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Infierno en el instituto. 2. No ficción.

2.

Al rato de recibir la noticia de que habíamos ganado el premio comenzó a sonar el teléfono. Eran posibles miembros del equipo que se habían enterado de que habíamos ganado el concurso y me llamaban para decirme que de ahí en más nuestra vida cambiaría. Traté de explicar que solamente habíamos ganado un concurso, no era el Oscar ni el festival de Cannes digamos, y era justamente para hacer la película que todavía no estaba hecha. Además, ni siquiera sabíamos bien cómo iba a ejecutar el premio el INCAA. Mantuve la cabeza en la tierra. Estaba contento y me ilusioné, claro. Eso no evitó que leyera otra vez las reglas del concurso. El INCAA ejecutaría el dinero en cuatro cuotas, como suele ser con Opera Prima. Una primera cuota para la preproducción que sería el 15 por ciento del monto del dinero del premio. Una segunda cuota, una vez acreditado el comienzo del rodaje del 35 por ciento. Una tercera cuota del 40 por ciento al fin del rodaje. Y una última cuota del 10 por ciento en el momento de la copia A de la película. Para la primera cuota la productora presentante tenía que suscribir un contrato con el director del Instituto, que en ese momento era Ralph Haiek. Los problemas que tienen las producciones suelen ser que la primera cuota no alcanza para iniciar el rodaje. Pero es un problema común a cualquier producción signada por el instituto. Se supone que la productora presentante tiene que poner algo de su parte, en este caso un comprobante financiero de que uno cuenta con dinero en el banco para cubrir un porcentaje de la producción (la productora cubrió eso con un comprobante de su cuenta de banco de que tenía cierto dinero disponible ella y su jefa, la dueña de la productora palermitana, una productora muy conocida del ámbito local, sobrina de un abogado de cine muy conocido de Argentina)

Si no es así, el aporte puede ser en otras áreas, como equipos, profesionales que prestan sus servicios de edición y posproducción. En este caso con Leo podíamos hacer todo eso, tranquilamente. Leo es un editor de gran trayectoria, yo edité Mundo tributo también y le hice la corrección de color, entre otras cosas. En Mundo tributo también armamos la estrategia de distribución. Distribuir la película es la clave de todo. Y si hay algo que yo sé es como distribuir una película, donde enviarla, cómo, etcétera, entonces en esas áreas, viniendo de hacer todo para un proyecto independiente, con Leo sabíamos que íbamos a salir aireados. En el tema del manejo del flujo de dinero no quedaba otra que confiar en la productora. He aquí donde se estancó Gualicho y es aquí donde aún hoy está estancada, por un error de concepto en un concurso de Opera Prima, un concurso que está dedicado enteramente a producir nuevos directores de cine (Opera Prima se refiere a la primera obra de un director de cine o directora de cine, por si hace falta aclararlo)

Sigo. Al otro día hablamos con Leo sobre quién era la productora del proyecto. Sabíamos que trabajaba en una productora por Palermo, teníamos su currículum, pero por lo menos yo no sabía mucho más. El primer problema era que no teníamos un contrato con la productora. Así que había que hablar con ella sobre la manera de hacer un contrato que dejara en claro los porcentajes de responsabilidades y de ganancias.

No es una buena idea hablar de contratos a una productora que uno no conoce. Y menos a una que no sabíamos dónde estaba. En los próximos días nos la pasamos tratando de dar con el paradero de la productora que en ese momento estaba de viaje. El problema era el siguiente: las reglas del concurso estimaban tiempos de entrega, así que no podíamos avanzar con nuestro trabajo si no teníamos un cronograma. El premio podía venirse abajo si la productora no firmaba el contrato con el presidente del Instituto.

Logramos pactar con una entrevista con ella, que creo que fue en café cerca de la avenida Santa Fé, donde hablamos del contrato. Ella nos dijo que por el poco dinero de la película debíamos ceder todo nuestro sueldo. Y no estaba claro si iba a cedernos las ganancias. También dejó en claro que prefería poner de productor delegado a un socio suyo y dejar a Leo sin un lugar claro en la producción, algo que a mí me disgustó desde el comienzo ya que Leo la había convocado y Leo debía ser el productor delegado a cargo del proyecto. Le pedimos que nos enviara el contrato tipo con el que trabajaba para evaluarlo, le hicimos algunas correcciones y nos volvimos a juntar. El problema era el siguiente. La productora presentante quería ir al INCAA a dejar en claro cuál era la situación del proyecto y hacer algunas preguntas al respecto.

Aquí comenzó un juego de dudas con la moral de la productora presentante. ¿Por qué quería alejar a Leo de la producción? ¿Por qué proponía ir al INCAA si insistíamos en firmar un contrato que debería ser lo más común del mundo?

Con Leo fuimos al INCAA y pedimos una reunión con los que habían diseñado el concurso. A esa reunión vino la productora presentante y el socio de ella (que también trabajaba en esa productora palermitana) El socio me dijo que había leído algo del guion pero que no lo había entendido mucho. Ya eso me sonó bastante mal eso. Era un tipo de dudosa reputación por lo que sabíamos. Le había arruinado la vida a otra directora que la casualidad quiso que conociéramos. Había intentado removerla del rodaje. La había alejado de su rol de directora, intentado controlar todo y reemplazarla por otra.

Más allá de eso, la productora que había ganado el premio con mi película, la productora presentante de origen peruano, la socia de este hombre, que también era empleado de la casa productora palermitana, en la entrevista dijo a viva voz a los directivos del INCAA sin pelos en la lengua algo que yo no sabía: que no había leído nunca el guion y que el presupuesto que había presentado era falso (el presupuesto que ella había confeccionado y firmado)

Me asombró porque los del Instituto ni se inmutaron. Salimos de ahí, insistimos con Leo en firmar un contrato con la productora presentante antes de la firma del convenio con el INCAA, y ella respondió que antes de eso quería que visitemos a su abogado para dejarnos en claro algunas cosas.

Pasaron unos días y una tarde estábamos en el hall lujoso de un piso de un edificio del microcentro, en uno de los estudios de abogacía más caros de la industria del cine nacional. Su abogado, un tal Francisco, era un tipo que podía haber sido parte del elenco de la serie Fargo. Mirada fría, pelada pintada con algunas matas de pelo a los costados de la cabeza, nariz pequeña pero con un gran potencial para olfatear la inexperiencia en cuanto a temas legales. Éramos con Leo como unos insectos a punto de aplastar. El abogado, este Francisco, le recomendó a ella que no hiciera la película, no le cerraban los números (sin haber leído el guion ni nada, claro) Yo expuse que si le recomendaba a la productora no hacer eso, estaba destruyendo mi trabajo y aclaré que también se estaban metiendo en la lucha por la inclusión social de una persona con hipoacusia y certificado de discapacidad. Tomé mis audífonos, me los quité y se los mostré. Las cosas no habían sido fáciles para mí. Si no quería hacer la película bien podía manejar el dinero, transferirlo a Leo Rosales y dejar que nos encargáramos nosotros de confeccionar, como hicimos con Leo, un producto final que pueda ser estrenado en festivales de cine, en cine comerciales y emitidos en canales nacionales e internacionales.

La productora de origen peruano dejó en claro que si no aceptábamos poner a su productor delegado no había manera de avanzar. El abogado dejó en claro que el cine le interesaba poco y nada (igual que a su clienta) como suele ser, dirán y diré, y que menos, trabajando con empresas tan grandes, le interesaba el destino de una Ópera Prima y de una persona con discapacidad. Volví a recalcar que podrían a llegar a tener problemas por actuar de esa manera, que hay convenciones que defienden los derechos de las personas con discapacidad y que a pesar de que no actúan en general como deben en algún momento podrían llegar a actuar. Dije que tal vez no sabían cómo hacer una película chica, pero Leo y yo seguro que sí.

Salimos con Leo en esa tarde lluviosa y nos guarecimos bajo el techo de un bar, estábamos muy nerviosos, alterados. Nos habían hecho sentir una porquería, como si no valiéramos nada, y no fuéramos los creadores de un proyecto que había ganado un premio si no unos advenedizos sin ningún tipo de valor. No habían leído el guion y opinaban sobre la película, son cosas que un director de cine no está acostumbrado a aguantar. La estrategia de la productora entonces parecía ser oprimirnos con un abogado poderoso para que dejáramos la producción enteramente en sus manos. En algún momento de la entrevista, confesó que podría hacerla en una casa en Barracas pero no en un campo. Esa casa había sido usada para una serie de televisión que ella había producido.  Leo sabía que esa casa había sido demolida. Así que si ya era una locura hacer en la ciudad una película pensada para filmar en una casa de campo, más todavía lo era hacerla en la ciudad y una casa que ya no existía.

El mecanismo de la opresión ya había sido iniciado. Nos hacía sentir que no valíamos nada. Y en la lluvia, con un premio bajo el brazo, pero con una productora que nos hacía sentir una porquería, no quedaba otra que sentirse una porquería o que levantarse y decir: las cosas no pueden funcionar así.

Una semana antes de eso el INCAA me había hecho una entrevista como ganador del concurso para la Revista La Cosa. Había contestado las preguntas como se debía, como alguien que había ganado un premio porque su proyecto tenía valor, porque el proyecto era bueno. Eran mis estudios, años de ver películas, de pensar qué era lo que quería hacer con el cine. De venir de hacer algo independiente que había funcionado. ¿Pero a quién le importa eso, no, dirán y diré? Menos a un abogado poderoso y a una productora que hacía tres películas por año con el instituto de cine.

Pero después de la entrevista en el instituto en que la productora había confesado como si nada que había presentado un presupuesto falso ante los gerentes sin que hicieran nada, que no había leído el guion y del encuentro obligado con el poderoso abogado de la industria del cine, me di cuenta de que estaba trabajando yo para el INCAA gratis, para su mecanismo de difusión, para los sectores de prensa que deben hacer notas sobre los premios, sobre premios que en realidad no tienen ningún valor porque la figura del director en realidad no existe en el instituto, no tiene peso, como no tiene peso frente al abogado ni ante la productora (porque el instituto de cine les dejaba hacer lo que quieren con el resto del equipo)

 ¿Ópera Prima? ¿Trabajar gratis para desarrollar un proyecto y encima ser tratados así? Desde el principio el premio pareció más un castigo que un logro del esfuerzo de años. La lógica institucional hacía fácil que fuera un castigo. Y de ahí viene toda mi lucha posterior por defender una verdad: que el instituto, ese lugar donde nos pasaríamos horas y días durante el año siguiente y el próximo, no estaba hecho para los directores de cine, estaba hecho para los productores. Y en Argentina no hay productores que paguen el desarrollo de una película a un director de cine. Por lo tanto, todo era, y se podía ver desde lejos, un embuste. Un sistema erróneo que me iba a llevar a mí a exponer ese problema que está tan a la vista.

Pero las cosas recién empezaban. Luego de esa entrevista con el abogado la productora desapareció. No había manera de que contestara el teléfono. No contestaba los emails. Estaba de viaje por Europa o no sé dónde y la fecha para firmar el contrato con el instituto de cine corría y mi tiempo, que también tenía valor, se perdía.

Mientras yo ya iba armando el casting de la película, recibiendo la solicitud de amistad de muchos actores y actrices en Facebook que buscaban trabajo, una colmena que se agita cuando se enteran de que un director ganó un premio, hablando con posibles directores de fotografía y diseñando los afiches que se presentarían en el mercado de Ventana Sur a fin de año, donde estábamos invitados para presentar la película y recaudar más fondos, la productora presentante de Gualicho había desaparecido. Por más que hiciera lo que hiciera, no había manera de avanzar. ¿Cómo solucionar ese problema?

por Adrián Gastón Fares.

Infierno en el Instituto. 1. No ficción. Crónica.

Todo empezó cuando llegué un día a mi casa y encontré a mi pareja de ese entonces, una chica bastante más joven que yo, con rasgos asiáticos, de ascendencia japonesa para ser más específico, llorando. Estaba mirando Mundo tributo en el televisor de mi dormitorio. ¿Cuál era el problema? ¿No era una película divertida la mía? Era otra cosa, ella no podía tolerar que yo no hubiera podido seguir filmando mis otros proyectos. Propuso ayudarme. Así que retomamos una película que yo había pensado y escrito hacía diez años, que con el tiempo se llamaría Gualicho.

En ese tiempo viví en las nubes. ¿En qué nubes? Estaba conviviendo con una persona a la que admiraba, y que me estaba ayudando a llevar adelante una película. Había que revisar Gualicho y hacer un storyboard. Había que filmarla de manera independiente como hice con Leo Rosales y Mundo tributo. Con Leo no podía contar porque estaba tratando de salir adelante con sus proyectos, de cine y musicales, recién acababa de ser padre y estábamos algo distanciados en ese entonces.

Pero las cosas no eran fáciles en mi departamento. Nos costaba mucho llegar con mi pareja a la locación que había sugerido un ex cuñado y yo había encargado una cámara pequeña pero confiable, dentro de todo, al exterior para filmar la película. Al comprarla, no me animé a hablar por teléfono por miedo a no entender (en ese entonces no tenía manera de que las llamadas me llegaran a los audífonos) y la persona que yo tenía que llamar fue contactada por mi pareja. Resultó ser un estafador.

En 2014 la relación con esa chica se terminó. Había decidido irse, me dejó, cosas que pasan, dirán, y diré (aunque podría escribir un libro entero al respecto), como hacemos los hipoacúsicos que contestamos rápido antes de pensar porque no entendemos bien, y yo quedé sin película, sin novia y dándome cuenta de que ahora era una persona con hipoacusia y sin futuro. Hacía poco, dos años atrás, había masticado a medias el hecho de que me dieran un certificado de discapacidad por la sordera. Llegué del hospital Roca solo, donde había enfrentado a la junta que evalúa la discapacidad para el certificado, abrí la puerta del departamento y me senté frente al monitor, puse una canción para escuchar en YouTube y tuve ganas de llorar. No lloré.

Dos años después del Hospital Roca, cuando mi pareja me dejó, y enfrentaba un triple duelo, novia, cine y discapacidad, decidí entrar a trabajar en un sindicato, que también era una obra social, un trabajo que no tenía nada que ver con lo audiovisual ni mucho menos el cine. El objetivo era que mi ex novia, mi pareja, dirán, y yo diré, la que me estaba ayudando con el cine, viera que tenía un trabajo común y volviera. Había dejado escrito, porque le pedí que lo escribiera por si no escuchaba bien, el motivo de la separación: ella decía que se iba a buscar un trabajo y que luego volvería porque no podía dejar que mis padres nos ayudaran.

En fin, al mes de eso, a las seis de la tarde, yo fichaba en el trabajo en la obra social y empujaba el portón que daba a la calle Lavalle. Miraba el banco de piedra de enfrente de la librería de usado y esperaba que mi ex pareja me estuviera esperando. Que hubiera decidido volver. Pronto me di cuenta que eso nunca iba a ocurrir. La desazón era aplastante.

Llegó la depresión. No conozco las cárceles, pero la obra social era la cárcel más rigurosa que existía. Llegué a estar en una habitación oscura sin baño, en la soledad, tardes enteras sin nada que hacer. Luego ascendí: a cadete, llevaba cajas con útiles o resmas de hojas de un lado para el otro y traía gaseosas para los eventos sindicales. Los útiles terminaban en el correo y las gaseosas en la mesa del salón de eventos sindicales.

En 2015, en mis tiempos libres trabajaba en un proyecto, un guion llamado Las órdenes, en un taller. Me costaba muchísimo escribir. No podía tocar la cámara. Me desintegraba emocionalmente si lo hacía. Mi cara se venía abajo, mis manos temblaban, era como una estatua de arcilla en una tormenta. Esa cámara me había traído muchos problemas. Esa cámara y ese bolso representaban el fin de todas las esperanzas y de los errores que yo había cometido en la vida. En ese momento, me había olvidado de justificarme, de mis dificultades, fui brutal conmigo mismo, tan brutal como alguien tan exigente como yo puede serlo con sí mismo.

Así y todo, no podía tocar la cámara, pero sí un teclado; reescribí Las órdenes, que pronto me daría una media beca para viajar a Colombia a un laboratorio de proyectos cinematográficos. En 2016, en el hotel Mariscal Robledo, un hotel colonial con varias piscinas, rodeado de una frondosa vegetación, donde habían parado algunas estrellas de Hollywood y el Mariscal Robledo, claro, recibí el mensaje de Leo de que necesitaba la propuesta estética de Gualicho para presentarla a un concurso del INCAA de Ópera Prima. Solicité la computadora del hall a las recepcionistas del hotel, ya que no había llevado ninguna notebook al viaje porque no tenía, y ahí reescribí la propuesta estética de Gualicho. Habíamos estado trabajando mucho en eso. Era el primer concurso al que me presentaba del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales Argentino, también llamado INCAA, al que de ahora en más me referiré como el instituto.

Volví del viaje enriquecido, conocí a personas que respiraban cine como yo, aprendí más sobre cómo construir historias para la pantalla.

Seguí trabajando en la obra social, mientras pedía que renovaran mis audífonos porque los anteriores estaban al máximo de su potencia según Magalí Legari, mi más que inteligente y sensible fonoaudióloga, y un día llegó el resultado del concurso de Ópera Prima del instituto. No habíamos ganado. Eran otros, proyectos que tenían más que ver con lo social (como Las órdenes) que con lo fantástico y el drama familiar (como el que presentamos, Gualicho; un guion que tenía muy pocos diálogos y mucha acción, digo y dirían los que querían rodarlo a la vez en idioma inglés por ese motivo; era el guion de un hipoacúsico como yo, lleno de imágenes visuales potentes) Entendimos que era difícil ganar el concurso y seguimos adelante con Leo para presentarlo en otra oportunidad.

Conocí a otra chica (siempre orientales vos, como me dicen, preséntame una, qué le voy a hacer, son casualidades y no siempre fueron orientales) y seguí trabajando en el guion de Gualicho. Ya no costaba tanto como antes escribir. La oportunidad de volver a presentar el proyecto se dio. De repente, en 2017 había surgido un concurso del INCAA para Ópera Prima, con jurados internacionales, que estaba dedicado al género fantástico.

En las bases del concurso el INCAA pedía 2 puntos para el productor. Si no tenías esos 2 puntos no podías presentarte. Con Leo fuimos a preguntar al INCAA cinco veces a diferentes despachos si teníamos esos dos puntos por haber estrenado en el mismo canal del INCAA nuestra producción Mundo tributo, que además había sido emitida en el canal Encuentro, Cablevision, MTV Brasil y muchos festivales de cine. Los empleados, aunque les mostráramos el Excel confeccionado por el mismo INCAA donde explicaba lo de los puntajes eran tajantes: nos decían que por no haber sido estrenada en cines (aunque Mundo tributo estuvo en el Hoyts Abasto por BAFICI y vendió tickets y también en un cine cordobés) no teníamos puntaje.

Tanto Leo, que sería productor creativo del proyecto, como yo, empezamos a mandar mensajes a productores que desconocíamos pidiéndoles si les interesaba presentar Gualicho por nosotros, ya que yo no podía por presentarme como productor por ser director del proyecto y Leo no podía porque nos habían aclarado que Mundo tributo no tenía los dos puntos requeridos en producción. Una persona, de origen peruano pero que vive y trabaja aquí, aceptó.

Yo había trabajado muchísimo en la presentación, llegué a ir sin dormir a la Obra Social para entregar la mejor versión de Gualicho, con su respectivo storyboard, y la mejor propuesta estética que podía hacer. Me quedaba dormido de pie en la fila de los bancos.

Leo mientras tanto rellenaba todo lo que era de producción. Los dos nos esforzamos muchísimo. Le pasábamos los datos a la productora presentante (era una mujer, de origen peruano como dije, no era una empresa, aclaro porque podemos confundir la palabra productora con una empresa) que tenía los dos puntos que estipulaba el INCAA (resultó que era por una serie que había estrenado… el canal Encuentro). Casi a último momento, antes del cierre de la presentación, logramos presentar.

No sólo presentamos Gualicho, sino también una serie de televisión que desarrollé, un mediometraje y un proyecto para desarrollo de guion de largometraje. Pero el premio que más me interesaba era el que a uno le daba el dinero para producir una Ópera Prima, mi primera película de ficción. Es el que suele abrir las puertas para otros proyectos luego puedan ser financiados. Y yo tengo y tenía otros proyectos.

El tiempo pasó, no teníamos idea de cuándo saldría el resultado del concurso, así que en los tiempos libres con Leo planeábamos filmar una película independiente al estilo de Mundo tributo. Pero de ficción. Nos juntamos en un café por Once con Pedro, un actor. Un día de semana, luego de salir del trabajo, caminé hasta microcentro hasta la casa de Dani, otro actor que queríamos probar para el papel principal. Dani que es actor y también se disfraza tipo cosplay, nos mostró los trajes de Joker, la máscara de Jason y diversa utilería y vestuario que tenía en su armario. Pasamos un lindo rato. La película iba a tener que ver con algo como auto percibirse como con una “capacidad diferente”, valga la redundancia de este término. Algo parecido a lo que yo ya era con mi identidad de persona con discapacidad, mi identidad de persona con hipoacusia, usuario de dos audífonos y portante de un certificado de discapacidad que, en mi caso, podrían encuadrar junto con mi título de Diseñador de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires (digo esto del certificado porque llevó tantos años que dieran con mi diagnóstico para equiparme con dos audífonos; fue más difícil que cursar una carrera y exigió tanta o igual dedicación de mi parte de estudiarme a mí mismo)

Junio de 2017. Ya era de noche. Volvía de esa reunión caminando hacia mi departamento, cuando el teléfono me envío una llamada a los audífonos. Lo saqué, al teléfono digo, del bolsillo del jean, vi en la pantalla que era Leo, me pareció raro que llamara porque nos acabábamos de despedir hacía media hora. Atendí.

Leo no lo podía creer. Su voz sonaba más alegre que de costumbre. Gualicho había ganado el premio mayor. El premio a la producción de Opera Prima. Yo no caía. Él sería el productor creativo, yo el director y guionista y la película se filmaría.

Me explicó que del instituto habían notificado a la productora y ella lo había llamado.

Eso quería decir que Gualicho iba a ser financiada. La película había sido pensada para filmar de manera independiente en un campo. El dinero del premio debía sí o sí alcanzar. Yo la iba a hacer con muy poca plata o casi nada. Iba a alcanzar, siempre y cuando se manejara bien el dinero, claro.

Después de tantas luchas, de haber sacrificado mi vida en eso, dirán o espero que digan, iba a poder filmar Gualicho.

Entré a mi casa. Me fui directo al dormitorio. Me largué a llorar.

por Adrián Gastón Fares.