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Yo que nunca fui, soy. Décima parte, final.

Y entonces en la oscuridad los maniquíes se arrojaban sobre nosotros en los sueños que ya no soñábamos. Caminábamos de un lado hacia el otro en pasillos largos, rebotando como si estuviéramos en un pinball de esos con motivos de películas de terror. La falta de luz nos hacía mal. La soledad nos hacía mal. Corrimos hacia una punta del pasillo, abrimos una puerta y nos dijeron: Lleva mucho tiempo recuperar lo perdido. A nosotros que no teníamos nada.

Corrimos hacia otra punta, volteamos otra puerta y nos encontramos acompañados por personas que reían sin saber por qué. Alguno que no hablaba. Otras que estaban tristes sin saber la razón. Pero nosotros sabíamos por qué estábamos tristes. Nos dijeron que teníamos bronca, que teníamos toda la razón del mundo en tener bronca. Y ahí escribimos sobre el futuro mientras otros escribían sobre nosotros. Armaban una historia que sólo ellos leían (hasta que la pedimos para corroborar qué decía) que está llena de palabras como culpa, no presenta mejoría, interactúa bien con sus compañeros, de repente mejorábamos, otras veces lo escrito es como una canción indistinta. Lo sabían se ve. A veces nos mecían con palabras de aliento, para que sobreviviéramos porque valíamos más vivos que muertos.

En las eras del encierro, a veces traían a una persona que se quedaba mirando el vacío. No duraba mucho porque nadie sabía qué hacer con él. Así como llegaban se iban. Y nosotros también nos fuimos porque no sabían qué hacer con nosotros.

Corrimos otra vez, esta vez por otro pasillo, abrimos la puerta que daba al rellano de la escalera, abrimos la puerta del ascensor. Bajamos. Salimos a la calle. Dimos vuelta todo el cuerpo para ver lo que se decía en la pared de ese edificio y alguien había garabateado Hay curas que matan.

Nosotros contábamos con vos. Contábamos con ustedes. Contábamos con nosotros.

¿Cuánto te pagaron? ¿Qué te compraste?

Creíamos en sus palabras. Creíamos en sus solfeos. En su hablada y anaquelada ciencia. Creíamos en sus miradas, en sus risitas benévolas. Y cometieron tantos pero tantos errores que la verdad, como un globo que el viento se lleva de casa en casa, fue recorriendo todos los rincones, rozando a uno y a otra, volando de lugar en lugar como si las casualidades no existieran.

Pronto todos lo supieron, fue de voz en voz; las habitaciones donde nos encierran tienen escondidas muchas llaves.

Y así abrimos los ojos y enderezamos la espalda. Crecimos, nos volvimos más altas, más altos. Más fuertes de tanto enfrentar incoherencias, injusticias. Necedades.

Se destaparon nuestros oídos. Escuchamos ese siseo que produce la tierra, que producen las raíces cuando crecen y los muertos cuando se pudren.

Pero ya esto no es nuestra vida. Otra vida es la nuestra que pasa en otro lado, a la vez, como un sueño paralelo sin maniquíes, o como una liebre avistada al cruzar entre los árboles, interceptada por la mente por un segundo, fácilmente olvidable, y así pasó nuestra vida mientras tanto capturada en otras manos.

¿Cuáles son las puertas de escape de esta irrealidad? ¿Cuándo fueron construyendo esta casa alrededor nuestro? ¿Cuándo les pusieron las ventanas y las persianas? ¿Cuándo colgaron las luces? Nos molestan a la vista, los fotones caen en picada. ¿En dónde y cuándo arrancan los coches que terminan cruzando por la calle de nuestra casa y los vemos cuando nos asomamos por las ventanas? ¿Hacia dónde viajan?

Había todo un universo de palabras esperándonos. De letras desparramas por el piso que alguna vez habíamos ya puesto en fila contando una historia que tenía un lindo final. Pero no les convenía reescribir sus historias.

Ahora volamos otra vez. Cada vez más alto, aprendimos a descender al centro de la tierra también, a cruzar zanjas nuevas, a saltar, como el globo de la verdad, de azotea en azotea. A subir a las cúpulas de las iglesias y a soplar las campanas. Nos hicimos amigos de mucha gente y olvidamos a muchos otros que no tardaremos en recordar, olvidando si alguna vez nos hicieron mal o bien, si fueron amigos o enemigos.

A los que jamás vamos a olvidar es a los nuestros que cayeron en el camino. Los perdidos en el camino de esta artística diferencia, los batracios que terminaron ahogados en sus pozos. Los que se llevaron las luces, paso a paso, hasta el fondo del mar. Nosotras los fuimos a buscar, tomamos la luz, nos abrazamos a los silenciosos peces y en el légamo paseamos por las calles de un barrio sumergido.

Hay callejones de grafitis ahí, ríos verticales de tintura fluorescente, y si nosotros buscamos, si cada una de nosotras busca puede encontrar las palabras en esa calle angosta que concluye en un paredón. Si cada uno de nosotros busca con la mirada puede encontrar, ver, discernir una dedicatoria triste y persistente, como esas que mirábamos de refilón desde las ventanas de los colectivos.

Son letras enroscadas, corazones mal trazados, de cuyos huecos siempre algo se puede escapar.

Forman esta frase:

Por siempre nosotros.

Fin.

Adrián Gastón Fares

PD. Yo que nunca fui, soy, esta dedicada a todas las personas adultas que, a pesar de haber nacido con alguna condición/discapacidad han vivido sin diagnóstico, por no existir un paradigma afín o por no haberse respetado ese paradigma si ya existiera.

Yo que nunca fui, soy. Octava parte.

Ancianas sentadas en sillas. Suspendidas boca abajo en un largo pasillo. Las patas de la silla están pegadas al cielo raso y cada tanto giramos el cuello para ver si el pegamento se afloja. Tenemos la boca abierta. Es que gritan, dicen los que pasan caminando debajo de nuestras cabezas. Pero a nosotras no nos suena. Los seguimos con la mirada hasta que encontramos a uno de nosotros, a una como nosotras. Suele ser un niño que un adulto arrastra por un pasillo hasta la sala de enfermería donde lo espera una aguja.

En San Telmo, somos fantasmas de la planta alta de la casa de los Ezeiza. Los vivos ven nuestros reflejos en espejos de pie ingrávidos en una tienda de antigüedades donde el aire no circula. Nuestras palideces ovales están enmarcadas por pelo largo enrulado. Ya no necesitamos escuchar pero en vida tampoco escuchábamos. Tenemos una misión torpe. Aparecernos a los miembros de una familia en los que hay gente como nosotros pero vivas.

Levanto la mano para hablar yo que era guardia en un museo. De tanto estar callado olvidé como suena mi voz. Un día llegaron y me movieron con el resto de los muebles estilo Luis XV. Me desarmaron y ahora miro el cielo desde el ojo de buey del altillo de una fábrica. A veces soplo el polvo del alfeizar. Otras me acerco, apoyo los codos y miró hacia abajo.

Los coches eran lentos al principio. Se fueron haciendo más rápidos. Tenían conductores al principio. Después, no. Nunca me interesaron las máquinas. Más me gustaba mirar la belleza de un murciélago de plata que revoloteaba cerca de un palo de luz. Hasta que pude ver mejor. Lo que había tomado como producto de la naturaleza tenía alas que giraban y cortaban el aire como si fueran una navaja; mi murciélago era una de esas máquinas que llaman drones.

A nosotras nos gustaba decir que nuestra casa estaba en una ciudad perdida. Que éramos de la del agua o de la de los vientos del norte, de la del oro o de la de los lémures. Ya no lo decimos más porque sabemos que así terminamos en casas de pasillos blancos y listado de tareas colgados en las paredes.

A mí me tocaba lavar los vasos de plástico los miércoles.

Yo servía el jugo de manzana por las mañanas.

Yo limpiaba el cenicero abandonado en la mesita de la azotea, donde los fantasmas aspiraban las cenizas.

Son más conocidos los fantasmas de los lugares cerrados. Pero su imagen no es tan grande como la de los de arriba de los techos donde el viento los infla hasta que explotan como globos. Caen con la lluvia. Descansan en cada gota, cada uno en sus parterres más o menos plantados.

Nosotros juntamos a uno que cayó sobre la yema de nuestros dedos y lo guardamos en una cajita para clonarlo. Es que estamos en la época en que todo se clona. Desde un beso de despedida a una identidad.

Ya no existe lo que éramos. Fue suplantado por un trastorno de palabras.

Algunas encontramos portales a nuestras viejas mentes. Son letras sueltas que escribimos una por minuto en pantallas con píxeles muertos, sentadas en nuestros tronos, sillas azules con ruedas y el respaldo roto, mientras lloramos por el ojo derecho.

Nos llevó veinticinco horas escribir el siguiente párrafo:

Allá por las vías vimos llorar a una de las nuestras y no pudimos hacer nada. Cercada por sus familiares y los ladridos de un perro. La dejamos atrás. Teníamos que ir más allá de El Karma, que es una tienda que vende muebles de pino.

En una milésima de segundo escribimos que nos volteamos antes de cambiar de camino y obtuvieron un perfecto primer plano de nosotros. Miramos la cámara. Nuestra mirada decía.

Nosotros que nunca fuimos, somos.

Somos los que nos fuimos.

Los reemplazados porque una parte estaba dañada. Los abandonados por un defecto de fábrica. La ropa devuelta sin probar. Somos las ventanas tapiadas para que no vean lo que hay adentro. Las lámparas con pantallas torcidas para que nuestro resplandor no alcance lo que no quieren ver. Escribimos lo que no quieren leer. Decimos lo que nos sale y no nos debería salir.

Somos el típico grupo de amigos, chicos y chicas, atacados por un nombre que no tiene entidad. Escapamos en bicicletas hasta la típica esquina en la que nos saludamos y separamos para volver cada uno a sus hogares. Directo al dormitorio para inventarnos que tenemos un grupo de amigos, chicas y chicos, perseguidos por una entidad innombrable, separables en las esquinas.

Somos cadáveres con la cabeza explotada. En nuestra materia gris humeante por una bala que siguió su trayectoria pueden entreverse nuestros sueños que se escurren hasta una alcantarilla.

Algunos decidieron agruparse y formaron una expedición para rastrear el subterráneo camino de ese légamo de sueños iridiscentes hasta la desembocadura: un silencioso mar.

En cambio, en la vigilia somos ruidosos como el sonido que acaricia tu tímpano, la presión variable creada por un mundo que no se hace cargo. Nos convertimos en el hueco entre las palabras de tu historia favorita. Somos la contratapa de la vida.

Fogosos desangelados.

Nuestra historia tiene miles de finales y siempre está por empezar. Puede escribirse, puede leerse; no puede entenderse. Pasan siglos hasta que de boca en boca le agregan circunstancias que la hacen compresible. Entonces, pierde todo significado y toda emoción.

Porque de eso se trata.

De contar historias extrañas pero emocionantes que quepan en el ascensor, que sepan entrar justo antes de que la puerta se cierre, en esos edificios que llaman cabezas de los nuestros y de los otros.

La verdad es que nos gustaría ser uno solo para sentir menos. Así tampoco sentiríamos nada cuando eliminan a uno de los nuestros y no nos dolería cuando se llevan presas a nuestras historias. Tampoco nos molestaría que nos interrumpan.

Yo que nunca fui, soy. Séptima parte.

Recordamos cuando éramos chicos

En nuestras fortalezas

Ya sabíamos

Que no éramos iguales

Es aburrido

Vivir todo de nuevo

Nos transformamos para ser como ustedes

Queríamos ser como ustedes

Pero otra vez descubrirlo todo

Los hedores

Las defensas

Los límites lejanos

Todo huele a hospital

Huele a muerte y lo sabemos

Los gustos

Nuestro cuerpo ya extraño

Las venas marcadas

Porque nos marcaron de chicos

Nos molestaron de chicas

Nosotros no somos como vos

Nosotras no somos como vos

Un océano nos separa

Un cromosoma X

Un cerebro X

Las alas que tendrían que estar pero no están

Por vos

Nos ponemos negros

Adelantamos los hombros como si viniera una guerra

Soldados

Soldadas

Llevamos arriba nuestro a nuestras muertas

Llevamos letras de canciones que no entendíamos

Pero que ahora entendemos

Llevamos miradas compasivas

Que no son nuestras

No son nosotros

Pasó esto antes

Nos diezmaron

Destrozaron nuestros corazones

Nuestros miembros

Nos comieron

Nos extinguieron

No quieren decir nada de la gelatinosa diferencia

Es fácil controlar un color de piel

Una nación

Pero no es fácil controlar un cerebro

Que tiene todos los colores de piel

Todas las alturas

Todas las tallas

Y los números de calzado y vestimenta

Fuego

Nos tiraron

Lo vienen haciendo hace años

Era solo darse cuenta

Saberlo

Unirse en armas

Juntar hombro con hombro

Formar una invisible muralla

Y avanzar

Hasta que la tierra injusta caiga

Hasta que ellos y ellas retrocedan

Y clamen perdón

Yo trabajaba en una refugio en la época de la beneficiencia

Vi como mataban a los peores

Si teníamos un problema

Éramos ya provisorios

Extinguibles

Olvidables

Nos iban

Nos esterilizaban

Descerebraban

Con un golpe seco en la cabeza

Porque no éramos como ellos

Así es que somos menos

Así es que nuestra batalla siempre pierde

Nosotros que nunca peleamos

Y si lo hicimos fue por ellos

Sin ellos no seríamos nada porque se pusieron en el cielo

Pero nada es mejor que esto

Es mejor que arrastrar heridas que ni son nuestras

Es mejor que burlas

E inclinadas mentiras

Vimos un mundo que no existía

Lo vimos de chicas

Tratamos de salvar a los nuestros

Les dimos amuletos para eso

Nos vencieron

No dejaron que los ayudemos

Nuestra sangre se secó en antiguos bancos de madera

Entre maestras y maestros y grupitos de chicas

Entre camas marineras

Entre adversas religiones

Nosotras que éramos la religión

Nosotros que somos religión

Todos los laberintos ganaron

Las mentiras ganaron

Tu madre ganó

Tu hermana ganó

Nuestras compañeras ganaron

Perdimos nosotras

Nos volvimos con la cabeza baja

No pudimos disfrutar lo que vos disfrutaste

No pensamos que a pesar de sobrevivir esa estupidez y maldad temprana

La íbamos a tener que aguantar toda la vida

Desaparecimos

Nos desaparecieron

Nunca hubo lugar para la diferencia y siempre tiraron

A matar

No lo sabíamos

Las balas invisibles matan años después

Por eso adelantamos los hombros

Enterramos nuestros cuerpos

Un centímetro ganado a la Tierra

Es un espacio ganado a ellos

Desplegamos alas muertas

Nos guarnecimos

Ya no somos lo que vos querías.

Yo que nunca fui, soy. Sexta parte.

Intervalo (o tal vez final)

Puede ser que el destino de un árbol sea no saber que tiene raíces

Puede ser que la vida de un pájaro sea no saber que tiene alas

O la de un pez nadar sin conocer sus aletas ni el agua en la que nada

Puede ser que las cucarachas no sepan que tienen antenas

Y los murciélagos soñar boca abajo sin saber que tienen las patas cruzadas

Puede ser que una hormiga no sepa que existe el hormiguero

Y que una abeja ronde una flor sin saber que es una flor

Lo que no puede ser es que los seres humanos

Tengan que desconocer los sustantivos que los describen

Para caer en viejas telarañas sin radio ni centro

No podemos dejar que nos escondan las palabras que nos nombran

Que nos giren el tablero

Cada vez que nos aproximamos a nuestras verdades

Cuanto tiempo un hombre tiene que ver cómo le cambian el arco de lugar?

Cuanto tiempo hay que empujar la mentira hasta que caiga en el precipicio de la verdad

Yo vi los cuerpos en el piso

Yo vi la sangre en la pared

Vi el fuego que quema tu asiento

Y de gritar justicia y verdad bajo el agua me quede ronco

Nosotros que tenemos en el cuerpo la marca de las pezuñas de nuestras mascotas muertas

Esa desgastada V

Nosotros que tenemos pesadillas en las que somos rechazados hasta el principio

De los tiempos

Venimos

Con humildad

A darlo vuelta todo

Yo que nunca fui, soy

Ella que nunca era, es

El que nunca pensó, piensa

La que nunca habló, habla

La que no podía, puede

Y puede más que vos

Ellos que nunca iban a crecer, crecieron

Y crecieron más que ustedes

Nunca nos dijeron te íbamos a esconder las cosas para que no las encuentres

Nunca nos dijeron te íbamos a esconder la verdad para cuidarte

Para que no sufras

Y nunca se imaginaron que la íbamos a descubrir solos

Gracias a la señora Olga y a la señora Temple

Gracias a una chica que nos vino a buscar desde lejos

La noche que pasaban la película de nuestras vidas

Y cortaron la luz de toda la avenida

Para que nuestros ojos se acostumbren a la oscuridad

Esa oscuridad que iba a seguir creciendo hasta volverse un obelisco negro

Que nos pinchó el cielo de fuegos artificiales

Y encima nos llevaron en helicóptero para ver el agujero que iba a quedar

Por ahí vimos tu planeta falso

Tu asociación de versos célebres

Nosotros que siempre nos hamacamos

Que esperamos nuestro vaso de plástico de café en puntas de pie

Nosotros que nos hicieron pasar por ciegos de amor

Por hijos de la dictadura de la sordera

Nosotras que siempre estamos listas para una fiesta que nunca empieza

Nosotros que escribimos el escuchar de los escuchares

Gigantes perseguidos por gigantes que ya son más bajos que nosotros

Nosotras que nunca nos inscribieron

A nosotros que nos salva el juego triste y solitario de escribir con inocencia palabras letales

Nosotras que nacimos con dedo de revolver y fuimos ametralladas por un manojo de signos

Nosotros que esperábamos amor y obtuvimos burla y silencio

Nosotros que estábamos llenos de cosas que nos hacen ruido

Nosotros que rondamos la dicha

Y ya probamos que no necesitamos nada

Los ascéticos de la nueva era

Las desinteresadas de los intereses restringidos

Rígidas

Durangas

Forrest Gumps sin zapatillas

Maléficas sin Disney Plus

Yo que nunca fui, soy. Quinta parte.

En el ocaso de un siglo que presagió guerras y epidemias descubrimos el cinematógrafo. Fuimos al cinematógrafo y nos hicieron olvidar nuestra identidad. Cuando fuimos a nuestra identidad nos hicieron olvidar el naciente cinematógrafo. Habían pianos que tocaban solos. Mancos sentados en taburetes con la espalda recta. Había mujeres que cantaban en silencio. Vimos los títulos finales. Vimos todos los fundidos a negro. Nuestra película terminó y estamos buscando al encargado para que la encienda fuego.

No queremos que la vuelvan a usar, no queremos que la vuelvan a exhibir. No queremos que se sigan burlando de nosotras.

Ya tuvimos que aprender a poner marcha atrás a toda velocidad. Siembre nos salvó poner marcha atrás a toda velocidad. Es inesperado para ellos cuando usamos nuestra vertiginosa memoria eidética. Podemos volvernos semidioses usando la memoria. Podemos trastocar los mejores planes. Y si no, quemamos nuestras naves. Es otro recurso que usamos seguido para sobrevivir en el mundo desalado o cuando prevemos que nos están por arrojar a una de Las Simas. Muchos de nosotros arañaron las paredes ardientes de alguna Sima y supieron la verdad.

Porque si los tocamos sabemos la verdad. Un apretón de manos puede terminar con un siglo de secretos urdidos. Es uno de nuestros dones.

Arrastramos las imágenes de lo cierto hasta dar con lo cierto. Si nos concentramos y nos apabullamos y caminamos mucho y damos vuelta, volteando papeles y libros, como buscando algo que sabemos que está pero no dónde, eso significa revelación cercana. Frío, tibio, caliente.

Estamos acostumbrados a lo caliente. A lo caliente que se congela. A lo frío que se enciende. A la verdad que espera en desvanes. Otro de nuestros dones.

Nosotras tenemos visión periférica. Captamos todas las miradas. Discernimos los pedidos de ayuda, los brazos cruzados arriba de las cabezas, las mejillas sonrosadas. Interceptamos a los ojos que se desencuentran rápido. Los ojos que se van porque no les conviene. Las miradas que vienen porque no se van. Estamos acostumbrados a ver en la oscuridad. Repicamos nuestras lenguas contra los paladares para ubicarnos en la oscuridad.

Nuestros retratos nunca recibieron luz. Nuestros retratos están colgados en cuartos cerrados con olor a lona de pileta desarmada. Cuartos a los que entran una vez al año. Nuestros retratos están ocultos en cajones de armarios. En cajones trabados.

Nuestros retratos nunca fueron tomados, nunca fueron dibujados, nunca fueron firmados por artista alguno. No llevan nuestros verdaderos nombres.

Porque dudamos de nuestros nombres, dudamos de nuestros segundos nombres, dudamos de nuestros apellidos. Existen familias como las nuestras en muchos lugares. Los ayuntamientos siguen el mismo patrón. Nos llamamos oscuros en todos los idiomas. Caballeros en todos los idiomas. Guerreros en todos los idiomas.

El pueblo, chico. Las caras que se repiten en todos los ayuntamientos. Los caminos que se repiten en todos los ayuntamientos. Los amigos se repiten en todos los pueblos. Nuestros esposos se repitieron en todos los lugares. Nuestras mujeres…

Nos interceptaban en todos los lugares. Bajábamos escaleras y nos interceptaban. Íbamos al baño y nos interceptaban. Nunca tuvimos miedo, nunca pensamos que no eran casualidades. Tuvimos que aprender a olvidar la casualidad.

Nos gustaba ir solas al cine. Nos gustaba salir solas del cine. Nos gustaba salir solas del cine y que lloviera. A veces nos interceptaban afuera del cine. A veces en las puertas de las iglesias cuando un casamiento. A veces nos enganchaban de manera tan rara que no lo podíamos creer. Nos perseguían en los túneles bajo tierra. Algunos de nuestros familiares tenían radios que interceptaban una estación que sólo ellos podían escuchar. Los engañaban así. Nos engañaban así. Cantaban canciones que nunca hubieran escrito.

Ahora la sombra de sus drones se dibuja en nuestros cuerpos desnudos cuando apacentamos cerca de los árboles frutales. Es difícil escapar. Más difícil que antes. Tanto que a veces ni queremos escapar. Es una contradicción que la mentira pueda pasar por belleza. No nos gustan las contradicciones.

No podemos soltarnos a recordar el pasado. Son muchos detalles, muchas historias, no podríamos seguir adelante con nuestra tarea. Pero basta pestañear para que el pasado escale a nuestro cuello y se cuelgue de nuestras pestañas largas como cerrando la persiana metálica de una tienda de antigüedades.

En nuestros cumpleaños, de niñas, nos regalaban cajas con un moño rosado. Tirábamos de las vueltas y el interior nos revelaba la sorpresa: nuestras propias manos con uñas largas. La velita de nuestros pasteles, de nuestras tortas, era un dedo de piel arrugada y uñas largas y pintadas de color rojo. Eran dedos fríos que soplábamos hasta que se encendían. Hasta que eyectaban de las yemas hilos finos de sangre que dibujaban nombres en el cielo raso grisáceo y en el cemento sudado.

Nos lloraban encima.

De chico, cuando las navidades eran paganas y todavía no existían los pobres angelitos, una estrella nos explotó en la cara. Descansamos del accidente en el dormitorio donde escribimos esto. Nos llenamos de luces en la cama donde escribimos esto. En el cuarto de las Abuelas Viejas de pelo largo y blanco.

Ellas nos enseñaron el tesoro. Ellas jugaban con las monedas. Era un juego simple y justo, no como Los Juegos Grandes en los que ya estábamos anotados cuando las Abuelas Viejas jugaban con nosotras con las monedas, con nosotros y las monedas.

Somos las Abuelas Viejas.

Y morimos en primavera en los dormitorios donde dictamos esto.

Somos un personaje de un cortometraje que moría en los dormitorios donde escribimos esto. Somos un personaje que escribía en una máquina de escribir en este dormitorio. Somos el fantasma de un niño actor de un cortometraje que ya nos andaba corriendo con un chipote chillón para que despertáramos de la ficción que nos escribieron, del plan de 1921, del plan de 1974, del plan de 1851, del plan de 1112 y así podemos seguir para atrás.

Dormimos con las luciérnagas. Compartimos la cama con estrellas fugaces.

¿Qué luz nos perdimos que los demás vieron? ¿Por qué nos dejaban siempre esperando en la puerta de la calle? O rondando ascensores con iniciales envueltas en corazones.

De chicas un ascensor nos llevó a un piso inexistente en un edificio insostenible. Había maniquíes, muebles cubiertos con trapos, y partículas de polvo que caían de abajo para arriba, subían hacia el cielo raso. Entre las formas ovaladas de los muebles ocultos yacía el ala trasparente y nervuda de una libélula gigante. Entonces el ascensor descendió y ya no fuimos las mismas.

De chicos nos llevaron a la iglesia y ante el altar dijeron que el pez dorado en la bolsa de plástico estaba diabólico.

De chico éramos viejas problemáticas.

Éramos viejas chicas problemáticas insomnes que juntábamos alas de cucarachas de la alacena de los lavaderos.

Nos hicieron soñar.

Aprendimos a hacer soñar a los que nos hacían soñar. Aprendimos a hacer soñar en general para los buenos fines. Ya no se sabe quién sueña y quién hace soñar.

Estamos en el medio de una guerra de sueños.

Tuvimos que aprender a retener nuestra simiente en los sueños que nos tomaban de las manos y nos descendían por una escalera caracol para quitárnosla en un sótano. Tuvimos que aprender a sacárnoslos de encima antes que nos ahoguen en el horario de la siesta. Aunque rara vez dormimos la siesta.

Nuestras hilanderas en Iquitos producen redes para atrapar a los cultivadores de perlas. Pero sabemos que no tiene sentido atraparlos porque son perversos y les gusta ser atrapados, ven como un mérito la persecución. Somos sus gladiadoras. Somos sus gladiadores para divertirlos en potreros sin lectores.

Acariciamos nuestros pies en agradecimiento al camino recorrido, anduvieron mucho y el suelo siempre pedregoso y la arena caliente. Recordamos cuando teníamos alas y agradecemos el haber tenido alas.

Cuando teníamos alas guarecimos a San Atanasio de una hueste de humanos disfrazados de demonios. El santo barbudo debajo de nuestra espina dorsal encorvada y nuestras alas cerradas como formando una crisálida a su alrededor. Mariposas, no, decimos, aunque nos coleccionaban así también pinchados a lo Gran Gatsby en nuestras islas desesperadas.

Vampiros, no, decimos. Aunque nos enterraban al ras de la tierra y esperaban a que nos pudriéramos y entonces no y pensaban que éramos no muertos. Nos enterraban en urnas de cristal y veían que no nos pudríamos y nos reverenciaban. Coleccionaban nuestras reliquias. Nuestros huesos líquidos, nuestros corazones secos, nuestras manos de dedos largos, cuándo no.

Conocimos vampiros como la chica que nos mostró el colgante con el retrato oval de una pálida antepasada de su especie en noches que amanecieron frías.

Con el tiempo olvidamos los apellidos que nos llevaron a los lugares. El espacio es el tiempo aprendimos a rezar, las personas son el tiempo, aprendimos a rezar. Los lugares son el tiempo. Las personas vienen y crean el tiempo, las personas se van y crean otro tiempo. No hay manera de escapar de estos tiempos, salvo cuando repetimos nuestras obstinadas rutinas y juntamos las palmas de las manos e inclinamos el cuello hacia delante. Y así tampoco escapamos.

No existe el tiempo. Lo inventaron para atraparnos a nosotros.

Las estrellas que vemos están muertas. Las muertas que vemos son estrellas. La distancia entre las estrellas es la velocidad de la oscuridad. Conocemos la velocidad de la oscuridad porque fuimos traicionados entre árboles, fuimos traicionados entre telescopios. No vemos con los ojos, no escuchamos con los oídos.

Les tememos a los mamíferos marinos porque en el principio éramos peces. Los mamíferos marinos nos engullían, nos tragaban en cardúmenes. Escribimos un cuento de un mamífero marino, blanco y gigante, un empecinamiento de nuestra alegoría.

Los mamíferos marinos fueron los primeros guardas que rondaron nuestras ciudades sumergidas, cuando boqueábamos nuestros amores y apacentábamos caracolas.

En las profundidades de los mares hay montañas formadas con las escamas que perdimos.

Astillamos las olas. Pegamos el salto.

Yo que nunca fui, soy. Cuarta parte.

No tuvimos padre, no tuvimos madre. Somos nuestros padres, somos nuestras madres. Somos madres de nuestros padres, padres de nuestras madres. Alejaron a nuestros hermanos, alejaron a nuestras hermanas. En sus escrituras aparecen como los malos. ¿Quiénes son los malos? ¿Quién se atreve a escribir eso? ¿Quién se atreve a individualizar la maldad? A decir que es una cara. Que es una calavera. ¿Quién es el dueño de la calavera? ¿Quién es la dueña de la calavera?

Los sumos sacerdotes, los escribas, ¿quiénes son? Nos marcaron de nacimiento, nuestra partida de nacimiento está marcada. Nos siguieron toda la vida para ver qué pasaba con nosotros. Se ubicaron frente a nosotras, se ubicaron frente a nosotros. Ellos sabían y nosotros no. Ellas sabían y nosotros no. Nos lo ocultaron. Nos mintieron.

Nos vieron volar de chicos, nos vieron arañar el salpicado de las paredes, sabían que podíamos volar, nosotros lo olvidamos, olvidamos cómo hacer para flotar en nuestros claustros. Cuidaron de nosotros monjas hasta que decidieron que la beneficencia no era lo mejor. Jugábamos en el recreo del modelo demonológico. Trabajamos en las oficinas del modelo organicista. Los otros modelos aplicados a los seres diferentes nunca fueron para nosotros, nunca los aplicaron con nosotros.

Somos invisibles. Nunca nos vieron, nunca nos anotaron, perdieron nuestros registros, olvidaron nuestros hechos, borraron nuestras historias, las ocultaron, las intercambiaron, las barajaron, las apilaron y luego las vendieron en un lote de libros usados. Los médicos pasaron sus secretos, las parteras no podían creer lo que hacían. No podían contar en sus casas lo que veían. Nadie les creía. Como a nosotras. Como a nosotros.

Soy un esqueleto sordo de la sierra de Atapuerca. Soy el fantasma de una epiléptica exorcizada. Largo espuma por la boca. Mi espuma son los mares en los que se bañan los hijos de los escribas. Las hijas de los sumos sacerdotes se bañan en mi espuma.

En 2006, pedimos limosna hasta que con ella financiaron una convención para nosotros que nunca tuvo peso, que nunca se leyó, un papel más, una ley más entre tantas leyes transparentes, invisibles como nosotros. Viajamos a Nueva York, escuchamos el nuevo sermón, escuchamos a los predicadores de nuestra condición que no tenían nuestra condición. Con la excusa de ayudarse a ellos mismos, inventaron organismos para ayudarnos a nosotros. No emplearon a seres como nosotros en esos organismos, no sirvieron, son pantallas para quedar bien. Otro mail vacío. Otro cuento del tío. Cuando pedimos ayuda, nos atrapan en esas redes y nos dejan solos en el muelle. A veces decimos que antes era mejor, en 1784, en el Santa Catalina éramos por lo menos sirvientes. Nos sentíamos útiles, teníamos algo para hacer. Nos miraban con lástima por lo menos pero nos miraban. Nos llamaban con palabras reales, como maníacos, como retrasados mentales, como graciosos y raros. Intentamos hablar pero nos daba vergüenza. Se reían de nuestra voz. Nos callamos. Aprendimos la lengua de señas. Aprendimos a leer los labios. Fuimos mudos. Fuimos ciegos. Aprendimos a no escuchar. Aprendimos a no mirar. El que quiera oír que oiga. El que quiera mirar que mire.

Para restituir el vuelo, aprendimos la matemática, aprendimos la tornería. Era mejor antes porque para luchar aprendimos a fundir metales, aprendimos a afilar piedras y a usar los yuyos para atarlas a un palo. Aprendimos a hacer sogas. Algunos usaron esas sogas para volar otra vez. Volaron, dijeron. Se nos fueron. Terminaron como sabían que iban a terminar.

Somos los hijos de la polio, somos las hijas de la polio. Somos viejos, somos jóvenes, somos adolescentes, somos niños, somos niñas, somos adultos, somos cadáveres, somos fetos en frascos y desde ahí cantamos nuestras canciones de revancha con violines desafinados. Tenemos un certificado que no sirve y que prendimos fuego en la parrilla. Se viaja más rápido con la imaginación que en colectivo, nos decimos. Leíamos a Burroughs; amanecía en la espera de viejos hospitales de la ciudad de Buenos Aires. Desfilábamos entre pasillos con vistas a silla de ruedas y cuerpos vendados.

Nos sacamos el chipote chillón en las máquinas de juguetes. Es como nuestro martillo de Thor. Aúlla como un mono. No nos dimos cuenta de que el chiste era golpear en la cabeza con el chipote chillón del mono a medio mundo para que se acordaran de que existimos. Nos olvidamos. Pensamos que iba a ser fácil. Pensamos que nos iban a comprender antes de preguntarnos si queríamos ser comprendidos. Si nos convenía ser comprendidos. Si era necesario ser comprendidos. Porque es más fácil luchar que buscar la comprensión, es más fácil escalar montañas, es más fácil ganar olimpíadas para sostener el fuego. Estallamos. Combustión espontánea.

Nos convertimos en nuestras propias estrellas. Creamos nuestro universo, una nueva órbita de la que estamos tratando de alejar todo lo dañino, todo lo innecesario, todos los paradigmas feos, todo lo maligno, toda la hipocresía. No nos quedo otra que convertirnos en soles. Crear nuevas órbitas.

No nos quedó otra que crear sucedáneos alados, mosquitos gigantes de alas tornasoladas. Sabemos cómo pegárselos en las espaldas a los que juegan con nosotros. Sabemos cómo hacer que los lleven arriba sin sospecharlo. Nunca los ven. No adivinan que los tienen agazapados ahí. Nuestros bichos raros escuchan todo, lo ven todo y nos lo mandan a nuestras antenas. Nuestros bichos raros tuercen las órbitas que no nos favorecen.

Al principio no funcionaban porque no creíamos en los bichos raros. No teníamos fe. Pero cuando tuvimos fe, las imágenes empezaron a llegar. Les devolvimos el rechinar de dientes pero no nos gusta reírnos de eso. No nos gusta usar a nuestros bichos mansos para eso. A veces no nos queda otra. Tenemos una responsabilidad con nuestra especie sin nombre. Ellos aplican sus protocolos, nosotros aplicamos los nuestros. No siempre nos quedamos cruzados de brazos.

Quisieron institucionalizarnos, quisieron violarnos, quisieron matarnos. Fue demasiado. Aguantamos todo eso pero cuando se burlaron de nosotros, cuando jugaron con nuestras creaciones y quisieron raptar a nuestros hermanos, raptar a nuestras hermanas con promesas falsas, reaccionamos.

Reaccionamos y nos dijeron vení que te vamos a ayudar, vení que te vamos a llevar de la mano, con nosotros vas a poder. Fuimos y abusaron de nosotros. Fuimos y nos llevaron de la mano hasta un volcán. Nos arrojaron a La Sima. Aprendimos a respirar el aire tóxico. Nuestros pulmones se adaptaron pero la energía necesaria para volver a generar alas se fue en eso.

¿Y entonces qué?

Yo que nunca fui, soy. Tercera parte.

Con tristeza entendemos que nosotras recibimos los golpes, las bromas, las burlas. Es porque los alegra, porque eso los libera como a nosotras patear una puerta. No pueden crear belleza y es lo único que les queda, no pueden apreciar la belleza y es lo único que les queda dejarnos un arma descargada para que la usemos en la desesperación.

Hay que patear más puertas para ver lo que sienten ellos cuando nos denigran con su insensibilidad, cuando nos usan. Lo que sale, lo que flota después de golpear una puerta es eso que ellos sienten después de usarnos a gusto.

Nunca desquitárselas con humanos porque vamos a caer tan bajo como ellos y nosotros ya no somos humanos. Dejamos atrás ese paradigma. Buscamos otros. Encontramos otros. Aparecieron otros.

Algunos trashúmanos, decimos, porque usamos aparatos, porque sin la tecnología no veríamos, porque sin la tecnología no caminaríamos, porque sin la tecnología no oiríamos. Sin la tecnología no tendríamos tacto, no podríamos acariciar por última vez el hocico de nuestro perro muerto. Aunque nosotros somos conscientes de la paradoja de que tal vez la tecnología no funciona, de que tal vez con ese guante que desarrollaron nos imaginamos que tocamos, nos liberamos de las ataduras que no nos permiten sentir más allá de nuestro cuerpo y es eso y no lo otro.

Y cuando acariciamos a nuestro perro en vida, otra deva, los ojos nos brillan como antes de que nos arrojaran al vacío, como antes de que nos hicieran ver la negrura de La Sima, los que tienen los ojos abiertos y no ven nada, los que tienen los oídos perfectos y no escuchan nada, los que tienen las piernas bien y no caminan nada. Nunca los vamos a entender, nunca las vamos a entender. Nunca nos vamos a entender. ¿Para qué nos preocupamos? ¿Por qué nos afectan?

¿Por qué tenemos piedad? ¿Para qué la compasión?

¿Por qué no crear alas sintéticas, alas mecánicas, extensiones de nuestro cuerpos pegadas a nuestras espaldas? ¿Así no recuperaríamos las que teníamos? ¿No sentiriamos que podríamos volar aunque esos aparatos no funcionaran? ¿Aunque fuera una mentira?

Ya nos mintieron tanto.

Y nos cincelaron hombres de uñas largas, nos reprimieron, nos oprimieron, nos amedrentaron con sus paradigmas fáciles de caretas de fakir con un cuchillo clavado en la sobresaliente mejilla izquierda, con sus paradigmas de mil quinientos pesos la media hora, con sus paradigmas de ascensores y tronos de metales imprecisos, se elevaron ante nuestros ojos, se endiosaron, nos miraron con cautela y nos sacaron el brillo de los ojos, nos borraron la sonrisa, nos dejaron sin poder llegar al final de la página, nos dejaron sin atender a los llamados, nos invitaron a nuestra propia boda burlesca, con la correa ríspida en el cuello hasta el altar de las palomas sin pico, nos llenaron de lugares comunes: nos quitaron a nuestras mujeres, destruyeron a nuestros hombres.

Los echaron de sus trabajos de años, sus trabajos de toda la vida, y sabían que ninguna indemnización los iba a salvar, sabían que esa parte de su vida que era nuestra noche compartida, nuestros fines de semana compartidos, ni bien liberaran el cordel se iba a terminar también. Nuestros hombres se enfermaron, negaron con las cabezas hasta cavarse un agujero en el aire, se nos fueron yendo así como quien no quiere. Perdiendo la malafortuna que se habían ganado con tanto esfuerzo y sacrificio.

Con su sacrificio nos sacrificaron.

Nos enterraron en el pasado que vuelve una y otra vez para cambiarnos de tumba, bajarnos al nivel del suelo y cerrar la puerta de nuestro sepulcro salvaje de baldosas estalladas. A brindar entonces dijeron, a tomar nuestras cervezas artesanales, a entrechocar las copas repetidas en lugares todos iguales, lugares repetidos, no lugares y ya, al son del chan chan de Sultanes del Ritmo, al son de alegres gaitas engatusadoras que no molestan tanto nuestros sentidos como el punk sobrio que nos gustaba antes de ser concebidos.

¿Tenemos la llave? ¿Es verdad? ¿O la tienen ellos? ¿Quién aseguró entre nosotros que teníamos la llave? Que de un paso adelante. ¿Quién nos hizo comprar el libro sobre el imperio de los soles? Éramos chicos y en la cama y nos perdíamos con estatuas entre hierbajos que no sabíamos ni dónde quedaban.

Nos lo tiene que explicar y lo vamos a perdonar porque es parte nuestra perdonar. Es parte del ser de ojos rasgados, del paradigma de aquel hombre de ojos rasgados, de orejas puntiagudas, de lóbulos largos, del nacimiento sin lágrimas, lo seco que lo inunda todo, que lo rebalsa todo como la verdad sobre la mentira.

¿Por qué no lloramos al nacer? ¿No era más fácil que hacerlo después de grandes? Nacimos valientes ya, nos decimos, nacimos así, se ve. Tiene que ser eso. No somos magas. No somos magos.

Venimos del este y miramos hacia el este, nos prosternamos hacia el este sin saber por qué, como Ballard. Pero manipularon la bondad de nuestros hombres, la bondad de nuestras mujeres.

Y por más que no queramos hay un aire en el piso que nos gira hacia el este, es raro ver que nos fuimos girando solos en el piso, hacia donde sale el sol en esta tierra rancia, llena de narices que huelen.

Huelen el agrio de lo chamuscado que nos repiquetea en la nariz como el perfume abaratado de nuestros yoes, el aroma de acero recién fundido de collares de semillas que nos llega cuando estamos in, el tufo verdegris de la salvia, el picor de la hierbabuena negra salvadora de muelas, el olor a iniciación, a pintura acrílica de amarillo desramado con el que nos pintan, con el que nos visten y que pueden quitar a gusto cuando se les canta, una lechuza de cerámica menos en la colección, como una fotografía de perfil de estos tiempos, ellos que inventaron los caminos, ellos que pintaron las innecesarias señales modernas.

Ellos que bordean los portones de amarillo tiza para guiar a los camiones con seres como nosotros en contenedores hasta el interior enchapado de los estacionamientos en donde nos apilan. Tráfico nocturno ¿Dónde los llevan? ¿Dónde nos llevan?

¿Por qué resurgieron? ¿Cuándo resurgieron?

Ellos no son naturaleza, ellas no son naturaleza, se alejaron, la escupieron, se la bebieron, la enchastraron. Derriban los árboles, ofertan a las plantas y arrancan a los yuyos lindos, ellos deciden qué crece y que no. Son como soles inmaduros. Son como reflectores que ciegan nuestra capacidad de decisión con tantos gritos, tantas palabras, tantos empujones casuales, inventados y ya, tanto verso vacío, tanto General en sus cuadros, tanta mala junta. ¿Cómo se atrevieron a jugar con nosotros? ¿Cómo se atrevieron a jugar con nosotras?

Y nosotras con el poder del perro que es útil para las señales de lejanas huestes nunca aireadas, nunca cepilladas por los arqueólogos que temen maldiciones leves. Debemos renovarlo, tenemos que usarlo al poder, arrancarse las remeras y dirigir las palmas abiertas hacia el sol, levanten los cuellos orgullosamente y dejen caer hacia el costado sus cabezas, mientras miran a la cámara de refilón. Griten Correr. Griten Huir.

Todavía se puede volver al pasado y avisarnos a nosotros mismos de que esto iba a pasar. De que todo era un plan no cantado. Hay que concentrarse en los vértices de las paredes de nuestros dormitorios hasta que el cielo raso empieza a difuminarse, hasta que todo lo demás se difumina, hasta que el espacio tiempo se mezcla como nuestra proteína con las frutas en nuestras licuadoras de botones saltados. En el pasado tocarnos el hombro y susurrarnos al oído la verdad. O llamarnos a nosotras mismas al teléfono de nuestra antigua dirección y dejar sonar nuestra Familiar Canción y agregar otra solo conocida por nosotras. Soltarnos a nuestra doble el bretel para que nos detengamos en el momento justo a acomodarlo y nunca lo conozcamos. Nunca la conozcamos. Danzar con las mascotas bestias en futuras plazas sin pasto, donde vuela la tierra que entrecierra los ojos.

¿Y entonces?

Yo que nunca fui, soy. Segunda parte.

Somos naif, ingenuos, nos rebelamos meditando, nos rebelamos haciendo yoga, nos rebelamos haciendo arte, nos rebelamos pintando, nos rebelamos escribiendo, nos rebelamos escuchando trap, escuchando rock, escuchando el Ong Namo, viendo películas en la cama, nos rebelamos caminando adentro de nuestras casas de punta a punta, nos rebelamos bailando, nos rebelamos cayendo en las trampas que nos tienden para atraparnos una y otra vez.

El nombre de nuestros enemigos es ilegible. Algunas dicen que los deberíamos llamar psicópatas, otros dicen que es malicia, maldad, la gente mala, los malos, las malas, los que siempre fueron así y no serán de otra forma. Algunos dicen que nacen así, diferentes a nosotros y que hay que respetar esa diferencia que nos mata. Algunos dicen que es que sufrieron de chicos cosas terribles que los dejaron así. Pero no es está claro para nada. Saben permutarse, saben esconderse, saben hacerse pasar por nosotros. Saben hacerse pasar por nosotras. Saben hacerse pasar por víctimas y nosotras somos las víctimas. Nosotros somos las víctimas.

Sabemos que nuestra consciencia se desarrolló mirando las aguas no evaporadas, los charcos cristalinos antes de que todo se embarrara para siempre. Pero luego supimos volar. Y dicen que ellos o ellas se quedaron mirando ese reflejo más tiempo que el necesario y que así se hicieron psicópatas, así se hicieron sádicos, así fueron malignos, así crecieron en la desidia, en el desprecio, en nuestra estigmatización porque les damos tanto asco en el fondo que no lo aguantan. Tenían que destruirnos.

Ellos dicen maten a los lindos. Dicen maten a los inteligentes. Ellos dicen maten a las personas con discapacidad. No aguantamos ese tipo de belleza. No aguantamos tanta diferencia. Es peligroso para nosotros. Hay que eliminarlos. Ellos dicen maten a los idiotas. Son iguales que los inteligentes. Saben que el idiota es el más inteligente de todos.

Cuando no pudieron matarnos, nos hicieron pasar por violentos, nos hicieron pasar por agresivos, nos hicieron pasar por degenerados, nos hicieron pasar por lascivas, putas, fáciles. No entienden lo que hay de ingenuidad en nosotras.

Cuando no pueden matarnos, ella nos pega en las pelotas, nos pega en los huevos, le gusta dice, lo disfruta y quedan doliendo y luego les escribimos a otros para contarles que teníamos una ex novia que nos pegaba en los huevos. Y encima los otros no nos creen porque parece que está mal contar que somos débiles cuando salimos hombres y no mujeres.

Cuando mujeres y no pueden matarnos, él nos toca el culo de refilón, nos van amancebando así hasta ponernos los nervios a flor de piel, hasta que ya no sabemos qué está bien y qué está mal. Y siempre nosotras quedamos mal. Nosotras, cuando finalmente gritamos, saltamos, lo denunciamos, somos las agresivas, somos los peligrosos, somos las locas, las bipolares, las complicadas, los neuróticos, los artistas malditos, los artesanos de la nada. Las raras. Las coleccionistas de hojas muertas. Las lesbianas sin confesar.

Nos inventan un género, nos inventan un gusto sexual, nos inventan en las historias, nos inventan en las películas para usarnos a gustos y nosotras ya muertas no podemos ni decir qué nos gustaba, cuál era la verdad. Contar quiénes fuimos y quiénes no fuimos.

De la radio borraron nuestras canciones, ya no las escuchan, nos difamaron, nos alejaron, nos marginaron. Tuvimos que emigrar, tuvimos que viajar, tuvimos que irnos a países vecinos por decir pavadas en una entrevista, tuvimos que responder y dar la cara cuando los que realmente nos matan no la dan nunca, cuando los que producen la maldad están siempre ocultos detrás de computadoras o mirándonos con miradas altivas.

Cuando éramos más ingenuos todavía no usaban trampas para ratas, nos seducían con besos carnosos, besos franceses, con besos nunca dados, con distancias prudentes, con arremetidas irresponsables. Una vez que habíamos caído en la trampa, una vez que tuvieron nuestras alas en un ataúd negro, jugaban a pegárnoslas por un rato todos los domingos.

Cuando llorábamos, cuando estábamos empastillados de tristeza en polvo, nos enviaban a nuestras casas a hombres con túnicas blancas. Manosantas que nos tocaban la pija y nos decían a vos te gusta darla por atrás. Querían probar si éramos hombres, querían probar si éramos mujeres, querían darnos una lección, una lección que empieza cuando nos dejan un corazón de cerámica en una psicóloga griega que atiende enfrente de un centro espiritista y nos agachábamos para tomarla y no dijeron: alto. Puede ser peligroso. La superstición es nuestro problema. Lo fue y lo será. Cuando no nos pueden hacer mal abusando de nosotros, tocándonos, riéndose mientras disfrutan de nuestro dolor lo que hacen es señalarnos con cintas rojas.

Como cuando éramos hombres y mujeres serenos con bocas pegadas en Lanús y nos endiosaban y también nos odiaban. Lo que hacen es colgar San Jorges en la puerta, comprarse santos y ponerlos en hilera arriba del hogar de la casa. Usan a San Pantaleón, usan a la Virgen, usan a santos paganos, usan lo que pueden, hasta a brujas verdes que se ríen cuando suena el timbre y parece que se rieran de nosotros cuando somos adolescentes y nuestro día a día es volver del colegio en el asiento trasero del auto de nuestros padres. Siempre con el cogote medio estirado, casi con ganas de sacarlo de la ventanilla y que pase otro auto en dirección contraria y nos los corte. Así la sangre bulliría y tal vez se darían cuenta del mal que nos están haciendo mientras nos dan vuelta a la manzana una y otra vez con nuestros futuros empaquetados.

***

Abuela, abuela, bisabuelo, tía abuela, ¿qué nos hicieron? ¿por qué este nuestro destino? ¿no pueden ayudarnos? ¿dónde están? ¿están muertas de verdad? ¿idos de este mundo doloroso? ¿por qué no nos avisaron que iba a ser así? Tenían que saber. ¿Qué es lo que vieron en nosotros para ensañárselas de esa manera? ¿por qué fuimos tan estúpidos? ¿por qué no devolvimos los golpes en la escuela? ¿por qué poníamos las espaldas contra la pared? ¿por qué aguantábamos que nos apoyen los pibes que no nos gustaban? ¿para qué seducíamos si sabíamos que nos iban a cerrar la puerta e íbamos terminar encerradas en esa aula para toda la vida? ¿por qué se nos cayó una ventana? ¿por qué no recordamos nada de los días posteriores?

Somos una yunta de caballos y yeguas con estrés postraumático. Seguimos moviendo la cola y espantando a las moscas y eso es lo único que nos despega de la estampita del viaje de egresados. Nos sentimos vivos. Volvemos a caer en la trampa, hacemos arte, denunciamos, escribimos cosas que parecen fuertes y que nunca lo son, no lo suficiente para cambiar las cosas, es nuestro desquite, es nuestra manera de derribar lo que nos molesta.

Abrimos puertas del pasado, abrimos puerta de gente encerrada, serruchamos barrotes oxidados de celdas de presos y presas, a veces nos equivocamos y ayudamos a los peores, a nuestros enemigos, a los que nos descansan, a los que juegan con nosotros, a los que nos miran de reojo. No podemos evitarlo. Donde sea que vayamos nosotras todo crece, el pasto crece, la luna grande, el sol brilla más, la lluvia cae y repica más rotundamente en las baldosas, después vemos tonas las tonalidades del verde, el verde amarronado, el verde azulado, el verde violáceo, el verde amarillento, el verde rojizo. Entonces el barrio crece, la gente se alegra, la gente aplaude, la gente se junta y nosotros quedamos solos y lo miramos todo desde lejos.

Caminamos como gigantes.

Somos la fiesta, somos la alegría que nunca sonríe, somos lo que tienen para compararse para ser felices, es nuestro papel nunca ganar, es nuestro papel que nunca nada salga bien para que los demás se sientan importantes. Todo es así. Las máquinas tristes nos dominan, nos muestran corazones dobles, corazones delatores. No nos dejan escuchar música que quieren hacernos recordar a nuestros amores perdidos, a nuestros fracasos más horribles, a nosotros afetados en un cuarto oscuro sin boletas de nuestro partido político favorito. El nunca elegido. Y el que ni siquiera existe.

Juegan con nuestras ilusiones, juegan con nuestros tiempos, nos desesperan, nos prometen un cambio que nunca llegará, nos retienen, nos envejecen y añejan como un buen vino, los cultivadores de perlas están atentos y también son nuestros enemigos.

Nos tienen en la mira y hay que tener cuidado cuando vemos hombres o mujeres con las características de los cultivadores de perlas.

Sabemos que tenemos que cambiar, sabemos que tenemos que luchar, sabemos que debemos levantarnos, que somos particulares, esenciales, que no podemos dejarnos engatusar por el amor una y otra vez, que no podemos dejar que usen la belleza para arrastrarnos de la trompa de acá para allá, que no podemos dejar que nos maten porque nos vamos a extinguir antes que la Tierra y no va a haber futuro para nosotros como no hay futuro para algunas especies que arden en las llamas en los bosques arrasados por el viento de la dimensión humana, de la ambición humana, del hambre de la tiza, del hambre de los papeles, del hambre de las imprentas.

A veces luchamos en los bosques cuando el fuego se derrama y crece como una ola de las grandes en el mar. Volamos hasta ahí y sacamos nuestras espadas de aire caliente y cantamos sudores que traen la lluvia. Eso no alcanza. Tenemos que encontrar una solución. La de la época de las pirámides dijo que teníamos que concentrarnos en la epigenética, que teníamos mariposas con estómagos momificadas a nuestra disposición, que debíamos recuperar las alas, que antes volábamos que no es una metáfora lo del ataúd con nuestras alas transparentes, que no es una metáfora lo del ataúd transparente con nuestras alas opacas, que teníamos alas y estamos destinadas a volver a tenerlas. Que hay que producirlas, hay que trabajarlas, hay que buscarlas, en nuestra generación o en la siguiente porque esa va a ser la libertad de nuestra especie. Ese va a ser el camino de la diferencia. Volar otra vez. Volar de verdad. Estallar en risas desde las alturas, cagar a los que nos jodieron como las palomas y seguir nuestro camino grávido. Y algún día, algún día, algún día tal vez poder llegar más alto, ser una máquina sin serlo, un cohete sin serlo, traspasar la atmósfera, buscar el planeta chico que nos enchispó, la punta de la estrella que dio en el pantano.

Así empezaron las cosas.