Si quieren acercarse a los personajes de Seré nada, una historia suburbana de terror, mi última novela pueden hacerlo manteniendo una distancia prudente. Ya saben que los que callan mucho, algo esconden. Y que los días de lluvia es mejor salir corriendo. A no ser que quieran experimentar algo nuevo…
Comparto el enlace a Google Play Books (Seré nada, 200 páginas, 2021) donde pueden leer una muestra y si quieren adquirir la novela en este caso (la verdad es que no encontré la manera de subirla gratis a Google Play, por eso hay que pagar) A cambio me parece que para algunas personas será más fácil leerla así:
El modo tradicional que es buscar los Epub y Mobi en Google Drive (así como PDF) en el inicio de este blog adriangastonfares.com sigue vigente.
Agrego un nuevo enlace directo, gratis, en Anonfiles para que puedan descargar mi nueva novela, abrirla y leerla en la aplicación Aldiko Classic en el teléfono celular, por ejemplo, o en lectores de libros electrónicos como Kindle (convertir en Calibre o enviárselos por email, ya sabrán), otros como Kobo, o disfrutarla en la PC con Adobe Digital Editions o FBreader. Aquí copio el enlace de descarga directa:
Si quieren disfrutarlo con la compañía de Ersatz, Silvina, Manuel, Algodoncito, Fanny, Gema, Lungo y los otros personajes de Seré nada, espero que se entretengan.
Adrián
Argumento:
En Seré nada, tres amigos con sordera parten hacia el Sur del Conurbano bonaerense en busca de una mítica comunidad de personas sordas. En cambio, encuentran un barrio de personas silentes, pero ¿qué secreto sus bocas cerradas impiden revelar?
PD: Portada de Seré nada, una historia suburbana de terror.
Portada Seré nada, una historia suburbana de terror. 2021. 200 páginas. Adrián Gastón Fares.
Añado el enlace para descargar mi nueva novela Seré nada usando un programa de gestión de archivos .torrent.
Por otro lado, comparto el enlace a Google Play Books (Seré nada, 235 páginas, 2021) donde pueden leer una muestra y si quieren adquirir la novela en este caso (la verdad es que no encontré la manera de subirla gratis a Google Play, por eso hay que pagar) A cambio me parece que para algunas personas será más fácil leerla así:
Sigamos para los que se las arreglan con los torrent o quieran aprender:
Muchos utilizamos torrents para gestionar y descargar archivos, en eso soy un poco nerd y un poco geek, supongo.
Mi interés es que el acceso a la novela sea lo más simpe posible y esta etapa de distribución gratuita de mis libros (especialmente los más trabajados en formatos digitales, como Seré nada, Intransparente, El nombre del pueblo, y Suerte al zombi) se cumpla lo mejor posible.
Para crear el archivo ebook o libro digital de Seré nada no utilicé Sigil, pero sí para las otras tres novelas, lo que significa mucho trabajo extra además de escribirlas.
Lo que me decidió a elegir el título final fue la frase de Pessoa que comparto en esta entrada (la novela originalmente iba a llamarse Serenade, como una de las Serenadas, Gema, explica a una desconocido, Roger, quién es)
Pueden descargar el torrent de mi nuevo libro utilizando el utorrent, bittorrent o cualquier otro programa que gestione estos archivos.
Dentro del archivo encontrarán el EPUB y el MOBI.
Le dan a abrir Torrent y los lleva al programa que hayan elegido para descargar torrents.
De ahí pueden leerlos en su smartphone, en el Aldiko por ejemplo, o en un dispositivo lector de libros electrónicos como puede ser el Kindle. En la PC pueden hacerlo usando Adobe Digital Editions, que es mi preferido para esto. Fíjense si funciona la descarga. Si no, ya intentaremos buscar mejor maneras de compartir. Dejo los enlace al final de esta entrada.
El modo tradicional que es buscar los Epub y Mobi en Google Drive (así como PDF) en el inicio adriangastonfares.com sigue vigente.
A esta página de Inicio la llamaremos Sobre Adrián Gastón Fares. Libros y películas. y es donde está mi biografía y los enlaces a mis trabajos en cine y en literatura.
Organizar un blog de tantos años es como armar un rompecabezas, je.
Disfruten el fin de semana. ¡Saludos!
Adrián
ENLACES TORRENT:
Seré nada enlace para copiar en navegador al torrent (sólo .epub):
Leyendo Seré nada. Capítulo 43. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada…
43.
Entre tanto alboroto, los reunidos ante el palco no escucharon los gruñidos y gemidos, ni otros ruidos que estaban contenidos en el semicírculo inferior del escenario.
La puertita de entrada al foso estaba debajo de una de las escaleras laterales del escenario. Dentro del foso, otra puerta, que accionaba una escalera plegable, daba detrás del telón. Estaba pensada para utileros, pero en este caso era necesaria para mantener la sorpresa que Osvaldo iba a liberar luego de tantos vítores.
Algunos no sólo gritaban, también saltaban y se sentía una vibración en el suelo, como si el colegio fuera a venirse abajo en cualquier momento.
—Y ahora nuestro embanderado más pequeño y el más experimentado, otro médico como la doctora presente, que supo prestar sus servicios para el país… —dijo Osvaldo mientras se golpeaba con el puño cerrado el saco blanco abotonado—, por nosotros, por ustedes, hasta por esos desagradecidos que se fueron, va a entregarnos el fruto de la paciencia, la perseverancia, el trabajo en grupo y el compañerismo. Con ustedes, Ulises “Algodoncito” Gutiérrez. Nos explicará su particular método de encontrar la cura adecuada para que nuestra sangre criolla no vuelva a malgastarse.
Osvaldo acompañó con el brazo estirado la invitación a que el telón se abriera. Al ver que no salía nadie se acercó con cautela para abrirlo él.
El chico asiático y el tipo barbudo, en los roles de escolta y abanderado, movían los ojos para todos lados, atrapados en las posturas firmes. La gente gritaba.
—¡Queremos verlos! ¡Viva la patria! ¡Viva Argentina! —dijo uno que vestía una camisa colorida.
—¡Viva el Gran Buenos Aires! ¡Viva Zona Sur! —dijo una mujer que aplaudía apretando la cartera con los brazos.
Otro, un hombre pelado y con anteojos gruesos, revoleaba un pañuelo blanquiceleste. Eran pocos los que tenían menos de cuarenta años.
La mayoría andaba por los cuarenta y tantos. Abundaban los cabellos teñidos, las calvas, las arrugas, las barrigas de cerveza, los hombros sobrecargados.
Tanto las mujeres como los hombres apretaban sus cintas rojas.
Se había corrido la voz de que el azul oscuro, casi negro, era el emblema de los serenados, y eso potenciaba la elección de cuidarse del poder demoníaco de esos seres extraños con elementos de colores rojos.
Estaban tan enardecidos que empezaron los silbidos porque el telón no se abría.
Osvaldo estiró la mano para apartar el telón. En ese mismo momento se abrió y apareció una figura humana.
Gema tenía lágrimas en sus ojos y sangre por todo el rostro.
Llegó hasta el bordillo del escenario y se detuvo en seco. Evelyn se arrojó al suelo como si hubieran tirado una bomba. Gema observó a la ahora callada multitud.
Sin dejar de llorar retrocedió unos pasos, hasta quedar más o menos en la línea de los dos embanderados que no se animaban a dejar su postura recta.
—Pero ven lo dócil que la convertimos. Sola se va a presentar —dijo Osvaldo mientras el micrófono le temblaba.
Gema, acorralada, pasaba la mirada por la multitud.
La mayoría sostenía en lo alto sus cintas rojas. Algunos hasta crucifijos que blandían delante de ella.
Como si buscara a alguien entre la multitud, Gema miraba de un costado al otro del patio.
Parecía ida. No podía saberse qué había sido de su boca porque era un manchón de sangre.
Un reflector tardío, manejado por uno de los invitados, la iluminó.
Gema no cerró los ojos. Despegó los labios por primera vez en su vida.
Tenía varios colmillos afilados en sus grandes encías.
Algodoncito le había tajado con una de sus cuchillas los esbozos de labios que tenía, y ahora su nariz, liberada, luego de tanta adaptación para alimentarse, al abrir la boca se deslizaba casi hasta el entrecejo.
Lo que vieron los de abajo fueron ojos blancos, una boca abierta que era casi más grande que la cabeza y las manos crispadas por la desesperación que Gema había pasado en la operación.
La señora mayor, que se ve que todavía estaba un poco mareada por el veneno de Fanny, se le acercó con el plato en alto.
Para completar el acto, Gema tenía que aceptar y engullir esa comunión representada por el pedazo de queso y los dados de salamín.
La señora estiró la mano con el queso apretado entre sus dedos, acercándolo a la cara de Gema, que gimió y le apartó la mano con el bocado.
Llegó la risa de los de abajo, que esperaban ver algo más portentoso, no a una mujer con calzas negras, boca de piraña y el rostro elástico.
Entonces, Gema gruñó y empujó a la señora mayor, que fue a parar cerca del bordillo del escenario. Mientras, se iban acercando Osvaldo de un lado y del otro Evelyn para seguir con la presentación. Pero en ese momento el telón se volvió a abrir y aparecieron los gemelos. Llevaban algo entre los dos.
Era el cuerpo de Algodoncito. Uno le estaba masticando una pierna, y el otro tenía clavados sus dientes recién ventilados en el cuello.
La sangre manaba del cuello del enano.
Detrás de los gemelos, desde el telón, irrumpió en el escenario un ser reptante. Era la mujer de rodete que, caminando en cuatro patas, sobrepasó a Gema y aulló como un lobo hacia los presentes. El estrés acumulado en la cueva de Algodoncito le había hecho recordar todo lo que sufrió en la vida y así, con ese aullido, se hacía oír.
Los dientes eran más largos que los de Gema. Los que estaban adelante, que todavía no sabían si lo del enano era parte del acto o no, empezaron a retroceder, generando una avalancha, que empujó a los de atrás hasta las mesas preparadas para el refrigerio.
Uno de los gemelos había soltado al enano que quedó colgando de la mordida del otro.
El que lo había soltado estaba masticando un pedazo de la carne del muslo que le había quedado prendida en sus fauces.
Todos los serenados habían perdido el bronceado y estaban famélicos lo que hacía parecer más grandes sus hasta ahora ocultos dientes y sus cabezas. Y eran todos tan altos…
La multitud estaba paralizada de miedo.
Gema siguió llorando mientras daba la espalda al público.
La mujer de rodete saltó del escenario al público, y semidesnuda como estaba, empezó a tirar dentelladas, hiriendo a unos cuantos.
Los gemelos habían dejado los restos del enano, y bajaron por las escaleras de los costados del escenario.
Los dos se unieron a la mujer de rodete para acorralar al público presente. El gruñido reverberó en el patio y la multitud retrocedió aún más.
El acto reflejo de mover la boca cuando se ponían nerviosos los hacía parecer peligrosos y violentos. Sus bocas ahora podían abrirse y no sabían muy bien cómo controlarlas.
Gema seguía adelante en el palco, traumatizada.
Se le acercó Osvaldo con el micrófono en la mano. Le pasó el cable por el cuello y comenzó a estrangularla.
Eso animó un poco a los de abajo e incluso pareció darle una indicación de cómo debían actuar.
Pronto resonó un disparo. Luego, dos más. La mujer de rodete voló hacia atrás y quedó tirada en el suelo. Los gemelos se desmoronaron, abatidos.
Gema empezó a sofocarse, y en vez de resistirse, apretó la boca hasta que cayó desfallecida en el suelo.
Habían matado a todos los demonios. Por lo menos, parecía eso.
Osvaldo tiró del cable del micrófono, atajó el aparato en el aire y se lo llevó a la boca.
—Tranquilos… Hicimos lo que pudimos para conservarlos con vida. Teníamos un plan hermoso para ellos. Hermoso… Pero el destino parece no haberle perdonado la traición a la sangre noble. No podemos curar a todas las personas. Por lo menos, servirán de ejemplo para que nuestra estirpe siga fuerte y sana por varias generaciones gracias a ustedes. —Tosió y se aclaró la garganta para elevar la voz—: A veces la sangre degenerada no tiene cura, incluso con los mejores métodos y cuidados.
El público se había vuelto a acercar al escenario y estaba vitoreando. Menos tres hombres que habían sido mordidos antes de que las balas alcanzaran a los gemelos y a la mujer de rodete. Los mordidos, tirados en el suelo, giraban sobre sí mismos con una sonrisa piadosa.
—¡Viva la sangre pura bonaerense! —gritó Osvaldo, mientras la incorporada Evelyn, cuyos labios temblaban, trataba de juntar las manos en un aplauso.
La puerta que daba al patio se abrió de golpe.
Una mujer y un hombre, desconocidos para la multitud, entraron con ímpetu al colegio.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
Adrián Gastón Fares creció en Lanús, Buenos Aires. Egresado de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. Autor de las novelas Intransparente, El nombre del pueblo, Suerte al zombi y el libro de cuentos de terror Los tendederos. Seré nada es su cuarta novela. En literatura fue seleccionado en el Centro Cultural Rojas por su relato El sabañón que, hace 14 años, inauguró este blog. Mr. Time, Gualicho, Las órdenes son algunos de sus proyectos cinematográficos premiados y seleccionados, así como el documental musical Mundo tributo, también estrenado en televisión y en festivales de cine. Por otro lado, Adrián tiene pérdida de audición. El diagnóstico tardío de su hipoacusia y el descubrimiento de las prótesis auditivas que la aliviaron fue un proceso difícil. Afortunadamente, no le quitó las ganas de crear y pensar mundos posibles e imposibles a través de las palabras y las imágenes.
Capítulo 42. Leyendo Seré nada. ¿De qué trata Seré nada? Un grupo de amigos con hipoacusia viajan al Sur del conurbano bonaerense en busca de una mítica colonia sorda, pero dan con unas personas extrañas que parecen tener un peculiar trastorno alimenticio. Y parece que los acechan otras personas con otros tipos de trastornos, incluso más peligrosos…
42.
Las luces del alumbrado público se encendieron.
Las puertas de tres casas se abrieron casi a la vez sobre la avenida. Una reja de garaje se corrió. Resonaron los neumáticos de varios coches y algunas motocicletas raspando el cemento. Repicaron cascos de caballos. Una docena de bicicletas doblaron en la esquina del colegio.
En la puerta, dos de las motocicletas estacionadas tenían calcomanías de corcheas. Entre los signos musicales estaba escrito con firuletes Juremos con gloria morir.
Los pañuelos de color celeste y blanco que estaban atados en los espejos retrovisores de los coches y en los manubrios de las bicicletas también tenían escrita la misma estrofa del himno nacional.
La avenida no estaba deshabitada como habían creído Manuel, Silvina y Ersatz.
Detrás de las rejas, detrás de los cristales de las ventanas pintados en los negocios, detrás de los portones grafiteados, vivían algunos que habían vuelto a su lugar de origen en vez de apuntar para el norte.
Al volver, recordaron su costumbre de encerrarse completamente por si acaso, de abandonar los balcones en los que habían mirado las estrellas allá por los ochenta del siglo pasado, de niños o adolescentes, y al conocer que el barrio finalmente había cumplido con su promesa de entregarles algo más que violencia, indiferencia, muertes y falsa comunidad, se habían asombrado al principio.
En realidad, eran los descendientes de los que esperaban en las puertas que cayera el sol, eran los descendientes de los que iban a comprar el pan sin celular, de los que dejaban jugar a los niños, ellos mismos, hasta tarde en las calles, de los que hacían largas las tardes para no perderse la procesión callejera que les daba algo de variedad en lo rutinario.
Los descendientes, en la oscuridad de sus casas lóbregas y largas, de las habitaciones sumadas a otras habitaciones, ya no se miraban fijamente al espejo. Tenían pavor de encontrar algo inesperado en sus rostros.
Ya no podían ni siquiera sentirse diferentes, como sus progenitores lo habían hecho, de los de las villas cercanas, porque ya no estaban. Diamante era un rejunte de pasillos vacíos. Fiorito era un pantano con una isla: la casa natal de Maradona.
Ya no se tiraban la basura los unos a los otros porque no vivían encimados. Los perros ya no rompían las bolsas porque casi no había perros.
No había mascotas. Lo más parecido eran los geckos y lagartijas a los que a veces perdonaban la vida y otras aplastaban con sus zapatos o con un martillo especialmente preparado para la ocasión que sacaban del cajón de herramientas. Y si no se la pasaban con esas raquetas eléctricas matando insectos voladores.
Tenían que encontrar algo que los distrajera de arañar las paredes con las manos y cuando se enteraron de que del colegio se habían escapado una horda de seres deformes, que habían nacido de la unión entre monjas y curas degenerados de un infame convento, sintieron que lo habían encontrado.
Para ellos, siguiendo los fuegos artificiales de las fiestas de fin de año, los serenados se habían deslizado por las calles embarradas hasta el colegio privado de la zona, irrumpiendo y haciendo morir de sonrisas y placer a las monjas, a sus monjas. Se había apagado para siempre el fuego que calentaba las ollas populares organizadas por el colegio y la llama se mantenía en sus estómagos, una mezcla de hambre y resentimiento.
Y los serenados, esos seres con la boca cerrada a los que espiaban de vez en cuando, erguidos pacientemente en las terrazas los días de sol, justo lo contrario que hacían ellos que habían olvidado para qué servían las terrazas, los serenados, esos humanoides bronceados de los que se mantenían alejados, eran el único chivo expiatorio que podían encontrar para culparlos de la pérdida de sus ilusiones.
No había muchos familiares a los que torturar.
Los políticos tradicionales, de uno u otro bando, se las habían tomado. Algunos habían regalado sus partidos, pero nadie los quería.
Que Evelyn y Osvaldo descubrieran los cuerpos sonrientes de quienes los serenados se habían alimentado tuvo dos consecuencias.
Por un lado, hizo que la noticia de los deformes sangrientos se desperdigara por otros barrios del sur de Buenos Aires y desde Temperley a Cañuelas había cuadras de dos o tres personas que vivían en sus antiguas casas y se habían enterado de la existencia de algo raro en Lanús. Por otro lado, sirvió para que Osvaldo se convirtiera en una figura política con una causa justa.
Así que, con una cadena de favores que cruzó medio Buenos Aires, fueron aportando dinero, las señoras y señores del sur del conurbano, a la causa de hacerles un favor a los nuevos dioses, a los demonios del colegio, como los llamaban, para volverlos más parecidos a ellos.
Hasta la misma Riannon en vida, embanderada de la libertad de las personas sordas, que en realidad se había instalado con su comunidad en Uribelarrea, y no en Lanús como creían Silvina, Ersatz y Manuel, había aportado dinero para la causa de Osvaldo.
Más allá de las diferencias de edades, altura, anchura, color y género de las personas que fueron recibidas con las puertas abiertas principales del colegio, las que subieron las escaleras y desfilaron por el salón para ir reuniéndose alrededor del escenario tenían algo en común.
Llevaban escarapelas blancas y celestes prendidas de sus mochilas, de sus trajes, de sus sombreros, y todas, también, en sus bolsillos, o detrás de las mangas largas de sus prendas, cintas rojas.
Vitoreaban a Osvaldo que ya estaba con sus bigotes atizados, franqueado por Evelyn, los dos vestidos de blanco esclerótica y ambos ojerosos, para que diera la orden de descorrer cuanto antes el pesado telón del escenario y les dejara entrever, como aquella vez, a sus temores encarnados y maniatados.
Detrás de la multitud esperaban unos tablones con manteles, cubiertos de platos con salamines, quesos, fiambres, panes, y otros dones de la tierra con los que pensaban festejar lo que fuera que apareciera, cualquier cosa, algo diferente: lo nuevo, lo que les iba a salvar el año quizás.
Osvaldo no tenía mucho que decir, simplemente iba a mostrar y ellos necesitaban ver.
Detrás del micrófono, luego de Evelyn y Osvaldo, había incluso un abanderado con un escolta.
El adolescente asiático era el escolta y el tipo de barba sostenía la bandera con los mismos colores de la izada en el patio exterior.
El segundo escolta iba a ser Lungo que no había vuelto a aparecer.
Aunque la multitud miraba de reojo al chico asiático, Evelyn y Osvaldo pensaron dar un mensaje de diversidad con lo que tenían a mano.
La señora mayor, recuperada parcialmente de la experiencia psicodélica que le había provocado la mordida de Fanny, estaba encorvada cerca de la escalera y tenía un plato con un pedazo de queso duro y unos dados de salamín recién cortado.
El micrófono andaba perfecto. En el escenario, Osvaldo se quitó el sombrero de copa blanco, lo arrojó al público, para entretenerlos mientras tanto, dio las gracias al gentío y le preguntó a Evelyn si quería decir unas palabras. Evelyn movió la cabeza y levantó las palmas de las manos hacia Osvaldo, invitándolo a proseguir.
—Tengan un poco de paciencia que nuestro ilustre y diminuto héroe está terminando su delicado trabajo. Me alegra que compartan con nosotros este momento tan esperado. Unión, integración e inclusión, ¡viva!
—¡VIVA! —repitieron los de abajo.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
La pequeña puerta se abrió. Evelyn caminó rápido, encorvada y guardándose un manojo de llaves en el bolsillo del delantal, hasta el pupitre donde estaba Silvina, que suspiró por la nariz al verla otra vez.
Prefería escuchar a los diminutivos del enano que aguantarse a esa mujer. Con esa cara que parecía pisar una piedra en cada paso que daba, y la risa fácil, frecuente. Ahí estaba otra vez, agachada frente a ella, con esa melena lisa y corta cayendo simétricamente a los costados de la nariz redondeada en la punta.
—Vamos —le dijo—. Vos seguí con lo tuyo, Algodoncito.
El enano, con la sierra en una mano, estaba palpando con la otra el filo de una cuchilla. Asintió y empotró la cuchilla en la sierra.
—Esperá un poco con esta que todavía no llegó nadie, seguí con los otros que la quiero bien fresca.
—Fresquita… —Algodoncito sacudió la cabeza, como si no estuviera de acuerdo con lo que proponía Evelyn.
—Vamos, te dije. ¡Dios mío! ¿Vas a seguir haciéndote la estúpida?
Silvina se levantó del pupitre apretando el labio inferior contra el superior hasta que se le formaron unas arrugas en el mentón. Le digirió una mirada provocadora a Evelyn, que levantó el puño en señal de amenaza.
—¡Vamos! —le gritó.
Lungo custodiaba, agachado, desde la puerta. Cruzó una mirada con Evelyn y entró, agachándose más, para ir directo hacia Silvina y tomarla de la mano. Silvina sintió esa manota áspera, como repleta de costras, y aunque Lungo la empujaba, sintió ternura por la mascota de la médica, más cuando trató de articular algo que pareció ser:
—Silvi… Vamo.
Antes de que la baba se le volviera a caer a Lungo, Silvina miró por encima del hombro y lo último que vio de ese inframundo del escenario fue al enano que había descubierto a uno de los gemelos y volvía a intercambiar cuchillas en sus manos, parecía obsesionado con cuál elegir para la sierra.
Evelyn cerró la puerta con un candado y dejó encerrado a Algodoncito con Gema y el resto de los serenados.
Salieron a la luz pálida del patio grande desde el foso del escenario. Mientras Silvina desfilaba adelante de Lungo y Evelyn, la siguieron con miradas desconfiadas el barbudo y el adolescente asiático.
La vieja de la escoba estaba en el suelo con las piernas alargadas frente a ella, la espalda inclinada y las manos apoyadas a los lados, mirando sorprendida a las palomas que revoloteaban en lo alto, entre las vigas de hierro.
—Ves, quedó tonta como vos. Decí que creemos que no contagian.
Ahora, el chico asiático parecía estar tocándose algo por dentro del pantalón de gimnasia que usaba y tenía el labio inferior un poco descendido, como si lo estuviera disfrutando. Evelyn lo notó, pero no le prestó importancia.
Silvina opuso resistencia a los tirones que le daba Lungo que, como un caballo al que ella guiara en vez de lo contrario, se detuvo.
El rayo de sol que entraba por un agujero en el comienzo de la cúpula de chapa le daba en el cuello y Silvina cerró los ojos para disfrutarlo.
Lungo dio dos pasos hacia atrás al ver que Silvina se quedaba ahí y le soltó la mano. Debía tener prohibido que lo tocara el sol sin permiso.
El de barba se acercó, por si acaso.
El hombre rechoncho estaba comiéndose un sándwich con el corto cuello estirado al máximo hacia adelante para no mancharse el pantalón de vestir blanco que llevaba a juego con el saco.
En la fila de asientos encadenados en la que estaba sentado el rechoncho, había un sombrero de copa, también blanco, con una cinta celeste al lado de un mate con bombilla y una bolsa de azúcar abierta.
—Podés seguir caminando, por favor —le ordenó el barbudo mientras se atizaba la barba para dejarla, por un momento, triangular.
Silvina miró hacia el chico asiático que movía los antebrazos y parecía seguir disfrutando de su presencia, ahora tenía las dos sospechosas manos hundidas en sus pantalones deportivos.
Evelyn aspiró y tomó impulso. Se adelantó para agarrar de la muñeca a Silvina y arrastrarla con toda su fuerza hasta el patio. Dejó a Lungo mirándola con un ojo entre los pelos caídos de la frente desde la jamba de la puerta, y volvió para cerrarla.
Silvina miró el bordillo de la pared que estaba cerca del mástil y bajó la cabeza, mientras pensaba qué hacer para alcanzarlo.
Evelyn no la dejó cavilar, en dos segundos estaba enfrente de ella. Silvina tenía el pelo dividido en dos matas grasosas y aunque su espalda continuaba erguida el cuello estaba arqueado.
—Tomá el solcito nomás en vez de la sopa. Que mucho no vas a durar tratando de imitar metabolismos que no tenés… Además, estamos justo en el afelio, ese chino pajero que viste ahí es astrónomo, aunque no lo creas. Es el momento oportuno porque hoy la Tierra va a estar más lejos del Sol que nunca en su órbita hasta el año que viene, si es que existe el año que viene, ¿no? —soltó esa risa de corto aliento irritante y agregó—: Pero eso enseñamos ALLÁ. —Se volteó para señalar al colegio—, y no ACÁ. Y allá están nuestros compañeros, acá estás vos… ¿Y sabés qué? Los pingos se ven en la cancha… A ver cuánto tiempo sobrevivís. Después de todo a Don-Genio-de-la-Antropología no le fue tan bien… —Esta vez se tapó la boca para reírse. La sobrepasó a Silvina, caminó hasta la puerta y la abrió—: Vía.
Silvina giró la cabeza para mirar hacia el costado de la puerta, donde Evelyn señalaba con el brazo estirado hacia la calle, mientras repetía el pedido de que saliera cuanto antes.
Silvina avanzó con una cara de loca más fingida que real. Dio un paso afuera y siguió caminando lentamente, bajo la luz del día, hacia la mitad de la calle, como si estuviera buscando en el pavimento los tornillos que parecían faltar en su cabeza.
¿Qué se trae entre manos?, se preguntaba mientras resonó el portazo que dio Evelyn.
Silvina empezó a caminar por el medio de la calle hacia la casa de los padres de Ersatz. Con el rabillo del ojo vio que una de las persianas del colegio estaba subida y que el adolescente asiático la miraba por la ventana.
En cuanto dejó atrás el colegio, levantó la cabeza y apuró los pasos. Esperaba no perderse.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares. 2021.
Seré nada. Capítulo 36. Recapitulando un poco. Luego de dos epidemias, en 2023, Ersatz, Silvina y Manuel, que comparten una amistad creada en un foro virtual sobre la sordera que padecen, viajan desde capital al sur del Gran Buenos Aires en busca de una colonia de sordos señalada en un blog: Serenade, se llamaría la colonia. Luego del complicado viaje a pie, en Lanús descubren que están en medio de una colonia de personas silentes. ¿Pero son personas sordas? Mientras tratan de dilucidar qué son, desde la oscuridad de las calles surgen personas que están acechando a los nuevos y extraños vecinos. Son los «nacionalestes», eugenistas que defienden la sangre argentina. Desde el corazón de un colegio, los «nacionalestes» no sólo se preguntan qué serán también estos seres con la boca pegada, a los que les cuesta muchísimo extraer los dientes para alimentarse en las temporadas de lluvia, sino que pasaron a la acción y armaron un programa para intervenir a los serenados y tajearles las bocas para integrarlos a la sociedad. Luego de una emboscada, Silvina quedó atrapada debajo del escenario del colegio junto con los demás serenados, que están listos para ser operados e «integrados» por Algodoncito, un médico enano. A su vez, Ersatz pasó la noche en un pozo ciego, donde se le apareció el fantasma de Ramoncito, un compañero que sufrió bullying y que hizo una matanza en el colegio, antes de quitarse la vida. Ramoncito le pide que lo saque de ese agujero. Fanny, que es mitad serenada, porque es hija de un cura y Gema, la cabeza de esta colonia obsesionada con las terrazas y el sol, parece ser una informante del grupo de la avenida y, dadas las circunstancias, debe tomar una decisión.
36.
Aunque Silvina no lo imaginaba, ni podía escucharlo, detrás de la pequeña puerta que daba a la parte inferior del escenario, también iban en aumento los quejidos.
Fanny, la chica de ojos claros y campera de cuero, escribía rápido en su celular.
Madre. NO.
Había escrito en la pantalla para mostrárselo a Evelyn.
La señora que estaba barriendo ahora la apuntaba con la escoba. Fanny estaba contra la pared, asustada. Por su edad, todavía no se sentía débil.
—Mirá vos. ¿Estás segura de que eran tres nada más? —la apuró Evelyn.
Fanny asintió con la cabeza. Evelyn la miró, consternada. Luego miró la pantalla.
—¿Desde cuándo te preocupas por esa bestia? ¿Así nos pagás la oportunidad que te dimos? Debería tirarte este aparato —dijo pasándole el celular—, a ver si al fin lográs despegar esa boca.
Fanny podía separar sólo de un lado de la boca las comisuras de sus labios. De ese lado, se veían dientes amontonados. Del otro lado tenía los labios pegados como los demás serenados.
—Buena actriz resultaste, pero mala persona —continuaba Evelyn—. ¿Querés ir con Algodoncito también? Total, ya hiciste la tarea.
Una lágrima se desprendió del ojo, justo arriba del lado abierto de la boca de Fanny, y se deslizó hasta la comisura del labio superior donde quedó clavada en esa mueca desagradable que estaba mostrándole a la señora canosa, al hombre de barba y a Lungo, que la cercaban en un semicírculo.
—Mi amor… Por favor, Fanny. Podemos tener más paciencia… —dijo Evelyn.
El quejido que salía del pecho y de la parte abierta de la boca de Fanny rebotó contra el techo de lata. El eco hizo que casi todos giraran las cabezas.
La señora, encorvada, con el pelo cano atado atrás y una papada desagradable que le tapaba el cuello, seguía apuntándole con la escoba.
Fanny soltó un gemido. Sonó tan alto que todos se taparon las orejas con las manos y alejaron sus miradas de ella.
Cuando levantaron la cabeza, Fanny estaba prendida del cuello de la vieja, que trataba de sacársela de encima.
La vieja, sin poder mirar hacia donde iba, avanzaba hacia el patio exterior. Lungo se acercó desde atrás, pero Fanny desclavó el colmillo que le había clavado en el cuello a la vieja y saltó por delante de ella, para seguir corriendo hacia la puerta que daba al otro patio.
De ahí se trepó al mástil de la bandera, el metal brillante dorado por la luz del amanecer, y cuando estaba por la mitad, como si fuera un mono, saltó por encima de la pared baja hacia la calle.
Cuando el hombre de barba y Lungo lograron llegar a la puerta, abrirla y salir afuera, no había ningún rastro de Fanny en esa calle.
Ya había amanecido y las luces del alumbrado se habían apagado.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
Enlace alÍndice para leer novela de terror Seré nada (se actualizará diariamente hasta el final de la novela)
Capítulo 35. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.
35.
El aula, y otras del colegio de tres plantas, daba directamente a un patio de deportes y recreo que tenía una cúpula, muy alta, de chapa. El techo tenía muchos agujeros por donde no se filtraba ninguna luz. Silvina volvió a llevarse la mano al bolsillo como si tuviera el celular y pudiera ver la hora. Cierto, no lo tenía. Parecía de noche.
Cruzó cerca de una de las columnas que separaban el pasillo del patio, custodiada por Lungo, que cada tanto le daba un empujón.
Miró las lámparas amarillentas que iluminaban las puertas de los baños del colegio. Lungo la hizo girar. Vio el escenario, en el vértice del patio. Arriba había un micrófono en su soporte.
En lo alto de las paredes había algunas bocinas blancas que debían usar en ese colegio para el rezo, para anuncios y para pasar el himno nacional.
A sus espaldas había pupitres donde estaban sentadas personas que creyó nunca haber visto. Giró para ver las caras.
Eran el barbudo y el chico asiático que la miraban con fijeza.
Más atrás, una vieja barría con un escobillón las hojas amarillentas de los árboles que parecían colarse cada tanto por una puerta grande, que daba a un patio exterior. Silvina pudo ver un pedazo del cielo oscuro, iluminado por las luces del alumbrado. Luego sintió que la empujaban. No querían que mirara.
Adelante había una fila de sillas de plástico blancas.
En el escenario había un telón ennegrecido, que había sido bordó alguna vez, y parecía pesado por la mugre que tenía. En la parte superior del telón habían acordonado una cinta celeste y blanca, de lado a lado, con unas palomas de cartón enmohecido en cada punta.
Debajo del escenario, sobre el semicírculo de la base, había una abertura con una pequeña puerta que estaba abierta.
Lungo la empujó hasta ahí. La hizo agachar para que entrara. Luego cerró la puerta.
Dentro de ese semicírculo iluminado con mesas bajas y veladores sin pantalla, con cegadoras lámparas frías, blancas, Silvina vio que había varias camillas bajas con cuerpos encima.
Los cuerpos estaban tapados con sábanas blancas, como si fueran cadáveres. Silvina levantó la cabeza y se la golpeó con el techo.
—Vení —gritó una voz alegre.
Giró la cabeza y recorrió con la mirada tratando de descubrir de donde venía la voz.
—Sentate ahí —volvió a escuchar la potente voz.
Bajó la mirada. Vio a la persona que le hablaba.
Era un enano. Con una bata de médico celeste con algunos salpicones de sangre le señalaba un pupitre que había entre las mesas pequeñas con lámparas.
En la pared larga estaban colgados cuchillos, sierras, un martillo y otros tipos de instrumentos cortantes.
El enano era morocho y tenía labios carnosos y una boca con dientes sobresalientes y desparejos.
Silvina caminó, con la espalda doblada, y se sentó donde el enano le había señalado. Ese tétrico banco de colegio que parecía un ataúd para Silvina.
—¿Cómo te llamás?
Silvina no contestó.
El enano se acercó a una de las camillas y levantó la sábana, doblándola con cuidado, como si estuviera haciendo la cama.
—¿La conocés?
Era la mujer de rodete. Tenía los ojos abiertos, estaba muy flaca, con las venas sobresalientes en el cuello, y Silvina notó que tenía los pies atados.
—Ves que tranquilitos que son con nosotros. —El enano se pasó el dorso de la mano por la frente, como si estuviera agotado—. Estuvimos esperando todo el veranito para esto.
Parece ser que, como a algunos degenerados, le gusta hablar con diminutivos, pensó Silvina, que no sacaba los ojos de la boca del enano.
—El solcito no se iba… Pasaban los días y seguía ahí arriba. —El enano movió la cabeza—. No era… práctico en ese momento. Pero ahora sí. Lo que les sacaron a ustedes no les sirvió. Necesitan más, siempre más…
Se escuchaba un ronroneo que parecía venir de uno de los cuerpos tapados. Silvina, oía bien los sonidos graves, ya sabía lo que significaba ese sonido.
—La valentía…
El enano se tambaleó dando pasos rápidos con sus piernas cortas de un lado para el otro hasta la cabeza de la camilla de donde venía el soterrado gemido. Esta vez corrió la sábana como si fuera un mago que estuviera mostrando su mejor truco.
—Un valiente. Silvinita…, ¿no?
El pelo rapado a los costados… El que estaba acostado en esa camilla era el serenado de polar negro.
A pesar de que el enano parecía haberle tajado la boca sólo con ese cuchillo que tenía en el bolsillo del delantal, el serenado protestaba de la única manera que sabía hacerlo, con gruñidos, sin abrir la boca, primero, pero cuando movió los ojos y vio a la mujer de rodete acostada, preparada para otra intervención como la que le habían hecho a él, separó los pliegues de los labios recién cosidos, y formó una O con la boca por la que se escapó un quejido. El enano miró a Silvina y le guiñó un ojo.
—El susanito ese que te trajo no quedó tan mal, ¿no? —El enano señalaba la puerta—. Después de sacarles los puntos parecen labios como de personas normales… —Movió la cabeza—. Pensar que cuando llegamos encontramos muertos por todos lados. Algunos ni estaban muertos, los tenían, así como están ellos ahora para succionarles la sangre de a poquito. No se quejaban ni nada, porque tienen ese venenito que es tan efectivo, ¿no?
Sacó el cuchillo y señaló una tarima donde había varios frascos con un líquido violeta pálido. Entre los frascos había algunas jeringas.
—Imaginate que estos estaban fuertes como bestias y se escaparon. Sólo al susanito pudimos agarrar… Es el más grandote, pero es dócil. —Elevó la voz cuando notó que Silvina fruncía el ceño para escucharlo—. La otra apareció solita después, qué sorpresa, a pedir… Ni loco, soy una persona entera, no iba a hacerle eso a una pendeja… Ya vi sufrir demasiado… ¡Trastorno de estrés postraumático! ¡Qué lindo diagnóstico! —El enano se alisó el delantal salpicado con sangre—. Algodoncito no tiene eso. Algodoncito era médico de la flamante Escuela Naval Argentina. Ya había visto sufrir antes de los ingleses…
Silvina temblaba. Estaba concentrada en apretar los labios y en no mandarlo a la mierda al enano.
—El frío es horrible, ¿no? Pensá como era allá… ¿Viste alguna placa conmemorativa que diga Ulises Gutiérrez? No. —El enano movió con fuerza la cabeza—. Al revés, si no fuera por el Tyson21 todavía estaría en una cárcel de porquería… Un chiste. Y acá me tenés, poniendo otra vez el pecho. Para qué ir a una guerra y después ver cómo esos traidores se amalgaman en el norte. Se cruzan con chilenas, con lo que sea, ¿no? —La miró y le guiñó un ojo otra vez—. Vos te quedaste. Buena actitud… Fijate… —dijo el enano mientras señalaba con la punta del cuchillo una de las orejas del serenado—. Es un diente. Mirá, donde le fue a salir.
Lo que ellos habían creído que era un arito era un diente que parecía de marfil. Era Zumo, entonces, se dijo Silvina. El enamorado de Gema, según Roger.
—¿Qué pasa, champion? —le preguntó el enano a Zumo, que trataba con la poca fuerza que le quedaba de liberarse de las cadenas con las que lo habían aprisionado al escritorio.
El enano levantó la mano y dio un tirón. La oreja de Zumo comenzó a sangrar y algo cayó entre las piernas de Silvina. Era el colmillo. Se veían la raíz y las muescas de ese largo molar.
Al instante, Silvina se lo guardó en el bolsillo de su pantalón, sin que el enano la viera. No era que sirviera para algo, pero le pareció una profanación lo que acababa de presenciar.
—Y después nos dicen morbosos a nosotros… Mirá, cómo es este. Porque todos son distintos parece.
El enano movió las dos manos y dejó plegado hacia arriba el labio superior de la boca de Zumo. Descubrió una hilera de dientes muy chicos, como de leche, sin desarrollar y cuando siguió corriendo la piel hasta llegar casi a la nariz un pedazo de hueso reluciente dividía la encía superior del serenado en dos. Al descubrirlo, el no tener nada que lo retenga, el diente que tenía de pared la carne, mientras el quejido del cuerpo al que pertenecía crecía, fue despegándose para apuntar hacia el techo del lugar.
—Hasta la maestrita integradora se asustó con esto, eh. No hay mucha integración cuando te encontrás con estos tipos así, le dije. —Miró a Silvina, estudiando su reacción—. Te digo porque acá el único doctor soy yo. La bata no se mancha, ¿no? La medicina mezclada con psicología barata a mí nunca me gustó.
El colmillo no era curvo como el que colgaba de la oreja. Era un diente más afilado. La frente del serenado se desfrunció. El diente se flexionó por un momento. Luego el rostro de Zumo se tensó y el diente quedó firme otra vez.
—Linda espadita, ¿qué opinas? —El enano hizo un círculo con el dedo pulgar y el índice y le dio un puntazo al diente, que se bamboleó. —Flexible. Si ellos fueran así sería otra historia… Otra historia…
Metió la mano en un bolsillo de un delantal, sacó una pequeña tenaza y empezó a tirar de la punta del colmillo.
La piel de la encía era tan elástica que el enano tuvo que retroceder varios pasos hasta que logró arrancarle el colmillo. Zumo hizo tanta fuerza, abriendo de par en par los ojos y moviendo el torso aprisionado, que dejó de gruñir y clavó los ojos en el techo bajo.
—Este es para mí.
El enano le dio la espalda y caminó hacia la repisa con los frascos, donde depositó el colmillo en una gasa, que no sólo absorbió la sangre roja si no también un líquido azulado que tenía en la raíz.
Silvina miró al serenado cuya boca abierta se estaba llenando del líquido violáceo que escupía como una manguera el agujero que había dejado el diente. Al instante, Zumo comenzó a convulsionar.
—Eso se llama un poco del propio veneno, ¿no?
El serenado dejó de moverse.
—Seguimos calladita. Qué mal. Falta de respeto… A Algodoncito le gusta hablar solito dirían…
Ese sobrenombre ridículo, con razón estaba tan resentido, pensó Silvina. Estaba pensando cómo ponerlo en contra de Evelyn, a la que Algodoncito no parecía estimar mucho.
Algodoncito destapó a la que tenía más cerca.
Era Gema. El gruñido pareció elevarse y juntarse con el de la mujer de rodete y con los otros de los dos cuerpos que seguían tapados.
por Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
Seré nada. Capítulo 34. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades. Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada.
34.
Silvina abrió los ojos y vio todo negro. Pensó que se había quedado ciega. Lo que faltaba, se dijo. Descubrió lo que estaba mirando. Era una pizarra. No tenía nada escrito. Giró su cuerpo y vio varios pupitres amontonados en un vértice del aula en la que estaba. Los pies le colgaban del escritorio.
Otra vez en ese sueño donde volvía a la secundaria, pensó. ¿Dónde estaba el chico que le gustaba? Tendría que volver a verlo para después despertarse aletargada.
Cuando había terminado el encierro de la primera epidemia había quedado por días así, aletargada, sin fuerzas, durmiendo de más, soñando mucho que volvía a ser una adolescente.
Parpadeó y se quedó dormida por un tiempo más. Luego volvió a abrir los ojos. Lo negro. El pizarrón.
Descendió del escritorio. Caminó dando vueltas por la habitación. Se acercó a una de las ventanas. Las persianas estaban bajas. Había una lámpara colgando que la dejó reflejarse en los cristales. Vio las marcas alrededor de su boca y se dio cuenta de que en los sueños de volver al colegio no estaba. En esos se sentía adulta y se veía adolescente. Ahora, estaba en la pesadilla real en la que se había desmayado porque una médica loca le había dado una pastilla.
Caminó hasta la puerta e intentó abrirla, pero no pudo. Pensó que era la pastilla que la había debilitado, pero después de dar unas vueltas alrededor del escritorio y volver a intentarlo, se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. Buscó el celular en su bolsillo. Se lo habían quitado. Luego recordó que ni eso, se lo había olvidado cuando salió disparada del dormitorio en la casa de Ersatz.
Se sentó en el suelo y empezó a sollozar. Se llevó las manos a las orejas. No se acordaba que no tenía las prótesis auditivas. No podía escuchar nada del otro lado de la puerta.
¿Dónde estaría Er? Qué le habría pasado. Era culpa de ella. Otra culpa más que debía arrastrar como la muerte de Manuel.
Se vio entrando al café donde se reunía con Manuel y Ersatz, un día de invierno. El sol bañaba la mesa donde la esperaban sus dos amigos. Extrañaba eso.¿Por qué siempre buscar algo nuevo, algo más?
Siempre insatisfecha. Armando líos. Por eso la había abandonado su madre. Lejos de la loca, la rara, la problemática. La que una vez se chifló en un cumpleaños de su hermanito y revoleó el ventilador. La que no aguantaba los berrinches de la criatura.
El sollozo que salía de su pecho se convirtió en un llanto. No debía hacer mucho esfuerzo para recordar que si no dejaba de llorar estaría en problemas. A veces no podía parar.
Las imágenes aparecían y golpeaban en su retina, aunque apretara los párpados. Su madre poniéndose linda para salir y ella sentada en el sillón al lado de su hermano menor. La noche de pantalla con dibujos y hastío.
Saber que su padre estaba enterrado, no muy lejos. Esa palabra horrible, melanoma.
La fotografía de su padre con dos trofeos, las truchas que había pescado en el sur.
Se vio antes, mirando un partido de fútbol y su madre señalando que el de cámara con teleobjetivo era su padre. Se vio después, su madre prohibiéndole que tomara sol en un balcón. ¿Querés terminar como tu padre?
Se vio saliendo a la calle para no volver más de la casa de uno de sus exnovios, el que solía controlarle todos los movimientos, al que ella había enamorado primero porque él no quería saber nada. Nunca había sentido culpa de dejar a ese tipo rayado. Pero ahora sí.
¿Para qué lo había seducido? Sabía que no escuchaba, como ella. Que había tenido encima de padre a un policía intransigente que lo reprendía por todo.
Sabía que ese exnovio había sentido amor por primera vez en la vida cuando ella lo abrazaba por las noches o le contaba historias por debajo de las sábanas como si fuera un niño. Ella había creado toda esa belleza para quitársela en cuanto él la amara de verdad. Y se había ido con la frente alta.
Y después el mundo se había ablandado, las cosas habían cambiado, había amigas que le hablaban de responsabilidad emocional.
Responsable ya había sido cuando tenía que cuidar a su hermano, hacerle la comida, llevarlo al baño, mientras su madre se divertía con los amigos de su padre y después volvía medio borracha.
Se vio tirándose un día de semana en el suelo del sótano de un edificio. Estirándose. Transpirando. Saludando a la luna, al sol, bajando la cabeza entre las dos palmas abiertas, como entregándolo todo, para que el universo, Dios o lo que hubiera la perdonara, para que pudiera olvidar, para que el kundalini se despertara de una buena vez.
Se vio escuchando a gente que decía que ella había quedado sorda por no superar la muerte de su padre. Bajando la cabeza también ante esas palabras.
Se vio sola en una habitación de un edificio, pensando en caminar lentamente hacia el balcón para dejarse caer para siempre. En una mano tenía la carta documento que le había enviado su madre para sacarla de supropiedad.
Se vio peleando con abogados, esperando dos horas en un sillón hasta que la atendieran, como si los exámenes nunca terminaran. Pero tenían que terminar.
Debía respirar hondo. Abombar la panza al aspirar, distenderla al exhalar. Así se fue tranquilizando, con la frente en el piso y las manos cerca de la puerta cerrada.
Buscó su imagen, la imagen a la que siempre iba y que era sagrada y que la había descubierto meditando muchos años. Era una montaña escarchada en la cima. Flotando, subió hasta que pudo ver la nieve de cerca.
Y entonces pudo volver, bajar lentamente hasta ver el valle verde y luego el pie de la montaña, y dejar que otras imágenes llegaran y pasaran.
Leía en su dormitorio con toda la tarde solitaria por delante, creyéndose que era distinta porque tenía dos aparatos en el oído. Era diferente ella como las heroínas de medias raídas que dibujaba. No tenía ningún poder, el único poder era que los otros eran iguales y ella no.
¿Por qué era que su madre le alejaba y le acercaba el palito de helado cuando era chica? ¿Para qué la hacía sufrir así?
Que se fueran todos al carajo. Su madre. Su padre que había abandonado el tratamiento médico, y nunca pensó que estaba crucificando a una familia. Sus tíos paternos desaparecieron, incluso le pidieron dinero a su madre.
Su hermano que ahora era un abogado exitoso en Misiones y que se había aferrado de sus hombros mientras ella se miraba en el espejo en el baño y pensaba qué era lo que le gustaba hacer en el mundo para no terminar como su madre en los coches de cualquiera y aceptar incluso que le pagaran el alquiler unos tipos que desaparecían en cuanto ella, Silvina, había empezado a respetarlos.
Su madre había dado con ese viejo degenerado con dinero. El viejo hasta le gustaba llevarla en su coche al colegio para mirar al saludarla por la ventanilla las polleras de las otras chicas.
Había tenido que construirse una identidad, ella sola, para luchar mejor, para sobrevivir, para aguantar que le dijeran que hablaba mal en la adolescencia, donde formaba parte del grupo de chicas con olor a sangre y transpiración porque sabían que estaban tan afuera de todo que no se bañaban todos los días como las otras, las lindas, las fulgurantes, las de pelo rubio brillante, las de risas fáciles, las que salían con los mecánicos tatuados, las que salían con los que tenían merca.
Y no le gustaban en esa época los tímidos, los que eran como ella, pero no lo eran, porque ella no era tímida, era extrovertida, no era antisocial, le gustaba estar con gente, pero los sonidos no le llegaban a sus oídos como debía y en cuanto el ruido de la habitación se hacía insoportable, que era el momento donde todos se divertían, ella tenía que salir, alejarse, encerrarse en el baño, o bajar las escaleras oscuras de ese colegio ilustre al que la habían mandado a sufrir porque su madre pensaba que era más inteligente de lo que era y encima había querido que se integrara, que a pesar de que hablaba mal, fuera, vaya la redundancia, oralizada por profesores gritones y maestras solteronas y mandonas, a las que les gustaba mostrar el culo a sus alumnos y pensaban después en cómo se debían masturbar en la casa pensando en ellas, como le había contado una vez una amiga maestra que tenía, a la que hacía años no soportaba escucharla más.
Y el remanso de empezar a frecuentar a otras personas que tenían dobles dificultades como ella, que no eran visiblemente sordas, que no eran claramente sordas, que habían tenido que levantarse solas para encontrar su propia verdad en un mundo que les decía que no siempre.
Intentar hacer algo era el problema, como cuando en la casa de su abuela intentaba cambiar un mueble de lugar y la mujer le hacía un escándalo.
No, no debías intentar hacer algo cuando descubrías que los que te rodeaban tan solo por respirar te iban a señalar y mandar a encerrarte al cuarto a estudiar.
Apareció ante ella el pie de la montaña otra vez. Alguien, una mujer joven a la que no podía ver del todo, estaba jugando con un perro lanudo. Tenía que hacer algo, pegar un grito para que la ayudara. Intentó hacerlo, pero era tarde. La mujer ya no estaba. Abrió los ojos.
Tenía que lanzarse contra la puerta para ver si podía escapar del colegio donde la habían encerrado esos patrioteros.
Se abrió la puerta de golpe y dio contra la pared.
Por suerte, las imágenes la habían llevado a sentarse en el escritorio en el que la habían dejado sus secuestradores. La médica entró, seguida de Lungo.
Cerró los ojos y vio la cima de la montaña, su montaña, esta vez bañada por el sol. Fue apretando cada uno de los músculos de su cuerpo, empezando por sus pies. Dejó caer la cabeza hacia adelante mientras sentía que los dientes chasqueaban dentro de su mandíbula.
—¿Qué le pasa a la nena ahora? ¿Mejor? ¿Enojada?
Evelyn la tomó del mentón para levantarle la cabeza. No lo logró. Intentó haciendo palanca con su codo y resopló cuando vio que no podía.
Silvina empezó a levantar su cabeza. Puso los ojos en blanco, como si estuviera en trance.
—¿Preocupada por tu noviecito? Ya va a aparecer.
Atrás estaba el tipo rechoncho, apoyado en el marco de la puerta como si no aguantara su propio peso.
—Dios mío, esta chica parece poseída —dijo.
Silvina empezó a gruñir, logró imitar ese gemido que quería escapar de la garganta de Gema cada vez que debía alimentarse.
—Está mal del pechito —dijo Evelyn, río y se tapó la boca. Cuando se la destapó ya estaba seria—. A ver si me la pueden curar, Osval.
—Mirá que Algodoncito no es como Evelyn, eh… Tiene otros métodos —dijo Osval.
Lungo estiró el costado de la boca derecho y el izquierdo cayó hacia la prominente nuez de la garganta. No le salían bien las sonrisas maléficas, se dijo Silvina.
A continuación, Lungo la empujó. Ella se bajó del escritorio para seguirlo. Los otros ya habían salido al pasillo gris.
por Adrián Gastón Fares
PD.
Novedades.
Seré nada sigue, ya lo saben. Ya falta poco o por lo menos falta mucho menos.
Hoy además del capítulo 34 de mi nueva novela les comparto la nota que me hicieron ayer en la Radio 1110 por el tema de cine y mi película fantástica, de terror y drama, llamada Gualicho. Pueden difundirla ya que el objetivo es que los que deben tomar decisiones en el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales Argentino, el INCAA (su presidente y vicepresidente para ser preciso) intercedan y arreglen lo que me ha ocurrido con el premio. Y pronto pueda reanudar el rodaje de mi película.
Por otro lado, creo que sirve para entender también un poco la dinámica del cine institucional en Argentina y evitar problemas o saber cómo enfrentarlos. Lo clave es que los directores y los guionistas no tenemos presencia en el Instituto de Cine.
Por eso tuve que dar tantas vueltas para que me dejaran ver el expediente de mi propio proyecto. Esto último debe sí o sí cambiar. O no habrá nuevos directores de cine, no habrá nuevos guionistas.
En Argentina los que desarrollamos un proyecto lo hacemos sin dinero y lo hacemos desde cero, invirtiendo horas y horas y trabajando desde la A la Z. El destino de un director de cine no puede depender de un sólo productor. El destino de un proyecto no puede depender de una sola persona, tampoco.
Capítulo 32. ¿Una mítica comunidad sorda? Nuevos monstruos. ¿Vampiros? Extrañas identidades… Todo eso y mucho más. Acción, terror, misterio, aventura y drama en Seré nada… Leyendo Seré Nada. Nueva novela.
32.
Silvina aterrizó sobre un helecho del cantero de la casa vecina. Desde ahí, vio que la ventana que daba a ese patio estaba enrejada.
No había manera de entrar a la casa, así que corrió por el pasillo lateral largo hacia la puerta abierta, desde la que llegaba la potente luz blanca del alumbrado público.
Siguió corriendo, ahora por el medio de la calle.
Se dio vuelta y notó que la perseguía una especie de gigante muy delgado. El gigante corría de manera destartalada hacia ella.
Dobló a la izquierda en la esquina, con la idea de alejarse de la avenida porque sabía que en ese lugar era donde estaban emplazados los que la habían atacado.
Entonces se dio cuenta de que la calle estaba inundada. Se volvió para ver si todavía la estaban persiguiendo. Por suerte, había dejado de llover. Parecía que la bestia esa había desaparecido.
Caminó hasta la vereda y se escondió detrás del tronco grande de un árbol. Sacó la cabeza. La mujer de delantal blanco la señalaba desde la esquina.
Al instante, aparecieron dos ojos oscuros del otro lado del tronco que se clavaron en ella. El gigante tenía cara ojerosa, enmarcada por pelo negro, largo y encrespado. La mirada era penetrante y a la vez brutal.
Ella intentó correr para el lado de la calle, pero el gigante se interpuso en su paso y le gritó algo incomprensible. Vio varios dientes y un colmillo en esa boca deforme.
La bestia le tapó el paso, como si estuviera por atajar a una pelota frente a un invisible arco de fútbol. Silvina giró en redondo para el otro lado y chapoteó sobre el agua. Sintió que la agarraban de la mano y la arrastraban hacia la esquina donde la esperaba la de delantal blanco.
Con la cabeza hacia atrás, pudo ver que el rostro de la bestia gigante era asimétrico, de un lado la boca le colgaba, como si una herida hubiera potenciado su deformidad.
El engendro la plantó delante de la mujer, que tenía la bata mojada y sucia. Le dio un empujón.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mujer—. Ya que no llegaste a presentarte… —agregó.
Silvina no contestó.
—Se creen vivos, ¿no? —dijo la mujer.
El hombre rechoncho llegó a la esquina.
Dio otros pasos largos rodeando a Silvina, que primero siguió con la vista los zapatos de vestir del hombre, grandes y negros. ¿Qué hacía alguien con traje ahí?, se preguntó. Parecía una morsa con esos bigotes tupidos y entrecanos.
—¿Esta era? —Miró, dubitativo, a la mujer de bata, que asintió. Luego se dirigió a Silvina—: ¿No les bastó con lo de su amigo? Lo peor es que nos costó dos honradas vidas… Nosotros no somos así, ¿no? —Volvió a mirar a la mujer.
—Para nada… —dijo ella—. Censar es nuestro deber…
—Manchar la sangre así. Qué pena —comentó el rechoncho, sacudiendo la cabeza, mientras se secaba con un pañuelo blanco la frente.
El gigante retenía con su abrazo a Silvina, que aprovechó para escupirle los zapatos al rechoncho.
La mujer se acercó y le dio una cachetada a Silvina.
—¿Cuál es tu nombre, te pregunté?
—¿Qué? —preguntó Silvina.
La mujer se alejó dos pasos y, tratando de tranquilizarse, metió las manos en su delantal.
—¿Tienen algún vínculo sanguíneo con estos… monstruos?
—No son sanguinarios —dijo Silvina—. No entendí.
—¿Si son familiares de Gema y el resto? —dijo la mujer, suspirando—. Cierto, es sordita…
El gigante que sostenía a Silvina lanzaba aprobaciones guturales, como si quisiera vocalizar, pero le fuera imposible.
—No somos familiares —murmuró Silvina.
—Son como el fugitivo ese, entonces… Así terminó. —La mujer miró, consternada, al rechoncho y agregó—: ¿No saben lo peligroso qué es acercarse? Todavía no sabemos mucho de ellos.
Le despejó la cara a Silvina, ubicándole el pelo en las orejas. Observó el cuello, luego le levantó la remera. Hizo girar el dedo índice y el gigante alzó a Silvina y la dio vuelta, mientras la sostenía sobre los hombros. La mujer le bajó los pantalones a Silvina y le miró los muslos y las nalgas. Luego se los subió, mirando con asco hacia atrás.
—Está toda picada —le informó al rechoncho.
El gigante bajó y dio vuelta el cuerpo que sostenía para que vuelva a encarar a la mujer, que negaba con la cabeza y hundía todavía más las manos en los bolsillos de su delantal.
—Un compañero nuestro, gran psicólogo argentino, murió por culpa de la sangre que le sacaron esos muditos —dijo el rechoncho.
—¿Dónde está tu novio? —La mujer se acercó a Silvina que trataba de sostener la frente alta.
—¡¿Qué?! —dijo Silvina.
La de delantal resopló y miró al rechoncho con expresión de hastío. Repitió a los gritos lo que había preguntado.
—No es mi novio y no sé. Nos íbamos, pero está todo inundado. —Silvina miró hacia atrás—. ¿Me podés soltar?
La mujer abrió la boca al dirigirse a Silvina.
—Así… Abrí la boquita por favor.
—¡Otra vez! —gritó Silvina.
Silvina trató de soltarse, algo que con los brazos como tenazas del gigante que la retenía era imposible.
El rechoncho puso las manos en la cintura. Giró la cabeza para mirar hacia atrás. Habían llegado dos más: uno era el adolescente asiático y el otro el hombre delgado con barba. El último negaba con la cabeza. El rechoncho suspiró. Les hizo una seña con la mirada. Los otros dos volvieron sobre sus pasos y se quedaron en la esquina, mirando hacia la casa de Ersatz.
La de delantal se cruzó de brazos y gritó:
—¿Sabés lo que es llegar a un lugar y encontrar cadáveres desnudos por todos lados? De profesores que pusieron su empeño en enseñar. De monjas sacrificadas… Los dejaron como escarbadientes usados, nena. No soy particularmente religiosa pero esas cosas duelen. Más cuando una era tu ex profesora de dibujo. —Las mejillas de la mujer se enrojecieron.
—Entendé, la doctora Evelyn no es una privilegiada de la ciudad como ustedes. Podría haber elegido trabajar en el norte y sin embargo decidió defender el barrio. Y eso que antes estudió con la prestigiosa maestra integradora Coverland.
—Riannon Co-ve-land, Osval —corrigió la tal Evelyn y agregó—: Dios la guarde en su gloria.
Silvina había entendido bien. ¿Esa loca con Riannon? No lo podía creer. Sintió que explotaba. Además, al gigante se le había caído una baba espesa que ahora se deslizaba por su frente y comenzaba a enturbiarle la mirada.
Pestañeó varias veces, giró la cabeza y subió los ojos para ver el rostro del gigante.
En cierta forma, era parecido a Gema. Y tan alto como la mujer de rodete. Tenía la frente más sobresaliente que ellas. A diferencia de las serenadas era tan pálido que parecía no haber visto nunca el sol. Por lo demás, debajo de las profundas ojeras en las que tenía hundidos los ojos la cara era un caos.
De un lado de la herida que era esa boca, el lado que colgaba por la altura de la nuez del largo cuello, tenía un colmillo partido. Del otro lado, más cerca de la mejilla, en el maxilar superior, tenía una hilera de dientes pequeños, todavía incrustados en las encías, que terminaban en otro colmillo, que parecía haber sido limado.
La mirada vacía que le devolvió le recordó tanto a la de Gema que Silvina no tuvo dudas de que era uno de los serenados. Intervenido por esos dementes. Si la rayada esa fue al mismo colegio que Ersatz, tal vez se conocieran, pensó. Pero no pudo pensar mucho más porque el gigante chorreaba tanta baba que la volvió a cegar.
¿Se debía estar excitando el traidor?
Evelyn volvió a pedir:
—Abrí la boca.
Silvina apretó los labios.
—¡Apriete, Lungo! —ordenó el rechoncho.
¡Lungo!, pensó Silvina.
Lungo subió las manos para cerrarlas en torno al cuello de Silvina, que estiraba las piernas sobre el cemento resbaloso para tratar de incorporarse. Se estaba sofocando.
Silvina abrió la boca. Evelyn aprovechó para introducirle una pastilla anaranjada. Luego la tomó del mentón.
—Cerrá la boca… Así… Muy bien… Vas a pensar más tranquila.
Silvina sintió el peso del cansancio de esa noche en todo su cuerpo. Lungo la soltó, ya no hacía falta que la retuvieran.
Dio unos pasos hacia Evelyn y cayó de rodillas.
por Adrián Gastón Fares
Seré nada / Serenade. Todos los derechos reservados. Adrián Gastón Fares.
Serenade. Capítulo 4. Grupo de chat «La oreja» Resumen: Silvina les cuenta de Serenade, una supuesta comunidad de sordos. ubicada en Lanús, a sus amigos Manuel y Ersatz.
4.
Grupo de Chat La Oreja
Silvina
¿Escucharon hablar de Serenade?
Er
¿Qué?
Silvina
Serenade.
En un blog dice que es una colonia de personas… como nosotros.
Manuel
¿Superhéroes?
Er
Hipoacúsicos, sordos…
Silvina
Personas con sordera. Hay comunidades así. ¿Qué dije ayer? No me escuchan nunca.
Perdón.
Er
La del Próvolo era una colonia de sordos…
Me sale esa.
Silvina
Siempre escabroso.
Manuel
Los mellizos estudiaron en California, en una escuela de sordos.
Fremont.
Er
¿Los del subtitulado?
Manuel
Sí, los del foro.
Silvina
Esta que digo no es una escuela. Es una comunidad en Lanús. ¿No eras de ahí, Er?
Er
Sí.
Silvina
Dice más allá de las calles Carlos Tejedor y la Avenida San Martín. Busqué en Maps y parece un signo de la paz desde arriba, tiene sentido…
Er
¿Signo de la paz?
Lanús es. Pero ya no me acuerdo de esas calles.
Manuel
Esperen que se me va a escapar uno que se quiere llevar un queso.
Silvina
Dejalo, que se lo lleve, che…
Ahí les envíe el artículo por email…
Manuel
Claro, después me lo descuentan a mí.
Silvina
Creo que llegó un alumno.
Er
¿El japonés?
Silvina
Debe ser.
Er
¿Hace bien el saludo al sol?
Silvina
Perfecto.
Me cambiaron de tema… La colonia no puede estar lejos de tu antiguo barrio.
Er
¿Vos me querés hacer volver a Lanús? ¿Es un chiste?
Silvina
Habías dicho que la casa sigue ahí. No sabés ni si está tomada.
Leyendo el Capítulo 2 de Seré Nada / Serenade, mi nueva novela. Pueden escucharlo ya mismo o bien leerlo en esta entrada.
Podcast en Spotify donde iré a de a poco leyendo Seré nada / Serenade. Están disponibles Capítulo 1 y 2.
2.
En la ciudad de Buenos Aires no había mucho para hacer.
Ersatz trabajaba en una obra social. Llevaba encomiendas al correo, más que nada cajas de útiles para los niños de los beneficiarios. Recogía de la imprenta cajas con formularios con la carretilla de carga. Y, el colmo, pagaba las cuentas de los servicios básicos de sus superiores. Un lunes lo acusaron de no llevar unos sellos que debía duplicar… durante sus vacaciones. Recién llegado de unas vacaciones en que se las pasó escribiendo en su departamento, y con esa acusación injustificada, Ersatz decidió partir.
Guardó su termo en una bolsa con el resto de las cosas para el mate, borró toda la información que había en su computadora —también llenaba plantillas de datos y había filmado algunos eventos culturales—, metió los cuentos que había escrito en el pendrive que siempre llevaba en su mochila, saludó al único compañero que respetaba y desapareció.
Le quedaban algunos alumnos online de escritura de guiones con los que podría arañar la suma total del pago del alquiler. De última, se habían devaluado las propiedades y era fácil cambiar de casa. Pero estaba cómodo ahí. Sabía dónde estaban los negocios con los mejores precios. Llevaba tiempo descubrir un barrio nuevo. Lo único que no le gustaba de su departamento de un ambiente era que nunca daba el sol. No le parecía sano.
Haciendo trámites recibía los rayos de sol necesarios para diferenciar el día de la noche sin proponérselo. Ahora que no tenía excusa para salir lo hacía igual inventándose alguna compra urgente en negocios lejanos en los que al llegar se limitaba a mirar la vidriera para cerciorarse de que su producto elegido todavía siguiera disponible. Por lo general, la tristeza era real las pocas veces que otro producto reemplazaba al elegido o sólo quedaba el espacio vacío entre los otros.
Si eran unos auriculares inalámbricos nuevos, cuyas revisiones positivas venía siguiendo en Internet, desandaba los pasos con los hombros caídos hacia el edificio donde vivía.
En un día así, descargaba su frustración en conversaciones sobre temas aleatorios con los dos hipoacúsicos como él que conocía, como la duración de las baterías de los audífonos de cada uno, las películas que se estrenaban en los cines de Lavalle —que habían vuelto a abrir porque los evangelistas que los llenaban también desaparecieron de la ciudad—, y sobre la búsqueda eterna de encontrar o reproducir el zumbido que escuchaban, él de manera continua, pero Silvina y Manuel intermitente. Las palabras cuando tocaban este tema eran acompañadas de enlaces a YouTube con grabaciones de frecuencias extrañas. Y de elucubraciones por lo menos sospechosas, como que el zumbido, el pitido, el tinnitus, era en realidad alguna señal proveniente de los primeros satélites lanzados, que seguían dando vueltas en nuestro sistema solar o de alguna nave, propiedad de la humanidad o no, que andaba rondando el espacio interestelar.
En esas ocasiones, en el grupo de chat La Oreja, los mensajes iban y venían. Eso fogueaba la amistad que habían iniciado en un foro virtual y luego ampliado en algunos espacios más reales como antiguos cafés. Ese día notaron la incertidumbre de Ersatz y convinieron en reunirse el fin de semana.
por Adrián Gastón Fares.
Serenade/Seré Nada. Copyright Adrián Gastón Fares. Todos los derechos reservados.
(con estas palabras iniciamos esta temporada de escritura, de trabajo, y de disfrute en lo imposible y en lo posible)
Lxs invito a arreglar cosas, a escribir, a sudar, a mirar más y sentir más, sin dejar de reflexionar en lo que fuimos y en lo que seremos. Después de todo, seremos igual o lo que tenga que ser, será igual.
Se sabe que en el terreno de la casa donde creció Glande, había vivido un tal Barrachetti, antes policía y guardaespaldas de Yrigoyen. El ex guardaespaldas tenía joyas y armas enterradas en algún lugar del lote. El abuelo italiano de Glande, que había trabajado como un bestia toda su vida de albañil (recién ahora Glande se da cuenta que sus abuelos compartían algo, el gusto por la construcción, aunque uno era albañil y el otro maestro de obra), terminó comprándole al hombre una parte del terreno para levantar una casa donde viviría su hija y su yerno. El viejo Barrachetti enfermó y murió. Nunca se supo qué fue de sus joyas.
Un día que los padres de Glande se fueron a la costa y lo dejaron cuidando la casa, sonó el timbre dos veces. Bajó a abrir la puerta y se encontró a un hombre de larga barba blanca y bigote amarillento. Edad muy difícil de precisar. El tipo le dijo si podía darle un poco de agua, con eso se conformaba. Glande le trajo un vaso y una vez saciada la sed del extraño, cerró la puerta y volvió a la computadora. Metió un casete y después de las líneas de colores apareció un juego de matar zombis.
A la noche se hizo revuelto de arvejas, tratando de incorporar los consejos que le había dado su abuela Delfina sin ningún éxito, no la pegaba con la mezcla, pero igual quedaba comestible. Sus primeros pasos en la cocina. De noche tenía miedo en la casa grande. De chico jugaba a las escondidas con sus amigas, su hermana y su madre. Cuando la descubría con el haz de la linterna, su madre ponía los ojos blancos. Glande se pegaba cada susto. La infancia de Glande parece no haber transcurrido en Lanús, sino en algún lugar cálido y mágico. Eso habrá sido hasta los ocho años, más o menos cuando Maradona metió el famoso gol y su abuelo se murió, Glande se sintió expulsado del habitual paraíso. De a poco sus amigos y amigas se mudaron del barrio. Todo cambió, aunque tal vez la felicidad siguió mucho tiempo más y Glande no se acuerda. Esa manía de anclar algunos momentos de la vida no tiene mucho sentido.
Resulta que el hombre volvió a aparecer al día siguiente y le preguntó si tenía alguna maquinita de afeitar para prestarle. Glande decidió que no servía hacer lo que hacía siempre ahora que no estaban sus padres para controlarlo. Dejó al hombre en la puerta, entró, dobló la punta de la página del libro que estaba leyendo y volvió a buscar al hombre. Lo hizo pasar y lo acompañó al baño, donde le dio su propia máquina de afeitar y una tijera. El hombre no le agradeció, usó la tijera para cortar la punta de la barba y después dirigió la hoja reluciente a su mejilla, como si todo ya estuviera pactado de antemano y lo que Glande hacía en ese momento fuera algo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Luego fueron a sentarse en el sillón frente al ventanal del primer piso que da al jardín de la casa. Los dos se quedaron en silencio, disfrutando del sol de la tarde.
La madre de Glande le contó que el ex guardaespaldas vivía en una casa prefabricada, en la punta del terreno, al que ninguno de los chicos del barrio se acercaba demasiado porque en seguida salía a través de la ligustrina su escopeta. Varias veces el abuelo de Glande lo había denunciado a la policía sin que lograran cambiarle la costumbre.
Al atardecer, el hombre se levantó, se dirigió a la puerta de la casa, la abrió y fue dejando pasar a otros seis que llevaban cada uno una bolsa de plástico negro y una pala. Él se quedó mirando desde arriba, de pie frente a la ventana. Los hombres se distribuyeron por el terreno, cerca del olivo, y empezaron a cavar. Glande se concentró tanto en distinguir las siluetas oscurecidas, que cavaban y cavaban, que se quedó dormido de pie. Soñó que él también era una de las siluetas que cavaba. Se despertó en el sillón y era todavía de noche aunque cantaba un gallo. La casa estaba vacía.
Bajó la escalera hasta el jardín y vio que en un solo lugar la tierra estaba removida en vez de los seis que esperaba. Un círculo sin césped pero nivelado. Salió a la calle a buscar al hombre. Encontró a una perra abandonada. La hizo pasar, ya tenía la coartada para la tierra removida.
Se levantó al otro día y salió al jardín. La perra estaba sobre dos patas, guardiana, cerca del círculo donde habían escavado la noche anterior. Glande no le dio importancia, entró a su casa, se puso a hacer ejercicio con pesas, después se acordó de almorzar, después intentó tocar la guitarra, después retomó su lectura, desdoblando la punta de la hoja que había doblado el día anterior, después bajó al jardín. Se estaba haciendo de noche. La perra estaba esparciendo la tierra removida. Glande se acercó lentamente, dispuesto a apartarla con el pie, cuando vio que de la tierra removida surgía la cara afeitada del hombre que lo había visitado el día anterior. Estaba con los ojos abiertos, sin pupilas, solamente lo blanco. Glande estaba pensando si alguno de sus compañeros había traicionado al hombre y lo había asesinado para repartirse lo que hubieran encontrado, cuando el hombre abrió la boca para respirar y le dijo ¿Qué pasa? Ah, Roberto, gracias por ayudarme. Te voy a explicar. De ahora en más, cada vez que quiera decirte algo, la perra ésta, no sé qué nombre le habrás puesto, se va a acercar, me va a destapar, y te voy a hablar. Glande: Justo la agarré de la calle para que mis viejos no protestaran por el agujero. El hombre pestañeó. No le prestó atención a lo que Glande decía. Lo habían enterrado parado y miraba hacia la copa del árbol.
-Sabés que a través de la tierra puedo ver las estrellas… Igual lo que te diga cada vez que esta perra se acerque y me destape, no te lo vas a acordar. A veces vas a sentir que tenés la certeza de algo y eso va a ser porque el hombre enterrado al lado del árbol te lo dijo, a través de la tierra negra, a través del pastito que pueda crecer.
El hombre alejó con la lengua una hormiga que le molestaba en la mejilla y empezó a hablarle de uno de los soldados de Napoleón. Glande no se acuerda más. Solamente a la perra echando otra vez la tierra sobre la cara del hombre. Con el tiempo, no hizo falta que la perra se acercara a destapar al hombre enterrado para que pudiera hablarle.
Limpiaba con Alicia por las mañanas y después, cuanto ella se iba al curso de literatura rusa, yo atendía a los clientes. En París, como en Buenos Aires, los abogados eran muy buscados.
Allá la gente se daba cuenta de mi sensibilidad. Ayudaba que fuera un escritor en ciernes, que hubiera publicado una novela, los clientes me hablaban más de mi obra que de los casos. Luego volvía Alicia y seguía hablando con ella de literatura. Descorchábamos un champán. Y bebíamos hasta que nos dormíamos. Un día amanecimos desnudos y juntos. Abrazados por el frío que se coló durante la noche por la ventana balcón.
A veces el sol inundaba la habitación. Preparábamos café. Lo tomamos con tostadas con mermelada de arándanos. Poníamos un poco de jazz en el tocadiscos.
Luego de almorzar íbamos a la Rue de Fleurus. A Alicia le gustan los números tanto como a mí. Y encontrábamos una casualidad interesante en que el número de la casa de dónde habían emergido tantos artistas era el mismo en el que se había clavado el tiempo de la vida de tantas estrellas de rock.
Por la Rue de Fleurus buscábamos a una mujer maciza, de pelo dorado. Debía acompañarla otra mujer, más enjuta. La habíamos visto rondar la placa de la casa que nos interesaba sin detenerse a leer la inscripción. Nos miraba porque íbamos demasiado elegantes, yo con sombrero y Alicia con un vestido azul con volados. Zapatos, nada de zapatillas. Seguíamos a la mujer tosca hasta que se detenía en una verdulería, por ejemplo. La mirábamos sopesar pomelos, aguacates, manzanas, hasta que seguía con sus compras sabatinas. Cada tanto se detenía a mirar su teléfono celular.
Uno de los sábados entró a una librería. Con Alicia nos miramos con los ojos brillando y nos fuimos a tomar un café. Hablamos de las posibilidades de que la mujer realmente fuera la buscada.
Pasó el tiempo, conocí a compañeros de curso de Alicia que parecían tener un interés que iba más allá de lo físico en ella, nos bañamos en champán y tomamos helado de limón. Rondando la madrugada volvíamos a dormirnos en cualquier lado, a veces observando el cuadro modernista de una pintora que había venido con el alquiler del departamento.
Y llegó otro sábado. La mujer maciza estaba hablando con dos jóvenes que parecían artistas. Nuestra excitación fue en aumento porque uno tenía la mandíbula cuadrada y un niño en brazos y el otro era calvo y de mirada penetrante. Se hizo de noche y a las sillas de la mesa de la vereda donde estaban sentados nuestros objetivos se acercó un gato que estuvo un buen rato lamiéndose las patas cerca del hombre de mandíbula cuadrada. El gato siguió de largo y Alicia dejó dinero en nuestra mesa y me tomó de la mano para arrastrarme detrás del gato.
Lo perseguimos por una cuadra. El gato se detuvo quizá con la esperanza que le diéramos alguna sobra de la cena. En realidad, para poder pagar el departamento y nuestro tipo de vida, no siempre cenábamos.
Alicia se agachó, con el vestido azul redondeando todavía más su espléndido cuerpo, y llamó al gato. Ven, Blancanieves, le dijo. Recién la cuarta vez que lo acarició lo tomé con fuerza, le separé los dedos y los conté. Esperábamos seis pero era un gato común que no tenía ninguna malformación genética. Alicia, desesperanzada, insistió en pasar por el restaurante, y esta vez escuchó que los tres eran hermanos, que la mujer rellena era la tía del niño, y que estaban hablando de neurociencias y psicología.
Volvimos al departamento. Tomamos champagne. Lloramos. Guardamos nuestros manuscritos en las valijas, con cuidado de no estropearlos. Volamos a Argentina. Tal vez tuviéramos suerte cerca del cementerio asediado por una feria hippie.
En este caso parece más fácil. Tenemos que dar con un hombre alto y delgado, acompañado de una mujer hermosa, casi secreta, con una mirada huidiza y, más que nada, de un ciego. Seguimos sin cenar algunas noches pero descorchando champanes y despertando felices, cada uno amodorrado en su lugar.
Creemos que un día vamos a encontrar al ciego, que la mujer de mirada huidiza, que volvimos a encontrar esperando que se detenga la lluvia en la puerta de las salas de cine, como si se fuera a lanzar al abismo húmedo en cualquier momento, debería tarde o temprano llevarnos a la mansión de la otra chica con la que suele pasearse, una que usa siempre anteojos de celuloide color marfil con cristales verde oscuro.
Y Alicia piensa que una vez que encontremos la primera repetición, podemos volver a Praga, a Boston, a París, con más probabilidad de que se den las demás.
Creo que nunca postee nada sobre Posdoc, las píldoras para la web que habíamos planeado con Leo Rosales y Florencia Acher.
Hay otros capítulos en mente.
Pero Posdoc quedó en stand by especialmente por Gualicho, con su premio a cuestas.
En general, se usa en mi país la palabra Gato con un significado peyorativo.
Nunca voy a entenderlo porque los felinos son uno de los animales menos gato que conozco.
Para este capítulo de Posdoc, fuimos al Refugio Sarmiento. En parte estábamos intrigados porque las personas suelen querer más a los animales que al ser humano. Incluso he escuchado comentarios que algunos prefieren ayudar a un animal porque el ser humano está destinado a la traición.
Claro que los gatos no saben que se llaman así, ni mucho menos que usamos la palabra para burlarnos de otras personas. Si lo supieran, tal vez harían lo que hacen con sus crías. A veces les arrancan la cabeza. A veces los matan (no tengo conocimientos veterinarios pero supongo que será porque esos gatos de cualquier otra manera iban a morir)
Por otro lado, son capaces de hacer de madres de muchos de nosotros, y de hijos a la vez, como es el caso de la mía, Lara, que me acompaña hace trece años y cada tanto me da varios lenguetazos.
Los gatos pueden oler la tristeza, como algunos hombres y mujeres. Pero los gatos se quedan con nosotros. En cambio, las personas, en cuanto huelen que llegará un tiempo oscuro, lo que suelen hacer es correr lo más rápido posible para abandonarnos. No debemos dejar de recordar que no tenemos garras porque nos cortamos las uñas. Y los Argentinos debemos cortárnoslas más seguido.
Debería haber refugios de personas entonces, claro. Y lo mejor sería que estén organizados por felinos.
El mundo sería un mejor lugar.
Aquí va Posdoc, Barbie de Gatitos, sobre los que cuidan a los gatos y los quieren como a sus prójimos (o más)
En esta oportunidad me encargué de la cámara. Leo Rosales editó (y compuso la música que escucharán). La animación se la encargamos a Hernán Landini. Florencia Acher nos asistió en idea y producción. Corso Films, señoras y señores. Los mismos de Mundo tributo, el largometraje documental que ha gustado tanto (y que nos gusta tanto a nosotros, por suerte)
Nos adentramos en el Refugio «Gatitos de la Sarmiento», un hogar para gatos abandonados.
Este es el primer capitulo de POSDOC, una serie documental producida y realizada por Corso Films.
Creada y realizada por Adrián Fares y Leo Rosales, con el valioso aporte de Florencia Acher.
CRÉDITOS:
Realización
Corso Films
Producción:
Florencia Acher
Adrián Fares
Leo Rosales