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VORACES. Novela. 19.

Cuando abrió los ojos, Gastón vio verde alrededor, era de noche y divisó el parque Interama, con sus luces y juegos funcionando. Casi se desmayó de nuevo cuando notó la velocidad a que iban los pasajeros de la montaña rusa. Vio que más terrenos con verde pasaban delante de su vista. Reconoció la ventana de un vehículo y al girar la cabeza vio que un hombre con una gorra de color rojo y arrugas marcadas en los ojos era el conductor. Tenía la remera manchada de cemento. Lo miró con ojos bondadosos que parecían decir: de la que te salvamos.

—La chica… Vanina digo… ¿qué pasó? ¿dónde está?

El conductor musitó.

—No te preocupes pibe que puede ser que la hayan levantado también.

—¿Levantado? —preguntó Gastón.

El conductor asintió con la cabeza mientras se llevaba la mano a la gorra.

—¿A dónde vamos? —preguntó Gastón.

El conductor no contestó. Gastón ya podía reconocer las calles. Estaban yendo hacia su casa. La ventanilla de Gastón tenía vista hacia la derecha. La mueblería en una esquina. El almacén en otra y luego una hilera de casas bajas. El conductor detuvo el coche. Gastón se quedó mirando hacia arriba.

—¿Cómo puede ser? Esta no es mi casa— le dijo al conductor.

—Casa —respondió el conductor sin mirarlo, y agregó:— Tiempo de apearse.

Gastón abrió la puerta del coche, pisó con cuidado con una pierna por si la tenía lastimada, pero no sintió dolor. Bajó la otra y, con más seguridad, mientras el coche ponía primera y salía disparado como para que no se volviera a subir, volvió a mirar lo que tenía enfrente. El cartel decía:

Cervecería.

La dirección era la misma. El número. La calle. Gastón se dio cuenta de que esa había sido su casa. Pero la habían trabajado los albañiles. ¿Dónde estaría la perra?, pensó. Ahora en lo alto su casa tenía un gran ventanal que daba a una terraza con sillas altas y de asiento pequeño y cuadrado, mesas rectangulares con servilletas y un menú colorido con ofertas. Abajo había una recepción con una escalera que subía a la planta alta. Gastón entró y subió por la escalera. Arriba encontró una barra de metal con varios taburetes, dispensadores de cerveza tirada, y detrás de la barra, cristalerías con varias botellas verdes y azules de bebidas alcohólicas. Gastón pensó que un trago le vendría bien, así que se acercó y se sentó en uno de los taburetes y apoyó uno de los codos en la barra mientras miraba la terraza por encima del hombro. Miró hacia adelante y vio a un hombre, con la cara pálida, una camisa y jeans, que sin moverse lo observaba.

—¿Qué vas a tomar, Juan? —dijo sin acercarse a la barra.

—¿Qué hicieron con mi casa? ¿Y mi perra dónde está? —le preguntó Gastón.

—Deberías preocuparte por la chica.

—También, ¿dónde está?

El barman sonrió y sin adelantar el cuerpo alargó los brazos y apoyó las manos sobre la barra.

—Siempre contás la misma historia, Juan.

—¿Qué Juan? Digo, ¿qué historia? No me llamo Juan, soy Gastón.

El barman seguía con esa sonrisa altiva.

—Que te encontrás con Sara. Que se conocen. Toman un trago acá. La perdés. Vas a la casa. Ahí te enteras que es…

—Un fantasma —susurró Gastón—. Pero esa no es mi historia, yo preguntaba por Vanina, tuvimos un accidente en —Gastón señaló hacia el autódromo, a la vez, notó que el rugido de los motores había cesado—, La gran carrera.

—No conozco a la Gran Carrera, perdón. Tampoco a ningún Gastón. Pero a vos, Juan, sí te conozco. Te gusta pintar. A veces te ponés con nosotros un poco… persistente con algo, como decirlo, pero entendemos que sos una buena persona. Y te escuchamos. Y a mí me gustaría poder entenderte más. Y también entender lo que pasó con tu chica. —El barman señaló las paredes del bar. Habían conservado el retrato de Jimi Hendrix, el de Morrison y en el medio seguía colgada el cuadro que Gastón había pintado.

—¿Con Vanina? Sí, eso quería saber.

El barman seguía con esa sonrisa socarrona.

—¿Vanina? No conocemos a ninguna Vanina. Sara decía, Juan.

—No, no, no, usted está confundiendo las cosas. Yo —Gastón bajó la voz y miró hacia el balcón terraza— cuidaba a unos androides de la empresa Riviera que están en el garaje de ahí —señaló con el índice más allá de la baranda del balcón para remarcar lo que decía—, y esos androides contaban esa historia que usted dice.

El hombre ladeó la cabeza, quitó la mirada de Gastón por un segundo y luego volvió a mirarlo. Los ojos clavados en él parecían brillar.

—Vaya a fijarse.

Gastón sintió un ramalazo de miedo. Bajó la mirada y vio que el barman le había servido una media pinta. Bebió un sorbo y para parecer más decidido hizo sonar el vaso cuando lo posó en la barra. Luego dejó la silla atrás y avanzó con paso decidido hacia el balcón terraza. Primero apoyó las manos en la baranda del balcón, luego sintió que las piernas se le vencían, que iba a caerse. Decidió sentarse en uno de los bancos. Apoyó los codos en la mesa y se quedó mirando.

Enfrente ya no había más casas irregulares como antes. Lo que se veía era una pared que superaba en altura al balcón. Pero no se podía ver con qué elemento estaba construida la pared, que más bien era un muro que le tapaba la visión. ¿Otra fábrica?, pensó Gastón. ¿La van a inaugurar? Veía que la pared estaba totalmente cubierta por una lona negra que parecía un telón. Eso evitaba que se viera qué había sido del garaje con los contenedores y de las casas de los demás vecinos. Por la calle, los coches anticuados y los más modernos seguían su lenta ronda. Gastón miró hacia el final de la calle y le pareció ver una figura blanca, detrás de un árbol que nunca había visto en su cuadra. Le pareció como que la figura se había asomado y se había escondido. Pero no estaba seguro. Se dio vuelta, pensando que tenía que llamar a su perra a ver si aparecía. Pero no podía procesarlo todo junto, iba a preguntarle a ese barman qué era lo que había pasado con su cuadra. Miró hacia la barra pero estaba vacía. No había nadie detrás. El vaso de cerveza había quedado, así que se tomó lo que quedaba antes de animarse a descender.

Bajó los escalones, rápido, casi resbala en uno y cae, y salió al exterior. Todo seguía igual, al bajar del coche no había mirado hacia enfrente. No había visto esa lona enorme. No era uniforme. En los lugares en que se juntaba con los otros pedazos que tapaban lo que había detrás el viento se metía y Gastón pudo ver que era una pared de cemento. Pensó que Riviera había crecido, habían instalado otra planta ahí. Tal vez le habían puesto una cervecería en su casa para que estuviera más cómodo. ¿Quién sabe ahora cuántas réplicas habría? ¿De quiénes serían? Espero que se hiciera un hueco entre los coches que pasaban uno tras otro y cruzó.

Al pisar el cordón notó que no había zanja, no corría ningún agua por el desaguadero. Iba a acercarse para ver si podía descorrer una parte de la lona en el lugar donde estaba la entrada del garaje cuando unas palomas volaron (eran palomas pensó Gastón, ¿o serían los drones de su vecino revoltoso?) Vio que iban hacia el árbol. Y ahí cerca del árbol estaba la figura de una chica con un vestido blanco. Hierática, parecía esperarlo. Gastón miró hacia su casa, la cervecería mejor dicho, bajó los hombros y ubicó sus manos en los bolsillos. 

Caminó lentamente hacia la esquina. Mientras se acercaba iba notando que la chica parecía ser Vanina. Eso lo animó y sacó las manos de los bolsillos para caminar más rápido. Debía ser una broma muy cara todo eso, pensó Gastón. Pero Riviera debía tener los recursos para hacerla y no parecía una broma, él sentía que debía encontrarse con Vanina. Que lo estaba esperando.

Se detuvo cerca. La figura estaba demasiado quieta. Él había esperado que como en las películas ella se hubiera acercado hacia él, pero seguía ahí como atrapada por las sombras de aquel árbol. Vio que pestañeaba. Tenía las pecas pero se veían un poco menos, parecía estar un poco bronceada o se veía que se había maquillado. Por lo menos tenía una semi sonrisa. Gastón suspiró.

—¿Vanina? —preguntó.

La chica no respondió.

En ese momento la lona cedió. Retazo a retazo, desde los que estaban al principio de la cuadra hasta los que terminaban en el reencuentro de Juan y Sara estuvieron en el suelo. Sólo quedó el último retazo de lona para que no se cayera encima de la pareja. Juan no veía a otra cosa que a Sara. Pero el niño de los drones los había recuperado del poder de su padre y los estaba haciendo sobrevolar por la zona.

Uno registró que más allá de esa pareja que se reencontraba en una esquina para empezar una nueva historia, lo que la lona ocultaba era un muro de cemento. Y el muro de cemento quedaba dividido por una gran entrada con rejas altas negras, cerradas, y más arriba todavía, se podían ver un grupo de pequeñas casas de cemento y luego un retazo verde con muchas pero muchas cruces.

Juan avanzó, dubitativo, hacia la chica vestida de blanco.

Fin.

Música para acompañar el final:

VORACES. Novela. 18.

Vanina empujó a los demás pasajeros, que empezaban a despertar de ese sueño compartido que parecía flotar por el interior del vehículo y llegó hasta Gastón.

—Nos está llevando a la Gran Carrera.

Gastón caminó hasta el conductor y lo enfrentó.

—No queremos ir a la Gran Carrera.

El colectivero lo miró, no contestó y pisó el acelerador más fuerte.

Gastón volvió, empujando a personas que vitoreaban y otras que se quejaban, y llegó hasta Vanina.

—Mejor que te agarres fuerte.

Para entender esta parte de mi relato de las circunstancias que rodearon lo que algunos de nosotros vemos como el despertar de nuestra mente, el inicio de nuestra especie androide, debo describir antes cómo eran los vehículos de esa época. Si bien todos estamos al tanto de cómo eran esas latas gigantes llamadas colectivos o autobuses, se nos hace difícil visualizar, sin mover varios recursos que nos dejan sin energía habitualmente para otras tareas más importantes, cómo el pensar en por qué hay algo en vez de nada en el universo, tareas que han quedado irresueltas por nuestros antepasados y por los humanos. Por lo tanto, dejo en claro que los vehículos en aquella época no son como en esta, esferas rodantes, continentes de nosotros, sino que había una mezcla de modelos anticuados para esa época, como las camionetas que eran una especie de grandes carretas poco ergonómicas con cuatro ruedas y otros vehículos, más modernos, y menos ergonómicos todavía pero más útiles al tipo de vida que se llevaba en ellos, que eran rectángulos verticales con ruedas, algunos incluso con escaleras internas, como para poder cumplir con las necesidades de una vida trasladada del interior de un hogar a otro con ruedas. Nuestros vehículos actuales, que son capaces de rebotar entre ruinas sin que nosotros suframos ningún daño, e incluso colisionar y salir indemnes, no tienen punto en común con la mezcla de vehículos que vamos a encontrar hacia dónde se dirigen Gastón y Vanina.

Estaban bien aferrados a las arandelas cuando entraron al autódromo municipal. Así y todo la aceleración brusca que dio el conductor para meterse a través de la entrada y encontrar un hueco entre los vehículos que ya estaban en esa ronda veloz, arrojó a varios pasajeros hacia una punta u otra del colectivo. El conductor supo encontrar el hueco entre una camioneta y uno de esos vehículos rectangulares. Ahí tuvo que acelerar para evitar colisionar con la camioneta, que quedó atrás. Enseguida aparecieron dos coches más que superaron en velocidad al colectivo y a los otros dos autos. El conductor aceleró. Los pasajeros, ya aferrados a las arandelas y a los apoyamanos de los asientos, miraban hacia adelante, a la pista. Algunos pegaban gritos emocionados y otros de terror. Gastón y Vanina no hacían ninguna de las dos cosas. Maldecían cada tanto y trataban de aferrarse con fuerza para no terminar en el fondo del vehículo. El conductor aceleró de nuevo para pasar a otro coche en la curva. Dos ruedas del colectivo se levantaron del pavimento y Gastón y Vanina se vieron expulsados hacia los asientos a los que antes les daban la espalda. Al girar por la velocidad, vieron como otros coches pasaban más rápido por esas ventanas. Cuando al colectivo no le quedó otra que quedarse detrás de una de las camionetas anticuadas, Gastón abrazó a Vanina.

—Nunca entendí por qué le llaman la Gran Carrera si no hay premios ni nada.

—No es una carrera —contestó Vanina.

—Es para mantener la adrenalina a un nivel aceptable. Las vidas en esos coches afectan la química del cerebro. O también puede ser para bajar la oxitocina. Parece que la empatía puede ser un impedimento. Si hay demasiada, quieren salir de esas carcasas para buscar pares. Eso genera conflictos familiares.

—Debe ser por eso —dijo Vanina. Y pegó un grito porque el conductor había vuelto a acelerar en otra curva. Cuando las dos ruedas del colectivo chocaron otra vez contra el suelo y el vehículo zigzagueó. Vanina miró a Gastón.

—Por si pasa algo, me alegra haberte conocido.

—No son momentos para pensar en eso— dijo Gastón mientras se le escapaba un grito a la vez. El colectivo seguía zigzagueando para dejar atrás a uno de los vehículos rectangulares—. Por las dudas: a mí también me alegra. Estaba esperando que llegara algo definitivo a mi vida. Y uno no siempre obtiene lo que quiere, pero conocerte me hizo bien.

Con rapidez, y calculando el arranque para no golpearse la cabeza contra la de Gastón, Vanina alargó su cuello con ímpetu y lo besó. Fue un segundo donde la velocidad mayor del colectivo y un nuevo sacudón los alejó. Vanina salió disparada hacia atrás del vehículo y Gastón terminó en los regazos de dos monjas que iban santiguándose detrás de él. Cerró los ojos porque el movimiento lo había mareado. Al abrirlos vio que las monjas parecían gemelas, o debía ser alguna alucinación fruto de la adrenalina, el estrés y la velocidad. En ese momento, como si hubiera recuperado las fuerzas, Gastón se vio expulsado de golpe. Hasta que dio contra el costado opuesto del colectivo y logró agarrarse de las arandelas otra vez. Vanina seguía en el suelo, en el fondo, cerca de la portezuela. Gastón miró hacia atrás y vio cómo dos coches, uno rectangular y el otro anticuado, chocaban. Uno giró a más velocidad hasta que lo perdió de vista. En ese momento el colectivo se vio impulsado a más velocidad hacia adelante y chocó contra dos camionetas anticuadas. Las camionetas salieron expulsadas una para cada lado y el colectivo se ladeó. Miró a Vanina que seguía en el suelo cerca de la puerta aferrada a las piernas de una pareja que viajaba en los asientos del fondo. Luego el colectivo cayó hacia ese costado. Gastón vio como el pasajero que estaba sentado se golpeaba la cabeza contra la ventana de manera brutal. Luego Gastón perdió el conocimiento. En ese estado, seguía sintiendo que cada tanto golpeaban el chasis del colectivo. El colectivo temblaba como si otros coches le dieran de refilón. Cuando abrió los ojos le pareció ver a un hombre con ropa de trabajo, un albañil que le tendía la mano. Luego, volvió a desmayarse.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Novela. 17.

Estaban un poco excitados y sudados de tanto romper computadoras. Hacerlo les daba un placer particular, como si se estuvieran desquitando de haber escuchado la misma historia, o como si fueran chicos que revolean un libro aburrido porque no lo quieren leer más. Pronto, todos los caminantes estaban con los ojos clavados en el suelo y detenidos. La única que seguía yendo y viniendo era la chica de pelo largo lacio negro.

—¿Y ahora qué hacemos?— preguntó Gastón.

—¿Sacarla de acá?

Vanina caminó hasta la chica mientras Gastón se quedaba con una mano apoyada en el escritorio observando la pantalla de la computadora. Vanina estiró la mano y tomó la de la chica y en ese momento Gastón vio cómo las letras del texto que estaban en la pantalla giraban. Iban escribiendo Resulta que en una noche lluviosa.

Vanina ya venía trayendo a la chica de pelo lacio de la mano cuando escuchó que la voz en vez de repetir la historia de los leñadores contó desde el principio la del pintor y la chica de vestido blanco. Se dio vuelta, miró mal a la chica, y la empujó. La chica cayó al piso y se quedó ahí contando la historia ovillada con la mejilla pegada al suelo.

—Bueno —dijo Gastón—, ahora no podemos hacer nada más. Ni sabemos qué estamos haciendo. ¿Vos creías que esto iba a hacer que el vagabundo deje de escribir siempre lo mismo?

—Y lógica tiene— dijo Vanina.

—Hace rato que no veo ninguna lógica en las cosas que pasan —dijo Gastón.

—Es según como uno lo mire— le contestó Vanina y agregó: —pero, sí, no podemos hacer nada. No la podemos tocar a esta.

Miró hacia el suelo.

—Parece una programadora —dijo Gastón.

—Pobre gente.

—Pobre nosotros que tuvimos que hacer ese trabajo ingrato.

—Sí, pero estos zombis…

—Sí, parecen zombis.

Los dos se rieron. En ese momento las luces de todos los edificios de la zona se encendieron a la vez. De repente, el cielo más allá del gran ventanal parecía una mancha amarilla.

Cuando bajaron por la escalera y esperaban que se abriera el ascensor, Gastón recordó al robot de Maradona. No lo había visto al descender por las escaleras. Se dio vuelta y la pelota terminó de rodar hacia él y se quedó quieta en su pie. Gastón buscó al androide con la vista pero no estaba por ningún lado. Pensó en si lo habrían afectado al tocar las computadoras y en si ahora andaría por otras plantas de ese edificio.

En la calle no había un alma y las luces de los edificios se habían vuelto a apagar.

—Volvamos a mi casa— dijo y lo besó.

Gastón la abrazó. Vanina lo tomó de la mano y Gastón la siguió. Volvieron a la casa y fueron directo al dormitorio bajo la mirada desatenta de la Y-700b. En un momento mientras estaban desnudos Gastón miró a la Y-700b y le dijo a Vanina que le molestaba que estuviera mirando. Vanina apretó la boca, se incorporó y le tiró una sábana en la cabeza a la Y. Amaneció. Vanina dijo que iba a preparar un café con leche.

—No se puede vivir a café con leche —dijo Gastón.

—Demasiado que te alimento —contestó Vanina con una sonrisa.

Gastón estaba tomando el café y recordó a su perra y que su casa había quedado sola.

—Tengo que volver. No puedo dejar la casa sola.

—¿No suena peligroso?

—Y sí.

—Yo te acompaño.

—¿Te parece?

—Sí, solo no vas a ir ahí.

Gastón asintió lentamente con la cabeza y sonrió.

Esperaron al colectivo, los dos tenían los ojos enrojecidos por la noche anterior, tanto romper computadoras. El colectivo apareció, lo detuvieron y subieron. Había bastante gente, como el día anterior, pero esta vez parecían todos dormidos y cansados. Nadie miraba a nadie. Se agarraron de la arandela y el colectivo tomó 25 de Mayo. Ellos también se adormecieron mientras eran mecidos por el andar lento del vehículo. Vanina abrió un ojo y miró por las ventanas del colectivo. Había pasado ya por la cuadra en que tenía que doblar para llegar al garaje, o lo que quedaba pensó Vanina, de Riviera. Le dio un codazo a Gastón. Que abrió los ojos de golpe. Antes ya había escuchado ese rumor de motores a lo lejos. Pero esta vez no tan lejos. Vanina se acercó al colectivero y le preguntó adónde se dirigía. El hombre farfulló sin abrir la boca del todo.

—Hoy es el día de la Gran Carrera.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Novela. 16.

Los teclados de algunas notebooks eran rojos. De otras azules y esas luces eran las que, en conjunto, iluminaban la planta. No se veía a ninguna persona. Todos los asientos estaban vacíos. Las pantallas de las notebook tenían inscripciones en verde con un fondo negro. Debía haber unas treinta y cinco. Se acercaron a la del medio de la primera fila y leyeron lo que decía. Resulta que… Era la historia que repetían los X y la Y.

—¿Todas dirán lo mismo?— preguntó Gastón.

—Y, no sería raro… — dijo Vanina.

Empezaron a revisar una por una. Escucharon una especie de murmullo, como si alguien estuviera hablando en otra habitación. Salieron de una de las filas y se detuvieron, apoyándose en la pared y mirando hacia donde parecía crecer el murmullo. Era hacia los ventanales. La planta parecía formar una T que se ampliaba en dos pasillos cerca de los ventanales. 

Del pasillo izquierdo apareció una figura que caminaba con pasos destartalados en línea recta. Del pasillo derecho apareció otra que caminaba igual. Escucharon lo que decían. Repetían la historia de los androides. La pregunta que los asaltó era, ¿eran androides o programadores? Los androides no caminaban y si lo hicieran su anatomía no predecía tanta torpeza.

—Deben ser los programadores— dijo Gastón.

En ese momento apareció otra figura, una chica esta vez, caminando más rápido en línea recta desde la derecha. De la izquierda apareció otro varón caminando en línea recta a la misma velocidad que la chica. Como parecían inofensivos se acercaron con cuidado. Los caminantes tenían la vista clavada a lo lejos y repetían esa historia como si fuera un salmo. Cuando llegaron al final de la pared miraron hacia el fondo del pasillo de la derecha. Había como diez que caminaban en línea recta y luego volvían, sin llegar a cruzar el pasillo hacia donde habían arrancado. Giraban en redondo y, repitiendo la narración de Juan y Sara, iban y venían. Entre todos creaban una especie de murmullo sincronizado. Se pusieron en la fila, sin que pareciera notarlo ninguno de los caminantes, y fueron siguiéndolos al mismo paso hacia el pasillo izquierdo. Estaban por entrar a ese pasillo cuando se cruzó por el medio de ellos una mujer alta y de pelo lacio negro. El murmullo desentonaba con los otros. La siguieron para tratar de escuchar lo que decía.

Resulta que en un bosque vivía una pareja de leñadores. Eran ancianos que apenas ya tenían fuerza para hacer su trabajo. Y estaban solos y se lamentaban el no haber podido tener una hija. Un día la mujer le dijo al hombre que juntos talarían el último árbol. Así que fueron con sendas hachas y cada uno dio un golpe a una encina vieja hasta que el árbol se vino abajo. En el hueco del árbol encontraron una caja y adentro de la caja un tocadiscos con un elepé girando. El leñador anciano empujó la aguja y escucharon enseguida el murmullo que las hojas hacían cuando el viento pasaba por ese árbol. Ellos podían distinguir el sonido de cada árbol. Se les cayó a cada uno una lágrima y mientras miraban como giraba el elepé negro, vieron que empezaba a girar todo a su alrededor. De repente, de entre una mata de arbustos salió una niña. Vestía muy distinto a los leñadores, con ropas ajustadas y que brillaban y que ellos no sabían describir. Pero estaba perdida. Y lo leñadores la llevaron a su casa y la hicieron su hija. Así Juan y Sara fueron felices.

Cuando terminó de contar el cuento la chica que iba caminando, ya la habían seguido durante dos vueltas por el pasillo. Mientras no dejaban de seguirla, uno a cada lado, Vanina dijo:

—Esta historia termina mucho mejor que la otra.

—Sí, es más alegre— contestó Gastón.

—Y más original…

—Algo así…

Los demás seguían contando la historia de los androides. Como eran más, había que aguzar mucho el oído, o ponerse a la par, para escuchar la historia que contaba la chica de pelo largo lacio.

Vanina señaló hacia las notebooks anticuadas.

—Parece como que son transmisores las compus esas y estos… la reciben. Son receptores. Alguna debe estar transmitiendo la historia de los leñadores.

Gastón se la quedó mirando.

—¿Y?

—No sería bueno hacer algo para que no repitan más esa historia los demás. Digo la historia de la que estamos hartos.

—Pero no sabemos si son androides. Es más, están como en un trance.

Gastón se ubicó delante de uno que se detuvo, dio dos pasos hacia un costado, reanudó la historia y siguió caminando en línea recta.

—No los podemos tocar. No sabemos qué son.

—Pero sí podemos tocar las computadoras.

Los dos asintieron con la cabeza. Caminaron hasta la primera notebook de la fila que estaba detrás de ellos y se volvieron a mirar. Gastón repasó las manos por el teclado mientras Vanina hacía lo mismo con la siguiente. El texto, que en esas dos era el de la mayoría de las notebook, la consabida historia del cementerio, no cambiaba.

—¿No será mejor que encontremos la que tiene el texto de los leñadores?

—Es más rápido ir desechando las que no son. Ya lo vamos a encontrar— dijo Vanina mientras arrojaba la notebook contra la pared.

Al hacerlo uno de los caminantes se detuvo. Gastón tomó otra y la arrojó. Una caminante giró en redondo y se detuvo, mirando hacia ellos, bajó los hombros y se quedó mirando el suelo. Siguieron así, iban chequeando el texto y arrojaban las notebooks para un lado y el otro, estrellándolas contra las paredes y el piso del lugar. Más o menos en la fila cinco, encontraron en la mitad la computadora que tenía el texto de los leñadores. La saltearon y siguieron destruyendo todas las demás. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. NOVELA. 15.

Entre los dos ubicaron a la Y-700b acostada a lo largo del sofá. Vanina levantó sus piernas y fue poniéndole el vestido blanco. Una vez que hubo terminado le pidió ayuda a Gastón para sentar a la Y-700b en la silla que estaba frente a la ventana al lado de la puerta principal.

Una vez que la Y quedó exactamente igual a cómo estaba sentada en el contenedor pero con el vestido blanco, los dos se alejaron un poco y la observaron. Parecía que había recuperado su altiva serenidad. Y Vanina, notó Gastón cuando la miró, su ira. Chasqueó los dedos. La Y-700b dijo:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco.

Vanina chasqueó una vez los dedos y preguntó:

—¿Lugar de ensamblaje?

Por un momento, la Y siguió de perfil, y Vanina estaba por probar otra pregunta cuando el maxilar inferior del androide descendió suavemente. Una voz cavernosa dijo:

—Fier 3550. Piso 132.

Gastón repitió mentalmente el número.

—Es acá cerca, a unas cuadras —dijo Vanina con alivio.

—Nunca me imaginé— dijo Gastón rascándose la barba—, que Riviera podría estar en el centro de Lanús.

—Algo de eso yo había escuchado —dijo Vanina.

—Dadas las circunstancias, ¿no te parece un poco peligroso ir ahí? ¿Qué les vamos a decir?

—No hay ninguna ética en lo que hicieron. Está mal, hay que hacer algo —dijo, no muy firmemente, Vanina.

Gastón miró hacia otro lado y luego contestó:

—La verdad que sí, eso de andar robando canciones de los demás. Y enviarnos unidades dañadas para experimentar con nosotros, ¿no? Está mal…

—Sí —dijo Vanina, mientras miraba con lástima a la Y recién vestida.

—Esa voz horrible que sonó recién, será la del… ¿programador?

—No tengo idea. Habrá sido sepulturero o algo así antes si anda cargando esas historias en androides. Un pelotudo importante.

—Y es como desperdiciar el avance tecnológico pero quizá pensó que esa historia sería reformulada rápidamente.

—Debió probarlos bien antes. Mi novio, digo ex novio, pudo haberme dejado por las consecuencias psicológicas de tener que escuchar la misma historia todos los días. ¿No es aberrante?

—La verdad que sí. Yo venía bien, esperaba una máquina que había pedido por Ebay y me tenía preocupado eso, pero desde que llegaron los androides mi tristeza fue en aumento… Además, hay cosas raras, que ya no creo que sean casualidades y me preocupan, por ejemplo: mi vecino desapareció. El día anterior hizo un fuego enorme. No lo volví a ver más.

—Tengo hambre.

—Yo también. Un café con leche estaría bien.

Luego de tomar esas bebidas acompañadas de unas tostadas de arroz y mermelada orgánica de mora, salieron a la calle. Las luces del alumbrado público estaban prendidas, pero los carteles de los negocios de la planta baja de los edificios estaban apagados. Mirando más allá de los cables de alta tensión todas las ventanas de los edificios estaban oscuras. Gastón salió caminando para el lugar donde el colectivo los había dejado pero Vanina le indicó que era para el otro lado. Caminaron dos cuadras por esa calle de edificios altos y oscuros y Vanina dobló en Fier. De vez en cuando pasaban coches a lenta velocidad. Los miraban con añoranza como si fueran pequeños hogares móviles, donde podrían estar festejando cumpleaños, despidiendo las cenizas de algún antepasado antes de dejarlas volar por las ventanas de los techos, concibiendo otras personas, estudiando. Toda la vida que no veían afuera estaba contenida en esos pedazos de metal rodantes. El cielo era una franja angosta y negra. Los edificios eran más altos en Fier.

Gastón se iba fijando la altura hasta que Vanina se adelantó dando unos saltitos y luego subió los tres escalones que daban a la recepción del edificio. Gastón se acercó y con los hombros juntos leyeron la placa con los números de los apartamentos. Buscaron el 132 y Vanina pulsó el timbre. La recepción del edificio estaba en penumbras, era alumbrada solo por un velador rectangular que emitía un leve resplandor cremoso. Resonó una voz metálica, monótona, a través de los altavoces.

—¿Quién es?

Los dos contestaron, torpemente, casi al unísono como los androides que cuidaban:

—Vanina y Gastón.

Se escuchó una especie de zumbido y la puerta se abrió. Caminaron hasta el ascensor, que estaba con la puerta abierta. Era iluminado por el panel que contenía los números de los pisos. Los bordes de cada pulsador con los números tenían un resplandor azul frío. Gastón tocó el 132. La puerta del ascensor se cerró. Las luces se apagaron. Apenas llegaron a sentir el mareo de la subida cuando se volvió a abrir. Lo que tenían delante era una especie de loft vacío con grandes ventanales por los que entraba la luz verdosa de un cartel publicitario de un edificio de enfrente. Cerca de uno de los ventanales había una figura que se recortaba. Desde lejos, por la luz verdosa, parecía un actor que estuvieran filmando con fondo verde. Los bordes de esa figura humana se desprendían del fondo por esa luz, dando la sensación de que era un cartel. Pero tenía volumen. Y estaba repicando una pelota. Haciendo jueguito. El pelo era enrulado. Se fueron acercando, mientras Gastón sentía que algo le tiraba del estómago y su cabeza se llenaba de sangre. Se detuvo enfrente del robot y lo miró.

—¿Es un poco triste, no?— le dijo a Vanina.

—¿Es Maradona?— preguntó ella.

—Sí, es el Diego.

El androide iba a repicar eternamente esa pelota. Estaba vestido con la camiseta de Boca, amarilla y azul y tenía el pantalón corto negro, lo que les decía que nuestros antepasados programadores debían ser de ese equipo.

Estuvieron mirando el perfil de esa figura. Arriba de los ventanales, hacia la derecha de la figura, estaba escrito en letras doradas y metálicas, Impresoras Riviera. El rostro de la réplica de Maradona apuntaba hacia unas escaleras que parecían dar a un piso superior. Caminaron en línea recta y las subieron, tocando los pasamanos porque la iluminación rojiza recién comenzaba a iluminar la escalera en los últimos escalones. Dieron con una amplia planta, parecida a la anterior, pero repleta de filas con notebooks anticuadas. 

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 14.

Cuando, desnudos, se destrenzaron, los dos se quedaron mirando el cielo raso como si no comprendieran bien qué había ocurrido. Ella había olvidado lo que habían ido a hacer a su casa. Y él había olvidado por qué la había acompañado. Se sentían resguardados de lo que fuera que estuviera ocurriendo afuera. De repente, la radio ubicada en la sala de estar de la casa comenzó a sonar sola. Se escuchó a un locutor:

Y ahora, pasemos a una canción que está subiendo en los rankings de nuestros oyentes.

A Gastón no le costó reconocer los acordes. Más le costó comprender qué voz era la que repetía las letras de la canción que él había compuesto y que le había cantado a las cuatro réplicas. Se levantó de un salto de la cama y caminó hasta la sala de estar.

Se quedó escuchando la canción. No lo pudo tolerar y tocó el dial para cambiar de frecuencia. Pasó por varios locutores hasta que dio con otra canción. Suspiró de alivió. Hasta que se dio cuenta que era una versión electrónica de la canción que había compuesto él. Con la misma letra.

—Es muy linda. ¿De qué banda es?

Miró a Vanina.

—Es la canción que te dije que toqué yo. A los androides.

—¿Pero de dónde la sacaste?

—La compuse yo.

—Ah, es muy linda, Gastón.

—Gracias.

—¿Cuánto hace que la pasan en la radio?

—Nunca la grabé ni nada, Vanina. No soy músico. Esto no puede ser. Todo esto no puede ser.

La sonrisa de Vanina se desarmó. Miró hacia la puerta trasera que habían dejado abierta. Y luego hacia el suelo, dándole el perfil a Gastón.

—Hay que sacarla de ahí.

Vanina sostuvo las manos y Gastón los pies de la Y-700b que se combó hacia abajo cuando la levantaron. Mientras la llevaban, viendo el peso (debía pesar la mitad que una persona, pero así y todo pesaba) Gastón preguntó:

—Me querés decir cómo la trajiste hasta acá, ¿sola? ¿En colectivo?

Vanina negó con la cabeza.

Le contó que, después de que su ex novio la dejara, fue a visitarlas y no pudo aguantar ver a la Y-700 que quedó completa, con esa serenidad y arrogancia en el semblante. La arrastró de un brazo, la bajó de la escalerilla del contenedor y de ahí hasta la puerta de la calle. No pensó en las microcámaras ni en otra cosa. Abrió la puerta y pensaba en seguir arrastrándola así por el medio de la calle. Un auto se detuvo y bajó una mujer con el pelo rapado a los costados y una musculosa. Era grandota. Le preguntó si necesitaba ayuda y la misma mujer metió a la Y-700 en el baúl del coche y cerró el baúl. Vanina pensó que habían comprendido la situación en Riviera y que habían mandado alguien a ayudarla. Pero la mujer había dicho:

—A tu casa, ¿no? A nadie le gusta tener un maniquí parecido a uno mismo.

—¿Maniquí?— repitió Vanina.

La mujer la miró con comprensión y asintió.

Vanina sintió más ira porque no eran empleados de Riviera, si no una mujer de las que rondaban con los coches por esas cuadras.

—A mi casa, sí.

Cuando llegó la arrastró ella misma por el camino de entrada y una vez que la Y-700b estuvo dentro de la casa, fue peor. No aguantaba verla ahí. Tenía la expresión que ella había tenido tantas veces cuando se sentaba en el sofá con su novio. Esa tranquilidad. Era intolerable. Entonces vio al cofre y supo lo que tenía que hacer.

—Pero ahora me siento muy culpable —concluyó Vanina. —Yo estoy bien y ella…

Caminó hasta el dormitorio, entró, Gastón escuchó que un armario se abría y un roce de telas. Vanina volvió con una sonrisa triste. En sus manos descansaba un vestido blanco.

—El repartidor dijo que era para mí. Pensé que era un regalo de los de Riviera

.—Te entiendo— dijo Gastón.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 13.

Vanina estaba esperando en la parada de colectivo de la esquina que no tenía ninguna señal. Apenas llegó Gastón apareció el colectivo, que venía bastante lleno. Arrancó por 25 de Mayo hacia el centro de Lanús. Se agarraron de las arandelas que colgaban del techo, Vanina mucho más seria y preocupada que Gastón, al que no dejaba de parecerle una especie de excursión lo que estaban haciendo. Estaba cansado de pasarla con los androides o en esa casa todo el tiempo. Nunca tenía motivos para tomar un colectivo así que le parecía extraño volver a estar encima de uno. Vanina tenía el ceño fruncido. Debía estar pensando en su ex novio, pensó Gastón. Él miraba para todos lados. Le llamaba bastante la atención cómo había cambiado la zona céntrica de Lanús. Había edificios altos por todos lados, mezclados con fábricas y negocios antiguos. Las calles estaban bastante deshechas por lo que el colectivo cada tanto daba una sacudida y varias veces se rozaron los hombros los dos. Bajaron y Vanina ya tenía las llaves en la mano. Pasaron por delante de dos edificios que tenían pantallas planas con vigiladores. Las miradas de los vigiladores los siguieron.

La casa donde vivía Vanina era una antigua, con un jardín delantero dividido por un sendero que tenía plantas suculentas de un lado y del otro hortensias azules. Ella abrió la puerta y Gastón la siguió por una sala de estar amplia iluminada por la luz amarillenta que entraba por la ventana que daba al jardín. En ese trayecto el sol terminó de ocultarse en el horizonte y las luces del jardín se encendieron. Gastón se quedó pensando en qué lugar del jardín habría enterrado Vanina a la Y-700. Luego se distrajo constatando lo encajonado que estaba ese jardín entre tantos edificios altos. Lo extraño era que las luces de los balcones y las ventanas estaban todas apagadas. Vanina volvió con una pala que sacó de un cuarto y lo guió hasta debajo de la copa de un pino enano. A pesar de las sombras que generaba el pino, Gastón distinguió que la tierra estaba removida. Vanina lo apartó y clavó la pala. Gastón le tocó el hombro y le hizo una seña de que él se encargaba. Se sintió extraño al clavar la pala en la tierra. Como si fuera cómplice de un crimen que jamás había cometido. Pensó que la habría enterrado en la superficie pero el montón de tierra fue creciendo y Gastón sudando cada vez más. Al final, la punta de la pala chocó contra una madera. Gastón miró a Vanina con aprensión esperando un permiso para continuar, como si lo que estuviera enterrado ahí fuera alguna mascota muy querida. La mirada al borde del llanto de Vanina sugería que para ella era eso o incluso algo más. Gastón se arrodilló y con las manos encontró una soga que sobresalía de la tapa.

—¿Qué es esto?— preguntó.

—Un cofre que antes usaba de banco.

Gastón asintió y levantó la tapa. Del cofre, contrario a lo esperable, salió un aire fresco, casi helado. Gastón se incorporó y dejó que Vanina se adelantara, como si fuera a reconocer lo que estaba en la caja. Vio que los hombros de Vanina descendían, se mecía un poco como si se fuera a desmayar y luego se llevaba las manos a la cara. Se volteó y con lágrimas en los ojos le dijo:

—No sé cómo pude hacer esto. Tan abandonada. Encerrada ahí. Parece tan triste.

Gastón se acercó a observar lo que había adentro del cofre. La Y-700b estaba en las mismas condiciones en que la había visto por última vez. Sin embargo, por las sombras del follaje del pino que caían sobre su rostro, daba la impresión de que tuviera la boca apretada y que esa semi sonrisa que tenían se había diluido. Sin embargo, la Y-700b para él no parecía triste. Si uno no miraba la boca, el resto del semblante, con los ojos abiertos y las pecas, daba la misma impresión de altiva serenidad de antes. Así y todo a Gastón le pareció que debía abrazar a Vanina. Lo hizo. Vanina le apoyó la cabeza en los hombros y lloriqueó. Luego, rebuscó con su boca la de Gastón. Comenzó a besarlo y Gastón la abrazó más. Ella bajó sus manos, la metió por debajo de su cinturón y siguieron besándose. Tomó las manos de Gastón y lo guio hacia la puerta trasera de la casa. La Y-700b quedó en el cofre, la luz de la luna hacía brillar sus ojos claros. Vanina se arrojó encima de él en la cama. Se siguieron besando mientras se iban quitando las ropas.

por Adrián Gastón Fares.

Voraces. Nueva novela. 12.

Vanina se lo quedó mirando sin contestar, se dio vuelta, como agotada.

—Esperá, dijo Gastón, vos querés decir que de alguna manera le hicieron escribir eso al vagabundo. O que los de Riviera lo ubicaron en ese lugar y le dieron esa hoja y vos se la pediste y decía eso—. Gastón señaló el papel.

Vanina hizo un bollo con el papel y lo arrojó a un costado.

—No es esto solo. ¡Te quería mostrar esto para que veas las cosas!

—¿Qué cosas?

Vanina se largó a llorar. Gastón no sabía qué hacer. Luego se calmó y dijo:

—Yo estaba de novia antes de que empezara todo esto—. Gastón sintió algo contradictorio. Por un lado un rayo de esperanza y por otro el embarazo de no saber qué contestar.

—¿Y te dejó? Pero esas cosas pasan…

—No fue el tema que me dejó, sino cómo lo hizo. Estaba todo bien, nunca peleábamos ni nada, y de repente de un día para el otro se convirtió en otra persona.

—¿Cómo que en otra persona?

—Sí, me llevó a cenar y, fríamente, sin poder articular otras palabras, me dijo que: Debía dejarme.

—Fue una manera de decir. Seguramente conoció a otra chica—. Gastón se dio cuenta de que había metido la pata.

Vanina lo miró con odio.

—Es imposible.

—¿Y qué es posible para vos entonces?

—Desde que llegaron estos mamotretos todo cambió, ¿no te das cuenta?

—Pero nos eligieron para eso, los de Riviera, es algo importante, ¿no te pareció?

—¿Riviera? La busqué por todos lados pero no hay información de contacto.

En ese momento se escuchó un gran estruendo. El contenedor vibró. Gastón y Vanina hicieron silencio. Volvió a repetirse el estruendo. Esta vez empezó a entrar polvo por las rendijas del ventilador. Se empezaron a ahogar. Tuvieron que salir del contenedor. Afuera había un gran agujero en una de las paredes del garaje. Parte del cemento del cielo raso se desprendió y cayó cerca de Gastón y Vanina. Caminaron rápido hacia la puerta y al darse vuelta vieron que la bola de demolición volvía a atacar al garaje. La pared seguía desmoronándose. Una nube de polvo avanzó hacia ellos cuando lograron abrir la puerta y salir al exterior. Lo primero que vieron afuera fue a la cara sonriente de la vendedora de copos de algodón, luego escucharon por arriba del estruendo que volvía a generar la grúa de demolición al golpear las paredes del garaje, dos bocinazos que daba la mujer mientras los seguía mirando sonriendo y pedaleaba en zig zag por la calle. Miraron hacia los costados y vieron a muchos albañiles. Habían ubicado andamios en toda la cuadra. Estaban tapando los garajes con ladrillos. Caminaron hasta la esquina y al doblar vieron a la topadora que estaba derrumbando el techo del garaje. Uno de los vecinos de esa cuadra se metía con una mochila en el coche y se unía a la fila de vehículos que avanzaban hacia la avenida. Volvieron al garaje. Gastón le preguntó a uno de los albañiles.

—¿Qué están haciendo?

—Estamos construyendo— le contestó con una sonrisa.

—¿Qué cosa?

Lo siguió mirando con la sonrisa. Le dio vuelta la cara y siguió mirando al compañero que ubicaba los ladrillos. Hacia el final de la cuadra la nueva pared levantada, de bloques de cemento, ya tenía una altura que superaba la de la casa de Gastón, que era de dos pisos. Vanina miró hacia el vagabundo y caminó hacia él. Gastón la siguió. El hombre seguía con la cabeza baja escribiendo en el centro de un círculo de botellas tiradas, diarios retorcidos y mantas. Gastón le preguntó si podía ver qué estaba escribiendo. El hombre le devolvió una mirada perdida y no pareció entenderlo. Vanina le quitó de la mano el cuaderno y pasó las páginas. Gastón adelantó la cabeza para mirar. Las primeras hojas repetían una y otra vez el cuento contado por los androides. Vanina dejó de pasar las hojas cuando encontró palabras diferentes. Decía:

Y de Ilión los destinos viven quietos

Tu verás renacer su alzado muro

Y espera mi palacio al rey guerrero

Y jamás esta ley será violada

Mas en tu corazón triste despecho

Arde cruel y quiero revelarte

Que vencerá tu hijo muchos pueblos

Y en tres inviernos aniquile al Rútulo

Y Ascanio más feliz que a Julio hicieron…

Seguían otros versos que los dos reconocieron como diferentes partes de poemas épicos. Debo aclarar que el que reproduzco en mi narración es de La Eneida, de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por D. Graciliano Afonso. Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, 1853. No podían darle mucha importancia a las fuentes en ese momento ni Gastón ni Vanina ya que se les acercó un vecino que andaba con la camisa abierta y el abultado estómago escapando de un apretado cinturón.

—¿Qué es lo que están haciendo en esa cuadra? Por Dios… — les preguntó.

Iban a responderle cuando se detuvo uno de los vehículos que rondaban por la cuadra, bajó la persiana y una joven pelirroja miró al vecino y lo llamó. El hombre miró a la chica. Y se dirigió hacia el coche. La puerta trasera se abrió y el hombre los saludó, ya con una sonrisa desde la ventanilla, mientras el coche arrancaba.

—La verdad que tenías razón que esto es preocupante— le dijo Gastón a Vanina. Gastón no podía pensar muy claramente porque le parecía que le estaba hablando a las réplicas de ella, lo que era algo absurdo. Todavía no se había amoldado a la realidad de que era la original de carne y hueso la que estaba delante de él y no un robot lleno de fibras azules y rosadas y piel sintética.

—¿Preocupante? —dijo ella-. Tenemos que ir a hablar con los de Riviera.

—Pero si no sabemos donde queda.

—Los únicos que podían saber eran los androides. ¿Vos tenés auto?

—No y no sé manejar.

—Bueno entonces salvo que quieras caminar treinta cuadras vamos a tener que esperar al colectivo.

—¿Y cuál es la idea?

—Ir a mi casa y desenterrarla.

—Yo tengo una cabeza en mi casa, pero no la pude activar.

—No creo que funcionen las partes separadas del cuerpo. Pero en la bibliografía al respecto dicen que si se les pregunta dónde fueron construidos, contestan.

—Nunca coincide nada con la bibliografía.

—Y bueno, otra no queda.

—¿O sea que no era una metáfora eso de que enterraste a una de las tuyas?—. Vanina bajó la mirada.

—No. Cuando me dejó mi novio me tomé unos vinos y me pareció terrible que esa contestadora automática, si algo me pasara a mí, me reemplazara en el mundo.

—Ah, sí. Es entendible. Es muy molesto escuchar esa historia lúgubre tantas veces. Y encima que la cuenten con esa sonrisa, ¿no?

—Son insoportables.

Gastón se quedó pensando.

—Tengo un problema. Tengo una perra y se quedó adentro y con tanto lío en la cuadra me da miedo dejarla ahí.

—¿Y qué podés hacer?

Gastón bajó el cordón de la acera y desde la mitad de la calle vio que algunos albañiles estaban señalando su casa, parecían hacer mediciones e intercambiar información. Luego se escuchó otro estruendo de demolición. Desde la mitad de la calle Gastón vio que el resto del techo del garaje se venía abajo. 

Gastón miró hacia Vanina y le hizo una seña de que esperara. Empezó a andar rápido, saltó la zanja de la esquina, subió por la vereda inclinada de baldosas rotas del almacén y, antes de meterse en su casa, vio que la niña de los vecinos lo saludaba agitando las manos antes de meterse en el vehículo de los padres, que empezó a circular hacia el oeste, siguiendo una fila que parecía larga de coches. En su casa llamó a la perra pero no apareció. La buscó en las habitaciones y en el fondo y no la encontró. Se la habían llevado mientras estaba en el garaje, pensó. O se había escapado. Pero lo más probable era lo primero. Sintió una gran bronca contra Riviera porque que se hubieran llevado a la perra ya desbordaba lo que podía esperar de una empresa tan prometedora. Antes de salir miró con ganas a los barriles de cerveza. Qué bien le hubiera venido en ese momento poder tomarse un trago, pensó. Le pareció escuchar como un murmullo de motores a lo lejos.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 11.

No tenía paciencia ese día para esperar y concretar su visita por la tarde. Se había levantado temprano por el barullo que parecía provenir de la calle. Al cruzar divisó —perdón Gastón, este berretín no se nos ha ido— que en una de las esquinas estaban trabajando hombres con el torso al descubierto. Preparaban una mezcla de arena y cal y ubicaban ladrillos en lo que era un garaje. La vecina y el vecino de las casas linderas al garaje estaban dirigiendo a otros albañiles que entraban en sus casas y salían llevando baldosas rectangulares. Nadie reparó en Gastón, aunque él los saludó al pasar.

Ya en el contenedor, presionó la llave que prendía la luz principal. La luz parpadeó, bajó en intensidad y se apagó. Iba a fijarse si la bombilla se había quemado cuando pensó que esa variación era bienvenida. Un rayo de luz entraba por el ventilador que tampoco funcionaba y, al sentarse en el zafu, resaltó el perfil del X-700b y lo que quedaba del cuerpo del X-700a. Se preguntó si, a esa altura, tendría sentido hacerlos funcionar. Iba a chasquear los dedos cuando reparó en un cambio en el X-700b. Se levantó rápidamente y, con los brazos en la cintura, se quedó mirando a la cabeza de la réplica. Luego miró al suelo en búsqueda del miembro que le faltaba y lo encontró abandonado a sus pies. Se agachó y tomó la oreja con sus manos mientras empezaba a sentir que la sangre fluía hacia sus mejillas. Tomó la oreja de una de las puntas y la dejó oscilar sobre las fibras que salían del agujero que había quedado en la cabeza del X-700b. Las fibras se agitaban como tratando de conectarse con el miembro perdido. Luego se abrieron en abanico y cayeron vencidas por la falta de energía. Claramente él no había sido el que había atentado contra el X-700b. Se llevó las manos a sus orejas, como por instinto para corroborar que todavía estuviesen ahí. Le pareció que se estaban burlando de él y eso le dio más bronca. ¿Quién podía haberle hecho un chiste así más que la cuidadora las Y? Una cosa era que él decidiera qué hacer con sus réplicas y otra que lo hiciera otra persona. Le pareció algo fuera de lugar y se dijo para sí mismo que debía dejar una lección. Se guardó la oreja en los bolsillos y volteó el cuerpo para enfrentar a las Y. Se acercó a la Y-700b. Inclinó el cuerpo para observar la cara de la réplica. No había vuelto a ensuciarse. Parecía casi nueva. Le hizo recordar al primer día que las vio. Hizo una pinza con el dedo pulgar y el índice y, con la boca apretada, posó las manos en la oreja derecha de la Y-700b. Se disponía a tirar de la oreja cuando vio que la Y-700b parpadeaba. Luego se vio empujado hacia atrás. Cayó al suelo con sus dos piernas separadas. Vio como la Y-700b se ubicaba entre la separación y levantaba el brazo, amenazador. Gastón esperó lo peor. Pensó que esos brazos debían pesar lo suficiente como para aplastarlo. Entonces la Y-700b pegó un grito que reverberó por todo el contenedor. Gastón logró, mientras tanto, guarecerse en una de las esquinas del contenedor. Y desde ese lugar observó cómo la Y-700b pasaba del grito desesperado a una risa nerviosa. Luego, un sollozo. Gastón, apenado por la réplica, se levantó y se acercó para consolarla. Pensó que un despertar así tal vez fuera parecido a un nacimiento. Debía ir acompañado, más por lógica que por necesidad, de un llanto. Estiró la mano para ubicarla en el hombro de la espalda de la Y-700b y dijo:

—Bienvenida al mundo.

La Y-700b, sin darse vuelta, le respondió:

—¡Pelotudo!

Luego giró y lo encaró de lleno:

—¿Todavía pensás que esas chatarras pueden llorar o algo así?

Gastón sintió un ramalazo de adrenalina antes de tranquilizarse al comprender la situación. Era la cuidadora de las Y. ¿Cómo se había dejado engañar por un momento pensando que podría haber un cambio tan significativo en los androides? Señaló el asiento vacío.

—¿Y qué pasó con… ella?— le preguntó a la cuidadora de las Y.

—¿Con ella? ¿Vanina 2?

—¿Ese nombre le pusiste? A mí ni se me ocurrió renombrar a los míos.

—No, estúpido, Vanina me llamó yo.

—Ah, bueno, un gusto, Vanina. Pero, ¿qué pasó con ella? ¿Por qué hiciste esto?

Gastón sacó la oreja del bolsillo y abrió la palma de su mano.

—Eso porque se me cantó. Y ella. No está más acá, no ves, la reemplacé yo.

—¿Todos estos días eras vos? ¿Me escuchaste cantar y todo?— Las mejillas de Gastón se enrojecieron.

—¿Canción? Qué. ¿Les cantaste a estos muertos?— dijo Vanina señalando a lo que quedaba de los X, luego agregó—, ¿te parece que voy a quedarme acá escuchando siempre lo mismo?

—¿Cómo sabés que dicen lo mismo? ¿Los pudiste activar?

—No me interesa…

—Pará. Pero lo importante es qué hiciste con ella, eso te pregunté.

—Está enterrada. La enterré. ¿Qué está mal?

—¿Cómo no va a estar mal? ¿Te parece bien? No aportan mucho por ahora pero que yo sepa no hicieron ningún mal.

—¿Ningún mal? Pero, no te acercaste a hablar con el vagabundo, ¿no? Todos los días hacés el mismo recorrido. Caminás como si fueras uno de ellos. Pensé en eso. En si te habían reemplazado a vos en el mundo real. No te das cuenta de que hay casualidades raras, cosas que no deberían estar pasando?

Gastón pensó un poco.

—Siempre hay casualidades raras. La vida es así, está llena de esas cosas.

—¿De esas cosas? Mirá.

Vanina rebuscó en los bolsillos traseros de su pantalón corto y sacó una hoja doblada. La desdobló y se la pasó a Gastón.

—Leé, por favor.

Gastón primero vio que la letra era cursiva y el pulso uniforme. En tinta azul decía:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Gastón asintió con la cabeza. Volvió a doblar el papel y se lo devolvió a Vanina, que le dijo:

—¡¿Y?!

—Estoy pensando, ¿eso escribió el vagabundo? Vi que escribe todo el tiempo. Vos sugerís que tal vez se metió en este sucucho, pudo activar a los X y… ¿escuchó mi relato?

—¿Tu relato?

—Me refiero al relato que ellos me cuentan… contaban a mí.

—¿A vos? ¿Qué te pensás que contaban estas?— señaló a la Y restante.

—Espero que alguna otra cosa.

—No, contaban lo mismo. Exactamente eso y nada más.

—¿Nada más? Entonces, ¿se metió y escuchó a los cuatro? —Gastón se detuvo—. Perdón, no estoy pensando bien. Esto es demasiado para mí. ¿Qué es lo que intentás decir?

—Es imposible que el vagabundo pueda activar algo. Además no puede caminar, ¿o por qué te pensás que está siempre ahí?

—Ah… entonces… hace rato que me parece que pasa algo extraño en el barrio. ¿Vos también lo notaste?

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 10.

Al otro día lo despertó el pitido del timbre. Caminó preguntando quién era por el pasillo y vio que había una camioneta estacionada en su puerta y un hombre pelado y macizo sostenía contra sus piernas un objeto plano envuelto con papel. Gastón saludó a la persona y le dijo que no había pedido nada, que se habían equivocado. El hombre insistió en que era un regalo que debía aceptar. A Gastón le pareció entender que decía la palabra Riviera. Para sacárselo de encima tomó el objeto rectangular y despachó al pelado. Cuando la camioneta arrancó, aprovechó para mirar hacia enfrente por si veía salir o entrar a la chica al garaje. No había nadie. Prefirió no salir.

Entró el paquete y en el living, frente al televisor, rompió el papel que envolvía al objeto. Era un bastidor. ¿Para qué iba querer él un bastidor? Gastón recordó que le costaba dibujar algo de manera decente. Los de Riviera pretendían que encima de cuidar a los X se pusiera a pintar. Pero ni siquiera tenía en claro si eran los de Riviera los que habían enviado ese «regalo». Decidió salir a la calle, enfrentando la posibilidad de encontrarse con la cuidadora de las Y, para cerciorarse de que no estuvieran regalando bastidores a los demás vecinos. Apenas puso un pie en su acera frenó otra camioneta.

En la caja de carga tenían varios envases redondos metálicos etiquetados. Gastón escuchó dos portazos y uno de los empleados, vestido con uniforme de color caqui, se le acercó y le pidió que abriera la puerta para depositar el envío. Gastón iba a decir que no pero luego avanzó unos pasos hacia la caja de carga para ver qué eran. Barriles de cerveza. Había de varios tipos. Le preguntó al empleado:

—De Riviera, ¿no?

El tipo no contestó y Gastón dio por sentado que eran regalos de Riviera. Abrió la puerta y en el garaje los empleados descargaron los barriles de cerveza. Mientras lo hacían Gastón vio que el vecino que había descargado las herramientas estaba sacando escombros de su casa y los arrojaba a una pila que había formado sobre su vereda. Como estaba preocupado en que depositaran en fila a los barriles de cerveza sin golpearlos no le dio mucha importancia y hasta olvidó que antes le habían traído el bastidor. Se dijo que estaba claro que los de Riviera habían observado por alguna microcámara que la noche anterior había bebido y sabían que le gustaba la cerveza por eso le hacían ese regalo para compensar el mal funcionamiento de las unidades a su cuidado. Luego entró a la casa y vio al bastidor sobre el sofá. Como no sabía qué hacer ese día salió de la casa y caminó hasta la avenida, donde en una librería compró unos pinceles y algunos pomos de pintura. Después de todo, una cosa era dibujar mal y otra probar lo que podría salir con la pintura automática. Así que se pasó el día pintando en el cuarto de herramientas de su abuelo mientras uno de los ojos de la cabeza del X-700a lo observaba desde la abertura de la bolsa.

El resultado final en el lienzo fue un cielo moteado de nubes espiraladas con un molino de viento mal trazado pero discernible. A la noche se sintió satisfecho, aliviado por el acto de pintar y crear algo y cenó. Poco habitual en él, se quedó dormido mirando una película de Hitchcock.

Eso no quitó que al otro día se levantara tarde pero en alerta. Había soñado con la cabeza en el cuarto de herramientas y con la cuidadora de las Y con el ceño fruncido, como amonestándolo. Almorzó rápidamente y se dirigió al garaje de Riviera. El X seguía con las fibras cayendo sobre el pecho. Iba a sentarse en el zafu para activarlos —por lo menos al que quedaba— cuando reparó que había un nuevo cambio en las Y.

A una le faltaba una pierna. Observó los delgados cables, rosados y azules, que caían hasta rozar el piso frío del contenedor. Eso no le pareció fruto de un accidente como había sido el que había terminado con la cabeza separada del cuerpo de una de sus réplicas. Pero volvió a pensar que no era su asunto. Eran las réplicas de ella por lo tanto podía hacer lo que se le antojara con ellas. Tal vez la cuidadora de las Y sería demasiado crédula y esperanzada y pensara que las réplicas podrían reemplazarla en el mundo real y hubiera tomado acciones para que eso no ocurriese. O quizás ni siquiera contaban una historia, tal vez eran unidades más dañadas que las suyas.

Chasqueó los dedos y activó a los X. Las fibras del X-700a se movieron como sopladas por una brisa y el que conservaba la cabeza repitió otra vez la historia con la que había sido cargado. En ese momento Gastón sintió que era intolerable seguir escuchando lo mismo. Lleno de ira, se acercó al X-700b, lo tomó de una mano y tiró hasta que separó el brazo entero de la unidad. Debió apartarse porque las fibras salieron de golpe —una de ellas llegó a arañarlo antes de quedar inerte— eyectadas del muñón del que salían. Pensó que, a diferencia de la Y, él no iba a ocultar nada. Dejó el brazo tirado en el piso, salió del contenedor, abrió el portón y ya en la acera giró. Una vecina, la de la casa a la izquierda del garaje, estaba de pie con una pala en medio de un montón de arena y de una pirámide pequeña de cemento. Escuchó que decía hacía él:

—¿Cómo va el trabajo?

Pensó que se había enterado de que estaba cuidando a los androides. Iba a contestar cuando escuchó que otra persona respondía.

—Bien. ¿Y el suyo?

Era el vecino que había visto el día anterior. Era a esta persona a la que había dirigido la pregunta la vecina. El vecino tenía una columna de baldosas de cemento depositadas en la vereda de su casa. A Gastón le pareció que a él no lo registraban. Como si fuera transparente o una especie de fantasma. Parecían muy concentrados en la tarea que tenían que realizar. Decidió dejarlos en paz con lo suyo y cruzó a su casa.

Estuvo buscando en la computadora si había algún email de Riviera o dirección de contacto para agradecerles los regalos que le habían enviado pero no encontró ninguna. Mientras lo hacía volvió a escuchar sonidos de metales golpeados. En un momento el barullo fue tan grande que se puso de pie para ir a ver qué pasaba pero en ese momento cesó. Pensó que no podía aprovechar los barriles porque no tenía manera de verter el contenido. No le parecía raro que los inventores de esos androides se pasaran por alto el hecho de acompañar los barriles con el sistema adecuado para aprovecharlos. Pero, por lo menos, se habían acordado de él, eso era lo importante, pensó Gastón. Luego de cenar, tomó su martillo y colgó, en una habitación que no se utilizaba en la planta alta de la casa, entre un cuadro de Jimi Hendrix y otro de Jim Morrison, el cuadro que había pintado. En ese momento, mirando el cuadro, bastante satisfecho con lo que había hecho, recordó que en la narración de los X, Juan era pintor. Sintió una especie de vértigo que desapareció cuando pensó que esas casualidades existían siempre. Que no querían decir nada. Además, estaba encantado con el hecho de haberse animado a probar un arte como la pintura.

Después de hacer su rutina de ejercicios y tomar sus batidos proteicos, Gastón se metió en la cama y sintió nostalgia por los tiempos pasados. Por las salidas en grupo con amigos, las borracheras conjuntas y las anécdotas que compartían. Eso lo llevó a pensar en una de sus ex novias, que se había casado con otra persona y se había ido a vivir a otro país, y luego se durmió pensando en la cuidadora de las Y. Le parecía injusto que hubieran inventado esa regla de no poder compartir la experiencia de ser cuidadores de los androides.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 9.

Al otro día hizo todo lento. No quería que llegara el momento de tener que cruzar para escuchar otra vez la historia de Juan y Sara. Hasta limpió su casa. Baldeó el patio. Y jugó con el agua que salía de la manguera con su perra. Ya en el contenedor se sentó en el zafu sin ni siquiera mirar antes a los X. Los activó, escuchó el discurso —sin ninguna variación. 

Mientras, observó al X que tenía la cabeza ladeada. No soportaba verlo así. Era como verse a sí mismo abatido o amonestado. Se levantó tan de golpe que sintió que se mareaba. Caminó hasta el X-700a dañado. Con la mano derecha trató de levantar la cabeza. Primero suavemente, pero cuando vio que no se movía ni un milímetro probó con un tirón fuerte. Nada.

Luego otro más fuerte. En ese momento el cuello del X-700a se dejó levantar unos centímetros y, a la vez, la pierna derecha salió disparada y el pie dio con fuerza en la rodilla de Gastón. Maldijo al androide, y tiró más fuerte de la cabeza. Escuchó un crujido, el cuello del X se agrietó y la cabeza terminó en el piso. Saltaron fibras azules del hueco que quedaba en el cuello. Gastón se sintió muy culpable. Miró al otro X y a las Y como si hubieran sido testigos del incidente. Se acuclilló y observó a la cabeza que había quedado con una mejilla apoyada en el suelo. ¿Y ahora?

Una cosa era que le faltara un brazo a una Y. Pero él había dejado un androide sin cabeza. Chasqueó los dedos para ver si había alguna conexión entre esas fibras azules y la cabeza del X. Vio que algunas de las fibras se movían pero la boca del X no se movió. El otro X volvió a contar la historia mientras parecía tener la mirada —un poco afectada le pareció a Gastón por lo ocurrido— clavada en la de su par androide descabezado. Escuchar otra vez la historia irritó aún más a Gastón. Sentía que le faltaba el aire en el cubículo y hasta miró al hueco de refrigeración y comprobó que el ventilador seguía dando vueltas. Volvió a mirar la cabeza. Se dijo que no podía dejarla ahí. Rebuscó en los bolsillos traseros de sus jeans y encontró la bolsa negra que usaba para recoger las deposiciones en los paseos con su perra. Se agachó y embolsó a la cabeza. Luego se levantó, apagó las luces del contenedor, cerró la puerta y caminó hasta la salida preocupado por lo que había ocurrido.

Era un día muy húmedo y nublado. Por la mitad de la calle avanzaba a pasos rápidos hacia el garaje la cuidadora de las Y. 

Al verlo se detuvo. Gastón vio que miraba con perspicacia la bolsa que llevaba. Luego se cruzó se de brazos. Gastón, avergonzado, apuró sus pasos, entró a su casa y cerró la puerta. Fue rápido hasta el cuarto de herramientas y dejó la cabeza arriba de una mesa de trabajo que había pertenecido a su abuelo. Cerró la puerta del cuarto —con llave, por las dudas; no supo explicarse por qué.

Se sentó en una silla de madera verde, que él mismo había pintado para su abuela, inclinó la espalda y apoyó los antebrazos en las piernas. ¿Qué iba a pensar de él ahora la chica de pecas? ¿Justo tenía que aparecer el día que a él le ocurrió ése percance tan horrible? ¿Y tenía que encontrársela al salir? Pensó que lo último fue lo mejor porque si no tal vez la chica hubiera entrado al contenedor y descubierto lo que ella hubiera interpretado como un atentado a los X por parte de él. Se dijo que si ella había empezado con ese asunto de desguazar a los androides tal vez no lo vería como algo tan importante.

Después de todo, a él no le había molestado tanto que ella hubiera modificado a las Y. Eran copias de ella. Y él había terminado haciendo lo mismo con una de las suyas. Se entristeció al pensar que lo ocurrido requería que al otro día no pisara el contenedor porque era probable que la cuidadora de las Y, ya que había reaparecido, diera por sentado que era el día de ella. Y más viéndolo a él salir con una bolsa pequeña y abultada. Todo el asunto lo puso nervioso. Debían ser las seis de la tarde. Abrió un vino, un Syrah de una marca de gama baja, que tenía en la heladera, y fue mezclando el alcohol con soda —Gastón tomaba así el vino porque había leído que los persas tenían la costumbre de tomarlo de la misma manera; para ellos mezclar la cantidad justa de agua con el vino aseguraba veladas con gratas conversaciones— y bebiendo lentamente hasta que se quedó dormido frente a la mesa, en la silla de computadora con ruedas, con el respaldo inclinable ya vencido, en la que se sentaba todos los días.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 8.

Los registros del otro día, jornada de tormentas eléctricas, muestran que Gastón volvió a cruzar, a las corridas para no empaparse, algo que no logró evitar, y que al abrir la puerta un rayó lo encegueció por un instante. Empujó, todavía con la vista irritada, la puerta del contenedor. Prendió las luces. Vio que estaba vacío. No había rastros de los X ni de las Y. Descendió del contenedor y lo sobrepasó. Reparó en que había una puerta que daba a un pasillo, lo que sugería algo que él no había notado antes, que el garaje formaba una L y tenía una salida por la vuelta de esa cuadra.

La puerta que daba a ese tramo crujió mientras se abría sola. Quedó entornada. Gastón la empujó. Debajo de la luz cenital blanca que iluminaba a ese pasillo blanco vio una forma agazapada. Se acercó unos pasos porque la veía borrosa, no sabía si por el rayo que lo había enceguecido o por las potentes luces blancas que generaban ondas de fotones que molestaban a los ojos todavía sensibilizados de Gastón. Cuando distinguió lo que era la forma, se detuvo y empezó a correr hacia la puerta por la que había entrado. Manoteó el picaporte pero no se movió. Estaba encerrado en el área nueva.

Miró por encima de su hombro y vio que la figura estaba a tres metros de él ahora, dispuesta a dar un salto. Era una de las Y. Estaba en cuatro patas y sus ojos estaban enrojecidos. Se dio vuelta para pedir que se detuviera pero era tarde. La Y saltó sobre él. Y así termina este registro de ese día.

Lo catalogo como un sueño ya que en la etiqueta que lo acompaña está la duda de si fue un sueño o de si es parte de la realidad de Gastón. Por lógica nos inclinamos a creer que fue un sueño y que es mejor borrarlo de la Memoria luego de haber sido expuesto en esta narración.

Lo que no figura como duda de si fue un sueño o realidad es que el día siguiente, soleado, Gastón salió a caminar antes de acercarse al garaje. Ese día era el de la Gran Carrera. Lo que significaba que los coches que se desplazaban lentamente se dirigían hacia el autódromo para, una vez ahí, levantar la velocidad al máximo y pasarse unos a otros en una especie de loop que terminaba al anochecer. A veces, hasta algún colectivo se sumaba a la carrera y los pasajeros no tenían otra opción que aferrarse al respaldo de los asientos delanteros, arandelas si viajaban de pie, y disfrutar de un poco de adrenalina. Los vecinos con costumbres más antiguas (jóvenes o viejos) no participaban de ese juego.

Gastón se acercaba a la avenida cuando escuchó una melodía que ya conocía, nada molesta y muy bella en comparación a la que solía escuchar a esa altura. Los jóvenes tatuados que rodeaban a la camioneta con los parlantes parecían disfrutarla también. Gastón no podía comprender cómo de repente eran capaces de disfrutar del Adagio para cuerdas de Barber. Era la versión clásica. Le pareció tan fuera de lugar que hubiera preferido que pusieran alguna canción pop de esas olvidadas o algo más alegre. Pero se dijo que en la vida pasan cosas raras, no había que darle ninguna importancia a eso como nunca lo había hecho ante esas cosas incongruentes que eran la materia misma de la existencia. Siguió andando y, mientras le pareció escuchar el aullido de su perra que lo reclamaba desde el garaje, dobló en la esquina y caminó unas cuadras por la avenida cuando vio que una bicicleta venía dando tumbos por la calle, fuera de control. Se detuvo para observar mejor al que la manejaba. La cara era la misma del niño enyesado. Pero no tenía más el yeso. En cambio, su brazo se bamboleaba sin dirección, para un lado y otro, sin poder controlar la bicicleta y lo más raro de todo era que la cara del niño era de completa felicidad, incluso cuando terminó debajo de la bicicleta en el suelo. Gastón se acercó para ayudarlo a levantarse. Pero cuando llegó, el niño ya estaba de vuelta encima de la bicicleta y trataba de mantener el equilibrio con su brazo fuera de lugar. Eso le pareció a Gastón más raro que el Adagio y luego pensó que hasta se complementaban uno a otro, la música iba bien con un niño que necesitaba yeso sin yeso y que valientemente intentaba domar una bicicleta.

Siguió caminando hasta otra avenida y cuando la encaró vio que una niña morena venía cabalgando un caballo a toda velocidad, cuando estuvo cerca de él, tiró de las bridas y el caballo levantó las patas delanteras y relinchó. Luego la niña golpeó el lomo del caballo y siguió corriendo por la mitad de la calle (ayudaba que fuera el día de la Gran Carrera; en otro día hubiera sido imposible, pensó Gastón).

Gastón siguió caminando mientras pensaba que era todavía menos probable que a la vuelta se encontrara con la cuidadora de las Y. ¿Si había tomado el colectivo y justo se le había dado al conductor por ir al autódromo? No era lo habitual en esos colectivos antiguos pero podía ser. Más en en ese día que había visto tantas cosas incongruentes. Pero, me consta que se lo dijo a sí mismo, cosas simpáticas (salvo lo del niño sin yeso, le pareció demasiado temerario ese niño).

Al volver de la caminata, dejó en el lavadero de su casa la bolsa con la comida para la perra que había recogido en las cabinas de despacho alimentario ubicadas en la avenida y cruzó para visitar a nuestros antepasados. Algunos cuentan ese día de otra forma, pero yo me remito a narrar los hechos. Gastón se limitó a sacarlos del modo reposo, y escuchó la misma narración de siempre con toda la paciencia del mundo, ya sin esperar ningún cambio (aunque de hecho volvieron a decir VIO en vez de DIVISÓ; algo a lo que no le dio importancia a esa altura) luego intentó, sin éxito, lubricar el cuello del X para que retornara a la posición original, y dedicó el resto de la hora que estuvo en el contenedor a pasar el paño por las mejillas y el cuello de las Y.

Le pareció que no servía para quitar la película de polvo. También pensó que quizás la luz cenital fría del contenedor estuviera oscureciendo la piel sintética de las Y como si las bronceara. De pie delante de una de ellas inclinó el cuerpo hasta que su cara estuvo cerca de la fina nariz de la Y y la observó cuidadosamente, mirándola a los ojos, como si esperara que hubiera algún ensanchamiento o retraimiento de pupilas o algún microgesto que pudiera captar. Nada de eso. La Y-700b siguió impávida.

Ya en su casa lo recibió la perra, dando saltos alegres y reprochándole que hiciera tanto que no la sacara. Gastón primero pensó que tal vez sería bueno llevarla a que conociera a los androides. Descartó la idea cuando se imaginó que podía atacarlos, incluso privarlos de algún otro miembro. Era una perra cariñosa, pero grande y con colmillos filosos, a la que le gustaba comer papeles de cocina, por lo que él la llamaba a veces perra impresora. Aquel día hizo la rutina pero a la noche sintió como si el cielo oscuro, sin estrellas, descendiera sobre él y la falta de un trabajo grato y de una compañía femenina necesaria se le vino a la cabeza. Para despabilarse, salió a tomar aire y se acercó a las rejas de su garaje. Escuchó ese ruido de forja otra vez, como si estuvieran golpeando un metal con un martillo. Y vio que varios coches de su cuadra estaban aparcados en los ascensos a su garaje. No era lo habitual y menos de noche cuando la mayoría de los conductores disfrutaban más de correr las ventanas superiores de sus vehículos para ver cómo los follajes de las copas de los árboles filtraban las luces de las calles y creaban sombras. Solía provocar el bostezo y luego se dormían mientras los coches seguían rodando con ellos adentro.

Hasta solían parir en los coches porque la creencia popular aseguraba que era beneficioso para el cerebro del recién nacido —que así también se acostumbraba al ritmo de vida, por lo general enlentecido por antiguas costumbres burocráticas, que le esperaba.

Con la mejilla pegada en la almohada, pensando en si volvería a ver a la cuidadora de las Y, escuchó el murmullo de los motores lejanos de los coches que seguían, ese día, dando vueltas en el autódromo. El sonido lo apaciguó (le hacía recordar cuando su abuelo con su tío abuelo miraban la Fórmula Uno) pero cuando el sonido se detuvo volvió a sentir el peso ya no de ese día sino del siguiente que tenía que enfrentar. No podía dejar solos a los androides. La regla era que los habían hecho símiles a él para evitar cualquier escape. Aunque ya se imaginaba que durante la vida de él eso nunca iba a suceder sabía que tenía la tediosa responsabilidad de estar con ellos. Maldijo. Luego se encontró pidiéndole a las almas de sus abuelos y tíos que hicieran algo con esos dos robots opas que le habían tocado.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 7.

Iba por la mitad de la segunda cuadra cuando escuchó los altavoces de los coches antiguos de unos vecinos, unos chicos tatuados que se juntaban en la calle. La música estaba muy alta. Y como era reggaeton a Gastón le pareció todavía más alta. Negó con la cabeza y siguió caminando. Dobló en la avenida. Mientras caminaba lo sobrepasó un chico en bicicleta que tenía un brazo enyesado. A Gastón le dio pena por el chico. Con el calor le pareció que debía ser realmente molesto usar ese yeso y encima andar en bicicleta. Terminó caminando unas cuantas cuadras y se olvidó un poco de las réplicas, la chica de pecas, las copias de las chicas de pecas, y sus propias copias, de Riviera y todo nuestro asunto.

Miraba los árboles, especialmente los sauces llorones que le parecían árboles muy extraños. No desafiaban la gravedad como los demás árboles. Se les daba por tirar la copa hacia abajo, como si quisieran escurrirse por el suelo, pensó Gastón. También le gustaba ver las rosas que había en algunos jardines.

Gastón daba por sentado lo que no le interesaba, ya que no tenemos impresiones de lo demás registrado. Por ejemplo, mientras él caminaba los coches, en esa época, se desplazaban constantemente a una velocidad lenta. No había coches aparcados en las veredas de las casas. Algo que en décadas anteriores había hecho que las aceras de la zona fueran casi intransitables. Fue un proceso lento pero constante el que hizo que los vecinos cada vez más salieran de sus casas, se metieran en los coches automáticos y, sin conducir, dejaran que los pasearan de aquí para allá. Salvo algunos vecinos de Gastón como el desaparecido Elías, o el que dormía la siesta en el porche, los demás prácticamente no vivían en las casas sino que, podríamos decir, lo hacían más en los coches. La mano de obra robótica en las fábricas más los bots que hacían el trabajo que realizaba la mayoría de las personas en épocas anteriores, había dejado mucho tiempo libre para todos y nadie sabía muy bien qué hacer con ese tiempo. Dejar que los coches los llevaran de un lugar hacia otros, a veces para conocer nuevos lugares, pueblos de Buenos Aires, incluso provincias, o simplemente dar vueltas por el barrio, era una forma de matar el tiempo que resultaba ser muy efectiva. De vez en cuando, los vecinos se bajaban de los coches para cortar el césped de sus casas o controlar el sistema de aire acondicionado, pero las casas estaban la mayor parte del tiempo abandonadas. Uno podía salir a la noche y ver un tráfico continuo de coches y, aunque los vidrios polarizados no dejaban ver hacia adentro, había familias enteras cenando dentro, parejas reproduciéndose, y hasta animales que se subían solos a los coches para que los acercaran a otros animales que pululaban en los garajes. Claro que había excepciones, como Gastón que no sabía conducir (aunque tampoco se necesitaba saber conducir; tampoco le gustaban mucho los coches) y algunos vecinos que mantenían vigente el espíritu antiguo del barrio. Entre estos recordaremos a la señora que vendía copos de algodón y los descendientes de familias con tradiciones gauchescas que ya he señalado (y que sólo a Gastón se le podía ocurrir que tenían influencias del Western en ensillar los caballos y pasearlos por la zona) El equilibrado tránsito, que sólo se detenía completamente por momentos, cuando recargaban los coches (algo que solían hacer los vecinos al unísono, más o menos como hablaban nuestros antepasados) era posible gracias a la velocidad lenta a la que iban los coches. Ahora pensamos que el disgusto de Gastón por el corredor de remera fluorescente podría deberse a que era muy extraño ver gente desplazándose por sí misma en esa época. Aunque, ciertamente, habían quedado varios old fashioned. También pensamos que había algo romántico en las personas que se desplazaban en coches, siempre hacia algún lugar, muchos sin saber ni siquiera hacia dónde, confiando ciegamente en el impulso de nuestros antepasados. Yo me pregunto si nuestra relación afectuosa, digamos, con la humanidad, no viene ya de esa época, por las razones que expuse en este mismo párrafo.

Tengo que volver a Gastón porque ya estaba de vuelta en la puerta de su casa, poniendo la llave en la cerradura, cuando se le dio por mirar hacia la esquina para ver si a la original de las Y se le había dado por cubrir el turno de ese día. Habrá sentido un presentimiento, porque la chica venía caminando hacia el garaje, negando con la cabeza, como si estuviera muy enojada. Un joven alto, que no parecía del barrio por la vestimenta, la seguía. La chica se daba vuelta y con el brazo levantado y la palma hacia arriba parecía ordenarle que se detenga. El joven siguió avanzando hacia ella hasta que ella misma enfiló a pasos rápidos hacia él y desde muy cerca le gritó palabras muy desagradables que es mejor dejar sin transcribir en mi relato de esta historia fundacional que me propuse escribir.

El joven se quedó de pie, no siguió avanzando, pero tampoco se volvió, y la chica siguió negando con la cabeza mientras apresuraba el paso hacia el garaje. Gastón pensó por un momento en enfrentarla para preguntarle si había sido ella la culpable de desmembrar a las Y, pero enseguida recordó que eso sería romper una regla, así que le pareció mejor meterse cuanto antes en su casa. En la mitad de su rutina de ejercicios se detuvo para observar por la ventana. Según sus cálculos la chica estaba una media hora con las Y. La vio salir, esta vez sin ninguna bolsa de residuos, pero con las mejillas enrojecidas y la boca apretada. Gastón se preguntó si la volvería a ver. Parecía estar muy afectada. Gastón también vio algo que, como expliqué, sí era notable para él; había un coche aparcado en las veredas de uno de los vecinos que casi nunca abandonaba su coche. Y el vecino, un joven con cara redonda y una barba medio rojiza, alto, ancho y de hombros cargados estaba descargando cajas de herramientas pesadas del baúl del vehículo.

Gastón estaba preocupado porque estaba convencido de que no vería nunca más a la chica de pecas y eso significaba que debía cuidar de los X y de las Y. 

Y ya era bastante pesado hacerlo de a dos. Se imaginaba lo que sería hacerlo solo. Le costó dormirse esa noche. Pero pensó que llevaría adelante alguna estrategia para intentar sacar algo provechoso de los X. No podía ser que no sirvieran para nada y que sólo contaran ese cuento una y otra vez como si fuera lo único que la humanidad había inventado en materia narrativa. Aquella noche volvió a pensar en el estafador que le había quitado su máquina eutanásica y lloriqueo un poco como cuando era un niño. Luego se levantó, prendió las luces de la cocina y compuso una canción. La anotó por si se la olvidaba al otro día. Luego se acostó y se durmió al instante.

Ahora bien, aprovechemos que Gastón está durmiendo en el pasado, para dejar en claro una cuestión sobre la mecánica de su mente. Algo que él sabía bien, y por lo tanto ya daba por sentado, aunque no le encontraba solución alguna por el momento. Gastón no sabía si era por algunas promesas incumplidas de su niñez (a veces pensaba que debía tener con ese cuento que contaban los humanos sobre un invernal hombre con barba que a fin de año se le daba por repartir regalos; los progenitores siempre decían que había que esperarlo si uno se portaba bien y nos consta que muchos niños humanos se quedaban mirando un falso árbol que era ubicado dentro de la casa esperando que apareciera algo que depositara regalos al pie del árbol; eso casi nunca ocurría, y las veces que ocurría el hombre barbudo, y sudoroso, solía llegar caminando por la calle y entregaba sus regalos desde la acera, mientras intercambiaba conversaciones con los progenitores) pero Gastón tenía una sensación, activada a veces por alguna casualidades molestas para él, de que seguía esperando algo; que algo tenía que ocurrir y ese algo iba a cambiar su destino o torcerlo un poco por lo menos. Varias veces en la vida se había visto ante los signos que vaticinaban un cambio inminente pero eso nunca se había concretado. Gastón había visto la película Inteligencia Artificial, en la que un niño robot espera, como Pinocchio, ser convertido por un hada en humano. La diferencia con Pinocho es que eso nunca ocurría en la película, o mejor dicho lo hacía recién cuando una inteligencia extraterrestre llegaba a la tierra para leer los deseos del niño robot. Por lo tanto, a ese mecanismo, que algunos psicólogos llaman asíntota (debido a la comparación con un juego geométrico donde dos líneas paralelas jamás se tocan) él lo llamaba Síndrome de AI (Artificial Intelligence, claro, en inglés) El síndrome tenía maneras sutiles de afectarlo. Por ejemplo, aquella noche soñó con una máquina eutanásica con el chasis brillante, curvas bien delineadas y suaves, y él se daba cuenta que esa espera de la máquina eutanásica que nunca llegaba se había calzado dentro del síndrome AI. Al ser extorsionado en sus intenciones de obtención de esas máquinas de primera generación, Gastón reconocía en sí mismo que seguía esperando que el supuesto Papá Noel no fuera un barbudo que ascendía de la calle con la frente transpirada sino lo que la humanidad le había prometido de niño que iba a hacer, y que esta dinámica se había trasladado a la impaciencia por el extravío de la máquina que había pedido. Esto ya lo sabía, pero tenemos que agregar que también el trabajo encomendado, que parecía de lo más prometedor pero terminó siendo lo que él consideraba un fiasco, más la cercanía de una chica con pecas a la que desconocía pero que podía representar algún tipo de compañía conveniente humana para él, habían potenciado al síndrome en los últimos días. Por si hubiera que aclararlo, estaba decepcionado del mundo y un poco cansado de la vida, digamos. Necesitaba compañía también, no recordaba mucho cómo era vivir acompañado. Y las caricias que recibía provenían todas de su perra.

Así que apenas despertó ese día arrastró la guitarra hasta el contenedor bordó y, después de comprobar que no había cambios en la fisonomía de los androides —las partes que faltaban seguían ausentes, el que él había abofeteado seguía con el cuello inclinado en la posición que lo había dejado— en vez de chasquear los dedos prefirió rasgar su guitarra y cantarles una canción a los X. Después de todo, pensó, eso lo animaría un poco y, a pesar de la letra más o menos lúgubre de la canción, tal vez animara también a los X, o a las Y —si es que podían escuchar en el modo reposo.

Los que supuestamente escucharon mis antepasados fue una sucesión de acordes. Un Mi menor, un La Menor, un Sí sostenido en séptima, Mi Menor otra vez. La melodía era simple.

Dame un flor

Comprame un sueño

Porque me estoy yendo

Al lugar donde nunca estuve

No te quedes corta

Vení también

Nos vamos recién

Al lugar donde nunca estuve

Prestame los fósforos

Quememos el camino

Nos vamos al lugar

Donde nunca estuvimos

¿No es

gracioso?

¿No es lindo,

también?

Nuestro hogar está ahí

En el lugar donde no estuvimos

Es tan fácil

Ya antes lo hicieron

Muchos se fueron

Al lugar donde no estuvieron

Sacate el abrigo

Enfrentemos el frío

No habrá más sentido

En el lugar en que no estuvimos

Al concluir se acarició las yemas de los dedos endurecidas por el rasgueo diario. Chequeó si había algún cambio en el rostro de los X. Nada. Miró con más cariño a las Y. Le daba particularmente lástima la que ya no estaba entera. Esas pecas parecían tan reales. Observó que las Y tenían los labios superiores ligeramente alzados, era porque los dos incisivos centrales superiores eran más grandes que los otros dientes y estaban un poco sobresalidos. Les daba cierto aire de ingenuidad. ¿Cómo podía ser que tuvieran tanta habilidad para crear un molde de la cuidadora de las Y tan perfecto pero que, por lo menos con los X, no hubieran podido dotarlos de esa brisa que es la invención en los humanos? ¿No se trataba de eso? ¿No era la meta de Riviera?, pensó. Luego chasqueó los dedos para comprobar la narración. Su mirada era ya más sagaz, no esperaba ningún cambio. Escuchó.

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Suspiró hondo. No había ningún cambio y encima habían retrocedido un casillero volviendo a la narración original que decía DIVISÓ por VIO. No le pareció raro. Inhaló y suspiró largo. Luego miró a las Y y siguió rasgueando la guitarra mientras canturreaba:

Yo era un hombre

Yendo hacia abajo

Ahora descubrí

El lugar que nunca vi

Vienen nuevos tiempos

Esperen en la orilla

Esta nave te llevará

Al lugar donde nunca va

Esta canción fue escrita

Y ofrendada a mí

Fue compuesta en el lugar donde nunca fui.

Concluyó su canción. Pensó que si alguna de las cuatro réplicas tenía oídos realmente sensibles debía, por lo menos, sentirse irritadas por oírlo cantar a él. Los androides, como era esperable, no modificaron para nada su postura. Era él que ahora se sentía melancólico y con una añoranza que, por lo menos, parecía fuera de lugar. Hasta ese ligero olor rancio a cigarrillo que parecía pegado a las paredes del contenedor le pareció agradable en ese momento. Luego sintió lástima por nuestros rígidos antepasados. Pero se preguntó cómo podía sentir eso por un pedazo de piel sintética (le vinieron a la cabeza palabras como «de hojalata» que no eran apropiadas). Se levantó y, como un hippie molesto con su audiencia porque no le prestaba atención, tomó su guitarra. Antes de salir probó, como si ya no lo hubiera hecho, si el chasquido de sus dedos funcionaba con las Y. Pero no había caso.

En su casa pensó que tal vez su impaciencia era injusta con los androides. Podía ser que necesitaran tiempo para procesar los gritos que le había pegado para reaccionar y la canción que había compuesto. ¿Por qué tenía que ser tan impaciente? ¿Qué cambiaría del mundo si sus réplicas de repente se incorporaban? ¿Qué cambiaría si sus réplicas podían inventar una historia mejor? ¿Los humanos ya no habían escrito miles de historias? Con un diccionario finito era imposible que contaran nuevas historias y si lo hacían lo más probable era que volvieran a contar las mismas que ya habían contado sus antepasados. Pero eso no era lo que esperaba Riviera, seguro. Se sintió molesto otra vez, ¿por qué las reglas eran tan imprecisas? ¿Cómo era que no había información sobre el funcionamiento de los androides? Su celular había quedado inutilizable, pero la computadora funcionaba y ni ahí había rastros sobre lo que había creado Riviera. Y lo que más lo molestaba era que no coincidía con ninguna bibliografía al respecto. En las sedes de otros países de Riviera, las réplicas en general lograban mantener conversaciones interesantes con sus cuidadores. Eso es lo único que había en algunos foros de Internet al respecto. Hasta a algunos le habían tocado réplicas que tenían más humor que ellos mismos (o que los hacían reír que no es lo mismo que tener humor; vaya a saber qué cosas decían) Lo peor de todo era que no podía intercambiar información con la cuidadora de las Y.

Recordó que, con la cara que había puesto el día anterior la chica, daba por sentado que no la iba a ver nunca más. Cuando estuvo más tranquilo buscó por la casa un lubricante y un paño. El lubricante pensaba usarlo sobre el cuello del X para ver si por absorción permitía que el cuello se enderezara. El paño para limpiarlos un poco. Mientras tocaba le había parecido notar que la piel de las Y estaba ligeramente ennegrecida, como cubierta por hollín, lo cual no era extraño. Cuando cada quince días limpiaba su casa encontraba una gruesa capa de polvo en todos los aparatos. Además si la cuidadora de las Y les fumaba en la cara, pensó Gastón, no era raro que las réplicas sufrieran las consecuencias de la polución en un recinto tan pequeño. Pronto llegó el momento de ejercitarse, cenar, tomar su proteína, mirar una película de suspenso y luego dormirse.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 6.

Al día siguiente se despertó tarde. Estaba estresado por las emociones del día anterior, en los registros figuran pulsaciones cercanas a los 100 por minuto. Se pasó la tarde mirando por la ventanita de la puerta si veía entrar a la cuidadora de las Y. No pudo verla entrar (estaba en la cocina tomando un té en ese momento) pero la vio salir. La chica llevaba su cartera y en la otra mano una bolsa de residuos negra abultada. No pudo evitar pensar en las Y y, una vez que se aseguró de que la chica ya había tomado el colectivo, se acercó al portón pero se detuvo en seco. No podía hacer eso. No debía entrar el día en que el trabajo ya había sido cumplido por su compañera. Giró en redondo y se volvió a su casa. Mientras cruzaba la calle le llamó la atención la hija de los vecinos. Lo miraba sonriendo. Nunca la había visto sonreír y menos con esa mirada tan cariñosa. ¿Cómo podía haber cambiado de golpe? ¿La habrían cambiado de colegio o algo así? Pensó que no era su asunto pensar en eso. Entró a su casa, se preparó unos mates y se sentó en el garaje, con su perra al lado, a disfrutar de la vista: el portón del depósito de camiones, donde estaban las réplicas más allá de las rejas de su propia casa. Pero a él le gustaba mirar los coches que pasaban. Enseguida notó que la velocidad a que circulaban era mayor. También cuando las ventanas estaban abiertas notaba que los conductores ya no estaban enfrascados en sus pantallas o teléfonos y que miraban fijo hacia adelante, con mucha atención.

El domingo dio por sentado que ni la chica ni él tenían responsabilidad de cuidar a los androides, así que pensó que sería bueno pedirle prestada la cortadora de césped a su vecino traumatizado por la guerra, Elías. Ante la puerta del vecino sintió un olor fuerte a quemado. No el tipo de olor atribuido al tabaco, sino más bien a la goma. Elías salió y le hizo una seña de que pasara a buscar la máquina. Gastón lo siguió por el largo pasillo hacia el fondo. Se asustó al ver las llamaradas que salían de una parrilla circular de cemento que había en el medio del jardín. Intentó llevarse la cortadora de césped rápido pero Elías lo miró con los ojos medio perdidos y le dijo:

—Quedate a disfrutar conmigo del fuego.

Y giró la cabeza para mirar las llamaradas que salían, cada vez más altas, de la parrilla de cemento.

Gastón no tenía ganas de lavar la remera que tenía puesta, más allá de que le repugnaba ese olor. Al estar más expuesto le hizo recordar el olor que emanaba de las chimeneas de la fábrica de la zona, algo agrio y pastoso, que se metía por las ventanillas de los colectivos cuando cruzaban el riachuelo. Gastón le dio una palmada en la espalda a su vecino y lo dejó disfrutando del fuego y volvió a su casa para cortar el pasto. Mientras lo cortaba, por el rabillo del ojo miraba hacia la medianera para asegurarse de que las llamaradas se mantuvieran en el centro del fondo vecino. Pensó que nunca había visto esa mirada perdida en la cara de su vecino antes y que tampoco nunca lo había visto prender fuego, ni siquiera asados hacía. Pero tuvo en claro que esa actitud quizá fuera lo esperable de alguien traumatizado por la guerra o que por lo menos, había pensado más de una vez, la tranquilidad de su vecino no concordaba con lo que se esperaba de un ex combatiente tan sufrido. Gastón terminó el día tomando una lata de cerveza mientras miraba hacia el patio de la ex casa de su abuela, que él había plantado con Clorophytum Comosum, llamada popularmente como cinta argentina. Le gustaba mirar a la jaula grande con la puerta abierta. Su abuela había mantenido un loro ahí que él había dejado escapar (su abuelo nunca se lo había perdonado) y ver la reja abierta le daba una sensación instantánea de libertad. Pero como solía hacerlo mientras tomaba cerveza, no estaba claro si era la cerveza o la jaula abierta lo que lo alegraba.

El lunes saltó de la cama (este modo de decir en este caso es aplicable a cómo salió Gastón disparado de la cama ese día) y realizó todas las rutinas necesarias lo más rápido que pudo para estar seguro de estar libre luego de almorzar. Para bajar la ansiedad, o mejor dicho para ocultarla, tomó su café con lentitud. Luego cruzó y se metió en el garaje. Apenas abrió la puerta del contenedor dirigió la mirada hacia las Y. En la Y-700a, de la que fluía del dedo esa cascada de cables azules que pendía a unos centímetros de la rodilla, había otra modificación. Gastón sintió un ramalazo de bronca apenas la vio. Se acercó y, apoyando con cuidado una mano en el hombro de la Y, observó el costado opuesto del cuerpo del androide. Faltaba el brazo completo, que había sido reemplazado por otra catarata de cables azulados y rosados. Inspiró hondo para llenar sus pulmones del aire del contenedor y creyó distinguir ese olor ligero a cigarrillo. Rodeó a la Y para observar la espalda. Del lado posterior del brazo completo tenía un círculo que parecía ser una cicatriz de vacuna, pero con la piel chamuscada. No era difícil pensar en el olor a cigarrillo, en la cuidadora de las Y, y concluir que le había apagado un cigarrillo en el cuerpo, como si el androide fuera un cenicero y que, lo peor de todo, la bolsa de residuos con que la vio salir el día anterior debía contener el brazo que faltaba. Gastón no sabía qué pensar. ¿Sería que la cuidadora de las Y estaba trasladando de esa manera a sus réplicas para no tener que viajar para cumplir con su trabajo? Eso sonaba para él en una excusa para no afrontar la verdad sobre una persona que ni conocía y que había idealizado en tan poco tiempo. La Y estaba atacando a sus réplicas, por alguna razón. ¿Cuál podría ser? Se dijo que las Y no eran su responsabilidad así que debía, antes de hacerse el detective, hacerles vocalizar a los X su invariable cantata. Se sentó en el zafu, concentró la mirada y los oídos en los perfiles de las bocas articuladas de los X y chasqueó los dedos. Mientras iba escuchando la expresión esperanzada de Gastón se desarmó, el brillo de sus ojos se opacó, la sonrisa de mejor cuidador de androides se convirtió en dientes apretados, y la postura altiva se desinfló. Miró el suelo, había ceniza, concordaba con lo del cigarrillo, luego miró el muñón de cables que reemplazaba al brazo de la Y. Volvió a mirar a las réplicas de él y dijo:

—¿Es que no entienden, pedazo de imbéciles, lo que están diciendo? ¿Para qué tanto diccionario cargado? ¿No deberían tener los sentidos mejorados? ¿Para qué leí tantos libros sobre cibernética si nada concuerda con lo leído? ¿Son esto nada más?… ¿Unas marionetas sin titiritero? ¿Cómo pueden ser tan animales los de Riviera de enviarme réplicas de mí mismo que no cumplen con las expectativas que generaron? Tengo que escuchar el mismo cuento todos los días y se suponía que podían hacer variaciones o por lo menos inventar otros mucho mejores. ¿Para qué sirve la percepción superfina que supuestamente deberían tener? ¿No debería eso hacerlos más sensibles? Pensé que esa era la clave sobre cómo podían volverse sensibles y creativos. Que sintieran más y pudieran comprender y mejorar una historia nada original, ya escuchada mil veces antes. ¿Saben lo que es estar solo todo el día en esa casa? —Gastón señaló más allá de la pared de chapa del contenedor, hacia su casa—. ¿Mirarse en el espejo y verme a mí y encima venir acá y ver a ustedes que son iguales a mí? Pero son incapaces de contar algo nuevo. ¿Saben por qué? Porque no entienden nada de lo que repiten como loros. Espero que me estén escuchando —Gastón levantó la cabeza y apuntó la mirada hacia un vértice donde pensaba que podía estar ubicada la microcámara—, los genios de Riviera para ver si se los vienen a llevar y los arreglan. Pedazo de cables retorcidos. Chatarra terrestre.

Gastón suspiró. Miró de lleno a los X. No había ningún cambio en esa sonrisa de seductor entrenado que mantenían con altivez una vez que sus bocas dejaban de formar sonidos. Por un segundo le pareció ver cierto dejo de tristeza en la mirada de uno de los X, pero no podía decir con certeza que no fuera la imaginación de él. Miró a las Y, especialmente a la que le faltaba el brazo, para comparar las miradas. Parecía también ligeramente afectada, pero al compararlos con la otra no podía distinguirse el sentimiento atribuido por él. Concluyó que la red neuronal de los androides debía ser una versión antigua de los sistemas que en esa época existían en otros países. Decepcionado, se incorporó, y le dio la espalda a sus androides cuando escuchó la voz unísona:

—Desahuciado.

Se volteó y vio que seguían con esa sonrisa tonta. Se acercó al modelo X-700b y no pudo contener tanta ira. Lo abofeteó. El cuello del modelo cedió hacia un costado, la mata de pelo negro siguió la trayectoria, tapando ahora el perfil derecho. Enseguida se dio cuenta que no debió haber hecho eso. ¿Qué pensaría la cuidadora de él? Empujó con el dedo índice la mejilla derecha del X, intentando que el modelo quedara en la posición erguida habitual, pero la presión que él ejerció no produjo el movimiento esperado. Se inquietó más cuando pensó que tal vez ni siquiera era la cuidadora de las Y la que había estropeado a las copias. ¿Y si eran los de Riviera? ¿O algún vecino como ya había pensado? ¿Cómo es que no les habían enviado cámaras y monitores para controlar lo que pasaba en el cubículo antes y después de las visitas? Luego se tranquilizó al pensar que era casi imposible que los de Riviera chamuscaran la piel de un androide creado por ellos. Y que la responsable tenía que ser la cuidadora de las Y. Después de todo, ¿él no estaba actuando igual? ¿Cómo podía una persona aguantar un trabajo tan monótono con toda la expectativa que él tenía con la inteligencia artificial y los cyborgs? No podía entenderlo y a Gastón no le gustaban, como a nosotros, las cosas que no podía entender. Buscaba la manera de comprenderlo y gastaba mucha energía en eso. Se dio por vencido, y supuso que iba a tener que cumplir con su trabajo de escuchar a los androides muchísimo tiempo hasta que quizás algún día hubiera algún cambio en su monótona narración. Antes de salir les dijo:

—Son un fracaso.

Luego se sintió mal por decir eso. Pero, pensaba, ¿cómo podía hacerlos reaccionar? Caminó hasta salir del garaje y ya afuera giró para mirar hacia su casa. Vio al corredor de remera fluorescente pasar como una flecha. Cruzó, pensando que tenía que devolverle la máquina de cortar césped al vecino, y miró hacia el final de la calle. El corredor había dejado de correr. Con lentitud se iba alejando, de espaldas, hacia la avenida. Gastón frunció el entrecejo. Pensó que debía estar cansado el tipo de tanto correr, o que el día era demasiado caluroso y se debía a eso la falta de energía que podía dar por resultado que aminorara la marcha donde nunca lo hacía.

Esperó en la puerta de la casa del vecino a que le abriera. La reja no estaba totalmente cerrada. La empujó de un golpe e introdujo por la abertura la máquina de cortar pasto a la que empujó por el pasillo largo hasta el fondo. Llamó a Elías por su nombre. No aparecía. Apartó con el dorso de la mano la cortina de plástico que tenía la puerta del fondo de la casa del vecino y entró a la sala de estar. Había una mesa cubierta de estampillas y una carpeta abierta con una página a medio llenar con algunas ya pegadas, la silla corrida hacia atrás, como si alguien se hubiera levantado de golpe, pero su vecino no estaba ahí, ni en ningún otro lugar de la casa. A un costado del álbum estaba el teléfono de Elías. Gastón apretó el botón de encendido del celular y apareció el ícono de batería descargada.

Salió al fondo, donde Elías había plantado algunos tomates junto a la pared medianera, y caminó hasta la parrilla de cemento. Había restos de botellas de plástico de gaseosas entre las ascuas, pero lo demás era pura ceniza. Se estaba preguntando hasta qué hora de la noche había alimentado la hoguera su vecino cuando le pareció ver algo que brillaba en lo negro, como si fuera una estrella en ese cosmos de fibras oscuras. Se agachó y lo tomó.

El sol se escondió y evitó que el objeto siguiera brillando. Era una amalgama de acero. Gastón dejó entrar aire a sus pulmones, sintió que se mareaba un poco, pero luego se le pasó. Su vecino habría salido a visitar a una amiga o algo por el estilo, pensó. Lo mejor era dejar lo encontrado en el lugar donde lo había encontrado. Dejó caer la amalgama en el mismo hueco de cenizas de donde la había extraído. Volvió a su casa. Le pareció escuchar algunos golpes de martillo. Pero no venían de adentro de su casa. Debían ser el repiquetear del martillo contra los hierros de algunas columnas lejanas. Se enfrascó en su rutina de ejercicios. Esa noche, cansado, no puso en el televisor antiguo ninguna película de Hitchcock y se durmió fácilmente.

Mientras dormía pudo darse cuenta de que estaba en un sueño, se reía con una mujer. De repente, se encontró abrazando a la cuidadora de las Y. Bajando con sus labios por un camino de pecas hasta el ombligo y luego subiendo para terminar en un abrazo y un beso. Giraban en la cama. Ella se subía encima de él, estiraba el cuello hacia atrás y lo miraba fijo mientras disfrutaba. Él bajó la mirada, vio los senos de la chica, y de repente sintió que algo lo arañaba. Vio que a la chica de pecas le faltaba el brazo y del muñón salían finos cables azulados, brillantes y cortantes que se dirigían hacia su cara.

Gastón se incorporó en la cama. Despertó de esa pesadilla. Tomó su celular para comprobar si había completado la carga. Nunca había superado la mitad de la carga desde que se descargó al vincularlo con los X. Pensó en si esa era la causa de la súbita descarga, pero no podía afirmarlo. El celular ya venía andando mal por momentos, a veces se apagaba solo y volvía a encender. Durante la mañana estuvo tratando de componer algunas canciones simples en la guitarra. Mientras almorzaba pensó que ese día no se preocuparía por si la cuidadora de las Y aparecía o no. Él había estado el día anterior así que ahora era el turno de ella, la responsabilidad de ella. Luego del café con leche salió a caminar por el barrio a paso rápido.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 5.

Al otro día, Gastón deslizó el portón más animado y caminó con la cabeza alta hasta el contenedor. Tenía la sensación de que iba a encontrar algo nuevo en la respuesta de los androides a su repicar de dedos. Se sentó en el zafu, hizo una pausa para concentrar la atención en los perfiles de los X y los activó. Escuchó la voz unísona mientras sentía como el pecho se le iba desinflando y dejó caer la mirada al piso cuando el cuento terminó. Mis antepasados dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando vio en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Luego, Gastón levantó la mirada de a poco, no había procesado bien todavía lo que había escuchado, sentía el hastío por escuchar otra vez la historia pero distinguió que en vez de divisó habían dicho lo que él había pensado que sería más simple para una historia simple: vio. ¡Dijeron, vio!, se dijo, con una alegría que duró un instante. Pasado eso se dio cuenta de que era un cambió mínimo que apenas había notado en el discurso de lo X. Decidió enfrentar a los X. Miró a las Y antes con reproche, como diciéndoles esto va para ustedes también, si es que repiten la misma historia. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para que voz sonara iracunda. Gritó:

— ¿Cómo es que no sienten nada por Juan? ¿Cómo pueden contar la misma historia sin variar el destino del protagonista que termina desmayándose del susto que le da la madre? ¿No se dan cuenta que Sara es un fantasma?

Se levantó y caminó de un lado a otro del contenedor con ganas de pellizcar a los X a ver si eso los hacía reaccionar. Primero golpeó con fuerza la pared del contenedor. Luego se acercó al X-700a y lo pellizcó pero no hubo ningún reflejo en el androide. Seguía impávido. Agarró el manual que estaba en un rincón del contenedor y pasó rápido las páginas. No había dirección de contacto. Y pensó que tampoco sabía dónde quedaba la sede de Riviera en el país. Desahuciado, levantó la vista y notó una anomalía en una de las Y. Era en la Y-700a. Le faltaba el dedo meñique. Del agujero que habían dejado al quitárselo salían unos cables finos azulados. Y, casi a la vez, le pareció oler a quemado. Miró al recuadro donde estaba emplazado el extractor de aire en el contenedor para confirmar que funcionaba. Distendió las fosas nasales para discernir qué era el olor a quemado. Cigarrillo. ¿Cómo no lo había notado antes? Ese olor rancio, que él amaba y odiaba a la vez. Negó con la cabeza, caminó despacio hacia la puerta del contenedor, la abrió, miró por sobre su hombro por última vez ese día a los X, salió, cerró la puerta, bajó la escalerilla y caminó lentamente hacia la puerta de salida del garaje. Abrió la puerta principal. La luz del sol lo cegó un momento. Luego vio a un corredor que cruzó su campo visual con su remera fluorescente. Pensó que no le agradaban mucho los corredores. Una vez uno se lo había llevado puesto en la plaza. Cruzó y vio que en la otra cuadra, cerca de la panadería estaba el vagabundo que veía siempre en la avenida. Le pareció raro que se hubiera trasladado. Seguía con la cabeza casi clavada en un cuaderno en el que escribía o eso parecía desde lejos. Se detuvo cuando notó que una silueta venía caminando por la altura en que estaba el vagabundo. La silueta aminoró el paso al ver que él la miraba. También se detuvo. Luego dio unos pasos rápidos hacia el vagabundo y se agachó. Gastón siguió cruzando y se quedó observando. La cuidadora de las Y en cuclillas hablaba con el vagabundo. Vio que le alargaba la mano para darle algo que había sacado del bolso que llevaba. Gastón pensó que, más allá de la irreverencia por fumar en el contenedor, su compañera de trabajo parecía preocuparse por los demás. Pero, ¿qué había hecho con la réplica Y-700a? Esperó hasta cerciorarse de que ella dejaba de hablar con el vagabundo y volvía sobre sus pasos hasta la parada de colectivo.

Esa noche, luego de hacer ejercicio y tomar su licuado de proteínas, mientras escuchaba música, Gastón pensó que no podía reprocharle mucho a la cuidadora, si es que lo había hecho ella y no se había metido al contenedor de alguna manera ese niño que no respetó las reglas de no usar drones, que le hubiera quitado un dedo a las Y. Viajar para hacer ese trabajo tan poco grato podía afectar a cualquiera. Pero también se dijo que no sabía nada del funcionamiento de las Y porque nunca las había observado fuera de reposo. ¿Y si realmente habían hecho algún avance con la historia que le habían cargado? Tal vez tuvieran una historia mucho más interesante. Sopesó también la posibilidad de que su compañera hubiera intentado cargar, como él al X, a la Y-700a y, sin querer, le hubiera roto el dedo. Llamaba la atención de que no había rastros del dedo en ningún lugar del contenedor. Se cansó de pensar del tema y siguió escuchando música, luego miró una película muda de Hitchcock y se dirigió al dormitorio.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 4.

No desayunó como siempre, tomó unos mates amargos y leyó un libro de Locke sobre óptica. Después de almorzar, estuvo tocando la guitarra un rato, se le daba por componer algunas canciones, a veces sin letra, otras con letra, tomó un café con leche y empezó a caminar de una punta a otra en la casa chorizo de su abuela esperando la hora de cumplir con su deber diario. Antes abrió la ventana de la puerta para estar seguro de que la chica no estaba en la entrada del garaje de enfrente. Eso evitaba el momento embarazoso donde tenía que apartar la mirada para retroceder. El portón estaba despejado así que decidió cruzar su garaje, abrir la puerta y salir a la calle. En ese momento vio que la chica venía caminando por el medio de la calle. Era una cuadra tranquila donde no pasaba ningún coche y si lo hacía no superaba la velocidad de la vendedora de golosinas. Los coches iban muy lentos en esa época. Se debía a que la gente estaba enfrascada en algún dispositivo. Mirando alguna película, leyendo mensajes en los teléfonos o mirando algún tutorial en YouTube. La velocidad, en general, había dejado de ser un medio de la humanidad para llegar a algún fin.

En fin, para lo que vengo contando es mejor que diga que Gastón y la cuidadora de las Y cruzaron miradas, pero esta vez el que retrocedió no fue Gastón, fue la chica. No estaba claro cuándo era el día de uno o del otro así que desde ese día en adelante, la intención de proseguir era lo que definiría el día laboral. Esa vez la chica reculó y Gastón siguió, sin tener muy en claro por qué, hasta su puesto laboral.

Sentado en el zafu sin activar todavía a los X pensó, no sin amargura, que hubiera sido mejor que realizaran el trabajo en conjunto con la chica. Ella con sus Y y él con sus X. Pero si es así estarían rompiendo la regla escrita en el amarillento manual de instrucciones. Y, por si había algún supervisor de Riviera dando vueltas o mirando por las microcámaras, era mejor cumplir con lo que decía el prospecto y olvidarse de esas ilusiones. Se sentó en el zafu, irguió la espalda, apoyó las manos en las rodillas y probó si esa antigua teoría sobre la conexión mental con los androides funcionaba o no. Exhaló cuando vio que los androides seguían en reposo. ¿Cómo había pensado que algo así podía funcionar? Evidentemente, la rutina estaba afectando su capacidad de razonar adecuadamente. Chasqueó los dedos. Los X se encendieron. Encontró una anomalía en el funcionamiento de sus réplicas. Dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

A esta altura Gastón daba por sentado que los X decían siempre lo mismo. Debo decir que sobrevaloraba a su memoria. Pero la verdad es que decían lo mismo. Y a él le parecía que decían lo mismo. No veía alteraciones en el discurso porque hasta el momento no había sido modificado sustancialmente. Esta vez encontró una alteración pero no en el discurso, sino en que estaban un poco fuera de sincronía los dos. Algo muy molesto. Impedía que Gastón pudiera realizar su trabajo, la cacofonía que salió de esas bocas sintéticas no le dejó discernir si había algún cambio, pero lo importante para él fue que parecía que no había ninguno. Y que encima de eso, los androides mostraban un desperfecto en su funcionamiento básico. Se preguntó si habría sido porque habían roto alguna regla y ese era el día de la cuidadora de las Y. Se animó un poco pensando que el desperfecto intuido podría ser un avance. Pero eso mismo lo llevó en unos minutos a comenzar a hablarles a los androides. Los humanos sienten tedio fácilmente y Gastón no era una excepción. Lo que había pensado decirle los días anteriores salió ese día.

¿Cómo puede ser que repitan siempre lo mismo?, dijo. Luego se sintió un poco fuera de lugar, se tranquilizó, negó con la cabeza por hablarles a los X, miró el suelo de chapa del contenedor, que tenía algunas manchas de óxido, se levantó y volvió a su casa.

Pensó que al salir rápido quizás se cruzaría con la cuidadora de las Y. Pero recibió los ladridos amenazadores de los perros, la mirada reconcentrada de la niña de los vecinos, la cordialidad mecánica del vecino traumatizado y antes de cerrar la puerta de su casa escuchó la melodía que salía del altavoz de la vendedora de golosinas de algodón de maíz.

Entró a su casa, caminó hasta el fondo y se quedó mirando las nubes rosadas del atardecer. Pensó en si habían copiado exactamente la anatomía cerebral de él, si los androides tenían la misma densidad de chips de silicio que conexiones neuronales su cerebro, y si era así pensó que él debía ser como ellos y no poder modificar ninguna historia, lo que lo entristeció un poco. Era de noche y mientras se preparaba, luego de cenar, el licuado diario, se dijo que debía haber algún desperfecto. Riviera no explicaba el funcionamiento de las unidades que había creado. Era natural que despertaran tantas dudas en Gastón por las expectativas de sus lecturas científicas sobre la inteligencia artificial. Enseguida volvió a pensar en dónde viviría la cuidadora de las Y, por qué habían elegido a esa chica con pecas en vez de alguna persona conocida por él, cuál era el motivo de la elección si es que había alguno y se olvidó de los X y de las Y hasta el otro día.

Por la mañana varió y aceleró sus rutinas. A las doce ya había improvisado algunas melodías en la guitarra, había almorzado, tomado su café con leche luego de la comida, caminado de una punta a otra de su casa, preguntándose cómo arreglar la cortadora de césped, si debía cambiarla por alguna nueva o no, algo que estaba evitando por el miedo de caer en una nueva estafa en Ebay, y estaba ya mirando el pedazo de calle que le dejaba ver la ventanita de la puerta, con su perra al lado alerta para salir ni bien la abriera. Suspiró con una mezcla de resignación y alivio cuando vio que estaba desierto. Significaba que su lugar en el contenedor estaba disponible y aunque sea iba a poder cambiar un poco de lugar por un tiempo. Antes de entrar se quitó los anteojos y dejó que los rayos de sol abrasadores de ese día le dieran de lleno en sus párpados cerrados. Sabía que la vitamina D era necesaria para mantener su equilibrio anímico. Empujó el portón, entró y se dirigió al contenedor. Al entrar notó que algo había cambiado. Uno de los X estaba con los hombros desmoronados y los brazos colgando a los costados de la silla. Se sentó en el zafu y lo observó. La semi sonrisa no había cambiado pero la postura del androide le hizo pensar en cómo eran cargados. Chasqueó los dedos, escuchó que el X que seguía erguido reaccionaba y lanzaba el discurso de los días anteriores. Lo dejó terminar mientras pensaba cómo iba a hacer para que el androide recuperara la energía perdida. Revisó el manual y no había ninguna instrucción. Salió del contenedor y rebuscó por el suelo del garaje por si había algún enchufe en las paredes o plataforma de carga. Miró las paredes por si habían dejado alguna lámina con las instrucciones necesarias para tal tarea. Pero las paredes no escondían más que algunas manchas de humedad. Volvió a subir al contenedor. Repaso a las Y con la mirada. La postura no había cambiado, seguían erguidas con las palmas de las manos apoyadas suavemente sobre sus rodillas. Posó la mirada en el X con los hombros vencidos y eso hizo que él, al verse reflejado en ese androide que parecía abatido, mejorara su postura . Se dijo que debía encontrar la manera de recargar al modelo. Rodeó la silla y observó si había alguna ranura de carga a la altura del cuello, alguna marca en la piel que sugiriera que la réplica debía ser enchufada para el abastecimiento de energía. La respuesta fue negativa así que enfrentó al X, se inclinó e intentó levantarle la mano tomándolo del dedo medio de la mano derecha. Pudo levantar el dedo pero el brazo no se movió. Dejó caer el dedo otra vez. Se acuclilló delante del X y volvió a levantarle el dedo medio esta vez empujándolo con su dedo índice. No encontró ninguna célula de recarga debajo del dedo, que era lo esperable, según la bibliografía sobre androides leída en la red. Apoyó las rodillas en el suelo del contenedor, se dejó caer de manera lateral hacia la derecha y con ese ángulo nuevo de visión probó con el dedo meñique del pie derecho del X. En la yema del dedo estaba la célula de recarga, un recuadro iridiscente con circuitos expuestos. Mientras pensaba en qué plataforma de carga encastrar el dedo para recargar al X, le pareció ver que una de las Y giraba la cabeza por un segundo y lo miraba. Se arrodilló rápidamente y la observó.

Las dos Y seguían en la misma posición. Debía ser que él se había mareado al bajar hasta el suelo del cubículo, me consta que pensó Gastón. Salió del contenedor, cruzó la calle, desierta bajo el sol de esa tarde de verano, y rebuscó en uno de los dormitorios de su casa el módulo para recargar su antiguo reloj pulsera. Lo guardó en el bolsillo, volvió a cruzar, mirando para los dos lados de la calle por si veía a la chica (podría pensar que recién estaba entrando), abrió el portón y se apuró para estar cuanto antes frente al X descargado. En el piso encastró el dedo meñique del X en el módulo de carga y enchufó el módulo en uno de los cargadores de las paredes del contenedor, que a su vez estaban conectados a paneles solares ubicados encima del techo de chapa del garaje. Paseó la mirada por las Y y el otro X hasta dejarla reposar, con ansiedad, en el X que había dejado en carga. Mientras, sacó su teléfono del bolsillo y se puso a revisar si había alguna novedad sobre la entrega de su máquina eutanásica y, como no había ninguna, luego buscó cortadoras de césped. Había una con chasis de color naranja que parecía una motocicleta cuyas prestaciones parecían las ideales para los yuyos duros del fondo de su casa. Las unidades estaban en un depósito no muy lejos de su casa. De alegría, sin pensar en el acto que realizaba, chasqueó los dedos. Una voz cavernosa dijo Resul… muy lentamente. 

Miró al X que dejó en carga. La mandíbula inferior estaba caída y trataba de mover la boca como si fuera una vaca pastando. Completó la palabra Resulta y se desmoronó. El otro X funcionaba a la perfección y contó el cuento entero. El que él había intentado cargar tenía la espalda vencida y la cabeza entre las rodillas. Ofuscado, Gastón se dio cuenta de que no tenía idea cómo cargar a la réplica y que tampoco debería tenerla porque no había especificación alguna en el manual de Riviera. Retrocedió en el contenedor, apoyó su espalda contra la pared y agregó al carro de compra de la aplicación la cortadora de césped. Luego pensó que sería bueno ponerles algo de música a los X. Y hasta era posible que la escucharan las Y en el modo reposo. Desplegó en su teléfono la ventana de Bluetooth, como si en vez del cubículo estuviera en su casa y se dispusiera a conectar el teléfono con los altavoces Panasonic que usaba hacía treinta años. En la lista de dispositivos disponibles para ser vinculados aparecían varios que reconoció, el suyo y otros que el relacionaba con pertenecientes a artefactos de los vecinos, pero entre esos había cuatro nuevos dispositivos vinculables. Los X-700a y X700b y los Y-700a y Y-700b. Pulsó con el dedo índice el de X-700a. El teléfono advirtió que estaba intentando vincular el dispositivo. Mientras seguía pendiente del teléfono Gastón escuchó la campanilla de enlace exitoso de dispositivos que provenía de la boca semiabierta del X desmoronado. Gastón levantó la cabeza. Vio que los iris de los ojos del X se expandían. La cabeza se sacudía. El X levantó de golpe el cuerpo, se compuso y recuperó la postura original. Gastón miró su celular para comprobar si la vinculación había sido realmente exitosa y si eso era lo que había provocado el cambio. Pero el teléfono se había descargado y en la pantalla estaba el gráfico de batería agotada.

Chasqueó los dedos. Los X respondieron al instante:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

El que bajó la cabeza ahora fue Gastón. Estaba cansado de escuchar la misma historia. Se preguntaba si lo mismo le pasaría a la original de los Y. Además con el celular descargado era imposible ponerles música. Recuperó el módulo de recarga de su reloj pulsera. Volvió a su casa, dispuesto a encarar otra jornada de ejercicios pero se sintió súbitamente muy cansado. Decidió dormir media hora antes de retomar con su rutina muscular. En el ex dormitorio de su abuela, cada vez que iba a dormirse, sentía que se caía por un precipicio y luego se ahogaba. Era espantoso. No había ninguna pesadilla que acompañara a los ahogos así que era todavía más desagradable. Las otras, pocas veces, que había dormido la siesta, nunca le había ocurrido lo del ahogo. Miró al teléfono ahora conectado al cargador rápido a su lado y no parecía haber avanzado mucho en su carga. Decidió que era mejor levantarse y cumplir con su rutina de dominadas en el caño del pasillo (uno que había puesto su abuelo para colgar una hamaca). Realizó dieciocho dominadas y cuando estaba contando la número diecinueve con el cuello por encima de la barra y con la mirada clavada en el cielo más allá del techo del garaje de la casa, vio que una sombra metálica negra cruzaba el cielo. Se desprendió del caño, aterrizó en el suelo, caminó hasta la escalera de la terraza y subió corriendo los escalones. En el borde de la azotea vio que había por lo menos cinco drones sobrevolando el cielo del barrio.

Los drones habían sido prohibidos hacía años. Por los problemas que hubo con su funcionamiento tuvieron que ser desechados y solamente se podía «levantar» uno con un permiso especial (que nunca era otorgado). Dedujo que debía ser el hijo de algún vecino de la cuadra que se le había dado por jugar con los drones ilegales del padre. Se los quedó mirando porque hacía rato que no veía a ninguno. Esos modelos parecían telarañas de cables negros que portaban en el centro un huevo pardo. Giraban, alborotados, dirigiéndose para una esquina de la cuadra y luego la otra, asustando a las cotorras que no sabían para dónde dirigirse. Luego se escuchó un grito agudo. Los drones se detuvieron en seco y cayeron en picada. Gastón, un poco animado por el incomprensible show, volvió sobre sus pasos y siguió con su rutina de ejercicios. Al terminar, fue al dormitorio para desvestirse y reparó en el teléfono. La carga no había llegado aún ni al cincuenta por ciento.

Esa noche, antes de acostarse salió a respirar un poco de aire fresco. Vio a uno de sus vecinos, un hombre muy alto y encorvado, que estaba metiendo los drones que habían caído en su cuadra en bolsas de residuos. Cerca, un niño, nervioso, daba vueltas, y movía las piernas como si pateara piedras.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 3.

El tercer día de visita descubrió que los Miércoles era el turno de la original de las Y. No sabía de dónde la habían traído al barrio, o si venía desde el centro, pero antes de cruzar, la vio acercarse a la puerta, seguir la flecha como él y meterse en el garaje. Sabía que estaba prohibido interceptarla para conversar, así que se dio vuelta y volvió a su casa. Estuvo mirando a través de los visillos de la persiana para ver cuánto tardaba la chica en salir. Fue más rápida que él. Sentado en el garaje, mientras leía un libro —Los papeles de Aspern, de Henry James—, se preguntó qué cuento contarían las Y.

Luego fue al almacén, compró algunos productos de limpieza sueltos, que venían en botellas de gaseosa. La almacenera era una mujer entrada en años, con el pelo negro recogido, muy pálida. Se llamaba Augusta. Pensó en contarle a Augusta sobre la nueva ocupación que tenía —después de todo, no éramos un secreto— pero pensó que no le creería que en el barrio habían ubicado un contenedor Riviera, así que no dijo nada. Además estaban esperando otros clientes y pensó que podía llegar a estar a sus espaldas, esperando ser atendida, la Y original. Sabían que no debían cruzarse así que prefirió volver rápido a su casa. En el camino saludó a sus vecinos, una familia con una niña que siempre lo miraba de mala manera —Gastón no entendía por qué— y al motoquero que se la pasaba los días arreglando su motocicleta. Antes de entrar a su casa, se giró para saludar al hombre mayor que pasaba las tardes como él en el porche de entrada, a veces charlando con un vecino, ingeniero, de la esquina, otras mirando la nada fijamente. Gastón temía llegar a convertirse en ese hombre pero también lo tranquilizaba el hecho de que hubiera otros solitarios como él. Ese día se le ocurrió cruzar para preguntarle a Lorenzo, así se llamaba, si él había pedido también la máquina eutanásica, pero no se animó. Tal vez ya la hubiera recibido y él se sentiría mal por no tener la suya. Aquella noche Gastón tuvo una gran actividad REM, soñó con cementerios, una chica morena que llevaba un vestido blanco —pero con pecas— y un retrato oval.

El jueves comió un churrasco, tomó un café, dio vueltas por la casa pensando en que tenía que arreglar el motor de la cortadora de césped para ocuparse del fondo y a las cuatro y media de la tarde se enfrentó a los X. Se sentaba en el zafu de manera que pudiera ver el perfil derecho de uno y el izquierdo del otro, dando la espalda a las Y. Hizo chasquear el pulgar con el dedo medio. Mis antepasados salieron del modo reposo y dijeron:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Los X bajaron los párpados, estiraron los labios como si estuvieran contentos con la repetición y se quedaron en modo de espera. Gastón giró en el zafu casi en ciento ochenta grados para ver si había algún cambio en el modo reposo de las Y. Vio los perfiles opuestos de ambas y trató, infructuosamente, de contar la cantidad de pecas que tenían. Parecían ser las mismas en la dos (eran las mismas). Luego Gastón abrió un paquete de bocaditos de avena que se había llevado para la ansiedad. Tenían sabor a arándanos y venían con un poco de nicotina, la justa necesaria para contener las ansias de usar los cigarrillos electrónicos. Gastón se había cansado de cargar las baterías y los tenía en la casa en un armario con vitrina donde se podía apreciar la evolución de los aparatos desde cacharros pesados y con diseño steampunk a una especie de escarbadientes.

Una vez que llenó su ansiedad de nicotina, Gastón, de cara otra vez a los X, pensó en qué podía hacer para que dijeran algo nuevo en vez de la historia que ya conocía. Les preguntó cómo se llamaba él. Contestaron al unísono: Gaston, sin acentuar la o. Les preguntó si sabían cómo se llamaba la cuidadora de las Y. Siguieron con la media sonrisa de tranquilidad y no contestaron nada. Suspiró y miró, confundido, a mis antepasados. Dio por terminada su tarea, se levantó y retornó a su casa. Al cruzar la calle se detuvo para dejar pasar a la vendedora de golosinas de algodón de azúcar. El color fluorescente rosado de los copos, a través de las bolsas de plástico que los protegían, resaltaba más de lo habitual en ese día de nubes grises. La mujer no lo miró y siguió pedaleando en su bicicleta. A Gastón le molestó que no lo saludara. Nunca lo había saludado y si volvía la memoria atrás, para él, parecían que habían pasado siglos desde que la mujer había aparecido con su bicicleta y las golosinas. A la derecha del portón del garaje de contenedores había una reja con dos perros de pelaje amarillento que le ladraban continuamente. Gastón los miró de mala manera y cruzó la calle. Pensó que lo que faltaba era que estuviera la niña vecina que tenía esa cara con la boca apretada y la mirada fija siempre, como si estuviera triste y enojada. Por suerte no había nadie en la vereda de los vecinos y Gastón pudo entrar a su casa sin llevarse esa imagen desagradable adentro. Hizo ejercicio, dominadas, fuerzas de brazos, abdominales, lo mismo que hacía todos los días para mantenerse en estado físico. Por las dudas, se decía a sí mismo, debía mantenerse en forma. En otros tiempos, había tenido que enfrentar a varios ladrones en la calle. Uno lo había amenazado con una hoja de afeitar. Otro le había dado un cabezazo en la nariz.

Ahora, el mundo estaba sospechosamente tranquilo para Gastón. El malhumor de las personas había ido en crecida pero lo que leía en las noticias era de lo más pacífico. No entendía cómo la gente seguía cerrando las puertas cuando la inseguridad de la zona había quedado restablecida hacía muchos años atrás cuando ubicaron cámaras con láseres —que pronto dejaron de funcionar— en todos los palos de luz. Hasta habían reemplazado las luces frías por otras cálidas y el barrio parecía más antiguo que nunca. Gastón veía pasar a los caballos arrastrando carros. A niños subidos en caballos galopando como si estuvieran en el medio de la pampa. Y eso le gustaba, pero no porque pareciera algo gauchesco o propio de la zona, sino porque activaba recuerdos de los westerns que Gastón había visto en la universidad. A esa altura, Gastón no sabía si los chicos andaban a caballo para imitar a sus antepasados o si era porque lo habían visto en alguna película de acción.Ese día Gastón tomó sus proteínas, encastró la licuadora en su base para hacerse un licuado que era una mezcla de leche con las paltas que recogía en el fondo —caían del árbol de su vecino, una persona que había quedado traumatizada después de la guerra pero que era de lo más amable; algo que a Gastón le llamaba la atención— y bananas. Luego sabemos que Gastón tocó la guitarra y escuchó un poco de música en la computadora. Después repasó una película de Hitchcock. Se durmió y antes de despertar por la mañana tuvo una pesadilla. En el sueño estaba tomando una cerveza con una chica morena, en la terraza del bar frente al cementerio, y no entendía bien lo que le decía la chica pero sabía que estaba muerta, lo que le daba ganas de salir corriendo de la situación, no fuera que terminara como Juan, desmayado delante de la madre, pero no podía hacerlo. Como en los sueños de los humanos, algo lo retenía en su asiento alto.

por Adrián Gastón Fares.

VORACES. Nueva novela. 2.

Aquel día, casi inaugural para nosotros, digamos, Gastón cruzó la calle y se quedó mirando la enjaulada cámara de seguridad del garaje. La puerta no se movió ni salió nadie. Estuvo ahí diez minutos esperando que algo ocurriese y escuchando a las cotorras chillar en lo alto. Después vio que había una flecha escrita en la puerta, con pintura blanca, que señalaba para la derecha. Entendió que quería decir que debía abrir el portón. Lo empujó con la mano izquierda, separándolo de la bisagra la distancia suficiente para poder pasar al interior del garaje.

Encontró dos camiones aparcados con sendos contenedores de color bordó. La luz que entraba por las ventanas altas era difusa. Un rayo de sol se aplastaba contra el contenedor del camión que estaba a su izquierda. Gastón caminó hasta el fondo del garaje y encontró la escalera que daba a la puerta del contenedor. Subió los tres escalones, abrió la puerta y encontró una pecera —así llamábamos a los entornos en que nos estudiaban por esa época. 

Una pecera era un ambiente con luz blanca cenital, cuatro asientos, un almohadón redondo en el suelo y un sistema de ventilación. Gastón activó un interruptor. Las luces se prendieron y se vio a sí mismo sentado en una silla. Frente al androide que era una copia de él, había otro androide igual a Gastón en otra silla. En sillas paralelas a las de estos dos androides encontró dos figuras más sentadas. No se asombró por verse a sí mismo como androide, por esa época ya todos daban por sentado el experimento que estaban realizando con la inteligencia artificial y sabían todos cuáles eran las reglas. Las personas sólo esperaban que no fueran reclutados para esa empresa financiada por el estado. Sí le asombró ver las otras dos figuras. Dos androides con forma femenina, pelo lacio, figura delgada, las manos sobre las rodillas. Estuvo un rato tratando de recordar si la figura le recordaba a alguien. No había caso. 

Nunca había conocido Gastón a una persona de pelo lacio castaño, pecas, ojos que parecían grandes y redondos como los de un animé. En el medio del cuadrilátero formado por las sillas estaba el zafu, el almohadón de meditación. Gastón entendió que debía sentarse ahí. Así lo hizo, tomando el manual de instrucciones que sobresalía de debajo del almohadón. Leyó sin poder creer que hubiera sido reclutado para esa tarea.

El manual le explicaba la suerte que tenía de haber sido elegido entre tantos para ser duplicado. Luego seguía la advertencia, ya sabida pero que leyó como si no la supiera. Era su responsabilidad cuidar de los prototipos, si le ocurría algo a los X, sus copias, el que sufriría las consecuencias sería él. Era como un prospecto de esos que vienen con los medicamentos. Luego explicaba cómo era el funcionamiento de los androides. En esa época, debajo de la uña del dedo meñique de la mano derecha estaba nuestra fecha de fabricación. Las réplicas se encendían haciendo sonar los dedos, para ser exacto: con un repicar de dedos. Se apagaban con dos. Gastón estaba interesado en cómo estaban construidos pero el manual no especificaba nada de eso. Lo que estaba impreso con tinta roja era la tarea. Debía encender a los androides y escuchar la historia que iban a contar. Anotar si había variaciones en esta historia que denotaran algún cambio en el funcionamiento, una sinapsis que delatara que habían reconfigurado sus redes neuronales. Mis antepasados sabían hacer operaciones matemáticas y repetir algunas frases. Incluso hacer preguntas simples. Todas esas funciones se usaban en electrodomésticos. Los androides no tenían programadas estas funciones. El interés estaba en los cambios en el lenguaje. Y en la estructura narrativa.

En la pared del contenedor, en una lámina, estaban las reglas del cuidado. Los cuidadores, los originales de los androides clonados, o sea él y la chica, no podían coincidir dentro del contenedor y estaba prohibido también que se comunicaran en el exterior. Enmarcada en la pared, debajo de la fotografía de la réplica de Gastón estaba anotada una X. En la fotografía de la réplica de la chica, una Y. No había mucho más que mirar y Gastón bostezó, como si fuera un chiste la tarea monótona y aburrida que le habían encomendado. La de escuchar vaya a saber qué de una réplica de sí mismo. Chasqueó los dedos para ver cómo funcionaba el asunto.

Los X abrieron los ojos. Miraron para un lado y el otro y luego los cerraron. Gastón tuvo que volver a hacer el chasquido. Seguían con los párpados cerrados. Probó tres veces y todo seguía igual, así que Gastón se levantó para retirarse. Tenía pensado escribir a Riviera para decir que no aceptaba el trabajo y que podían deshacerse de sus réplicas. Pero cuando estaba por bajar la escalerilla del contenedor Gastón oyó que los X decían, a la vez, Resulta que.

Gastón se volvió sobre sí mismo y observó a los androides que habían detenido su discurso y parecían estar pensando. Soltaron su discurso de golpe como si se hubieran atragantado al comenzar y después escupieran la historia que tenían que contar:

Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando divisó en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.

Los X hablaban al unísono, sincronizados, era una única voz. Gastón ya conocía ese cuento, una leyenda urbana. Entendió que habían sido cargados con algún cuento básico. Pensó en si las Y tendrían la misma historia de base cargada. No podía saberlo porque la única que podía activarlos era la chica original, que él desconocía. Entiendo que esa leyenda urbana le debía de parecer sospechosa, como si le hubieran jugado una broma de mal gusto al tal Juan. Gastón tenía esa manera de pensar, por algo lo habrán elegido para que cuidara a nuestros antepasados. Debió pensar que se aburriría mucho con la perspectiva de escucharla todos los días. Y estaba molesto, como sabemos por lo que decía en los días siguientes cuando hablaba solo con los X porque habían usado la palabra divisó en vez de vio. Debía pensar que era imposible que la chispa se encendiera con esa historia trillada contada torpemente una y otra vez.

Ese día inaugural, acercó su nariz a los X para ver a qué olían. Lo asustó un poco que en esa época, como en la actualidad, no oliéramos a nada. Y habrá pensado que no sólo no le había llegado la máquina que había pedido sino que encima ahora tenía que cuidar de dos réplicas de él. Aunque no creía que el asunto fuera demasiado lejos. Gastón volvió a su casa, o sea cruzó la calle, y durmió apaciblemente, como si nada importante hubiera ocurrido. Al otro día después de almorzar decidió cumplir la con la visita diaria a los X. Empujó la puerta del garaje, entró al contenedor, activó a los androides y mis antepasados volvieron a contar la misma historia sin ninguna variación. Gastón se aseguró de que quedaran bien apagados los X —aunque apenas concluían la narración de Sara y de Juan entraban en inmediato reposo— y miró de reojo a las Y. Le parecieron muñecas de cerámica dormidas. Volvió a su casa y sacó a pasear a su perra hasta la plaza que había en 25 de Mayo. Los registros dicen que esa noche durmió bien, y que antes de dormirse, miró una película de Hitchcock.

por Adrián Gastón Fares.

Nota del autor:

Agradezco si pueden firmar esta petición por mi problema con la inclusión e integración en discapacidad (como sabrán tengo asperger y sordera) y me han quitado un premio que gané en cine:

change.org/gualicho

Gracias,

Adrián

PD:

Felices Fiestas!

VORACES. Nueva Novela. 1.

Era un garaje con fachada pintada de color amarillo y techo de chapa. La puerta por la que entraban y salían los camiones con los contenedores estaba pintada de negro. El cuidador que presenció nuestro despertar, el que tuvo que lidiar con eso, digamos, se llamaba Gastón. Vivía en la casa de enfrente al garaje y pasaba los días, a sus treinta y pico de años, treinta y nueve para ser exactos, leyendo en otro garaje; el que había guardado en otra época el coche de su abuelo. Sus familiares estaban todos muertos y Gastón también quería morirse, pero ese momento nunca llegaba. Había tramitado sin éxito la eutanasia, incluso pedido por Ebay uno de esos aparatos donde los humanos se metían para morir por esa época, pero el aparato nunca había llegado. Lo habían estafado. 

Puedo acceder a una conversación de Gastón con el estafador. En nuestro país habían aplazado la entrada de productos importados y un intermediario que iba a ingresar el aparato al país se lo había quedado. Gastón, un poco irritado, le pregunta si por lo menos lo iba a usar para sí mismo (al estafador). Y el estafador le contesta, con ironía, que lo lamenta mucho, y que su máquina no llegaría por no haberse (Gastón, claro) ido a vivir a Miami. Que se jodiera dice el estafador en la grabación, por no estar en Miami como él y, en cambio, haberse quedado en Argentina. 

Gastón cuelga el auricular del teléfono y se queda dando vueltas por el ex dormitorio de su abuela, haciéndose a la idea de que debe olvidar a su máquina eutanásica. Eran problemas comunes que tenían mis coterráneos en esa época. Y según los registros, en otras también.

Así que por esos días en que le ofrecieron el trabajo de cuidar a X, uno de nuestros antepasados, Gastón soñaba con todo tipo de máquinas finales. En general, eran modelos alternativos al de la máquina eutanásica que había encargado, cuyo costo no podía afrontar. 

No sabía que mientras estaba sentado leyendo, alguien de la empresa Riviera lo había mapeado y había planeado qué tipo de vida y qué futuro tendría para ser útil al objetivo de la empresa que patentó nuestros primeros modelos. Fue un día en que terminó de leer Otra vuelta de tuerca por quinta vez, cuando un empleado de Riviera le dejó una carta, que su perra se encargó de destrozar, en el suelo del garaje. Gastón juntó los pedazos y la rearmó. La carta decía que tenían una gran sorpresa para él. 

Sólo debería cruzar la calle para encontrarla.

por Adrián Gastón Fares.