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Seré nada / Serenade. 14. Nueva novela.

Leyendo Seré nada. Pueden escuchar la lectura del Capítulo 14.

14.

Gema estaba en el descanso de la escalera pintada de color negro de la casa de enfrente. Silvina le hablaba, mirando hacia arriba. Luego se inclinó para recoger un papel que la mujer había dejado caer. Giró y se acercó a los dos. Les dio el nuevo mensaje de Gema. Pudieron descubrir la escritura temblorosa que habían visto en la hoja con la que se presentó, parecía la de un niño.

No preocuparse. Decía.

—Le pregunté dónde podíamos comprar algo para comer —contó Silvina.

Los tres subieron a la terraza y observaron desde arriba para ver si había árboles frutales a la vista. Descubrieron unos limoneros en lo que parecía ser el fondo de una casa vecina. En otra casa, un naranjo. Más allá, un manzano.

Ersatz comentó que la dueña de la casa del manzano solía regalarle también quinotos a su madre con la que ella hacía una rica mermelada. Silvina frunció los labios y dijo que prefería las manzanas. Por lo que sabía Ersatz, la casa estaba abandonada desde antes de que se fueran sus padres. Silvina propuso que cuanto antes fueran a recoger los frutos.

La casa quedaba en la misma cuadra, cerca de la esquina más alejada. Caminaron rápido y mirando hacia todos lados hasta que Ersatz los detuvo en una fachada con cerámicas blancas y negras. En donde debería haber estado el timbre había un hueco con cables finos enrollados. Manuel golpeó la puerta de chapa blanca. No hubo respuesta. Ersatz negó con la cabeza. Intentaron mirar por la ventana rectangular de vidrio esmerilado verde que tenía la puerta, pero se veía todo borroso. El agujero de la cerradura estaba a la vista. Faltaba la manija metálica. Manuel empujó la puerta. No se abrió. Sobre sus cabezas, vieron una fila de vidrios de botellas partidas, cementadas de punta a punta en el bordillo de la fachada.

Ersatz no pudo evitar recordar que había entrado a recoger los frutos más altos con Felipe, uno de sus amigos. Antes de que Ramoncito lo hiciera desaparecer de la tierra.

Silvina y Manuel retrocedieron unos pasos para observar las casas vecinas. Tal vez podrían colarse por las medianeras. Ersatz sintió que la piel del cuello se le erizaba. ¿Qué pasaría en el barrio? ¿Una muda pelada que dijo no ser sorda? ¿Personas erguidas en los techos?

Silvina movía la cabeza. Manuel se acercó y revoleó una patada a la puerta. Nada. Ersatz se quedó mirando a su amigo.

—Yo no pienso entrar —dijo.

¿Por qué le pasaba en la vida cosas raras? ¿No era raro estar otra vez ahí en la puerta de la vieja esa? Nunca sabía si las cosas que le ocurrían eran para reír o para llorar.

Cuando en el chat, meses atrás, habían discutido sobre ese tema, los tres convinieron en que las cosas raras que le pasaban a Ersatz tenían que ver con la sordera. No era el único. A los otros dos también, por ejemplo, se les acercaban personas que habían sido rechazadas por la sociedad para buscar refugio en una comprensión que sabían que iban a obtener con ellos. Tenían como un imán para eso. Silvina decía que era la energía, pero Ersatz no creía en eso. No creía, pero sabía por experiencia que cuando las cosas se ponen feas uno cree en cualquier cosa.

En la penúltima epidemia, la de gripe —no la del parásito—, recordaba haber chateado en una aplicación de citas con una chica que estaba eufórica porque una antena había captado una señal que, supuestamente, confirmaba la existencia de un universo paralelo al nuestro. Él también se había puesto contento. Pero nunca se comprobó. Todavía la noticia era falsa, no habían podido encontrar nada real fuera de algunas fórmulas matemáticas.

¿Por qué las personas ansiaban un mundo paralelo? ¿Qué había sido de este que, por lo menos, parecía realmente existir? Un golpe sordo lo alejó de sus pensamientos.

Manuel había vuelto a golpear con el hombro la chapa de la puerta. No cedía. Silvina le comentó a Ersatz que los nuevos dueños podrían ser sordos y por eso no los habían escuchado llamar. Ersatz los arengó diciendo que iban a necesitar alimentarse. Manuel retrocedió hasta el pórtico de la casa anterior, se encaramó a la reja y de ahí pasó a la medianera que no tenía pedazos de botellas de vidrio. Luego dio un salto.

Silvina y Ersatz esperaron, atentos por si aparecía alguien doblando en la esquina cercana o, del otro lado, bajando los escalones de la casa donde parecía vivir Gema.

Manuel abrió la ventana de vidrio esmerilado verde que tenía la puerta de la casa.

—Es una selva —dijo.

Ersatz sabía que ese terreno tenía cañas de azúcar y que era el más agreste de toda la manzana.

—No hay casa —agregó Manuel.

—Creo que la mujer se la había vendido a unos bolivianos. —Ersatz se dio vuelta para mirar a Silvina—. Si es así tenemos suerte, la querían de terreno, porque tenían una verdulería.

—Hay muchos tomates—. Manuel volvió a perderse detrás de la ventanita.

Silvina suspiró. Una buena noticia, por lo menos. Seguía preocupada y avergonzada pero la perspectiva de una huerta orgánica la había animado. Ersatz tenía clavada la mirada en la casa de Gema.

—¡Vamos! —pidió Manuel.

Por la ventana de la puerta les pasaron las bolsas. Mientras esperaban, se adelantaron hacia la esquina para ver si podían descubrir alguna persona nueva en las terrazas de la siguiente cuadra. Nada.

Ersatz no pudo dejar de apreciar el tener a Silvina al lado. ¿Cuántas chicas había traído a conocer a su familia y al barrio? Tres, por lo menos. Todas se habían perdido en la vorágine de la vida y jamás las había vuelvo a ver. Silvina tenía esa particularidad de hacerlo sentir tranquilo. No estaba nervioso como cuando visitaba el barrio con las otras. Debía ser porque eran sólo amigos, pensó.

Manuel los llamó, desde la medianera les arrojó las bolsas anudadas y repletas. Luego descendió hasta la reja y pegó un salto. Apenas estuvo abajo, abrió una de las bolsas como si fuera un tesoro y les mostró que estaba llena de tomates comunes, cherrys, manzanas y varios manojos de rúcula.

Estaban por la mitad de la cuadra cuando aparecieron en la esquina los dos hombres con conjuntos deportivos que habían visto la noche anterior en uno de los techos. Altos, esmirriados como los otros. Pelo crespo, corto y negro. En sus rostros ovalados, de ojos grandes, no se podía leer ninguna emoción. Eran iguales, gemelos. Lo único que los diferenciaba era el color de la ropa, gris claro en uno y negra en el otro.  Las zapatillas de los dos alguna vez habían sido blancas.

—Hola —dijo Silvina.

Manuel saludó con la mano. Ersatz los miró de lleno.

Los gemelos no contestaron. Siguieron caminando y los dejaron atrás, como si ninguno de los tres existiera.

por Adrián Gastón Fares.

Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.

El nombre del pueblo. El nombre. 14.

Escribo por primera vez de mañana, nunca lo hago, pero tuve un sueño. En él estaba mi madre.

Otra vez niño subía ansioso el médano de la playa. Era de noche. Se oía el estrépito de las olas rompiendo en la Lengua, pero en vano intentaba llegar a la cima del médano; a unos metros siempre resbalaba y caía dando muchas vueltas. Una de las caídas fue más prolongada y supe que sería la última. Al levantarme estaba mirando el sendero que llevaba a mi casa, por el que siempre me acercaba a aquellos médanos. Al darme vuelta los vi más grandes en el sueño, casi montañas que franqueaban el acceso a la playa. Entonces una sombra pasó cerca de mí y me asusté. La seguí con la vista. Era una mujer. El vestido verde claro reflejaba la luz de la luna, el pelo oscuro y enrulado acariciaba los pálidos hombros. Reconocí a Malva, que esta vez había llegado al pueblo y se dirigía a mi casa. Pensé en el sueño que tal vez estuviera reviviendo el pasado. Sin embargo, yo era un niño; estaba en el pasado.

Entonces un relámpago dividió el cielo en dos y pensé que si era ese día Castillo rondaba la playa. Corrí hasta los médanos y al llegar a la cima caí sobre mis rodillas. Allí estaba el hombre, su cuerpo creciendo mientras subía los médanos del lado del mar. Yo hincaba las rodillas en la arena y lloraba.

Rápidamente me di vuelta y descendí, mejor dicho resbalé, hasta Malva, que seguía alejándose del médano sin escuchar mis gritos. Cuando la alcancé puse mis manos en sus hombros. Se volteó.

Aquella no era Malva. El pelo ahora se había vuelto claro, los rulos habían desaparecido, y aunque conservaba su vestido verde, el rostro inundado en lágrimas que me miraba era el de mi madre. Grité que Castillo la mataría a ella también, que había llegado el bergantín. Mi madre escondió la cara en sus manos. Al darme vuelta vi que Castillo nos alcanzaba. El puñal de doble filo chorreaba sangre. Ahora nosotros alimentaríamos su venganza. Entonces desperté.

Si me teoría de los sueños no falla, y sé que no, mis pensamientos de este día estarán filtrados por esta pesadilla. Mientras me aseaba –ya salgo para el colegio– no pude evitar acordarme cómo habían encontrado el cuerpo de mi madre en la playa, hinchado y con los ojos comidos por los peces. Un amigo me lo contó cuando tenía dieciséis años, siete años después de la muerte de mi madre, y jamás lo pude olvidar. Si tuviese que hacer lo que ella hizo me aseguraría que mi cuerpo jamás fuese devuelto a las playas de este mundo. Si alguien entonces me ve, así, sin ojos y panzudo, seré recordado.

Hoy no será un día fácil. Por la noche viene Daniela y tendré que escuchar sus pavadas. Ella hace que Amanda resulte entrañable.

por Adrián Gastón Fares.

Suerte al zombi. 14. El justiciero.

14. El justiciero.

Jorge bajó el peldaño y espió una vez más, asomando su cabeza fuera de la guarida donde estaba con sus amigos, en la entrada del edificio. Les contó a los demás lo que había visto. Los tres salieron corriendo y doblaron en la esquina, para tratar de que Chula y Olga los perdieran de vista.

Al doblar en aquella esquina, Jorge se fijó si tenían la suerte de que algún colectivo pasara en aquellas horas, pero la calle estaba vacía. Ni siquiera un taxi. Debían de ser las cuatro de la mañana y lo único que se veía en las calles de ese antiguo barrio céntrico eran gatos. Miró hacia la otra vereda, donde había una remisería. El viaje les saldría caro, se dijo Jorge, pero era la única forma de que aquella noche terminara. Los tres cruzaron corriendo, siempre con Jorge a la delantera y, gracias a que la puerta de la remisería estaba abierta, entraron.

La remisería tenía un antiguo mostrador, por lo que parecía que era un antiguo almacén reciclado. Jorge llamó, pero nadie salió. El lugar parecía estar vacío. Esperaron diez segundos y Jorge golpeó la madera del mostrador con el puño cerrado… Diez segundos más. Jorge miró a sus amigos y en silencio se dispuso a golpear nuevamente el mostrador cuando un hombre gordo, bajito y pelado, salió de una especie de biombo que separaba el negocio del interior de aquella casona. El hombre caminó hasta ellos tratando de meter su camisa dentro de sus holgados pantalones negros. Tenía la cara y la camisa tan sudada que parecía que le habían echado aceite. Sus regocijados ojos húmedos flotaban entre marcadas ojeras. La pelada brillaba y en ese reflejo, efecto de la lámpara que colgaba del techo, fue en el que se concentró Juan para no reír a carcajadas cuando el hombrecito les habló. Se acercó a ellos sonriendo:

 —Miren chicos, estoy yo sólo trabajando hoy… —Hizo una pausa, se llevó las  manos a su pelada y trató de secarse la transpiración—. Si quieren que los lleve van a tener que esperar a que cierre el negocio.

Las cortinas rosas del biombo se movieron y una pequeña mano femenina apareció ante la vista de todos. La joven salió ante la curiosa mirada de los tres amigos, acomodándose una remera ajustada. Después de ponerse la top, se calzó el zapato de taco que llevaba en la mano y se acomodó el que ya tenía puesto pisando en el piso varias veces.

Era una prostituta joven, casi adolescente, de no más de diecisiete años. Su pelo era castaño y sus facciones de gran belleza. Cuando terminó de arreglarse, levantó la vista, mostrando sus ojos azules. Al ver a los tres jóvenes, lanzó una risa inocente al aire y les dedicó una sonrisa. Se acercó al remisero, le sonrió y susurró algo al oído. Éste fue a la caja y sacó veinte pesos que le entregó a la chica, dándole una palmada en su pequeño y bien formado trasero, protegido tan sólo por una minifalda verde claro.

Por los nervios acumulados aquella noche o por otra razón, lo cierto era que Juan empezó a reír. Jorge lo siguió. ¡Así que por eso no aparecía el tipo! De repente, se sintió a salvo y una sensación grata lo colmó. Miró la cara de sus amigos; los ojos de Leonardo brillaban, Juan no paraba de ojear el culo de la chica con una sonrisa tonta.

La joven prostituta se dirigió a la puerta de calle. Por un momento todo lo que escucharon los tres chicos fue el ruido de los tacos de aquella chica golpeando el suelo de la remisería. A los jóvenes les pareció que el tiempo se detenía y los hechos se estiraban en cámara lenta; los pasos de la chica hasta la puerta, las sonrisas dibujadas en sus propias caras, la cara del remisero pelado que miraba cómo se movía el trasero de la chica mientras se alejaba. Vivieron aquel momento como ningún otro en su vida. Se sintieron jóvenes.

Eso era lo extraño; ellos eran jóvenes, casi adolescentes. Sin embargo, sentirse joven era distinto. Se miraron entre ellos y se entendieron  dejando atrás todo otro pensamiento que no sea: ¡Qué noche extraña!. Sus almas se conectaron. Estuvieron a punto de alcanzar el secreto de la inmortalidad, pero una mosca que zumbaba pegada a la lamparita que colgaba del techo los distrajo. El momento pasó y, sin embargo, parecía seguir estando ahí, tan al alcance de sus manos.

Leonardo miró al remisero, mientras la prostituta alcanzaba la puerta y preguntó:

—¿De dónde saca esas putas tan lindas?

 —Sandra no es una puta, es un ángel—contestó el remisero.

En el fondo, todos ellos estaban dispuestos a creerlo. La siguieron con la vista hasta que bajó el escalón y siguió caminando, ya fuera del negocio, pegada a la vidriera de la remisería. Luego desapareció y todos volvieron a tierra.

El remisero agarró las llaves del negocio y los chicos empezaron a discutir sobre cómo había tocado el baterista de Los Misteriosos.

—Tenía la pierna dura como sorete de terraza. Creo que fue uno de los peores días de Darío—dijo Jorge.

 —Para mí estuvo bien… el problema es que lo dejó la novia.—opinó Leonardo.

 —¿Y eso qué tiene que ver?—preguntó Juan.

—¡¿Qué tiene que ver?!—Leonardo miró a Juan cómo si éste hubiera preguntado cuantos días tiene la semana—. Cuando lo emocional va mal, todo va mal. No podés llevar el ritmo… el pibe está destruido.

Siguieron hablando sobre Darío, el baterista de Los misteriosos, sin darse cuenta que Chula y Olga aparecían en escena caminando por el mismo lado por el que se había ido la prostituta. Olga estaba fumando un porro y Chula había guardado la navaja para comer un alfajor Guaymallen que había comprado en un quiosco de por ahí. Ambos estaban cansados y se habían olvidado ya del grupo de chicos. Olga se dio media vuelta y miró hacia atrás.

 —¡Qué puta ésa eh, Chula! Si tuviera unos pesos de más… ¡Qué buena que estaba!

Chula asintió con la cabeza y cuando iba a darle un nuevo mordiscón a su alfajor, miró hacia dentro de la remisería, donde divisó a los tres amigos.

Les sonrió a través del vidrio. Los tres jóvenes miraron atónitos. Olga también los había descubierto y trataba de saludarlos con una sonrisa burlona mientras les clavaba sus desorbitados ojos.

Al ver a Olga, reaccionaron y se dirigieron velozmente a la puerta. Chula iba a meterse en la remisería, cuando los otros alcanzaron la puerta y cerraron, dejando atrapada la mitad del cuerpo del joven dentro del negocio. Éste empujó, sus desesperados ojos azules fulminando los de Jorge. Olga ayudaba tratando de abrir la puerta y maldiciendo.

Dentro, los tres jóvenes empujaban tanto que a Chula le dolía el brazo y gritaba como un cerdo degollado. De repente, se escuchó un grito que se hundió en los oídos de los tres amigos. Sin dejar de empujar, Leonardo y Juan miraron sobre sus hombros.

El remisero estaba parado en la mitad de la remisería, apuntando a la puerta con un arma. Jorge no se percató de esto hasta que sintió algo frío que le tocaba la nuca. Al darse vuelta, mientras seguía empujando para que Chula no se metiera, vio como el pelado le apuntaba a la cara.

—¡Salgan ya todos de mi negocio!…O les pongo balas hasta en el culo.

Hablaba con tranquilidad, pensó Jorge mientras empujaba. Había tenido buen sexo esa noche y por eso controlaba sus nervios. Olga maldecía a Jorge, mientras Chula seguía gritando de dolor.

—Repito: ¡Salgan todos de acá!…—Una gran gota de sudor se deslizó por la llanura de su cien y cayó al piso—. …¡Ya!…¡Dejen la puerta!…¡Voy a contar hasta tres y los cago a tiros!

Jorge dejó que sus amigos siguieran empujando y se enfrentó a la cuarenta y cinco del remisero.

—¡Uno!,…¡y  voy para dooos!

—Escúcheme—Trató de explicarse Jorge—. Si salimos, estos dos drogados van a matarnos, ¡están locos!

 —¡Dos!… ¡y  voy para treees!

Atrás de Jorge, Leonardo y Juan seguían empujando la puerta. Chula había logrado meter un brazo y trataba de agarrar la cara de Juan mientras escupía a Leonardo. Éste miró atrás y dejó de empujar.

— ¡Y….!—apuró el remisero.

—¡No dispare!—dijo Jorge y tocó a su amigo—. ¡Dejá la puerta!

Juan dejó de empujar. La puerta se abrió y dio contra la vidriera con gran estruendo. Chula quedó libre y cayó al piso, desde donde puteó. Luego se levantó, sediento de venganza, con su cara hinchada y colorada.

Olga y Chula quedaron a la vista del remisero pelado, que los apuntaba. Chula tenía un hilo de saliva que recubría sus labios haciéndolos brillar. Habló escupiendo:

—¡Hola, Ruben!

 —Arreglen sus asuntos afuera, Chula. No quiero problemas en el negocio.

 —No va a haber problemas, Ruben, ¿alguna vez nos metimos con usted?—Chula  movió su dedo índice en el aire—. ¡No! ¿Alguna vez nos metimos con sus putas?—. Chula miró a Olga que negaba con su cabeza y luego repitió— ¡Nooo!—Ahora miraba fijamente al remisero—. Usted es como nosotros, Ruben: ¡un gran pajero!—. Chula escupió la baba que le incomodaba. La saliva salió con una flema blanca que cayó en la zapatilla de Jorge, donde se quedó adherida.

 Jorge no vio la mancha blanca en su zapatilla ya que estaba pensando en como escapar. “¡Imposible!”, se dijo mientras observaba como negaba con la cabeza Olga.

 —¡Salgan!— Ruben apuntaba a la cabeza de Jorge mientras hablaba—. ¡Vamos!…

Chula y Olga se corrieron a un costado. Jorge fue el primero en salir. Olga empezó a reír con la súbita intensidad de un maníaco. Chula se metió un dedo en la nariz y extrajo una mucosidad verde que pegó en la frente de Jorge mientras éste salía. Jorge, que estaba verdaderamente asustado, lo aguantó callado.

—Traten de no ensuciar mi vereda, Chula—dijo Ruben y señaló la vereda contigua—. ¡Mátense al lado!

—Está bien, máquina—dijo Chula mientras posaba sus ojos en las figuras de los tres chicos que, en fila, habían salido del interior de la remisería.

Otra vez estaban enfrentados. Los tres vieron como la luz de los faroles se reflejaba en el filo de la navaja que Chula les enseñaba mientras Olga reía maliciosamente. Por encima de su risa, un sonido se escuchó.

Sonó a chapa. La habían golpeado fuerte. Todos torcieron sus cabezas y sólo uno acertó en la dirección.

En la vereda de enfrente había un puesto de diario cerrado. Jorge vio como una sombra salía de atrás de éste y se deslizaba lentamente hacia donde estaban ellos. No se podía ver claramente a quién pertenecía ya que en el lugar un gran árbol filtraba la luz  el alumbrado. No había duda de que era un ser humano él que la causaba, ya que podía verse la alargada sombra de dos piernas que se acercaban. Jorge miró a Chula, que parecía babear de satisfacción.  Al volver la vista la sombra se había hecho carne. Juan gritó.

Alguien estaba parado en la calle, mirando al remisero, que había empezado a cerrar su negocio. Del lado derecho de la puerta de la remisería formaban una fila los tres amigos; del lado izquierdo Chula y Olga los amenazaban. Juan había gritado porque el desconocido llevaba un arma con la que apuntaba a Ruben. Éste levantó la cuarenta y cinco.

Se escuchó un disparo y la cabeza de Ruben se echó para atrás desparramando en la vidriera buena parte de su contenido. Luego de tambalearse, todo su cuerpo se desplomó. Chula miró hacia donde venía el disparo y se encontró con el impresionante semblante del que había apretado el gatillo.

Éste parecía un justiciero, parado en el medio de la calle, con las piernas separadas. Vestía un saco negro y pantalones del mismo color. Chula le enseñó primero la navaja, luego sus dientes y se abalanzó contra el joven desfigurado.

El desconocido acercó su arma al pecho de Chula y disparó dos veces. Las balas traspasaron al joven y se perdieron dentro del local.

Olga le pegó una patada en el estómago al justiciero, mientras los tres chicos dejaban de mirar asombrados y empezaban a correr. El justiciero apenas trastabilló; avanzó, ofreció su cara y dejó que le pegara una y otra vez.

 —¡Sos más feo que un sorete!—gritó Olga mientras empezaba a darse vuelta para huir.

 —¡Date vuelta!—El desconocido hablaba guturalmente.

Olga se dio vuelta. Era imposible saber cuándo, pero había metido la mano en el bolsillo y recuperado un porro. Se plantó frente al justiciero y le dio una última pitada a aquel porro. El justiciero disparó una vez a la cabeza y observó como el porro iba cayendo. Un orificio empezó a chorrear sangre en la frente de Olga. El justiciero apretó nuevamente el gatillo pero la bala no salió. Apretó otra vez. Nada. Se le habían acabado. Olga se derrumbó.

Cuando el justiciero se dio vuelta, los otros jóvenes habían desaparecido. Corrían desesperadamente, cien metros más abajo, por el medio de la calle.

por Adrián Gastón Fares.