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Seré Nada. 7. Nueva novela.

Leyendo Seré Nada. Resumen Capítulo 7: Ersatz, Silvina y Manuel continúan caminando, entre las ruinas de un gran Buenos Aires aparentemente abandonado, hacia Lanús Oeste, el lugar en zona sur donde indican que puede hallarse Serenade.

7.

Hacía no mucho tiempo, una parte del supermercado Makro había explotado. Detrás de la valla vieron un rectángulo de pastos altos y más allá, en el estacionamiento, entre las chapas caídas del techo del supermercado, observaron cajas de alimentos, cajeros metálicos clavados en el cemento, pedazos de pantallas de televisores y latas doradas que todavía brillaban.

Doblaron en Freire y siguieron hasta cruzar el garaje de los Bomberos Voluntarios de Avellaneda, ya por Bernardino Rivadavia que luego se convirtió en Cabildo. Ahí, como si el cansancio atizara la voluntad del grupo, comenzaron a caminar más rápido. Además, no había seres humanos para detener las miradas.

Las dejaban caer en algunos palos de luz que tenían atados pañuelos rojos, manchados de hollín y agujereados, como si fueran altares de viejos accidentes. Nada de las corcheas, por ahora.

Los tres sabían que las corcheas se usaban en los sistemas de subtítulos cerrados para las personas sordas o con problemas de audición. También eran llamadas leyendas. Las leyendas aún no aparecían. Pero todavía no estaban en la zona señalada en el blog. Faltaba menos, les avisó Ersatz.

Ya ni sentían las mochilas en sus espaldas, algo parecía tomarlos de las entrañas y el andar del grupo, que formaba una V por la calle con Manuel por delante parecía uniforme y coordinado.

Con ritmo sostenido y la mirada cada vez más clavada en lo alto, como si anduvieran en trance, pronto estuvieron en el cruce de las avenidas Quindimil y José de San Martín. Esta última nacía angosta y se ampliaba en la línea del horizonte.

En esa esquina, el cartel del Banco Patagonia lucía tenebroso, los bordes de las letras blancas con el nombre estaban tan cagados por las palomas torcazas que parecían inscripciones de una mano gigante y temblorosa. Había un colectivo 179 volcado, sin ruedas. El semáforo tenía los vidrios de las luces partidos.

El vivero El Hormiguero estaba repleto de rosas enanas, como si alguien lo mantuviera a pesar de los pastos altos y descuidados de la vereda. Enfrente, en lo alto, sobre un camión de chasis amarillo con un contenedor de carga de pollos que emanaba un aroma rancio, observaron, desde una distancia prudente del vehículo, un cartel blanquecino que casi llegaba hasta la mitad de la calle. Tenía dibujado en el medio una corchea de color gris ceniza.

Oyeron el chirrido de unos gorriones proveniente de los rosales enanos y como si eso fuera otra señal, se volvieron y caminaron hacia el matorral del vivero, donde encontraron otra solitaria corchea pintada en la mohosa pared a una altura que superaba a un helecho gigante.

Silvina aseguró que habían encontrado el límite norte de la colonia Serenade. Y les recordó que una corchea significaba uno de los límites pero que el centro de la colonia debía estar marcado con dos, y luego tres seguidas, como si los colonos de Serenade hubieran remarcado la intensidad de la canción de su cercanía con la acumulación de estas figuras musicales. Ersatz pensó que, más allá de los pájaros, el silencio en el que se adentraban no parecía tener partituras.

Continuaron subiendo por la avenida. Las sombras de las casas llegaban hasta la mitad de la calle a esa hora de la tarde. Los cordones de las veredas estaban sepultados entre matorrales. Carnicerías, tapicerías, cada tanto algún chalet californiano fuera de tono entre tantos comercios. A veces debían evitar los cables de las líneas de luz, algunos estaban cortados y los más finos se bamboleaban por el viento.

Esperaban ver más signos, todos los que pudieran y no sólo corcheas.

Por favor; más signos que proyectaran la música que llevaban en las miradas esperanzadas, encendidas por la adrenalina del ejercicio de caminar, el acorde noble y repetido en los pasos, como si fuera una canción olvidada pero rescatada en versión para dormir niños, con esa estructura simple de coincidencias melódicas que casi podían escuchar.

Al principio, la habían escuchado pero los pensamientos de las personas en la ciudad la habían desvirtuado hasta marearlos y agotarlos incluso antes de tiempo. Ahora, la quietud que reinaba hacía que la canción resonara con más brillo y claridad.

Sabían que se estaban acercando a lo que fuera que los había removido de los gastados asientos de sus casas.

por Adrián Gastón Fares.

Seré Nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El cansancio de las ballenas. 7.

Fernando recibió la carta donde la mujer le explicaba cuáles eran sus intenciones: no había posibilidades de que se siguieran viendo y sólo quería que se encontrase con el chico que él le había dado. Lo estaba despidiendo de su vida y Fernando creyó que eso no estaba bien, porque sabía que el pescador era un buen hombre pero eso nunca le había alcanzado a la mujer para amarlo. Comprendió que ya a él no lo quería y decidió seguir recorriendo el país. Pero antes iría al encuentro de su hijo, con la esperanza de que ella fuera y juntos huyeran. En ese momento no le importaba el destino del niño, sólo la mujer.

Cerca de la Lengua se elevan los médanos más altos de la costa, en sus inmediaciones era donde antaño se encontraban. Ella le indicó el lugar. La mujer le escribió diciendo que irían sus dos chicos y que el hijo de él era el que llevaba el medallón que le había regalado; le advertía que podía hablarle, pero que no se atreviese a decirle la verdad.

Durante dos meses, los chicos fueron una y otra vez a la playa a esperar la embarcación que traería a su prima. En las cartas a Fernando le comentaba que estaba muy alegre del plan, porque como había pensado, mantenía a sus hijos lejos de la casa y evitaba que sufrieran las continuas peleas del matrimonio. Sin embargo, todavía faltaba que el objetivo final se cumpliese.

Fernando con la esperanza que la mujer volviera a enamorarse de él, pospuso una y otra vez la fecha de encuentro. Finalmente, en una de las cartas la mujer le decía que enfrentaría el peligro e iría a la playa con los chicos para despedirlo. Él había soñado muchas veces con el naufragio de la embarcación del pescador, del odiado esposo; ahora el hombre había enfermado y a duras penas trabajaba la huerta de su casa. Fernando pensó que podría convencer a la mujer para que huyera con él.

Así fue como se acercó a la playa aquel día y vio a mi hermano subir los médanos. Lo acompañaba otro chico, yo, pero nadie más. Reconoció el medallón que mi madre le había señalado en la mano de Miguel y, enfurecido, arrojó el idéntico que él traía al suelo. Y al ver al chico más cerca, recordó que lo único que le importaba era la mujer; insultó a Dios en el dialecto de su pueblo, buscó su puñal –al desenfundarlo bruscamente el filo cortó la palma de su mando– y lo blandió en el aire para asustar a Miguel.

El viejo dijo que muchas veces se había arrepentido en la vida de lo que había hecho. Miguel tenía una pregunta que hacer; como me pasó a mí en el bar, sintió que había algo que estaba por entender, pero lo que era aún no se diferenciaba de las otras sombras y permanecía oculto esperando su momento. Le preguntó al anciano por qué había dos medallones idénticos.

Fernando sonrió y repuso que eran una consecuencia del comienzo del amor. Cierto día habían planeado un escape a Obel. La mujer, un poco para divertirse y otro para espistar, se oscureció y enruló el pelo. El viejo dijo que aquel había sido el mejor día de su vida, que nunca se había divertido así. Encontraron una tienda fotográfica, donde eligieron vestirse de época para las tomas.

Mi hermano había terminado de comprender y apenas seguía escuchando lo que el anciano le contaba; cómo habían resuelto que él se quedase con la fotografía en la que posaban juntos y mi madre con la que posaba sola. Luego, cuando mi padre le pagó por primera vez, Fernando compró el par de medallones idénticos y le mostró a mi madre dónde guardaría su fotografía y le regaló el otro para que allí pusiera la de ella.

Entonces el anciano le pidió disculpas por no haberlo saludado aquel día. Y se conmovió al recordar el suicidio de mi madre (se había enterado por la madre de Amanda) y el tiempo que él había viajado por el mundo, hasta que decidió volver y morir en el pueblo en el que había conocido a la única mujer que había querido de verdad. Dijo que jamás se atrevió a acercarse a su hijo.

Sé que en ese momento mi hermano se levantó, despidiéndose con una sonrisa, y abandonó el faro. Fernando me contó esa misma noche en la playa, mientras los policías iban y venían por la escollera, lo que yo repito en estas páginas.

No se sabe con certeza lo que ocurrió después. Todos tienen en este pueblo su versión y tal vez la mía no sea la más verosímil… (Continuará)

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 7.

7.

 Una tarde Elortis tomaba notas en su cuaderno con un café con leche a un costado, en un restaurante de la calle Guido, cuando notó que un tipo no le sacaba la vista de encima. Después, caminaba por la vereda de la heladería de la esquina, frente al cementerio, y vio que lo seguía. De negro y gorra el tipo, con un pantalón y una campera deportiva con rayas blancas. Elortis se sentó en uno de los bancos y el otro se acomodó en el que estaba cerca, perpendicular al suyo, así que sólo podía observarlo girando la cabeza. No obstante, pudo ver que llevaba una bolsa de nylon blanca, grande, cuya abertura estaba enrollada a su mano derecha. Algo pesado llevaba adentro. Envalentonado por una bronca irracional, dejó el banco para encararlo, iba a preguntarle alguna nimiedad para que supiera que no le tenía miedo, pero al instante el tipo se levantó y se fue caminando rápido. Elortis lo siguió a distancia hasta el piletón de la plaza Urquiza, donde el hombre saludó a otros que no soltaban sus radiocontroles, despeinó a un nene, y descubrió al buquecito que llevaba en la bolsa. Elortis se quedó mirando cómo paseaba a su prototipo entre los veleros y yates. Vio a una chica con un perro que parecía recogido de la calle que le interesó mucho —no sé para qué me cuenta esas cosas.

Después apareció otro de esos personajes, esta vez con una lanchita que andaba rápido y levantaba mucha agua. También había una pareja tirada en el pasto del otro lado del vallado de rejas, y mi amigo se sentía miserable observando a los tipos que se divertían más que sus hijos con el yatemodelismo. Atrás suyo, unas mujeres seguían con binoculares a las lanchitas, que tenían pequeños tripulantes y todo, mientras comían facturas y tomaban mates. Al darse vuelta, notó que el hombre de vestimenta deportiva simulaba mirar con binoculares a la lanchita mientras su buque iba a la deriva hacia los bordes del estanque; pero en realidad lo estaba mirando a él. Se ve que lo había descubierto. Después el tipo agarró el radiocontrol y el buquecito dio media vuelta. Elortis se hizo el desentendido y aprovechó para seguir con la mirada a la chica que volvía a pasar con el perro pero enseguida, cuando volvió a mirar, se encontró con el buquecito avanzando a toda marcha hacia donde él estaba sentado. Dio una vuelta brusca antes del borde del piletón y llegó a salpicarlo.

Trató de que el tipo de campera deportiva viera la expresión de amenaza y disgusto que le dedicó, pero estaba cuchicheando con el que estaba a su lado, el dueño de la lanchita, que inmediatamente dirigió a su prototipo hacia donde él estaba a máxima velocidad. Se levantó, y decidió irse, antes que se divirtieran más tiempo gratis con él. Pero el episodio del hombre de campera deportiva lo volvió más paranoico. Sospechaba que podía llegar a ser un agente encubierto que en el pasado trabajaba con su padre. Alguien que tuviera órdenes de seguirlo para informar a sus jefes en caso que averiguara lo que no debía.

Le hice notar que él no estaba investigando nada, que parecía que solamente quería saber más de su padre y que para mí estaba tan a la deriva como los veleritos que flotaban en ese piletón. Me fui a dormir, Elortis. Las buenas noches de siempre.

Más adelante, volvería a hablarme de este tipo de vestimenta deportiva y gorra que, según él, lo perseguía. A los pocos días, recibió el llamado de una de las hijas del ex capitán Heller para invitarlo a tomar algo; quería conocer a uno de los autores de Los árboles transparentes, el dueño de ese gatito hermoso que había visto en la casa de su padre, y de paso le contaría una anécdota relacionada con Baldomero. La mujer tenía más o menos su edad, pero ya había perdido la belleza que había apreciado en la fotografía en que posaba con su, más linda aún, hermana. Ahora, era una rubia rellenita; eso sí, con lindos ojos, chispeantes, y un flequillo que intentaba luchar, por momentos con éxito, admitía Elortis, contra el paso del tiempo.

En cuanto me hablaba de mujeres yo le pedía detalles y él me los daba; en general, las descalificaba con la ayuda de cualquier arista de su fisonomía o carácter para darme a entender que no quería saber nada con ellas. Con esta mujer, Alicia se llamaba, se tomaron un café con leche espumoso en la vereda soleada, y muy transitada, del bar Troilo. Hacía unos días que ella había vuelto de Miami. Antes que nada, le pidió que le firmara un ejemplar de su libro.

Los árboles transparentes era lo que estaba esperando; se había visto reflejada en las manías de los casos investigados y expuestos —¡cuántos personajes originales!—, y en la relectura descubrió los lazos profundos que la habían acercado a ciertas personas durante el transcurso de su vida. A Elortis le pareció de mal gusto que insistiera durante la charla con que no dudara en contactarla si la editorial decidía lanzar una edición ilustrada del libro. A riesgo de parecer naif, confesó que era fanática de John Tenniel y Gustave Doré. Para ella en nuestros días lo ingenuo era más ofensivo que lo obsceno.

En Miami hablaban todo el tiempo de sexo. Dos conocidas le habían propuesto compartir a su novio, un fotógrafo que tenía mucho trabajo en nuestro país. Allá las mujeres encaraban a los hombres a la misma velocidad a que manejaban sus autos último modelo. Las argentinas eran muy mojigatas, histéricas, en comparación. La pareja de Alicia, unos cuantos años menor que ella, lamentó que ella no hubiera aceptado el menage, pero volvió muy contento porque había conseguido unas consolas de videojuegos viejísimas para agrandar su colección. También se había traído unos muñecos de He-man que tenían más valor por estar intactos en su caja original. Entre ellos, una She-ra. Elortis se quiere hacer el vivo y me dice que esos muñecos eran más o menos como yo. Muy chistoso… Daba bronca cuando salía con cosas fuera de contexto. Desubicado.

La hermana de Alicia era una modelo en retirada, ahora se había convertido en la DJ residente de un boliche y ciertos eventos, y conducía programas de rejuntes de otros programas en la tele. Elortis me recordó que era una pena que no las hubiera conocido cuando era adolescente. Tenía la gracia y la belleza cruzando la plaza y, aunque siempre las había intuido —a veces salía con estas cosas enigmáticas—, nunca las había encontrado. Alicia lo citaba para conocerlo porque le había gustado su libro, pero también  quería contarle el buen recuerdo que tenía de Baldomero.

Una noche tormentosa, cuando ella tenía siete años, más o menos, había visto entrar empapados a su padre y al de Elortis. Asustada por un trueno, estaba apoyada en el quicio de la puerta cuando los vio entrar, encapuchados, y con tres tachos repletos de langostinos y cornalitos. Su padre la dejó sentarse a la mesa con ellos un rato, mientras le servía un whisky a Baldomero. Según contaría años después, esa noche el mar estaba revuelto como nunca. Ella preguntó de dónde venían, enojada porque no la habían llevado. Baldomero le dijo que habían ido a cazar tiburones pero que era chica para acompañarlos. Como ella se quedó con la boca abierta, a medio sonreír, con la cara que ponen los chicos cuando creen que los están cargando cuando en realidad les están diciendo la verdad lisa y llana, Baldomero salió corriendo hacia la puerta y se metió de cabeza en la lluvia. Volvió a aparecer con una tenaza en la mano, y en la punta de los dedos un diente de tiburón. Alicia, lejos de impresionarse, se guardó el diente en el bolsillo del camisón y corrió a su dormitorio, como para que no se arrepintieran, y se lo sacaran.

Elortis nunca había recibido ningún diente de tiburón por parte de su padre. Aunque en la casa de la costa colgaba la mandíbula de uno. Baldomero le había puesto nombre y todo, se llamaba Tito, y antes que cerraran la puerta de la casa para volver a Buenos Aires, comentaba como al pasar que, si le iba mal en la escuela, Tito se lo comería cuando volviera. Jamás se llevó una materia. Eso sí, una vez le pegó una trompada a un compañero que le hacía un constante bullying y lo quiso despeinar. Desborde de tensiones acumuladas.

En una cena de fin de año en su casa, cuando rozaba los treinta años y todavía estaba con Miranda, se había peleado con su madre porque había puesto la botella de vino que él había traído en el freezer (ya conocía a Sabatini y para él eso era algo sacrílego). Toda la familia estaba empecinaba en que Elortis no tomara ni una copa de alcohol (él que había tomado poco y nada, ¿no podía tener esa alegría?)

Con Miranda, nunca pasaban las fiestas juntos porque ella prefería hacerlo con su familia —seguro que estaba el tío Oscar— y él con la suya. Al final terminó derribando de una patada un ventilador de pie y diciendo incoherencias gangosas a su padre y a los vecinos que siempre pasaban a saludar y que, enterados por su madre de lo que había pasado, lo miraban asombrados —tan bueno y juicioso que parecía— y con creciente desconfianza. Su abuela materna se puso a llorar.

A mí me estaba aburriendo ya con estos cuentos de idas y vueltas con su familia, aunque me interesaba el tema Miranda, pero ahora quería saber si le había gustado Alicia para algo más o si le iba a presentar a la hermana. No, sólo quedaron en tomar una cerveza, alguna vez: él no era de los que se iban con la primera que se le cruzaba.

Pero no estaba del todo solo; seguía viendo a Miranda.  Cada tanto se encontraban en un café de las Lomitas o en una heladería de Adrogué, donde ella había vuelto a vivir después de la separación. Aunque Elortis era muy vago para viajar, y casi siempre su ex novia se acercaba al centro. Se llevaban mejor separados que cuando estaban juntos.

Elortis hasta aguantaba que Miranda le hablara seguido del tío Oscar, a quien le costaba arrancar con una empresa de construcción de muebles. Ella lo ayudaba con la contabilidad. A cambio, Oscar se había ofrecido para hacerle una mesita de luz para el dormitorio… También le contó que en las vacaciones pasadas, Oscar le había enseñado a andar en cuatri a sus chiquitos en Pinamar. Y que la esposa, íntima amiga ahora de Miranda, no era celosa para nada y tomaba con gracia que el marido piropeara a las cincuentonas operadas que jugaban al tenis en el club.

Elortis tomó el papel de un adulto que hacía rato había cortado la cuerda que lo ataba a sus obsesiones. En parte porque ahora estaba lejos de su familia postiza, la de Miranda, y no estaba seguro si volvería a acercarse. Mientras tanto su ex lo controlaba diariamente para saber por dónde andaba y con quién. Tenía un sexto sentido Miranda para estas cosas y cuando Elortis estaba cerca de alguna mujer, su alarma interna sonaba. Lo había interrumpido dos veces mientras hablaba con Alicia para preguntarle si quería ir al cine primero y después para decirle que no daban la película en el complejo al que habitualmente iban. A Elortis le molestaban estos aprietes pero, en cuanto le pedía que abandonara esta práctica extorsiva, Miranda se ponía a llorar. Las mujeres se daban cuenta del peso que tenía su ex pareja en su vida y se alejaban. La dulzura que le demostraba con su interés lo hacía retroceder a su lado cada vez que intentaba distanciarse de ella.

Aunque para Elortis era desinteresada en general, cuando se separaron Miranda no dudó en llevarse todo lo que le pertenecía, hasta el lavarropas, para ubicarlo en su departamento, cerca de sus padres. Pero eso sí, cada tanto le compraba algún libro caro que andaba buscando. Esas atenciones ayudaban a que los demás señalaran a Elortis, que no sabía o no le interesaba remarcar las pocas virtudes que tenía, según sus propias palabras, claro, como el culpable de la ruptura.

Para su amigo de la infancia, el ingeniero mecánico Richard, había desaprovechado a una buena chica. Con él y su esposa salían a comer y hacían algunos viajes, casi siempre a la costa argentina o uruguaya. En cambio, los amigos de Miranda, algunos también amigos del tío Oscar y su esposa porque jugaban al tenis en el mismo club, no pasaban para nada al taciturno muchacho que odiaba las frívolas charlas de sobremesa en las que casi siempre hablaban del viaje que el grupo había realizado, o de los juegos impresionantes que alguno había visto en Orlando, de las películas que se veían mejor en el shopping en zona norte,  aunque tuvieran que irse a la otra punta de la provincia para eso, de los cortes de pelo que estaban de moda, porque el novio de una de las chicas era peluquero, y todo esto condimentado con un humor de vuelo alto y parejo, muy irónico, que para Elortis funciona muy bien en ciertos dibujitos actuales, imponiendo una risa que tiene que completarse con otros comentarios del estilo para sostenerse y aguantarse, que se suceden largo rato, sin que la conversación despegara nunca. Era muy inmaduro en aquel tiempo, y aguantaba todo esto con el inútil consuelo de sentirse superior a estos personajes desagradables. Después de todo, se veía a sí mismo como un payaso al que le pasaban cosas que sólo le podían pasar a uno de estos integrantes del circo; a veces parecía que cuando pensabas de una manera, te pasaban cosas contrarias a esa manera de pensar; ¿o no? Yo no lo sabía, y Elortis no estaba seguro, pero sí contento de haberse alejado de esas personas.

Y encima estaba el padre de Miranda, que pretendía que los sábados devolviera a su hija al corral antes de las cinco de la mañana para que al otro día fuera a jugar al tenis con el tío Oscar y compañía. El padre de Miranda era el único del barrio, por Valentín Alsina, que había completado sus estudios en la universidad, sólo para despatarrarse en su frío sillón de cuero, detrás de un escritorio en su estudio de abogacía. Elortis decía que la ignorancia académica era la nueva amenaza de la humanidad, lo decía refiriéndose a mis estudios y también cuando hablaba de su alumno, Diego. No había manera de hacerle ver a Diego que las cosas eran más simples que como se las presentaban sus profesores. También decía que su alumno no podía soltarse para escribir porque le habían atado el pensamiento a una cadena oxidada. Cada tanto Diego escuchaba el tintineo de la cadena pesada, y sentía el tirón que le impedía avanzar. De cualquier manera, el chico últimamente lo estaba sorprendiendo.

Diego escribía una novela cuyo personaje principal era el mariscal Soult, general de Napoleón que despojaba de cuadros y reliquias históricas a los bandos vencidos en sus batallas, atraído por la infundada fe en sí mismo que había llevado al mariscal a intentar ser rey de Portugal. A Elortis esta vaporosa figura le interesaba por otros motivos.

Baldomero había vuelto cambiado de su viaje a Europa. En la catedral de Sevilla, La Visión de San Antonio de Padua lo había hecho entrar en trance. Elortis pensaba que en su caso, con la gigantofobia o como pudiera llamar al miedo generado por lo gigante, hubiera salido corriendo del retablo de la catedral. Pero Baldomero había vivido una experiencia única. Para Elortis no era casual que su alumno se interesara por el mariscal Soult, que había intentado a toda costa llevarse ese cuadro con la mandorla de ángeles. Me explicó que una mandorla es el óvalo que queda si borramos el resto de la intersección entre dos círculos, y que tiene muchos significados, y uno de ellos es la unión de los opuestos, de lo inmanente y lo trascendente, que también podían ser reemplazados por Eros y Ágape, pero, por raro que pareciera, no quería extenderse mucho más en el tema. Así y todo, tuve que ver la foto que me pasó de la tapa del pozo de aguas sanadoras de Chalice Well, un altar celta en Glastonbury. Daba la impresión que había investigado mucho más y que rehuía de las explicaciones simplistas.

Al volver del viaje, Baldomero ordenó impedir el paso de sus amigos a su casa, dejó las clases a cargo de sus ayudantes, y se encerró en su habitación a pensar el tema primigenio —como él llamaba al problema de la lengua adámica. Sólo salía cada tanto para picar algo de la cocina. Mediando el día almorzaba, y cenaba ya a la medianoche. Al finalizar esa semana, abrió la puerta cerca de la  hora de la cena habitual de viernes con algunos de sus ex ayudantes y profesores de su cátedra, que no llegó a sacrificar, y hojeó, tal vez para que su esposa viera lo que había estado haciendo, un cuaderno repleto de anotaciones que una vez cerrado tiró al fuego del hogar. La madre de Elortis fue testigo de la satisfacción creciente de su esposo mientras atizaba las cenizas del cuaderno. El fuego iluminaba la sonrisa de dientes apretados de Baldomero, como si esa sonrisa no fuera toda distensión, sino que la resolución parcial del problema anunciaba nuevos trabajos para los que Baldomero guardaba las energías. Cuando volvió de la cena le anunció a la familia, ya que Elortis había vuelto y estaba escuchando música con Miranda, que pronto iban a tener una nueva mascota, un mono amazónico, más específicamente un Callicebus, que era conocido también como mono tití. Su primera intención había sido ir directo al grano y ver las posibilidades de que un amigo del capitán Heller le contrabandeara un sifaka, pero le parecía demasiado obvio estudiar a un pre-simio. El tití se lo conseguiría el padre de un ex alumno que tenía contactos en la triple frontera y traficaba serpientes, arañas pollitos y otros bichos, entre otras cosas, aparentemente. Ya Elortis se había referido a este mono, al que llamaba Albarracín, en otras conversaciones.

Pero bueno, Diego estaba escribiendo sobre Soult, y Soult había tratado de llevarse a Francia el cuadro de Murillo que también le había llamado la atención a Baldomero. Para convencerlo de que no se lo llevara le ofrecieron el Nacimiento de la Virgen. Elortis quería que su alumno utilizara los días finales del mariscal, retirado en su castillo, rodeado de su colección de pinturas expropiadas, maravillado de cómo había logrado sobrevivir, después de haberse adaptado a tantos cambios políticos y haciendo la suya siempre, mientras otros menos afortunados como sus enemigos Ney y Murat se habían dejado retorcer por la muerte. Tal vez los pelos del Cid Campeador, que guardaba en una ágata azul hueca, eran los beneficiarios de su suerte. Elortis quería que Diego, para crear el personaje, construyera un paralelismo entre el chanta de Soult, funcionario siempre dispuesto que se había hecho lugar en la monarquía y en la república, y algunos políticos argentinos que sabían nadar en cualquier tipo de aguas. Diego había desechado esta idea, que a mí tampoco me gustó, según veo en mi respuesta, pero utilizó la de hacer caminar al viejo Soult por los corredores de su castillo lleno de obras ilustres. Describiría el día final de la batalla de Elviña, en que no se supo con certeza si ganaron los ingleses o los franceses. Crearía el personaje de un soldado que perdía la memoria por un golpe durante una caída al desenvainar en la batalla, y al volver en sí afirmaba ser un enviado del futuro, según convinieron la tarde que pensaron juntos los momentos claves de la novela a los que tendría que llegar Diego a través de otros episodios de invención propia.

Lo importante era que este soldado era el que relataba, con toda clase de prejuicios fuera de época e ideas posconcebidas, la historia del viejo Soult, que, paranoico, recorría los pasillos de su última morada esperando que algún sicario viniera a ultimarlo para quitarle los tesoros artísticos que él guardaba. Su alumno ya había escrito algunas páginas, donde el mariscal, ya un viejo decrépito que arrastraba los pies por los corredores del pasillo mientras se detenía a observar sus pinturas, pensaba que hubiera sido mejor ser panadero, hacer saltar harina por los aires, lo que más le gustaba y mejor le salía allá por la lejana en el tiempo casa de sus padres, que haberse metido en tantos líos. ¿Qué habría sido de la chica del sur con la que corría a esos pájaros zancudos? Lo único que había ganado era que esos brutos llamaran con su nombre a sus perros —la única forma que tenían los españoles de vengarse, me explicó Elortis. Si tan sólo se hubiera quedado en su pueblo…

La imposibilidad de vencerse a sí misma del alma humana era el tema difuso de la novela. Diego, que no tenía plata y vivía en un departamento de un ambiente a la vuelta del Pasaje la Piedad, una vez que supo que había sido una visita a la casa de sus padres la que tentó a Soult de hacerse panadero, decidió que de ahí en más no se quedaría más de un día en la de los suyos, en Campana, para no correr el riesgo de convertirse ferretero. O, por motivos más oscuros, en autista, como su hermano. A Diego le encantaban los tornillos y podía estar horas ubicando las piezas en los cajoncitos rotulados. Soult en vez de panadero, intentaría ser rey de Portugal.

Para Elortis, que también había investigado un poco con Diego, el mariscal era un maestro del discurso. Nuestras balas no son de algodón, le había contestado a Napoleón en un hospital, rodeados de piernas y brazos amputados, cuando intentaban contrarrestar la avanzada de los rusos en Elylau. En fin, lo que se dice un personaje. En una búsqueda más a fondo, Diego había encontrado una anécdota curiosa.

Cuando el hijo de Soult intentó dejar a su esposa acomodada, el mariscal le comentó a un amigo que el hombre es el único animal que no sabe quién le da de comer. Está muy bien eso, decía Elortis. Diego inventaría que la frase sólo podía haber sido dicha en esa época por alguien que tuvo afinidad con un hombre del futuro, su narrador. Como vemos, Elortis se divertía con Diego y no lo usaba solamente de espía del pasado en los asuntos amorosos de su padre con la profesora pelirroja de la universidad. De a poco su alumno le estaba dando forma a la novela de Soult. Tenía ese poder Elortis cuando se ponía de lleno a generar algo.

por Adrián Gastón Fares.