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Seré nada. Capítulo 37. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Capítulo 37.

37.

La pequeña puerta se abrió. Evelyn caminó rápido, encorvada y guardándose un manojo de llaves en el bolsillo del delantal, hasta el pupitre donde estaba Silvina, que suspiró por la nariz al verla otra vez.

Prefería escuchar a los diminutivos del enano que aguantarse a esa mujer. Con esa cara que parecía pisar una piedra en cada paso que daba, y la risa fácil, frecuente. Ahí estaba otra vez, agachada frente a ella, con esa melena lisa y corta cayendo simétricamente a los costados de la nariz redondeada en la punta.

—Vamos —le dijo—. Vos seguí con lo tuyo, Algodoncito.

El enano, con la sierra en una mano, estaba palpando con la otra el filo de una cuchilla. Asintió y empotró la cuchilla en la sierra.

 —Esperá un poco con esta que todavía no llegó nadie, seguí con los otros que la quiero bien fresca.

 —Fresquita… —Algodoncito sacudió la cabeza, como si no estuviera de acuerdo con lo que proponía Evelyn.

 —Vamos, te dije. ¡Dios mío! ¿Vas a seguir haciéndote la estúpida?

Silvina se levantó del pupitre apretando el labio inferior contra el superior hasta que se le formaron unas arrugas en el mentón. Le digirió una mirada provocadora a Evelyn, que levantó el puño en señal de amenaza.

—¡Vamos! —le gritó.

Lungo custodiaba, agachado, desde la puerta. Cruzó una mirada con Evelyn y entró, agachándose más, para ir directo hacia Silvina y tomarla de la mano. Silvina sintió esa manota áspera, como repleta de costras, y aunque Lungo la empujaba, sintió ternura por la mascota de la médica, más cuando trató de articular algo que pareció ser:

Silvi… Vamo.

Antes de que la baba se le volviera a caer a Lungo, Silvina miró por encima del hombro y lo último que vio de ese inframundo del escenario fue al enano que había descubierto a uno de los gemelos y volvía a intercambiar cuchillas en sus manos, parecía obsesionado con cuál elegir para la sierra.

Evelyn cerró la puerta con un candado y dejó encerrado a Algodoncito con Gema y el resto de los serenados.

Salieron a la luz pálida del patio grande desde el foso del escenario. Mientras Silvina desfilaba adelante de Lungo y Evelyn, la siguieron con miradas desconfiadas el barbudo y el adolescente asiático.

La vieja de la escoba estaba en el suelo con las piernas alargadas frente a ella, la espalda inclinada y las manos apoyadas a los lados, mirando sorprendida a las palomas que revoloteaban en lo alto, entre las vigas de hierro.

—Ves, quedó tonta como vos. Decí que creemos que no contagian.

Ahora, el chico asiático parecía estar tocándose algo por dentro del pantalón de gimnasia que usaba y tenía el labio inferior un poco descendido, como si lo estuviera disfrutando. Evelyn lo notó, pero no le prestó importancia.

Silvina opuso resistencia a los tirones que le daba Lungo que, como un caballo al que ella guiara en vez de lo contrario, se detuvo.

El rayo de sol que entraba por un agujero en el comienzo de la cúpula de chapa le daba en el cuello y Silvina cerró los ojos para disfrutarlo.

Lungo dio dos pasos hacia atrás al ver que Silvina se quedaba ahí y le soltó la mano. Debía tener prohibido que lo tocara el sol sin permiso. 

El de barba se acercó, por si acaso.

El hombre rechoncho estaba comiéndose un sándwich con el corto cuello estirado al máximo hacia adelante para no mancharse el pantalón de vestir blanco que llevaba a juego con el saco.

En la fila de asientos encadenados en la que estaba sentado el rechoncho, había un sombrero de copa, también blanco, con una cinta celeste al lado de un mate con bombilla y una bolsa de azúcar abierta.

—Podés seguir caminando, por favor —le ordenó el barbudo mientras se atizaba la barba para dejarla, por un momento, triangular.

Silvina miró hacia el chico asiático que movía los antebrazos y parecía seguir disfrutando de su presencia, ahora tenía las dos sospechosas manos hundidas en sus pantalones deportivos.

Evelyn aspiró y tomó impulso. Se adelantó para agarrar de la muñeca a Silvina y arrastrarla con toda su fuerza hasta el patio. Dejó a Lungo mirándola con un ojo entre los pelos caídos de la frente desde la jamba de la puerta, y volvió para cerrarla.

Silvina miró el bordillo de la pared que estaba cerca del mástil y bajó la cabeza, mientras pensaba qué hacer para alcanzarlo.

Evelyn no la dejó cavilar, en dos segundos estaba enfrente de ella. Silvina tenía el pelo dividido en dos matas grasosas y aunque su espalda continuaba erguida el cuello estaba arqueado.

—Tomá el solcito nomás en vez de la sopa. Que mucho no vas a durar tratando de imitar metabolismos que no tenés… Además, estamos justo en el afelio, ese chino pajero que viste ahí es astrónomo, aunque no lo creas. Es el momento oportuno porque hoy la Tierra va a estar más lejos del Sol que nunca en su órbita hasta el año que viene, si es que existe el año que viene, ¿no? —soltó esa risa de corto aliento irritante y agregó—: Pero eso enseñamos ALLÁ. —Se volteó para señalar al colegio—, y no ACÁ. Y allá están nuestros compañeros, acá estás vos… ¿Y sabés qué? Los pingos se ven en la cancha…  A ver cuánto tiempo sobrevivís. Después de todo a Don-Genio-de-la-Antropología no le fue tan bien… —Esta vez se tapó la boca para reírse. La sobrepasó a Silvina, caminó hasta la puerta y la abrió—: Vía.

Silvina giró la cabeza para mirar hacia el costado de la puerta, donde Evelyn señalaba con el brazo estirado hacia la calle, mientras repetía el pedido de que saliera cuanto antes.

Silvina avanzó con una cara de loca más fingida que real. Dio un paso afuera y siguió caminando lentamente, bajo la luz del día, hacia la mitad de la calle, como si estuviera buscando en el pavimento los tornillos que parecían faltar en su cabeza.

¿Qué se trae entre manos?, se preguntaba mientras resonó el portazo que dio Evelyn.

Silvina empezó a caminar por el medio de la calle hacia la casa de los padres de Ersatz. Con el rabillo del ojo vio que una de las persianas del colegio estaba subida y que el adolescente asiático la miraba por la ventana.

En cuanto dejó atrás el colegio, levantó la cabeza y apuró los pasos. Esperaba no perderse.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares. 2021.

Suerte al zombi. 37. El Deformado.

37. El Deformado.

La luz de la linterna ametrallaba la imponente cara de Luis. Sus desencajadas facciones desafiando al círculo de luz amarillenta.

Lo que Garrafa y López vieron fue una cara que era mitad calavera. Pensaron que estaban delante de una abominación, un aborto de la naturaleza, pero entendieron que gente como esa existía, aún en un pueblo tan pequeño como Mundo Viejo. Aquel engendro tendría que ser el hijo deformado de alguna viuda, tal vez de una vieja loca que lo tenía encerrado de por vida. En la alucinada mente de los sepultureros, Luis era el engendro que había logrado escapar de esa vieja loca y fue a robar cadáveres al cementerio. Lo había mandado el hijo del doctor para que le llevara hasta sus manos aquella chica —tal vez le pagaría menos que a ellos—  y el pibe aprovechaba la ocasión para manosear al cadáver. Era un vástago aborrecible que nunca debió haber nacido.

De esta manera funcionaba la imaginación de estas personas a la luz de la luna, alimentada por cientos de historias oídas. No veían al verdadero Luis, muerto y podrido. Tan solo lo percibían como lo que podría llegar a ser en una de sus historias predilectas. Resultó ser que en las historias predilectas de Garrafa y López no existían los zombis, así que ellos se conformaron con lo que les decían las millones de historias escuchadas por las calles del pueblo y una de las más conocidas decía:

 “Hay una vieja que tiene a un hijo, bobo, deformado y feo. Esta vieja lo odia, no lo puede ni ver y por eso lo encierra en el sótano, donde —de vez en cuando— lo alimenta con las sobras de sus comidas y alguna que otra rata muerta”.

Garrafa y López se miraron, casi asintiendo con sus cabezas. Sus ojos decían: “Sí, el hijo de la vieja loca”. López sonrió aún más y volvió a mirar al mito que abrazaba el cadáver.

Una sensación extraña, intensa, se adueño de los sepultureros. Los dos volvieron a mirarse. La sensación se hincó mucho más en Garrafa.

Sintió ganas de matar al joven, de dejarlo tan muerto como parecía que estaba. No dejó de apuntarlo con la linterna y se aseguró de haber sacado el precinto de seguridad de la pistola.

A López se le hincharon las venas de su brazo derecho mientras apretaba con toda su fuerza la pala y la levantaba por arriba de su cabeza. “Qué ganas de partirle la cabeza”, se dijo. Garrafa levantó el percutor de la pistola.

—Si querés este cuerpo, tenés que pagarlo—dijo arqueando sus peludas cejas.

—Sí, chabón… los cuerpos acá no son gratis—aportó López.

—Y cómo estoy seguro de que vos no tenés un peso, podés ir soltando a la mujercita si no querés que te deforme más la jeta.

—Le robó el traje al tío—le dijo López a Garrafa—. ¡Cómo apesta el sucio!

Luis abrazaba a Fernanda y miraba hacia la linterna con los ojos nuevamente blancos. Trató de decirles a los tipos quién era, pero ningún sonido salió de su garganta.

López bajó la pala y lo señaló mientras se daba vuelta hacia Garrafa.

—¡Miralo! Es tan retardado que no sabe hablar. No debe saber como se llama; ni siquiera debe saber que es un macho y tiene pija. Yo digo que le demos una lección a ver si aprende algo.

Garrafa despegó sus ojos de los excitados de López y miró nuevamente al desdichado muchacho. Éste abría la boca y parecía querer hablar con el cielo, balbuciendo algo ininteligible. El balbuceo aumentó de volumen y Garrafa escuchó lo que esa cosa de traje intentaba decir.

—¡Cómo hiciste conmigo!—Luis miraba al cielo y gritaba con voz gangosa y gutural—. ¡Cómo hiciste conmigo, hijo de puta!

Garrafa miró a López. Dejó de enfocar a Luis y apuntaba al suelo.

—¡No se putea a Dios de esa manera!…no importa lo deformado que estés ¡No se putea a Dios!, ¡no en un cementerio!—La cara de Garrafa iba morándose de la emoción, toda su sangre parecía correr a su cabeza, como si estuviera dado vuelta—. ¡Y menos en mi cementerio!—Luego añadió, sin dejar de mirar hacia el banco de piedra:—. Digo que matemos a ésa porquería, López.

—Basta que yo no tenga que cavar su fosa.

—No hermano, lo quemamos.

Las puteadas de Luis al cielo parecían haber ganado volumen.

—Vamos, López—ordenó Garrafa y apretó el gatillo.

por Adrián Gastón Fares.