Dudo que logre escribir esta noche. Pero es la única manera de volver a mí. Si termino esta página tal vez recupere mi templanza; de lo contrario, estas notas testificarán mi perdición. Referiré los hechos tal como ocurrieron.
El día amaneció tan oscuro como el anterior. En el camino a la comisaría volvió a llover a raudales. Al entrar encontré a Falcón leyendo el diario. Murmuró que no le contara a nadie dónde habíamos cavado. Si los pescadores se enteraban de lo hicimos nos colgarían: la tormenta había impedido que los más valientes se embarcaran.
Falcón estaba muy nervioso y no hice bien en recordarle lo que habíamos firmado en el cementerio. Me dijo que ese papel no servía para nada y que él no era supersticioso. Dijo que lo que pasaba era extraño pero que todo en el mundo lo era. Dios sabe que iba a preguntarle por Martita cuando sonó el teléfono.
El comisario atendió y vi cómo su cara se transformaba. La voz en el teléfono sonaba aterrada y los gritos llegaron hasta mí. Al colgar, Falcón se puso el camperón que tenía colgado en la silla y llamó a un tal Marcelo, que apareció tranquilo por una de las puertas que dan a los fondos. Yo miraba azorado y no me animaba a preguntar qué pasaba. Falcón le dijo al oficial que Martita estaba en peligro. Alguien la perseguía en la calle catorce. Corrieron a la patrulla y me dejaron solo.
Estaba en el umbral de la comisaría, mirando la lluvia, escuchándola –antes de que me pusieran las prótesis auditivas no podía escucharla–, protegido de la ansiedad que el llamado de Martita me había producido gracias a la curiosidad de mi oídos, que intentaban absorber sonidos nuevos interesantes y descartar otros superfluos y molestos, como los bocinazos de los choches que pasaban, cuando el teléfono volvió a sonar a mis espaldas.
Me acerqué lentamente y esperé que algún oficial apareciera. Temo atender el teléfono porque el audífono no me permite entender bien y no sé qué contestar. Descubrí que es mejor quitármelo para mantener una conversación normal en lo posible. Aunque siempre me han dado algo de miedo los teléfonos.
Miré la habitación y me di cuenta que no había nadie en ese edificio. Me quité el audífono derecho y atendí, pero un segundo antes el teléfono dejó de sonar.
Pasé un rato largo sentado en un escalón de la entrada. La lluvia fue amainando. Las gotas habían dejado de caer cuando vi perfilarse a la patrulla. Detrás venía una ambulancia. Falcón se bajó y cuando le pregunté qué había pasado me contestó algo que no logré comprender. Volví a preguntar. “Nos la mataron”, había dicho.
Mientras bajaban el cuerpo para alojarlo en la morgue le pregunté cómo había sido. Me tuve que enterar, entonces, de los terribles pormenores.
La habían apuñalado por la espalda. La encontraron muerta junto a un teléfono público descolgado mientras la lluvia lavaba las huellas de sangre. No había rastros del asesino. Sólo puedo agregar que Falcón espera que la autopsia nos ayude.
En el vacío al que me dirijo vive la locura, que se codea con su amiga: la casualidad. Si no qué otra cosa pudo hacer que ignore para siempre lo que Martita quería decirme.
por Adrián Gastón Fares.