35.
El aula, y otras del colegio de tres plantas, daba directamente a un patio de deportes y recreo que tenía una cúpula, muy alta, de chapa. El techo tenía muchos agujeros por donde no se filtraba ninguna luz. Silvina volvió a llevarse la mano al bolsillo como si tuviera el celular y pudiera ver la hora. Cierto, no lo tenía. Parecía de noche.
Cruzó cerca de una de las columnas que separaban el pasillo del patio, custodiada por Lungo, que cada tanto le daba un empujón.
Miró las lámparas amarillentas que iluminaban las puertas de los baños del colegio. Lungo la hizo girar. Vio el escenario, en el vértice del patio. Arriba había un micrófono en su soporte.
En lo alto de las paredes había algunas bocinas blancas que debían usar en ese colegio para el rezo, para anuncios y para pasar el himno nacional.
A sus espaldas había pupitres donde estaban sentadas personas que creyó nunca haber visto. Giró para ver las caras.
Eran el barbudo y el chico asiático que la miraban con fijeza.
Más atrás, una vieja barría con un escobillón las hojas amarillentas de los árboles que parecían colarse cada tanto por una puerta grande, que daba a un patio exterior. Silvina pudo ver un pedazo del cielo oscuro, iluminado por las luces del alumbrado. Luego sintió que la empujaban. No querían que mirara.
Adelante había una fila de sillas de plástico blancas.
En el escenario había un telón ennegrecido, que había sido bordó alguna vez, y parecía pesado por la mugre que tenía. En la parte superior del telón habían acordonado una cinta celeste y blanca, de lado a lado, con unas palomas de cartón enmohecido en cada punta.
Debajo del escenario, sobre el semicírculo de la base, había una abertura con una pequeña puerta que estaba abierta.
Lungo la empujó hasta ahí. La hizo agachar para que entrara. Luego cerró la puerta.
Dentro de ese semicírculo iluminado con mesas bajas y veladores sin pantalla, con cegadoras lámparas frías, blancas, Silvina vio que había varias camillas bajas con cuerpos encima.
Los cuerpos estaban tapados con sábanas blancas, como si fueran cadáveres. Silvina levantó la cabeza y se la golpeó con el techo.
—Vení —gritó una voz alegre.
Giró la cabeza y recorrió con la mirada tratando de descubrir de donde venía la voz.
—Sentate ahí —volvió a escuchar la potente voz.
Bajó la mirada. Vio a la persona que le hablaba.
Era un enano. Con una bata de médico celeste con algunos salpicones de sangre le señalaba un pupitre que había entre las mesas pequeñas con lámparas.
En la pared larga estaban colgados cuchillos, sierras, un martillo y otros tipos de instrumentos cortantes.
El enano era morocho y tenía labios carnosos y una boca con dientes sobresalientes y desparejos.
Silvina caminó, con la espalda doblada, y se sentó donde el enano le había señalado. Ese tétrico banco de colegio que parecía un ataúd para Silvina.
—¿Cómo te llamás?
Silvina no contestó.
El enano se acercó a una de las camillas y levantó la sábana, doblándola con cuidado, como si estuviera haciendo la cama.
—¿La conocés?
Era la mujer de rodete. Tenía los ojos abiertos, estaba muy flaca, con las venas sobresalientes en el cuello, y Silvina notó que tenía los pies atados.
—Ves que tranquilitos que son con nosotros. —El enano se pasó el dorso de la mano por la frente, como si estuviera agotado—. Estuvimos esperando todo el veranito para esto.
Parece ser que, como a algunos degenerados, le gusta hablar con diminutivos, pensó Silvina, que no sacaba los ojos de la boca del enano.
—El solcito no se iba… Pasaban los días y seguía ahí arriba. —El enano movió la cabeza—. No era… práctico en ese momento. Pero ahora sí. Lo que les sacaron a ustedes no les sirvió. Necesitan más, siempre más…
Se escuchaba un ronroneo que parecía venir de uno de los cuerpos tapados. Silvina, oía bien los sonidos graves, ya sabía lo que significaba ese sonido.
—La valentía…
El enano se tambaleó dando pasos rápidos con sus piernas cortas de un lado para el otro hasta la cabeza de la camilla de donde venía el soterrado gemido. Esta vez corrió la sábana como si fuera un mago que estuviera mostrando su mejor truco.
—Un valiente. Silvinita…, ¿no?
El pelo rapado a los costados… El que estaba acostado en esa camilla era el serenado de polar negro.
A pesar de que el enano parecía haberle tajado la boca sólo con ese cuchillo que tenía en el bolsillo del delantal, el serenado protestaba de la única manera que sabía hacerlo, con gruñidos, sin abrir la boca, primero, pero cuando movió los ojos y vio a la mujer de rodete acostada, preparada para otra intervención como la que le habían hecho a él, separó los pliegues de los labios recién cosidos, y formó una O con la boca por la que se escapó un quejido. El enano miró a Silvina y le guiñó un ojo.
—El susanito ese que te trajo no quedó tan mal, ¿no? —El enano señalaba la puerta—. Después de sacarles los puntos parecen labios como de personas normales… —Movió la cabeza—. Pensar que cuando llegamos encontramos muertos por todos lados. Algunos ni estaban muertos, los tenían, así como están ellos ahora para succionarles la sangre de a poquito. No se quejaban ni nada, porque tienen ese venenito que es tan efectivo, ¿no?
Sacó el cuchillo y señaló una tarima donde había varios frascos con un líquido violeta pálido. Entre los frascos había algunas jeringas.
—Imaginate que estos estaban fuertes como bestias y se escaparon. Sólo al susanito pudimos agarrar… Es el más grandote, pero es dócil. —Elevó la voz cuando notó que Silvina fruncía el ceño para escucharlo—. La otra apareció solita después, qué sorpresa, a pedir… Ni loco, soy una persona entera, no iba a hacerle eso a una pendeja… Ya vi sufrir demasiado… ¡Trastorno de estrés postraumático! ¡Qué lindo diagnóstico! —El enano se alisó el delantal salpicado con sangre—. Algodoncito no tiene eso. Algodoncito era médico de la flamante Escuela Naval Argentina. Ya había visto sufrir antes de los ingleses…
Silvina temblaba. Estaba concentrada en apretar los labios y en no mandarlo a la mierda al enano.
—El frío es horrible, ¿no? Pensá como era allá… ¿Viste alguna placa conmemorativa que diga Ulises Gutiérrez? No. —El enano movió con fuerza la cabeza—. Al revés, si no fuera por el Tyson21 todavía estaría en una cárcel de porquería… Un chiste. Y acá me tenés, poniendo otra vez el pecho. Para qué ir a una guerra y después ver cómo esos traidores se amalgaman en el norte. Se cruzan con chilenas, con lo que sea, ¿no? —La miró y le guiñó un ojo otra vez—. Vos te quedaste. Buena actitud… Fijate… —dijo el enano mientras señalaba con la punta del cuchillo una de las orejas del serenado—. Es un diente. Mirá, donde le fue a salir.
Lo que ellos habían creído que era un arito era un diente que parecía de marfil. Era Zumo, entonces, se dijo Silvina. El enamorado de Gema, según Roger.
—¿Qué pasa, champion? —le preguntó el enano a Zumo, que trataba con la poca fuerza que le quedaba de liberarse de las cadenas con las que lo habían aprisionado al escritorio.
El enano levantó la mano y dio un tirón. La oreja de Zumo comenzó a sangrar y algo cayó entre las piernas de Silvina. Era el colmillo. Se veían la raíz y las muescas de ese largo molar.
Al instante, Silvina se lo guardó en el bolsillo de su pantalón, sin que el enano la viera. No era que sirviera para algo, pero le pareció una profanación lo que acababa de presenciar.
—Y después nos dicen morbosos a nosotros… Mirá, cómo es este. Porque todos son distintos parece.
El enano movió las dos manos y dejó plegado hacia arriba el labio superior de la boca de Zumo. Descubrió una hilera de dientes muy chicos, como de leche, sin desarrollar y cuando siguió corriendo la piel hasta llegar casi a la nariz un pedazo de hueso reluciente dividía la encía superior del serenado en dos. Al descubrirlo, el no tener nada que lo retenga, el diente que tenía de pared la carne, mientras el quejido del cuerpo al que pertenecía crecía, fue despegándose para apuntar hacia el techo del lugar.
—Hasta la maestrita integradora se asustó con esto, eh. No hay mucha integración cuando te encontrás con estos tipos así, le dije. —Miró a Silvina, estudiando su reacción—. Te digo porque acá el único doctor soy yo. La bata no se mancha, ¿no? La medicina mezclada con psicología barata a mí nunca me gustó.
El colmillo no era curvo como el que colgaba de la oreja. Era un diente más afilado. La frente del serenado se desfrunció. El diente se flexionó por un momento. Luego el rostro de Zumo se tensó y el diente quedó firme otra vez.
—Linda espadita, ¿qué opinas? —El enano hizo un círculo con el dedo pulgar y el índice y le dio un puntazo al diente, que se bamboleó. —Flexible. Si ellos fueran así sería otra historia… Otra historia…
Metió la mano en un bolsillo de un delantal, sacó una pequeña tenaza y empezó a tirar de la punta del colmillo.
La piel de la encía era tan elástica que el enano tuvo que retroceder varios pasos hasta que logró arrancarle el colmillo. Zumo hizo tanta fuerza, abriendo de par en par los ojos y moviendo el torso aprisionado, que dejó de gruñir y clavó los ojos en el techo bajo.
—Este es para mí.
El enano le dio la espalda y caminó hacia la repisa con los frascos, donde depositó el colmillo en una gasa, que no sólo absorbió la sangre roja si no también un líquido azulado que tenía en la raíz.
Silvina miró al serenado cuya boca abierta se estaba llenando del líquido violáceo que escupía como una manguera el agujero que había dejado el diente. Al instante, Zumo comenzó a convulsionar.
—Eso se llama un poco del propio veneno, ¿no?
El serenado dejó de moverse.
—Seguimos calladita. Qué mal. Falta de respeto… A Algodoncito le gusta hablar solito dirían…
Ese sobrenombre ridículo, con razón estaba tan resentido, pensó Silvina. Estaba pensando cómo ponerlo en contra de Evelyn, a la que Algodoncito no parecía estimar mucho.
Algodoncito destapó a la que tenía más cerca.
Era Gema. El gruñido pareció elevarse y juntarse con el de la mujer de rodete y con los otros de los dos cuerpos que seguían tapados.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.