El tercer día de visita descubrió que los Miércoles era el turno de la original de las Y. No sabía de dónde la habían traído al barrio, o si venía desde el centro, pero antes de cruzar, la vio acercarse a la puerta, seguir la flecha como él y meterse en el garaje. Sabía que estaba prohibido interceptarla para conversar, así que se dio vuelta y volvió a su casa. Estuvo mirando a través de los visillos de la persiana para ver cuánto tardaba la chica en salir. Fue más rápida que él. Sentado en el garaje, mientras leía un libro —Los papeles de Aspern, de Henry James—, se preguntó qué cuento contarían las Y.
Luego fue al almacén, compró algunos productos de limpieza sueltos, que venían en botellas de gaseosa. La almacenera era una mujer entrada en años, con el pelo negro recogido, muy pálida. Se llamaba Augusta. Pensó en contarle a Augusta sobre la nueva ocupación que tenía —después de todo, no éramos un secreto— pero pensó que no le creería que en el barrio habían ubicado un contenedor Riviera, así que no dijo nada. Además estaban esperando otros clientes y pensó que podía llegar a estar a sus espaldas, esperando ser atendida, la Y original. Sabían que no debían cruzarse así que prefirió volver rápido a su casa. En el camino saludó a sus vecinos, una familia con una niña que siempre lo miraba de mala manera —Gastón no entendía por qué— y al motoquero que se la pasaba los días arreglando su motocicleta. Antes de entrar a su casa, se giró para saludar al hombre mayor que pasaba las tardes como él en el porche de entrada, a veces charlando con un vecino, ingeniero, de la esquina, otras mirando la nada fijamente. Gastón temía llegar a convertirse en ese hombre pero también lo tranquilizaba el hecho de que hubiera otros solitarios como él. Ese día se le ocurrió cruzar para preguntarle a Lorenzo, así se llamaba, si él había pedido también la máquina eutanásica, pero no se animó. Tal vez ya la hubiera recibido y él se sentiría mal por no tener la suya. Aquella noche Gastón tuvo una gran actividad REM, soñó con cementerios, una chica morena que llevaba un vestido blanco —pero con pecas— y un retrato oval.
El jueves comió un churrasco, tomó un café, dio vueltas por la casa pensando en que tenía que arreglar el motor de la cortadora de césped para ocuparse del fondo y a las cuatro y media de la tarde se enfrentó a los X. Se sentaba en el zafu de manera que pudiera ver el perfil derecho de uno y el izquierdo del otro, dando la espalda a las Y. Hizo chasquear el pulgar con el dedo medio. Mis antepasados salieron del modo reposo y dijeron:
Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.
Los X bajaron los párpados, estiraron los labios como si estuvieran contentos con la repetición y se quedaron en modo de espera. Gastón giró en el zafu casi en ciento ochenta grados para ver si había algún cambio en el modo reposo de las Y. Vio los perfiles opuestos de ambas y trató, infructuosamente, de contar la cantidad de pecas que tenían. Parecían ser las mismas en la dos (eran las mismas). Luego Gastón abrió un paquete de bocaditos de avena que se había llevado para la ansiedad. Tenían sabor a arándanos y venían con un poco de nicotina, la justa necesaria para contener las ansias de usar los cigarrillos electrónicos. Gastón se había cansado de cargar las baterías y los tenía en la casa en un armario con vitrina donde se podía apreciar la evolución de los aparatos desde cacharros pesados y con diseño steampunk a una especie de escarbadientes.
Una vez que llenó su ansiedad de nicotina, Gastón, de cara otra vez a los X, pensó en qué podía hacer para que dijeran algo nuevo en vez de la historia que ya conocía. Les preguntó cómo se llamaba él. Contestaron al unísono: Gaston, sin acentuar la o. Les preguntó si sabían cómo se llamaba la cuidadora de las Y. Siguieron con la media sonrisa de tranquilidad y no contestaron nada. Suspiró y miró, confundido, a mis antepasados. Dio por terminada su tarea, se levantó y retornó a su casa. Al cruzar la calle se detuvo para dejar pasar a la vendedora de golosinas de algodón de azúcar. El color fluorescente rosado de los copos, a través de las bolsas de plástico que los protegían, resaltaba más de lo habitual en ese día de nubes grises. La mujer no lo miró y siguió pedaleando en su bicicleta. A Gastón le molestó que no lo saludara. Nunca lo había saludado y si volvía la memoria atrás, para él, parecían que habían pasado siglos desde que la mujer había aparecido con su bicicleta y las golosinas. A la derecha del portón del garaje de contenedores había una reja con dos perros de pelaje amarillento que le ladraban continuamente. Gastón los miró de mala manera y cruzó la calle. Pensó que lo que faltaba era que estuviera la niña vecina que tenía esa cara con la boca apretada y la mirada fija siempre, como si estuviera triste y enojada. Por suerte no había nadie en la vereda de los vecinos y Gastón pudo entrar a su casa sin llevarse esa imagen desagradable adentro. Hizo ejercicio, dominadas, fuerzas de brazos, abdominales, lo mismo que hacía todos los días para mantenerse en estado físico. Por las dudas, se decía a sí mismo, debía mantenerse en forma. En otros tiempos, había tenido que enfrentar a varios ladrones en la calle. Uno lo había amenazado con una hoja de afeitar. Otro le había dado un cabezazo en la nariz.
Ahora, el mundo estaba sospechosamente tranquilo para Gastón. El malhumor de las personas había ido en crecida pero lo que leía en las noticias era de lo más pacífico. No entendía cómo la gente seguía cerrando las puertas cuando la inseguridad de la zona había quedado restablecida hacía muchos años atrás cuando ubicaron cámaras con láseres —que pronto dejaron de funcionar— en todos los palos de luz. Hasta habían reemplazado las luces frías por otras cálidas y el barrio parecía más antiguo que nunca. Gastón veía pasar a los caballos arrastrando carros. A niños subidos en caballos galopando como si estuvieran en el medio de la pampa. Y eso le gustaba, pero no porque pareciera algo gauchesco o propio de la zona, sino porque activaba recuerdos de los westerns que Gastón había visto en la universidad. A esa altura, Gastón no sabía si los chicos andaban a caballo para imitar a sus antepasados o si era porque lo habían visto en alguna película de acción.Ese día Gastón tomó sus proteínas, encastró la licuadora en su base para hacerse un licuado que era una mezcla de leche con las paltas que recogía en el fondo —caían del árbol de su vecino, una persona que había quedado traumatizada después de la guerra pero que era de lo más amable; algo que a Gastón le llamaba la atención— y bananas. Luego sabemos que Gastón tocó la guitarra y escuchó un poco de música en la computadora. Después repasó una película de Hitchcock. Se durmió y antes de despertar por la mañana tuvo una pesadilla. En el sueño estaba tomando una cerveza con una chica morena, en la terraza del bar frente al cementerio, y no entendía bien lo que le decía la chica pero sabía que estaba muerta, lo que le daba ganas de salir corriendo de la situación, no fuera que terminara como Juan, desmayado delante de la madre, pero no podía hacerlo. Como en los sueños de los humanos, algo lo retenía en su asiento alto.
por Adrián Gastón Fares.