encontrar a alguien que estuviera dispuesto a revertir el proceso de desmeritación iniciado contra su padre.

La visita a Ramiro, un ex gobernador tucumano, con el que Baldomero jugaba al tenis, no dio frutos. Fue, más bien, denigrante. El viejo estaba en el hospital, conectado a muchos cables y, mientras la esposa, mucho más joven, leía una revista de modas, Elortis susurró el nombre de su padre. Como resultado, Ramiro intentó sacarse la intravenosa de la mano derecha para, según le había parecido a Elortis, pegarle un cachetazo. La mujer dejó la revista y lo acompañó al pasillo de la clínica para explicarle la razón de la bronca.

Baldomero y su esposo siempre habían discutido y levantaban banderas opuestas sobre cualquier tema. Se hacía sentir la falta de los dos en la mesa del club. Que disculpara a su marido, estaba en las diez de última, como bien podía ver, y odiaba a Baldomero porque, además de haberle hecho perder una copa en un torneo de dobles, se le había tirado a su ex esposa.

Otra. Baldomero reconocía a un tal Walter como uno de sus alumnos más inteligentes. Para él, este chico era el único que entendía sus clases, en las que saltaba de un tema a otro, dejando que sus alumnos los asociaran libremente. Walter, también, estaba dispuesto a acompañarlo en la expedición a Madagascar en busca de los signos ocultos de la naturaleza que le revelarían la lengua adámica. Para esta tarea, Baldomero hasta había llegado a estudiar el arameo imperial, que usaría como lingua franca para comunicarse con los posibles habitantes en el caso de que encontraran alguna civilización escondida, aislada de la evolución sólo para conservar la pureza original del mundo primigenio. No era la única teoría excéntrica con la que el profesor amenizaba los desayunos y los almuerzos.

Elortis temía que las acusaciones contra su padre fueran reales. Después de todo, ¿no era un charlatán de primera? ¿cuándo hablaba de psicología fuera de sus clases? Y algunos alumnos, los de menos luces, es cierto, directamente no lo aguantaban, decían que se iba demasiado por las ramas. También, como para que no fuera así: había llegado a la conclusión, en la época en que era un profesor alegre y picaflor, de que en Madagascar existía una caverna, o un resquicio en la roca de la isla, que llevaba a una ciudad subterránea poblada. La fauna no podía ser lo único particular en ese lugar, sino que así como habían permanecido intactas esas especies que conservaron sus características esenciales, también los humanos lo habrían hecho, salvo que bien escondidos de la mirada del mundo. Baldomero estaba casi seguro de que sería imposible dar con el agujero en la roca que lo llevaría a esos hombres pero se conformaba con el logro que significaba convencer a alguien para que le financiara el viaje. Para intentar dar con la caverna rastrearía ciertos indicios en la fauna y la flora del lugar. De todas maneras, creía que ya ver a esas especies de cerca y en su hábitat le haría comprender la naturaleza de los demás habitantes. Yo leía absorta las palabras de Elortis. ¡Qué padre tan interesante había tenido después de todo! El mío se pasaba el tiempo alquilando departamentos y casas que mandaba a construir.

Pero sigamos, Walter no era el exitoso psicólogo que Elortis esperaba. Vivía en un departamento chico sobre la calle Paraná, pegado al barrio de Montserrat, donde atendía a sus pacientes. Elortis estuvo esperando en la puerta del edificio unos quince minutos al lado de una chica, y cuando Walter bajó para despedir a otra paciente y hacerlo pasar, le pidió a la chica si podía esperar un rato más.

Subir en el ascensor con ese otro producto de su padre lo había hecho sentir como si fuera un paciente más. Debo admitir que me causaban gracia los pensamientos de Elortis, eran los culpables de que me acordara de él cuando no hablábamos, cuando me tiraba en la cama a mirar alguna serie o cuando escuchaba música y liberaba mi imaginación.

En fin, mi amigo subió callado el ascensor con Walter y ya en el sillón de los pacientes le preguntó si podría interceder por su padre ante la opinión pública. Eso significaba escribir a los diarios una carta en la que debía contar cómo era la personalidad de su padre para despejar las dudas sobre sus actividades en la universidad. Walter sonrió y comentó que, a pesar de que apreciaba la visita y que no pasaba un día sin que se acordara de Baldomero, no era el indicado para esa tarea. Le explicó que su padre le había hecho perder tiempo y dinero con el proyecto de encontrar financiación para su viaje a Madagascar y todo por su afán de no pasar por un simple psicólogo ante los ojos de los alumnos. Quería emular a su héroe predilecto, Nansen; pero, ¿cuántas zonas inexploradas quedaban?, se preguntaba Walter ¿Hace falta que nos inventemos una para aparentar lo que no somos y, más que nada, lo que no se puede ser, ni hace falta que sea? Tenía esas mañas, contestó Elortis, medio confundido por las palabras de Walter, que siguió atacando a su padre.

Había notado al entrar que el ex alumno era bastante amanerado. Parece ser que, cuando Walter era ayudante, Baldomero no sólo le pegaba en la espalda para que adoptara una postura más erguida cuando estaba en frente de la clase, sino que frecuentemente le sugería que hiciera ejercicios vocales para engrosar su voz. Según Baldomero, si quería ser psicólogo tenía que parecer una persona normal ante sus pacientes y no como un personaje digno a ser tratado.

Elortis recordó que su padre odiaba que Walter tuviera inclinaciones. Le aseguraba a su esposa en la cena que con el tiempo su ayudante se convertiría en un puto a secas. ¿Cómo se le había ocurrido que ese psicólogo humillado en su juventud por Baldomero diariamente hablaría a su favor? Así que se levantó del sillón, y Walter le pidió si podía hacer pasar a la chica.

Confesó que se enamoraría de aquella chica si la volvía a ver. Cuando abrió la puerta para dejarla pasar, ella tenía la mirada baja, clavada en el piso, como si le diera vergüenza que la encontrara visitando al psicólogo. La nariz era perfecta. El pelo, ondulado. Alta como yo. No me dijo si era rubia o qué… Sentí celos, lo admito.

Se encontró con una tercera persona, un vicepresidente de una cámara de comercio, en un café. De paso, llevó a su hijo porque quería ayudarlo a encontrar algún trabajo con el que pudiera empezar a desenvolverse en el mundo cuando terminara su año sabático.

Fernando, un viejito que se caía a pedazos y que parecía una cabeza atada a un hilo que se perdía adentro del traje, según su hijo Martín, se dedicó por un rato a darle vueltas a la cuchara de su cortado y a contarles las cosas que le había tocado vivir en su puesto durante uno de los gobiernos militares. Apenas soltó la cuchara, afirmó que escribiría una carta a favor de su primo lejano, aunque dudaba de la importancia real que pudiera tener su palabra en la actualidad. Le preguntó a Martín qué estudiaba, si tenía novia y solo, sin que Elortis abriera la boca, le prometió buscarle una buena ocupación para que creciera aprendiendo y tuviera su propio dinero. Estrecharon la mano de Fernando y lo vieron alejarse a paso rápido hacia un edificio.

Esa misma noche, la voz de la esposa de Fernando lo despertó, para contarle que su marido tenía las facultades mentales alteradas, había una vena que no irrigaba bien y por lo tanto seguía creyendo que trabajaba en ese lugar, al que concurría todos los días que lograba escaparse de su cuidado. La señora pensó en llamarlo para avisarle apenas encontró su tarjeta en la ropa de su marido.

Elortis ya no sabía dónde buscar, y no le quedó otra que ponerse a trabajar en un prólogo para la nueva edición de su libro. Se le ocurrió llamar para eso a Sabatini.

Yo me daba cuenta de lo importante que era Sabatini para él porque las pocas veces  que lo nombraba extendía las conversaciones, dándole vueltas al asunto, aunque mi intención fuera cambiar de tema. Una noche se aferró a la figura de su amigo, o ex amigo para ser más precisa. Me confesó que extrañaba pasar las tardes con él, inmersos en proyectos irresponsables y sin futuro como el de la empresa de libros audibles.

Sabatini llegaba por las mañanas en bicicleta a la oficina que habían alquilado y, por lo general, Elortis ya estaba preparando el mate. Después, la charla variaba, según el día, sobre sus frustradas relaciones de pareja (Sabatini casado, aunque no dejaba de ser un eterno novio como Elortis —estas conversaciones terminaban siempre con una apreciación positiva de sus parejas, como para volver a poner todo en orden) o sobre las posibilidades de adquirir nuevos títulos para ofertar a sus casi inexistentes clientes. Lo que no variaba era la manía de Sabatini de contar sus sueños de la noche anterior.

A diferencia de Elortis, Sabatini soñaba todas las noches, y le gustaba expresar los cambios en la amistad y los vaivenes de la fe en la sociedad que conformaban a través del relato de sus sueños. Por ejemplo, una mañana le contó uno en el que estaban los dos en un cine, esperando que empezara la proyección de la película elegida, casualmente la proyección restaurada de Sed de Mal, una de las favoritas de Elortis, cuando notaron que la proyección había empezado debajo de sus pies en vez de en la pantalla. Discuten.

Para Ortiz era una estupidez ver una película así, pero Sabatini pensaba que era un experimento que podía enriquecer la visión de esa obra maestra. Apenas terminado el relato del sueño, Sabatini concluye que necesita más tiempo para practicar yoga y tomar clases de spinning con más regularidad para disminuir el desgaste de su organismo. Elortis no puede evitar enojarse, aunque no dice nada. Él dejaba su rutina de pesas para el fin de semana y abandonó la refacción de su departamento para apostar por la empresa. Pero Sabatini le llevaba algunos años y necesitaba equilibrar la tensión que el trabajo diario producía en su mente.

Elortis disentía porque, a pesar de que también reverenciaba el cuidado del cuerpo y de la mente, la comida macrobiótica, los tés inspiradores y los masajes relajantes, sentía que la obligación de ellos era seguir el plan que se habían propuesto desde el principio. A saber: seleccionar y editar cuatro libros audibles por mes. Obras con derecho de autor de dominio público, para evitar los problemas legales. Los clientes ciegos que tenían los necesitaban.

Habían contratado a un chico para que los distribuyera por los colegios para no videntes. Se llamaba Tony y también era ciego. Elortis le tenía bronca porque era mucho más desenvuelto que su hijo. Lo admiraba. ¿Cómo hacía para parecer uno más de la sociedad? Se suponía que su condición de discapacitado debería haberle garantizado la salida: ¿era tan necesario que sirviera a la gente de esa forma? ¿para qué tendría que adaptarse a una sociedad de la que podría prescindir con más facilidad que los demás? ¿sería feliz Tony ofreciendo sus ilustres obras en los colegios?

Elortis me parecía cada vez sospechoso cuanto más criticaba al chico que usaba para vender.

Decía que Sabatini se llevaba mejor que él con Tony. Hasta llegó a enseñarle algunas posiciones de relajación. Tony entraba, mascando chicle, revolviendo las monedas que llevaba en los bolsillos y les contaba a sus jefes sus levantes diarios. El ciego había logrado seducir a dos maestras y, por supuesto, a unas cuantas alumnas.

Aquí, Elortis se pone bastante serio y da algunas vueltas antes de soltarlo: Tony prefería a las maestras porque podían ver y él necesitaba que durante el acto sexual apreciaran con la vista su miembro. Parece ser que Sabatini y Tony se trenzaban en largas discusiones sobre variados temas sexuales. Elortis se mantenía callado o festejaba los chistes. Conmigo tampoco tocaba estos temas. Si lo hacía era tan frontal que parecía ingenuo.

Cuando tuve que contarle que me operarían de un quiste en el ovario y por lo tanto no hablaríamos durante una semana, por lo menos, me confesó que uno de sus testículos se le había subido cuando era chico. Tenía uno más grande y uno más chico; por eso debía descargar sus seminales diariamente. Tengo que admitir que este tipo de charla me divertía más que cuando me contaba los sueños de Sabatini o me llevaba al sur con la enanita.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 1.

PRIMERA PARTE

 1.

El día que lo conocí hacía casi dos meses que me había peleado con mi novio y no estaba de buen humor. Una vez que nos presentamos, de dónde sos, qué estudias, y después de avisar que me triplicaba en edad, y también en mal humor ese día, me confesó que, a pesar de todo, su vida había sido radiante hasta los cuarenta y que me encontró de casualidad, mezclando las letras del hotel de Mar del Plata en que lo habían metido durante la gira de presentación de su libro. Por un momento pensé en eliminarlo al instante, chau Ortiz, yo no hablo con gente que no conozco, menos con los que, cuando están aburridos y tristes, se entregan a inocentes juegos de azar, como vos dijiste, y no estoy segura qué hubiera ganado con eso. Era más pendeja que ahora y la vida para mí era un aburrimiento constante, todavía no había entrado en la época de las revelaciones diarias, ésa donde te lleva el peso del aburrimiento que te atan en las piernas o que te atás en las piernas hasta que vas cayendo y te das cuenta que, sumergida, hay una ciudad que es reflejo de la superior. Hola, ciudad sumergida, saludás, y empezás a rearmar tu vida como si todo fuera nuevo y el peso no pesara, pero es que tus músculos ya están entrenados. Y ahí empieza lo bueno.

Amaba a las mujeres, no podía estar sin ellas, aunque eran unas manipuladoras de nacimiento las minas, decía Ortiz muy seguro de sí mismo, y esa seguridad era a la que me prendía las noches que hablábamos hasta las cinco de la mañana, increíble. Ortiz la tenía tan clara, y decía que por eso el mundo se le venía encima cada vez que abría la boca. No tardé en descubrir que hablaba conmigo porque era la única que lo respetaba. Y eso que, por lo que decía, mujeres no le faltaban. Por la foto parecía de treinta y tantos. En realidad, tenía cuarenta largos. Era lindo y se mantenía en forma. Y aunque era inteligente, entusiasta y decidido, estaba perdido. No lo deduzco yo, que estaba perdido. Él lo repetía seguido en nuestras primeras conversaciones. Y como en ese momento yo también estaba perdida en la vida, nos entendíamos. Como ya dije, no estoy muy segura de lo que pude haber ganado al conocer a Ortiz. Y como, más que nada, extraño sus opiniones, y como guardé las conversaciones que tenía con él, se me ocurrió ir leyéndolas a ver si logro entender algo de esa época de mi vida. Ahora, por ejemplo, puedo leer que en la primera charla decía casi a los gritos, en mayúscula, que estaba triste, cuando le pregunte por qué, me respondió que los hombres ya no iban a encontrar un lugar donde las mujeres estuvieran en estado salvaje, y que como a él le gustaban las castañas de ojos claros, encontrar a una castaña de ojos claros en estado salvaje, de espaldas, bañándose en un río, era muy improbable. A lo sumo habría alguna comunidad perdida en el Amazonas decía Ortiz, pero serían todas negritas y la sociedad lo había acostumbrado a las casi rubias. Las rubias del todo, las platinadas, no le gustaban. Claramente, él no creció con el furor latino en Hollywood y en las películas pornos, como mis compañeros de trabajo. Ahora la mayoría no se fija en las rubias. Mejor para mí. Pero él estaba triste, al hombre le habían robado para siempre el correr por los pastos altos con una rubia salvaje. Y encima, ante mi disconformidad hacia sus palabras, carita de decepción, los ojos bien abiertos y por boca una línea, agregó que los hombres habían preservado la esencia de su sexualidad, el contenido iracundo, irracional y volátil, pero que las mujeres habían evolucionado hacia una nueva perversión. Nos hacíamos las buenitas con todos. No quería más amigas. Yo pensaba que ese tipo era un viejo irresponsable, baboso, condenado a la soledad por lo mujeriego que era, y estaba, un poco por lo menos, equivocada.

Ortiz había estudiado psicología, aunque nunca ejerció, y mucho tiempo después, casi por casualidad, se convirtió en escritor. La embocó con un libro que escribió sobre casos psicoanalíticos. La intención había sido divertirse y, si tenían suerte, hacer algo de plata, pero a diferencia de ese tipo de libros, creó –a partir de la misma realidad– dos o tres personajes fuertes, únicos y la gente ahora apodaba a los amigos con los nombres de esos personajes. Los suplementos culturales de los diarios Clarín, La Nación, Página 12 y Perfil escribieron notas sobre el libro y también salió una entrevista a los autores en la Rolling Stone. La investigación para el libro la había realizado su socio y amigo, Emiliano Sabatini, el psicólogo con el que tenía una empresa de libros audibles. Cuando lo conocí, Ortiz acababa de volver con su socio de Mar del Plata, donde habían sido invitados para participar, en una mesa de escritores, en el programa de televisión de Mirtha Legrand. Ortiz y Sabatini se habían negado primero, pero después pensaron que la mini gira de verano, que incluía un encuentro sobre literatura y psicoanálisis en Villa Victoria, favorecería las ventas del libro, y finalmente aceptaron viajar con todo pago.

Al principio, y después de esa noche que dijimos más formalidades que otra cosa, salvo por el comentario desubicado de Ortiz de las mujeres salvajes casi rubias, hablábamos más de música y salidas. Aunque no lo crean, Ortiz seguía saliendo con su amigo de la universidad, Romualdo. A veces iban a boliches, con intención de divertirse entre amigos más que nada, recalcaba… Hacía más de un año que los dos, con pocos meses de diferencia, casualmente, se habían separado de sus novias. Como ya dije, yo estaba embarullada; también me había separado hacía poco. Ortiz había estado ocupado terminando el libro y cuando se vio con un poco de tiempo, aburrido y solo en las noches, me encontró. Con sus salidas a los boliches y todo, estaba fuera de época. Algunos de su edad seguían de fiesta pero no se comprometían; él se aferraba a algunas personas y, aunque no le gustaran demasiado, después no podía dejarlas.

Muchas veces deliraba Ortiz; por ejemplo, declaraba de la nada que a él le gustaba mirar los árboles porque, a pesar de que pensábamos que no tenían conciencia, eran seres tan concentrados en lo suyo que no gastaban energías de más. Por eso los chicos temían a los árboles gigantes. Pero a él lo asustaban las imágenes grandes de animales. De chico había entrado en una carpa que proyectaba un documental de la selva en tres dimensiones, que en aquel entonces eran unas pantallas puestas en semicírculo, y todavía no podía sacarse de encima la impresión. Lo mismo le había pasado cuando sus padres lo llevaron a uno de los primeros centros comerciales. Se escapó por los pasillos y, al doblar en uno, encontró la réplica en tamaño real de un elefante. En muchas cosas era como un nene que perdió el tren, Elortis, querido, como yo le decía cuando lo saludaba y él esperaba un rato para responder, haciéndose el interesante.

La cosa es que, al momento de conocerlo, Ortiz estaba por tropezar con un problema en su relativamente tranquila existencia. Ya se había metido en otro al dejar a su pareja, eso era algo que estaba bastante claro y que me dolía cada vez que lo pensaba; fácil descubrir los hilos que me habían llevado hasta Ortiz, aunque si la hubiera dejado antes, y también me hubiera encontrado, yo hubiera sido una nena para él. La diferencia de edad se notaba en que la conversación a veces caía en lagunas insalvables, seriedades y reflexiones oscuras sobre la vida, yo podía remontarla haciéndole alguna broma sobre sus años, preguntándole sobre la música que escuchaba, incluso echándole en cara, y exagerando, la locura que era hablar con él, otras veces abriéndome y contándole mis problemas, mis inseguridades, mostrándome de moral ambigua por momentos; no hay nada como ser voluble al principio para ganarse a una persona.

Parecía gustarle que yo, a pesar de haber tenido novio y tener casi veinte años, fuera virgen. Lo había notado la vez que hablamos directamente del tema: no lo podía creer; me dijo que lo entendía pero que le parecía muy extraño; esa perseverancia podía llevar a la desesperación a un hombre y no la aprobaba para nada… Un amigo suyo, ex novio de una chica que pensaba mantenerse intacta hasta el matrimonio, un día que había tomado de más le reveló que era capaz de provocar orgasmos a las mujeres con masajes estratégicos. Gracias, no, paso, decía Ortiz. Le expliqué que no era que yo nunca hubiera hecho nada, sino que deliberadamente no había llegado hasta ahí, no estaba segura con la relación. Más adelante, me comparó a mí con un nuevo tipo de mujer fatal siglo veintiuno, cuyas características nunca precisó.

Encuentro que se tomaba tiempo para hablarme de las clases de té que tomaba. El té verde era su preferido, por ser más fresco, sin tanto proceso y sin fermentar, pero cuando se aburría tenía siempre disponibles cantidades de té negro y rojo; de jazmín, que era como un aplauso de aroma enfrente de su cara y funcionaba como un ejercicio de budismo zen; africano, una mezcla de té negro, chocolate y jengibre, té oolong, té blanco, y cuanta infusión encontrara en la tienda china que visitaba una vez por semana, a veces con el único objetivo de tener alguna razón para salir de su departamento, según más adelante pude saber.

Otro de sus temas favoritos, que yo detestaba, era su niñez. Si le contaba de mis amistades o una discusión familiar, Ortiz me hacía viajar con él en el tiempo para enseñarme a los seres que lo habían rodeado en el pasado. Me llevaba al sur, a algún lugar entre Lanús y Banfield, a una casa de frente blanco, con un patio largo y un fondo todavía más largo, fondo y no jardín, decía, porque estaba cultivado por su padrino, un italiano flaco y con los nervios de punta, y los zapallos, los tomates y las radichetas lo llenaban. Cuando entrábamos nos esperaba, en algún lugar entre el patio y el fondo, con la pava en el fuego y las galletitas de agua con rebanadas de queso fuerte, un viejita muy petisa, casi enana, jorobada, coja y con la mano izquierda paralizada, que se había casado con el hermano de la tía abuela de Ortiz y, ya viuda, seguía viviendo en esa casa chorizo. Hacía muchos años que la enanita no salía más que hasta la puerta.

Fue la primera persona que lo hizo reír. Y para él reír quería decir encontrarle algún gusto al mundo. Antes había sonreído seguramente, como todos, con los sonajeros y las morisquetas típicas de los mayores, pero un día sus padres lo dejaron solo con esa viejita, pensó que iba a aburrirse, pero enseguida estaba mirando cómo los repasadores se habían convertido en personajes que cantaban y bailaban, igual que la enanita, al son de la milonga o el chamamé que salía de una radio enorme. Pronto descubrió que esos trapos estaban llenos de historias porque la enanita, que era de Avellaneda aclaraba Ortiz, cerca de la plaza Mitre, había conocido a muchos personajes interesantes. Se hizo costumbre dejar la casa alta en la que vivía en aquel entonces para meterse en la casucha a mitad de cuadra. Ahí conoció al Mono y a los matones de Avellaneda, que captaban su interés porque eran lo que nunca fue Ortiz, gente de la calle.

Y ahora menos que nunca; después de separarse de su novia de siempre, que era también la madre de su único hijo, y del viaje a Mar del Plata, mi amigo virtual pasaba cada vez más tiempo encerrado en su departamento, cerca del Colegio Benito Bautista (¡ahí cursé la secundaría, Elortis!). A pesar de que las mujeres lo habían rodeado desde chico, y que las prefería a los hombres, últimamente lo tenían a mal traer. Me hizo creer que se había separado de su mujer porque la relación estaba desgastada, pero a veces surgía la sombra de otra mujer, una misionera. Este tipo de charla quedó relegada cuando me confesó que estaba pasando un momento difícil por otros motivos.

Se sospechaba que el padre de Ortiz había colaborado con el secuestro de profesores y alumnos durante la última dictadura de nuestro país. Un ex profesor de psicología de la Universidad de Buenos Aires había declarado en una entrevista de un importante diario que su par, Baldomero Ortiz, era un funcionario civil del gobierno militar. Otro compañero salió a afirmar al mismo medio que en las charlas en el comedor de la facultad el profesor Ortiz relacionaba la psicología con la corrección de mentes obtusas dedicadas a la subversión. Después de que me revelara este asunto, perdí su rastro por unos días. Lo esperaba por las noches en la computadora, pero si se conectaba, volvía a desconectarse enseguida. Tal vez lo hacía sólo para ver si había cambiado mi subnick (con el tiempo supe que le prestaba atención a los pedazos de canciones que yo ponía de mensaje personal). Mientras tanto, aproveché para investigar sobre la represión y la tortura en la Argentina del siglo pasado y, por un truco de mi imaginación, lo veía al Ortiz que yo conocía, al hijo, en un centro de detención clandestino, tratando de lavarle la mente a las personas, y tachando con rojo en un lista a los más caprichosos, o directamente empujando a personas encapuchadas de los aviones. Después me enteré que aquellos días Ortiz los había pasado buscando entre los papeles de su padre algún escrito que pudiera presentar a los medios para negar la acusación. Su padre no podía defenderse. Había muerto cinco años atrás.

A los pocos días mi nuevo amigo reapareció; muy alegre me contó que su hijo se había recibido de abogado, en tiempo récord, y ahora podría ayudarlo si tenía más problemas con las rémoras que lo perseguían por el pasado de Baldomero, aunque no confiaba mucho en él porque recién estaba conociendo a las mujeres y estaba muy distraído. En la cena en un restaurante del puerto de Olivos, donde habían ido para festejar con el  graduado, Martín anunció que se tomaría un año sabático; quería viajar de mochilero por Sudamérica. Ortiz estaba seguro que su hijo intentaba olvidar a la compañera de facultad que le gustaba. Era buen padre, conocía bien a Martín. A diferencia de Baldomero, que nunca tuvo tiempo para él; se había criado con lo que encontraba al paso en la casa del sur de Buenos Aires, más que nada libros viejos con las hojas cortadas a cuchillo, pilas de revistas polvorientas, y la cajita de metal repleta de monedas antiguas —su padre le enseñaba de qué lugar procedía cada una. Pero otras cosas no había sabido o no había querido trasmitirle. No lo preparó para vivir, para relacionarse con las personas. Baldomero pasaba el tiempo al principio con sus pacientes, y después con sus amigotes, a los que mantenía lejos de la familia. Cuando le pregunté si las acusaciones eran justas, Ortiz se desconectó, y desapareció por otros tantos días.

En la próxima charla a Elortis —como lo llamaba por su nick y como a esta altura ya debería llamarlo en estos escritos— se lo nota cambiado, esta vez espera a que yo lo salude, y me contesta al instante, eufórico, con un signo de exclamación. Quería saber si yo pensaba en mi ex novio, si seguía viéndolo y me confesó que estaba muy triste por mi separación. Dijo que una noche, con la cabeza pegada a la almohada, se había puesto a pensar en mí, después de un primer noviazgo sola en el mundo, y se largó a llorar como un nene.

Yo no estaba tan sola, pero tenía algunas dudas con respecto a la moral de las personas que me habían creado. Sospechaba que mis padres no eran lo que aparentaban. Cualquiera que haya crecido con sus progenitores puede darse cuenta del tipo de zozobra que sentía mientras mis pensamientos maduraban. Me sentía culpable de que mis padres se siguieran viendo después de tantos años de separación, era una farsa sin sentido. Se lo conté a Elortis, le dije que necesitaba desprenderme de la tierra, serruchar raíces. Abrirme de esa forma lo descolocó. Hasta ese momento él pensaría que yo era una chica del montón, tal vez un poco más avispada que las demás, pero a partir de ahí algo cambió en la forma de hablarme. ¿Por qué?

Para mí se dio cuenta que podía llegar a engancharse conmigo. Enseguida hizo la broma, repetida después, en los momentos en que se encontraba en una posición de debilidad con respecto a mí, de que sería un buen partido para su hijo. Lo había visto en una foto vieja del perfil de Elortis, era un chico bastante lindo, un poco desgarbado y de mirada insegura, no tenía los ojos azules del padre, la nariz era un poco más perfecta, pero nada de la mandíbula cuadrada y el perfil de actor de serie norteamericana que lograban que te interesaras por Elortis a primera vista, con esa especie de desconfianza que generan, en algunos casos, los lindos.

Elortis, además, hacía natación y estiramientos diarios que, evidentemente, habían mantenido en buen estado su físico. En fin, cualquier chica se habría interesado por él de primera; conocerlo hacía que la relación se volviera, al comienzo, más distante porque se notaba que no era un tipo como los demás. Costaba encasillarlo, encontrarle la vuelta, saber quién era en realidad y qué lo movía. Yo, que tenía bastante experiencia en este tipo de amistades, tuve que aceptar que Elortis me divertía como ninguno y su trato me hacía descubrir algunas cosas que pasaban desapercibidas para mí antes de conocerlo.

Le gustaba contarme lo que hacía en detalle, para mi sufrimiento. Había tenido que ir a la casa de la costa de su padre, el lugar donde pasaban los veranos cuando era chico. Hizo el viaje con Motor, su hermoso gato blanco y negro. La verdad que me hubiese gustado conocerlo. Daban ganas de apachurrar a ese gatito, por lo que había visto en una de sus fotos. Me gustan mucho los animales.

A Elortis también le gustaban. Llegó a tener  a un mono araña en su departamento. Pero eso me lo contó más adelante, sigamos con la conversación de ese día. Elortis había ido a aquella casa, en Mar de Ajó Norte, un lugar reverenciado por su padre por la tranquilidad y porque podía cazar tiburones cada vez que se le antojaba. Le dije que me parecía muy rara la imagen de un psicólogo pescando tiburones. Me explicó que su padre no era un psicólogo en esencia, que tenía amistades que lo habían llevado por otros caminos; que tal vez por el descuido de Baldomero hacia la actividad que había elegido, él se empecinó en estudiar lo mismo; quién hubiera dicho que Ortiz Jr. también iba a terminar dando un paso al costado. Sin embargo, tal vez fuera ése el ejemplo que había seguido. Hacía poco, lo que rescataba de su padre era que nunca se había apoyado en su profesión para explicar quién era; ahora ese desinterés parecía el resultado natural de la doble vida que le adjudicaban.

En cuatro horas llegó a Mar de Ajó, le dio comida a Motor, y se dedicó a revolver los muebles, armarios, alacenas, cajones, y hasta las tablas de madera de las paredes de la casa para tratar de encontrar alguna carta que pudiera limpiar el nombre de Baldomero. Nada por aquí. Nada por allá. Lo que encontró fueron ediciones viejas de la National Geographic. Baldomero había estado suscripto de por vida a la revista. Decía que se había cruzado con la nena de la famosa portada en una de sus caminatas. Que la nena, ahora toda una mujer, había emigrado de su Afganistán natal a nuestro país. Después, cuando finalmente la revista logró encontrarla, su padre siguió afirmando que la había cruzado cerca del Palacio Alvear. Era encantador cuando inventaba esos misterios que ponían a volar la imaginación de un chico, recordaba Elortis. En lo demás, en apariencia se desentendía de él y dejaba que se las arreglara solo aunque, dosificando los halagos y las críticas, ejercía un control de sus impulsos e inclinaciones. Apenas le había prestado atención cuando le dijo que quería seguir su profesión.

Elortis terminó de revolverlo todo, aceptó la derrota en la búsqueda y decidió pasar el fin de semana leyendo viejos números de la National Geographic en el fondo de la casa, aunque veía una foto y leía el copete de los artículos más que nada y después miraba los árboles y se dejaba asombrar por los colibríes que también asombraban a su padre en sus visitas. Cuando se cansó de hojear la pila de revistas, empezó a buscar a Motor por la casa y no lo pudo encontrar. Salió a la calle.

Tocó el timbre de los viejos de al lado —siempre rodeado de viejos, decía Elortis, porque sus vecinos de piso también eran todos muy mayores—, que se pusieron muy contentos de verlo después de tanto tiempo, pero su gato no estaba por ningún lado. Se volvió, doblemente triste: no había encontrado ni un papelito que pudiera salvar la reputación de su padre y había perdido a la mascota que dormía con él por las noches. Ahora daba vueltas en la cama. ¡Qué sería de Motor en los fondos de esas casas deshabitadas, y cuando no, con perros guardianes y dueños hábiles en el manejo de pistolas de aire comprimido!

Era sensible con los animales. Al principio pensé que fingía para quedar bien conmigo, yo soy capaz de dar la vida por cualquier perrito de la calle. Pero después me di cuenta que el interés era sincero. Decía que era una tara que su padre le había transmitido. Baldomero creía que los hombres eran inferiores a las demás especies. El viejo Ortiz pensaba que el uso constante del lenguaje hablado había terminado por perder para siempre al hombre y que no era una evolución sino, más bien, un error lamentable. Tal vez por eso sus últimos años los pasó casi en silencio, decía Elortis.

Tengo que admitir que me asustaba la figura de Baldomero Ortiz. A Elortis no le conté, porque temí que no se soltara más conmigo, pero un día había visto la foto de Ortiz padre en el diario, un viejo en sillas de ruedas y aferrado con saña a un lustroso bastón. Daba una indefinida sensación de respeto. Pensé que si su afán era eliminar el lenguaje,  tal vez sin querer, había puesto todas sus energías en expresarse sin él. La mata de cabello oscuro, el físico robusto aún en la vejez y la discapacidad, la mirada resoluta, la mueca arrogante de la boca, la inclinación cortés de la cabeza, podrían ser los signos que lanzara al mundo. ¡Ay, de quien los viera, de quien supiera decodificarlos! Tal vez se volvería tan loco como él. Baldomero podría tener la pinta de esos viejos que invitan a las nenas a sentarse en sus faldas, si no fuera porque en sus ojos refulgía una tranquilidad y una sinceridad que lo alejaban de lo terrenal y lo rejuvenecían hasta iluminar al hombre apuesto que seguramente había sido.

por Adrián Gastón Fares.

Kong 23. Una propuesta para Von Kong

PH: A. G. F.

Estimado Kong,

No te puedo creer lo del gorila y el tipo de cara larga. Y Taka con ellos, encima.

Tus aventuras no tienen punto en común con las mías. Aunque mis aventuras creativas son gestas con principio, desarrollo y desenlace no tiene sentido que te las cuente si vos andás con No-seres de aquí para allá.

Recibí mensajes cifrados de una comunidad oculta en el Amazonas. Viví coincidencias de todo tipo. Una vez me crucé con una bruja. Otra tuve una precognición. Bah, un sueño precognitivo. No le hice caso al sueño, porque no sabía que eso iba a ocurrir el mismo día y bueno, no se dio lo que se tenía que haber dado. Algo amoroso. ¿Qué es el amor? Baby, don´t hurt me, don´t hurt me, no more. Perdón por este exabrupto.

En Intransparente, una de mis novelas, esbocé una teoría del color, una especie de tesis, donde sostenía que los mantos de color púrpura tenían el poder que simbolizaban, como puede leerse en tantas narraciones antiguas, porque estaban teñidos con la secreción hiperbranquial de un caracol de mar. El gastrópodo marino Murex brandaris. Eso está en la segunda parte de la novela. Me pregunto si alguien la habrá leído. No me preocupé por buscarle editor.

Rastreé en los textos jónicos las huellas de este tinte. Pensé que por ser alucinógeno favorecía la clarividencia. En realidad, no me tomé en serio el tema, sino que se lo endilgué al personaje de la novela, una especie de thriller.

Pero me fascinan los colores. Como estoy ansioso por filmar me propuse hacer un ejercicio con tus mensajes. Vamos a hacer una pequeña propuesta estética, como si tu historia fuera una película. Feature, como le dicen los de arriba.

Acá le decimos película o largometraje, pero existen los largometrajes de ficción y los documentales. En cambio los de arriba dicen Feature y con eso se refieren a una película de ficción. Es más simple… A ver, vamos.

Imagino tu futuro como verde, amarillo y violeta. Los exteriores tirando a verde como esa película de Alfonso Cuarón (Children of men o Niños del hombre). Te veo en planos contrapicados, para acentuar tu trabajo de control sobre los No-seres, pero también en picados para aplastarte contra el piso como en el momento de esa caída moral que tuviste en el hospital de día.

Con Taka te imagino con teleobjetivos al principio para que estés pegado a ella, como el dúo que eran. Después, mientras se fueron distanciando, un gran angular sería lo adecuado para que los dos se pierdan un poco en el plano.

La composición sería desbalanceada en tu crisis, en ese período oscuro en el que fumabas en la terraza repleta de plantas exóticas en el hospital de día, para hacerse más balanceada en el presente –como en las primeras aventuras que me contaste, tus primeros mensajes–.

Tu historia es literalmente brillante, así que usaríamos en iluminación un ratio no tan contrastado, tirando a lo luminoso, más que a las sombras que están adentro tuyo y de los No-seres.

¿El nivel de saturación? Medio. Aunque tu futuro lo veo un poco saturado para ser sincero.

La música serían acordes simples en sintetizadores. Aunque varios violines juntos no vendrían mal. Fa menor. Mi menor. La menor. Sol.

Tu historia se está desarrollando y no puedo hacer una propuesta estética completa ahora, Kong, mis disculpas anticipadas por este texto dislocado.

Grabaríamos con una Alexa Mini, o una Red Weapon, y la resolución seria 8k. El formato sería anamórfico y la relación de aspecto 2.35. 1.  Hay muchas cosas para mostrar, Buenos Aires no es la misma, hay más verde, drones y No-seres que vuelan calculo, así que hay que aprovechar al máximo la pantalla.

Calculo que en tu futuro ya los píxeles habrán sido reemplazados por algo más homogéneo. Supongo que en tu época las pantallas son de grafeno, volátiles, transparentes y flexibles, así que no habrá manera de diferenciar una pantalla de lo que no lo es. Ese punto de giro, como les gusta decir a los guionistas, de la princesa Leia apareciendo en un holograma para lanzar a Luke a la acción en tu futuro está en todos lados.

Para mí que en el tiempo en que me escribís andan por ahí tratando de ver qué es real y que no. Calculo que habrá algún control, reglas: por ejemplo ponerle alguna marca para que el peatón pueda diferenciar entre lo que es una publicidad de una ama de casa en la calle limpiando el piso con un producto especial y una vecina real manguereando el piso. Pero las amas de casa y los amos de casa habrán sido reemplazados por No-seres para el bien de las mujeres y los hombres. Así que mis opiniones tal vez sean erróneas. Por lo menos en cuanto se refiere al contenido de las publicidades.

Y aquí una pregunta. ¿Hay niñeras No-seres? ¿Los padres del futuro dejan a sus vástagos en manos de las impresiones de Riviera?

Ahora bien, ¿cuál sería el plano emblemático? Creo que primero falta la toma de establecimiento para mostrar tu barrio, que bien puede ser Constitución, una Constitución de neón y vegetación profusa, como un suburbio, porque en tu futuro, a pesar de las predicciones, me parece que hay menos gente y quizá los edificios que no se usan fueron derribados para construir espacios verdes. Ese entonces sería el plano de establecimiento.

¿Y el emblemático? Prosigamos.

Tal vez, vos, el Inspector Von Kong, tomando un helado fluorescente, con esa ambientación de hotel subtropical, onda Cuba, que es rara en Buenos Aires, pero que sí existe en Colombia. El último es un país con lugares más alegres que el nuestro. Supongo que Buenos Aires en el futuro será más subtropical y con suerte tendremos el clima de Antioquia. Y esos hoteles con piletas templadas no me vendrían nada mal. Recuerdos del año pasado, en fin.

¿Pero esa sería la toma emblemática? No sé. Tal vez vos frente al hombre-cucha. Taka en la costa frente a los No-seres que eran unas sirenas no me convence. Creo que la mejor sería vos con la impresora vieja, la que incautaste al hermano del niño en la historia del hombre-cucha, una impresora grande, de las primeras de Riviera.

¡Y un No-ser realmente espantoso y amenazante a tus espaldas!

Para esto es clave el vestuario, y te imagino con un saco campera con las solapas del cuello levantadas, alto, imponente, como si a la vez fueras un No-ser y por eso te hayas enganchado tanto con Taka. Perdón, querido Kong, si repito un nombre que tal vez te molesta a estas alturas.

O vos frente al río, con esa almeja gigante, y el inspector Paulo a tu lado. Las fuerzas se han alineado, los enemigos también, tu historia se fue conformando de alguna manera a través de estos mensajes. La plasticidad que inyecta el tiempo al espacio es la misma en el futuro que en mi presente. Las cosas cambian, las personas también. ¿O es el espacio el que cambia y por esa transformación inherente a la cosa en sí existe el tiempo?

No me olvido de uno de los mensajes que me mandaste donde relatás la casa de un empresario de cine, un tipo que creó a unos caballitos diminutos que corren por la alfombra. De las imágenes que me mandaste esa quizá sea la que más me gusta.

Usaríamos OTS, planos Over-the-shoulder dirían en el norte, para enfatizar la relación entre Von Kong y los No-seres. Dependiendo del No-ser que enfrentes y siguiendo la regla de Hitchcock, que dice que el objeto debe ser tan grande en el plano como su importancia en la historia, te daría más o menos espacio en la pantalla en relación a tus contrincantes.

Los planos los diré en inglés porque así los aprendí. Un médium-close-up para mostrar tus reacciones frente a los No-seres.

Close-up sólo, a diferencia del Rey Arturo de Guy Ritchie, donde se usan mal, para mostrar tu sobrecogimiento ante los No-seres que tenés que inspeccionar y catalogar. El típico del asombro. Aunque tal vez esté mal porque a estas alturas ya no te asombren.

Medium-shot para mostrar tu relación con tu entorno, con tu oficina que está repleta de viejas impresoras Riviera obsoletas, de partes de No-seres en frascos de mermelada como esos recuerdos de extraterrestres (dejemos esta frase por qué no) que venden en el Uritorco.

Plano americano para mostrar tu relación con otros. Si bien esto no es un western, y el plano americano surgió de este género, tu enfrentamiento con No-seres amerita alguno de estos planos.

Planos generales (Long-shots, volvamos al inglés) para tomas emblemáticas de la ciudad y de vos como un estandarte, casi un héroe, enfrentándote a las creaciones desquiciadas de ciudadanos poco ilustres pero inspirados. En tu futuro las viejitas ya no hilan amigurumi, o esos muñecos de lana, entrelazan moléculas para parir No-seres, crean monstruos más o menos legales o no, según como se comporten o cómo han sido pensados.

Para el sistema de imágenes usaremos distintos lentes, eso que te decía de la distancia focal, para afianzar esta unión con Taka al principio y resaltar cómo te vas quedando solo, como salís del pozo con tu voluntad, y vas apartándote, sin querer, y agrandándote en el plano Kong.

Ves como una propuesta estética puede ser también una especie de libro de autoayuda. La estructura consabida de un guión, esos libros que te dicen cómo contar una historia, donde poner el punto de giro, cómo las subtramas se relacionan con el tema, y con la historia principal, son más aplicables a la psicología que a la creación de una obra audiovisual.

Me imagino que en tu futuro ya no usarán lentes, filmarán todo con un gran angular y después irán recortando de la imagen lo que más les gusta. O ya las películas serán hechas en una computadora con actores en 3D. O directamente pensadas y trasladas a un soporte que se amolde a los pensamientos del director. Qué glorioso. Pero qué solitario también. Gran parte del trabajo de hacer una película es seleccionar a la gente con la que vas a trabajar. Si en el futuro ese paso no existe, ¿qué seleccionarán? ¿El horario del día en que grabar las ensoñaciones que serán los filmes? Tal vez exista el anti-doping para directores. Y estos elijan la comida adecuada para que sus creaciones sean exitosas (un buen chocolate negro por ejemplo podría afianzar la trama) Pero también usarán drogas de todo tipo para crearlas y bueno, no todas serán legales, ni todo estará permitido. La ficción será alocada o un enigma. Ya no habrá distinción entre el consiente y el subconsciente. Stop. Me fui por las ramas.

Pero Kong no es una película, son estas cartas, estos mensajes, y más que nada me alegra saber que en tu futuro estás persiguiendo criaturas, que saliste del agujero donde vos mismo te habías metido por un apego excesivo.

Y vuelvo al principio, para Elortis busqué en fuentes jónicas, pero cada vez que leía un libro occidental lo contrastaba con otro oriental más antiguo y me daban ganas de llorar. Si mal no recuerdo para muchos académicos la historia de la mente comienza en el siglo XI antes de Cristo. Pero no, ya antes había cosas maravillosas.

Los textos taoístas, lo sin forma, el simple y complejo yin y yang, llevarían toda una vida y algo más para estudiarlos.

Y sin embargo, occidente se la cree un poco, es así.

Me están quedando pocas pilas en los audífonos. La grabación, una chica española, me dice Batería Baja.

La seguimos,

Adrián Gaston Fares

Kong 19

Querido Adrián,

Estoy persiguiendo a un piscicultor. El tema es que no cría goldfish, carpas ni nada de eso si no que se dedica a los peces abisales. Creó unos cuantos monstruos ciegos que lanzó a una piscina de un barrio cerrado. Los animales redujeron a los bañeros a unos jirones de carne.

Es un joven cuya novia se enamoró de un profesor de física. Cuando lo abandonó, el chico enloqueció y comenzó a usar su Impresora Riviera para crear No-seres ilegales. Su intención era largarlos en el momento en que el profesor se zambullera en la piscina. Pero no fue el caso. Como suele suceder, sufrieron otras personas que nada tenían que ver con el asunto.

Por ahora esto me mantiene ocupado. No he vuelto a enfrentarme con Taka y al hombre de cara larga.

No sé qué estarán tramando porque el otro día en el hangar de Riviera se llenó de caracoles que secretaban una baba de color púrpura. Como leí bastante a Patricia Highsmith, sé que ella criaba caracoles, eran sus mascotas, y que hasta se desplazaba con ellos en sus viajes.

Pusimos una cuantas hojas de lechuga hidropónica para lograr que los caracoles se arracimaran. No pudimos evitar pisar algunos y el gas de color violeta que expulsaban nos hizo entrar en una especie de letargo plagado de visiones.

Te vi sentado en un café con tu socio, muy tensionados, y trabajando en la película (¡felicitaciones!)

Te vi también en el cementerio de Avellaneda, entrando en la cripta donde están los restos de tus familiares y despidiendo a tu tía abuela.

Antes, en el velatorio, tomaste de una bolsa unos caramelos ácidos, uno de naranja y otro de limón. Sé que previste todo lo que ibas a ver ahí pero un detalle se te pasó por alto…

Acompaño tu desconcierto. Todavía no podés creer que esa persona con la que creciste entre bastidores, bordados, máquinas de coser, en esa casa chorizo de Lanús que visitabas, ya no forme parte de este mundo. Vas a extrañar escuchar ese dialecto italiano, tal vez llamado genovés o calabrés, de Villapiana, Calabria, porque ya no quedan italianos que lo hablen en tu familia.

Por más que pueda escribir desde el futuro te aseguro que no entiendo nada sobre la muerte.

Sé que pensás que el tiempo no existe, pero que tiene que ser algo palpable. Yo me preguntó, ¿para qué trabajar? ¿Qué sentido tiene perseguir estos seres si en un futuro no muy lejano yo y los que los crearon seremos roca?

Vos te debés preguntar ¿Para qué escribir? Y encima cosas fantásticas en tu caso.

Sé que estás cavilando mucho.

¿Cómo creamos en nuestra imaginación un zombi si tras la muerte el cuerpo está duro como una roca y frío?

En mi caso, ese último contacto con los seres queridos, cuando sé que ya son una roca, me da paz. Pero hay tanto misterio en la vida que la muerte no puede abarcar. Y después de todo, son palabras, pensamientos, a los que hemos llegado tras observar, con el método inductivo, ciertos ciclos. ¿Pero dónde está lo real? ¿Dónde el factor que lleva al cambio? El que persiguen tanto los científicos.

La lagartija grande que viste en el vértice del cielo raso de la habitación de tu tía  abuela cuando ella ya había decidido que no quería vivir más, que los noventa y un años eran suficientes, y se lanzó a una huelga de hambre que la llevó a la anorexia, como una adolescente, te hizo pensar que siempre hay algo más que la muerte, por lo menos para la imaginación. ¿Por qué ese bicho, sin temer a nadie, decidió apostarse en ese lugar?

En dos horas voy a hacer sonar tu teléfono.

No vas a escuchar ninguna palabra mía, me gustaría pero es imposible, ni como una vez que llamé, sólo la canción Sultans of Swing de Dire Straits.

Vas a escuchar una estática, el ruido de fondo del universo.

Te saluda con fervor, desde un futuro donde todo es casi posible, y donde los caracoles exudan secreción púrpura, para el deleite de Patricia Highsmith, tu amigo.

Von Kong.

PD: Te dejo un koan. ¿Estás seguro que las estrellas no fuman?