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Intransparente. Capítulo 2 y PDF.

En aquellos días, Elortis se dedicaba a esconderse de los periodistas que lo esperaban afuera de su edificio. Los despistaba con un bigote que su padre había comprado en una tienda de bromas (extrañado, recuerda que en una época Baldomero aparecía con ese tipo de cosas; narices falsas, antifaces o colmillos). Sin embargo, una vez lo reconocieron. Elortis no paró de caminar mientras respondía con evasivas las preguntas y apartaba las cámaras, y logró meterse en el supermercado chino de la vuelta. La china creyó que los periodistas querían hacer alguna nota inconveniente para el ramo y los sacó volando con la ayuda del verdulero centroamericano. Elortis aprovechó para comprar comida y vino tinto, y retornó a su departamento donde se escondió varios días. Lo extraño, decía, era que seguía escuchando los ruiditos de Motor. El rasguño en la alfombra. Los maullidos tenues en busca de comida y agua. Las corridas repentinas. Pero sabía que el gato no estaba; así era la imaginación. Hasta pensó que sería el mono araña, que había vuelto. ¿De qué hablaba?

Pero me dijo que alguna vez me contaría la historia de ese mono. La pérdida de Motor lo tenía confundido. Primero porque no debería haber ido al rescate imposible del pasado de su padre (¡¿Qué era lo que podía hacer él con una carta favorable?!: siempre estarían los rumores), segundo porque no debería haberse llevado al gato por dos días de viaje, a quién se le ocurriría, hubiera estado a salvo en su departamento. ¿Qué iba a hacer ahora solo como un perro?

Elortis era de esos que te hacen reír sin querer. Su intención escondía una seriedad no tan difícil de entender, era la seriedad de la persona que llegaba al momento de su vida en que tenía que volver a jugarse todo. Ya había acariciado el éxito. Pero ahora tenía que dar otro paso, uno nuevo que consistía aparentemente en vivir como él quería y volver a escribir –o simplemente a hacer, como él decía– otra cosa de peso.

Además, estaba claro que no había encontrado el amor. Más bien se le había escapado. Se había enamorado algunas veces, pero lo arruinaba todo cuando las cosas iban en serio. Elortis idealizaba a las mujeres que le gustaban y a las que no las trataba con la desidia necesaria para enamorarlas. Así pasó con Miranda.

Ahora, después de la muerte de su padre, del éxito repentino que había alcanzado con el libro y de la enemistad con Sabatini, reconocía en sí mismo la madurez necesaria para mirar de frente a las personas. Supongo que la acusación contra su padre debió renovar su fuerza, como si tuviera una tarea importante que atender.

Nunca me contó el fin de Baldomero, pero me aclaró que el asombro de no poder hablar con él desapareció un año después de su muerte. En cambio, al tocar el tema, sacó a luz una de las historias de la enanita, cuya abuela materna había fijado la hora en que moriría.

La vieja le avisó a sus familiares que a las doce en punto de esa noche se iba y que su deseo era que rodearan su cama para acompañarla en sus últimos momentos. Se acostó y cerca de la medianoche escuchó con los ojos entrecerrados, sin chistar —palabra de la enanita— la extremaunción del cura. Al rato, como no pasaba nada, le preguntó a su hermana, la tía de la enanita, la hora. Cuando le confirmó que habían pasado unos minutos de las doce, corrió su manta con desdén, se calzó las pantuflas y avisó que, por lo visto, aquella noche no se moría. Después se fue a la cocina a hacerse algo de comer. A Elortis parecían gustarle estos personajes despampanantes. Necesitaba nombrarlos cada tanto y, peor todavía, tenerlos cerca en su vida.

Sin embargo, se había pegado a Romualdo, su ex compañero de facultad, porque era la persona más callada de la cursada. Su silencio era poco discreto, molesto para los demás. Había días en que sólo abría la boca para elegir la comida en el comedor de la universidad. Elortis, que era mucho más introvertido entonces, enseguida logró llevarse bien con Romulado e iniciaron una amistad sostenida a lo largo de los años. Después que terminó la carrera, el chico tímido se convirtió en un hábil empresario, dejando de lado la psicología para invertir su dinero en una peluquería chiquita en Caballito. El negoció prosperó, y Romualdo instaló una sucursal en Barrio Norte. Se ocupaba diariamente de administrar los dos negocios y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de su físico y a la diversión con mujeres. Se convirtió en un fiestero insobornable —en cuanto Elortis hablaba de proyectos conjuntos sin visión comercial, como los que llevó a cabo con Sabatini, enseguida le cambiaba de conversación— y en un vividor preciso, con pocas, o en apariencia ninguna, dudas existenciales. Él arreglaba las salidas, poniéndose al tanto de los nuevos bares y boliches, y se ocupaba de equilibrar el entusiasmo de su melancólico amigo. Aunque Elortis lo detestaba a veces, apreciaba la alegría imperturbable de Romualdo como un don invaluable.

En ese momento, me pareció que enaltecía el carácter de su amigo para que yo no pensara mal de sus salidas. Decía que no buscaban chicas; solamente pasarla bien entre amigos.

Elortis evitaba referirse a su vida sexual en las conversaciones, no sabría encuadrar los desenfrenos a los que se entregaba con nuestra diferencia de edad. Aunque alguna que otra vez quiso saber cómo estaba yo vestida y cada tanto me pedía que le mostrara una foto nueva. ¿Para cuándo en la playa? Pero enseguida aclaraba que era una broma. Recuerdo, sin mirar el registro de las conversaciones, que cuando volví a afirmarle que nadie me había tocado, por lo menos a fondo, no creas que nunca hice nada, eh, Elortis al rato me salió con que el sexo en nuestra época era la más grande de las ficciones y la única que seguíamos consumiendo con ingenuidad. Más que seguro, una carita de desconcierto, y él cambiaría de tema.

Sospechaba que su padre había sido mujeriego. Pero no se lo imaginaba arriesgando en las comidas su cátedra de Análisis Experimental de la Conducta. Los  alumnos, a pesar de sus locuras, o tal vez por eso mismo, lo querían y, cuando decidió dejar de dar clases, iban en grupo a visitarlo a su departamento. Baldomero los escuchaba en silencio, como si fuera otra persona, opuesta al profesor gritón de antaño, y después los despachaba, criticándolos apenas se cerraba la puerta. Para él estaban perdidos, había algo que se les había escapado en sus clases.

El conflicto con la verdadera identidad de su padre se agudizó cuando una ex amante, la señora Susana P., como la llamaba Elortis, apareció en un programa de televisión de la tarde diciendo que a Baldomero en el terreno sexual le gustaba dominar, debido a que sufría de complejo de inferioridad. Para ella el profesor era un agente civil de la dictadura, pero lo hacía para no perder su cátedra en la facultad. Para colmo, Susana P. había sido una conductora de televisión bastante famosa en una época.

Otra vez acampaban los periodistas afuera del edificio de Elortis. Unos días después supe que, mientras yo arreglaba una reunión con mi ex novio para terminar de aclarar las cosas, Elortis se la había pasado buscando, sin suerte, a una persona que hablara a favor de Baldomero en uno de los programas de televisión. Según decía, necesitaba encontrar a alguien que estuviera dispuesto a revertir el proceso de desmeritación iniciado contra su padre.

La visita a Ramiro, un ex gobernador tucumano, con el que Baldomero jugaba al tenis, no dio frutos. Fue, más bien, denigrante. El viejo estaba en el hospital, conectado a muchos cables y, mientras la esposa, mucho más joven, leía una revista de modas, Elortis susurró el nombre de su padre. Como resultado, Ramiro intentó sacarse la intravenosa de la mano derecha para, según le había parecido a Elortis, pegarle un cachetazo. La mujer dejó la revista y lo acompañó al pasillo de la clínica para explicarle la razón de la bronca.

Baldomero y su esposo siempre habían discutido y levantaban banderas opuestas sobre cualquier tema. Se hacía sentir la falta de los dos en la mesa del club. Que disculpara a su marido, estaba en las diez de última, como bien podía ver, y odiaba a Baldomero porque, además de haberle hecho perder una copa en un torneo de dobles, se le había tirado a su ex esposa.

Otra. Baldomero reconocía a un tal Walter como uno de sus alumnos más inteligentes. Para él, este chico era el único que entendía sus clases, en las que saltaba de un tema a otro, dejando que sus alumnos los asociaran libremente. Walter, también, estaba dispuesto a acompañarlo en la expedición a Madagascar en busca de los signos ocultos de la naturaleza que le revelarían la lengua adámica. Para esta tarea, Baldomero hasta había llegado a estudiar el arameo imperial, que usaría como lingua franca para comunicarse con los posibles habitantes en el caso de que encontraran alguna civilización escondida, aislada de la evolución sólo para conservar la pureza original del mundo primigenio. No era la única teoría excéntrica con la que el profesor amenizaba los desayunos y los almuerzos.

Elortis temía que las acusaciones contra su padre fueran reales. Después de todo, ¿no era un charlatán de primera? ¿cuándo hablaba de psicología fuera de sus clases? Y algunos alumnos, los de menos luces, es cierto, directamente no lo aguantaban, decían que se iba demasiado por las ramas. También, como para que no fuera así: había llegado a la conclusión, en la época en que era un profesor alegre y picaflor, de que en Madagascar existía una caverna, o un resquicio en la roca de la isla, que llevaba a una ciudad subterránea poblada. La fauna no podía ser lo único particular en ese lugar, sino que así como habían permanecido intactas esas especies que conservaron sus características esenciales, también los humanos lo habrían hecho, salvo que bien escondidos de la mirada del mundo. Baldomero estaba casi seguro de que sería imposible dar con el agujero en la roca que lo llevaría a esos hombres pero se conformaba con el logro que significaba convencer a alguien para que le financiara el viaje. Para intentar dar con la caverna rastrearía ciertos indicios en la fauna y la flora del lugar. De todas maneras, creía que ya ver a esas especies de cerca y en su hábitat le haría comprender la naturaleza de los demás habitantes. Yo leía absorta las palabras de Elortis. ¡Qué padre tan interesante había tenido después de todo! El mío se pasaba el tiempo alquilando departamentos y casas que mandaba a construir.

Pero sigamos, Walter no era el exitoso psicólogo que Elortis esperaba. Vivía en un departamento chico sobre la calle Paraná, pegado al barrio de Montserrat, donde atendía a sus pacientes. Elortis estuvo esperando en la puerta del edificio unos quince minutos al lado de una chica, y cuando Walter bajó para despedir a otra paciente y hacerlo pasar, le pidió a la chica si podía esperar un rato más.

Subir en el ascensor con ese otro producto de su padre lo había hecho sentir como si fuera un paciente más. Debo admitir que me causaban gracia los pensamientos de Elortis, eran los culpables de que me acordara de él cuando no hablábamos, cuando me tiraba en la cama a mirar alguna serie o cuando escuchaba música y liberaba mi imaginación.

En fin, mi amigo subió callado el ascensor con Walter y ya en el sillón de los pacientes le preguntó si podría interceder por su padre ante la opinión pública. Eso significaba escribir a los diarios una carta en la que debía contar cómo era la personalidad de su padre para despejar las dudas sobre sus actividades en la universidad. Walter sonrió y comentó que, a pesar de que apreciaba la visita y que no pasaba un día sin que se acordara de Baldomero, no era el indicado para esa tarea. Le explicó que su padre le había hecho perder tiempo y dinero con el proyecto de encontrar financiación para su viaje a Madagascar y todo por su afán de no pasar por un simple psicólogo ante los ojos de los alumnos. Quería emular a su héroe predilecto, Nansen; pero, ¿cuántas zonas inexploradas quedaban?, se preguntaba Walter ¿Hace falta que nos inventemos una para aparentar lo que no somos y, más que nada, lo que no se puede ser, ni hace falta que sea? Tenía esas mañas, contestó Elortis, medio confundido por las palabras de Walter, que siguió atacando a su padre.

Había notado al entrar que el ex alumno era bastante amanerado. Parece ser que, cuando Walter era ayudante, Baldomero no sólo le pegaba en la espalda para que adoptara una postura más erguida cuando estaba en frente de la clase, sino que frecuentemente le sugería que hiciera ejercicios vocales para engrosar su voz. Según Baldomero, si quería ser psicólogo tenía que parecer una persona normal ante sus pacientes y no como un personaje digno a ser tratado.

Elortis recordó que su padre odiaba que Walter tuviera inclinaciones. Le aseguraba a su esposa en la cena que con el tiempo su ayudante se convertiría en un puto a secas. ¿Cómo se le había ocurrido que ese psicólogo humillado en su juventud por Baldomero diariamente hablaría a su favor? Así que se levantó del sillón, y Walter le pidió si podía hacer pasar a la chica.

Confesó que se enamoraría de aquella chica si la volvía a ver. Cuando abrió la puerta para dejarla pasar, ella tenía la mirada baja, clavada en el piso, como si le diera vergüenza que la encontrara visitando al psicólogo. La nariz era perfecta. El pelo, ondulado. Alta como yo. No me dijo si era rubia o qué… Sentí celos, lo admito.

Se encontró con una tercera persona, un vicepresidente de una cámara de comercio, en un café. De paso, llevó a su hijo porque quería ayudarlo a encontrar algún trabajo con el que pudiera empezar a desenvolverse en el mundo cuando terminara su año sabático.

Fernando, un viejito que se caía a pedazos y que parecía una cabeza atada a un hilo que se perdía adentro del traje, según su hijo Martín, se dedicó por un rato a darle vueltas a la cuchara de su cortado y a contarles las cosas que le había tocado vivir en su puesto durante uno de los gobiernos militares. Apenas soltó la cuchara, afirmó que escribiría una carta a favor de su primo lejano, aunque dudaba de la importancia real que pudiera tener su palabra en la actualidad. Le preguntó a Martín qué estudiaba, si tenía novia y solo, sin que Elortis abriera la boca, le prometió buscarle una buena ocupación para que creciera aprendiendo y tuviera su propio dinero. Estrecharon la mano de Fernando y lo vieron alejarse a paso rápido hacia un edificio.

Esa misma noche, la voz de la esposa de Fernando lo despertó, para contarle que su marido tenía las facultades mentales alteradas, había una vena que no irrigaba bien y por lo tanto seguía creyendo que trabajaba en ese lugar, al que concurría todos los días que lograba escaparse de su cuidado. La señora pensó en llamarlo para avisarle apenas encontró su tarjeta en la ropa de su marido.

Elortis ya no sabía dónde buscar, y no le quedó otra que ponerse a trabajar en un prólogo para la nueva edición de su libro. Se le ocurrió llamar para eso a Sabatini.

Yo me daba cuenta de lo importante que era Sabatini para él porque las pocas veces  que lo nombraba extendía las conversaciones, dándole vueltas al asunto, aunque mi intención fuera cambiar de tema. Una noche se aferró a la figura de su amigo, o ex amigo para ser más precisa. Me confesó que extrañaba pasar las tardes con él, inmersos en proyectos irresponsables y sin futuro como el de la empresa de libros audibles.

Sabatini llegaba por las mañanas en bicicleta a la oficina que habían alquilado y, por lo general, Elortis ya estaba preparando el mate. Después, la charla variaba, según el día, sobre sus frustradas relaciones de pareja (Sabatini casado, aunque no dejaba de ser un eterno novio como Elortis —estas conversaciones terminaban siempre con una apreciación positiva de sus parejas, como para volver a poner todo en orden) o sobre las posibilidades de adquirir nuevos títulos para ofertar a sus casi inexistentes clientes. Lo que no variaba era la manía de Sabatini de contar sus sueños de la noche anterior.

A diferencia de Elortis, Sabatini soñaba todas las noches, y le gustaba expresar los cambios en la amistad y los vaivenes de la fe en la sociedad que conformaban a través del relato de sus sueños. Por ejemplo, una mañana le contó uno en el que estaban los dos en un cine, esperando que empezara la proyección de la película elegida, casualmente la proyección restaurada de Sed de Mal, una de las favoritas de Elortis, cuando notaron que la proyección había empezado debajo de sus pies en vez de en la pantalla. Discuten.

Para Ortiz era una estupidez ver una película así, pero Sabatini pensaba que era un experimento que podía enriquecer la visión de esa obra maestra. Apenas terminado el relato del sueño, Sabatini concluye que necesita más tiempo para practicar yoga y tomar clases de spinning con más regularidad para disminuir el desgaste de su organismo. Elortis no puede evitar enojarse, aunque no dice nada. Él dejaba su rutina de pesas para el fin de semana y abandonó la refacción de su departamento para apostar por la empresa. Pero Sabatini le llevaba algunos años y necesitaba equilibrar la tensión que el trabajo diario producía en su mente.

Elortis disentía porque, a pesar de que también reverenciaba el cuidado del cuerpo y de la mente, la comida macrobiótica, los tés inspiradores y los masajes relajantes, sentía que la obligación de ellos era seguir el plan que se habían propuesto desde el principio. A saber: seleccionar y editar cuatro libros audibles por mes. Obras con derecho de autor de dominio público, para evitar los problemas legales. Los clientes ciegos que tenían los necesitaban.

Habían contratado a un chico para que los distribuyera por los colegios para no videntes. Se llamaba Tony y también era ciego. Elortis le tenía bronca porque era mucho más desenvuelto que su hijo. Lo admiraba. ¿Cómo hacía para parecer uno más de la sociedad? Se suponía que su condición de discapacitado debería haberle garantizado la salida: ¿era tan necesario que sirviera a la gente de esa forma? ¿para qué tendría que adaptarse a una sociedad de la que podría prescindir con más facilidad que los demás? ¿sería feliz Tony ofreciendo sus ilustres obras en los colegios?

Elortis me parecía cada vez sospechoso cuanto más criticaba al chico que usaba para vender.

Decía que Sabatini se llevaba mejor que él con Tony. Hasta llegó a enseñarle algunas posiciones de relajación. Tony entraba, mascando chicle, revolviendo las monedas que llevaba en los bolsillos y les contaba a sus jefes sus levantes diarios. El ciego había logrado seducir a dos maestras y, por supuesto, a unas cuantas alumnas.

Aquí, Elortis se pone bastante serio y da algunas vueltas antes de soltarlo: Tony prefería a las maestras porque podían ver y él necesitaba que durante el acto sexual apreciaran con la vista su miembro. Parece ser que Sabatini y Tony se trenzaban en largas discusiones sobre variados temas sexuales. Elortis se mantenía callado o festejaba los chistes. Conmigo tampoco tocaba estos temas. Si lo hacía era tan frontal que parecía ingenuo.

Cuando tuve que contarle que me operarían de un quiste en el ovario y por lo tanto no hablaríamos durante una semana, por lo menos, me confesó que uno de sus testículos se le había subido cuando era chico. Tenía uno más grande y uno más chico; por eso debía descargar sus seminales diariamente. Tengo que admitir que este tipo de charla me divertía más que cuando me contaba los sueños de Sabatini o me llevaba al sur con la enanita.

por Adrián Gastón Fares.

INTRANSPARENTE. NOVELA COMPLETA. PDF:

SOBRE EL AUTOR.
ADRIÁN GASTÓN FARES CRECIÓ EN LANÚS, BUENOS AIRES. EGRESADO DE DISEÑO DE IMAGEN Y SONIDO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES. AUTOR DE LAS NOVELAS INTRANSPARENTEEL NOMBRE DEL PUEBLOSUERTE AL ZOMBI Y EL LIBRO DE CUENTOS DE TERROR LOS TENDEDEROSSERÉ NADA (2021) ES SU CUARTA NOVELA. EN LITERATURA FUE SELECCIONADO EN EL CENTRO CULTURAL ROJAS POR SU RELATO EL SABAÑÓN QUE, HACE 14 AÑOS, INAUGURÓ ESTE BLOG. MR. TIMEGUALICHOLAS ÓRDENES SON ALGUNOS DE SUS PROYECTOS CINEMATOGRÁFICOS PREMIADOS Y SELECCIONADOS, ASÍ COMO EL DOCUMENTAL MUSICAL MUNDO TRIBUTO, TAMBIÉN ESTRENADO EN TELEVISIÓN Y EN FESTIVALES DE CINE. POR OTRO LADO, ADRIÁN TIENE PÉRDIDA DE AUDICIÓNEL DIAGNÓSTICO TARDÍO EN SU VIDA (SIN LA HABITUAL DETECCIÓN TEMPRANA) DE SU HIPOACUSIA-SORDERA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LAS PRÓTESIS AUDITIVAS QUE LA ALIVIARON FUE UN PROCESO DIFÍCIL PERO EXITOSO.

Intrasparente. Novela. Índice.

Tardé un poco, pero armé el índice de Intransparente o Intrasparente (parece que las dos grafías dan lo mismo… ) Pueden encontrar mi novela sin problemas, rápido y simple, en este blog y más fácil siguiendo este índice:

Intransparente Adrián Gastón Fares Novela BLUE

Primera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Segunda Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Tercera Parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Autor: Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Tercera Parte. Capítulo 4.

4.

En ese tiempo rondaba por mi barrio, que era el mismo que el de Elortis, un abusador serial que había violado a varias chicas. Augustiniano me dijo que anduviera con cuidado. Un día mi papá apareció en mi casa con un regalo: un spray con gas paralizante. Igual, cuando dijimos lo de encontrarnos al mediodía, ya habían apresado al violador. Y nunca se me pasó por la cabeza que pudiera ser Elortis…  Decían que venía de otro barrio y que, después de seguirte por varias cuadras, lograba su objetivo en el hall del edificio o al compartir el ascensor con la víctima.

Por lo que me decía Elortis, él últimamente permanecía encerrado en su departamento, y además era demasiado paranoico para convertirse en un victimario con móviles sexuales. Espero que nunca sepa que relacioné con él este asunto policial.

En una de las últimas conversaciones me comentó que a su amigo Romualdo se le había ocurrido un plan para sacarlo del departamento. Quería implementar un servicio de medición de radiaciones de microondas para los consorcios de los edificios, a través de un conocido suyo que trabajaba en la seguridad del Ministerio de Educación, en el palacio Pizzurno, donde guardaban, sin usar, la instrumentación necesaria para este tipo de emprendimiento. Como Romualdo trabajaba full-time administrando sus peluquerías, lo que Elortis tenía que hacer era salir por las inmediaciones de su departamento con una libretita para anotar la dirección de los edificios que tenían esa antena gigante con forma de araña patona muerta en la terraza. Con esos datos, Romualdo redactaría las cartas que después entregarían a los consorcios de la zona. Así podrían armar un emprendimiento conjunto, como Elortis siempre había querido, ganar unos pesos, y de paso Elortis pasearía y disfrutaría del sol que tanto le gustaba. Romualdo pensó en encomendarle el trabajo a su hermana, una solterona depresiva, que su familia internaba en un loquero cada tanto, pero le parecía mejor empezar con él. Elortis fingió que tomaba en serio la propuesta de su amigo. Pero para su asombro llegaría a cumplir con uno de los recorridos.

El día anterior a la charla registrada venía de caminar, con libretita anillada en mano, la calle Vicente López hasta la Recoleta para hacer un relevamiento de los edificios que tenían esas antenas, que según algunos estudios eran peligrosas para la salud. Mientras observaba uno de esas arañas metálicas, se acordó de su padre; si cumplía con el trabajo del que lo habían acusado, debía dar una imagen parecida a la de él ese día por las calles, apretando el paso para camuflarse entre la multitud cuando visitaba el edificio donde entregaba sus relevamientos, por lo que dio medio vuelta y desanduvo el trayecto hasta su edificio. Y ahí se quedó, sentado en su sillón, con una taza de té en la mano, mirando los árboles a través de la persiana americana.

Su padre le decía a los demás psicólogos que se fueran a trabajar con los arqueólogos si querían entender algo del mundo en que vivimos. Y también estaba interesado en las excavaciones del Golfo de México. De algún modo, el encuentro con Ponen parecía encajar en los planes de Baldomero, tal vez el viejo en el fondo quería que su hijo continuara la osada labor que había comenzado. Si Baldomero había sido uno de los batidores, un soplón de la dictadura, como había dicho un profesor en la nota de un diario, no era su culpa. Estaba contento porque mientras tomaba el té se había acordado de aquel día de verano con el sol radiante en el que salió, como era costumbre después de merendar con la enanita, a ver el fondo largo y se lo encontró lleno de unas plantitas con flores violetas. Apenas se metió entre las radichetas y los tomates para cortar una de esas flores que lo atraían tanto apareció su tía abuela gritando ¡tinta mía!, esa alerta siciliana o calabresa irreproducible que escuchó tantas veces de las bocas de esa mujer y su abuela, y le ordenó que se alejara de esos yuyos peliquerosos que crecían en su fondo. Eran amapolas y después de un tiempo, de tanto que sus familiares las arrancaban para exterminarlas, desaparecieron.

por Adrián Gastón Fares (2011)

 

Intransparente. Tercera Parte. Capítulo 3.

3.

Esta relación de los enteógenos con el poder en la antigüedad, y con el color, que para él era una consecuencia secundaria, lo tuvo sin dormir un par de noches a Elortis; en la charla siguiente me confesó que mientras me hablaba empezó a tejer mejor lo que le había dicho Ponen con lo que se le había ocurrido en la cocina, más lo que había buscado en Internet para explicármelo a mí y eso le había trastornado un poco los nervios. Saber que en el rito regio destinado a producir la lluvia el rey usaba una máscara de badana granate, una imitación de la de Zeus para subir a los cielos y que mucho más adelante, en la época de Constantino, la adoratio purpurae era permitida solamente a unos elegidos, funcionarios de alto rango, que eran los únicos que podían besar el extremo inferior de la túnica púrpura del rey. ¿Sería un error creer que era una mera convención cuando en realidad el carácter religioso, palabra que viene de religar, aclaraba Elortis, de la acción estaba más presente que nunca?

La verdad que me estaba cansando este discurso y le pregunté en qué andaba, con una carita amarilla con una ceja levantada y otra con la línea de la boca ondulante se lo dejé claro, me parecían medio sospechosas tantas deducciones infundadas; le pedí que por favor volviera a Mar del Plata, a Sabatini y a Ponen, al bar de los mojitos, y así lo hizo. Antes que nada me quería dejar en claro que la receta de la púrpura de Tiro, saber que el colorante rojizo era ordeñado de los Murex y otros caracoles parecidos, se había perdido en Occidente cerca de la mitad del milenio pasado cuando el Imperio Otomano conquistó Constantinopla y recién en 1856 un zoólogo francés dio con el secreto al observar a un pescador que teñía su camisa con un caracol. ¡Bue, basta Elortis, por favor!

Ponen contaba que en otro de sus viajes ayahuasqueros interceptó una ciudad cuyos edificios estaban inundados de carteles publicitarios brillantes de diversos tamaños, aunque la mayoría eran enormes y no quedaba otra que sobrecogerse ante la precisión de las coloridas imágenes luminosas. Pudo notar que el motivo que se repetía en los carteles era el de una sirena tomando algún tipo de bebida con un enroscado sorbete fluorescente. Al otro día, se asombró cuando apareció en el campamento un vendedor ofreciendo grabados en madera de… sirenas. Ponen creía que en su viaje se había conectado con la mente del escultor, mientras la noche anterior viajaba hacia su campamento con la idea de vender las esculturas. Era muy importante para Ponen qué lugar elegías para viajar porque para él lo que hacía esa bebida sagrada espiritual era desligar tu mente con lo habitual y conectarla con lo esencial del ambiente en el que estabas.

En algún momento, Ponen cortó su discurso para saludar al productor que lo había invitado a la radio, parece que de casualidad estaba ahí, cerca de la barra cumpliendo con el ritual del after office con otros compinches. Este rubio parlanchín, como lo llamaba Elortis, enseguida se sentó con ellos, confesándose fanático de Los árboles transparentes, y les pidió por favor a Sabatini y compañía que escribieran otro libro ante el sorprendido Ponen, que solamente quería seguir hablando de su experiencia en la selva. El rubio productor de la radio se dio cuenta que estaban en medio de una conversación trascendental y fijó la atención en Ponen; algo sabía del asunto porque, cada tanto, asentía con la cabeza. El norteamericano no paraba de hablar, decía que la ayahuasca favorecía la comunicación con el entorno, era la única manera de explicar que las visiones correspondieran a las características del lugar de la sesión. Sabatini no le sacaba la vista de encima a Ponen, lo había hipnotizado con la visión de la fábrica de colchones con almohadones de plumas multicolores y la premonición de las sirenas. Elortis también creía estar frente a una persona con una capacidad singular para asociar sus experiencias. Mojar los labios en su trago a Ponen lo había soltado y hablaba con la desesperación de los aficionados que intentan demostrar que son algo más que eso.

Para el biólogo Rupert Sheldrake, existía un campo hipotético que vendría a explicar la evolución simultánea de una función adaptativa en poblaciones biológicas distantes. Para corroborarlo, un tal Watson convivió con una colonia de monos que se negaban a comer papas sucias, hasta que a una de las monas se le ocurrió lavarlas en el río. A partir de ahí, Watson descubrió que las comunidades de monos del resto del mundo seguían la conducta revolucionaria de la monita predecesora. Según Ponen, el viaje hacía más patente la conexión con el campo morfogenético, algo que también nos pasaba en los sueños —especialmente los de la mañana, antes de despertarnos, cuando la mente está limpia— y en algunos otros momentos de claridad mental en la vigilia. Reprendió a Elortis por haber puesto cara de desconfianza (a él todo esto le hacía recordar a Paulo Coelho, perdonen, pero tenía sus prejucios también y su cara no era de piedra). El productor rubio, que estaba sentado al lado de Ponen, miraba embobado. Sabatini sonreía con cara de haber descubierto un mundo nuevo.

Alexander les recordó que ellos dos, por ser psicólogos, tenían que entenderlo fácilmente; Jung había hablado del tema muchas veces, aportando las nociones de inconsciente colectivo y sincronismo. Elortis le contestó que Jung nunca fue su especialidad, y Sabatini asintió para dar a entender que tampoco era la suya. Gran decepción para Ponen, que había hecho una pausa en su discurso para retomar fuerzas. Resulta que los científicos ya habían comprobado lo del campo morfogenético con la ayuda de una oruga a la que le cortaron uno de los segmentos del cuerpo para injertarlo en el de otra para obtener como resultado una mariposa, aunque con la antena en el ala en vez de en la cabeza, por ejemplo.

Y también estaba, por otro lado, el señor Bell y su teorema que había venido a proponer que la física cuántica no pegaba con las variables ocultas de los elementos. La paradoja de Einstein, Podolwsky y Rosen (no sé si importa, pero recordé que Augustiniano llevaba en esa época un pin-up de fondo amarillo con la cara blanca de Einstein), la influencia que podía tener una partícula sobre otra en el momento de ser observada que le cambiaba instantáneamente la dirección, lo había hecho salir a Bell con el teorema que lleva su nombre, que para Ponen era un hito en la ciencia que abrió las puertas a una nueva interpretación de la relación de los elementos del universo.

John Bell, un físico irlándes que según Ponen había estado presente en una conferencia que dictó el Maharishi en 1978 y que tomaba puntualmente su té de verbena a las cuatro de la tarde (vendría a ser té de cedrón, según Elortis, que también se anotó mentalmente al recordar este detalle conseguirlo en la tienda de los chinos), dejó en claro que debíamos elegir entre la mecánica cuántica o el enlace subcuántico oculto que conectaba a partículas distantes y las hacía cambiar de dirección cuando dos personas, que sabían que estaban haciendo lo mismo, las estaban observando en un experimento, por ejemplo, porque una de las bases de la mecánica cuántica es justamente la teoría de la relatividad que postula que nada puede ir más rápido que la luz (Ponen había dicho transferencia supralumínica de información)

Por lo tanto para Ponen la teoría de Einstein era una errata a la que había que tenerle respeto, claro y ese respeto era el teorema de Bell, un hombre respetuoso este Bell, decía riéndose. En fin, había investigado todo eso gracias a la Banisteriosis caapi, esa mezcla de jugos selváticos de color rojizo ocre que, a la vez, lo había convertido en una persona de sentimientos compasivos, eliminó su ansiedad y potenció su creatividad para la recepción de las artes (según él, claro)

A Elortis le molestaba un poco que Ponen hablara como un publicista de dietética, sería por los años de trabajo marketinero en la discográfica. Alexander les advirtió que la ciencia no debería molestar a los animales. Eso de estudiarlos era peligroso. Ya con comerlos era demasiado.

Entonces, Elortis se acordó del mono Albarracín, chillando y dándose la cabeza contra las rejas de la juala, y también se permitió pensar que ese comportamiento salvaje era debido al cambio de hábitat, palabra demasiado generosa para describir al entorno que lo rodeaba en el departamento. Ponen lo miraba serio, mientras pensaba seguramente en otras cosas para afianzar sus teorías, y Elortis se atrevió a confesar que, más allá de los chamanes, los campos mórficos y la teoría de Bell, él creía que, simplemente, la generación actual había absorbido por evolución genética algunas experiencias reveladoras del siglo pasado, se refería a la contracultura de los sesenta; y que la música había acompañado un renacimiento de los sentidos.

Por lo tanto, ya no hacían falta las glándulas de los pobres sapos (tal vez nunca hizo falta, se corregía ahora Elortis) ni la tintura de los caracoles, o las lianas de la selva, para mirar de reojo alrededor con los ojos cerrados. Mientras tanto el productor rubio intercambiaba algunas palabras en voz baja con Ponen, mientras Sabatini lo miraba medio sorprendido a Elortis por su conclusión.

De repente, decidieron que irían en la combi del productor de la radio a la playa a probar una pócima que Ponen tenía en la mochila de hilo. Elortis hubiera preferido seguir bebiendo en otro bar, después de todo los escritores suelen beber en habitaciones de cuatro por cuatro y no comerse lianas de la selva; no sabía cómo escapar de la propuesta de Ponen. Sabatini estaba muy entusiasmado con la iniciación. Elortis fue al baño, y cuando volvió ya se habían ido. Salió a buscarlos.

Ya estaban los tres a media cuadra de distancia; Sabatini les hablaba sin parar, también había tomado demasiado.

Estacionaron cerca de la playa, salieron de la combi, y Ponen sacó una petaca con un líquido rojizo; les advirtió que, a pesar de que estaban al aire libre, en un lugar adecuado, habían tomado alcohol y no estaban limpios como para aprovechar la situación.

La intención era esperar en silencio que la preparación hiciera lo suyo, pero en vez de eso Sabatini le pidió a Ponen que le comentara a Elortis lo que había dicho mientras estaba en el baño. Ponen se limitó a sonreír. Sabatini comentó que para Ponen, Elortis había crecido en una familia muy represiva. ¡Para qué!; Elortis, que no compartía esa opinión (y menos mal que todavía no estaba enterado, decía, del posible pasado de Baldomero, si no la paranoia lo habría hecho maldecir a todos y volverse solo por la playa) dijo, de mala manera, que estaban equivocados, ¿de dónde sacaban eso? Después, Sabatini le dijo que tal vez Ponen lo había notado tenso por Miranda; él pensaba que esa mujer nunca había sido para él; eran diferentes. Ponen les pidió que no hablaran tanto, y que si no se llevaba bien con su pareja —aunque Elortis ya se había separado— se concentrara en eso, tal vez encontraba la respuesta a su problema.

De más está decir que me dio ganas de dejarlo a Elortis en medio de su experiencia con las drogas amazónicas, pero tenía la necesidad de quedarme, como si las confesiones más terrenales de Elortis fueran el desengaño que estaba buscando para olvidarme de él —lo mismo me pasaba cuando me hablaba de la bailarina Sofía. En realidad, quería quedarme y leer sus palabras porque parecía que tenía algo importante que decirme…

Se quedaron mirando un rato el mar callados y después, como les dio frío, se guarecieron en la combi. Sabatini y el productor rubio comentaron sus visiones, eufóricos; Ponen y Elortis se quedaron callados. Alexander la tenía clara y no dijo nada. Pero Elortis no había visto nada, se había mareado un poco y la boca se le había empastado. El productor tuvo la gentileza de dejarlos en el hotel (cuyo nombre era un anagrama de la dirección de mi casilla de e-mail, aunque en aquel momento no pudiera saberlo, decía Elortis).

Mientras Sabatini se despedía de Ponen en el asiento posterior, con la combi estacionada en la puerta del hotel, en esa calle que daba al mar, Elortis creyó que veía mal pero vio que el cielo del mar era de un negro compacto y brillante; un sobrecogimiento lo inundó, el negro se esparcía en el mar y bañaba la arena de la playa; escuchó que Sabatini cuchicheaba atrás con Ponen, asombrando porque a Elortis se le había retardado el efecto. Él estaba esperando que apareciera el monstruo de la laguna negra, que saliera del mar como Godzilla, ese monstruo japonés, para acercarse a la combi y arrastrarlos a todos hacia el agua; pero no había otra cosa más que el cielo negro chorreante e infranqueable.

Después de ese minuto eterno, se despidió, malhumorado, de Ponen y del productor, que lo miraba como diciendo a éste que le pasa, y subió en el ascensor con Sabatini. En el pasillo de la habitación del hotel, le dijo a Sabatini que había hecho mal en hablar de su vida privada con desconocidos, y le dejó en claro que no tenía derecho en meterse con Miranda, menos después de que se hiciera rogar tanto para acompañarlo. Sabatini lo mandó a cagar.

Entendieron que ahora sí estaban peleados y al otro día desayunaron serios en la misma mesa, sin decir un palabra; por suerte una periodista vino a hacerles una nota y dejaron de lado el silencio por un rato. Su amistad había sufrido un nuevo traspié, esta vez decisivo, decía Elortis.

En el encuentro literario en Villa Victoria respondieron de mala gana las preguntas del escaso público. El cielo negro, sin nubes, el monstruoso mar, decía Elortis, podía ser la falta de perspectiva que iba a tener su vida por un tiempo prolongado después de esa experiencia, o algo más, algo que no podía distinguir aún. En aquel momento se negó a ser observado por las imágenes que le llegaban y vió, a falta de espejos luminosos, al esqueleto del mundo en su más cruda realidad.

No lo sabía, pero quería ahorrarme las deducciones. Nada peor que esconder los significados. Ahora le parecía que ese día se había escapado de sí mismo.

En la combi lo tenían cercado, ya lo habían descubierto y habían seguido sus pasos, los que lo querían y lo conocían, representados por Sabatini, hasta el borde del océano. Su visión subrayaba lo que había pensado aquel día. Que en nuestra generación disfrutamos la experiencia del redescubrimiento en la anterior de la experiencia enteogénica, es algo que se lleva en la sangre desde chicos, como todos los monos ya saben pelar las papas, si había entendido bien las vagas teorías de Ponen. Los místicos eran siempre de derecha pero ahora, menos mal, ya no hablamos de misticismo, sino de la naturaleza, del problema de lo natural, o como me gustara llamarlo. Que le diera a sus palabras el beneficio de la duda. Como si hiciera falta que lo digas, Elortis.

Recuerdo que se largó a llover hacia el final de esa larga conversación. Parecía el fin del mundo. Le dije que él era un mago y que yo era una bruja, dos potencias contrarias y enemigas. Ok, brujita. No hablamos durante una semana. Lo veía conectado pero no lo saludaba; me irritaba que su orgullo le impidiera iniciar una conversación.

Cuando finalmente me saludó, al principio acordamos que iríamos a comer una hamburguesa en la hora de almuerzo que me daban en el trabajo, pero Elortis no parecía muy entusiasmado con la idea, tal vez prefería que nos viéramos en otro momento y lugar, y al final terminamos posponiendo ese encuentro.

Con las cosas que pasan yo no tenía ganas de encontrarme a la noche con alguien que en en realidad no conocía, y en una charla anterior cuando se había tocado el tema le propuse que nos podríamos ver con la condición de que estuviera presente, por lo menos, una amiga en común. Se enojó; no entendía cómo le daba tantas vueltas.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Tercera Parte. Capítulo 2.

2.

Pero me siguió contando de Ponen, que había bajado hasta Manaos, y ahí se le metió en la cabeza que tenía que visitar a un músico argentino muy amigo que vivía en Mar del Plata, un metalero, aunque no le creyeran, les dijo, que había conocido en California; pero cuando llegó a la casa no lo encontró y aprovechó para investigar qué movidas musicales tenía la ciudad (Ponen metió la mano en el bolsito de hilo que llevaba y sacó un CD que le habían regalado en la radio, un compilado marplatense; Elortis repasó los nombres y recordaba algunos: Te Traje Flores, Azylum Zue, Delorian, B-sides, Glasé)

En Veracruz, a la que había visitado por su interés en los olmecas, le llamó la atención esas cabezas de labios apretados que habían desenterrado los arqueólogos (no se sabía bien qué representaban; podían ser enemigos), y después averiguó que los olmecas hacían sus propios viajes, porque en las excavaciones también encontraron sapos enterrados con los sacerdotes, que venían a ser sus chamanes; también había visto la foto de la escultura de un chamán agachado, con las rodillas dobladas, no se sabía si estaba por ovillarse o levantarse, algunos creían que estaba en proceso de transformación en algún animal (Elortis encontró una fotografía en Internet, dice que la hipótesis de concentración, de mente avizora y cuerpo agazapado, a medio camino entre dos actos reveladores, es la más plausible)

Pero lo cierto, subrayaba Ponen, es que encontraron sapos en las excavaciones olmecas, sapos del tipo Bufo Marinus, que hacían pensar que los sacerdotes creían transformarse en otros seres animales y sobrenaturales, por las alucinaciones provocadas por unas glándulas que estos bichos tienen detrás de los ojos, que segregan una sustancia lechosa con propiedades psicoactivas. Y Elortis me mandaba con un signo de exclamación, como si se hubiera acordado de algo que tenía olvidado desde que lo escuchó de boca de Ponen, que también había dicho que le gustaban esas esculturas olmecas de niños con cabezas infladas, y parece que las buscó en Internet porque se quedó callado un rato, o vaya a saber qué estaría haciendo, hace rato que yo había pensado que si estaba encerrado y no veía mujeres, se la debía pasar buscando pornografía o mirando las fotos de sus amigas virtuales, una vez me había confesado que tenía a una colombiana que le había hecho un strip-tease perfecto en la webcam al son de una ignota canción, que parecía reggaeton, que no sabía cuál era porque la chica le dijo que la pusiera para sincronizar sus movimientos con el ritmo, pero Elortis, de puro vago, no lo había hecho, lo que no le impidió disfrutar el baile de la chica.

También Ponen les había hablado de los hongos de piedra de otras culturas mesoamericanas, de fray Bernardino de Sahayún, de otras evidencias más distantes en tiempo y lugar, como las pinturas rojizas de Altamira y Lascaux, y, finalmente, mientras seguía revolviendo su mojito porque tomar no tomaba Ponen decía Elortis —ellos ya se habían terminado tres cada uno— les salió con que los llamados misterios eleusinos podrían deberse al cornezuelo, un parásito de la cebada, también hongo psilocíbico, precursor del LSD; y también estaba el Soma de los chamanes de Siberia, que aparentemente no era otro que la Amarita Muscaria, un hongo que según Ponen parecía una fuente de piedra de aguas rojas, pero cuyas visiones, aseguraba, eran menos nítidas que las de la ayahuasca. Los micólogos habían investigado bastante, decía, pero los datos no eran fáciles de encontrar.

Ya en Buenos Aires, Elortis había buscado información sobre el Claviceps purpurea (con razón pasaba tanto tiempo encerrado, cuando no era el pasado de su padre se ponía a revolver asuntos más raros, le dije) el supuesto eslabón perdido de los misterios eleusinos, y se encontró con Albert Hoffmann y el LSD, pero después mientras se preparaba un café descafeinado en la cocina, se acordó del pasaje de La Odisea que había leído Sabatini en voz alta para la grabación del libro audible, donde Nausícaa, la hija de Alcinoo, le da instrucciones a Odiseo para que se le ofrezca el camino de vuelta a su casa; antes que nada tiene que ver a su madre sentada junto al hogar hilando copos de lana teñidos con púrpura marina.

A ver, dice Elortis, y luego pega esta frase: Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Y sigue sin parar: era cuestión de cruzar rápidamente el megarón, esa sala enorme y fría, hasta encontrar a la madre de Nausícaa y había que mirarla, como embobado, hilar sus copos púrpureos cerca del trono donde su esposo se sentaba a beber vino como un dios inmortal. Ahí pasabas de largo el trono para agacharte y abrazar las rodillas de la madre de Nausícaa y si ella sonreía como en sueños quería decir que estabas preparado, podías volver a tu Itaca querida sin que te sintieras un extranjero después de tantas vueltas. La clave era abrazar con las manos las rodillas de esta reina sabia que hilaba estos copos purpúreos que eran de ese color porque habían sido teñidos por la secreción de la glándula hipobranquial de un caracol de mar carnívoro de tamaño medio, un gastrópodo marino llamado Murex brandaris, que segregaba esta sustancia cuando estaba asustado o se sentía amenazado. En el actual Líbano, antes Tiro, por eso se lo llamaba púrpura de Tiro, los minoicos habían empezado a extraer este tinte y parece que había que arrancar del mar a nueve mil pobres caracoles para obtener un gramo de tintura. Aparentemente por eso era tan preciado, y se empezó a relacionar al púrpura con el mando, y con la legitimidad del poder.

Ahora bien, gracias a Ponen, Elortis había leído que los olmecas también relacionaban al poder con la sabiduría, y la sabiduría la tenían los sacerdotes-chamanes que se rodeaban de los sapos bufo; por lo que podía ser que las túnicas, mantas para los lechos, la pelota del sabio Polibio, las olas y demás elementos púrpuras que aparecen en La Odisea y en los mitos griegos, todas relacionadas con el sueño, tuvieran que ver con las visiones que el tinte del caracol Murex producía al respirarlo o al rozar la piel; gracias a esas glándulas que, como las branquicefálicas del sapo bufo, expelen un líquido cuando la catarsis de la amenaza la activan. Por eso la sonrisa visionaria de la reina era necesaria para Odiseo.

Si hasta en un viaje anterior como el del vellocino de oro, parecía que en realidad —según Simónides, aclara Elortis— buscaban una primigenia piel de cordero granate teñida con la tintura del caracolcito. Claro que también Clitemenstra había distraído a Agamenón con una alfombra de tono escarlata antes de conducirlo al baño donde iba a ser presa fácil de Orestes. Y al lecho de Circe lo cubría una colcha rojiza.

Igual, lo importante en aquella época lejana, agregaba Elortis, era estar atento al olivo de anchas hojas en el puerto de Forcis; por ahí estaba la gruta, el templo, esa cueva de dos bocas, (¿porque nunca volvías a ser el mismo una vez que entrabas?, se preguntaba mi amigo) consagrada a las ninfas con los telares de piedras que usaban para tejer sus túnicas de extracto de caracol y también era necesario, más que nada, saber dónde se ubicaba tu cama, la que habías construido sobre los restos del olivo con las correas de piel de buey que brillaban de púrpura, porque si no tu esposa a la vuelta no sabría quién eras, claro, si olvidabas lo único que tenías que acordarte una vez que lo habías aprendido.

Ok, Elortis, a la cama, después me seguís contando; menos mal que yo escuchaba música mientras él me escribía estas locuras.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Tercera Parte. Capítulo 1.

1.

Una semana sin hablar, y a la otra me salió con el rollo de Mar del Plata. Nunca me lo había contado del todo. Sentía la falta de Sabatini, sin lugar a dudas. Estaba demasiado encerrado, recordando. Salía a comprar cosas que no necesitaba para intercambiar algunas palabras con los empleados del supermercado, que como eran chinos no pasaban del chau, muchas gracias, amigo eso le alcanzaba, y a la vuelta podía encerrarse otra vez porque se sentía renovado. Igual, la mayor parte del tiempo, salvo cuando escribía en su cuaderno, leía o hacía ejercicio —se había comprado un sillón de pesas para evitar el gimnasio—, no se sentía cómodo en su departamento.

Cuando sonaba el teléfono lo atendía frente al espejo del baño o en los lugares cercanos a la pared de la medianera; si no tenía la sensación que los vecinos escuchaban lo que hablaba. Iba y venía con el teléfono mientras hablaba con el padre de Jorguito, que era el único que lo llamaba. Ahora estaba más de su lado que del de Miranda, su amigo era muy machista y descubrir que su ex lo engañaba con el tío Oscar, al que conocía por los relatos que su esposa le contaba, no le había causado gracia. Así son los hombres.

Claramente, Elortis tampoco era un santo…

El que desconfió siempre de Miranda era Sabatini; en la costa le había dado a entender que ella no le caía bien. Eso lo había hecho apreciar más la intuición de su amigo, y empezó a recordar los detalles del viaje a Mar del Plata. Aunque parezca mentira, Elortis no conocía esta ciudad cuando lo invitaron al programa de Mirtha Legrand. También pensaba que el programa no existía más; si hasta lo miraba su abuela mientras de chico él esperaba los dibujitos.

Pero llegó el llamado de la producción y tuvieron que decidir si viajaban o no al almuerzo de la señora. Lo pensaron bien y, aunque aterrados, aceptaron porque convendría para promocionar el libro. Pero días después, Sabatini le informó vía e-mail que no estaba seguro de ir al almuerzo de la diva y tampoco de participar de la charla literaria en Villa Victoria. En el próximo e-mail, sin explicaciones, le confirmaba que no iría. Elortis le pidió a Miranda que lo acompañara, en ese momento estaban separados, pero se veían, claro; y todo estaba arreglado hasta que a último momento Sabatini volvió a prenderse en el viaje. A Miranda no le cayó muy bien la noticia, porque le hubiera gustado acompañarlo en ese momento importante, y de paso, seguirle los pasos para evitar que conociera a otra mujer. Al final, los ex socios pasarían en la ciudad veraniega cuatro días, darían entrevistas en algunas radios, el segundo día estarían en el almuerzo de Mirtha Legrand y el cuarto día darían una charla sobre el proceso de escritura de Los árboles transparentes en Villa Victoria.

Aunque estaban distanciados, y los dos tenían pensamientos poco claros sobre el otro que le daban un aire difuso a la amistad, desde que salieron de Retiro hasta que bajaron en la terminal estuvieron charlando, contándose historias de sus respectivos amigos y recordando algunas anécdotas de la escritura del libro. No estaban muy nerviosos por lo de la entrevista en el programa. Elortis no estaba seguro de poder masticar bien en la tevé —me aclara que después del programa tuvo algunos problemas digestivos.

Bajaron distendidos del bus y haciéndose bromas mutuamente, como si empezara una aventura, y Elortis caminó descalzo por las calles de Mar del Plata, el aire fresco en los pies lo amigó al instante con la ciudad; pocos días tan claros en su memoria como aquel día.

Observaron la estatua de Florentino Ameghino y después se sentaron frente a la playa, a desayunar unos tragos del licor de anís casero que Sabatini tenía en la mochila, mientras veían a unos skaters rondar la estatua ecuestre de San Martín.

Tomaron la habitación compartida del hotel de cuatro estrellas, ubicado a una cuadra de la playa, y se pusieron a mirar videos viejos de los ochenta en el televisor; se quedaron dormidos y fueron despertados por la llamada de una periodista cordobesa que los esperaba para entrevistarlos en el comedor del hotel.

Ya abajo hicieron una simulación del almuerzo televisivo con la periodista de La Voz del Interior, que mientras no paraba de comer, les preguntó muchas cosas, sobre todo sobre la ladrona compulsiva. En ese momento los llamaron de la Rock and Pop marplatense porque querían entrevistarlos a la tarde en la emisora. Era final de temporada y, aunque a la mañana había sol, al mediodía se largó a llover. Por suerte, la chica de la Rock and Pop que los llamó quedó en pasarlos a buscar. Cuando llegaron,  la chica, una flacucha con flequillo, se desentendió de ellos y los dejó parados en la recepción del piso en que estaba la radio, avisándoles antes que irían después de la tanda.

Ahí parado con ellos, entre cuadros de rockeros y tapas de discos, estaba un tipo que se presento como Alexander. Saldría al aire después de ellos y lo entrevistarían durante el resto de la emisión. Apenas entraron, intercambió algunas palabras con Sabatini en castellano correcto, aunque por la pronunciación se notaba que era extranjero.

Era un productor de discos estadounidense que estaba de casualidad en Mar del Plata; en la radio se habían enterado, y lo invitaron a ese programa.

Alexander había producido a varias bandas de rock independientes del oeste norteamericano. Conocía poco rock argentino. Nombró a  Sumo, Soda Stereo y Los Fabulosos Cadillacs. El productor que lo había traído, un rubio que estaba por ahí dando vueltas abriendo y cerrando la tapita de un celular, entusiasmado, les explicó que Alexander Ponen había descubierto a Nirvana antes que nadie.

Por mí, Elortis, todo bien porque de Nirvana no sé nada; Augustiniano era fanático pero esa música ruidosa y negativa no la soporto. Elortis me comentó que la cultura oriental había entrado de forma masiva en la occidental a través de la distorsión repetitiva del grunge y el rock alternativo, por eso le pareció interesante la figura de Ponen, venido de la costa oeste norteamericana.

Una vez le dije a Elortis que el rock te llevaba a hacer locuras, para escandalizarlo. A él le gustaban muchas bandas de las ruidosas y oscuras, escuchaba todo tipo de música. El rock cuando era bueno lo hacía entrar en trance. Que no le criticaran a Genesis, a los Rolling Stones, a Jimi Hendrix más que nada, oh padre Hendrix, decía Elortis, que por otro lado Alexander Ponen reconocía como guía espiritual de la música que él había producido. Ponen insinuó que estaba solo esa noche, no sabía qué hacer, y a Elortis se le ocurrió invitarlo a que fuera a cenar con ellos.

Después, en la entrevista radial estuvieron algo nerviosos. Elortis rara vez contestaba lo que le preguntaban. Sabatini empezaba bien, para terminar incoherente y empantanado. Cuando salieron, aliviados del peso de hablar frente al micrófono, Ponen estaba de pie todavía —no tenían sillones en la recepción—, aunque con los ojos cerrados: parecía dormido, o en trance.  No los saludó, pero ya habían intercambiado sus teléfonos. Pero esa noche estaban cansados del viaje y nerviosos, y pasaron la salida para el día después de la entrevista en lo de Mirtha Legrand.

Era una mesa heterogénea con gente de diversas profesiones que habían escrito libros más o menos exitosos. Al lado de Elortis sentaron a un morocha muy linda, una modelo conocida que Elortis no recordaba cómo se llamaba, después estaba un periodista deportivo, un cura, un humorista y un crítico de cine. A Elortis lo ponían nerviosos las sirvientas que iban y venían en las pausas. La vieja las trataba muy bien, todo lo contrario a lo que había visto una vez en la televisión. A esta gente le gusta exagerar en cámara, decía Elortis. Sin embargo, le tenía miedo a la diva de los almuerzos; ¿y si algún televidente le enviaba una pregunta relacionada con su vida privada y la anfitriona lo obligaba a responderla? Pero anduvo todo bien.

Con Sabatini la hicieron reír muchas veces a Mirtha, y la modelo hasta lo codeó a Elortis mientras se reía de los chistes más picantes del humorista. ¿Cómo era que no se le había ocurrido pedirle el mail?, me decía Elortis. Esas oportunidades no se pierden, después uno termina hablando con una pendeja todas las noches. Qué gracioso, Elortis.

¿Por qué dejaba todo para después en su vida? Si no siempre sabía adónde iba… Romualdo le hubiera dicho que no se dejaban pasar oportunidades como esas. Sabatini también quedó como loco con la modelo, y decía que se había fijado en él.

Lindo tipo de hombre Sabatini, por lo que pude ver en Internet, y según Elortis tenía un encanto particular. Él había notado que algunas mujeres se dedicaban a perseguir a su amigo. Elortis era más inseguro en esas cosas y como Sabatini era el mayor, respetaba sus iniciativas; por eso parecía todavía más indeciso cuando estaba con él. Igual, después del champán cada invitado se fue por su lado, y a la modelo no la volvieron a ver.

El que llamó por la noche fue Alexander Ponen; lo citaron en el hotel, y después tomaron un taxi hasta un bar donde les habían dicho que hacían mojitos, aunque a Ponen no lo convencía mucho tomar alcohol. De cualquier manera, enseguida los tres se pusieron muy locuaces. Sabatini le dejó en claro al norteamericano lo mucho que habían disfrutado escribiendo el libro a dos manos y que sólo empezaron a tener roces por el tema económico.

Elortis confesó que sin el entusiasmo y el empuje de Sabatini, Los árboles transparentes no existiría. Estaban emocionados y, mientras hablaban, chocaban cada tanto las copas verdosas. Al norteamericano le gustó esa súbita efusión de sincera amistad. Él también se había separado de sus socios en la discográfica, cada uno había tomado su camino, incluso uno se había quedado con algunas de las bandas que él había seleccionado y las manejaba muy bien decía, pero a él no le interesaba esa variante del trabajo de oficina; él buscaba en el arte lo novedoso, lo incierto, lo eminente, lo trascendental —algunos adjetivos los decía en inglés pero se manejaba bien con el español, decía Elortis—, por eso le gustaba  viajar y conocer otras culturas.

En realidad, se había desilusionado de la industria de la música, viendo como los músicos más talentosos se censuraban y etiquetaban a sí mismos para vender; finalmente, decidió renunciar a la exitosa discográfica que había fundado. Ahora había abandonado la tarea de promocionar bandas de rock. La mitad del año la pasaba con su mujer y su nena de dos años en una comunidad ecológica en la isla de San Juan.

También le encantaba Sudamérica y ahora se sentía más conectado que nunca con nosotros gracias a un chaman del Amazonas Peruano, que lo había terminado de introducir en el mundo de la ayahuasca. Lo asombró que a dos horas de Iquitos estuviera lleno de chicos con remeras Nike y que en los negocios pasaran hip-hop. Pero en Yushintaita, el campamento donde lo esperaba el chamán don Sebastián, te olvidabas de todo.

Ya había probado la ayahuasca en su país pero hacía rato que tenía ganas de experimentar en su lugar de origen. Don Sebastián era un hombre con una personalidad magnética, un curador, un mago. Cada tanto, Sabatini, entusiasmado, golpeaba por debajo de la mesa la rodilla de Elortis con la suya, como avisándole que habían encontrado un gran personaje.

Para don Sebastián, primero había que liberarse de las toxinas acumuladas en nuestro cuerpo; así que antes que nada los futuros iniciados pasaban por un proceso de reflexión y purificación que duraba cinco días. Si no las toxinas podían arruinar el viaje. En el segundo día unos ayudantes les pasaban por el cuerpo una mezcla llamada huito, que en realidad es la mezcla de la fruta de ese árbol con arcilla; la usaban también para teñirse los pelos, por eso no veías nativos canosos en la selva, y también como repelente de mosquitos. El huito, que según Ponen te dejaba de color azulado, servía para matar a los ácaros y otros parásitos externos que vivían en la piel.

Ahí Sabatini había dicho que era como un spa selvático. Ponen no le prestó atención a la interrupción y agregó que el proceso debía acompañarse con una dieta saludable, vegetariana y rica en fibras. Y que, aunque les pareciera mentira, los chamanes llevaban una dieta mucho más rigurosa de yuca y arroz. Elortis había pensado en las yucas pinchudas que su padre tenía en el fondo de la casa de la costa y se le revolvió el estómago. Más cuando recordó a los bichitos de un anaranjado fluorescente que atacaban las flores blancas en algunas temporadas. Había que tener espíritu para sacarle el jugo a un vegetal tan desagradable, sin lugar a dudas los chamanes escondían alguna  verdad, no andaban tomando vino y repartiendo circulitos de harina como los curas; primero se tragaban unos cuantos pedazos de yucas antes de pedirte que te ensuciaras con el huito. Se parecían más a los curas medievales que se quedaban jorobados y ciegos leyendo.

Elortis quiso saber cómo era físicamente don Sebastián. Ponen le contó que era un morocho arrugado con anteojos, túnica blanca y bigote oscuro; imposible deducir cuántos años tenía. El problema, pensaba Elortis, es que un tipo así a él le hubiera parecido un cómico; estas contradicciones son insalvables. Lo que sí hubiera hecho con gusto era comer mucha fruta —Elortis se la pasaba comiendo frutas, parece, más que nada uvas, kinotos, mandarinas y bananas.

Después de eso, Ponen contó que don Sebastián les hacía tragar una leche caliente, la savia del árbol Ojé, un látex blanquecino que depuraba la sangre y los intestinos. Los nativos usaban este líquido para curar la uta, la enfermedad de la selva. Los frutos son un buen mnemónico, estimulan la memoria, decía Elortis, que ya en Buenos Aires trató, sin éxito, de conseguir Ojé en gotitas en la dietética china. Ponen les aclaró que todo esto evitaba que te encontraran las chirinkas, unas moscas verdes que según los nativos vivían en los cuerpos de los muertos, y les gustaba enturbiar las visiones de los vivos. Pero ese líquido viscoso más que nada atraía a los parásitos internos, que después eran evacuados hasta que el intestino quedaba completamente limpio. Mientras tanto, don Sebastián les hacía tomar litros de agua caliente. Cuando terminaba este proceso, el chamán analizaba con un microscopio los excrementos, y separaba a los parásitos para mostrárselos a los principiantes. Sabatini estaba cada vez más interesado en el tema, ya había dejado de golpearlo con su rodilla a Elortis.

Las sesiones había que hacerlas en la noche para apreciar mejor las visiones. El chaman los llevaba a un templo con bancos enfrentados y los hacía sentar, aunque era mejor ponerse de pie una vez que comenzaba la sesión, sabía que algunos no lo lograban. Entonces se ponía a cantar los ícaros, ya que don Sebastián decía que era un terapista musical antes que nada, y con esas canciones llenas de amor y compasión lograba el efecto catártico necesario para que la ayahuasca prendiera en la conciencia. Ponen decía que lo más importante de todo era la preparación —el proceso de purificación— y el contexto; era preferible que la sesión se hiciera de noche y en la naturaleza. Lo demás dependía de eso porque lo que para él hacía la ayahuasca era conectarte con el entorno.

Por eso era necesario estar en un lugar natural como ese campamento en la selva, con aire puro, nada de smog, aunque los ayudantes de Don Sebastián purificaban el aire con humo de tabaco, y sin electricidad, porque usarían la energía de las presencias de la selva y la que ellos mismos generaban, y cualquier otro tipo de energía distinta podría interferir. La dieta sana y la música delicada hacían que la información fluyera sin ninguna traba y, si se respetaban las reglas, el flujo de visiones nítidas comenzaba a llegar.

Los cánticos, que también eran para comunicarse verbalmente con los espíritus de la selva, se intensificaban, y Don Sebastián empezaba a repartir la comunión. Entonces, silencio, y al rato se apagaban las velas, y una música suave empezaba a hacer que te subiera la pócima a la cabeza.

Ponen había visto la imagen, muy nítida, de una fábrica con personas moviendo pesados mecanismos; mientras recorría la fábrica, no precisó si volando o caminando, apreciaba el empeño y la fuerza con que los hombres agotados accionaban las máquinas, y sintió una compasión profunda por cada una de esas personas. Después encontró a los capataces, y también a los jefes sentados en sus gruesos sillones de cuero, y siguió a una secretaria por un pasillo angosto que desembocó en una inmensa sala repleta de impecables colchones con sus respectivos almohadones. ¡Una fábrica de colchones!, todavía se asombraba Ponen.

Entonces esa hermosa secretaria de los cincuenta, se fijó bien que nadie la siguiera —aunque Ponen estaba detrás de ella, no estaba realmente ahí— , y atravesó la sala, haciendo retumbar sus tacos, por uno de los pasillos que formaban las filas de colchones, hasta el final, donde se tiró a dormir en uno. Ponen se acercó, vio que dormía plácidamente, e intentó hacer lo mismo en otro colchón; pero en cuanto hundió la cabeza en la almohada suave, notó que una pluma se escapaba de la costura, y al tirar de ésta descubrió que en realidad era una pluma bastante grande verde, como la de un papagayo. Entonces se levantó, y empezó a sacudir la almohada hasta que su colchón se llenó de plumas verdes, rojas y azuladas, y pensaba qué hermoso sería que los tipos del taller también vieran esa lluvia de plumas coloridas, y también intentaba que la secretaria despertara y lo viera darle belleza a ese lugar gris, pero entonces apareció un tipo fornido en la punta de la sala y enfiló directo hasta la cama que ocupaba la secretaria para despertarla con un beso, y acostarse con ella, y Ponen se desconectó de esas imágenes, que, sin embargo, recordaba con alegría.

En esta sesión se vio inundado por una sensación de amor verdadero, calidez y aceptación. Sabía que otras personas habían tenido experiencias negativas; un amigo suyo sintió que lo tiraban escaleras abajo en la oscuridad como al padre Merrin de El Exorcista, pero era porque se le había ocurrido probar la ayahuasca en el garage de su casa a las tres de la tarde;  había que tener en cuenta el entorno porque existía algo llamado campo morfogenético.

Ponen ya les explicaría de qué se trataba. Yo no sabía adónde me quería llevar Elortis con todo este cuento. Augustiniano tenía amigos que habían probado hongos en un viaje en subte en España, y tuvieron la sensación de que el recorrido era vertical en vez de horizontal.

A mí no me interesan esas cosas, Elortis.

En esa época le daba, y todavía le sigo dando, a la música y al fernet-cola para alcanzar algunos estados alterados, de intachable felicidad.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Capítulo 6, final de la Segunda Parte.

6.

Al otro día, mi amigo del cursor y las palabras estaba deshauciado.

No era su padre ahora el sospechoso, no era su padre el abatido. No era su padre el que había caído. Tampoco él.

Era Martín, su hijo. Esta vez no corrían tan rápidas las palabras que se iban formando en el mensajero.

Salvo cuando copiaba y pegaba.

Martín, nunca me lo había dicho, se estaba quedando ciego (ni cuando habló de Andrés el ciego que tenían empleado en la empresa de audiolibros aceptó que su hijo, al que me quería enganchar, había perdido la mayor parte de su vista) Antes de ir al Amazonas, y ahora cerraba más todo, tuvo que sacar el certificado de discapacidad, y aceptar unos tratamientos en los que le pinchaban los globos oculares. Momentáneamente, y acompañado por esa empresa más parecida a la que siempre quizo realizar su abuelo, y también sintiéndose enamorado de una chica (la que quedó en el Amazonas con el cuasi chamán, Fernando, me dijo Elortis) su hijo se sintió más seguro y olvidó un poco esa problemática.

Ahora bien, en los últimos días su hijo se arrancó de la cercanía de los fuegos mapuches, en la bella Nonthue, para ser internado por su propia decisión en una clínica mental cercana, en San Martín de los Andes. No quería que lo visitara le había escrito. Simplemente no había tolerado lo que ocurrió.

¿Qué era, Elortis, por favor? Contá las cosas más rápido. El tiempo se nos acaba, le hice notar.

Resultó que la chica del Amazonas, Bonita (se llamaba Vonisol, pero bueno le decían Voni o Bonita) le había escrito un email a su hijo Martín. Parece ser que se había cansado del viejo de la selva. En realidad ya venía escribiéndole desde antes. Martín había quedado shockeado por esa separación tan singular y no se animaba a escribirle, aunque había tratado de que supiera de ese shock a través de terceros. Pero ella le había escrito un e-mail, dos meses luego de que se separaran.  Figuraba lo siguiente de esta manera:

Hola Martino (ella le decía Martino a su hijo, cariñosamente, parece) Te pido perdón, nunca fue mi intención lastimarte. Como vos bien dijiste, tuvimos dificultad en la comunicación, la percepción y la comprensión y eso acarreó que no pudimos protegernos. Fallamos como pareja pero no significa que no nos divertimos y pasado bien (copia textual, decía Elortis) el tiempo que estuvimos juntos. Yo no estoy enojada con vos, sino al contrario, te aprecio por todo lo que compartiste conmigo. Espero que estés mejor y te deseo todo lo mejor. (Te escribo con una flor en la mano, no sé qué variedad es, Fernando tampoco lo sabe)

Este e-mail amable y dentro de todo esperanzador, medio mal escrito, pero se entiende, son e-mails de finalizar una relación, de algo que termina y deja estelas, decía Elortis, no representaba una amenaza para Martín. Parece ser que pasado el tiempo, Martín se había empecinado a hacerle saber por terceros a Bonita que había actuado mal engañándolo con el viejo chamán. También le dijo que él nunca había creído que enterrar un cuerno de vaca en la humus terroso podría fortalecer la fertilidad del suelo y que estaba en total desacuerdo con esta cuestión con el viejo Fernando. Agregó que creer en eso no hablaba bien de la salud mental del viejo. Se lo contó a una amiga en común que tenían que llegó hasta la selva y entregó el mensaje, no sabe cuán bien decía Martín, dice Elortis.

Ahora, tanto tiempo después, le había llegado otro email, pero acá Elortis dice que hay que diferenciar e-mail de carta por extensión, en esta carta felicitándolo porque había seguido adelante con sus viajes por selvas y bosques. Pero la carta cambiaba de tema abruptamente para expresar lo siguiente.

Aprovecho esta ocasión para aclararte que no quise seguir viajando con vos, porque siempre sentí que no nos entendemos. Y esa incomunicación, más teniendo en cuenta que estábamos en la selva, un lugar donde la comunicación debería fluir mejor, me generó un desgaste mental y físico. Sos una persona muy complicada de tratar; sos obsesivo, autoritario, pero lo peor es cuando te ponés violento porque no podés controlar la situación (como cuando te dije que Fernando era una buena persona, que nunca haría daño a nadie)

Al principio de la relación, en Buenos Aires, pensé que era cuestión de adaptación, porque yo estaba estudiando y trabajando, y eso te irritaba porque para vos era poco el tiempo que le podía dedicar a la relación. Los sábados trabajaba todo el día y me parecía lógico que de vez en cuando estabas malhumorado. Yo estaba agradecida que aun así me tenías paciencia y que querías estar conmigo.

Las cosas fueron avanzando, y yo, decidí viajar con vos, porque insistías que te hubiera gustado cumplir los sueños de tu abuelo, Baldomero. Muchas discusiones tuvimos en nuestro camino final al hogar de Fernando y siempre la única manera de tranquilizarte era hacerlo a tu manera. Eso me hizo sentir que no me comprendías y que no querías compartir las cosas con una persona porque siempre tenía que ser como vos decís y hacerse como vos lo hacés. Mi rol en tu vida no era más que una muñeca de trapo ya que no podía NI opinar de qué caminos íbamos a tomar para llegar a nuestro destino, ni hablar de nuestro destino como pareja.

Aun así, estaba al lado tuyo porque te quería, porque sabía que esta relación era muy compleja por tu problema de ceguera. Durante todo ese tiempo tuve que tener mucha paciencia para comprenderte y entender que sos una persona egoísta, poco observador de la realidad, obsesivo y astuto solamente para lo que te conviene, es (sic, dice Elortis) porque está relacionado a estas cuestiones sin resolver.

Pero Martín (Bonita dejaba de hablar con el sobrenombre que le había puesto, mala señal, dijo Elortis) el gran problema por la (sic) me alejé de vos no es por tu visión reducida, ni siquiera por si tenés o no un trabajo fijo y estable (siempre me hacías notar la diferencia de poder entre Fernando y vos; Fernando siempre pudo subsistir curando almas y plantando manzanas con el dinero de su padre, antes; eso es lo que aprecié en el momento decisivo) Creo que sabés bien cuál es el problema y no lo querés aceptar. Porque enfrentar problemas requiere mucha valentía y fuerza de uno mismo, y en general, es más cómodo estar metido en tus problemas que salir de ellas (sic, aclara otra vez, Elortis).

Yo tuve la paciencia, hasta traté de ayudarte a aliviar de alguna forma tus problemas (¿te acordás cuando te dije que vayas a un psicólogo de la escuela del gran Rudolf Steiner o que tengo el corazón puesto en la biodinámica?; bueno, no quisiste aceptar eso)

Pero fue mi error. Vos nunca quisiste salir de ese espacio cómodo. Aunque insistiera en aprender de lo que a mí me gustaba.

Y cuándo te enfrentaba en la selva diciéndote eso, que no querías alejarte de tu espacio cómodo, aunque estuvieramos en un lugar tan grande, o que quería pasar la noche con Fernando, te molestaba mucho, porque sabías que significaba que no podías controlar más la situación conmigo.

Entonces, tu última opción fue controlarme a través de la violencia física. La primera vez que me agarraste del cuello, aunque no veías bien y tal vez quisiste agarrarme la boca para que dejara de gritarte, como dijiste, fue controlarme a través de la violencia física. La primera vez que me agarraste del cuello pensé que esa situación iba a ser la única. Un momento de descontrol y nada más.  Pero resultó que se repitió tres veces (si es que no hubo muchas más)

Cuando pasó la segunda o la tercera ya no quise estar más con vos, pero como sabía que estabas en una situación vulnerable pensé en aguantar de decírtelo hasta que llegáramos a otro destino en nuestro viaje. Que no te sacaras de quicio por cualquier cosa. Quería que se terminara esa pesadilla en la selva.

La situación se fue al carajo, creo que me quisiste matar una vez que me agarraste el cuello mientras te gritaba que eras un inútil y que no podía ser que no vieras lo que yo era y tampoco lo que era Fernando y sus seguidoras. Su hermosa alma.

El día que yo te clavé las uñas y el otro que vos me doblaste la mano me perdiste completamente porque dejé de confiar en vos. La situación se fue al carajo y decidí aceptar algo que venía creciendo en mí mucho tiempo. El ser libre con los demás. Abrazar la biodinámica de Fernando, gran discípulo de Steiner (incluso en las cartas astrales que armaba él me advertía sobre lo que pasaría)

Repito, necesitás ayuda de un profesional. Yo no creo en este momento poder darte la ayuda que tal vez necesites. Por eso espero que sigas yendo al médico (en realidad no te vendría mal tomar antisicóticos; tal vez seas como el de Una mente brillante, como ya te dije una vez, sabés que me gusta Rusell Crowe). Seguir manteniendo esa posición de que el causante de estos problemas y la separación era el estrés de la selva y tu ceguera incipiente que no te dejaba ver, es ignorar la verdadera causa e ignorar todo lo que sufrí este tiempo.

Separarme de vos y de todo lo que estábamos haciendo juntos, fue muy difícil, pero lo que aprendí y viví con vos, siempre va a estar conmigo. Por eso, a pesar de todo lo que pasó, siempre voy a estar agradecida por abrirme tus puertas y por el viaje que emprendimos sin saber cómo iba a terminar.

Te deseo lo mejor con mucha fuerza.

Elortis estaba casi tan devastado como su hijo. Martín no pudo procesar como la carta lo había llevado, con esa narración tan fría, a hacerlo sentir la peor persona del mundo, un nefasto, un violento por naturaleza que había intentado tomarla del cuello mientras ella, contaba Martín, le gritaba que él no sabía cómo plantar una batata en la plantación que habían improvisado con el viejo Fernando o una de los naranjos que él creaba.

Era la misma manera que tenía de tratarlo Baldomero a él, agregó Elortis. Igualito.

Para Martín, que confesó que seguía amando a esta chica hasta que llegó la carta, porque añoraba el verde que se iba volviendo oscuro ante sus ojos, los loros amazónicos y todo lo demás colorido que había visto y cada vez menos veía, y que ya iba a terapia, la carta lo había afectado muchísimo.

Mucho tiempo después me enteré que Martín, que nunca había sido violento en su vida, según refrendaba su padre en las últimas conversaciones, terminaría suicidándose colgándose de un árbol, oscuro, opaco, helado, en San Martín de los Andes. En las declaraciones a los medios, Elortis admitió que su hijo le pedía la eutanasia desde Neuquén. Que él había tenido que explicarle que en este país no existía y que recién se estaba empezando a tratar el tema. No estamos en Holanda, Martín. Y que no podía contrariar la decisión de su hijo de no poder sobrellevar la ceguera más el contexto o entorno duro que había tenido. Lo sentía mucho por la madre de su hijo, Miranda, declaraba, que todavía no caía en lo que había ocurrido.

La carta la había enviado su compañera de la selva, recalcó Elortis en la charla en que me copió lo que le copiaba desesperadamente su hijo. No era una persona cualquiera para Martín. Después de todo, él era psicólogo, y le parecía que el e-mail que, por lo menos, era raro. Y había sido enviado por Bonita desde Nueva York.

Ese día, aunque nunca hubiera previsto el final de Martín, fui yo la que humedeció la almohada, pensando en mi amigo y en su lastimado hijo. Y en la mitad de la noche, mientras mi madre dormía, me deslicé descalza por el parquet del living, con una remera y un short, para salir al pasillo de mi edificio y recorrerlo hasta el ascensor.

Iba a ir a buscar a ese hombre porque estaba segura que podía ser capaz de evitar algo inmitente. Incluso bajé así en el ascensor, dispuesta a preguntarle la dirección exacta cuando alcanzara la calle, pero algo me detuvo.

En la mitad de mi caminata, noté que estaba casi desnuda, que el short era mi ropa interior y no short, que la remera era transparente y se me notaba todo. Me vi en el espejo grande del hall del edificio. De cuerpo entero, alta, morocha y flaca como era. Mi cuerpo. Mi cara.

Inmediatamente, giré y corrí hacia arriba por las escaleras para aminorar la velocidad y sigilosamente volver a mi cuarto mientras un viento repentino abría las hojas de una de las ventanas. Y ahí volví a correr hasta encerrarme en mi cuarto. Donde me ovillé al lado de la puerta. Luego, me tranquilicé y pude arrastrarme a la cama.

Cuando quité las sábanas, salió volando una damisela, o caballito del diablo, azulado, iridiscente. Seguramente el viento y la tormenta que se acercaba lo habían perdido en la oscuridad. Me tapé la cara con la sábana ligera, mientras, sudada, lo veía alejarse, a través de la tela, desenfocado y brillante como si fuera una luciérnaga, volando hacia el cielo raso. Al otro día, no pude encontrarlo.

Pero esa noche soñé que el insecto era mucho más grande, con el cuerpo esponjoso y de color púrpura, y que volaba desde la ciudad hasta el bosque de árboles y que el resplandor que generaba entre las cortezas y las hojas hacía que, por vez primera, algunos de los árboles transparentes, incluso los más lejanos, se descubrieran, se comunicaran, a través de una intuición y un alfabeto que nadie más podía entender.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 5.

5.

Y un día me salió hablando otra vez de la enanita. Estaba terminando las notas para Jorguito que ya tenía que mandar a imprimir para el inminente bautismo y se le ocurrió agregarle una de las historias que ella le contaba, para que el chico se divirtiera un poco cuando a los dieciocho años abriera ese librito; si es que no lo tiraba a la basura antes.

Cerca del barrio de la enanita había un loco que perseguía a la gente incansablemente. Te veía venir caminando, cruzaba de vereda y se ponía detrás, casi  a un paso, y te seguía hasta que te metías en algún lugar o tomabas el tranvía. La enanita había sufrido en carne propia este suplicio. Apareció el loco y la persiguió tres cuadras. Al otro día la acompañó el hermano, pero el loco debía estar ocupado persiguiendo a otro; no hacía más que eso, pero no se sabía cuándo podía volverse loco del todo. Por suerte, un día cayó en la casa de la enanita el amigo de su hermano que se disfrazaba del actor Sandrini para animar fiestas (Elortis me explicó que ese actor cómico en aquel tiempo era famoso por un personaje que inventó en la radio llamado Felipe, caracterizado en varias películas con un sombrero, corbata rayada y bastón) y le pasó la fórmula mágica para confundir al loco. La enanita tomaba el tranvía sin problemas hasta que un día volvió a cruzarse el loco de vereda para ponerse detrás, y empezar con su locura. Dejó que la siguiera esa cuadra, como para que los que miraban aprendieran, y cuando estaba llegando a la esquina se paró en seco. El loco se detuvo al instante y se cruzó para seguir a una chica que venía caminando por la vereda de enfrente.

Elortis borró la historia después de escribirla; tenía miedo que Jorguito lo tomara de tarado cuando la leyera. Pero al final la volvió a agregar, no sabía qué decirle al hijo de su amigo a los dieciocho años, sus familiares —salvo el abuelo que tocaba el acordeón— le habían dado consejos relacionados con las mujeres, el trabajo y los amigos; él le regalaba, además de la transcripción y resumen de lo que decían sus familiares en el video, esta historia que le había contado la enanita para divertirlo un rato.

Ya tenía todo listo para el bautismo. Estaba conforme con la edición del video y se la mostró a Diego para que opinara. Mandó a imprimir los ciento veinte libritos, más la edición especial, que constaba del texto más el DVD para Jorguito, y que proyectarían durante la fiesta.

El bautismo fue en una iglesia de La Plata. La noche anterior Elortis se quedó en la computadora hasta tarde, según él escribiendo, aunque para mí que esperaba que yo le hablara, y cuando logró encontrar la calle ya todos se dirigían al salón infantil donde los esperaban mesas con saladitos y dulces. Por suerte, sus amigos tuvieron la delicadeza de no invitar a Miranda. Elortis no quería sentarse con desconocidos y se alegró cuando lo invitaron a la mesa de la familia. A causa del librito había muchos que lo conocían y lo felicitaban de antemano por el trabajo que había hecho. Richard había formado otro grupo de amigos en La Plata, y se sacaba fotos con ellos mientras las mujeres se quedaban con los nenes jugando. ¿Qué otra cosa podían hacer?, decía Elortis; ellas tenían esa excusa para no ponerse a hablar triviliadades con personas desconocidas.

Había un fotógrafo y un camarógrafo en un costado, aburridos porque no estaban disparando ni grabando. El camarógrafo enfundado en una campera de cuero ochentosa y el fotógrafo con una camisa arremangada, miraban hacia lugares opuestos, con sus instrumentos de trabajo colgando. Elortis se sentía incómodo pero contento, aunque notaba que le faltaba algo. Se acordó que hacía poco había ido al velorio del padre de Richard, el que lo llamaba por su nombre de manera particular. El nietito estaba en los brazos de una de las tías, que le hacía morisquetas, pero parecía serio. No era de esos bebés que se ríen de cualquier cosa, sus ojos vagaban a la deriva como esperando que la gracia lo encontrara. Era un bebé enorme, rollizo y tenía los mismos ojos redondos del abuelo, la misma cabezota con cachetes rellenos. No era un bebé expresivo.

Elortis agarró un sandwich de miga de jamón y queso, y cuando levantó la cabeza vio, por un segundo, que el bebé le estaba guiñando el ojo. Pensó en contárselo a la hermana de la madre que estaba al lado; ¿cómo un bebé tan apático de repente se le daba por hacer ese gesto? ¿lo había visto? Otra vez Elortis me dijo que, como decía la canción de Luca Prodan, mejor no hablar de ciertas cosas. El abuelo de Jorguito reposaba bajo una capa de pasto sintético en un cementerio de los escenográficos, con árboles de todo tipo repletos de pájaros; él mismo había visto en el entierro algunas cotorras volar de una copa a otra. El guiño, eso sí, lo hizo pensar en que hay un momento donde de muy chicos recibimos una conciencia ajena que no sabemos de dónde viene. Pero él no creía en cosas raras…

En realidad, no sabía qué significaba ese guiño de ojos, debía ser una casualidad, pero lo ayudó a mantenerse contento en la fiestita. Después pasaron el video que había grabado con su cámara. La madre de su amigo lloró al principio, cuando vio a su esposo, pero después todos se descostillaron de la risa con el baile griego y el acordeón del bisabuelo italiano de Jorguito. Richard les aclaró a los invitados que no sabían que el video lo había realizado Elortis, y todos lo aplaudieron. Algunos se levantaron a darle la mano. Al rato, deslizaron hasta el centro del salón a un mono gigante que estaba colgado del techo: la piñata. Los chicos se mataban por agarrar los caramelos blandos que cayeron de la panza del mono. Una nena agachada se puso a llorar porque no podía agarrar todos los caramelos juntos y parecía que no le gustaba que se los alcanzaran tampoco. Elortis dio una vuelta por el lugar y encontró a dos invitados que estaban sentados en las mesitas de afuera conversando con expresión seria. Trató de imaginar que hablaban de proveedores de automóviles pero estaba seguro que era una conversación sobre mujeres. Ahora, influenciado por el descubrimiento de Miranda, todos los hombres para él ocultaban relaciones sórdidas que comentaban con sus amigos más cercanos. Seguramente era un invento suyo, se desdijo, en esta época no es necesario esconder las cosas, este tipo de secretos son muy perjudiciales. Sí, Elortis, ya lo sé, no me quedaba otra que responder.

Por calcular mal, él no se pudo quedar con ningún souvenir. Pero se quedó mirando con alegría cómo la gente pasaba las hojas, entre desconfiada y extrañada, de los libritos que se llevaban. La tarde de esta conversación pensé en decirle si quería pasar a saludarme, porque a la noche iría con mis amigas a ese bar del subsuelo. No quería ver a Elortis sola, me daba terror no saber qué decirle, o que fuera una persona diferente a la que imaginaba, y caer en sus redes de una vez y para siempre y después qué. Mis padres no lo aceptarían; ¿cómo iba a salir con un tipo que me doblaba en edad? Al final, le di a entender que saldría a un bar cercano; él sabía dónde encontrarme si quería. Pero no apareció aquella noche. Me pareció que cada vez salía menos de su departamento.

Cuando le pedía que me contara qué estaba haciendo, daba rodeos y me decía que estaba ordenando su estudio, hirviendo el agua para sus infusiones, o comiendo chocolate negro; también me decía que estaba con sus proyectos, entre comillas, como si estuviera más que nada organizando su vida, o pensando por dónde podía volver a entrar a la mentira a la que la mayoría se amoldaba sin problemas, según sus propias palabras. Sabatini se estaba encargando de supervisar el guion de Los árboles transparentes y le mandaba cada tanto por e-mail lo que el guionista escribía. Tanto Diego como Elortis repudiaron la primera versión del guion, pero no se animó a decirle a Sabatini que no le gustaba; después de todo era una película comercial y quería que el bailantero recuperara la inversión, y que ellos pudieran llevarse lo suyo. Sin embargo, Los árboles transparentes nunca se filmaría; el bailantero aparecería muerto tiempo después de esta conversación con Elortis, y los peritos dictaminarían que se había suicidado. La esposa y los amigos no estaban convencidos.

Al Certoni era una persona alegre y no tenía motivos para quitarse la vida. Me enteré por el diario que mi mamá compraba los domingos porque para esa época ya casi no hablaba con Elortis. Casualmente en el mismo diario, pero en otra sección, mi amigo comenzaba a publicar una novela en entregas, el desarrollo de unas entrevistas a personas que habían trabajado en puestos claves en empresas y gobiernos, que se dedicaban a proteger secretos importantes. La nota sobre una mujer encargada de la seguridad de los secretos industriales de una importante empresa, en cuyas manos estaba la confección de los contratos de confidencialidad con los trabajadores, empezaba con un epígrafe de John Stuart Mill: If a person is charged with a murder, it rests with those who accuse him to give proof of his guilt, not with himself to prove his innocence. Elortis investigaba qué motivos llevaban a las personas a tomar este tipo de trabajos, y el relato, según la mayoría de los críticos, era impecable; el escritor le daba al tema el tratamiento y la forma que merecía. En cuanto a la muerte de Al Certoni, todo era sospechoso, la nota de despedida estaba escrita a máquina y encontraron varios pagares en los estantes superiores de un ropero de su casa expedidos por un hombre que tenía un puesto clave en la policía de la provincia de Buenos Aires,  pero no pudieron probar nada y la caratula del caso quedó rotulada como suicidio.

Pero en la época que todavía conversábamos con Elortis, Sabatini no sólo supervisaba el guión de la película del libro; también trabajaba con la cleptómana en la continuación de Los árboles transparentes. Elortis, que lo único que hacía era anotar cosas en su cuaderno, me decía que a veces prendía el micrófono que usaban para grabar los libros audibles con Sabatini, agarraba algún volumen de la biblioteca y se ponía a leer en voz baja, pero igual lo grababa en el disco rígido de su computadora. Cada tanto lo visitaba Sofía, y cuando permitía que se quedara toda la noche, él esperaba que ella se durmiera para cerrar la puerta con llave y esconderla. Temía que la bailarina se escapara con algunas de sus pertenencias o le abriera a algún amigo que le vaciaría el departamento.

Su hijo Martín se había vuelto a ir de viaje, esta vez a recorrer el sur del país con un amigo, hacía rato que no escribía, ahora estaba en una cabaña a orillas de un lago. Terminó de darse cuenta que no le gustaba lo que había estudiado y esta vez sintió la necesidad de retirarse a pensar cuál era su verdadera vocación.

Elortis me aclaró que lo entendía, había demasiadas profesiones ficticias hoy en día, cada día inventaban una nueva, hasta querían poner una carrera de organizador de vidas virtuales (como un filtro humano dedicado a organizar y filtrar la información que una persona recibía y enviaba en Internet). Le parecía bien que su hijo pensara a qué le gustaría dedicarse. Por suerte, su abuela se hacía cargo de los gastos del viaje.

Elortis no se sentía culpable, al lado de la plata que llevaba gastada la vieja en operaciones y viajes propios, el costo de ese regalo para su nieto era insignificante. Él también estaba encerrado como su hijo. La diferencia era que él solamente tenía esos árboles, lindos para la ciudad, pero infestados de ratas y pájaros pulgosos. En cambio, Martín cuando se cansaba de mirar el fuego podía salir a pisar las hojas secas del bosque silencioso. Elortis no aguantaba el zumbido de tonalidad grave del aire acondicionado que tenía frente a su balcón.

No sabía a qué se dedicaban en esas instalaciones que le oscurecían el contrafrente; veía la pecera con un pececito rechoncho naranja y unas plantas verdes sumergidas deshilachadas, y también a una persona con rasgos orientales, que a veces se paseaba sin hacer nada por la habitación. ¿Sería la gerencia de la farmacia de la vuelta? ¿o un laboratorio? ¿para qué necesitaban mantener el frío constante día y noche? Los oídos de Elortis imitaban el zumbido.

Aunque casi nunca salía, cuando iba a hacer las compras o a buscar algún libro a la librería de saldos de la vuelta, le costaba entender lo que el vendedor le decía —casi siempre le preguntaba si quería una bolsita. A Elortis le daba lo mismo llevar los libros con bolsita o no, aunque a veces usaba las bolsitas para un tachito que tenía arriba de la mesada de la cocina donde tiraba la basura chica y los deshechos del té verde —las hojas de té verde, secas y fruncidas, que se inflaban y rejuvenecían con el agua caliente— y desde que Sofía lo retó, trataba de poner una también en el otro tachito, el del baño.

Una tarde se le metió en la cabeza agarrar el auto y salir a la ruta para caerle de sorpresa a Martín, pero no tenía experiencia en este tipo de viajes largos —en su caso era un milagro que se animara a manejar— y además él era un hombre grande ya, aunque parezca un pibe, jaja, y no aguantaría esa soledad compartida con los dos chicos, cada tanto necesitaba una Sofía que le acariciara la espalda a la noche. Aparentemente ella le hacía masajes en la espalda, en los dedos de la mano y en la cabeza, y él se iba quedando dormido mientras suspiraba (aunque al rato se despertaba otra vez para asegurarse que ella también estuviera dormida, según me había dicho unos días atrás)

Esto lo repetía, seguro para recordarme de aquella vez que hablamos en broma de dormir juntos (Vivíamos a menos de diez cuadras el uno del otro, y después del tiempo que nos conocíamos para su edad lo natural era que ya me hubiera metido en su casa hacía rato)

Sofía estaba resentida con él porque no la tomaba en serio como pareja. La bailarina no volvió a aparecer después de la noche en que le contó los detalles de cómo había terminado su relación con Miranda. No le habrá gustado la idea de Elortis abriendo e-mails ajenos, aunque él decía que su misma ex novia le había revelado cómo entrar a su cuenta; en fin, las cosas que son difíciles de explicar no convencían, Elortis.

Él no la volvió a llamar, quería aprovechar la soledad para pensar y en lo posible encontrar una relación que significara algo distinto y nuevo, y me ponía puntos suspensivos como si una de las posibilidades fuera que esa relación dependiera de mí, que yo fuera la parte que faltaba, aunque no se atrevía a decirlo directamente, contaba conmigo para arrancar otra vez desde cero, una chica joven, con el entusiasmo a salvo, no tan influenciada por la sociedad todavía, a la que se podía amoldar a gusto; yo me había dado cuenta.

Además  desde el principio le gustaba que le diera mi opinión sobre sus asuntos, se reía con mis contestaciones. Y no era sólo mi carácter el que le gustaba; no guardaba las conversaciones que teníamos pero sí las fotos que yo le había pasado en nuestras primeras conversaciones. Una con mi ex en el cumpleaños de papá, otra abrazada con las compañeras de secundario, hay una que estoy haciendo una coreografía en el colegio que también le pasé ahora que me acuerdo, y otra que estaba apoyada en la puerta de una casa en la costa, en bikini, con el pelo atado. En la primera de todas que le pasé, mi amiga y yo estamos inflando los cachetes. Por supuesto que su preferida era la de la costa en bikini (le gustaban mi altura y mis piernas). También le había gustado el primer plano de mi mano con las uñas pintadas de rojo y mis dedos largos y finos separados. Yo quería saber si también tenía dedos finos como yo y según él, que no me mandó fotos —sólo veía las que iba poniendo en su perfil— sus dedos eran delicados y su madre, que tocaba el piano, se los envidiaba.

Aparentemente el e-mail que usaba conmigo al principio ni siquiera era el oficial, una vez que se desengañó del todo de Miranda lo adoptaría definitivamente; me di cuenta porque después lo agregó en el perfil de la red social que usaba (cuando empezó a escribir en el diario desapareció su perfil de la red social).

Se ve que de alguna forma se animó a volver a salir a la calle, y hacer algo que lo hiciera sentir útil, aunque él sólo quería dedicarse a escribir libros o a lo sumo a leer los que le gustaban en voz alta para su disco rígido. Pero las anotaciones que tenía lo habrán llevado a algún lado, imagino que un día se levantó con las energías que le faltaban y aspiró un aire distinto, renovado, que le permitió armarse una nueva estrategia de sobrevivencia.

No pudo saber si su padre era o no lo que decían que era, y como estaba muerto no valía de mucho saberlo, me dijo una vez; si tuviera el poder de ese niño encantado de los evangelios apócrifos que cuando lo habían acusado de matar a un chico, fue y lo revivió para que dejara en claro su inocencia, eso sí hubiera servido de algo, pero como no era el caso, descubrir que su padre era algo que él no quería que fuera nunca, no le convenía.

Pero la duda lo trabajaba, era como una línea que dividía en dos su campo para un juego donde él tenía que desdoblarse para enfrentarse a sí mismo porque no había nadie más con quien jugar.

Eso era la vida, agregaba; menos mal que podía contarme algunas cosas a mí.

Así es, Elortis.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 4.

 

4.

Ahora pienso; ¿qué persona adulta actual, ocupada, con actividades sociales, deportivas y culturales programadas, los días sellados a fuego contra la soledad, perdería tiempo en una amistad virtual con un tipo como Elortis? Yo en aquel tiempo estaba sola, sola como cuando decidí en estas vacaciones revisar los archivos para darle forma a esta especie de pregunta sobre Elortis.

La ciudad está casi vacía, ayer fui a tomar mate con una amiga a la placita que está en Cabrera; hoy, con el sol, agarré Callao hasta Quintana y me fui caminando hasta Plaza Francia, escuchando música, mascando un chicle por los nervios. En Recoleta vive la chica a la que le compro los cosméticos, pero es domingo y no podía pasar a buscar la crema que le encargué. En una esquina me crucé con una viejita en silla de ruedas empujada por una sirvienta negra. Tenía ganas de cruzarme con una persona en especial, tal vez por eso salí a caminar.

Mis amigas me dicen que vaya al psicólogo. Piensan que tiene que ver con la historia de mi padre. Pero últimamente tengo la cabeza puesto en esto que estoy escribiendo. Hay un chico, Hernán, con el que estoy saliendo. Me pasa a buscar en auto por mi casa y vamos a cenar. Siempre llega un poco tarde, y los fines de semana la pasa con sus amigos o visita a su madre. Para mí, mucho mejor. A mamá le cayó bien porque su padre trabaja en el Gobierno de la Ciudad. Hernán ahora se fue a recorrer el sudeste asiático y Nueva Zelanda con los amigos. Me escribe mensajes diariamente. Subió fotos de koalas, qué ternura, y de bicicletas de todo tipo, más que nada esas con techito. En otra, Hernán está en un barco de madera frente a un islote en la Ciudad Prohibida —Purple Forbidden City, puso él en las descripción de la foto.

También estuvo en Vietnam (donde vi algo que no me gustó ni medio; lo vi nadando con los amigos y un grupo de chicas, entre ellas una rubia que aparece abrazándolo en otra foto) y Camboya (paseando por una feria y frente a unos minaretes que se reflejaban en un laguito oscuro; en otra foto dice que es el templo de Angkar). También vi templos abiertos entre los árboles gigantes y hasta una estatua de cara sonriente ubicada en los huecos de una raíz enorme. Aparentemente, las raíces y los árboles dominan todo en Camboya, se derraman por todos lados.

Siempre en ojotas —yo no sé cómo hace para  recorrer tanto en ojotas— y en cuero. Le gusta mostrar los músculos. En Tailandia aparece otra vez con la rubia compartiendo nada menos que la montura de un elefante. Aparece solo delante de templos budistas dorados, y en una canoa mirando otra canoa, repleta de verduras, frutas y hortalizas. En otra mira, sonriente, como un monje abraza a un tigre encadenado. Impresionante, el agua turquesa del viaje a Ko Phi Phi.  Las últimas fotos que subió fueron las del Templo de los Monos, un lugar que sería la delicia del padre de Elortis, supongo. Ahora él y su grupo están en camino a Nueva Zelanda. A la vuelta tiene que preparar unos finales.

Augustiniano, está de novio con una amiga que conoció en mi cumpleaños, aunque creo que sigue enganchado conmigo. El año pasado seguí yendo con los compañeros de trabajo a ese bar que está en un subsuelo, más yanqui que irlandés, que se llena de extranjeros. Ahí nos habíamos cruzado con Elortis por única vez. En los televisores juegan al rugby, pasan lucha libre, boxeo o fútbol americano. Llenan jarras de cerveza mala (leyenda urbana: corre el rumor que la alteran con algunas sustancias para mantener dispuesta a la clientela femenina).

Cuando yo recién empezaba a conocer ese bar, quise que Elortis captara el mensaje subliminal de mi subnickte espero donde nadie oye mi voz—, tal día Elortis, tal día en tal lugar voy a estar yo con mis amigas, ese lugar que te comenté en una conversación, que apenas se podía hablar por el volumen alto de la música, sentada en una mesita, con la jarra de cerveza en el medio Elortis, riendo medio tensa porque vos podés aparecer en cualquier momento, y no sé si voy a poder hablar. ¿Por dónde empezar? Si ya nos hablamos todo, o por lo menos vos te hablaste todo.

Sin embargo, ahí terminé conociendo a Hernán, que es compañero de comercio internacional del novio de Agos. Ahora, a veces tengo esa sensación a la que se refería Elortis de olvidarse algo, más que nada cuando llego del trabajo y ceno con mi mamá o estoy con Hernán, es como si tratara de cerrar una puerta pesada. Confío en que este libro me ayudará a cerrarla, aunque tengo que admitir que por ahora no hizo más que hacerla batiente. Por lo menos, airea mis pensamientos.

Soy una persona feliz, de eso no me caben dudas. Sin embargo, un día le advertí a Elortis, para agregar un poco de drama al asunto, que yo no pasaría de los cuarenta años, que me veía muriendo joven como Marylin (incluso usé un tiempo de foto de perfil a una de Marylin sonriendo —los labios separados, como dejando escapar el hálito vital que le enciende los ojos. Después de todo, me resfrío fácilmente y los huesos me duelen seguido, además de la operación que tuve; por suerte las cicatrices ya se fueron.

En una conversación, Elortis se acordaba que durante la primaria fue a un asalto —de una compañera que tenía un tero suelto en el fondo de la casa—, y al principio él tenía vergüenza y se mantenía distante, pero al rato estaba haciendo chistes y bailando, me dijo, pero justo empezaron a caer los grandes para buscar a los invitados, y la fiesta se terminó. La muerte debería ser así, conveníamos, en lo mejor de la fiesta te vienen a buscar. Juancito, vinieron a buscarte.

Un día Elortis se puso en el recuadro del mensajero una foto cortada a la mitad, se notaba que había suprimido a alguien más que lo abrazaba por la cintura o por lo menos una silueta bastante pegada a él, más que seguro Miranda. Estaba sonriendo. No aguanté más. Lo saludé: Elortis, qué te hacés con esa foto. Graciosa la foto, parecía canchero y ridículo a la vez, bronceado y con el pelo revuelto porque era en la playa. Retomamos la comunicación.

Venía de comprar un repuesto para la lapicera papermate que usaba para escribir. De paso, se había traído algunos tés nuevos para probar: té abu, una cucharadita de esas semillas en medio litro de agua y hervir quince minutos como reemplazante del café (pero no le gustó mucho el sabor, y el olor era medio nauseabundo como de chino transpirado, aunque nunca olió a un chino que lo perdonaran, o a salsa de soja recalentada) té blanco que sí le gusto, té banchá, concentrado y refrescante (el empleado, muy amanerado y amable, le explicó también que, a diferencia del té verde común, el banchá se deja tres años en la planta antes de cosechar), té de vainilla, miel y manzanilla para cuando tuviera ganas de algo más dulce, y té de jengibre de Singapur. Y ya que estaba se llevó una raíz de jengibre para condimentar, y echarle al mate. También se compró un paquetito con nueces, pistachos, almendras y pasas de uva que devoró al instante porque estaba nervioso.  Al empezar la semana, se le había ocurrido llamar a la misionera para ver si estaba sola e invitarla a salir. Ahora que no estaba con Miranda se sentía libre y fuerte para hacer este tipo de locuras. Estaba pensando mucho en los ojos verdes de la misionera (¡justo se me tenía que ocurrir hablarle!)

A pesar de los años, le reconoció la voz al instante. Estaba con amigas y le pidió disculpas por no poder hablar. Elortis escuchó que alguien se reía sarcásticamente del otro lado de la línea, y se le ocurrió que tal vez ella estaba con el estudiante de medicina y, al ver que la llamaba otro hombre, un desconocido, el tipo habría decidido dar un portazo de celos. Porque eso había escuchado: un portazo. Después ella dijo que se le había escapado el perrito caniche que tenía y cortó la comunicación. Elortis, que desde que había ido a Mar del Plata con Sabatini no probaba un cigarrillo, necesitó fumar súbitamente. No podía ser que hiciera esas locuras, y además se sintió despreciado por la mujer que le gustaba. Salió disparado hacia el ascensor, y mientras caminaba por el largo pasillo advirtió que se había olvidado la llave. La única que tenía una copia de sus llaves era Miranda y no pensaba llamarla.

La puerta del edificio estaba cerrada, así que se quedó sentando en el silloncito del hall; eran casi las doce y no aparecía nadie que le pudiera abrir. No había movimiento en el estacionamiento de enfrente. Al rato escuchó el ruido del ascensor. Le pareció que tardaba mil años en llegar a planta baja y otros mil en correrse la puerta metálica. ¿Y quién había salido del ascensor con aire para nada distraído? ¡El hombre de equipo deportivo! Esta vez sin la gorrita, era medio pelado, y lo miró de reojo mientras atravesaba el hall hacia la calle. No podía aprovechar la ocasión para salir. Ya en la vereda el tipo prendió un cigarrillo, y después retrocedió para apoyar la espalda en la pared del edificio y empezar a fumarlo tranquilamente, mientras miraba hacia el fin de la calle, como si esperara que apareciera un taxi o un colectivo. Para Elortis era demasiada casualidad que bajara casi al mismo tiempo que él. Se le fueron las ganas de fumar. El miedo le dio la solución: podría pasar a través del balcón de los vecinos, una pareja de viejitos amables.

Ya me había hablado de ellos una vez. Con el alquiler de la casa con piscina que tenían en Pilar pagaban el alquiler y los gastos de su departamento. El hijo, que venía cada tanto, se ocupaba del campo que había comprado donde criaba corderos que vendía en negro a mitad de precio. A los viejitos apenas le alcanzaba con la jubilación para darse algunos gustos. Compartían con Elortis el servicio de cable. Aunque usaban más la radio, que escuchaban por la mañana temprano y a la tarde, y cuando la empleada doméstica sin querer desplazaba el dial de su emisora preferida, el viejo iba a golpear la puerta de Elortis para pedirle que le sintonizara la frecuencia. Tenía un sillón mullido al lado de la radio donde Elortis se hundía para apretar los botones. A él, que dormía hasta tarde, lo deprimía escuchar desde su cama la cortina musical del noticiero.

El día que Miranda se había llevado algunas de sus pertenencias antes de la mudanza en sí, la de los muebles y electrodomésticos más pesados que eran de ella, Elortis estaba esperando en el hall de su edificio con una bolsa a sus pies —zapatos y ropa— mientras el hermano de su ex llevaba un televisor hasta el coche que había dejado a la vuelta. Justo bajó su vecina, la vieja, y le preguntó qué estaba haciendo ahí parado, como un fantasma. Respondió que se iba a separar, que su novia se estaba llevando algunas cosas. Elortis no quería explayarse mucho —el hermano de Miranda volvería en cualquier momento. La vieja le dijo que hacía muy bien, era joven, para qué perder el tiempo en una relación que no funcionaba —se ve que Miranda nunca le había caído bien— y, de paso, le aconsejó fervientemente que no se casara nunca —debía tener algunos problemas con el viejo. Mientras Elortis escuchaba a la vieja, la puerta del ascensor se abrió y salió una rubia alta, caminando con la mirada más alta todavía, que pasó por su lado sin verlo ni tampoco reconocerlo —estaba barbudo en aquel momento. La que salió del ascensor, que era apto para profesionales y por lo tanto tenía varias oficinas, no era otra que una de las más lindas de sus compañeras de secundario. La chica, ahora una mujer claro, se mantenía muy bien. Se acordó que era la que le gustaba. No entendí bien a qué apuntaba, pero me dijo que no sabía qué mecanismos de la realidad podían llevar a un encuentro de este tipo. Prefería callar al respecto, no podía revelar los detalles que, después rememorados, vaticinaban ese encuentro. Para colmo, en un momento difícil de su vida. Mejor no hacerse el vivo con estas cosas. No sé si volvió a cruzar a su compañera del secundario. Por lo menos, no habló más del tema. Pero dijo que ese inesperado encuentro le había hecho pensar que él era inocente al dejar a Miranda y, cuando finalmente se enteró que su ex novia seguía viendo al tío Oscar, que era algo así como el hombre de su vida, lo interpretó como un signo precioso.

El fin de semana volvería el hermano de Miranda para seguir mudando cosas, y después terminarían los tres en el primer piso del McDonald’s  de la calle Uruguay, entre tomos jurídicos de yeso que decoraban las paredes (no sabía qué era ese edificio antes, pero estaba a tono con la zona cercana de tribunales). Separarse era muy doloroso; no dejaba de besar la espalda de Miranda la última noche que durmieron uno al lado del otro, aunque no la quisiera (Mmm…, Elortis) habían crecido juntos.

En fin, sin llaves, Elortis golpeó la puerta de sus vecinos, los viejitos, y a los quince minutos notó que se prendía una luz del otro lado y que preguntaban con voz dispersa y ronca quién era. Explicó que se había quedado afuera mientras el viejo, con los pelos blancos pegados a la cabeza, aparecía tras la puerta. Parecía tener cien años más. La vieja era una presencia espectral; se asomaba desde el dormitorio, con una mueca de hastío porque la había despertado. Después, Elortis se encaramó cuidadosamente a la baranda del balcón, sin soltar el panel de acrílico que separaba los balcones, y empujando con su cabeza las ramas del árbol, logró pasar primero una pierna y después la otra. Los viejos querían saber si estaba seguro que había dejado la ventana abierta y si ya había podido entrar, pero Elortis no contestó; entre los helechos de su balcón había visto a un bulto peludo que, saltando desde las barandas a las que estaba prendido, al instante se deslizó y perdió, con movimientos rápidos y precisos, por las ramas del árbol.

O la emoción del peligro de pasarse de balcón a balcón le había hecho subir la presión y como consecuencia alterado la visión o la carita que lo miró un segundo era la del mono Albarracín. Si era el mono, había crecido; era una sombra angulosa, pero bastante grande, con dos pelotitas brillantes, inexpresivas, por ojos. Si no era el mono, Elortis no podía creer que una alimaña de ese tamaño viviera en el medio de la ciudad, escondida en esos árboles. Llegó a pensar que la sombra había salido de adentro de su pieza. Pero, a pesar de todo, no podía precisar si en realidad lo había visto. Encontró todo ordenado y en su lugar, salvo un lapicero derribado en su estudio; las lapiceras, los dos sacapuntas, y los lápices esparcidos en la alfombra. Podía haber sido el viento o Motor. Aunque el gato dormía profundamente sobre un almohadón.

Al otro día escuchó la voz de la misionera en el contestador. Llegó a atender y, aunque estaba asombrada de que se acordara de ella después de tantos años, acordaron en verse por la noche; se había comprado un celular nuevo, con muchas prestaciones y no sabía cómo conectarlo a la computadora. Elortis se acordó que a la misionera siempre se le rompía algo como excusa para que él fuera a su departamento. A la noche ella estaba tan linda como siempre, a pesar de los años que pasaron desde la última vez que la había visto, y Elortis de los nervios y la emoción no podía desentrañar cómo conectar el aparatito a la computadora; el sistema operativo no lo reconocía. La misionera quiso saber qué había pasado con Miranda, y Elortis no supo explicarse bien tampoco. Le brillaban los ojos y lo miraba fijo, como evaluándolo y seduciéndolo a la vez. Su mirada, como siempre, le tiraba de las entrañas.

En el sillón tenía un peluche, un osito que le había regalado el estudiante de medicina, que a esa altura sería médico recibido ya, aunque Elortis no quiso preguntar. Igualmente, ella le comentó con tristeza que habían vivido juntos en otro lugar y ahora se habían tomado un tiempo.

Mientras Elortis trataba de que la computadora reconociera el aparatito para pasarle unos Mp3, la mujer se sentó a su lado y buscó su boca como un animal que le levantaba la cabeza a otro. Los labios de la misionera —Elortis se vengaba de que yo nunca lo saludaba— eran esponjosos y dulces, y él cerró los ojos. Pero ella no quiso acostarse con Elortis después, tal vez porque mientras lo miraba tirada boca abajo en su sillón largo, él trataba en vano de que el celular se comunicara con la computadora. Habría pensado que era un inútil o que era un mal presagio que no pudiera solucionarle el problema. Antes, cuando engañaba a Miranda con ella, le llevaba chocolates, y los comían después de hacer el amor. Aunque a ella le gustaba tomar Coca Cola cuando terminaban. Pero volviendo a los chocolates, aquel día, siguiendo la costumbre, Elortis le había llevado un chocolatín —un Jack. Aunque a Elortis no le gustaban Los Simpsons, el chocolate venía con muñequitos sorpresas de esa serie animada, y cuando ella, que sí le gustaban, lo abrió, puso cara de mal gusto al descubrir a ese empresario flaquito y jorobado: Mr. Burns. Entre tantos Jacks de la pila, ¿por qué había elegido justo ése?; si era el que estaba abajo del primero.

También me tenía que contar que antes, cuando él engañaba a Miranda con ella, su amigo —palabras de Elortis— a veces no le funcionaba como debería. Ella le gustaba mucho y se ponía nervioso, o era porque estaba actuando mal, o había algo que entre ellos no congeniaba; o eran las tres posibilidades juntas. Después de separarse de Miranda, había estado con una chica con la que le pasó lo mismo, y ella, por suerte, le confesó que siempre que se acostaba con alguien, la primera vez tenía ese problema. Como las dos mujeres tenían complejos por tener senos pequeños, y le impedían a él el acceso libre a sus pectorales, Elortis relacionaba su súbita impotencia a este tipo femenino, que debía evitar de alguna forma, aunque eran las que más le gustaban… Lo que molestaba era el complejo, algo que él no entendía porque no se fijaba en el tamaño de los senos. En cambio, le llamaban la atención las piernas, las caderas y los traseros. Y en esto último la misionera era una modelo, decía.

Nunca se le había ocurrido tomar Viagra, pero antes de ir a ver a la misionera se informó y habló por celular con un tipo llamado Tomás, que le recomendó los masticables; al rato recibía, en manos de un motoquero, un sobre de papel madera herméticamente cerrado; Elortis lo pagó sin revisar el contenido mientras el portero fingía no interesarse en ese intercambio extraño de dinero y mercadería. Hacía mucho tiempo había hecho lo mismo con el software trucho, ahora ya se podían bajar los programas por Internet.  A mí no me sorprendió lo del Viagra, porque los chicos de la oficina jodían con eso todo el tiempo y algunos confesaron tomar cada tanto. Elortis me aclaró que con las demás mujeres nunca había tenido problemas, pero había que ser precavido; los cuerpos y las mentes eran cada vez más artificiales, y eso lo afectaba.

Antes de despedirlo con un beso, la misionera le dijo que no sabía si se volverían a ver, que tenía que hacer un viaje a sus pagos. Sus padres la iban a asistir durante la operación que se haría para arreglar una imperfección. Al principio dijo que eran unas venitas en las piernas, pero después le confesó que en realidad quería las lolas. Como decía, Elortis había notado que ella anulaba esa parte de su cuerpo (o no dejaba que le sacaran el corpiño, o no parecía sentir nada cuando la besaban ahí —¡Elortisss!—; no era el único caso decía mi amigo) Por suerte, yo no tengo mucho pero estoy conforme con lo mío.

Al final, cuando ella volvió de Misiones, Elortis me contaría que habían ido al cine y a la vuelta no lo invitó a pasar; se ve que había vuelto otra vez con el médico —efectivamente, ya se había recibido. Hacía tiempo que la misionera había decidido que él no era un buen partido; ¿para qué insistir? Ella quería al médico y esperaba por la eternidad que él se decidiera a formalizar con ella. Antes, cuando la conoció, le decía terrible cuando engañaba a Miranda con ella, pero lo amaba; terrible debe significar amor terreno, aclara Elortis. Ahora le dijo que era tierno y bueno, y lo mandó de vuelta a su casa. Así que las ignotas tetas que se había puesto la misionera estaban dedicadas al médico. A Elortis le dio bronca, aunque confesó que se desenamoró muy rápido de ella; en el fondo, no se entendían. Tal vez ella había aparecido en su vida sólo para alejarlo de Miranda. Aunque todavía le gustaba porque se parecía a la actriz de la película, y no era muy distinta de las castañas que él quería encontrar en estado salvaje. Se ve que Elortis sabía engañarse a sí mismo cuando no lo querían.

Decía que las operaciones estéticas se cruzaban en la historia de su vida para darle un aire más patético. Otro ejemplo; la única vez que los padres de Miranda visitaron el departamento donde se había mudado su hija para convivir con el novio fue el día que la madre tuvo que revisarse en una clínica cercana las tetas que se había puesto. Elortis no sabía qué decir, si hacer alguna broma o no. Su suegro parecía bastante contento. Era la influencia de las amigas del club, su suegra lo aceptaba; una se hacía una operación y las demás la seguían; la sociedad era muy demandante; más adelante se haría una lipo. A Elortis no le gustaban particularmente las mujeres tetonas, pero si tenerlas chicas o caídas era un problema para ellas, en fin. Con respecto a su suegra, siempre estaba bronceada y, a veces, lo atraía más que Miranda.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 3.

3.

A mí lo que me había dejado en claro todo esto, el descubrimiento de Elortis, que para él había sido facilitado por su propia ex novia desde que le había revelado lo de las contraseñas intercambiables, fue que yo estaba celosa de Miranda; por algo había seguido apegado, no era tan así como me decía a mí que no le gustaba y no la quería. Todo este tiempo él había estado buscando una razón para acercarse a ella con una pasión renovada. ¿Qué hubiera sido de mí si me hubiera jugado por él? ¿no sería ahora una Miranda con otro secreto que esconder? La culpa era de él, decía, por haber aceptado el inmoral juego del noviazgo. Empecé a no contestarle cuando me saludaba, a hacerme la linda, como él decía. Como no le gustaba insistir con las mujeres, tampoco me saludaba. Estábamos ahí, conectados, cada uno en su mundo, a veces hasta altas horas, y yo a veces le mandaba algunos mensajes subliminales en los subnicks, pedacitos de canciones con letras esperanzadoras, de reencuentro y vuelta a los orígenes.

Cuando por fin, después de varias semanas, retomamos la charla, fue porque me dieron ganas de contarle que finalmente había vuelto a aparecer mi ex, era verdad que se había peleado con la chica que salía y necesitaba hablar con una buena persona, según me dijo, para convencerme de que volviera a hablar con él. Elortis, que cuando lo conocí había llorado al saber que había quedado sola, se puso furioso. Dijo que no me convenía volver a tener contacto con alguien que se había alejado de mí antes, dar pasos atrás era un error grave cuyas consecuencias se descubrían sólo con el tiempo, las cosas terminaban por algo, y un largo etcétera de cuidados que quería que yo tuviera para no caer otra vez en las garras de Santi. Más que nada no le parecía bien, ahora que él había dejado de tener contacto con Miranda, que yo hablara en el mensajero con mi ex, creía que tenía que cortar cualquier lazo porque no existía la amistad entre el hombre y la mujer; ese cuento a él no se lo vendían más.

En fin, dejé de hablarle por otro tiempo, esta vez más largo. Cuando volvimos a hablarnos, Elortis me salió con otra de las historias de la enanita. Al sur otra vez, entonces, a la casucha en esa especie de conventillo donde él tomaba mates con la viejita encorvada.

Todo porque me aclaró que estaba dispuesto a convertirse en monje, quería alejarse de la sociedad para desintoxicarse de su influencia negativa.

Pensaba, como el escritor Maugham dijo, que las malas experiencias empeoran, envilecen a las personas al contrario de lo que se dice. Listo, Elortis, si vos lo decís por algo será. Dijo que iba a hacer la gran Pancho Sierra, que después de un traspié sentimental se retiró al campo a reflexionar sobre la vida y terminó siendo un sanador, un santo informal entre tantos otros santos informales. A Pancho Sierra se lo había presentado la enanita y el personaje le caía particularmente simpático.

Cerca del barrio de la enanita había una casa de dos plantas. Ahí vivía un médico y su familia. El médico había heredado de su padre alemán un Stradivarius auténtico, que guardaba en una vitrina del salón de esa casa, a la que sólo había entrado una amiga de la enanita porque salía con el hijo, un descarriado que jugaba en Independiente —en ese tiempo los futbolistas jugaban por amor al arte, así que este tipo era un mantenido. Uno de los hermanos era médico como el padre y el otro se había metido en la política, lo que en esa época, como en ésta —eso sí que no cambió—  quería decir que tenía conexiones mafiosas, así que siempre estaba bien ubicado por una serie de devolución de lealtades. Pero el futbolista embarazó a la amiga de la enanita, su percanta, a la que sólo hacía entrar a su casa cuando se iban todos, y no le quedaba otra que juntar plata para pagar un aborto. Tiempo atrás el abuelo del futbolista había muerto y en el testamento decía que el violín le correspondería al nieto que demostrara ser el mejor en lo suyo. Al médico todavía no lo convencía ninguno de sus hijos, como para cumplir el deseo de su padre. El que había seguido sus pasos en la medicina parecía ser el adecuado, era el mejor de la clase, aunque el político había hecho conocer el nombre de la familia y traía masitas, bombones, vinos y otras exquisiteces en la cenas familiares que lo hacían merecedor del violín; el futbolista quedaba último en la lista, se la pasaba en las esquinas con los amigos, le silbaba a las chicas cuando pasaban, y varias noches volvía borracho de las farras que tenía con los muchachos del club. Pero era el que más lo necesitaba para venderlo y pagar la operación, así que empezó a buscar el medio de hacerse con el violín.

La amiga de la enanita conocía a un tipo que vivía en una piecita arriba de una tintorería que decía ser espiritista. Lo fueron a ver y el hombre, un tipo de  una copiosa barba blanca que parecía más de utilería que real, decía la enanita porque ella también lo había visto varias veces caminar con la mirada ausente por las calles, le preguntó a la chica —porque el hijo del futbolista no quería saber nada con que lo vieran entrar ahí— cuál era el problema, y la chica le mostró la panza en crecimiento. El manosanta, que se llamaba Ponchilo Barracas, le preguntó a la amiga de la enanita si no le permitía realizar el procedimiento habitual. Le pidió que se pusiera de pie, y él se arrodilló e inclinó la cabeza hasta la altura del ombligo de la chica. Se quedó mirando fijo un rato sin parpadear. Había visto cuatro ojos, lo que significaba que iba a tener mellizos. La amiga de la enanita casi se desmaya, y pasó a contarle el plan para el que lo necesitaban.

El hijo del futbolista le diría a su padre que se había hecho amigo de un espiritista que podía comunicarse con los muertos y arreglaría una reunión en la que Ponchilo Barracas entraría en contacto con el alma de su abuelo para que dirimiera la cuestión del violín. Ponchilo cerró el trato al escuchar que le darían un porcentaje de la venta del preciado instrumento. El futbolista se las arregló para que toda la familia estuviera presente el día de la sesión de espiritismo, y ubicó un velador en el medio de la mesa grande del salón. Una vela iluminaba la cara de Ponchilo Barracas, que les contó a las demás siluetas oscuras cómo había empezado su camino espiritual.

Mientras caminaba por la avenida Mitre una tarde, se cruzó con un hombre de larga barba blanca y pelo largo que iba con la cabeza gacha. En aquel momento, no le dio mucha importancia al encuentro, aunque quedó impresionado por la altura y la palidez del hombre. Lo vio varias veces, siempre con la cabeza baja, concentrado en el piso. Volvió a cruzarlo, esta vez él iba acompañado de una dama, a la que se lo señaló para que conociera al extraño personaje que encontraba habitualmente en sus caminatas. Resultó que la chica no veía a ninguna persona en el lugar señalado, y en ese mismo momento el hombre de barba blanca levantó la mirada del piso y la clavó en Ponchilo. En cuanto lo perdieron de vista, la chica le pidió que le describiera al personaje que había visto. Cuando Ponchilo, que en ese momento se llamaba Ernesto, terminó la descripción, la chica ahogó un gritito con las manos, y le dijo que ese no era otro que el mismísimo Pancho Sierra.

La chica le aseguró que si lo veía era porque le quería transferir su misión. A partir de ese día, Ernesto dejó de ver a la chica, se recluyó en su piecita de arriba de la tintorería, donde mantuvo un fluido diálogo con diversos personajes y alimañas que se le presentaron, a lo san Atanasio y, poco a poco, empezó a ejercer su tarea de interpretar almas en tránsito, ya sean terrenales o etéreas. Al rato los tenía a todos agarrados de la manos, y cuando lo poseyó el abuelo del futbolista, fue para dejar en claro que el violín era propiedad del nieto que había aportado a que el club de sus amores creciera, el que hacía posible que les descargaran cada tanto carretillas de bosta en la cancha del club contrario. El violín fue entregado al futbolista esa misma noche y la enanita nunca supo con certeza si serían o no mellizos los que iba a tener su amiga en aquel momento, aunque dio la casualidad que muchos años después la chica cumplió la profecía de Ponchilo.

El espiritista intervenía en otra historia relacionada con la familia del alemán. Tiempo después del episodio del violín varias empleadas de la fábrica de fósforos donde trabajaba la enanita fueron atacadas con el mismo patrón de conducta  (mi amigo se preguntaba si ese trabajo insalubre no sería la causa de la parálisis de medio cuerpo de la enanita; ya Marx comparaba los horrores de la industria fosforera con la descripción de Dante del infierno). Además de aguantar el trabajo arduo controlado por un capataz español severo y el frío que calaba en los huesos en las instalaciones, empezó a correr el rumor entre las fosforeras de que a la salida del trabajo algunas chicas habían sido violentadas por una silueta negra, un homínido oscuro, que descendía de los árboles. El hombre, que llevaba la cabeza encapuchada, al principio se aprovechaba de ellas, pero después empezó a quitarles sus pertenencias y a robarles el insignificante pero valioso sueldo. Ahí fue que la historia empezó a difundirse.

Como los policías no lograban dar con el delincuente, y en la fábrica se decía que era una presencia sobrenatural, un sátiro que vivía en los árboles, algunas empleadas, entre las que estaban la enanita, juntaron unos pesos y se presentaron en la habitación de arriba de la tintorería para que Ponchilo Barracas pusiera fin al asunto de una vez por todas.

El espiritista esta vez pidió observar unos minutos a una de las chicas que había sido atacada por la fuerza de los árboles, como se refirió al maleante, aunque les aseguró a todas que era una persona común y corriente. Repitió la operación de mirar fijamente el ombligo de su cliente, pero esta vez subido a una mesa. Las chicas se reían de Ponchilo, agazapado como un animal sobre la mesita que usaba para atender a las personas y tomar mate. Después se paró en el medio de la habitación, cerró los ojos, y esta vez le pidió a la fosforera, que todavía tenía desabotonada la camisa y el ombligo al aire, que se acercara para soplarle en la cara. Luego garabateó unas palabras en un papel y les pidió a las chicas que lo entregaran en la comisaría cuanto antes.

Al anochecer dos policías veían salir de la casa de dos plantas a uno de los hijos del médico, el estudiante de medicina, y lo seguían de lejos. En cuanto lo vieron encarar una calle arbolada se detuvieron; mientras el estudiante aceleraba el paso, venía una chica alta y muy abrigada. En ese momento los policías se quedaron boquiabiertos, porque en un segundo de descuido perdieron al estudiante de vista y la calle apareció desierta, solamente la chica abrigada de paso torpe la atravesaba lentamente.

A mitad de cuadra la fuerza de los árboles cayó sobre la chica e intentó maniatarla. Cosa imposible porque en realidad la chica era un macizo policía disfrazado de fosforera que hizo volar al estudiante contra el tronco del árbol, donde le sacó la capucha frente a los dos policías de refuerzo. Luego corrió el rumor de que robaba los sueldos, que guardaba en una caja de cobre que no tocaba en la casa, para desviar las sospechas; quién podría pensar que el hijo del acaudalado médico necesitaba el dinero. El policía tenía experiencia en disfrazarse de mujer porque antes de ser policía lo hacía para los carnavales, hasta algunos decían que lo siguió haciendo, que era una especie de infiltrado en el corso. Era amigo de Carlitos, un travesti de la comparsa de Avellaneda, un tipo flaco y sin dientes que aparecería muerto tiempo después. En cuanto al hijo del médico, a la semana quedó libre; el hermano que se dedicaba a la política apretó con la ayuda de sus amigos mafiosos al comisario. Ponchilo no había tenido en cuenta las consecuencias de su intervención y tuvo que irse a vivir a Córdoba por un tiempo. Cuando volvió a su habitación de arriba de la tintorería tenía una barba que no parecía falsa para nada.

A mi amigo le hubiera gustado saber más de Ponchilo Barracas, pero la enanita sólo le había revelado esas dos historias. Menos mal, Elortis: ya me voy a dormir.

Augustiniano todavía no quería saber nada con Elortis, aunque yo notaba que en el fondo lo apreciaba; decía que Los árboles transparentes era un libro inclasificable. En la agencia de publicidad donde trabajaba no lo había comprado nadie y eso aumentaba su valor, no era un best-seller de esos que leía en los tiempos libres la diseñadora gráfica. Sin embargo, para él no era más que un abusador de chicas jóvenes, dispuesto a abalanzarse sobre mí en cuando pudiera. Que recordara que me había invitado a su departamento y que sólo se había rectificado en cuanto vio que yo no tomaba en serio su invitación. También creía que Elortis exageraba la historia de su padre para tener conversación.

En mi nuevo trabajo salíamos a comer puntualmente a las dos y media. A Elortis nunca lo veía conectado antes de las doce. Se ve que trasnochaba. Yo me seguía preguntando qué se quedaba haciendo por las noches, tal vez se había conseguido una reemplazante que le prestara atención. Por una charla anterior, supe que antes de conocerme había mantenido una amistad virtual con una metalera que le hizo conocer las variantes de la música que escuchaba, me las enumeró de memoria: heavy metal, trash metal, death metal, doom metal, black metal, folk metal, gothic metal, progressive metal, glam metal y hasta metal vikingo. Elortis escuchaba a volumen bajo estos pedacitos de canciones que la chica le mandaba por el mensajero, temiendo que sus vecinos pensaran que estaba poseído por el demonio. Por suerte, decía, el folk metal y el metal vikingo eran variantes bastantes alegres. También, la joven le hizo conocer algunas bandas argentinas que se dedicaban al metal; por ejemplo, la chacarera metal.

por Adrián Gastón Fares

 

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 2.

 2.

Se venía el invierno y empecé a notar que Elortis pasaba más tiempo conectado. Aunque la mayoría de las veces ni siquiera me saludaba, por sus palabras de reproche cuando después de ese intervalo volvimos a hablar me di cuenta que le hubiera gustado que yo iniciara la conversación. Tan grande y todavía no entendía a las mujeres. Aunque no lo hiciera notar, a mí me intrigaba lo que pudiera estar haciendo solo en su casa.

Según me constaba, veía poco y nada a Miranda, que había vuelto a rehacer la vida que llevaba antes con sus amigos de zona sur, con Sabatini se mantenía en contacto sólo por e-mail para saber si había novedades de la producción de la película de Los árboles transparentes; ahora tenía a la misionera en el mensajero, ella había aceptado su invitación para tenerla entre sus contactos, y había visto que andaba con un tipo alto que usaba una camisa rosada, por lo menos era el que la abrazaba en la fotito y hermano ella no tenía; éste debía ser el estudiante de medicina que con el tiempo había aflojado, tal vez se habían casado como correspondía según su edad —aunque Elortis le llevaba algunos años. A todo esto, había perdido el rastro de Diego, que se había encerrado a trabajar en la novela sobre Soult. Su único alumno decía que otra cosa no podía hacer; no salía con mujeres, apenas veía a sus amigos y asistía solamente a las clases indispensables de la universidad. A la bailarina Sofía la había dejado de ver por el tema del acto en el vacío. ¿Me lo había contado? Sí, sí, Elortis.

Yo empecé a distanciarme porque me había dado cuenta que hablar con él no era un juego inofensivo para mí. Aunque me mostraba fría, impasible, y esquiva con Elortis, era la persona que más me conocía en aquel tiempo; sabía, según cómo le contestaba, si estaba preocupada por alguna amiga que no me trataba como me hubiera gustado o pensando en algún chico, aunque hacía rato que pensaba en un hombre más que nada… Sabía que verlo sería mi perdición e intentaba, sin éxito, no imaginarme el encuentro. Además, había empezado a pensar otra vez en mi ex novio, un amigo en común me contó que parecía que se estaba separando de su actual novia. Sabía que lo había perdido, no por ser inflexible por el tema de la virginidad como le dije a Elortis, tampoco era una santa y con mi ex de alguna manera nos arreglábamos, sino porque me había encontrado en una actitud sospechosa con un amigo en el comedor de mi casa.

Este chico, que formaba parte del grupo de amigos que tenía en Rosario cuando iba con mi papá a visitar a unos amigos, se había aparecido súbitamente en mi casa cuando no estaba mi mamá. Dijo que había viajado para ver a sus abuelos, y aprovechaba para pasar a saludarme. Lo hice pasar, le di algo de tomar, y de repente me empezó a mirar raro y me encajó un beso en la boca. Al otro día, aunque no pasó más que eso, se lo conté a Santi, que pateó la pared de mi edificio, y corrió a tomarse el 152 para su casa. Aunque aquel día no pasó más que eso, yo había tenido algo con mi amigo rosarino cuando era más chica. Hacía tiempo que Santi estaba enfermo de celos por este chico. Empezaba a extrañar a mi ex, aunque mientras estaba conmigo ya debía andar con otra chica, porque enseguida volvió a ponerse de novio. Por eso preferí dejar de hablar tanto con Elortis; cuando me preguntaba le decía que estaba embarullada.

Pero mi amigo virtual una noche me invitó descaradamente a su casa. Veo que logró captar otra vez mi atención. Primero, me preguntó si era de las que desarmaba la cama al dormir, y yo le contesté que peor, que mis amigas decían que yo tiraba patadas por las noches, pero hacía eso nada más cuando estaba nerviosa, sino dormía como un angelito. En un arranque de sinceridad me confesó que le gustaría dormir conmigo, que esas palabras tenían una carga sexual que me asustaba y lo condenaba, pero que solamente quería tenerme a su lado un rato. Hasta me preguntó si solía tener los pies fríos. Su imaginación volaba y, de alguna manera, lo volví a a sentir cerca. Y en el estudio de abogacía, como había muy pocos llamados, yo me la pasaba escuchando canciones que me hacían pensar en él.

Uno de los fines de semana, otro de aquellos sábados que hablábamos hasta muy tarde, me puse a hacerle escuchar algunas de estas canciones, que tenía en mi computadora. Como sólo le pasaba los trozos de canciones a través de un plug-in del mensajero, se quejaba de que yo no hablaba. Reaccionaba con deferencia ante algunas, como si él tuviera una cultura musical mucho más amplia, se notaba que no significaban nada para él o que no las pasaban en los boliches que frecuentaba en sus salidas con Romualdo, pero con otras reaccionaba de otra forma; enseguida enviaba una serie de respuestas exaltadas. Se ve que esas canciones despertaban en él recuerdos todavía frescos. Más que nada reaccionaba así con las retro —como Gloria o la de Flashdance. Repetí la experiencia otra noche, y obtuve los mismos resultados. Elortis protestaba porque yo estaba monosílabica, apenas contestaba, nada más le pasaba los trocitos de canciones para que opinara. A veces me devolvía comentarios lindos sobre las canciones, como respondiendo al título que tenían las que podía adivinar cuáles eran —¡nada nos va a detener!, por ejemplo, con la canción de Mannequin o con Don´t Dream it´s Over; ¡sabemos que no van a ganar!—, ya que el plug-in no revelaba el nombre de las canciones enviadas. Yo le contestaba con el iconito que pestañaba, que tanto le gustaba.

Sabía que algunas chicas de mi edad, como una amiga de Agos, salían con tipos grandes, pero el miedo que tenía de conocer a Elortis y desilusionarme, y a la vez la seguridad de que más adelante, cuando estuviera algo más madura, podía intentar algo con él si quería, eran más fuertes. Mientras tanto, me estancaba en sus palabras, en sus largas contestaciones, revisando el registro de cada conversación, como ahora, y después me animaba a poner esos subnicks alusivos a lo nuestro pero totalmente refractarios a la idea de consumación de lo que podíamos llegar a tener en el momento, cosas como que el tiempo dirá o que el futuro es nuestro.

Justo por aquella época la profesora de Derecho Internacional de la facultad se asoció a un prestigioso estudio de abogacía y nos ofreció a mí, y a otras dos compañeras,  trabajar en ese lugar como pasantes. No lo pensé dos veces, y dejé el pequeño estudio donde más que nada pasaba la tarde mientras mi jefa salía a atender a los clientes, ver a su ex marido, y tal vez, quién sabe, a mi padre también. La psicóloga me dijo que puedo escribir todas estas cosas, que ya no es mi responsabilidad los mantener secretos de nadie. En este estudio sigo trabajando actualmente, hay días que salgo a las once de la noche.

Entre el gimnasio, yoga, los cursos de capacitación de los fines de semana, natación y reiki no me queda tiempo para nada. Mis amigas del colegio también están muy ocupadas con sus ocupaciones y sus novios. A veces salimos todos juntos a algún after hours con los chicos del estudio, o nos juntamos a ver series o a jugar a la Wii, después de las capacitaciones. A Augustiniano le va muy bien, lo veo muy cada tanto porque trabaja en una productora de publicidad, y por las noches enseña Historia del cine en una universidad.

Veo que cuando empecé con el nuevo trabajo, Elortis trataba de mejorar el video del bautismo del hijo de su amigo. Mientras lo editaban, Diego le había transmitido algunas nociones del programa de computación que dominaba. Igual no podía concentrarse, estaba muy triste porque el padre de Richard había muerto de un ataque al corazón días atrás. Era un viejo que no hablaba mucho pero que siempre estaba alegre, de buen ánimo, hasta que cayó en una depresión que empezó muchos años atrás cuando lo habían echado de la empresa de electrodomésticos en la que trabajó toda su vida. Por lo menos, lo tenía sonriendo en ese video que había grabado con tanta antelación al bautismo. Pero a Elortis le dolió la desaparición de ese viejo porque le gustaba la manera en que pronunciaba su nombre para preguntarle cómo iban sus cosas, era el único que le hacía recordar quién era con esa pronunciación marcada de su nombre para llamarle la atención y enseguida hacerle la misma pregunta de siempre, un cómo va todo, qué tal  Miranda, o cómo anda Motor. Por lo demás, era otro de los que pensaban que había cometido un error al separarse de Miranda y últimamente también le preguntaba por ella con aire socarrón en la mirada. Richard estaba devastado, pero al otro día del entierro tuvo que trabajar igual porque había mucha demanda de gaseosas. Elortis intentó escribir un digno texto elegíaco, que incluiría en el souvenir-librito del bautismo, pero no se le ocurría qué poner, las palabras no llegaban. Finalmente, le puso a Jorguito que ya entendería quién había sido su abuelo por las palabras de sus familiares, y que por lo menos podía escuchar a su abuelo diciendo su nombre en el video, eso le serviría para entender muchas cosas.

Un fin de semana cuando había ido a buscar otro cuaderno para escribir algunas notas que quería agregar sobre Baldomero (ahora usaba estos cuadernos también para recopilar frases que se le ocurrían para el librito del bautismo de Jorguito) encontró una de las cartas de Miranda. Era de la época que él vivía sólo, y ella iba a Económicas. Me la copió textualmente. Estaba haciendo tiempo, después de que le suspendieran una clase, para encontrarse con Elortis. Decía así:

Te voy a relatar lo que pienso ahora. No me estoy volviendo loca, solamente es para pasar el tiempo. Tiempo de mi vida que pierdo acá. Me aburro, ya no sé qué hacer. No tengo nada para estudiar. Se me acabó la batería del Iphone. Antes de venir a este Mac para tomarme este café horrible, estuve como una hora dando vueltas en Coto y después media hora en Farmacity. Encima compré cosas que no necesitaba (acá dice Elortis que hay unos mamarrachitos dibujados hasta terminar la línea de la hoja arrancada de un cuaderno anillado de los chiquitos).

Al lado mío se sentaron dos personas que en vez de sentarse lejos para hablar de lo que querían sin ser escuchados, hablan despacio para que no los escuche. No puedo estar acá sin hacer absolutamente nada. Por eso escribo. Igual ya conté todo lo que hice y no puedo escribir más.

 ¡Me aburro!! ¿Cuándo venís, bebé? Ya no aguanto más, estoy al límite del mal humor. No aguanto a estos tarados de al lado. Me dijiste cinco minutos y ya pasó como media hora.

Odio las personas que trabajan juntas y se toman un café para criticar a otros. Seguramente mañana en el trabajo saludan a esas personas re bien. ¡¡Qué falsos!! 

No sé qué más escribir para disimular que soy una tarada perdiendo el tiempo acá. No me animo a salir a la calle porque hay un montón de gente pidiendo y me da miedo que me quieran robar. Aparte de eso, hace mucho frío y me parece que me estoy por resfríar.

¡¡Me quiero ir!! Me gustaría que estos dos se callen y que todo el mundo se vaya. Me gustaría tirarme en un sillón, estar cómoda. No soporto este lugar lleno de gente que está con amigos y que me miran como si fuera un bicho. Me quiero ir, mi amor. Cuanta veces lo puedo escribir? Por favor, vení antes porque no sé qué más hacer. Por favor, bebé. Te imagino caminando hacia acá. Solamente quiero que falte poco porque no aguanto más la espera. Y Martincito ya debe estar llorando en lo de tu mamá.

Por favor, vení. (Y más abajo hay otro mamarrachito, según Elortis, que representa a él caminando, con la leyenda: negrito —como también lo llamaba— viniendo hacia acá. También había flores dibujadas, estrellas, arbolitos, unas especies de clave de sol con las puntas espiraladas hasta el infinito, ramas florecidas y una casa echando humo por la chimenea frente a una vía de tren)

Encontrar esta carta ablandó un poco la memoria de Elortis, que al principio temió seguir revolviendo los cajones de su casa, porque guardaban muchos más recuerdos de Miranda. Pero en su encierro voluntario, o no tanto porque decía que igual nadie lo llamaba, se le ocurrió ordenar todo. Miranda había aprovechado un fin de semana largo para irse cuatro días a la costa con sus amigos, era lo último que sabía de ella y se había llevado también a Martín y a su nueva amiga. Se alegraba que su hijo hubiera encontrado a esa chica después de la desilusión de la mochilera. Pero empezó a pensar que si era el grupo de amigos de tenis seguro que había ido con el tío Oscar y su esposa. Esta mujer debía ser muy distraída o poco celosa. A Martín le caía bien el tío Oscar porque lo llevaba a andar cada tanto en cuatriciclo cuando era chico. En su soledad, Elortis se imaginaba a una Miranda adolescente corriendo por las mañanas por la costa con el tío Oscar —que en su imaginación aparecía cada vez más viejo y todavía lampiño.

En esos días se acordaba mucho del mono Albarracín. ¿Por dónde andaría?, se preguntaba; ¿lo habrían atrapado los de las veterinaria de la vuelta? ¿y si el portero se lo había llevado a su Tucumán natal? Se sentía culpable del destino del mono. Cuando el estado de salud de su padre empeoró, discutió con Miranda, que no quería saber nada con tenerlo en su departamento, sobre el destino de Albarracín. El portero del edificio donde vivía su padre no aceptó quedárselo cuando los había llamado para pedirles que hicieran algo con el mono por los chillidos que daba desde que su padre estaba hospitalizado. Cuando finalmente Baldomero murió, y Miranda fue a buscar los papeles que requería la empresa funeraria al departamento, encontró al mono en silencio, con la mirada serena.

No les había quedado otra que llevárselo con ellos, y ubicaron la jaula en un hueco del living. Una vez que volvieron de cenar afuera, lo encontraron en el piso de la jaula con las manitos unidas y la mirada oscurecida. Recién cuando golpearon por tercera vez la jaula el mono salió del trance para abalanzarse ferozmente contra las rejas. La próxima vez que dejaron la casa sola en ese verano caluroso, encontraron la puertita abierta y la jaula vacía. La ventana estaba, como siempre, entreabierta. Las ramas de los árboles se movían por el viento, pero no había rastros de Albarracín, ni afuera, ni adentro, contaba Elortis. Su padre lo hubiera estrangulado con sus propias manos. El mono se le había escapado a él.

Ahora creía que era un sueño la duda de si Baldomero era o no un agente encubierto. La vida más allá de su departamento era algo nebuloso, donde pasaban sucesos inesperados que no podía controlar por culpa de las fuerzas corruptoras del mundo. Mejor era abrir los cajones, separar las cosas que había juntado durante todos estos años, guardar algunas y tirar las demás. Y ahí encontró más cartas de Miranda y varias fotos. Entre ellas, algunas de un viaje a Colonia con los futuros padres de Jorguito.

La típica; abrazados en la Calle de los Suspiros, una con el faro en el fondo, otra en la puerta de la muralla, una más frente a la Plaza de los Toros mostrando el mate que le compraron a un viejito, y otra más a orillas del río Uruguay. Parte de la playa había sido inundada y dividida por el río, y Miranda se había empecinado en seguir caminando hasta cruzar el vado. Llevaban mochilas y avanzaban con el agua hasta las rodillas. Elortis notó que podían quedar atrapados si el resto del trayecto era más profundo y crecía el río a sus espaldas. En el medio del vado discutió con Miranda frente a sus amigos y la convenció de volver sobre sus pasos hacia la playa seca y sucia. Ahí se sacaron otra foto sentados en la herrumbrada escalera que bajaba a la playa. Otra de las fotos, que nada tenía que ver con este viaje a Colonia, enterneció la memoria de Elortis. Le hizo pensar que podía reanudar la relación con su ex novia sin que fuera un error volver atrás. También había sido feliz con ella.

En otra que me pasó estaban en Temaiken, el bioparque, una tarde de invierno, mucho frío, con camperas y bufandas, habían peleado antes pero se habían amigado y cuando empezó a irse la luz le pidieron a un grupo de chicos que tomaran esa foto. Se veía el fogonazo del flash, que había rebotado contra el vidrio del habitáculo, y detrás de ellos, a la derecha, como ubicado idealmente en la composición, apenas se adivinaba la silueta difusa de un tigre de Bengala. Esa foto anochecida en el zoológico, lo atraía fuertemente por una razón desconocida. ¿La habrían tomado el día más corto del año?, se preguntaba Elortis.

Me di cuenta que había pensado seriamente en volver con Miranda, aunque sin que lo abandonara esa repulsión persistente hacia ella, esa manera de tratarla como a una extraña, ante la que sólo retrocedía para defenderla cuando los demás la criticaban. Elortis nunca hablaba mal de ella, solamente daba a entender que no podía amarla. Sin embargo, su mente se negaba a cortar el lazo que los unía. Había más fotos de viajes y paseos, y él las guardó todas entre las hojas de un cuaderno de tapa dura azul; el que usaba para las notas sobre Baldomero, los recuerdos y los mensajes para Jorguito era igual pero rojo.

Poco tiempo después aparece en el mensajero algo más temprano que de costumbre. La fotito de la ventanita había sido reemplazada por la de un árbol con una enredadera en el tronco. Le pregunté dónde era y no me dio precisiones, solamente dijo: la costa. Insistí: quería que me contara qué le había pasado. El día después de encontrar las fotos se había levantado con la firme convicción de que debía seguir buscando algo por su casa.

Revolvió los armarios, alacenas y cajones sin encontrar nada que le llamara la atención y después se dio cuenta que se estaba olvidando de un lugar con más posibilidades de búsqueda: la computadora. En los discos rígidos donde todavía estaban guardados los últimos trabajos prácticos de Miranda no encontró nada interesante. No había nada que lo ayudara a sacar conclusiones sobre lo que debía hacer con ella en el futuro. Entonces se acordó que su ex le había dicho una vez, para certificarle que no le ocultaba nada y podía estar tranquilo con respecto a su fidelidad, que con su amiga Paula intercambiaban contraseñas de e-mails con el nombre completo de sus parejas. O sea que la contraseña del correo de Paula sería el nombre completo de Elortis. La de Miranda debía ser el nombre completo de ese policía que echaba cada tanto a la insoportable y descerebrada Paula a la calle. Cuando pasaba eso, Paula llamaba al celular de Miranda, pero gordi esto, pero gordi lo otro; hasta una vez Miranda había tenido que irse a las corridas del centro al sur para tomarse un café con su amiga en un bar porque el novio la había dejado afuera de la casa. Al otro día se arreglaba con el tipo y poco tiempo después volvía a sonar el teléfono.

Bueno, pero como Elortis no sabía cuál era el nombre del policía, o no se acordaba, decidió probar suerte con la contraseña del e-mail de Paula; lo sabía porque estaba en su lista de correo y cada tanto esta mujer le mandaba documentos con proyecciones de fotos de la India, Egipto, hoteles en Dubai, flores exóticas, secretos del mar, y otros para juntar firmas contra un tipo que se dedicaba a colgar perros de un gancho en su tiempo libre. El hombre más odiado del mundo virtual, decía Elortis.  Ciertamente, la contraseña del e-mail de esta amiga de Miranda era el nombre y apellido de Elortis. Leyendo los mensajes, un nudo de bronca se le empezó a formar en el estómago y le subió por la garganta. Uno era el más esclarecedor. Cervantes se había tomado el trabajo de intercalar la antigua historia del curioso impertinente en el Quijote para algo. Sin embargo, él no había mandado a ningún amigo a encontrarse con la verdad, siempre la entrevistó inconscientemente y ahora la arrastraba al aire libre como si fuera una bolsa llena de cacharros viejos, entre los que había, sin dudas,  algo polvoso de valor. Miranda le comentaba a su amiga que, aunque seguía amando mucho a Elortis, al que no podía dejar, no se había encontrado a tomar algo con otro hombre que había conocido, porque no le gustaba el tono con el que se lo había propuesto. Eso estaba bien, claro que no le molestaba que conociera a otros hombres, hacía bastante que estaban separados y cada uno podía hacer su vida. Pero en la otra línea, Miranda respondía a la otra pregunta que le había hecho su amiga, tras recomendarle que dejara de ver a Elortis porque no le convenía como hombre. Ya sabía lo que ella pensaba de su ex novio, decía Paula. Le daba mucha bronca a mi amigo; por qué tenía que dar lástima, haciéndose la abandonada, la pobrecita, Miranda, y denigrarlo a él ante los demás como una persona fría y desagradable que se había negado a casarse con ella, como hubiera hecho cualquier buen hijo de vecino, después de tantos años de noviazgo y un hijo. Seguramente les contaba a sus amigos que su novio no era cariñoso, que no la agarraba de la mano cuando iban por la calle, que se reía de lo que ella miraba por televisión o se quedaba en la computadora cuando ella se metía en la cama. Cuando él era, en realidad dulce y atento. Nada más que tenía sus mañas…Y una de ellas era el tío Oscar. Después de decirle lo que pensaba de Elortis, Paula le recomendaba también, palabras textuales, que cortara las cosas con Oscarcito, y dejara de acostarse con su tío.

Elortis se acordó de la cantidad de veces que este hombre había llamado para interrumpirlo cuando él estaba con Miranda, durante la separación y antes también, incluso mientras hacían el amor; para hacerle alguna pregunta insignificante, ella explicaba, sobre trámites. No hacía mucho, un sábado que Miranda se quedó a dormir en lo de Elortis, el tío Oscar, que ya tenía cincuenta años largos, la llamó tres veces seguidas una misma mañana, su novia le respondía con risas, y entre llamada y llamada, le contó a él que la controlaba porque Oscar y el grupo de amigos de tenis no estaban de acuerdo en que se vieran si no tenían una relación formal; quería cuidarla nada más, que no perdiera el tiempo con una relación pasada.

Ahora Elortis se daba cuenta que Oscar la llamaba a su sobrina los sábados a la mañana para ver si estaba sola y así pasar sin contratiempos por su departamento para acostarse con ella. Era muy simple; y él que había comprado la historia de los celos y del tío cuida. Las veces que lo había visto a Oscar, no le sacaba los ojos del culo de cuanta mujer pasara. Era de esos tipos que le compran un skate a sus hijos y después lo usan más ellos para sacarse fotos que después suben a las redes sociales. Oscar le decía a su esposa que salía a entregar muebles los sábados por la mañana, el ancestral recorrido de los hombres para arreglar sus asuntos con los clientes que los esperaban, pero antes chequeaba si su sobrina estaba disponible.

Y ahora: ¿cuántas situaciones tenía que correr de lugar, volver a acomodar, darle vueltas y observarlas para sacarle lustre a la humillación de la que, con el consentimiento de todos, incluso los padres de Miranda y el grupo de amigos, y también Richard y su esposa —que algo tenían que sospechar—, lo habían hecho objeto? No quería caer en eso. Él siempre había sospechado la verdad. El instinto le había dicho que no podía amar a esa jovencita que era en su momento Miranda, por más que le gustara. Había algo falso en ella, fuera de lugar. Él podía notar fácilmente la trampa; que ella no pensaba bien; por ejemplo, una vez lo había amenazado con suicidarse si la dejaba tomando varias cajas de aspirinas… Desde el principio Elortis quiso desprenderse de Miranda, pero no lo había  hecho porque caía una y otra vez en el error de apiadarse de ella por considerar que no merecía el amor que —ella se lo demostraba diariamente— sentía por él. Otra vez Kierkegaard: no se podía juzgar a las mujeres porque primero se engañaban a sí mismas; qué bien decía Elortis; qué pensador. Primero vivía, para después escribir, y te hacía experimentar, sin revelarlo antes, lo que él había entrevisto en el paso por el mundo. Elortis sabía que también la comodidad había impedido que dejara a Miranda y la comodidad, como cualquier vicio, siempre tiene consecuencias imprevisibles.

El e-mail seguía, y Miranda lamentaba la decisión del tío Oscar de encargar a su esposa el manejo administrativo de la empresa de construcción de muebles, con la que su tío dejaría de pasar, para llevarle los papeles, por el estudio contable donde ella trabajaba. Se ve que Oscar había decidido frenar la relación con su sobrina, o por lo menos atenuarla, ahora que ella estaba soltera y le estaba más encima, para evitar que su familia y la de ella no tuvieran otra posibilidad más que descubrir esta relación sórdida.

¿Qué sacaba en limpio de todo esto?, le pregunté; ya le había recomendado que dejara definitivamente a su ex novia. La respuesta no llegó. En cambio, me respondió que él sabía, por lo que a Miranda le gustaba o no en la cama cuando empezaron a salir, las cosas que Oscar le había hecho cuando ella era todavía una nena…  —normales, pero algo molestas, especialmente para el pensamiento de un novio celoso.

En su adultez,  intentó desarticular este tipo de pensamiento retrógrado, pero terminó descubriendo que una vez que ciertas ilusiones inundan a un hombre en la primera juventud, no hay manera de arrancárselas. La cultura no hacía más que ahondar los caminos de la intuición inicial, con las mentes ilustres elegidas para acompañarnos y las frases subrayadas. Oscar se había interpuesto, sin quererlo tal vez, pero disfrutándolo seguro, en su camino, y también lo había modificado a él físicamente; si prefería algunas cosas a otras en la cama, era por culpa de este tipo.

Escuchar estas cosas eran demasiado para mí. No quise averiguar mucho más, aunque me pareció entender de lo que hablaba. No lo habían privado nada más de las rubias salvajes, también de tener una primera novia sin una historia tan densa y sórdida.

En el mismo instante del descubrimiento, Miranda, agraciada con los dones de la telepatía y la adivinación (cuando dormían juntos se levantaba y le decía que había soñado con los ojos de una mujer que lo miraban, y al día siguiente era fijo que él se cruzaba con esos ojos que lo hacían reconsiderar todo como los de la misionera), lo llamó para preguntarle por dónde andaba y si quería ir al cine, pero en realidad sabía que acababa de descubrir el secreto que ella le había ocultado tanto tiempo: nunca había dejado al tío Oscar.

Elortis le dijo que no podía perdonarla porque el problema era que le había mentido desde un principio; el tío Oscar era indispensable para ella. Y después de algunas explicaciones, le cortó. Me aclaró que no le perdonaría nunca que lo hubiera arrastrado al grupo de tenis de Oscar, al principio de la relación, sabiendo que había algo entre ellos. Y que lo hiciera ir a cenar tantas veces con él y su familia. Ella siempre hizo el papel de estar loca por Elortis, pero a él ahora le parecía que lo había usado para darle celos a Oscar, a ver si reaccionaba, y dejaba a su esposa. Elortis se acordaba de la vez que lo conoció en la cancha de tenis de Temperley, cuando Oscar le estrechó fuerte las manos. Ella quería, a toda costa, que lo conociera. Y él había sospechado que Miranda había quedado enganchada con su tío, pero le tomó más de treinta años descubrirlo. Entendió que nunca la quiso, siempre había sido para él una chica ingenua arrebatada por un tipo descerebrado. Aunque también pensaba que podía ser el entusiasmo de ella por la relación oscura con Oscar lo que había mantenido la suya, como si hubiera algo que, de manera morbosa, a él le gustara observar en su ex novia.

Es que cuando discutían, Miranda llegaba a llamar al tío Oscar para que opinara. Le pedía a su esposa que le pasara con él. Claro que discutían porque Elortis no quería entender que su novia había estado con su tío, un hombre mayor. Sabía que la revolución que quería llevar adelante él ya no tenía adeptos, nadie se asombraba por nada, pero cuando uno no estaba tranquilo por algo era, me decía Elortis (me acuerdo que durante esa conversación no me mandaba los mensajes enseguida, el mensajero contaba y descontaba los caracteres mientras reescribía sus frases, borrando y añadiendo). Ella lo llamaba a Oscar como una manera de hacerlo responsable de las peleas, de que se siguieran viendo. No era una sobrina llamando a su tío para que la fuera a rescatar de las garras del novio intolerante que tenía.

Entonces, ¿lo amaba su ex novia?, le pregunté. Claramente, me respondió imitando mi manera de hablar; pero eso no tenía nada que ver. Insistí: ¿por qué no la había dejado para irse con la misionera? ¿o antes, mejor, para recuperar algún amor primigenio como el de la secundaria que una vez me había contado? Para él su ex novia estaba loca y lo había arrastrado a su locura. Aunque es una locura bastante común, Elortis, agregué yo, las mujeres escondemos cosas; ya deberías saberlo. Y el me dijo que mejor era esconderlas bien o decirlas sin ningún problema. Ser transparente.

Esa noche volví a soñar con el bosque. El bosque de árboles translúcidos, brillantes y solitarios.

por Adrián Gastón Fares

Intransparente. Segunda Parte. Capítulo 1.

  1.

Por suerte yo, entre la carrera y el trabajo, en el que no hacía mucho la verdad, tenía textos o llamadas para estar ocupada, y enseguida olvidaba algunos detalles de las largas conversaciones con Elortis. Si no, mientras él me escribía sin parar, yo chusmeaba mi red social, o hablaba con mis amigas. También conversaba con Augustiniano y con otros amigos que íbamos conociendo en las salidas. Igual, Elortis lograba captar mi atención cuando decía que había escuchado por la calle o en algún negocio a la canción de Madonna o Ricky Martin que me gustaba, como diciendo que lo habían hecho pensar en mí —a ti que juegas a ganarme, cuando sabes bien que lo he perdido todo, era el subnick que yo usaba durante nuestras primeras conversaciones, creo, aunque ya no me acuerdo bien, que en referencia a mi ex; después usé mucho tiempo: te pido que me acompañes a cambiar de aire, pero bue… También me gustaba cuando hacía esos comentarios medio esotéricos y le prestaba mucha atención cuando hablaba de Baldomero porque me hacía acordar a los sentimientos encontrados que yo tenía hacia mi padre. Tengo que admitir que muchas veces me conectaba para hablar con él nada más o, mejor dicho, para que él hablara.

A veces se acordaba de Andrés, su trabajo de asistencia social. Ahora debía rondar los treinta, pero cuando lo conoció era un chico muy callado y reservado. Como Andrés no salía nunca de su casa y tampoco hacía amigos en el secundario, que recién había empezado, sus padres decidieron que necesitaba ayuda para salir adelante. En realidad, Baldomero le había conseguido el trabajo de asistente social de este chico porque hablaba con la madre cuando iba a comprar a la feria de la avenida Córdoba llegando a Callao. Andrés estaba enamorado de la hija del verdulero, pero cuando la chica se acercaba a hablar con su madre él no sacaba la vista del piso, y si decía algo tartamudeaba. Baldomero era buen observador, y le recomendó a la madre que le pusiera un tutor a su hijo, que se veía que era muy inteligente para su edad y tenía problemas de adaptación.

A Elortis le cayó del cielo este trabajo, aunque al principio lo odiaba porque a él le pasaba lo mismo que a Andrés; se sentía solo y apartado del mundo que lo rodeaba y tenía serios problemas para comunicarse con las mujeres en aquel entonces. Llevaba a Andrés a bares donde se sentaban a hablar de cine, música y libros. Aunque, en realidad, al principio rara vez hablaban. Elortis mostraba un libro que había conseguido en la librería de viejo a la que iba una vez por semana por lo menos, dejándolo sin ganas arriba de la mesa, y Andrés se limitaba a asentir con la cabeza, o a lo sumo a darlo vuelta y leer la contratapa. Elortis encontraba libros tan necesarios en ese momento, que llegó a pensar que alguien le dejaba esos libros apenas usados, casi nuevos, para él. Sin embargo, nunca le gustó hablar de estas cosas, no tocaba el tema con aquel chico y tampoco lo haría conmigo, me dejaba en claro. Con Andrés, después se dedicaban a mirar a la gente pasar. Tenían identificados a unos cuantos, decía Elortis, con horror, al darse cuenta que podría haber heredado la supuesta vocación espía de su padre que recién ahora, tantos años después, venía a descubrir.

Andrés parecía antipático, parco y antisocial pero pronto te dabas cuenta que era una máscara que usaba porque los demás se reían de lo ingenuo que era. Miraba el mundo de reojo pero captaba más que los que miraban de frente. Esos pensamientos que acumulaba, soltados muy de vez en cuando, lo convertían en una persona tensa pero pacífica. Su secreto era que hablaba nada más para decir las cosas que le gustaban mucho y tenía miedo que a los demás le parecieran estúpidas. Para Elortis, tenía la gracia de la torpeza hasta cuando agarraba un vaso de gaseosa y lo chocaba contra sus dientes superiores antes de inclinarlo más para tomar. Su cara estaba siempre impávida, pero por debajo de la mesa no dejaba de mover los pies. Tomaba vitaminas y un suplemento de magnesio; decía que era necesario para fijar su alma al cuerpo, para aplacar los nervios y evitar los ataques de pánico que sufría por las noches.

Para Elortis debía tener razón, porque usaban el polvo de magnesio en el gimnasio para agarrar con firmeza las pesas. Andrés sabía, por un experimento escolar, que los soportes metálicos de los sacapuntas eran de magnesio y que tenían la función de proteger la hojita de acero de la oxidación. Aparentemente el contacto entre dos metales hacía que uno protegiera al otro, en este caso el que liberaba hidrógeno era el soporte de magnesio; te dabas cuenta cuando lo sumergías. En fin, los dos llegaron a la conclusión que las burbujas no sólo señalaban la oxidación a la que se exponía el magnesio para resguardar al acero sino que también eran las imágenes más claras del paso del tiempo.

Con este tipo de charlas pasaban sus tardes. Algunos días Andrés brillaba más porque se notaba que estaba enamorado de alguna compañera. Aparecía con la mochila más pesada que de costumbre, la dejaba en el piso y sacaba los cantos de Leopardi, por ejemplo, o una antología de poemas chinos amorosos, o una selección del primer Rilke, y los dejaba reposar, uno sobre otro, en la mesa para que Elortis comentara algo. Con el tiempo, empezó a hablar más y Elortis descubrió que también tenía debilidad por las castañas de ojos claros, que era una compañera con estas características la que le gustaba, y que no se animaba a hablarle porque el único amigo —no se daba con ningún otro, aparte del preceptor— que tenía en el colegio andaba atrás de la misma chica. Vivía en un mundo de lealtades mosqueterianas. Y también cristianas, que eran las que, para Elortis, lo tenían más confundido. Andrés creía que no escuchaba nada de los sermones de los curas del colegio al que iba pero en realidad todo quedaba grabado en su cabeza.

Un día los compañeros lo habían perseguido para darle una manteada; Andrés se encajonó contra una esquina con los brazos estirados y las manos en la pared, como si estuviera esperando que unos policías lo revisaran, y les ordenó que hicieran lo que tenían que hacer. Por un momento quedaron estupefactos, se rieron, y después cumplieron con su objetivo. Según Elortis, al que se la había mostrado en el encuentro semanal, la espalda le había quedado deshecha. El chico tenía ese tipo de comportamientos, de entrega desinteresada que no podía evitar. ¿Yo le gustaba porque le recordaba a su querido Andrés?; me lo pregunto nada más. Los colegios católicos sacan  personas iguales a veces. A mí cada tanto me daban ganas de dejarlo todo para hacer caridad; se lo  había dicho a Elortis.

El gran desengaño de Andrés con el catolicismo tenía que ver con un acto impulsivo. Una mañana, en que súbitamente le había faltado el aire, corrió de un manotazo la hoja de la ventana del aula, con la mala suerte de que se salió de la guía para caer, desde los tres pisos, a la vereda del colegio. Al asomarse, los chicos presentes vieron a un hombre parado a un lado del marco metálico, sorprendido por haberse salvado de recibir el objeto en la cabeza. Andrés se quedó esperando, junto a sus compañeros, a que fuera a buscarlo algún tipo de ley divina, porque sabía que actuó por bronca acumulada, o, más excusable, por algún problema perceptivo que no le dejaba escuchar el deslizamiento de la hoja, le había contado a Elortis una vez que tomó confianza.

No había aguantado el recreo, el patio lleno de chicos y chicas que parecían que se fijaban en él para reírse, entonces había vuelto antes al aula, a quedarse tranquilo ahí, y esperar que volvieran los compañeros, tal vez cruzaba a la chica que le gustaba, pasaba algo inusual, pero cuando los demás empezaron a entrar, le agarró esa falta de aire, de percepción, que lo llevó a querer abrir la ventana. La cosa es que una vez que la hoja cayó, no apareció ningún superior y todos corrieron hacia las escaleras, algunos para desentenderse del incidente, y Andrés para encontrarse en la entrada con la directora, una monja brasileña que era una maravilla de las relaciones públicas, se disfrazaba y bailaba en las fiestas del colegio. Pero en ese momento estaba agarrándose la cabeza. Venía de rezar en la capilla para agradecer que Andrés no había matado a nadie (poco tiempo después la monja sería acusada de abusar de otras monjas, tristemente)

Lo suspendió por lo que restaba de la semana. Gracias a ese incidente, pondrían rejas a las ventanas del colegio que, casualmente, sería el mismo al que iría su hijo Martín. De ahí en más, a su amigo Andrés le quedó una especie de renuencia a actuar, un miedo que lo trabajaba por dentro, y un resentimiento hacia las instituciones, más que nada la católica. Al chico le había molestado que un representante de la religión que le enseñaba a poner la otra mejilla lo tratara de manera tan dura. Elortis notaba que su amiguito no tenía tan claro lo que había pasado.

En el bar, cuando Andrés se abría a él, no paraba de relacionar los hechos y nunca llegaba a ninguna conclusión. Elortis prefería los días que el chico aparecía con el carácter meditabundo habitual, y se quedaba callado mientras tomaba el café con leche. Entonces aprovechaba el silencio y le contaba de Miranda, del vacío que sentía, como si se hubiera olvidado algo, cuando volvía de la facultad a su casa y la encontraba esperándolo en la puerta, ¿no sería la sensación de haber dejado pasar algunas chicas que le gustaban de la época en que tenía su edad? En aquella época, enfrente de Andrés y su café con leche, sacudía la cabeza mientras hablaba, como terminando de borrar las realidades paralelas que se le ocurrían.

Elortis me aclaró que una cosa era negar con la cabeza por una ocasión perdida, pero hacerlo por un infortunio era uno de los peores síntomas que se podían encontrar en una persona, como si al hacerlo cavara en el aire, separando las partículas flotantes, su propia tumba. Por ese entonces lo había observado en un amigo de Baldomero, un profesor que murió poco tiempo después de jubilarse. Tal vez afectado por este suceso, por este hombre que visitaba su casa los fines de semana y que por algún motivo un día decidió empezar a sustraerse de la vida con ese movimiento, casi imperceptible por momentos, de la cabeza, siempre le había aconsejado a Andrés que hiciera un esfuerzo por abrirse a los demás, por contar las cosas que le pasaban y no guardárselas, por convertirlas con el tiempo en inofensivas pavadas, en derrotas pasajeras. Era más fácil empezar de chico.

Quería, por estúpido que pareciera, que Andrés fuera más avispado que el joven Elortis —lo que después intentó hacer, sin mucho éxito, con Martín—  y se largara a conquistar a las mujeres que le gustaban. Y tratando de salir un poco de lo teórico, le parecía que sería útil que Andrés debutara con alguna chica, eso alejaría falsos ideales de su cabeza y lo pondría en acción, aunque no pensaba ayudarlo con el tema. Si Baldomero se enteraba que Elortis aconsejaba de esa forma al hijo de su amiga lo hubiera desheredado.

Como le había prometido a Andrés que lo ayudaría a buscar una chica parecida a la de la película, empezó a sugerirle algunas que pasaban por la vereda del bar. A su joven amigo ninguna le gustaba, le encontraba defectos a todas; no se parecían ni remotamente a la gitana de ojos claros hollywoodense. Hasta que una vez Elortis se encontró con la misionera, justo cuando cruzaba la calle para entrar al bar donde lo esperaba Andrés. Sólo intercambiaron algunas palabras triviales; Elortis sabía que ella seguía enganchada con el estudiante de medicina. Cuando finalmente entró al bar, encontró a Andrés impresionado, buscando las palabras adecuadas para decirle que lo había visto mantener una conversación con el doble de la chica de la película. Este episodio terminó de sellar su amor por la misionera. Pero a la vez no quedó ninguna duda de que ella tenía a otra persona en la cabeza. Andrés lo alentó a olvidarla y a que tratara de ser feliz con Miranda; además tenía que acordarse que tenía un hijo que lo necesitaba.

Elortis le terminó contando la historia de Miranda y el tío Oscar, que ahora juraban ser sólo amigos, o mejor dicho parientes, y Andrés mantuvo un extraño silencio. Tal vez había llegado a la conclusión de que Elortis no era la persona adecuada para hacerlo más sociable. Después de esta confesión, Andrés empezó a faltar a los encuentros, y más adelante la madre lo llamó para avisarle que dejaría de ser el asistente social de su hijo porque había notado algunos cambios; Elortis no supo si para bien o para mal, pero las veces que se cruzó con el chico lo encontró más canchero, lo miraba como si él fuera un mamarracho del pasado, uno de esos profesores torpes de los que, sin embargo, aprendíamos algo elemental.

por Adrián Gastón Fares (2011)

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 12 / final de la Primera parte.

12.

Muchas cosas intrigaban a Elortis, en especial las que le hacían pensar que había posibles conspiraciones para captar su atención. Por ejemplo, le parecía raro encontrar, por esos días, canciones enteras grabadas en su contestador. Primero, Sultans of swing, y después una canción más rebuscada, ochentosa, de Carly Simon, llamada Coming Around Again. A veces música electrónica, pero cuando era música electrónica era menos interesante porque no podía reconocerla, para tratar de interpretar qué le habían querido decir con el título; y ni siquiera tenía letra. La de Carly Simon la adivinó, era la canción de una película que se llamaba en castellano El difícil arte de amar. Aunque había pensado que el que actuaba era Robert De Niro, cuando en realidad, según averiguo en el IMDb, era Jack Nicholson. La confundía con otra en que los amantes se cruzaban en el subte. A ésta la había visto solo en un cine. Y Miranda le había contado que la vio en televisión, antes de conocerlo, con su tío. Tal vez en un hotel alojamiento, pensaba Elortis.

Sin embargo, él sabía que, por suerte, no podía ser Miranda la que lo hacía escuchar temas completos en el teléfono. Sospechaba que lo de música electrónica era el encargado de relaciones públicas de un boliche, por el que a veces pasaba con Romualdo, que estaba implementado una técnica de marketing de persuasión subliminal. Para él, ese mismo tema lo pasaban en el boliche, y así le recordaban a los clientes, que tenían en la base de datos, que esa noche se dieran una vuelta por el lugar.

Otro día me salió con que para él Sofía, la bailarina o stripper, nunca estaba claro, era una asistente social, como él hace años atrás con ese chico, Andrés, enviada por el Gobierno de la Ciudad para estar al tanto de lo que hacía encerrado en su departamento. Para él existía la posibilidad de que nuestras charlas en Internet fueran leídas por funcionarios que desconfiaban de él porque sabían que hablaba con una chica tan joven, casi una menor. Lo decía medio en broma, agregando unos jaja que ahondaban el carácter obsesivo y patético de sus palabras. ¿Qué stripper andaría buscando libros por Recoleta? Cuando se veían llegaba siempre tarde, como si fuera más una obligación (que cumplía con mucho placer, se preocupó de aclararme Elortis; siempre tan arrogante) que una decisión propia. También podía ser que Sofía adivinara el día que la conoció en Avellaneda, por su mirada de perro, la difícil situación que estaba pasando y, como era una chica de buen corazón, decidiera ayudarlo.

No pude evitar comentarle que para mí llegaba tarde porque atendía a sus clientes, perdón Elortis, o tardaba en vestirse cuando bajaba del caño. A Elortis le parecío raro que el bailantero le pidiera que la llevara, mucha casualidad decía. La policía pasaba siempre por la zona donde trabajaba Sofía, y él había escuchado que encargaban trabajos a civiles que cambiaban por otros favores, como dejarlos hacer su actividad ilegal sin molestarlos, o no enviarlos de vuelta a sus países si eran extranjeros indocumentados. Las ciudades estaban cada vez más controladas en el mundo, y no eran cámaras las que nos seguían sino personas que interpretaban nuestros actos según modelos de conducta sociales… Claramente, las sospechas sobre el pasado de su padre lo estaban trastornando.

Una de las razones por la que pensaba que Sofía era una enviada para controlarlo era que trabajaba en Recoleta, cerca de donde había vuelto a ver al hombre de equipo deportivo. Se preguntaba qué hacía sentado en la vereda de un bar de la calle Quintana, oteando el horizonte, palabras textuales de Elortis, a las cuatro de la tarde. Él apuró el paso hasta la avenida Alvear. Igual, le gustaba caminar rápido, decía que le hacía bien a sus piernas, que eran lo menos que ejercitaba en el gimnasio. La frutilla del postre era que cuando volvió a su edificio, treinta cuadras atrás, encontró a su amigo de gorra —¿la tendría pegada a la cabeza?— y jogging sentado en el sillón de la recepción. Justo entraba una vecina con sus dos nenes, y Elortis los empujó para subir corriendo por las escaleras.

Después, otro día, me reveló que si salía a caminar un poco, a las dos cuadras volvía a paso rápido para evitar que el hombre de gorrita violentara la puerta de su departamento para revisarle los papeles. Aunque sabía que estaban atrás suyo por algo, a ciencia cierta no podía saber a qué se debía. Tal vez temían que en un próximo libro ventilara algunas conexiones. Mal que mal, él era un escritor que había tenido algo de exposición. Algunos periodistas se interesarían en su nueva obra. Por eso prefería andar con cuidado, y pasar los días en su departamento, conversando conmigo o respondiendo a los vendedores y encuestadores telefónicos que lo llamaban.

Eran el colmo para Elortis; unas personas sin alma tomaban esos trabajos dañinos y se dedicaban a arruinarle las tardes a los muy jóvenes, viejos, o desempleados, o que trabajaban en sus casas, con todo tipo de preguntas y propuestas molestas; cuando no llamaban los del servicio telefónico para ofrecer alguna promoción fantasma, por la que te podían tener media hora, eran los bancos que ofrecían seguros por accidente o muerte, seguro que a usted le preocupa el futuro de sus seres queridos, o, directamente, los cementerios que ofrecían sus parcelas porque, aunque todavía es joven, conviene tener en cuenta todas las posibilidades.

Las encuestas de rating eran lo más digerible porque al ser electrónicas, grabadas, uno no pensaba que era una llamada importante y cortaba al instante. Pero más seguido escuchaba la voz, no menos mecánica, de esos agentes encargados de vender cualquier cosa a cualquier precio. La frialdad de una persona que llamaba a la tarde para ofrecer una parcela en un cementerio a otra, encima en esos cementerios que parecen una escenografía del paraíso, era el signo, para Elortis, de que existía la maldad encarnada en el mundo. Y los de las encuestas de ingresos: ¿querían que les contara que pagaba las expensas del departamento donde vivía con lo que sacaba del alquiler del de su padre? Prefería a esos personajes sospechosos que habían aparecido en su vida antes que las voces en el teléfono. Y eso que estaba seguro que a Sofía le gustaban más las mujeres que los hombres. Por eso mismo era tan buena en complacerlo.

En fin, para mí toda esta desconfianza, estas vueltas, solamente demostraban el miedo de Elortis a relacionarse con la gente. Se ve que, en el fondo, me animé a comentarle, él nunca había confiado en Miranda, ni en su padre. Sin embargo, él estaba seguro que sus sospechas eran fundadas, por lo menos en esencia, agregaba… Nunca hay que subestimar las intuiciones que tenemos; ya decía su padre que era lo más parecido al lenguaje adámico. Para darle una nueva meta a su vida, como él quería, primero tenía que entender al mundo, buscarle el dobladillo, y sostenía que cuando uno empezaba a hacer eso, a salirse del camino que nos tenía preparado la sociedad, aparecían estas casualidades sutiles que nos obligaban a definir una forma de pensar, y por lo tanto, de actuar; Orson Welles decía que el que no sabe bailar le echa la culpa al piso, y así le había ido. Muy bien al principio, y después lo habían abandonado, aunque era un genio.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 11.

11.

El Callicebus no era un mono más; Baldomero creía que entre su nueva mascota y él había una conexión ancestral. A Elortis le gustaba contarle a la gente que su padre tenía un mono amazónico en su departamento. Le dije la verdad, me parecía medio grasa, hasta perros y gatos está bien, pero no me gustan esas personas que mantienen reptiles, loros, hurones, arañas. Elortis decía que a los conocidos les encantaba el mono, tanto en la casa de su padre, como en el tiempo que estuvo en la suya; aún hoy seguían preguntando por el destino de Albarracín. Según mi punto de vista, a la gente le gustaba reírse de los excéntricos que tienen bichos raros. Y éste no era muy común, me confirmó; había averiguado recientemente en Internet, que esa subespecie de mono tití, que tenía la parte inferior de la cara, y también las rodillas, cubiertas de pelo rojizo, era un Bernhardi, un mono tití que recién fue descubierto a principios de este siglo por un primatólogo alemán que vivía en el Amazonas, y recibiría ese nombre en honor del príncipe Bernardo de Holanda.

Su padre había ubicado la jaula del mono en el lavadero, justo al lado de una ventana de vidrio esmerilado que daba a la calle. Las primeras semanas, al llegar de la universidad, Baldomero ponía una banqueta frente a la jaula y pasaba horas, bañado en una luz amarillenta tenue, observando al mono Albarracín. Antes, claro, retiraba la bandeja inferior de la jaula para reemplazar las piedritas sanitarias, le cambiaba el agua, y le ponía comida. El mono nunca hacía nada de otro mundo, más que nada saltaba de reja en reja, y rompía las cáscaras de los maníes, pero a Baldomero le gustaba mirar a Albarracín; decía que lo relajaba. La madre de Elortis pensaba que Baldomero simplemente se había dado el gusto de tener un mono, y que la costumbre era la excusa para conservarlo. No veía que obtuviera alguna conclusión sobre el tipo de comunicación básica, pero esencial, que, según él, el mono manejaba.

Lo peor de todo era que el animalito era muy agresivo. Baldomero no lo tocaba nunca, pero Elortis lo quiso agarrar un día, y terminó con el dedo sangrando. Albarracín estaba siempre mostrando los dientes, y con los ojos inyectados en sangre; ¿qué tipo de información intentaba sacar su padre de una bestia del Amazonas como Albarracín? A ciencia cierta, nadie lo sabía.

Llegó el día que a su padre se le ocurrió llevar a Albarracín a una de sus clases. Para eso, primero, había que meterlo en una jaulita más chica que había comprado especialmente. Baldomero usó una toalla, para poder apresarlo dentro de la jaula sin que le sacara el dedo. Sin embargo, Albarracín empujó con la cabeza hasta que logró salirse de la especie de bolsa que Baldomero había hecho con la toalla, y atravesó el living, arrastrando la toalla porque se le había quedado enganchada en una uña. Baldomero lo seguía de cerca, pero el mono se daba vuelta, y lo amenazaba con chillidos desesperados y amenazantes. Finalmente, el mono se detuvo para desengancharse la toalla con sus manitos, y su padre aprovechó para empujarlo dentro de la jaulita. Sí, Baldomero se había dado el gusto de divagar sobre psicología comparada con el mono al lado. No había razones para que este animal de ojos chispeantes y barba roja estuviera presente; sin embargo, cuando volvió a su casa le dijo a su esposa que los alumnos habían prestado más atención que nunca.

Al principio, Albarracín estaba como loco, y saltaba y chillaba sin parar, pero después se serenó de una manera nunca vista, y se quedó mirando a los alumnos, consciente —según su padre—  de que estaba siendo observado por mentes obtusas. Después sí, les había explicado a sus alumnos que creía que ese mono, un animal que venía directo, sin escalas, de la selva amazónica a la ciudad, no una mascota dócil y acostumbrada al trato diario con humanos, o un bicho mecanizado como los que veíamos en los zoológicos, escondía una verdad, refractaria a nuestra mente acostumbrada a lo complejo, que por lo tanto sólo podía ser reconocida luego de horas de paciente observación. Acto seguido, les aclaró que él todavía no había alcanzado a comprender esa verdad, pero que podía notar que Albarracín estaba acostumbrado a comunicarse con simpleza con el ambiente que lo rodeaba, y que un animal así era más inconsciencia que otra cosa; un sueño. Un animal así, decía enfervorizado Baldomero, debía recordarnos a Nietzche, cuando decía que la función de la conciencia era restarnos lo individual para volvernos útiles a la sociedad. También les dijo que había llegado a la conclusión que los humanos teníamos tres conciencias: una social, una íntima y otra natural. Ninguna bien desarrollada. A diferencia, su mono Albarracín era un todo indivisible, una especie de dios, un ser completo. Lo que sugería era bastante controvertido. El profesor pregonaba una vuelta a la brutalidad, lo enfrentó una alumna. Pero lo que en realidad quería, explicó Baldomero, era encontrar el camino de vuelta de las palabras, ver si había otra forma más práctica de comunicar las cosas, porque el lenguaje que utilizaba el hombre, cada vez más desvirtuado, no cumplía con su función de facilitar el entendimiento entre los humanos. Un alumno le preguntó si él estaba hablando a favor de la telepatía y la parapsicología, pero Baldomero le dejó en claro que esas eran palabras que ya tenían un significado muy marcado para usarlas; él tan solo quería encontrar la manera de que las personas se entendieran sin malentendidos, de que los sentimientos pudieran comunicarse sin expresiones ambiguas que pervertían la realidad. Descreía que las palabras fueran un buen medio de comunicación. Le preocupaba que hubiera tantos momentos, sentimientos, ideas y pensamientos huérfanos de formas adecuadas de expresarlos. Cada vez que decíamos algo, menospreciábamos a la idea que nos había hecho abrir la boca. El soplido que hacía circular la vida, el viento ancestral, se perdía en corredores sin salidas. Ahora él estaba buscando, con su querido mono Albarracín enjaulado a su lado, la corriente de aire que volaba hacia el prado ventoso donde pacían las esencias del mundo.

Un alumno aplaudió, y  gritó que un tornado se lo iba a llevar puesto. Baldomero no prestó atención a la interrupción. Redobló la apuesta: dio a entender que los animales callaban porque comprendían más que nosotros, que eran seres de una categoría superior, que se dejaban utilizar por la esencia natural del universo. Por eso saltaban, por eso volaban, por eso nadaban, con tanta facilidad; mientras que nosotros, cada vez más anquilosados, nos habíamos dedicado a perdernos en lenguajes imprecisos. Las palabras nos habían apresado; para Baldomero estábamos ciegos, y teníamos el cuerpo atrofiado. A esa altura, la mitad de la clase liberaba sus carcajadas, otros directamente no prestaban atención, como si no fuera un profesor al que tenían enfrente, sino a uno de esos desquiciados que enviaban de los loqueros para vender artículos que no sabían ofrecer, decía Elortis, que presenció la clase porque había ido para ayudarlo a meter después la jaula con el mono en un taxi; pero unos pocos miraban a su padre con tímida admiración. De cualquier manera, Diego le había contado que en la universidad, cuando un profesor se iba por las ramas, decían que estaba dando la clase del loco, refiriéndose a aquella tarde del mono y Baldomero.

Ahora bien, esa clase terminó de unir a Baldomero con el Callicebus, el objeto de su estudio, y su padre se dedicaba a observarlo con la mano en el mentón, como si notara matices cada vez más interesantes en el comportamiento, para Elortis totalmente monótono y regular, de Albarracín. Parecía rumiar, frente al mono, con los ojos achinados y masticando una sonrisa de autosuficiencia, las palabras sabias que les había transmitido a sus alumnos. Al final del discurso les había dicho que, tal como estaban las cosas, en el futuro las ciudades se verían invadidas por las alimañas y las bestias, una visión opuesta a esas pos-apocalípticas que vemos en películas y en videoclips hoy en día. Para Baldomero, los pájaros y las plantas volverían a ganar, de a poco, el terreno perdido.

Elortis estaba bastante de acuerdo; el verano anterior, acostado en su sillón mientras caía la tarde veía, a través de su persiana americana, según el día, benteveos, carpinteros, chingolos, palomas gigantes —averiguó que en realidad se llamaban tórtolas turcas—, horneros, calandrias, un picaflor, torcazas, y muchos zorzales que se dedicaban a remover la tierra de las macetas del balcón y le pegaban las pulgas a Motor. Al anochecer, aparecían por las ramas del gomero —que también como el aguacatero pertenecía al hotel vecino—, unas siluetas alargadas: Ratas.

Algunas se deslizaban por la gruesa medianera del hotel hacia su ventana, pero no importaba, Elortis las miraba con simpatía desde la oscuridad. La visión de tanta naturaleza en el medio de la ciudad no podía molestarle. Incluso una tardecita, había encontrado a un pájaro durmiendo en una rama larga que se metía en su balcón. Primero, no había prendido la luz de afuera y, maravillado por el descubrimiento, en vez de creer que era una hoja del árbol con forma de ave, se le dio por pensar que alguien, tal vez la empleada doméstica que venía una vez por semana, había colgado un figura, recortada por su nena seguro, con la forma de un pájaro, con un objetivo enigmático e indescifrable. También pensó que era el mono Albarracín, que había retornado. Sin embargo, por suerte, era un pajarito de verdad, con la cabeza metida abajo del ala.

Generalmente se la pasaba sentado a la computadora esperando que yo apareciera —en aquel momento hacía bastante que hablábamos— o que se conectara Romualdo, según decía, y mientras buscaba libros usados, o leía críticas de cine, o bajaba música; pero aquel anochecer se quedó dormido en el sillón de su estudio. Tal vez se le había ido la mano, aquella tarde, con la rutina de ejercicios en el gimnasio —siempre vacío a la hora que iba, me había dicho en otra conversación. Pero cambiar la rutina por cualquier razón, decía Elortis como acordándose, tal vez reprochándome, ese día que yo no había aparecido, daba buenos resultados.

Para mí, que tengo una amiga vegana, que hasta logró arrastrarme un año a una manifestación, a la que fui más que nada, tengo que reconocerlo, porque iban algunos famosos que seguía en ese momento en una serie de televisión, me parecía irreal un futuro repleto de animales. Pero Elortis estaba de acuerdo con la opinión de su padre en este tema y era capaz de ver un futuro lejano con la tierra húmeda y palpitante, y los seres humanos revolcándose en el barro de sus pequeños jardines. Baldomero llegaba a estas conclusiones porque se perdía cuando empezaba a pensar en el tema de la lengua adámica y llegaba a otros insospechados. Su pensamiento no era orgánico ni mucho menos. Gritaba si estaba rodeado de personas, y no se detenía hasta acaparar la atención de todos. Casi siempre decía que él odiaba la psicología, y dejaba en claro que su interés no se terminaba en los temas académicos.

Pudo enterarse de más detalles de los parlamentos de su padre gracias a Diego que, vaya paradoja, Elortis mandaba de infiltrado en la universidad para saciar su curiosidad. Según Elortis, con estos discursos exaltados su padre reclamaba del mundo el afecto y la atención que no había tenido de chico; su reacción era un fenómeno psicológico de transferencia. En cambio, cuando cenaba con él y su madre no hablaba mucho, y si le preguntaban por qué estaba tan callado, citaba a Kierkegaard de memoria, advirtiéndoles que estaba concentrado en su problema epistemológico: El que sabe callar descubre a un alfabeto no menos rico que el de la lengua al uso.

Con Augustiniano, a quien le contaba algunos detalles de mis charlas con Elortis, nos preguntábamos si todo el afán de Baldomero por hacer callar a la humanidad, la búsqueda de formas más eficaces de comunicación, no tenía que ver con esa costumbre que tienen los culpables de hacer mirar sutilmente a las personas hacia otros lados. El humor, pero también las invenciones alocadas como las de Baldomero, podían ser las herramientas que usaban para distraer nuestra atención y, lo que es más importante todavía, la suya. Se vuelven invisibles a su propia culpa, y sólo cada tanto muestran la hilacha con algunas prepotencias o caprichos fuera de lugar. Veo, en uno de los registros de las conversaciones, que un día le comenté el tema de afabilidad de los culpables a Elortis, refiriéndome a lo manipulador que había sido mi padre, cómo me hizo creer que lo mejor era ocultar una verdad que, revelada a mi madre —hasta el día de hoy—, la haría tambalear porque le cambiaría la interpretación de su pasado. Decía, parafraseando a un escritor, Svevo, que para una mujer eso no sería tanto problema porque estábamos acostumbradas a reinventar diariamente nuestro pasado como forma de supervivencia espiritual. Gracias, explicaba Elortis, a miles de años de opresión masculina.

Para mí este tipo de secretos que podían obligar a una persona a redefinir de un día para el otro su pasado eran malos y muy peligrosos. Elortis estaba totalmente de acuerdo, en una especie de acto precognitivo ahora me doy cuenta, o nada más era que sabía la verdad sobre la relación de Miranda con el tío Oscar y se hacía el tonto, dijo que estos secretos podían convertir a una persona en un zombi que pisaba en tierra recién removida. Contesté, para cambiar de tema un poco y molestarlo, que pisar en cemento a un viejo como él, cercano a la tumba, le haría mal a las rodillas, como era habitual perdiéndome en la superficie de las palabras, cuando no era monosilábica como él odiaba. Elortis me siguió el apunte, y dijo que prefería la arena, las rocas digeridas. Por eso le gustaba la costa, pero no tanto como para que intentara radicarse ahí como su gato.

En la época del mono Albarracín, y a pesar de la concentración que observarlo parecía requerirle, Baldomero se hacía algunas escapadas de fin de semana a pescar con amigos, seguramente con el capitán. Su padre no era de esas personas que abandonaban a sus amigos en cuanto otra meta se les cruzaba, le gustaba jugarse por la gente que apreciaba, y sus amistades prevalecían, sin duda, por sobre su familia y algunas de sus ocupaciones.

Uno de aquellos viajes de Baldomero a la costa coincidió con el momento en que Elortis estaba planeando irse a vivir solo; trataría de hacerse cargo de los gastos de un departamento que su familia tenía desocupado.

A la noche, cuando volvía de la facultad, Elortis veía al mono Albarracín colgando de las rejas de la jaula, esperando con una expresión desconcertada. Debía extrañar la mirada atenta de su padre. Sin embargo, cuando él se acercaba al resplandor amarillento, el mono empezaba a rascarse la cabeza, y enseguida convertía la acción en un acto frenético en el que parecía arrancarse los pelitos blancos que tenía en las orejas. Baldomero volvió de la costa con varios libros sobre el comportamiento animal que le habían prestado, entre ellos uno de Wolfgang Köhler. Otra casualidad, que para Elortis, que no creía en el azar, hacía más sospechoso a su padre: se creía que los experimentos con chimpancés que Köhler realizaba junto a su esposa Eva en Tenerife, en el lugar que llamaban La Casa Amarilla, eran una pantalla para encubrir sus actividades de espionaje para Alemania durante la Primera Guerra Mundial.

Baldomero intentó hacer reaccionar a Albarracín a diversos estímulos, para clasificar sus modelos fijos de movimiento y sus taxias.  Luego de fracasar con los más sutiles, como pretender que con un palito chino, que le tiró en la jaula, el mono alcanzara unos maníes que le había dejado sobre una silla que ubicó bien cerca de la jaula —el mono sólo revoleaba el palito, a veces fuera la jaula—, pasó a probar los más drásticos, como encenderle un fósforo en la cara y después sólo sacar otro de la cajita para ver su reacción. Como resultado, en el invierno el mono se agarraba la cabecita cada vez que prendían la estufa del lavadero con fósforos. Sin embargo, una vez que la explosión inicial pasaba y la llama empezaba a consumir la madera, Albarracín se quedaba mirando obnubilado la llamita. Según Baldomero, el hábitat del mono en el Amazonas estaba intacto y jamás había visto arder el fuego. Siguió probando con otros trucos, pero no recibía ninguna respuesta alentadora.

El descubrimiento vino por una casualidad. Percibió que el mono se contagiaba de sus bostezos. Creyó que en el bostezo acariciábamos alguna glándula telepática. Su padre decía que hasta el zumbido en los oídos que tenía se le apaciguaba cuando bostezaba y la mente se le aclaraba. Comenté que todos sabemos que bostezar es un acto contagioso. Pero Elortis dijo que se ignoraban las razones, y agregó que de saber, a saber de verdad hay una gran diferencia. Su padre había llegado a una pregunta interesante. Cuando Baldomero hacía que bostezaba, un simulacro del bostezo, el mono no reaccionaba al estímulo y se quedaba pasándose las manitos por los pelos blancos: ¿el bostezo sería un resto, mal interpretado, de la lengua adámica que intentó rastrear toda su vida? Quién sabe qué se escapa cuando bostezamos, afirmaba por esos días Baldomero sin inmutarse en las sobremesas de la universidad, según pudo saber Elortis a través de las averiguaciones de Diego. Su padre decía que era una acción muy parecida a la de abrir los esfínteres. Tal vez sea exactamente lo contrario, pensaba Baldomero adelante de los otros profesores y ayudantes que lo escuchaban, y al bostezar estamos liberando al mundo una materia sin densidad, pura, con algún tipo de información sin procesar. No creía que fuera una manera de sincronizar las horas de sueño, como pensaban algunos. Si el mito era un producto accesorio del lenguaje, una enfermedad de la palabra, entonces el bostezo podía ser el antídoto, o tener aunque sea algunos ingredientes de la receta. Y entonces Elortis se imaginaba a su padre levantando la voz, como le había contado Diego, para aclarar sus pensamientos, que, para mi mala suerte, me iba a repetir.

Él no era un psicólogo más; estaba hecho de la misma madera que August Schleicher, Otto Jespersen y Guillermo de Humboldt, pero a diferencia de este último, no tenía un hermano que hiciera el trabajo de campo para él. Tenía que ensuciarse las manos. Costearse viajes y ayudantes para ver qué perspectiva cósmica tenía impregnada cada pueblo en su lengua estaba fuera de sus posibilidades económicas. Ni siquiera tenía plata para comprarse una buena edición de la gramática sánscrita del indio Panini, sólo tenía esas anotaciones milenarias en fotocopias que le habían prestado, y ¡cómo querían que encontrara en una fotocopia rastros del problema de origen del lenguaje! Si las lenguas eran una copia del único lenguaje, entonces alguna tenía que ser más fiel al  original; en aquel entonces no existía la reproducción en serie, que no lo olvidaran, y el sánscrito siempre había estado en el centro de todas las miradas. Diego tenía la paciencia de reproducirle estos discursos de su padre. Elortis tenía miedo que fueran invenciones de este novelista en ciernes. Según Diego, Baldomero apenas se detenía para respirar cuando hablaba. Elortis iba anotando en su cuaderno:

Su padre no entendía cómo los conceptos se habían juntado con las imágenes acústicas, y cómo estas decisiones terminaban en pueblos sistematizados. Algunos de estos pueblos, como el nuestro, nunca habían abandonado la manía de clasificar todo, etiquetaban a las personas en cuanto las veían; que tuvieran cuidado porque eso les estaban enseñando a los alumnos en las demás cátedras. ¿¡Y la energeia dónde quedaba!? Basta de despistar a la gente de lo elemental. Se habían olvidado de los sonidos emotivos de Demócrito, por eso a él le gustaba tanto escuchar esas milongas y a Shumann; expresarse a través de su lengua como lo estaba haciendo en ese momento era pragmatismo sucio de políticos y sofistas. Había que dar un paso atrás y encontrar a los filósofos chinos, el caballo blanco que no es un caballo de Gongsun Long, la rectificación de los nombres del confucionismo; en lo posible ir mas allá todavía, cruzar el mito para caer en la nada misma primigenia. A ver si entendían algo de lo que somos. Por algo Schleicher pasó de Hegel a sir Darwin. Basta de copias e imitaciones señores. Había que separar lo verdadero, el etymon, la forma original de cada término; y más todavía, escuchar la música que producían las esencias del universo, sin contar los compases, como le hubiera gustado a Johan Mattheson (esto lo decía con voz meliflua, le aclaraba Diego a Elortis, ya medio arrepentido de todo el discurso que había dado; su padre ya se sentía menospreciado por los que lo escuchaban)

Diego averiguó que los demás profesores tampoco dudaban en explicar la vuelta a las raíces que intentaba Baldomero como producto del niño resentido y solitario que había sido. Y para algunos era una forma de acabar con el tiempo, y estacionar una y otra vez su mente en una niñez que no había disfrutado, donde todavía no había palabras significativas para contar, y por lo tanto hacer realidad, su desgraciada historia. Elortis sabía que él había tenido una buena infancia, que podía aflojar las riendas de su pasado porque no tiraba tanto para atrás como el de su padre. Pero ahora estaba sufriendo, y no encontraba la manera de relacionarse con las personas; todos se habían vuelto una amenaza porque no sabía explicarles su objetivo en esta vida —le parecía que no tenía metas claras en ese momento. Lo primero que quieren saber es en qué andás.

Veía poco a Miranda y era más que obvio que estaba necesitado de compañía femenina, de una mujer que lo tranquilizara y consolara un poco. Unos días después iba por la calle Quintana, y encontró a Sofía, la bailarina, mirando la vidriera de una librería. Se asombró al reconocerlo, y dijo que había ido especialmente para ver si conseguía Los árboles transparentes, aunque cuando la abordó estaba mirando con cariño el cartel de promoción de un libro de autoayuda escrito por un periodista. Elortis tuvo un lindo gesto; le compró su libro, y también el del periodista. También la invitó a tomar un café. Fueron a La Biela; Elortis se imaginaba a Bioy almorzando con algunas de sus amigas, era la primera vez que se metía en ese lugar.

Me advirtió que no me iba a ocultar cosas. De ahí fueron a su departamento. Ella le mostró algunos videos de Lambada que estaban en Internet, había un tal Berg que, enfundado en unos pantalones blancos, bailaba muy bien; revoleaba a las chicas de acá para allá, según Elortis. Intentó que él aprendiera los pasos, pero no hubo caso, mi amigo era de madera para bailar, coordinar los movimientos no era lo suyo. En una de las vueltas Elortis la besó. Sofía se quedó a dormir. Le gustó que lo retara porque no había bolsita en el tachito que hay al lado del inodoro, y que se tomara el trabajo de ponerle la que le habían dado con los libros. En realidad, me aclaraba, todo esto fue porque a la mitad de la noche la chica se indispuso. Elortis no me quiso dar más detalles. Al otro día, apenas se fue Sofía, a pesar de estar menos tensionado, según sus propias palabras, su espíritu fue inundado por un gran pesar. Para él, ese tipo de acto amoroso, sin enamoramiento previo, a veces era como el acto en el vacío que describía Lorenz en uno de los libros sobre el comportamiento animal que tenía Baldomero. En alemán el término era difícil de repetir; mejor en inglés: vacuum activities. Actos reflejos para compensar la falta de estímulos externos reales. Lorenz lo había notado en un pájaro que, a falta de bichos para cazar, se encaramaba al respaldo de una silla al acecho de bichos invisibles. Elortis lo había visto en Motor, cuando salía corriendo como loco por todos lados, como si hubiera algo de lo que esconderse o perseguir. Y en él mismo, cuando últimamente se acostaba con alguna chica. Vacuum activity. Sofía no tenía la culpa, era linda y a ella le gustaba afirmar que tenía responsabilidad afectiva.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 10.

10.

Cansado de que los acontecimientos lo llevaran, sin sentido, de un lado para el otro, a Elortis le pareció necesario seguir entrevistando a viejos conocidos de su padre. La carta había borrado su apellido de los medios, y todavía quería encontrar al benefactor de la memoria de Baldomero. Intercambió algunos e-mails con Lito, el alumno que le había ayudado a conseguir al mono Albarracín. Lito le contaba alegremente que trabajaba en una oficina del gobierno, y le decía que fuera a verlo cuando quisiera. Elortis no tenía nada que hacer al otro día, y pasar la tarde encerrado en su departamento no le hacía bien. Aunque en la calle se sentía más solo y descarriado. Empezaba a pensar que había sido de muy mala suerte tener éxito con el libro porque lo llevó a tomarse en serio lo que él quería hacer en la vida, y eso significaba a veces alejarse de los demás. Todavía no sabía bien qué era lo próximo que iba a hacer pero estaba claro que en la calle, en los bares, rodeado de mentes ocupadas en tantas cosas, no lo iba a encontrar. Creía que mientras esperaba que hirviera el agua de la pava en su departamento, sus pensamientos se amoldaban a lo que estaba buscando. A veces en el silencio escuchaba que un vecino de un piso inferior abría la ventana. Le llegaba el olor dulce del tabaco. Él había dejado el vicio, y le molestaba el humo. Además se imaginaba a la persona que fumaba triste; ahora uno fuma si está triste, o borracho, o las dos cosas a la vez, decía. Eso era lo que hacía él, se ve, y ponía a todos en la misma bolsa.

Al otro día se fue caminando hasta la oficina de Lito. No quedó contento con la reunión. Un policía lo había acompañado hasta el cuarto piso del edificio, casi desamueblado si no fuera por el detalle de un sillón de cuero marrón largo en el medio. El policía se quedó sentado en una banqueta. Antes, le pidió que esperara a Lito en el sillón. Pasó media hora. Ya no sabía cómo ubicarse, el sillón era mullido, pero no había llevado  ningún libro, y le daba vergüenza estar ahí sentado sin hacer nada. El policía se la pasaba hablando con el celular. Al parecer tenían un asado esa noche con otros miembros de la fuerza y le pedía a otro si podía ir un poco antes a prender el fuego porque él no iba a llegar temprano, antes tenía que ver a una tal Nancy. En la red social que usaba, Elortis tenía a un policía, un ex compañero de la secundaria. El padre del futuro policía lo pasaba a buscar a las seis de la mañana todos los días para ir al colegio. Era curioso, decía, pero el policía no ponía fotos con armas verdaderas en su perfil. En cambio, tenía algunas fotos en ese juego en que los participantes se disparan con cartuchos de pintura. También Elortis tenía como amigo a un empleado de seguridad, de esos que cuidan las cadenas de farmacias o los supermercados, un familiar de Miranda, y ése sí llevaba una escopeta en la foto del perfil. La gente siempre quiere lo que no tiene, reflexionaba Elortis mientras esperaba que Lito se desocupara y lo atendiera. Y apareció, se veía mucho más viejo que él, medio quemado este Lito, decía Elortis. Aunque se movía con agilidad en el recinto vacío. Le hizo una broma al policía, y después se metió en una de las oficinas que daban al ambiente principal. Salió con unos caramelos, y obligó a Elortis a que aceptara uno antes de sentarse a su lado.

Lo primero que dijo fue que extrañaba muchísimo a Baldomero, aunque hablaban poco y nada, le gustaba saber que podía levantar el teléfono y llamarlo cuando tenía dudas existenciales. Elortis estaba acostumbrado a esas cosas. Aunque en sus últimos tiempos su padre se fue sumiendo en un silencio que sólo interrumpía para maldecir al mono Albarracín, aún hoy la persona que alquilaba su departamento se quejaba porque seguía recibiendo llamados de alumnos que querían discutir algún problema emocional con el profesor Ortiz. Una mujer llegó a dejar un mensaje donde contaba que estaba al borde del suicidio porque había vuelto su hermana de España, y ahora su esposo terminaría de enamorarse de ella. Eso fue lo que había entendido el inquilino de Elortis.

Lito decía que, sinceramente, no sabía bien qué función cumplía en ese edificio; creía que se encargaba de coordinar a los empleados. En un momento entró su jefe, un político desconocido para Elortis, y Lito se levantó para estrecharle la mano. Estaba asombrado de que Elortis no lo conociera; además de diputado nacional, era el abogado que había difundido la lista del batallón 601 de inteligencia civil militar. Mi amigo había escuchado la noticia, pero no le prestó mucha atención. Algunos de los nombres de los espías civiles se podían ver en una lista disponible en Internet. Lito le aseguró, guiñando el ojo, que la lista había sido manipulada antes de la publicación. Elortis quedó asombrado al escuchar eso en boca de Lito, porque recordó que siempre se había sospechado que su hermano, cuya muerte violenta en la época de la última dictadura nunca se había aclarado, era uno de los espías. Le llamaba la atención que Lito trabajara con el que había ayudado a que esa lista se difundiera. Decía que todavía era demasiado ingenuo como para caer en ese tipo de asombro. Se le ocurrió que podía ser el hermano de Lito el que había metido a Baldomero en esa fuerza. Claro que no había nada que lo señalara; Elortis todavía no había visto ninguna de las listas.

El padre de Lito era el que, mientras trabajaba en Puerto Iguazú, le había mandado el Callicebus a Baldomero en una camioneta. Elortis no podía olvidarse de ese día porque cuando bajó a recibir al mono, que había viajado en una caja apenas agujereada, vio que el vehículo estaba repleto de otras alimañas, más que nada reptiles varios en jaulas, aunque había una pecera con unas arañas negras ovilladas, y hasta una cajita que decía cucarachas de Madagascar, cuyo nombre científico es Gromphadorhina portentosa, especificó. Baldomero no se detuvo hasta conseguir que le vendieran, por unos cuantos pesos, dos ejemplares de estas cucarachas, que observó en una pecera un par de días, hasta que la madre de Elortis se cansó de cubrir el recipiente con una revista para no tener que verlas mientras su esposo no estaba, y las tiró por el inodoro. Le comenté a Elortis que estos insectos no eran tan difíciles de conseguir, yo misma los había visto en una veterinaria de la calle Callao, cerca de mi casa. Elortis agregó que ahora se conseguía cualquier bicho en las inmediaciones de la feria de Pompeya, que el visitaba de chico con Baldomero, dicho sea de paso. Él era hijo único, por lo tanto caprichoso, cuando no le compraban algo, se ponía a pellizcar el brazo del que lo llevaba de la mano.

Una tarde que fueron a esa feria a ver algunos pájaros en los que Baldomero tenía interés, el niño Elortis empezó a hablar peste contra su padre porque no le había comprado unos pececitos que se le metieron en la cabeza. Baldomero estacionó el auto frente a la iglesia de Pompeya, y lo llevó a rastras, de un brazo, hasta el altar, donde le pidió a la Virgen del Rosario que expulsara el demonio que su hijo tenía adentro. Le cayó muy mal el intento de purificación; detestó que su padre hiciera toda esa pantomina, si nunca iba a misa. Elortis se había confesado muchas veces, y sabía que la Iglesia generaba estos vaivenes emocionales; o te dejaba tranquilo y satisfecho como después de una confesión sin penitencia (pensaba que tal vez había empezado a ser escritor, aunque ahora relataba cosas no tan ficticias, en el confesionario; cuando era chico no sabía qué pecados contarle al cura, él se tenía por un santo, y entonces inventaba peleas con sus familiares, malas contestaciones y celos), o salías malhumorado porque te habían mandado a rezar diez avemarías. Pero que te trataran de exorcizar frente a la Virgen era otra cosa.

El niño Elortis se había ido con un nudo en el estómago, y sintiéndose también un poco culpable porque en el fondo sabía que algunas fuerzas ocultas lo hacían desear todo lo que veía, y, aquel día, los cabeza de león tenían que ser suyos a toda costa. Sus tardes, en especial la de los fines de semana, eran muy aburridas, se excusa Elortis; no tenía muchos amigos, y los animales lo distraían. Su padre, aunque cada tanto le hacía alguna broma, o le permitía cambiarle el agua y darle de comer a los pajaritos que tenía en el balcón, siempre estaba metido en lo suyo, con el ceño fruncido y sacudiendo la cabeza, como si pensara en algún problema que se le hubiera escapado durante la semana. ¿Pensaría en qué nombres poner en la lista negra que le pasaba a sus jefes? ¿en algunas de sus amantes? ¿la pelirroja inteligente con la que debía compartir interesantes conversaciones de sobrecama? ¿o sería que la japonesa lo tenía a mal traer con su idea de que con el tiempo los hombres recibían lo merecido cuando engañaban a la esposa?

Podía comprender que engañara a su madre, pero no que soplara lo que hablaban determinadas personas a otras que después se dedicaban a hacerlos humo. Los nombres de los alumnos y profesores estaban pintados en una bandera gigante en el patio central de la universidad, en cuyas aulas Elortis había aprendido una profesión que nunca ejercería y se había enamorado inútilmente de alguna compañera. Sin embargo, vino a descubrir que Baldomero, que aparentemente andaba contándole a unos desconocidos, o no tanto, seguro, qué inclinaciones políticas tenían los demás ahí, había seducido a su alumna pelirroja y quién sabe cuántas más.

Lito le dio a entender que era una posibilidad que Baldomero colaborara con su hermano, aunque no sabía quién había metido a quién en esos negocios. A Elortis le llamó la atención que llamara negocio a lo que hacía su hermano. Aunque lo que estaba haciendo ahora Lito en esa habitación desamueblada tampoco tenía un nombre más claro. Había encontrado su lugar en un tipo de panal, esa mosca lo llamaba Elortis, en el que no importaba que produjeras miel; esos lugares estaban rotulados desde siempre por amiguismos y favores devueltos, incluso para apaciguar y contentar a algunos que, desocupados, empezaban a molestar. Por eso la comunidad que se juntaba en esos lugares era tan heterogénea.

Elortis volvió con un peso extra en su espalda, el de sentirse tan cómodo, e incluso reírse de los chistes que contaba ese alegre personaje. De vuelta en su departamento, no podía estar quieto. Motor estaba más raro que nunca, se le erizaba la espalda, y lo miraba como si él fuera un ser peligroso, que estuviera pensando en hacer una locura.

No sé si ya lo dije, pero a Elortis le encantaban las paltas. Dio la casualidad que las ramas de un aguacatero, plantado en el patio del hotel de al lado, daban al contrafrente de su departamento. Las paltas estaban maduras, y Elortis escuchaba cómo se estrellaban contra el techo alambrado del patio de su edificio. Ese sonido grave lo ponía nervioso. Además no llegaba a las ramas del árbol para salvarlas de esa caída, y después comérselas.

Se sentó en la computadora y buscó la lista que había mencionado Lito. Enseguida la encontró, y la bajó en un PDF. Nómina del personal civil de inteligencia que prestó servicios en el destacamento de inteligencia 601 entre los años 1976 y 1983, tenía como título.

Los empleados estaban clasificados según el nombre completo y la especialidad. Había dactilógrafos, agentes de reunión de información, conductores de vehículos, cocineros, auxiliares de personal, fotógrafos, mozos, radiooperadores, contadores, agentes de seguridad, peones, electricistas, perfograboverificadores, mecánicos, agentes de operaciones especiales y agentes de censura, entre otros a los que no prestó atención. No había ningún Ortiz, claro. Leyó la lista de nuevo fijándose sólo en los nombres, y ahí vio que uno de los agentes de reunión se llamaba Álvaro. El segundo nombre era Daniel, y el apellido Albarracín. El nombre completo de su padre era Baldomero Álvaro Ortiz.

Mientras, cuenta Elortis, las paltas maduras sonaban como disparos al estrellarse. Le empezaron a zumbar los oídos. De algún lugar tenía que haber sacado su padre, años después, ese nombre insólito para un mono tití: Albarracín.

Igual, todo le parecía muy llevado de los pelos, no había otro indicio que señalara que el Alvaro Albarracín de la lista (al que bien le podían decir el Mono también, ya que tenía entendido que entre estos agentes era común llamarse por un sobrenombre, que señalaba alguna virtud, defecto, o característica física del portador), fuera su padre. Eso sí, en la época en que Baldomero se dejaba la barba parecía un mono sagrado de la India. Sin embargo, nada probaba que el psicólogo Baldomero Ortiz fuera el agente Álvaro Albarracín.

Elortis borró la lista de su computadora, y se dedicó a acariciar a Motor que dormitaba en el sillón; ya estaba menos arisco que cuando volvió de su experiencia independiente en la costa. Y sentado ahí, acariciando a su gato, le dieron ganas de reírse. Y lo hizo, no podía creerse del todo que Baldomero fuera un espía; sí lo veía como una reaccionario que andaba gritándole a la gente su versión de la realidad en la universidad. Todas esas casualidades que estaba encontrando tenían que estar dirigidas, diría Pascal, decía Elortis, por un sentimiento.

No había entendido del todo a Baldomero, no sabía bien quién había sido, creía que lo había engañado a él y a su madre, pero lo había hecho para salir adelante. A diferencia de él, Baldomero venía de la nada, cuando su padre, el abuelo de Elortis, se murió, muy joven, su madre lo internó por un tiempo en un colegio pupilo porque tenía que salir a trabajar y no podía ocuparse del chico.

Vivían en un departamento prestado por un tío español que era letrista de tangos y los ayudaba cada tanto con algún dinero. Al poco tiempo también la madre se murió de un infarto. Le costaba contar estas cosas a Elortis pero no podía parar. Su padre se las había revelado muy de a poco. No le gustaba hablar de su infancia. Baldomero vivió un tiempo con otro familiar de la madre, un portero español que trabajaba en el edificio donde vivía una familia adinerada, los Ramos Mejía. Detrás del edificio había una cancha de tenis y Baldomero veía por la ventana a otro chico que lo miraba como invitándolo a jugar con él, pero el padre del chico se lo llevaba y Baldomero, como años después su hijo, se pasaba las tardes revolviendo las cosas que el portero español recibía de los dueños del edificio. Tiraban muchas cosas, entre ellas esculturas, cuadros y libros, y Bautista, como se llamaba el portero, se quedaba con la mayoría. Baldomero se entretenía con esos bártulos y leía muchos libros, más que nada de historia. Con el tiempo el tío español le consiguió un buen trabajo en una empresa multinacional, y Baldomero pudo estudiar y salir adelante por sí mismo.

Las cosas para Elortis habían sido mucho más fáciles en la primera infancia y la culpa que sentía por eso hacía que mucho no le entusiasmara ponerse a analizar el pasado lejano de su padre. Por eso prefería ver en su mente la imagen todavía fresca del mono enjaulado al que se había dedicado a observar detenidamente Baldomero en sus últimos años. Sin embargo, esa imagen era también inquietante.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 9.

9.

 Justo unos días después de la última conversación salió a cenar con su amigo y la esposa, quienes le dieron la noticia de que se venía el bautismo del hijo que tenían. Por supuesto que estaba invitado, pero le pedían que armara un librito que ellos se encargarían de imprimir. Constaría de entrevistas y textos de producción propia sobre cómo veían a Jorguito, el bebé, sus familiares. Querían que cuando fuera grande, el chico pudiera leer las primeras impresiones que dejaba en este mundo, por si se desviaba del camino. Le dijeron que pusiera un precio y, aunque necesitaba la plata, Elortis no se animó a presupuestar el trabajo.

Aunque no dijo nada, estaba furioso por lo que su amigo le estaba pidiendo. Era como pasarle la pala a un moribundo para que cavara su propia tumba. Ni tenía fuerzas para hacer lo que le pedían, ni era justo que un escritor en ciernes se dedicara a tales asuntos. Para colmo, al otro día de la cena la suegra de su amigo lo llamó —la hija le había pasado el número— para pedirle que grabara con una cámara de video las entrevistas. Le dejó en claro que ella intentaría resaltar las raíces griegas de su familia. Quería que le dijera cuándo podían juntarse en su casa para organizar el tema del video. Elortis puso varias excusas para evitar la reunión, pero después se arrepintió, no quería quedar mal, y le escribió un e-mail para arreglar el encuentro.

Mientras tomaba una coca con la suegra de su amigo y comía la torta de manzana exquisita que le había preparado, Elortis notó que se entusiasmaba con la propuesta para el video, aunque no podía dejar de odiar a los padres de Jorguito por haberle encargado el trabajo. Después de todo, me dijo, de esas contracasualidades está hecha la vida. Esas vueltas extrañas, inesperadas, terminaban encausando las cosas a veces. Era natural. Le estaban pidiendo que hiciera lo que ellos entendían que él hacía o podía hacer. Podía disfrutarlo. Qué seríamos sin estas sorpresas, decía, notablemente molesto y avergonzado por la propuesta.

La mujer, una odontóloga, quería que escribieran juntos el guión con las apariciones de cada miembro de la familia. Por suerte, Elortis pudo convencerla de que sería mejor improvisar algo. Pero no confiaba en él, y pensaba que los iba a hacer quedar a todos como unos payasos.

Su idea era hacer una pequeña introducción en la que bailarían, dando vueltas agarradas de los hombros, el hasapiko con la madre de Jorguito, su otra hija, su consuegra y unas amigas. Luego leería en voz alta un poema que escribiría para su nieto. Elortis recordó que el hasapiko era originalmente la danza de los carniceros y que iba bien para la ocasión. Tal vez Jorguito, en el futuro, pensara que era un mensaje cifrado para convencerlo de que adoptara ese oficio. En manos de estos locos alegres no necesitaría muchos consejos, no se desviaría de ninguna senda. Aunque no se podía saber en qué se convertiría Jorguito, y qué clase de procesos mentales terminaría usando para descifrar los mensajes del librito.

Resultó que la vieja tenía preparados otros numeritos. El centenario bisabuelo del nene, por ejemplo, le dedicaría una canzonetta con su acordeón. El cuñado de Richard, chef especializado en comida oriental, le enseñaría a cocinar su primer chow fun y, mientras tanto, le daría otros consejos culinarios. Elortis le dijo que no había problemas con esas cosas, que se podían hacer tranquilamente, pero que juntaran en una misma casa a los restantes familiares del nene así despachaban los demás numeritos en un día. Tampoco iba a perder tanto tiempo, me dijo.

No sabía que estaba desencadenando una pelea en el seno de esa familia, por lo menos en apariencia, tan unida. Enseguida la madre de su amigo lo llamó para compartir su desacuerdo. ¿Cómo iban a hacer para que don Antonio agarrara el acordeón? Si apenas podía moverse. En la fiesta del bautismo, después de la proyección, los terminarían criticando. No había que olvidar que estaban invitados unos cuantos mandamases de la fábrica de gaseosas. ¿Qué iban a pensar de esa familia, mitad italiana y mitad griega, que se disfrazaban, y actuaban para un simple bautismo? ¿Con qué objetivo lo hacían? ¿No era demasiado pretencioso? Ellos aceptaban hablar a la cámara, pero no veían con buenos ojos que un miembro de la familia apareciera bailando, les parecía demasiado bizarro. De cualquier manera, la suegra de Richard, de tanto insistir, se salió con la suya.

Arreglaron la fecha y, dos semanas después, Elortis quedó muy contento con el resultado de los videos. Se puso a editarlos en su computadora con la ayuda de Diego, a quien a cambio le rebajaría el precio de las clases, y estaba preparando un extenso prólogo, un resumen de las entrevistas, que agregarían al souvenir con forma de librito — texto más DVD— que se llevarían los invitados en la fiesta del bautismo. Una edición especial, que incluiría fragmentos de Los árboles transparentes, sería guardada, para entregarla al nene cuando cumpliera dieciocho años.

Elortis sabía que la esposa de su amigo estaba del lado de Miranda y pensaba que él era un inconformista, o un descerebrado en todo caso. Richard también apreciaba a su ex novia.

Ya separados, Elortis y Miranda habían ido juntos a la clínica donde nació Jorguito, en Temperley. Le llevaron un regalito que compraron juntos —en realidad lo había pagado Miranda, Elortis le quedó debiendo la plata—, un gimnasio para bebés, mucho más práctico que el souvenir con consejos para el futuro que estaba preparando ahora.

Era chocante, recuerda Elortis, esperar en la recepción de la clínica donde nació el bebé al lado de otras familias que tenían los ojos rojos de llorar por alguna desgracia. También había sido incomodo presentarse con su ex, aunque la alegría que tenía por el nacimiento del hijo de Richard atenuara lo demás.

En la habitación donde estaba el bebé, el sol del otoño entraba por una ventana que daba a las vías del tren. Elortis no recuerda haber visto un lugar artificial tan agradable y cálido como ése. Sin embargo, pronto empezó a sentir que se le encendían las mejillas y le faltaba el aire. La habitación estaba poco ventilada para proteger a Jorguito de las posibles bacterias del exterior. También le habían pedido al entrar que se lavara las manos con alcohol en gel. Ver las manitos rosadas de Jorguito, todavía cerradas al mundo decía, lo hizo pensar. Estamos tan acostumbrados a encontrar motivos de desprecio en las personas que nos cruzamos que no podemos ver bien la cara de un bebé. ¿Cómo había que mirarlo? Tal vez eran sus únicos momentos de inocencia; al otro día Jorguito entendería en qué mundo se encontraba, empezaría a adaptarse al lugar y a las personas.

En el pasillo su amigo le comentó que le molestaba que sus familiares, que eran muchos, aparecieran a cualquier hora de la noche, con peluches, flores, juguetes y bombones; se armaba lío porque en la recepción no los dejaban pasar. En el fondo lloraba una mujer, Elortis no quiso saber por qué. Miranda estaba como loca, quería que imitaran a sus amigos, y tuvieran otro hijo, separados y todo.

La madre de Jorguito le dedicó algunas miradas de reproche cuando le preguntó cómo andaba. Para ella, Elortis no había sabido apreciar la belleza y la bondad de Miranda. Le decía en broma, mientras Miranda tenía en brazos al bebé, que ya se iba a dar cuenta de lo que había perdido. A mí me llamaba la atención que Elortis le diera la razón y, sin embargo, hubiera sido el causante de la separación. Se notaba que había cosas que no le gustaban de Miranda, además de su historia con Oscar. Pero, a la vez, dos años después de la separación seguía solo, sin darles importancia a las demás mujeres que había conocido. No me causaba gracia que hablara de sus historias enroscadas, pero quería saber, y a veces lo indagaba. Intrigada por la idea de que un sentimiento de culpa le impidiera alejarse de su ex pareja, le pregunté si había sido fiel. Me contestó que la había engañado seriamente una vez. No sé qué quiso decir con la palabra seriamente, pero debió ser alguna forma de darle seriedad a la mentira de que fue una única vez.

La chica, una misionera, hacía poco que estaba en Buenos Aires. Elortis se había mudado a vivir solo y deambulaba en los cibercafés en las noches de la semana, y también salía bastante con Romualdo. La había conocido en un bar irlandés del Bajo, donde intercambiaron sus e-mails. Era una instructora de Pilates. Hacía poco, antes de venirse a Buenos Aires, que se había separado de su novio correntino. Castaña de piel oscura y ojos verdes. Se veían los domingos por la noche, y algunos días de la semana, no tenía que olvidar, me recalcaba Elortis, que él estaba muy solo en esa época; el padre de Miranda no la dejaba quedarse a dormir en su departamento. Miranda trabajaba casi todo el día, tomaba clases de tenis y después iba a la facultad. Elortis pasaba algunas de sus noches solitarias con la misionera. En esa época un amigo le había conseguido un trabajo temporario de data-entry en una empresa de recursos humanos, y no tenía mucho tiempo. Tanto que no pudo disfrutar bien de esta relación paralela, no tenía tiempo entre el trabajo, la facultad y el noviazgo, ya algo desteñido, con Miranda. Aunque pronto vendría Martín, y por un tiempo todo cambiaría.

 Al principio a la misionera la trataba como a cualquier otra, y casi se estaba olvidando de ella, pero un día fue al cine con el chico al que tenía a su cargo en una asistencia social, y notó que la actriz principal de la película se parecía a ella. Arrellanado en la butaca se dio cuenta que la misionera revolvía algo en su interior. No le pasaba con Miranda, ni con ninguna otra que hubiera conocido antes. Salió del cine dispuesto a arreglar su vida. La madre del chico al que acompañaba le preguntó qué le pasaba que estaba tan contento cuando abrió la puerta de su departamento. Andrés, uno de los primeros bipolares, ya que en esa época el término no se usaba mucho, le dijo a su madre que los dos estaban enamorados de la actriz de la película que habían visto.

Camino a su casa, el chico le había confesado que no sabía cómo iba a conseguir novia algún día porque era muy tímido. Elortis le contestó que no se preocupara, que cuando estuviera en la facultad, o en el trabajo, algunas oportunidades iba a tener. Le pidió si en el próximo encuentro podía ayudarlo a encontrar chicas que se parecieran a la actriz de la película; Elortis no se pudo negar.  Al otro día se encontró con Miranda y le pidió un tiempo. Después se citó con la misionera, a la que no veía hacía bastante, pero resultó que había empezado a salir con un estudiante de medicina. En fin, el estudiante de medicina viajaba a ver a sus padres seguido, y no era algo serio, pero ella se había enamorado. Pagó el café y la misionera se perdió entre la gente. No sé por qué me contó esto pero una noche, cuando se veían más o menos seguido, la misionera le había pedido que le hiciera el amor en la cama donde lo hacía con Miranda. Sin embargo, ahora había aparecido un futuro médico, que tal vez le hizo ver que había un futuro mejor.

Después, Miranda le había llorado un rato en una plaza, y él accedió a reanudar la relación. De pronto, Elortis se encontró soñando con la misionera, a la que ya no tenía. Me nombró a Kierkegaard, me dijo que empezaba a entender lo que demostraba este danés en su libro sobre el tema de la repetición; cuando la había conocido esa chica parecía demasiado lejana a él, sin embargo, la tuvo pero, de repente, volvía a ser un chico anhelante; que era lo que en realidad siempre había sido. ¿Sería que la repetición era la corrección de una mala interpretación?, ¿o había entendido mal a Kierkegaard? No importa, la misionera le había advertido que las del norte eran payeras, refiriéndose al payé guaraní, la magia que usaban para asegurarse el amor de un hombre, entre otras cosas. Concluía que su payé era fuerte, mandándose la parte, pero no tan fuerte como el de esta chica, a la que había quedado prendado. Elortis era muy joven entonces y pensó que no sería tan difícil encontrar otras chicas que lo enamoraran y, más importante todavía, que aguantaran al inseguro estudiante eterno de psicología que tenía pocos amigos, y casi nunca un peso para salir con ellos. De cualquier manera, pronto Miranda quedaría embarazada y se mudaría a su departamento. Veo que le dejé en claro en esta conversación, por las dudas, que a mí la plata no me importaba. En realidad, yo no sabía qué era lo que me importaba todavía.

La pregunta sobre la fidelidad me dejó en claro que él estaba mezclando todas estas cosas de su pasado reciente, y como vemos no tan reciente, porque no sabía si arrancarse del todo o no la costra de Miranda. Según sus propias palabras, temía que al desprenderse la cascarita la sangre no parara de salir. También sabía que ahora tenía que hacer otra cosa, un segundo libro en lo posible, y si tenía un poco más de suerte que con el primero, se convertiría en un escritor de verdad. Había intentado ser una persona común, pero no le salía. Y para seguir adelante, podía remover en el pasado la figura de su padre, eso le parecía algo literario e inofensivo incluso, ya transitado, pero redefinir a Miranda tenía un sabor peligroso que no le convenía. Veo que ese día, también, me intentó convencer de que dejara la abogacía, y me decantara por la pintura; sabía que yo dibujaba garabatos en los ratos libres.

Estaba nervioso porque tenía que reunirse con Sabatini y el empresario bailantero de televisión para las ventas de los derechos del libro, tema que ni habían tocado en la reunión fallida. El programa del empresario sobre el mundo de la bailanta tenía muy buen rating. También administraba otros negocios, un boliche en Constitución y otro en Avellaneda, donde en el restaurante Pertutti se encontraron.

Elortis no podía pasar cerca de la plaza Mitre sin acordarse de la enanita. En realidad, mientras escuchaba a Al Certoni, el empresario, pensaba en la enanita, que según le contaba, saltaba con su amiga el palo de escoba que le tiraba el cuidador de la plaza cuando salían corriendo con las flores robadas. En ese entonces era una nena como cualquier otra, claro que no había nacido con la parálisis de la mitad del cuerpo.

Cuando tenía unos cinco años a Elortis lo habían paseado por varios consultorios porque renqueaba de un pie. Ningún médico daba en la tecla. Tenía una de las piernas más corta que la otra, una asimetría corporal, algo muy común. Pensaban que ese problema era la causa de la renquera hasta que un traumatólogo de la avenida Santa Fe lo observó caminar un rato. Le dijo a sus padres que no se preocuparan más, qué su hijo tenía la llamada renguera del perro. Elortis salió caminando normalmente del consultorio. Parece ser que imitaba a la enanita en su modo de caminar. El doctor les había preguntado a sus padres si había alguien en la familia que renqueara.

Como bien sabía, él se pasaba las tardes escuchando las historias de la enanita. Era uno de los pocos ejemplos que tenía, ¿por qué no copiarlo? Pero hace poco, mientras anotaba el recuerdo en su cuaderno, descubrió que la copiaba porque en ese tiempo la enanita muchas veces recibía las visitas de otro chico que la escuchaba pacientemente, un chico más grande, adoptado, según ella misma le había dicho. A Elortis apenas lo saludaba el chico cuando se cruzaban. La enanita le contaría, años más adelante, cuando este familiar lejano suyo dejara de visitarla, que también estaba hipnotizado por sus historias, que era tan sufrido como el Mono, pero educado e inteligente. Elortis se dio cuenta que renqueaba para ganarse el respeto de este chico.

Al Certoni, el empresario bailantero, era otro representante del barrio de la enanita. Su idea era meter el proyecto de Los árboles transparentes en el Instituto de Cine, y hacer la película con el crédito de esta entidad; para eso tenía a un amigo ubicado en el comité de selección de proyectos. Estaba dispuesto a comprarles los derechos del libro y prefería, por suerte para Elortis y Sabatini, que el guión lo adaptase un conocido guionista de televisión. Sabatini exigió a cambio de los derechos del libro no sólo el dinero correspondiente, sino también aparecer como productores y llevarse un veinte por ciento de lo que recaudara la película. Elortis, sorprendido por la viveza de su amigo, asintió con la cabeza, apoyando la decisión, aunque no se la hubiera consultado a él antes. El bailantero protestaba porque lo estaba esperando, fumando en la esquina, una chica  enfundada en unos jeans ajustados, que iba y venía, según podían ver. Elortis se disculpa porque tenía que agregar que hacía mucho que no veía a una mujer con tan buen físico.

Cuando salieron del bar, Al Certoni le entregó un sobre a la chica, que debía ser la paga por algún show. Después, se le quedó mirando el culo un rato; Elortis dice que debía ser un reflejo del empresario por haber soltado la plata que se ve que le debía a la chica. Al Certoni intercambió algunas palabras con ella, y se acercó a Elortis para preguntarle si podía alcanzar a Sofía, como se llamaba la bailarina, hasta el centro. Durante el viaje, Sofía le contó que se había especializado en la lambada y en el baile del caño. Tenía amigas, le dijo, estudiantes que vivían cerca de él, algunas con profesiones normales, que se habían hecho instalar un caño en su departamento, y se ejercitaban en el baile diariamente. A Elortis todo eso le parecía muy prometedor.

Le recordé que a él le gustaban las mujeres salvajes que corrían por los praderas ancestrales. Retrucó que subir y bajar de un caño no parecía algo muy civilizado, y que a algo parecido se dedicaba el mono Albarracín. Dejó a Sofía en un bar de Recoleta, cerca del cementerio. Intercambiaron los teléfonos; a ella le gustaba hablar cada tanto con hombres instruidos y sensibles.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 8.

8.

 Por mi parte, durante esa época tuve mi primera entrevista laboral. Fui a ver a una amiga de mi papá, charlé con ella en su estudio y me dijo que necesitaba una secretaria. Se dedicaba más que nada a jubilaciones. Yo me quedaría en el estudio para atender el teléfono y contestar los emails, mientras ella salía a entrevistar a los posibles clientes.

El trabajo y las charlas con Elortis resultaron ser demasiado para mi amiga Agos. Empezó a darse más con sus amigas de facultad y a dejarme de lado. Mis nervios se alteraron, y mi jefa me recomendó reiki.

Una vez por semana me acostaba en una camilla y cerraba los ojos. Trataba de poner la mente en blanco pero me descubría pensando en Elortis. ¿Estaría revolcándose con alguna? Aunque me había dicho que últimamente no podía hacer otra cosa más que anotar sus recuerdos en un cuaderno, en el mismo donde tomaba notas sobre su padre. No quería escribir en el cuaderno sobre Sabatini porque tenía que verlo en esos días por un posible negocio con el libro, y no tenía intenciones de ir mal predispuesto al encuentro.    Resultó que se juntaron en un bar de Monserrat, que les quedaba a mitad de camino de donde vivía cada uno, para definir si vendían o no los derechos cinematográficos de Los árboles transparentes a un productor de televisión interesado en el cine —aunque al momento sólo había producido un conocido programa de bailanta.

Elortis irradiaba alegría ese día, satisfecho con los progresos del único alumno de su taller literario, y menos ansioso gracias al hábito de escribir sus pensamientos en el cuaderno. Sabatini empezó a hablarle de lo bien que lo habían pasado juntos trabajando en el libro, poniendo énfasis en la buena sociedad que habían formado en el pasado, que se había destruido, más que nada, y en eso coincidían los dos, por los problemas económicos. Elortis aseguró que si no fuera por las malas cuentas, hubieran seguido trabajando, y divirtiéndose, más que nada con el objetivo de hacer sentir culpable a Sabatini por no haber perseverado. Él, tomando revancha, le contó que ahora tenía más pacientes y que, sumados a los que atendía su mujer, estaban ganando bien.

Sabía que, si bien las ventas del libro les había dejado buena plata al principio, que ya habían repartido entre los dos, lo que entraba actualmente por Los árboles transparentes no alcanzaba para pagar las expensas y los gastos mensuales de una oficina. Consiguió hacerle decir a Elortis que, si seguía con lo suyo, que para él mismo era hacer nada, o mejor dicho tratar de ver en qué proyecto iba a invertir su tiempo en el futuro, era porque vivía del alquiler del departamento de sus padres. Pero algo le molestaba a Sabatini, adivinó Elortis; su revancha era imperfecta, él no sabía qué hacer con su vida y se sentía miserable escuchando diariamente a sus pacientes. Cuando él hizo un comentario sobre la simpleza de hacer lo que a uno le gusta, y saber conformarse con eso, Sabatini se sacó, y le echó en cara su insoportable arrogancia. Para ahondar el ataque, le preguntó si él pensaba que le debía algo del tiempo en que trabajaban juntos; pago de viáticos, impuestos de la oficina, y esas cosas. Elortis había comprado las computadoras, y los últimos meses se encargó de pagar también el alquiler de la oficina, pero decidió no recordarlo.

Ahora bien, Sabatini tenía un as en la manga; le confesó que uno de los personajes del libro, la cleptómana, lo había llamado para organizar nuevas entrevistas con él, y proyectar juntos Los árboles transparentes 2. En la continuación de la novela ella sería la protagonista, en vez de un personaje más de las historias del anterior, y Sabatini le dejó en claro a Elortis que como esta mujer era paciente de un amigo suyo, o sea que él la había conseguido para el libro, esta vez se iba a encargar de todo el trabajo. Así que transcribiría las entrevistas y redactaría la novela que, tal vez, llevaría como segundo título el nombre de la cleptómana. Acto seguido, dijo que aunque Elortis tenía dotes notorias para escarbar en las historias ajenas, reconocer lo que había en común entre los demás y él, jamás aceptaría que volvieran a trabajar juntos; el tiempo no vuelve atrás.

A Elortis, además de darle mucha vergüenza, le molestó que los demás clientes del bar fueran testigos del giro imprevisto de esa reunión, que había empezado con abrazos, como un cordial reencuentro. Asqueado por la trampa que le había tendido Sabatini, llamó al mozo y le pidió la cuenta. Afuera, le dejó en claro a su amigo que a él le hubiera gustado que siguieran trabajando juntos pero que ahora lo había desilusionado, y que intuía las razones de su bronca. Igual, después se volvieron a abrazar, antes de separarse. Elortis más que nada dejó caer los hombros sobre los de Sabatini. Son las personas que más lo conocen a uno las que suelen convertirse en enemigos, me dijo. Y agregó: por suerte. Después, envió el iconito de la carita sonriendo, para no hacer tan densa la conversación. Debía tener miedo que le pusiera que me iba de golpe, como hice tantas veces… Pero a mí me interesaba el tema Sabatini.

Aparentemente, su amigo tenía envidia de que a Elortis le estuviera yendo bien por su lado; le molestaba que mantuviera ese aire de alegre seguridad que lo caracterizaba, que no lo abandonara el ánimo de seguir haciendo lo que le gustaba; en resumen, que no se tirara a su pies para rogarle que volvieran a grabar libros. Pero él tenía una nueva fe, la de los que tenían muy pocas cosas que perder, me explicaba exagerando; y hasta se manejaba bien en las entrevistas. Al principio, y en Mar del Plata, cuando eran entrevistados le cedía la palabra a Sabatini. Su amigo era el que mejor se llevaba con las personas, porque su energía no estaba dirigida al trabajo sino que la concentraba en relacionarse con los demás. Con un encanto muy singular, había que aceptarlo.

A que lo atendieran en el calle cuando iba a su casa,  ahora le sumaba esta ofensa pública, ya que Sabatini había terminado a los gritos en el bar; con el objetivo de desanimarlo para ubicarlo a su lado, en el camino de los pollerudos crónicos, pero que saben bien quién les da de comer, se acordaba Elortis de Soult, y de Diego. Porqué será que a veces los temas que encontramos y la realidad son afines y parece que marchan juntos. ¿Y si el único sentido de la realidad es querer demostrarnos algo?

Le daba la impresión que su amigo había abandonado esa unión fructífera y trascendente para satisfacer los mandatos de Ornella —como administrarle un tratamiento carísimo con células jóvenes al pastor belga viejo que tenían—, y como no podía perdonarse haber actuado de esa forma, le tiraba toda la bronca a él. En parte lo entendía, porque ni los libros audibles ni escribir novelas a dos manos habían demostrado ser redituables a la larga, y hoy en día una persona que no tiene plata no le quedaba otra que apartarse de la sociedad. Antes se podía hablar, decía Elortis. Ahora todo son acciones. Viajar, conocer, comprar, probar, experimentar.

A Sabatini le gustaba hacerse el payaso, y ser el centro de atención, sin eso no era nada. Pero no podía perdonarle que tratara de desestabilizar su ánimo con ese ataque neurótico en el bar. Él quedó destruido y se apoyó en Miranda, aunque dudaba que su ex novia lo comprendiera de verdad. En resumen, quedó claro que su amigo lo odiaba porque estaba tratando de salir adelante solo, por su cuenta. Para colmo, por esos días, apareció una demanda de indemnización de Tony, el ciego que tenían contratado en la empresa de libros audibles. Aparentemente lo había convencido de ir a la justicia una de las maestras con las que andaba. Al principio lo esperaba sentado en una banqueta que le pedía al encargado del estacionamiento de enfrente del edificio donde vivía Elortis, y cuando lo veía salir se le echaba al humo para pedirle la plata que la maestra, su nena, como la llamaba, le había sugerido. Se ve que como Elortis nunca le dio un peso, la maestra le había conseguido un abogado. Si el proceso seguía adelante se llevaría aproximadamente la mitad de las regalías de Los árboles transparentes.

Tony tenía planes de casarse con la maestra, y seguía vendiendo en las escuelas las copias de los libros audibles que habían quedado en su poder. Días antes de que llegara la carta documento, dos tipos empujaron a Elortis en la puerta de su edificio. Por suerte, apareció el portero, que había trabajado en una empresa de seguridad, y apaciguó a los agresores. Tony se las arregló para que estos tipos, que trabajaban en una empresa de deudores incobrables, le siguieran los pasos durante un par de días, hasta que llegó el cartero con la intimación. La posibilidad de tener que achicar más sus gastos lo ponía muy nervioso. Ya era demasiado aceptar que Miranda le pagara sus gustos o le regalara ropa.

Lo raro de todo esto, es que un día le pareció ver a Sabatini y a Tony sentados en un bar. Aunque no estaba seguro porque iba conduciendo. Para él, había algún arreglo entre los dos, ya que la empresa de libros audibles estaba a su nombre, y aunque su ex socio estaba dispuesto a pagar la mitad de lo que pedía el ciego, todavía no habían llegado a esa instancia.

Elortis desconfiaba cada vez más de las personas que lo rodeaban. No creía que una persona cambiase con los años, sino que básicamente hay dos o tres hechos que nos marcaban en la infancia, tal vez en el vientre materno, y que a partir de ahí uno sale medio iluso como él o vivaz como las personas adaptadas a este mundo. La ausencia de flexibilidad hacía que terminara viendo a todos los demás como unos trogloditas dispuestos a ponerle el pie en cuanto se descuidara. Obvio que hay personas distintas, que se manejan de otras maneras a la de uno. Sin embargo, él creía que la sociedad le había machacado la mente a la mayoría y era difícil cambiarlos. En cualquier ámbito, enseñaban a sacar ventaja de todo sin ninguna reflexión. Según Kant, había que darle importancia al medio que usábamos para conseguir determinado fin. Era una de las máximas de Elortis; el zhong chino. Y también, después de leer a Foucault, trataba de cuidarse a sí mismo. Le gustaba dar nombres ilustres con la esperanza de que yo los buscara en Internet. Gracias a Foucault, evitaba exponerse a situaciones incómodas, y juntarse con personas que pudieran hacerle daño. Por eso le había molestado tanto lo de Sabatini aquel día. Trataba siempre de hacerme leer, pero en ese tiempo yo estaba más interesada en las letras de Ricky Martin, o Cristián Castro, entre otros, que en abrir libros. Después me interesé un poco más en la lectura. Augustiniano tiene bastante que ver con eso también. En el fondo se hubiera llevado bien con Elortis, si lo hubiera conocido.

Decía que cuando una persona estaba en dificultades tenía que sentarse a reflexionar sobre el mundo. Abdicar de una porción de la vida diaria. Siguiendo esta regla de oro, se le había ocurrido una hipótesis —aunque después me reveló que la había pensado originalmente para un trabajo práctico de una materia que cursaba Miranda.

Según él, las guerras impersonales del siglo pasado habían educado a las personas para que aceptaran con facilidad una ética alejada de la de Kant y cercana a la de Maquiavelo. Éste le hablaba a los príncipes pero esas ideas ahora las usaban los subordinados. Los políticos habían declarado guerras a base de estadísticas, y establecieron objetivos poco visibles, lejanos, a diferencia de otros siglos.

Como resultado, fortalecieron el viejo cuento de la obligación de ganarse el pan de cada día de manera brutal y violenta; las personas dejaron sus tierras, perdiendo conexión con la realidad, y se juntaron en las ciudades para ofrendar sus vidas, casi gratis, por un dudoso progreso. Terminaban abandonando sus primeras aspiraciones. Aceptando el maltrato y el sacrificio como realidad, obligaban a los demás a sumarse, y, por lo tanto, inflaron de sentido diariamente a la estructura que al explotar, en la actualidad, ya se había tragado a varias generaciones. Que culparan a las ametralladoras y a los aviones bombarderos.

Ahora, había que ver cómo la amenaza más invisible del terrorismo iba a cambiar nuestras relaciones. Suponía que las personas ya no se veían a sí mismas como blancos, sino también como posibles detonantes. En este sentido, la psicología seguiría en ebullición, más en países castigados como el nuestro. Cualquier nimiedad hacía que uno se sintiera mal, culpable. Sin embargo, las personas no se dedicaban a cambiar la realidad. Lo único que hacían era comentarla con amigos y analistas. Y esto tenía consecuencias, algunas más ridículas que importantes. Por suerte, Elortis ya se había ido por las ramas; como profesor sería un fiasco.

Sin ir más lejos, su otro amigo, el que a veces se unía a las salidas con Romualdo, visitaba a su psicóloga semanalmente. Después llegaba al departamento de Elortis, tomaban cerveza, discutían algún tema mientras picaban algo con Romualdo, y salían de bares. Era unos cuantos años más joven que los otros dos, y el menos tímido del grupo; sin embargo las mujeres lo obviaban. En realidad, él se desanimaba en cuanto encontraba la mínima oposición. Nunca estaba a la altura de los demás. Otro ejemplo de culpa. La psicóloga le recomendó que dejase de encarar mujeres. Que se quedara en el molde, y ellas se acercaran. Y que ni se le ocurra fijarse en las lindas. Así cualquiera se repone, conveníamos con Elortis. Los peligros del psicoanálisis eran ciertos analistas.

El que no necesitaba consejos era su amigo de la infancia, el ingeniero. Richard había conquistado a su futura esposa una noche que salió con Elortis, cuando eran todavía muy jóvenes. La pareja anterior de la chica la había engañado, y ella no quería saber nada con los hombres. Ni siquiera le pasó el número al amigo de Elortis, pero le indicó más o menos por dónde trabajaba, en un local de ropa.  Richard ya estaba al otro día rondando la zona del local con su auto. Aunque sus pensamientos estaban domesticados en las demás áreas, en ésta decidió entregarse a sus impulsos. Era una persona simple. Se había criado con mayoría de familia italiana, como Elortis, pero más unida y alegre. Richard no había dudado en cortejar a la chica durante año y medio. Miranda se reía al verlos a los dos ir de la mano sin haberse dado ni siquiera un beso todavía, porque ella no quería. Su amigo terminó de conquistar a la chica diciéndole que para él, ella era como el juguete que no le quisieron regalar cuando era chico. Para Elortis, Richard no hubiera desentonado como mafioso, sería uno de esos que seguían los códigos antiguos, y tendría algunos problemas para entenderse con los políticos de hoy en día; pero se las hubiera arreglado para salir adelante. Sin embargo, tenía un puesto administrativo en una conocida fábrica de gasesosas. Siempre estaba pensando en hacer negocios paralelos para no depender del trabajo diario en un futuro cercano. Cuando tocaba el tema, repetía que le gustaba llenar el changuito con todo lo que veía en el supermercado; darse los gustos. Para ahorrar el sueldo de la fábrica, compraba aceite de Oliva que fraccionaba y, con la ayuda de un sobrino, después revendía por el barrio. Hasta se consiguió un enorme castillo inflable, que habían probado con Elortis una tarde en el jardín de su casa, y salía en su camioneta a entregarlo a cumpleaños los fines de semana. Todo suma, le había dicho a Elortis mientras esperaban que se inflara el pelotero. Ahora estaba por invertir en un auto para ponerlo a trabajar en una remisería.

Un día Richard le estaba contando a Elortis lo bien que se ganaba en la fábrica, y como Elortis en ese momento no tenía trabajo le sugirió que podría ser operario. Estaba dispuesto a conseguirle una entrevista. Elortis trataba de evitar las entrevistas laborales. Era en lo último que pensaba. Esa era la diferencia entre su generación y la de su padre.  Ya intuían que te usaban, te hacían un bolllito y te tiraban.

Entonces las personas descartadas empezaban a hacer de todo para desaparecer, aburridos y desilusionados del mundo, se encerraban y empezaban a mover la cabeza de un lado para el otro, como negando una realidad intuida hacía mucho tiempo que podía haberles cambiado el rumbo. Habían formado buenas familias, con gente que se hacía querer; ése había sido su mérito más grande, pero algunos de ellos, tal vez los mejores, ya no estaban para disfrutarlas. Sin embargo, para Baldomero era importante que su hijo entablara relaciones comerciales. No se cansaba de decir que sin contactos no llegabas a ninguna parte.

Yo le decía que algo de razón tenía; sin la ayuda de mi papá, por ejemplo, yo no hubiera conseguido mi primer trabajo. Elortis decía que yo no necesitaba trabajar a mi edad, que podría haber aprovechado ese tiempo para estudiar y hacer cosas más importantes. Incluso hacerle compañía a él. Le envíe una carita de desdén, boca fruncida.

¿Quería invitarme a su casa? ¿No sería uno de estos locos que se aprovechaban de las menores de edad? No era la primera vez que lo pensaba. Yo ya no era menor, pero se notaba qué lo atraía de mí.

No le dio importancia a la carita y siguió hablando del tema de los contactos en el mundo laboral. Cuando Baldomero había sacado el tema esa tarde, él le dijo que dedicarse a hacer contactos era una perdida de tiempo porque las personas tenían un caparazón infiltrable, y lo único que sabían hacer era arrastrarte a sus metas. Antes se podía hablar de trabajo en grupo para llegar a algo, pero ahora todo estaba dado vuelta, las palabras no significaban nunca lo que debían significar.

A su padre le gustó eso, porque él había dirigido su vida a buscar una nueva forma de comunicarse o, mejor dicho, a encontrar la verdadera forma de comunicarse, perdida en una selva amazónica o africana. Le chispearon los ojos; empezó a preguntarle cosas a Richard, y a hacerle comentarios graciosos sobre las relaciones laborales. Casi siempre estaba serio, o rezongando, pero sabía como ganarse a las personas. Si no eran las bromas, entonces eran las noticias funestas. A quién le habían disparado para robarle el auto, qué conocido había quedado ciego de un ojo de repente, qué otro había ido al médico para salir contando los días que le quedaban, cuántas víctimas se había cobrado el descarrilamiento de un tren. Un verdadero catálogo de truculencias y hechos nefastos. En estos casos, casi siempre terminaba con una protesta de las personas que lo escuchaban. En cambio, las bromas y las anécdotas sobre personajes históricos eran los latiguillos que usaba su padre para apuntalar la comunicación, y ganarse la simpatía de los demás. Sólo a él lo trataba con severidad, tal vez porque no le prestaba mucha atención cuando hablaba. Elortis siempre creyó tener una meta y, aunque no sabía bien cuál era, no quería que le impusieran otra.

En fin, mi amigo no aceptó la sugerencia de trabajar de operario. Trabajó unos meses en el área administrativa de la universidad donde enseñaba su padre, hasta que llegó el verano. Richard nunca entendió a qué se dedicaba Elortis, y por eso mismo no lo podía tomar en serio del todo. Sin embargo, eso no impedía que se divirtieran cuando estaban juntos.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 7.

7.

 Una tarde Elortis tomaba notas en su cuaderno con un café con leche a un costado, en un restaurante de la calle Guido, cuando notó que un tipo no le sacaba la vista de encima. Después, caminaba por la vereda de la heladería de la esquina, frente al cementerio, y vio que lo seguía. De negro y gorra el tipo, con un pantalón y una campera deportiva con rayas blancas. Elortis se sentó en uno de los bancos y el otro se acomodó en el que estaba cerca, perpendicular al suyo, así que sólo podía observarlo girando la cabeza. No obstante, pudo ver que llevaba una bolsa de nylon blanca, grande, cuya abertura estaba enrollada a su mano derecha. Algo pesado llevaba adentro. Envalentonado por una bronca irracional, dejó el banco para encararlo, iba a preguntarle alguna nimiedad para que supiera que no le tenía miedo, pero al instante el tipo se levantó y se fue caminando rápido. Elortis lo siguió a distancia hasta el piletón de la plaza Urquiza, donde el hombre saludó a otros que no soltaban sus radiocontroles, despeinó a un nene, y descubrió al buquecito que llevaba en la bolsa. Elortis se quedó mirando cómo paseaba a su prototipo entre los veleros y yates. Vio a una chica con un perro que parecía recogido de la calle que le interesó mucho —no sé para qué me cuenta esas cosas.

Después apareció otro de esos personajes, esta vez con una lanchita que andaba rápido y levantaba mucha agua. También había una pareja tirada en el pasto del otro lado del vallado de rejas, y mi amigo se sentía miserable observando a los tipos que se divertían más que sus hijos con el yatemodelismo. Atrás suyo, unas mujeres seguían con binoculares a las lanchitas, que tenían pequeños tripulantes y todo, mientras comían facturas y tomaban mates. Al darse vuelta, notó que el hombre de vestimenta deportiva simulaba mirar con binoculares a la lanchita mientras su buque iba a la deriva hacia los bordes del estanque; pero en realidad lo estaba mirando a él. Se ve que lo había descubierto. Después el tipo agarró el radiocontrol y el buquecito dio media vuelta. Elortis se hizo el desentendido y aprovechó para seguir con la mirada a la chica que volvía a pasar con el perro pero enseguida, cuando volvió a mirar, se encontró con el buquecito avanzando a toda marcha hacia donde él estaba sentado. Dio una vuelta brusca antes del borde del piletón y llegó a salpicarlo.

Trató de que el tipo de campera deportiva viera la expresión de amenaza y disgusto que le dedicó, pero estaba cuchicheando con el que estaba a su lado, el dueño de la lanchita, que inmediatamente dirigió a su prototipo hacia donde él estaba a máxima velocidad. Se levantó, y decidió irse, antes que se divirtieran más tiempo gratis con él. Pero el episodio del hombre de campera deportiva lo volvió más paranoico. Sospechaba que podía llegar a ser un agente encubierto que en el pasado trabajaba con su padre. Alguien que tuviera órdenes de seguirlo para informar a sus jefes en caso que averiguara lo que no debía.

Le hice notar que él no estaba investigando nada, que parecía que solamente quería saber más de su padre y que para mí estaba tan a la deriva como los veleritos que flotaban en ese piletón. Me fui a dormir, Elortis. Las buenas noches de siempre.

Más adelante, volvería a hablarme de este tipo de vestimenta deportiva y gorra que, según él, lo perseguía. A los pocos días, recibió el llamado de una de las hijas del ex capitán Heller para invitarlo a tomar algo; quería conocer a uno de los autores de Los árboles transparentes, el dueño de ese gatito hermoso que había visto en la casa de su padre, y de paso le contaría una anécdota relacionada con Baldomero. La mujer tenía más o menos su edad, pero ya había perdido la belleza que había apreciado en la fotografía en que posaba con su, más linda aún, hermana. Ahora, era una rubia rellenita; eso sí, con lindos ojos, chispeantes, y un flequillo que intentaba luchar, por momentos con éxito, admitía Elortis, contra el paso del tiempo.

En cuanto me hablaba de mujeres yo le pedía detalles y él me los daba; en general, las descalificaba con la ayuda de cualquier arista de su fisonomía o carácter para darme a entender que no quería saber nada con ellas. Con esta mujer, Alicia se llamaba, se tomaron un café con leche espumoso en la vereda soleada, y muy transitada, del bar Troilo. Hacía unos días que ella había vuelto de Miami. Antes que nada, le pidió que le firmara un ejemplar de su libro.

Los árboles transparentes era lo que estaba esperando; se había visto reflejada en las manías de los casos investigados y expuestos —¡cuántos personajes originales!—, y en la relectura descubrió los lazos profundos que la habían acercado a ciertas personas durante el transcurso de su vida. A Elortis le pareció de mal gusto que insistiera durante la charla con que no dudara en contactarla si la editorial decidía lanzar una edición ilustrada del libro. A riesgo de parecer naif, confesó que era fanática de John Tenniel y Gustave Doré. Para ella en nuestros días lo ingenuo era más ofensivo que lo obsceno.

En Miami hablaban todo el tiempo de sexo. Dos conocidas le habían propuesto compartir a su novio, un fotógrafo que tenía mucho trabajo en nuestro país. Allá las mujeres encaraban a los hombres a la misma velocidad a que manejaban sus autos último modelo. Las argentinas eran muy mojigatas, histéricas, en comparación. La pareja de Alicia, unos cuantos años menor que ella, lamentó que ella no hubiera aceptado el menage, pero volvió muy contento porque había conseguido unas consolas de videojuegos viejísimas para agrandar su colección. También se había traído unos muñecos de He-man que tenían más valor por estar intactos en su caja original. Entre ellos, una She-ra. Elortis se quiere hacer el vivo y me dice que esos muñecos eran más o menos como yo. Muy chistoso… Daba bronca cuando salía con cosas fuera de contexto. Desubicado.

La hermana de Alicia era una modelo en retirada, ahora se había convertido en la DJ residente de un boliche y ciertos eventos, y conducía programas de rejuntes de otros programas en la tele. Elortis me recordó que era una pena que no las hubiera conocido cuando era adolescente. Tenía la gracia y la belleza cruzando la plaza y, aunque siempre las había intuido —a veces salía con estas cosas enigmáticas—, nunca las había encontrado. Alicia lo citaba para conocerlo porque le había gustado su libro, pero también  quería contarle el buen recuerdo que tenía de Baldomero.

Una noche tormentosa, cuando ella tenía siete años, más o menos, había visto entrar empapados a su padre y al de Elortis. Asustada por un trueno, estaba apoyada en el quicio de la puerta cuando los vio entrar, encapuchados, y con tres tachos repletos de langostinos y cornalitos. Su padre la dejó sentarse a la mesa con ellos un rato, mientras le servía un whisky a Baldomero. Según contaría años después, esa noche el mar estaba revuelto como nunca. Ella preguntó de dónde venían, enojada porque no la habían llevado. Baldomero le dijo que habían ido a cazar tiburones pero que era chica para acompañarlos. Como ella se quedó con la boca abierta, a medio sonreír, con la cara que ponen los chicos cuando creen que los están cargando cuando en realidad les están diciendo la verdad lisa y llana, Baldomero salió corriendo hacia la puerta y se metió de cabeza en la lluvia. Volvió a aparecer con una tenaza en la mano, y en la punta de los dedos un diente de tiburón. Alicia, lejos de impresionarse, se guardó el diente en el bolsillo del camisón y corrió a su dormitorio, como para que no se arrepintieran, y se lo sacaran.

Elortis nunca había recibido ningún diente de tiburón por parte de su padre. Aunque en la casa de la costa colgaba la mandíbula de uno. Baldomero le había puesto nombre y todo, se llamaba Tito, y antes que cerraran la puerta de la casa para volver a Buenos Aires, comentaba como al pasar que, si le iba mal en la escuela, Tito se lo comería cuando volviera. Jamás se llevó una materia. Eso sí, una vez le pegó una trompada a un compañero que le hacía un constante bullying y lo quiso despeinar. Desborde de tensiones acumuladas.

En una cena de fin de año en su casa, cuando rozaba los treinta años y todavía estaba con Miranda, se había peleado con su madre porque había puesto la botella de vino que él había traído en el freezer (ya conocía a Sabatini y para él eso era algo sacrílego). Toda la familia estaba empecinaba en que Elortis no tomara ni una copa de alcohol (él que había tomado poco y nada, ¿no podía tener esa alegría?)

Con Miranda, nunca pasaban las fiestas juntos porque ella prefería hacerlo con su familia —seguro que estaba el tío Oscar— y él con la suya. Al final terminó derribando de una patada un ventilador de pie y diciendo incoherencias gangosas a su padre y a los vecinos que siempre pasaban a saludar y que, enterados por su madre de lo que había pasado, lo miraban asombrados —tan bueno y juicioso que parecía— y con creciente desconfianza. Su abuela materna se puso a llorar.

A mí me estaba aburriendo ya con estos cuentos de idas y vueltas con su familia, aunque me interesaba el tema Miranda, pero ahora quería saber si le había gustado Alicia para algo más o si le iba a presentar a la hermana. No, sólo quedaron en tomar una cerveza, alguna vez: él no era de los que se iban con la primera que se le cruzaba.

Pero no estaba del todo solo; seguía viendo a Miranda.  Cada tanto se encontraban en un café de las Lomitas o en una heladería de Adrogué, donde ella había vuelto a vivir después de la separación. Aunque Elortis era muy vago para viajar, y casi siempre su ex novia se acercaba al centro. Se llevaban mejor separados que cuando estaban juntos.

Elortis hasta aguantaba que Miranda le hablara seguido del tío Oscar, a quien le costaba arrancar con una empresa de construcción de muebles. Ella lo ayudaba con la contabilidad. A cambio, Oscar se había ofrecido para hacerle una mesita de luz para el dormitorio… También le contó que en las vacaciones pasadas, Oscar le había enseñado a andar en cuatri a sus chiquitos en Pinamar. Y que la esposa, íntima amiga ahora de Miranda, no era celosa para nada y tomaba con gracia que el marido piropeara a las cincuentonas operadas que jugaban al tenis en el club.

Elortis tomó el papel de un adulto que hacía rato había cortado la cuerda que lo ataba a sus obsesiones. En parte porque ahora estaba lejos de su familia postiza, la de Miranda, y no estaba seguro si volvería a acercarse. Mientras tanto su ex lo controlaba diariamente para saber por dónde andaba y con quién. Tenía un sexto sentido Miranda para estas cosas y cuando Elortis estaba cerca de alguna mujer, su alarma interna sonaba. Lo había interrumpido dos veces mientras hablaba con Alicia para preguntarle si quería ir al cine primero y después para decirle que no daban la película en el complejo al que habitualmente iban. A Elortis le molestaban estos aprietes pero, en cuanto le pedía que abandonara esta práctica extorsiva, Miranda se ponía a llorar. Las mujeres se daban cuenta del peso que tenía su ex pareja en su vida y se alejaban. La dulzura que le demostraba con su interés lo hacía retroceder a su lado cada vez que intentaba distanciarse de ella.

Aunque para Elortis era desinteresada en general, cuando se separaron Miranda no dudó en llevarse todo lo que le pertenecía, hasta el lavarropas, para ubicarlo en su departamento, cerca de sus padres. Pero eso sí, cada tanto le compraba algún libro caro que andaba buscando. Esas atenciones ayudaban a que los demás señalaran a Elortis, que no sabía o no le interesaba remarcar las pocas virtudes que tenía, según sus propias palabras, claro, como el culpable de la ruptura.

Para su amigo de la infancia, el ingeniero mecánico Richard, había desaprovechado a una buena chica. Con él y su esposa salían a comer y hacían algunos viajes, casi siempre a la costa argentina o uruguaya. En cambio, los amigos de Miranda, algunos también amigos del tío Oscar y su esposa porque jugaban al tenis en el mismo club, no pasaban para nada al taciturno muchacho que odiaba las frívolas charlas de sobremesa en las que casi siempre hablaban del viaje que el grupo había realizado, o de los juegos impresionantes que alguno había visto en Orlando, de las películas que se veían mejor en el shopping en zona norte,  aunque tuvieran que irse a la otra punta de la provincia para eso, de los cortes de pelo que estaban de moda, porque el novio de una de las chicas era peluquero, y todo esto condimentado con un humor de vuelo alto y parejo, muy irónico, que para Elortis funciona muy bien en ciertos dibujitos actuales, imponiendo una risa que tiene que completarse con otros comentarios del estilo para sostenerse y aguantarse, que se suceden largo rato, sin que la conversación despegara nunca. Era muy inmaduro en aquel tiempo, y aguantaba todo esto con el inútil consuelo de sentirse superior a estos personajes desagradables. Después de todo, se veía a sí mismo como un payaso al que le pasaban cosas que sólo le podían pasar a uno de estos integrantes del circo; a veces parecía que cuando pensabas de una manera, te pasaban cosas contrarias a esa manera de pensar; ¿o no? Yo no lo sabía, y Elortis no estaba seguro, pero sí contento de haberse alejado de esas personas.

Y encima estaba el padre de Miranda, que pretendía que los sábados devolviera a su hija al corral antes de las cinco de la mañana para que al otro día fuera a jugar al tenis con el tío Oscar y compañía. El padre de Miranda era el único del barrio, por Valentín Alsina, que había completado sus estudios en la universidad, sólo para despatarrarse en su frío sillón de cuero, detrás de un escritorio en su estudio de abogacía. Elortis decía que la ignorancia académica era la nueva amenaza de la humanidad, lo decía refiriéndose a mis estudios y también cuando hablaba de su alumno, Diego. No había manera de hacerle ver a Diego que las cosas eran más simples que como se las presentaban sus profesores. También decía que su alumno no podía soltarse para escribir porque le habían atado el pensamiento a una cadena oxidada. Cada tanto Diego escuchaba el tintineo de la cadena pesada, y sentía el tirón que le impedía avanzar. De cualquier manera, el chico últimamente lo estaba sorprendiendo.

Diego escribía una novela cuyo personaje principal era el mariscal Soult, general de Napoleón que despojaba de cuadros y reliquias históricas a los bandos vencidos en sus batallas, atraído por la infundada fe en sí mismo que había llevado al mariscal a intentar ser rey de Portugal. A Elortis esta vaporosa figura le interesaba por otros motivos.

Baldomero había vuelto cambiado de su viaje a Europa. En la catedral de Sevilla, La Visión de San Antonio de Padua lo había hecho entrar en trance. Elortis pensaba que en su caso, con la gigantofobia o como pudiera llamar al miedo generado por lo gigante, hubiera salido corriendo del retablo de la catedral. Pero Baldomero había vivido una experiencia única. Para Elortis no era casual que su alumno se interesara por el mariscal Soult, que había intentado a toda costa llevarse ese cuadro con la mandorla de ángeles. Me explicó que una mandorla es el óvalo que queda si borramos el resto de la intersección entre dos círculos, y que tiene muchos significados, y uno de ellos es la unión de los opuestos, de lo inmanente y lo trascendente, que también podían ser reemplazados por Eros y Ágape, pero, por raro que pareciera, no quería extenderse mucho más en el tema. Así y todo, tuve que ver la foto que me pasó de la tapa del pozo de aguas sanadoras de Chalice Well, un altar celta en Glastonbury. Daba la impresión que había investigado mucho más y que rehuía de las explicaciones simplistas.

Al volver del viaje, Baldomero ordenó impedir el paso de sus amigos a su casa, dejó las clases a cargo de sus ayudantes, y se encerró en su habitación a pensar el tema primigenio —como él llamaba al problema de la lengua adámica. Sólo salía cada tanto para picar algo de la cocina. Mediando el día almorzaba, y cenaba ya a la medianoche. Al finalizar esa semana, abrió la puerta cerca de la  hora de la cena habitual de viernes con algunos de sus ex ayudantes y profesores de su cátedra, que no llegó a sacrificar, y hojeó, tal vez para que su esposa viera lo que había estado haciendo, un cuaderno repleto de anotaciones que una vez cerrado tiró al fuego del hogar. La madre de Elortis fue testigo de la satisfacción creciente de su esposo mientras atizaba las cenizas del cuaderno. El fuego iluminaba la sonrisa de dientes apretados de Baldomero, como si esa sonrisa no fuera toda distensión, sino que la resolución parcial del problema anunciaba nuevos trabajos para los que Baldomero guardaba las energías. Cuando volvió de la cena le anunció a la familia, ya que Elortis había vuelto y estaba escuchando música con Miranda, que pronto iban a tener una nueva mascota, un mono amazónico, más específicamente un Callicebus, que era conocido también como mono tití. Su primera intención había sido ir directo al grano y ver las posibilidades de que un amigo del capitán Heller le contrabandeara un sifaka, pero le parecía demasiado obvio estudiar a un pre-simio. El tití se lo conseguiría el padre de un ex alumno que tenía contactos en la triple frontera y traficaba serpientes, arañas pollitos y otros bichos, entre otras cosas, aparentemente. Ya Elortis se había referido a este mono, al que llamaba Albarracín, en otras conversaciones.

Pero bueno, Diego estaba escribiendo sobre Soult, y Soult había tratado de llevarse a Francia el cuadro de Murillo que también le había llamado la atención a Baldomero. Para convencerlo de que no se lo llevara le ofrecieron el Nacimiento de la Virgen. Elortis quería que su alumno utilizara los días finales del mariscal, retirado en su castillo, rodeado de su colección de pinturas expropiadas, maravillado de cómo había logrado sobrevivir, después de haberse adaptado a tantos cambios políticos y haciendo la suya siempre, mientras otros menos afortunados como sus enemigos Ney y Murat se habían dejado retorcer por la muerte. Tal vez los pelos del Cid Campeador, que guardaba en una ágata azul hueca, eran los beneficiarios de su suerte. Elortis quería que Diego, para crear el personaje, construyera un paralelismo entre el chanta de Soult, funcionario siempre dispuesto que se había hecho lugar en la monarquía y en la república, y algunos políticos argentinos que sabían nadar en cualquier tipo de aguas. Diego había desechado esta idea, que a mí tampoco me gustó, según veo en mi respuesta, pero utilizó la de hacer caminar al viejo Soult por los corredores de su castillo lleno de obras ilustres. Describiría el día final de la batalla de Elviña, en que no se supo con certeza si ganaron los ingleses o los franceses. Crearía el personaje de un soldado que perdía la memoria por un golpe durante una caída al desenvainar en la batalla, y al volver en sí afirmaba ser un enviado del futuro, según convinieron la tarde que pensaron juntos los momentos claves de la novela a los que tendría que llegar Diego a través de otros episodios de invención propia.

Lo importante era que este soldado era el que relataba, con toda clase de prejuicios fuera de época e ideas posconcebidas, la historia del viejo Soult, que, paranoico, recorría los pasillos de su última morada esperando que algún sicario viniera a ultimarlo para quitarle los tesoros artísticos que él guardaba. Su alumno ya había escrito algunas páginas, donde el mariscal, ya un viejo decrépito que arrastraba los pies por los corredores del pasillo mientras se detenía a observar sus pinturas, pensaba que hubiera sido mejor ser panadero, hacer saltar harina por los aires, lo que más le gustaba y mejor le salía allá por la lejana en el tiempo casa de sus padres, que haberse metido en tantos líos. ¿Qué habría sido de la chica del sur con la que corría a esos pájaros zancudos? Lo único que había ganado era que esos brutos llamaran con su nombre a sus perros —la única forma que tenían los españoles de vengarse, me explicó Elortis. Si tan sólo se hubiera quedado en su pueblo…

La imposibilidad de vencerse a sí misma del alma humana era el tema difuso de la novela. Diego, que no tenía plata y vivía en un departamento de un ambiente a la vuelta del Pasaje la Piedad, una vez que supo que había sido una visita a la casa de sus padres la que tentó a Soult de hacerse panadero, decidió que de ahí en más no se quedaría más de un día en la de los suyos, en Campana, para no correr el riesgo de convertirse ferretero. O, por motivos más oscuros, en autista, como su hermano. A Diego le encantaban los tornillos y podía estar horas ubicando las piezas en los cajoncitos rotulados. Soult en vez de panadero, intentaría ser rey de Portugal.

Para Elortis, que también había investigado un poco con Diego, el mariscal era un maestro del discurso. Nuestras balas no son de algodón, le había contestado a Napoleón en un hospital, rodeados de piernas y brazos amputados, cuando intentaban contrarrestar la avanzada de los rusos en Elylau. En fin, lo que se dice un personaje. En una búsqueda más a fondo, Diego había encontrado una anécdota curiosa.

Cuando el hijo de Soult intentó dejar a su esposa acomodada, el mariscal le comentó a un amigo que el hombre es el único animal que no sabe quién le da de comer. Está muy bien eso, decía Elortis. Diego inventaría que la frase sólo podía haber sido dicha en esa época por alguien que tuvo afinidad con un hombre del futuro, su narrador. Como vemos, Elortis se divertía con Diego y no lo usaba solamente de espía del pasado en los asuntos amorosos de su padre con la profesora pelirroja de la universidad. De a poco su alumno le estaba dando forma a la novela de Soult. Tenía ese poder Elortis cuando se ponía de lleno a generar algo.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 6.

6.

 Por fin empezaba a sincerarse conmigo, a mostrar sus debilidades, y a contarme las situaciones que lo habían llevado al estado de indecisión en que se encontraba. La acusación contra Baldomero molestaba, pero en el conjunto era menos importante de lo que parecía; me da la impresión que a Elortis no le preocupaba tanto el pasado, sino que no sabía cómo encarar la vida por las dudas que le producían las personas que lo rodeaban. ¿Iba a seguir hundiéndose en terreno pantanoso? Ahora conocía a pocas personas, y se quejaba de que la única que le importaba podía ser, tranquilamente, un mono, un travesti, o un agente de la CIA, vaya a saber quién lo interpretaba adelante de la otra computadora.

Yo tenía todo el tiempo del mundo para conocerlo y no me preocupaba que empezara a mostrar signos de querer trasladar a otro ámbito nuestra relación. Me eliminó un par de veces para evitar hablarme y ahí sí me asusté. No lo vi conectado por unos cuantos días. Le escribí para saber por qué estaba tan desaparecido. Al otro día se volvió a conectar y nos quedamos hasta las cuatro de la mañana. Averigüe el lugar en que nació, la hora exacta, y por supuesto, el día. Le explique que estos pormenores eran para calcular nuestra sinastria. En una página de Internet cargabas estos datos personales de una pareja. Obtenías como resultado la comparación de las cartas natales y la compatibilidad de la unión según en qué casa estaba el sol cuando nació cada uno. Algo así. Resultó que, a pesar de que nuestros signos eran opuestos por naturaleza, nuestra sinastria auguraba una relación llena de entendimiento, un choque promisorio de influencias planetarias, que se convertiría en un estímulo para su trabajo creativo. A su vez, Elortis promovería en mí los pensamientos espirituales y profundos típicos de mi signo. Aunque podía haber roces; nada que la paciencia y la compresión mutua no pudieran solucionar.

A Elortis le gustaron mis preguntas. Puso que se sentía bien conmigo. Yo le mandé una carita sonrojada, seguida de otra pestañeando.

Que descanses y sueñes con los angelitos, adiós, nos hablamos.

En el próximo registro leo que para matar el tiempo se dedicó a grabar con su propia voz algunos de los poemas de Ricardo Zelarrayán y un par de cuentos de Chesterton. Me lo imagino leyendo en voz alta en la soledad de su departamento, no tan lejos de donde yo vivía con mi madre. Por ese tiempo, me llamaba maestrita irónicamente, y a veces maestrita cabeceadora. Estas referencias le gustaban a él nada más.

Un día Augustiniano me fue a buscar a la facultad y me encontró sonriendo frente a la computadora del centro de cómputos. Desde ese día en adelante, fue el único que supo de Elortis y lo odió para siempre. Los celos que tenía Augustiniano eran enfermizos, en su mente Elortis era un perverso que quería aprovecharse de mí supuesta inocencia. Y como le conté la historia bastante completa, pensaba que mi amigo quería redimirse conmigo de la desilusión que le había dado su ex novia al brindarse antes a su tío. O, tal vez, peor, su plan era usarme para vengarse de la sociedad, al andar con una chica mucho más joven, casi una adolescente, igualito que el tío Oscar. La víctima pronto se convierte en victimario, más si no tiene suerte, afirmaba Augustiniano, y así crece la perfidia en el mundo.

Pero mi medio hermano exageraba; también veía con malos ojos que yo mantuviera conversaciones con otros amigos, mi argumento de que lo hacía para conocer mejor el carácter general de los hombres no lo convencía. Al igual que a Elortis; ahora me doy cuenta que los dos en el fondo eran muy parecidos.

Les gustaba tirar de los hilitos que colgaban de los pensamientos prefabricados de la gente. Yo estaba preparada para vivir, no andaba levantando las piedras como ellos para ver qué bichos encontraba abajo. Observar, describir e investigar los ecosistemas que hacían posible la vida en la tierra no era lo mío. Elortis afirmaba como su padre que no creía en los signos; sin embargo, los buscaba día y noche, se la pasaba haciendo eso en vez de disfrutar la vida de otra manera. Releía a Aristófanes y creía con Mnesíloco, y con su padre, que nos habían hecho en forma de embudo los oídos —¡un laberinto!, Elortis— para que la realidad fuera inaprensible.

Después de leer un poco de Las Tesmoforias para darle el gusto a Elortis, le comenté a Augustiniano que yo debía ser una especie de Eurípides pero a la inversa, una infiltrada, haciéndome amiga de un hombre maduro, entre comillas le aclaré, para conocer las vueltas del pensamiento masculino. Pero cuanto más conversaba con Elortis, más me daba cuenta que los hombres no tenían ningún misterio, o tenían menos que las mujeres, ellos eran los descifradores y se pasaban los días en las nubes. Hasta él reconocía que eso de que la mujer era una esfinge sin secreto sólo podía haber sido dicho por alguien que no se sentía atraído realmente por ellas como su querido Oscar Wilde.

Ya que Elortis me enseñaba algunas cosas, yo lo retribuía aconsejándole sobre los productos de limpieza que le convenía comprar en el supermercado (él también me recomendó un negocio chino donde comprar pastas integrales, jengibre y tofu entre otras cosas, aunque yo prefería las hamburguesas: para qué dietética, siempre fui flaquísima, una morocha lánguida para Elortis, de esas que nada más existen en nuestro país) y le sugería pubs o boliches con onda, para sus salidas con Romualdo, donde encontraría personas de todas las edades.

Antes Elortis tenía una amiga con la que hablaba diariamente como conmigo y se le ocurrió presentársela a su amigo para que se divirtiera un poco. Romualdo agarró viaje y terminó de novio con la chica. Elortis cortó las charlas porque de ahí en más prefería que fuera la novia de Romualdo y no su amiga. La chica se enojó. En uno de los cumpleaños de Romualdo ni siquiera lo saludó. Miranda, con la que todavía estaba de novia en ese tiempo y había ido con él a la fiesta, quiso saber por qué Romualdo no se las había presentado. No convenía armar parejas entre amigos, sugiere.

Más allá de este episodio desagradable, él respetaba a Romualdo y lo tenía por un amigo alegre y fiel, de esos que da gusto tener. Tenían códigos entre ellos que no compartían con los demás. Yo con mi amiga Agos, igual.

Cuando Elortis volvió a pedirme que nos viéramos, le pregunté si no le molestaba que fuera con ella. También lo cargaba con mi supuesta ambigüedad sexual, como si me gustaran las mujeres y por eso fuera imposible que me interesara alguna vez por él. Elortis se reía un poco con estos juegos pero enseguida se hastiaba. Algunas bromas, esas que se hacían para evadir un asunto, no le gustaban. La ironía para él era una epidemia. Sólo lo patético lo convencía y lo hacía reír espontáneamente porque iba directo al grano.

Cada tanto algún periodista lo llamaba para invitarlo a un programa de chimentos y matar dos pájaros de un tiro: que hablara de su programa y a la vez diera su versión sobre el caso Baldomero Ortiz, profesor emérito y facho. Lo bien que le hubiera venido aceptar esa plata, me decía. Pero en vez de dedicarse a algo que aumentara sus ingresos se la pasaba buscando personas que hubieran tratado a su padre. A muchos los encontraba de casualidad. Él decía que no podía hacer varias cosas a la vez y que ahora tenía que ocuparse de ver si su padre había sido un agente civil de la dictadura, o un profesor controvertido, diletante, lengua larga, provocador; o todo junto.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 5.

5.

Pero bueno, ahora debería contarles otra cosa, lo que me andaba pasando a mí por esa época. Elortis trató de sonsacarme algo, pero sólo recibió noticias de mi desencanto hacia la pareja que me había traído al mundo. Tantos cuidados de mamá y  charlas sobre la vida con papá. Y mojate los dedos en agua bendita, nena. ¿Para qué? Ahí estaba yo empezando a digerir las dos enseñanzas más consistentes de mis padres: la mentira y la simulación.

Baldomero decía que saber mentir es una virtud indispensable para vivir bien. Según Elortis, repetía eso de si quieres ser feliz como tu dices, no analices.

Yo no pensaba mucho en un detalle de mi familia. Mi padres estaban separados, yo vivía con mi mamá, pero cuando tenía doce años mi papá me había presentado, abrazado a su pareja en la puerta de su nueva casa, a Augustiniano, mi medio hermano. Al principio la regla era no contarle nada a mi mamá para evitar que, sabiendo que había formado otra familia, me prohibiera visitarlos. Cuando, después de algunos años de estricta distancia mis padres reanudaron las relaciones, y mamá tocaba el timbre para buscarme, un chico flacucho y de nariz aguileña, que no sacaba la vista de la televisión, salía corriendo.

Para tener ocho años, Augustiniano era muy inteligente y bastante rápido en sus reacciones. Le íbamos a decir a mi mamá que el chico era de una pareja anterior de la novia de papá, pero no había caso, en cuanto Augustiniano escuchaba la voz de mi mamá corría y se escondía en el hueco de la escalera o subía a encerrarse en su cuarto. Con el tiempo nos hicimos muy cercanos, y cuando ya había empezado la secundaria, según él porque hacía mucho que no me veía y me extrañaba, se apareció en mi casa, y cuando entró mi mamá se lo tuve que presentar como si fuera un amigo más. Todos me pedían demasiado, en especial mi padre, que por ser un picaflor —ya hace años que se separó de su segunda pareja— era el culpable de todo.

Dio la casualidad que ese día se le ocurrió pasar a cenar y tuve que simular que no se conocían delante de mi madre. Augustiniano, mi papá. Papá, Augustiniano. Esa gota rebalsó el vaso y cuando se fueron no pude mirar a los ojos a mi mamá. Caí en la cuenta que mi papá era un manipulador nato y que, al ser cómplice de su mentira, me había convertido en su aprendiz.

Algo me alejaba de Elortis y era muy probable que no fuera la edad nada más; tal vez yo tenía el don de la tergiversación, qué él afirmaba desconocer. Nunca entendió el porqué yo le decía que necesitaba paz. Cómo iba a saberlo si yo misma no sabía a qué me refería con esa palabra. Pero sé que no era la paz de los monasterios. Yo necesitaba tener las cosas claras en la vida. ¿Sería la paz que me permitiría moverme con la libertad necesaria para rehacer mi vida después del primer noviazgo?  Había calculado todo para que saliera bien esa relación y, sin embargo, ahora el único hombre con el que hablaba era mi medio hermano, aparte de Elortis.

¿Qué hubiera pasado si todavía seguía de novia con el celoso intolerante de mi ex? Tal vez me hubiera revisado la computadora hasta dar con el registro de las conversaciones y habría contactado a Elortis para amenazarlo. Pero mi falta de tranquilidad no provenía sólo del pasado. Me preocupaba que una persona a la que apenas conocía en la vida real empezara a ser el centro de gravedad alrededor del que giraban todas las cosas que me pasaban.  Cómo no extrañarlo cuando no hablábamos, cómo no esperarlo cuando no se conectaba.

Empecé a ser un poco más fría con Elortis. Me seguía relatando sus aventuras, hasta que se cansaba de mis respuestas cortas y me reprochaba que yo estuviera tan monosilábica.  En general, yo leía, y muy bien, lo que escribía, pero me colgaba escuchando música o miraba alguna serie.

Otra vez a lo de la enanita; me presentaba al Mono, el hijo de una sirvienta de Avellaneda. Desobediente, maleducado, contestador, el Mono era el protagonista del grupo que completaban el Bebi —un inglesito, especie de imitador del Mono en otras historias—, y Rafael y Manolo, los hermanos de la enanita.

En las casas burguesas de antes no existía el timbre, las visitas usaban los llamadores de hierro para anunciarse. El relojero judío trabajaba hasta tarde, mientras su mujer planchaba la ropa, y el Mono tenía un plan para molestarlos y reírse de ellos. Ataba un hilo tanza hasta la manopla de hierro, se sentaba en diagonal a la puerta, en la vereda de enfrente, y tiraba del hilo, mientras los amigos lo miraban desde la otra cuadra. Al rato la puerta se abría y aparecía la larga nariz arrugada del relojero buscando al gracioso que no lo dejaba trabajar. El Mono sonreía desde enfrente. Para él, era la gracia del día engañar al relojero. El relojero caía una y otra vez, incluso cuando se quedaba al lado de la puerta para abrirla de golpe. Una expresión de molesta sorpresa se dibujaba en su cara cuando veía que no había nadie cerca para retar. Y atrás aparecía su mujer, repitiendo oraciones contra los espíritus. Pero el relojero sabía que era el Mono el que de alguna forma tiraba de la manopla de hierro y al segundo día salió y miró hacia arriba, esperando ver a alguno de la pandilla de ese vago subido como por arte de magia a los relieves del frontón de su casa. Pero nada.

El Mono, desde enfrente, se retorcía las manos de contento y el relojero lo miraba con aire desafiante. Al tercer día, el Mono hizo salir otra vez al viejo justo cuando un coche apareció a velocidad por la calle, enganchó al hilo y volvió a levantar la manopla. El Mono dejó caer la tanza rápido, pero igual le dejó una raya sangrante en la mano. Tan acostumbrado estaba de su propio truco que se había olvidado que existía una conexión entre la puerta y su mano. El viejo lo descubrió, salió a correrlo con una escopeta, el Mono atravesó la calle a mil kilómetros por hora y la historia del Mono y el llamador se acabó.

Le pregunté a Elortis qué me quería enseñar con ese cuentito  para nenes, pero se enojó y me dijo que, por lo menos, que él supiera, la enanita no inventaba nada, sino que era la más pura verdad, y que no me quería decir nada, solamente contármelos. Ahora me doy cuenta que estaría pasando por un momento crítico, no podía escribir y me usaba a mí para vaciar su mente, una vez que empezaba se olvidaba que había otra persona del otro lado que leía lo que escribía y recuperaba la fuerza para hacer lo que no podía hacer en serio, directamente, que era sentarse a escribir otro libro o tratar de encontrar una persona para comenzar una nueva vida. Esas dos cosas las ensayaba conmigo, tal vez porque era chica y siempre podía haber alguna excusa para no engancharse conmigo y porque, como dije antes, debía ser una de las pocas que le prestaba atención. Tal vez nuestras conversaciones eran una especie de aplazo para él, sólo esperaba pisar tierra firme otra vez, que sus ojos no reflejaran esa tristeza perruna que lo asustaba en el espejo, y tal vez también, intuía la contracara de una revelación cercana.

Las pruebas de que estaba pasando por un mal momento eran esas frases rebuscadas que me soltaba en la conversación. Es natural, y por lo tanto más fácil, borrar unos puntos suspensivos que crearlos. La verdadera forma de leer es hacia atrás. Creer en los sentidos es lo opuesto que creer en los sentidos. Éste tipo de cosas. Parecían tener por fin confundirme o era una forma más de hacerse el interesante. Para colmo de males, terminó encontrando a otra ex amante de su padre.

Baldomero había conocido a Hiromi en un exposición de orquídeas en la Embajada de Brasil. Desde entonces, Baldomero cada tanto llegaba a su casa con unas macetitas y se dedicaba hasta la hora de la cena a buscarle un lugar a las plantas siguiendo las recomendaciones de Hiromi. Descubrió la historia el día que el portero del departamento donde vivieron sus padres, al que había ido para solucionar un problema de filtraciones con sus inquilinos, le preguntó si quería llevarse unas plantitas que le habían entregado para Baldomero. Las ubicó en su dormitorio, en una repisa que las resguardaba de Motor, pero en unos días comenzaron a marchitarse. Esta vez decidió fijarse en la dirección que figuraba en la tarjetita y matar dos pájaros de un tiro, ver qué relación había entre su padre y la persona que las mandaba y enterarse del cuidado que tenía que darle a las orquídeas.  Se subió al auto y terminó en Escobar. Casi se lo comen cinco perros akitas en la entrada de la propiedad (a Elortis, como a mí, le encantaban estos perros asiáticos, como los siberianos o el malamute, porque tienen puntos en común con los lobos, aunque sea en apariencia nada más, según dicen) pero logró llegar hasta una especie de jardín de invierno donde estaba montado el laboratorio y encontró a Hiromi retando a un empleado porque había contaminado un meristema. Le causó gracia a Elortis que el empleado, un oriental, estuviera con la cabeza baja y la mujer lo retara comparando el cuidado higiénico que debía tener con las células del meristema con la esterilización del instrumento quirúrgico usado en las operaciones. La mínima suciedad podía destruir el equilibrio necesario para obtener la reproducción perfecta de una planta. Al notar que Elortis la miraba, la japonesa intentó llevarlo al jardín de invierno donde exponía las orquídeas, creyendo que era un cliente más, tenía la vista muy gastada por el trabajo, pero mientras caminaban y le recomendaba maneras de cuidar a sus plantas, de repente se paró en seco y sonriendo le preguntó si no era el hijo de Baldomero.

Se había enterado de la muerte de su padre tiempo después de que enviara las últimas orquídeas, unas Liparis. Antes a Baldomero no le gustaban las orquídeas porque decía que era costumbre de afeminados o perversos coleccionarlas, pero su interés aumentó después de llevarse las primeras a su casa. Hiromi, a la que Baldomero le llevaba por lo menos tres décadas, creía que tenerlas le hacía recordar la peculiar amistad que los había unido…

Admitió extrañar mucho el entusiasmo que su padre ponía al hablar de los variados temas que le interesaban. Quiso invitarlo a tomar el té. La manera cadenciosa de hablar de Hiromi apaciguaba el espíritu de Elortis. Era una linda mujer todavía y sus ojos delicados rehuían la mirada inquisidora de mi amigo, que no solamente olvidó lo que había ido a buscar a ese lugar, sino que también dudaba, mientras tomaba el té, del impulso que lo venía arrancando de su casa para enfrentarlo con determinados personajes que no pertenecían a su entorno. Eran el resabio de una vida concluida. ¿Y si le hacían ver el mundo de una forma poco conveniente? No quería remover mucho la tierra del camino por el que anduvo su padre.  Ese polvo también podía confundirlo a él. Tendría que haberlo pensado antes de subirse al auto.

El control de la entonación y los modales que demostraba Hiromi al expresarse contrastaba con la crueldad de sus juicios. Para ella, Baldomero andaba en algo raro, aunque nunca le había interesado saber lo que era.

Elortis se entusiasmó al saber que la abuela de Hiromi había sido la hija de un samurai. Aunque nunca fue reconocida porque su bisabuela y el samurai eran amantes. El guerrero vivió muchos años, destino poco deseado por los samurais, y nunca tuvo honor ni fue feliz. Murió triste y solo. Su bisabuela decía que la muerte de cada persona representa su vida. Elortis se sentía muy cómodo con Hiromi, pero las cosas que decía eran terribles. ¿Insinuaba que Baldomero había tenido una muerte lenta porque había sido un picaflor toda su vida?

Hiromi le terminó de enseñar las plantas, caminaron juntos entre las hileras de macetitas, y después salieron al sol a despedirse. Se subió al auto sintiéndose recién confesado pero también asombrado por la fuerza de seducción de la japonesa. Me confesó que hacía tiempo que no deseaba tanto a una mujer.

Desubicado, Elortis. ¿Para qué me decía eso? Duro poco la Oncidium bifolium, una orquídea silvestre, que había elegido y llevaba en el asiento del acompañante; sería destruida por Motor unas horas después. Desde que lo había recuperado, el gato devoraba polillas, cucarachas, las plantas del balcón y aceptaba los restos de la comida —antes no probaba más que alimento balanceado del bueno. Ahora tampoco se acercaba a cualquier visita maullando para que lo acariciara. Se había vuelto selectivo y desconfiado con las personas y sólo después de una cautelosa aproximación restregaba su cabeza contra una pierna. Ya no trataba de sacarle en el aire el platito de comida a Elortis cuando lo levantaba para rellenarlo. Esperaba quieto su comida y parecía mirar, a él o a la comida, con cierto desdén.

A Elortis le pasaba lo mismo con las personas, en particular con su nuevo alumno Diego. Me decía que esa era una conducta común en los animales. Hasta un organismo unicelular como el paramecio, le gustaba repetir a su padre, siempre interesado en el comportamiento de los animales en general, bate sus cilios y se aleja al instante del lugar donde se concentran ciertos elementos. Diego era una especie de monstruo en formación. Algo de ese chico lo repelía. Las opiniones de Diego eran las de la mayoría pero filtradas por los lugares comunes de una supuesta alta cultura. Algunos escritores se volvían reiterativos, según su intelecto, más que nada cuando apoyar o no esa supuesta repetición significaba leerlos. Cierto sector difuso de la cultura creía algo y Diego lo seguía con mínimas variaciones. ¿No era eso parte del proceso de aprendizaje?, le pregunté a Elortis. No estaba seguro, temía que algunas personas fueran refractarias a ese proceso. Las apariencias y las clasificaciones iban de la mano para Elortis y de ahora en más estaba dispuesto a ofrecer su vida para enfrentarlas, tal vez por eso decía que en cualquier momento agarraba la sotana.

Pero no tenía problemas en usar a Diego para que investigara el parecido entre el colgante de su madre y el que llevaba la pelirroja. El chico no tardó en mostrarle la fotografía que le había sacado a la profesora con el celular, donde se veía claramente que era la misma vaquita que llevaba su madre. Ahora ya podía meterle cualquier excusa a su alumno para dejar de enseñarle. Estuvo una semana sufriendo por el tema. Para colmo, encontró una frase de H. G. Wells que decía que la indignación moral era más envidia que otra cosa.

Se preguntaba con qué ojos lo miraría a él su hijo Martín. No creía que tuviera razones para envidiarlo. Por esos días estaba de viaje por Sudamérica con una chica que conoció en una peña cerca del Abasto. Enseguida se había olvidado de su primer traspié amoroso. Elortis estaba contento porque su hijo tenía una viveza que a él le faltaba a su edad. Eso sí, vivía con su madre, era un malcriado al que le lavaban la ropa y le hacían la cama. Pero se le había dado por hacerse el mochilero. Durante el viaje, que comenzó en Tucumán para seguir por Bolivia, atravesar Manaos y terminar en Venezuela, Elortis recibía e-mails de Martín donde le contaba en detalle algunas de sus peripecias. Se entusiasmaba leyendo esos mails. Hoy Martín jugó al fútbol en una favela, me decía, orgulloso. O, hoy Martín comió seso de mono en la selva amazónica con los aborígenes. No sabía si se había cruzado con algún ayahuasquero.

Elortis todavía no me había contado cómo él había llegado a los alucinógenos, pero me aclaró que su hijo apenas tomaba alcohol, era mañoso, no lo veía entregándose a los caprichos de un chamán.

Martín viajaba para encontrarse con sí mismo en la naturaleza, quizá un poco influenciado, sin saberlo, por las ideas de su abuelo paterno. Pero no se lo tomaba en serio; antes de partir le comentó a su padre que no le gustaban las ideas trilladas.

Sin embargo, en Caracas conoció a un hombre entrado en años que había llegado como él y se había quedado de por vida. El hombre lo trataba como a un nieto más y decía que tenían la misma energía, que los había llevado a cruzarse: para él Martín era la reencarnación de un amigo que había perdido tres vidas atrás. A la que no veía con buenos ojos era a la chica. No le parecía de confianza. Martín estaba demasiado seguro de que su novia era buena. Ella lo había convencido de hacer ese viaje de iniciación que lo había reunido con su amigo de otra vida, nada menos. El hombre decía que las causas no estaban conectadas, que esta mujer le hubiera señalado el camino hacia él, no significaba que no hubiera que tener cuidado con ella. Los miraba surfear mientras mantenía avivado el fuego con leña para que pudieran calentarse a la vuelta. Les había cedido su cama de dos plazas y les cocinaba diariamente. Había estado a punto de casarse pero gracias al alcoholismo pudo seguir el solitario camino de la revelación. La chica se había encariñado con el viejo, pero se quejaba de que los espiaba por las noches. A Martín eso no le preocupaba, pero pronto el viejo le reveló que esa chica era la reencarnación de una chica que los había enemistado, una antigua novia suya que él le había robado. Después, una noche que estaban medio borrachos junto al fuego, le contó adelante de Martín lo mismo a la chica y, entre risas, sugirió que debería compartir el lecho con ellos. Elortis notaba que su hijo le escribía cada vez más seguido.

Un día, al volver de surfear, Martín se encontró con el viejo entre las piernas de su chica, en la cama de dos plazas que les había cedido gentilmente cuando llegaron. Agarró sus cosas y decidió desandar solo el camino hasta Buenos Aires. La chica se quedó a vivir en Venezuela. Martín volvió meditabundo, pero con fuerzas nuevas que lo impulsaban a hacer cosas grandes. A veces le daba ganas de costearse otro viaje a Venezuela, esta vez en avión, para moler a golpes al surfista viejo y a la que era su chica. A la vuelta decía que él siempre la vio como a una novia, la sucesora de la primera.

Su hijo empezó a hacer pesas, y se volvió robusto y musculoso. Mis amigas lo habían visto en una foto del perfil de Elortis —los dos con anteojos de sol, mirando hacia el mismo lado, y con los brazos cruzados— y se les cayó la baba. Decían que si yo salía finalmente con Elortis iba a querer darle al hijo. ¡Justo yo! Como si no me conocieran. Y, además, ¡salir con Elortis…! A mi mamá le daría un ataque al corazón y mi papá contrataría a un asesino a sueldo para que lo eliminara o algo así. Tal vez él pensaba que algún día nos encontraríamos, siempre hacíamos bromas con eso, qué sería mejor, si McDonald’s, tal vez un café espumoso, o un pub a la noche, si iríamos al cine o saldríamos a caminar por el barrio.

Un día me salió con que no soportaba la ambigüedad de las relaciones a distancia. ¿Para qué teníamos que perder tanto tiempo en la computadora? Le puse una carita de desconcierto y le aclaré que no tuviera esperanza de conocerme. ¿Por qué yo le hablaba y me interesaba por sus cosas entonces?, se enojó. Como el ever-never, agregó, de uno de sus escritores favoritos, Joyce:

God´s pardon; ever to suffer, never to enjoy; ever to be damned, never to be safe; ever, never; ever, never. O, what a dreadful punishment!

En el micro que los llevó a Mar del Plata, mientras la lluvia arreciaba y Sabatini cabeceaba a su lado, Elortis releyó A portrait of the artist as a young man —leelo, brujita, insistió—, una edición en inglés que había comprado en Uruguay, y también la Narración de Arthur Gordon Pym, de Poe. A este último lo conozco porque me obligaron a leer los cuentos de terror en el colegio. Aunque hablaron bastante durante el viaje, se sentía un poco incómodo con Sabatini. Elortis estaba enojado con él porque hasta último momento no le había confirmado si lo acompañaría.

Sabatini lo había empezado a abandonar, según Elortis, cuando los números de la empresa de libros audibles comenzaron a declinar. Mi amigo pensaba que lo había usado durante un tiempo para evitar la rutina de su hogar, y además para decirle a los demás amigos que tenía un emprendimiento propio. No se tomaba las cosas en serio. Peor cuando se empezaron a vender más ejemplares de Los árboles transparentes, y por lo tanto el trabajo comenzó a demandar otro tipo de compromiso diario con los periodistas que los buscaban; ahí Sabatini sacó cuentas y notó que ni el éxito en las ventas les dejaba a cada uno el dinero necesario para hacer reedituable la aventura de la empresa conjunta. Ahora había más obligaciones que lecturas o correcciones nocturnas con whisky o fernet-cola. Antes, una vez por semana, trabajaban hasta tarde en el libro y después se iban a un bar a seguir bebiendo. Elortis extrañaba esa época. En cambio, poco antes de Mar del Plata, cuando fue a buscar a la casa de Sabatini una grabación que necesitaba escuchar para las ampliaciones de la posible nueva edición, salió la esposa para entregársela. Ornella decía que su esposo estaba ocupado. Elortis pensaba que no querían que viera cómo habían arreglado el consultorio durante el tiempo que llegaba tarde a trabajar con él.

Así que tener a Sabatini a su lado durmiendo tan apaciblemente a Elortis lo llenaba de terror hacia lo desconocido. Para colmo, en las páginas de Poe estaba a la deriva en una balsa enclenque en el medio de un vaporoso océano con embarcaciones pútridas que se cruzaban cada tanto. No dejaba de pensar en Sabatini a su lado durmiendo el sueño de los nobles y las vueltas que había dado para decidirse a acompañarlo en el viaje. ¿Y si se le ocurría estrangularlo en la habitación compartida del hotel para quedarse con las regalías del libro? Así podría terminar de refaccionar la casa donde se turnaba con Ornella para atender a los pacientes. ¿Por qué decidió acompañarlo a último momento? Tal vez, solamente había querido pasarla bien con él como antes, y que lo vieran en la tele sus conocidos compartiendo la mesa con la señora Mirtha; lo más parecido al festín de la realeza que había en nuestro país. A su amigo, en el fondo, y a pesar de que a veces se hacía el bohemio, le gustaban los lujos.

 

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 4.

4.

Más o menos por esos días, cuando me enteré de lo de mi ex y creí ver a Elortis, apareció en los diarios el artículo que salvaría la reputación de su padre. Alguien había mandado a los principales medios una carta manuscrita firmada por el mismo Baldomero Ortiz, cuyo contenido era una crítica severa a los métodos del último gobierno militar. En la carta Baldomero consideraba el exilio y se proponía buscar una ubicación en una universidad de Estados Unidos. Pero, ¿esa carta había sido escrita verdaderamente por su padre?

Elortis estaba desconcertado. La letra era más rígida, los términos demasiado académicos para su estilo, y él nunca había tenido noticia de que pensara mudarse a otro país, más bien había escuchado a Baldomero decir que ser inmigrante era el peor de los destinos. Repetía las palabras en dialecto italiano de su suegra, cuando le rogaba no cometer el error de meter las valijas en un barco como ellos para terminar en un país desconocido. Eso que su abuela había sido una agradecida del país, a diferencia de la tía abuela de Elortis que odiaba el lugar donde había venido a parar. Para esta mujer, que vivía adelante de la casucha de la enanita —de ascendencia española— y era la dueña del terreno, los médicos eran la encarnación de la maldad argentina. En las consultas se burlaban de su cerrado dialecto y la manoseaban. Finalmente, tras operarla de un simple quiste, como a mí, le extirparon los ovarios por equivocación y la volvieron a coser como un matambre. Por lo tanto, ella y su esposo, el padrino de Elortis, no habían tenido descendencia. Pero eran visitados por muchos paisanos, que sí hablaban de la guerra, no como su padrino, y también por otros amigos argentinos; personajes que a veces Elortis se cruzaba cuando iba a visitar a la enanita.

En fin, Elortis dudaba de la carta y empezó a averiguar quién podría ser la persona que la había enviado a los diarios. ¿Sería posible que fuera el ex capitán Heller? ¿Susana P.? ¿un tío por parte de su madre? Sabía que este hombre, dueño de una curtiembre, varios años menor que su hermana, había apreciado a su padre. Pero no lo veía desde que su madre había muerto, años antes que Baldomero. Vía e-mail, intentó convencer a los jefes de redacción de algunos diarios, sin que pudiera sacar nada.

¿Quién había ayudado a su padre? ¿qué motivos tendría? Tal vez en esa época estaba tan necesitado de amistad que creyó que esa persona podría contrastar el desdén que le producían sus semejantes.

Lo cierto es que, en vez de ponerse a pensar en una idea para otro libro, dedicó unas semanas a buscar en vano al salvador de la figura de Baldomero, era lo único que llenaba su tiempo y lo alejaba de otras preocupaciones más acuciantes, tal vez, como su futuro amoroso.

Pero no encontró una respuesta ni en el cura que visitó en la iglesia de Las Esclavas, que jugaba a las damas con su padre, ni en la empleada pintarrajeada del Registro Civil, a la que Baldomero solía llevar masas secas por haberle simplificado un trámite años atrás, ni en el hijo del dueño de la pizzería donde Baldomero compraba los palos de Jacob para el postre.

La carta no logró borrar la imagen nueva que se había formado de su padre luego del primer artículo en los diarios. Lo contrario de la existencia tranquila, correcta, que él había llevado hasta el momento; un pasar libre de sobresaltos, de decisiones impensadas y apuestas fuertes, aunque se había jugado con Sabatini y, después de la edición del libro, su ánimo reflejó por un tiempo una sensación de bienestar y plenitud que no fue duradera. Pero resultó que Baldomero había logrado mantener a un séquito de tímidos defensores, aun con sus locuras. ¿De qué le habían servido las suyas?

Cuando decidió separarse de Miranda ya era tarde. Había llegado a tener un hijo con ella. Pobre Martín, se apiadaba. ¿Para qué si nunca había estado enamorado?

Tuvo que aguantar que sus amigos le advirtieran que dejar a Miranda era un error. Lo mismo cuando abandonó la práctica de su profesión para invertir su tiempo en tareas poco convenientes. Pero, por lo menos, no fue en teoría como su padre —que pasaba más tiempo hablando de Madagascar que preparando seriamente esa imposible beca— sino que se había metido de lleno en terreno desconocido, y sólo por casualidad le había ido bien. Él era inestable —lo contrario de la estabilidad emocional de Baldomero, cuyos tornillos estaban constantemente flojos y no producían contradicciones en su carácter, siempre ecuánime, bondadoso y gentil con los demás, hasta que se cerraba la puerta o le atacaban sus ideas.

Así y todo, para algunos su padre había sido un agente civil de la dictadura militar, un delator. Le dije que enfocara su atención en el presente, el pasado ya no está y el futuro no se sabe. Nuestro futuro es incierto, Elortis, todo podía ocurrir… Y si no encontrábamos a nadie nos quedaba el monasterio. Eso le gustó.

Nada mejor que el talante de un monje, un modelo de virtud y equilibrio con el entorno, para describir el estado anímico en que lo dejó por contraposición la figura maléfica paterna construida por los medios hasta que apareció la carta que instauró la duda sobre las acusaciones. Había sido capaz de sonreír con sinceridad, de ayudar a las personas sin interés y le dieron ganas, como a mí más seguido, de hacer algún tipo de trabajo comunitario. Se ve que en el fondo la culpa y la vergüenza lo corroían. Pero ese lastre que habían venido a descubrir en su progenitor lo dejaba a él en la vereda de enfrente, libre y bueno, la mayoría comentaba que un hijo no debe responder por las acciones de su padre.

No pesaban los errores que había cometido él en su vida; una trayectoria irregular en lo laboral, incierta en lo amoroso. De última, Elortis era bueno para convencerse a sí mismo, sus únicos errores habían sido engañar a su novia de tantos años y haber traído, justo con esa persona, un hijo a este mundo tramposo.

Si al principio había intentado engancharme a Martín era porque mi supuesta pureza, o mi egoísmo que reflejaba una naturaleza sincera y firme, lo habían atraído a él primero y pensó que con una chica como yo su hijo no caería en una confusión como la suya en su primera y decisiva relación. A sus ojos yo era toda posibilidad y conquista, un símbolo de otra época traído a esta de los pelos pero visible y consistente, la novia comprensiva y pura que le hubiera gustado tener en el secundario.

Su encuentro con el sexo había sido abrupto, en una fiesta del colegio conoció a una chica que parecía angelical pero resultó ser que a los diecisiete años ya había tenido una relación y, encima, incestuosa, con un tío postizo. Y esta chica no tuvo la mejor idea que contarle su iniciación sexual a Elortis la noche que se acostaron juntos por primera vez. No precisó, pero parece que cuando le propuso a la chica determinada postura en el acto amoroso, ella se asustó por las experiencias que había tenido antes… Él no tenía esas intenciones. Por algo debió recordarme alguna vez que Baldomero no se preocupó por educarlo sexualmente.

Como consecuencia, arrastró el trauma por un tiempo largo, aunque la sensación de desilusión en lo amoroso no lo abandonó en su vida adulta. ¿Cómo era que el padre de su noviecita le exigía, cuando salían, que la trajera de vuelta antes de la cinco de la mañana? Si la había dejado irse de vacaciones con la familia del tío Oscar. En ese entonces, esta familia era solamente la hermana de su suegro, y también iban con una pareja amiga. Todos compañeros de tenis de la adolescente Miranda. ¿Por qué sólo para él activaban los principios de la sociedad cuando debía haber sido tan evidente para la familia de su novia que el otro se los salteaba?

Le comenté a Elortis que tan visible no sería el asunto, sino el padre de su ex novia hubiera actuado, pero él contestó que, más allá de que los demás se movían por la apariencia, llevar o no el peso del sentido común corría por nuestra cuenta, y que si bien es un gran esfuerzo sacárselo de encima, no podemos echarle a nadie la culpa de nuestra falta de compromiso con nosotros mismos.

La familia de su ex novia se había enriquecido rápido en los noventa y en casos así los prejuicios se multiplicaban a la par que el dinero. Para Elortis eran gente maleducada, que no hacían más que darse aires y desconocían a los espíritus sensibles y elevados. Pero, ¿dónde estaban en Elortis las virtudes que pretendía que encontraran en él? Bien ocultas para que los idiotas no se confundieran, respondió. Después, me aclaró que también podía ser que él fuera un mal llevado y que actuara de incomprendido para echarle en cara a los demás su propia falta de méritos. Tal vez su indecisión lo hacía desconocer quién era para los demás, no veía en qué lugar estaba parado y cuáles eran las afrentas a las que respondía. Y por momentos su megalomanía era tan notoria como la de su padre.

Estando de novio le había tocado irse de vacaciones con la familia de Miranda —usaba el primer nombre para referirse a su ex novia, que la chica detestaba y suprimía por Laura, el segundo— y la de su tío Oscar. Tuvo que compartir asados, baños helados en la playa, y partidos de fútbol con el tío y el padre de la novia. No podía evitar darle vueltas en su cabeza a la pesadilla real que significaba para él que aquel hombre alto, fornido y orgulloso de la falta de pelo en todo su cuerpo, fuera el primer amante de Miranda.

Sin embargo, ella le había asegurado que lo suyo con Oscar no había durado mucho, unas veces nada más, que era algo irrelevante, una pavada… Aunque después le reveló que el asunto se había prolongado durante un año. Siempre antes de conocerlo a él, eh, aclaraba Elortis.

Fue una noche de esas vacaciones, mientras volvían caminando solos por la playa de la fiesta de los guardavidas. Había empezado a indagar sobre la relación y obtuvo esa respuesta. Reaccionó diciéndole de todo a su novia y le echó en cara la tortura diaria que le hacía vivir, dejando en claro que para él no era más que una loca que se había dejado seducir por un gigante lampiño que la doblaba en edad y, para colmo, era su propio tío. Al notar que Miranda había dejado de caminar para entregarse al llanto, Elortis apretó el paso, y ya bastante adelantado y casi perdiendo de vista a su novia, decidió meterse al mar. Mientras apuraba las brazadas para alejarse más de la costa hasta perderse definitivamente en la negrura, descubrió que ya no hacía pie y en la desesperación empezó a tragar agua.

El miedo le duró un momento y cuando dejó de luchar para entregarse a lo peor se dio cuenta que estaba haciendo la plancha y pensó que podría flotar boca arriba en la oscuridad hasta que la marea lo devolviera a tierra o decidiera chuparlo a los profundidades. Agradeciendo al cielo que lo dejase flotar, en las puertas de su libertad, se convirtió en un animalito más de esos que tanto le gustaba tener, como después  Motor, o todos lo que había adoptado desde que era chico y habían terminado sucumbiendo a sus cuidados.

En vez de rebobinar en su mente los hechos más importantes de su vida, ya siendo él otra criatura endeble a la deriva, vio la cara de todos los animales que había torturado, las de los conejos que reventaba de cariño en la casa de su abuela —sus familiares decían que unos días después de su visita se morían debido a sus apretones—, la gomosa y cornuda del oxolote que se secó al evaporarse totalmente el agua de la pecera y las imprecisas cabezas de las luciérnagas que atrapaba en frascos. Que lo perdonaran.

De repente, fue arrancado de todos estos pensamientos por la fuerza de unos brazos firmes que lo arrastraron poco a poco hasta la orilla. No era otro que el tío Oscar que, ante los gritos descarnados de Miranda, se había metido en el agua con un amigo para rescatarlo. Parece ser que el agua lo había arrastrado cerca de la fiesta de los guardavidas y la mitad de los invitados estaba presente, aplaudiendo medio en serio, medio creyendo que era una imitación de salvamento inspirada por el alcohol.

Elortis confiesa que, del susto y la vergüenza, pensó que le agarraría un ataque al corazón de tanto que lo sentía latir en el pecho cuando Oscar y el amigo lo dejaron en la playa, y que, aunque siguió tomando muchísimo, esa noche no había podido emborracharse. Al otro día no pudo evitar reírse de sí mismo y de la situación absurda en la que se encontraba.

Esto me hizo pensar que el día que vi a Elortis podía ser que se hubiera metido en la tienda de ropa de mujer para comprar algún regalo a su ex, ya que se seguían viendo, la mayoría de las veces sin Martín, y él nunca me negaba que algún día pudiera volver con ella, aunque le parecía improbable. Por lo menos en ese momento de nuestras charlas. Parecía una relación obsesiva pero feliz, fundada en esa desilusión inicial que a la vez lo atraía de manera morbosa, y que como era habitual, solamente la rutina se había encargado de empañar.

En cambio, Baldomero rara vez hablaba con su esposa, a la que trataba como un apéndice dedicado a higienizar y a organizar su existencia, a alejarlo de la búsqueda constante de otras mujeres en las que saciar su ego y su apetito sexual para poder dedicarse, y esto sí parecía loable, y digno de imitación para Elortis, a la reflexión, con la que intentaba conocerse a sí mismo, y al pensamiento, con el que pretendía contribuir a la cultura cuando encontrara la manera de enriquecer la comunicación destronando a ese elemento impreciso que era el lenguaje heredado.

Para eso buscó toda su vida la cultura milenaria que le transmitiría el conocimiento necesario a través de los signos unívocos de lo real, antes de que las civilizaciones siguientes lo desvirtuara al proponerse expresarlo por otros medios.  Y este tipo de actividad, que lo convertía sin dudas en un charlatán, la desarrollaba en las charlas informales de la facultad.

Por lo tanto, a Elortis se le ocurrió dar con el posible benefactor de la memoria de su padre entre sus colegas profesores. Como estaban casi todos muertos y los que no lo estaban son los que lo habían denunciado, haciendo referencia a los almuerzos en los que Baldomero apoyaba la represión, decidió hacer el experimento de hacerse pasar por un profesor suplente y comer con los demás facultativos para enterarse de qué hablaban y, más que nada, ver si alguno nombraba a su padre. Así, también, esperaba inaugurar un período de decisiones intuitivas, cercanas a lo irracional, en su vida. Aunque las pocas veces que les parecía haberlas tomado, últimamente por mujeres, no le había ido muy bien. Por suerte uno de los profesores había trabajado en la época de su padre.

A pesar de ser un viejo demacrado y que en conjunto parecía estar en las diez de última, reveló que su físico y su mente se mantenían vigorosos gracias a los beneficios de una dieta casi mediterránea a base de uvas, pan con cereales, chocolate negro y nueces, sin olvidar su copa de vino por las noches. Elortis le había dado ochenta y tantos pero el licenciado Pascual tenía noventa y seis. Y todavía dictaba, una vez al mes, clases en su cátedra. Sacó el tema de los inventores y los profesores más jóvenes lo miraban con una mezcla de reverencia y suspicacia, para Elortis era como si fueran cowboys diestros y tuvieran las manos en los cinturones para desenfundar en cuanto vieran la senilidad aparecer en cualquier desvarío vergonzoso.

El casi centenario profesor había hecho más de lo que ellos pretendían para sus vidas y todavía estaba ahí sentado, un rejunte de costumbres solidificadas, dispuesto a rebatir cualquier juicio inexperto. Además de jefe de la cátedra de Introducción a la Psicología, era pintor y venía de presentar una exposición de su obras en Londres, viaje que había aprovechado para conocer Escocia, donde visitó la casa de Graham Bell. Se hizo evidente para Elortis que ese viejo había logrado lo que Baldomero buscaba; ser respetado y que le paguen por sus caprichos.

Pascual dijo que los inventores en general no eran buenas personas, y que sería muy interesante investigar las similitudes en la educación que terminaban brindando a la sociedad esos soñadores exitosos. Agregó que todo era muy lindo pero: ¿a quién le gustaría ser el perro de Graham Bell? —algo que Elortis ya había oído en boca de su padre.

Parece que Graham Bell experimentaba con las cuerdas vocales de su perro para hacerle reproducir algunas palabras. Baldomero también decía que el perro era el precursor del teléfono. ¿No sería ese viejo el redentor de la figura de Baldomero?

Elortis acariciaba la idea, cuando una profesora de unos cincuenta años, pelirroja y todavía atractiva, confesó que Pascual le recordaba cada vez más a Baldomero Ortiz. El viejo se quedó con los ojos muy abiertos y, mientras Elortis trataba de tragar el pedazo de omelette que se había pedido y miraba fijamente la mesa para pasar desapercibido, el ayudante que estaba sentado a su lado le comentó a los presentes que tenían la suerte de estar con el creador de Los árboles transparentes, hijo del profesor Ortiz. Elortis, que no sabía dónde meterse, sonrió como un idiota y cometió el error de limpiarse la boca con una servilleta ya usada por otro. Encaró sin vueltas a la pelirroja y le preguntó por qué se había acordado de su padre. Mariana había sido alumna de su padre y, por la forma en que todos apartaron la mirada mientras le respondía, notó que la relación siguió más allá de las aulas. Envidiaba a Baldomero por sus amantes.

Explicó que se había tomado el atrevimiento de acompañarlos en la comida porque estaba investigando sobre la figura de su padre. Algunos profesores se levantaron, disculpándose, y sólo quedó Mariana, el ayudante, que se llamaba Diego, y el profesor Pascual, todavía sorprendido, no sabía Elortis si por su enigmática presencia en ese almuerzo o porque habían descubierto el origen de la anécdota que había contado.

Mariana pensaba que los medios habían tratado con excesiva crueldad a la figura de su padre y no podía entender cómo todos los importantes amigos que tenía no lo salieron a defender. ¡Amigos importantes! Elortis dudaba de que su padre hubiera tenido alguna vez ese tipo de amistades.

Pascual agregó que prefería mantener el silencio sobre las simpatías políticas de su antiguo amigo, pero que si había sido un infiltrado de la dictadura de los milicos en la facultad lo había hecho muy sutilmente porque nadie se había enterado. Que decía ese tipo de barbaridades en los almuerzos era mentira. Los alumnos lo evadían por ser muy estricto en los exámenes pero todos los recordaban por su parloteo en los pasillos sobre temas muy poco académicos, casi parapsicológicos en el sentido cabal de la palabra, como su proyecto de viajar a Madagascar para tratar de entender mediante la observación del ecosistema la verdad de una civilización perdida, que pensaba encontrar en algún momento. Esa verdad se refería a algo difuso y contradictorio; cómo eran los primeros pensamientos antes de que los gestos y después el lenguaje hablado los empobrecieran creando la conciencia.

El punto era, interrumpió el ayudante, que había muchos alumnos y profesores desaparecidos, y que algunos señalaban a Baldomero como uno de los posibles entregadores.

Nadie sabía quién había escrito la carta anónima, pero el viejo reconoció que el ex profesor que armó el escándalo y los demás que se sumaron no estimaban a Baldomero. Estos psicólogos no le encontraban la vuelta al asunto de rescatar su legado académico, ya que era recordado como un irracional, peligroso para la profesión, y que el aula magna llevara su nombre —Elortis sabía bien que ese homenaje tardío no había significado mucho para su padre— los preocupaba más que las acusaciones. Pascual aseguró que en esa época había profesores peligrosos, que no sólo se dedicaban a enseñar sino que invertían parte de su tiempo en movilizar a los alumnos con otros fines y que la bronca hacia su padre debía venir por los temas insustanciales, y pocos comprometidos, a los que se dedicaba.

Para Mariana, Baldomero hacía notar, muy cada tanto, sus preferencias conservadoras, pero no las imponía, prefería molestar a los psicólogos con la indiferencia y las teorías esotéricas.

Elortis se siente incómodo y decide agradecer a los presentes por sus palabras y alejarse cuanto antes, pero no logra sacarse de encima a Diego, el joven ayudante. Mientras lo acompaña al coche, Diego le confirma que Baldomero y Mariana habían sido amantes, lo felicita por su libro y le pregunta si podía darle clases de escritura.

Ahora bien, Elortis manejó a la vuelta ese día pensando en los colgantes que llevaba Mariana, entre los que había una vaquita de San Antonio, de oro. ¿No tenía su madre una igual?

Cuando llegó a su departamento buscó la caja de madera donde su padre guardaba los recuerdos del matrimonio, y otras cosas macabras como el diente de la abuela de Elortis, y estaba todo lo que esperaba encontrar, menos la vaquita que él recordaba haberle visto a su madre en algunas fiestas. Era tan cabezadura que no paró hasta encontrar en un álbum de fotografías a su madre luciendo el dije y despegó la foto para dejarla a mano. Elortis se sintió solo y un poco viejo.

Así que Baldomero había alcanzado el agape griego, esa unión suprema amorosa, con su alumna pelirroja, tal vez interesada en temas tan elevados como los suyos. Sabía que Baldomero tenía la seguridad que a él le faltaba para llevar adelante sus asuntos, una manera de esconderse a sí mismo el lado oscuro de sus actos, útil para no acobardarse y cumplir ciertos objetivos.

No sé por qué, pero me empezó a parecer que yo era uno de los objetivos del hijo de Baldomero.

por Adrián Gastón Fares.

 

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 3.

3.

Durante la convalecencia que siguió a la operación, no dejé de pensar en Elortis, mi querido amigo virtual, y lo que fuera que estuviera haciendo en esos momentos. Le comenté al pasar que necesitaba dadores de sangre. Se presentó al día siguiente, aunque no lo aceptaron. Dijo que porque había dicho la verdad en todas las preguntas del cuestionario. Seguro que, como un conocido, andaba con más de una y por eso lo rebotaron.

Cargándolo, le pregunte si iba a ir a visitarme a la clínica; dijo que sí pero no cumplió, aunque llegó un mensajito de él para preguntar cómo me había ido, tres horas después de que me sacaran del quirófano. Estaba mi mamá y no pude evitar la sonrisa. Le dije a Elortis que me vendrían bien algunos de sus libros audibles para la noche. Ahora no puedo evitar imaginármelo diciendo mi nombre a la enfermera, y después sentado en la sala de espera de dadores de sangre, antes que lo llamaran para llenar el formulario.

Sus audiolibros no hubieran sido muy interesantes para mí, como ya dije eran libros viejos, por esa época yo leía poco y nada —¡con todos los textos que me daban en la facultad!—, pero estaba enganchada con esos de vampiros enamorados y un tiempo estuve con los otros de tipos que van atrás de símbolos secretos. Ahora cada tanto me compro algunas novelas más interesantes que me recomiendan en el trabajo.

Sabatini y Ortiz se ocupaban de todo Jack London, Martin Eden incluido, Elortis precisa; de la obra completa de Lewis Carroll, los Cuadernos Norteamericanos de Hawthorne, las cartas de Flaubert, Allá lejos y hace tiempo, los Viajes de Marco Polo; Wilde, pero el argentino no el que había hecho envejecer a un retrato, porque no se habían animado a leerlo en voz alta. Hubo una fuerte discusión para ver quién hacía de Flaubert en las cartas, ya que siempre eran sus voces las que interpretaban las lecturas. Si eras vecino de su oficina en esa época podías escuchar la voz de Sabatini como Flaubert y la de Ortiz como Turgueniev o Maupassant. Casi se van a las manos para ver quién era el señor de Balantry y cumplieron el deseo de Borges de dividir en dos actores al señor Jeckyll y Mister Hyde. ¿A que no saben quién se ocupa de los párrafos en que aparece Hyde en la grabación? Lamento informarles que Elortis no quiso revelarlo. Y es imposible averiguarlo porque, aunque algunas grabaciones circulan, ésa se perdió en un disco rígido defectuoso.

Si se divertían tanto; ¿por qué se separaron esos dos? La culpa, tal vez, la tuvo el libro que escribieron a dos manos.

Algunos días después de mi operación, tuve una charla rápida con Elortis. Don Luciano, el vecino que le cuidaba la casa de la costa, tenía noticias de Motor, mucho no le quiso decir aunque le pidió que viajara cuanto antes. Se haría una escapada al otro día.

Ya de vuelta, en una charla más distendida, me cuenta cómo le fue. Apenas llegó, después de un viaje rápido y sin inconvenientes, aunque la soledad de la ruta lo había adormecido mediando la mañana fría y nublada de principios de otoño, Don Luciano lo acompañó hasta la casa de un vecino.

Cruzaron la plaza, un colchón de agujas de pinos (esos árboles habían crecido desde que Baldomero plantara él mismo los primeros ejemplares de la variedad pinus brutia, según había investigado recientemente mi amigo, un pino de gran altura, natural de zonas mediterráneas), hasta una casa blanca de madera donde el señor Heller, ex capitán de fragata y compañero de pesca de tiburones de su padre, pasaba la mayor parte del año, gracias a una jubilación de privilegio que, según don Luciano, ningún proceso judicial había logrado quitarle.

Ni bien entró, Elortis se fijó en los muebles pesados que tenía la casa, en las vitrinas repletas de soldados de plomo de la Segunda Guerra Mundial, iguales a los que su padre compraba en el Pasaje Obelisco —tal vez el ejemplo de su amigo había dado el puntapié inicial a su afán por coleccionarlos— y en las pieles de animales salvajes que colgaban de las paredes, particularmente en la cabeza de un tigre de Bengala, colocada arriba del hogar, adelante del cual se extendía por el piso la piel blanca del mismo animal, rodeada de un par de sillones largos tapizados en cuero negro. La piel terminó de impresionar a Elortis.

Don Luciano, entusiasmado, revelando su camaradería habitual con el propietario, lo invitó a que se sentara en el sillón frente al ya repantigado Heller. Elortis dijo que nunca probó un whisky tan bueno como el de ese hombre. Aparentemente, un marinero le regalaba lo que quedaba en el fondo de los barriles escoceses, un líquido asentado y espeso.

En esa casa, con el fragor de las ramas de los árboles que se clavaban en el cielo, mi amigo intuyó dos veces una presencia que le soplaba la nuca, y se le ocurrió, mientras don Luciano y Heller intercambiaban opiniones sobre el clima político y personajes de la farándula en la temporada de verano de Mar del Plata, que bien el ex capitán podría tener una chica enterrada en el fondo cuyo espíritu viniera a pedirle una revancha, un rescate, si es que se podía rescatar a alguien ya muerto le digo yo, pero Elortis me dice que se tiene que poder.

Por un momento, creyó ser la señora Marple, vaso de whisky en mano en vez de té, en la historia que se llamaba Némesis si mal no se acordaba, donde la heroína tenía que visitar jardines ingleses para dar con el asesino, y entonces el ex cazador de tiburoncitos fue el cómplice de un terrible crimen compartido con Baldomero. Justo apareció Motor, dio unas pisadas sobre la piel de ese otro felino, pero muerto y gigante, y saltó a la falda del señor Heller que, sonriendo, dejo reposar su mano sobre el gato.

Heller le contó que Motor se había portado de maravillas, y pasó a explicarle porqué los gatos eran sagrados para los egipcios; una razón muy práctica: la eliminación de las ratas. Elortis, al contestarle, no se sintió la señorita Marple sino su padre, por la entonación grave, calculada; también es verdad lo contrario, dijo, inventamos fundamentos prácticos para llevar a cabo las decisiones más alocadas.

No podía sacar los ojos del fondo largo, con esos árboles y un tobogán, y le echó en cara a su padre muerto no haberlo traído de chico a jugar a lo del capitán, más cuando descubrió a esas dos nenas que le sonreían desde una foto en la mesita ratona. La casa cruzando la plaza, antes un terreno con algunos arbolitos dispersos y una inscripción tímida en el cantero del medio que inauguraba un futuro espacio público, había pasado desapercibida en sus tardes solitarias.

Igual, de repente se olvidó de lo demás, y le preguntó a Heller si se animaba a escribir una nota a favor de su padre, que sería enviada a los diarios. Le contestó que con gusto escribiría una, pero le extrañaba que no supiera que una carta firmada por él comprometería más a Baldomero, aunque estaba dispuesto a desligarlo, mediante sus palabras, de cualquier sospecha. ¿Qué habría querido decir con eso?, se preguntaba Elortis; ¿sólo de palabra podía desligarlo? ¿habría algo verdadero en la acusación? Prefirió no seguir insistiendo en el pedido.

Volvió a cruzar la plaza con Motor en sus brazos y el cada vez más viejo don Luciano, quien se atrevió a contarle que Heller y Baldomero solían escaparse a Mar del Plata con la excusa de ir a pescar, pero que en realidad hacían de las suyas como cualquier hombre de antes, lo que hizo que se acordara del interés de Heller en la farándula marplatense, y también de la ex vedette Susana P. Apenas subió al auto, notó que Motor estaba un poco arisco. Cuando le preguntó sobre sus aventuras independientes, le contestó con un maullido seco, más ronquido que otra cosa, y no dejó de encorvar la espalda cada tanto durante el viaje, como echándole en cara que lo hubiera perdido.

Ya de vuelta en su departamento, con el gato recién alimentado en sus faldas, y todavía sorprendido y asqueado por las pulgas que le descubrió en el cuello y en el lomo, vio la respuesta de Sabatini; se negaba a colaborar en el prefacio de la nueva edición del libro que escribieron.

Lo de Los árboles transparentes había empezado como un chiste, una paradia. Cuando notaron que vender libros audibles no era ningún negocio se propusieron hacer un libro a manera de imitación de tantos psicoanalistas devenidos escritores. Para eso, Sabatini se encargó de seleccionar a varios conocidos, en su mayoría antiguos pacientes suyos, que darían testimonio sobre relaciones truncadas, amorosas, familiares, laborales. En el libro daban a entender que las relaciones se desgastaban por causas exteriores naturales y no por problemas inherentes a la personalidad de cada persona, idea que lo hacía parecer más una crítica al psicoanálisis que uno de esos best-sellers de autoayuda que fomentaban la profesión, y terminaba dejando a los psicoanalistas algo mal parados.        Pero, para decir la verdad, no era el medio, me decía Elortis, lo que impedía que las personas fueran felices; eran los prejuicios, las opiniones infundadas y el resto de las configuraciones mentales que el sistema cada vez más invisible y amigable en que vivíamos nos implantaba para aislarnos y conservarnos como una célula cada vez más eficiente, sin tener en cuenta las consecuencias. Las personas afines se terminaban desencontrando. La incomunicación y la soledad hacían de las suyas.

Me pareció que lo decía a propósito, pensando en mi supuesta inapetencia sexual, cuando agregó que hacía rato que la represión sexual y de los sentimientos —la que más le preocupaba— no provenía de la religión sino de las metas falsas que nos imponían. La libertad había sido manipulada tanto en los últimos tiempos y ahora era una trampa cada vez más transparente.

Sabatini fue un gran artífice del libro, preguntando sin vueltas a sus ex pacientes los secretos más íntimos de sus relaciones. Elortis escuchaba las entrevistas y se dedicaba a inventar una historia que reflejara la situación de cada entrevistado. Tengo una amiga que se sabe de memoria, y hasta copia en su mensajero, algunas de las frases de Los árboles transparentes.

El título se debe a la metáfora de Elortis de un bosque repleto de árboles que no pueden verse los unos a los otros, solamente creen percibir algún que otro reflejo, casi siempre erróneo, de una presencia ajena a la suya. Según, Elortis, que como vemos no era muy amable con su obra, es esta especie de crítica light a la sociedad la que aseguró las ventas del libro. Sin embargo, más de un crítico literario agradeció la imagen de este páramo que en realidad era un bosque.

Los árboles crecen en altura porque piensan que así podrán ver otras especies a lo lejos pero en realidad nunca ven nada y la soledad empieza a torcerlos, a doblegarlos, hasta que el bosque se vuelve además de invisible, tenebroso.

Noches después que mi amiga me hablara del libro, soñé que pisaba el bosque de árboles invisibles con pasos cada vez más rápidos que terminaban en una corrida. Mis manos rozaban cálidas y ásperas cortezas translúcidas. De repente, me dominó una alergia terrible que debía provenir del polen oculto que lanzaban al azar esos gigantes y me desperté estornudando —gracioso, pero acabo de estornudar a la mitad de la frase.

Según mi amiga —la primera vez que intenté alejarme un tiempo de Elortis, cuando las charlas se volvieron más frecuentes, me prometí no leer nunca el libro— el caso más interesante que encontró la dupla Ortiz-Sabatini era el de Roberta Catani.

Esta mujer era una histérica cleptómana, por lo tanto mitómana, así que mejor tomar con pinzas algunos detalles de su relato, también lo aclaraban en el libro, que se enamoraba, y era correspondida, de un compañero de trabajo.

La relación prospera, y los novios pasaban cada vez más tiempo juntos —en el call center donde trabajaban y en la casa— hasta que Catani descubrió que le faltaban algunos libros en su biblioteca. Otra vez, no encontraba el juego de cubiertos de plata heredado de su abuela y, finalmente, desapareció el frasco donde dejaba las monedas que separaba para el colectivo. Roberta rompía con su novio en cuanto corroboraba que era un deleznable y mentiroso ladrón, pero a la semana el muchacho la citaba para reclamar un reloj pulsera, la estilográfica que le había regalado su madre cuando terminó la secundaria, y hasta una esponja exfoliadora. Ya reconciliados, vivían felices hasta que, en un confuso episodio en una farmacia, un policía mataba de un tiro al novio.

Estos Bonnie y Clyde de sillón de psicoanalista calaron hondo en la opinión pública. A mi amiga le brillaban los ojos mientras me lo contaba.

Dos personas con individualidades complejas pero que aprendieron a compartir sus debilidades, que a la vez, como en muchos casos, comentamos con Agos, eran sus placeres ocultos.

Ninguna relación parecía tan feliz como la de Catani y su novio del call center, y la cleptómana pronto fue una invitada habitual, como Susana P. después, de los programas de chimentos. Aunque Ortiz y Sabatini trataran de convencerla al principio para que no aceptara esas invitaciones.

Ya sabía lo demás me dijo Elortis: el libro gustó, se vendió bien, y ellos también se expusieron y viajaron a Mar del Plata para dar esa charla de literatura de verano en Villa Victoria y participar del famoso almuerzo televisivo de la famosa señora. Sin embargo, Sabatini se resintió en cuanto vio que las preguntas de la prensa iban dirigidas a Elortis y cada vez que mi amigo aclaraba, condescendiente, que había escrito el libro a dos manos, no podía evitar sentirse un impostor, lo que ahondaba su bronca.  Por otro lado, el tiempo que habían trabajado en el libro con las cuentas justas, sin poder darse ningún lujo, con sus respectivas parejas manteniéndolos, y recriminándoles el desbaratado camino que había tomado la sociedad, hizo que en las etapas finales de la escritura los, hasta aquel momento, entrañables amigos de aventuras empezaran a tener algunos roces.

Elortis le había echado en cara a Sabatini que no trajera víveres para subsistir en la oficina —siempre le comía las mermeladas que él llevaba y le vaciaba sus cajitas de té— y no le perdonaba que cada día apareciera más tarde porque había empezado a atender pacientes en su domicilio por la mañana, antes que su esposa lo usara para lo mismo. La relación de estos hombres intrépidos —palabras de Elortis—, que habían intentado distanciarse del resto de su camada al ocuparse de trabajos más afines a sus gustos, empezó a desgastarse de esta manera. Tengo que admitir que a mí me molestaban estas salidas de Elortis, tanto hacerse el revolucionario, y en cuanto empecé a trabajar en el estudio de abogacía sus opiniones se hicieron cada vez más ácidas e inaguantables.

Y acá pensó que venía al caso una de las historias que contaba la enanita. Me llevó al sur otra vez, a la casucha de dos por dos donde la enanita le había contado sobre el matón Ruggiero o Ruggierito. La relación entre Ruggiero y su compinche Baigorria venía mal, desconfiaban el uno del otro. La enanita presenció la historia que relata, mientras paseaba un domingo con su amiga. Ruggiero y Baigorria salieron de una galería, donde habían ido a “cobrarle” personalmente a una joyería, y caminaban alegres con las joyas que les regalarían esa noche a sus mujeres en sus bolsillos. De un momento a otro el cielo se llenaba de nubes y el aire se tensaba en espera del inminente chaparrón. Mientras Baigorria se acomodaba el mechón de pelo que el viento le hacía caer en la cara, Ruggiero se paró en seco. Creyó ver que el canillita parado en la esquina inclinaba hacia atrás su sombrero en señal de peligro. Andaban con cuidado porque unos matones radicales se las tenían jurada. De repente, un ruido seco y sordo hizo que los dos desenfundaran sus pistolas. Por un instante, cada uno apuntaba al cuerpo del otro, aunque enseguida rectificaban el impulso y buscaban con sus armas más allá de sus espaldas, transformando la posible traición en un acto de arrojo. Rezagados, los dos matones que los acompañaban a todos lados también desenfundaban y rastreaban con sus armas al agresor hasta que se daban cuenta que el estruendo era causado por un ventarrón que había derribado al cartel de chapa de la puerta de la galería. Así y todo, la relación de Ruggierito y Baigorria ya no sería la misma después del episodio patético de la caída del cartel y el primero mandaría tiempo después a eliminar al segundo.

El éxito del libro acentuó las diferencias entre Ortiz y Sabatini. El tiempo que pasaron juntos para crearlo logró que cada uno reconociera la previsible forma de actuar del otro. Ya no había sorpresas ni risas. Le sugerí a Elortis que tal vez él no fuera tan macho como creía ser y le pregunté, medio en broma, si alguna vez no se había sentido atraído por alguna persona de su mismo sexo. Responde, típico, que no lo descarta en el futuro porque estaba algo cansado de las mujeres pero que ese detalle iba mejor para la historia de Ruggierito y Baigorria y de cómo se cuidaban las espaldas, a pesar de recelarse, el uno al otro.

Y tenía otras historias que le contaba la enanita, pero por suerte apareció mi mamá y me preguntó qué hacía tan tarde en la computadora y pude desearle las buenas noches a Elortis. No es que me fuera a retar, pero aproveché para tomar un café con ella. Nos hablamos, Elortis, que sueñes con los angelitos, adiós, le decía, siempre así.

El día después de esa charla me enteré que mi ex se había puesto de novio y a la noche se lo conté a Elortis, que trató de consolarme. Le dije que nunca había querido de verdad a mi ex y que por lo tanto no me interesaba lo que hiciera de su vida, aunque esperaba que le fuera bien. Era una posibilidad, como decía Elortis, que Santiago no aguantara mis reiteradas negativas a tener sexo pero en realidad yo no estaba preparada y no soportaba la idea de entregarme a él por completo.

También, por esa época fue que iba caminando por Callao y me pareció ver a Elortis —si era fiel a su fisonomía la foto que mostraba— bajarse de un taxi y correr con un paraguas hacia una tienda de ropa de mujer. ¿Sería? ¿Entró en la tienda de ropa o en la librería de al lado? No quise preguntarle al otro día, porque si era él, debería haberlo saludado.

Elortis decía haberme visto en tres ocasiones, y en una la pegó, era yo y era él, los dos caminando rápido en direcciones opuestas, yo con una musculosa negra y un rodete en el pelo y él con una camisa a cuadros arremangada. Por un segundo nuestras miradas se encontraron y el corazón me dio un vuelco, pero seguí caminando más rápido y me perdí con una sonrisa en la bajada del subte.

por Adrián Gastón Fares.

 

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 2.

2.

En aquellos días, Elortis se dedicaba a esconderse de los periodistas que lo esperaban afuera de su edificio. Los despistaba con un bigote que su padre había comprado en una tienda de bromas (extrañado, recuerda que en una época Baldomero aparecía con ese tipo de cosas; narices falsas, antifaces o colmillos). Sin embargo, una vez lo reconocieron. Elortis no paró de caminar mientras respondía con evasivas las preguntas y apartaba las cámaras, y logró meterse en el supermercado chino de la vuelta. La china creyó que los periodistas querían hacer alguna nota inconveniente para el ramo y los sacó volando con la ayuda del verdulero centroamericano. Elortis aprovechó para comprar comida y vino tinto, y retornó a su departamento donde se escondió varios días. Lo extraño, decía, era que seguía escuchando los ruiditos de Motor. El rasguño en la alfombra. Los maullidos tenues en busca de comida y agua. Las corridas repentinas. Pero sabía que el gato no estaba; así era la imaginación. Hasta pensó que sería el mono araña, que había vuelto. ¿De qué hablaba?

Pero me dijo que alguna vez me contaría la historia de ese mono. La pérdida de Motor lo tenía confundido. Primero porque no debería haber ido al rescate imposible del pasado de su padre (¡¿Qué era lo que podía hacer él con una carta favorable?!: siempre estarían los rumores), segundo porque no debería haberse llevado al gato por dos días de viaje, a quién se le ocurriría, hubiera estado a salvo en su departamento. ¿Qué iba a hacer ahora solo como un perro?

Elortis era de esos que te hacen reír sin querer. Su intención escondía una seriedad no tan difícil de entender, era la seriedad de la persona que llegaba al momento de su vida en que tenía que volver a jugarse todo. Ya había acariciado el éxito. Pero ahora tenía que dar otro paso, uno nuevo que consistía aparentemente en vivir como él quería y volver a escribir –o simplemente a hacer, como él decía– otra cosa de peso.

Además, estaba claro que no había encontrado el amor. Más bien se le había escapado. Se había enamorado algunas veces, pero lo arruinaba todo cuando las cosas iban en serio. Elortis idealizaba a las mujeres que le gustaban y a las que no las trataba con la desidia necesaria para enamorarlas. Así pasó con Miranda.

Ahora, después de la muerte de su padre, del éxito repentino que había alcanzado con el libro y de la enemistad con Sabatini, reconocía en sí mismo la madurez necesaria para mirar de frente a las personas. Supongo que la acusación contra su padre debió renovar su fuerza, como si tuviera una tarea importante que atender.

Nunca me contó el fin de Baldomero, pero me aclaró que el asombro de no poder hablar con él desapareció un año después de su muerte. En cambio, al tocar el tema, sacó a luz una de las historias de la enanita, cuya abuela materna había fijado la hora en que moriría.

La vieja le avisó a sus familiares que a las doce en punto de esa noche se iba y que su deseo era que rodearan su cama para acompañarla en sus últimos momentos. Se acostó y cerca de la medianoche escuchó con los ojos entrecerrados, sin chistar —palabra de la enanita— la extremaunción del cura. Al rato, como no pasaba nada, le preguntó a su hermana, la tía de la enanita, la hora. Cuando le confirmó que habían pasado unos minutos de las doce, corrió su manta con desdén, se calzó las pantuflas y avisó que, por lo visto, aquella noche no se moría. Después se fue a la cocina a hacerse algo de comer. A Elortis parecían gustarle estos personajes despampanantes. Necesitaba nombrarlos cada tanto y, peor todavía, tenerlos cerca en su vida.

Sin embargo, se había pegado a Romualdo, su ex compañero de facultad, porque era la persona más callada de la cursada. Su silencio era poco discreto, molesto para los demás. Había días en que sólo abría la boca para elegir la comida en el comedor de la universidad. Elortis, que era mucho más introvertido entonces, enseguida logró llevarse bien con Romulado e iniciaron una amistad sostenida a lo largo de los años. Después que terminó la carrera, el chico tímido se convirtió en un hábil empresario, dejando de lado la psicología para invertir su dinero en una peluquería chiquita en Caballito. El negoció prosperó, y Romualdo instaló una sucursal en Barrio Norte. Se ocupaba diariamente de administrar los dos negocios y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de su físico y a la diversión con mujeres. Se convirtió en un fiestero insobornable —en cuanto Elortis hablaba de proyectos conjuntos sin visión comercial, como los que llevó a cabo con Sabatini, enseguida le cambiaba de conversación— y en un vividor preciso, con pocas, o en apariencia ninguna, dudas existenciales. Él arreglaba las salidas, poniéndose al tanto de los nuevos bares y boliches, y se ocupaba de equilibrar el entusiasmo de su melancólico amigo. Aunque Elortis lo detestaba a veces, apreciaba la alegría imperturbable de Romualdo como un don invaluable.

En ese momento, me pareció que enaltecía el carácter de su amigo para que yo no pensara mal de sus salidas. Decía que no buscaban chicas; solamente pasarla bien entre amigos.

Elortis evitaba referirse a su vida sexual en las conversaciones, no sabría encuadrar los desenfrenos a los que se entregaba con nuestra diferencia de edad. Aunque alguna que otra vez quiso saber cómo estaba yo vestida y cada tanto me pedía que le mostrara una foto nueva. ¿Para cuándo en la playa? Pero enseguida aclaraba que era una broma. Recuerdo, sin mirar el registro de las conversaciones, que cuando volví a afirmarle que nadie me había tocado, por lo menos a fondo, no creas que nunca hice nada, eh, Elortis al rato me salió con que el sexo en nuestra época era la más grande de las ficciones y la única que seguíamos consumiendo con ingenuidad. Más que seguro, una carita de desconcierto, y él cambiaría de tema.

Sospechaba que su padre había sido mujeriego. Pero no se lo imaginaba arriesgando en las comidas su cátedra de Análisis Experimental de la Conducta. Los  alumnos, a pesar de sus locuras, o tal vez por eso mismo, lo querían y, cuando decidió dejar de dar clases, iban en grupo a visitarlo a su departamento. Baldomero los escuchaba en silencio, como si fuera otra persona, opuesta al profesor gritón de antaño, y después los despachaba, criticándolos apenas se cerraba la puerta. Para él estaban perdidos, había algo que se les había escapado en sus clases.

El conflicto con la verdadera identidad de su padre se agudizó cuando una ex amante, la señora Susana P., como la llamaba Elortis, apareció en un programa de televisión de la tarde diciendo que a Baldomero en el terreno sexual le gustaba dominar, debido a que sufría de complejo de inferioridad. Para ella el profesor era un agente civil de la dictadura, pero lo hacía para no perder su cátedra en la facultad. Para colmo, Susana P. había sido una conductora de televisión bastante famosa en una época.

Otra vez acampaban los periodistas afuera del edificio de Elortis. Unos días después supe que, mientras yo arreglaba una reunión con mi ex novio para terminar de aclarar las cosas, Elortis se la había pasado buscando, sin suerte, a una persona que hablara a favor de Baldomero en uno de los programas de televisión. Según decía, necesitaba encontrar a alguien que estuviera dispuesto a revertir el proceso de desmeritación iniciado contra su padre.

La visita a Ramiro, un ex gobernador tucumano, con el que Baldomero jugaba al tenis, no dio frutos. Fue, más bien, denigrante. El viejo estaba en el hospital, conectado a muchos cables y, mientras la esposa, mucho más joven, leía una revista de modas, Elortis susurró el nombre de su padre. Como resultado, Ramiro intentó sacarse la intravenosa de la mano derecha para, según le había parecido a Elortis, pegarle un cachetazo. La mujer dejó la revista y lo acompañó al pasillo de la clínica para explicarle la razón de la bronca.

Baldomero y su esposo siempre habían discutido y levantaban banderas opuestas sobre cualquier tema. Se hacía sentir la falta de los dos en la mesa del club. Que disculpara a su marido, estaba en las diez de última, como bien podía ver, y odiaba a Baldomero porque, además de haberle hecho perder una copa en un torneo de dobles, se le había tirado a su ex esposa.

Otra. Baldomero reconocía a un tal Walter como uno de sus alumnos más inteligentes. Para él, este chico era el único que entendía sus clases, en las que saltaba de un tema a otro, dejando que sus alumnos los asociaran libremente. Walter, también, estaba dispuesto a acompañarlo en la expedición a Madagascar en busca de los signos ocultos de la naturaleza que le revelarían la lengua adámica. Para esta tarea, Baldomero hasta había llegado a estudiar el arameo imperial, que usaría como lingua franca para comunicarse con los posibles habitantes en el caso de que encontraran alguna civilización escondida, aislada de la evolución sólo para conservar la pureza original del mundo primigenio. No era la única teoría excéntrica con la que el profesor amenizaba los desayunos y los almuerzos.

Elortis temía que las acusaciones contra su padre fueran reales. Después de todo, ¿no era un charlatán de primera? ¿cuándo hablaba de psicología fuera de sus clases? Y algunos alumnos, los de menos luces, es cierto, directamente no lo aguantaban, decían que se iba demasiado por las ramas. También, como para que no fuera así: había llegado a la conclusión, en la época en que era un profesor alegre y picaflor, de que en Madagascar existía una caverna, o un resquicio en la roca de la isla, que llevaba a una ciudad subterránea poblada. La fauna no podía ser lo único particular en ese lugar, sino que así como habían permanecido intactas esas especies que conservaron sus características esenciales, también los humanos lo habrían hecho, salvo que bien escondidos de la mirada del mundo. Baldomero estaba casi seguro de que sería imposible dar con el agujero en la roca que lo llevaría a esos hombres pero se conformaba con el logro que significaba convencer a alguien para que le financiara el viaje. Para intentar dar con la caverna rastrearía ciertos indicios en la fauna y la flora del lugar. De todas maneras, creía que ya ver a esas especies de cerca y en su hábitat le haría comprender la naturaleza de los demás habitantes. Yo leía absorta las palabras de Elortis. ¡Qué padre tan interesante había tenido después de todo! El mío se pasaba el tiempo alquilando departamentos y casas que mandaba a construir.

Pero sigamos, Walter no era el exitoso psicólogo que Elortis esperaba. Vivía en un departamento chico sobre la calle Paraná, pegado al barrio de Montserrat, donde atendía a sus pacientes. Elortis estuvo esperando en la puerta del edificio unos quince minutos al lado de una chica, y cuando Walter bajó para despedir a otra paciente y hacerlo pasar, le pidió a la chica si podía esperar un rato más.

Subir en el ascensor con ese otro producto de su padre lo había hecho sentir como si fuera un paciente más. Debo admitir que me causaban gracia los pensamientos de Elortis, eran los culpables de que me acordara de él cuando no hablábamos, cuando me tiraba en la cama a mirar alguna serie o cuando escuchaba música y liberaba mi imaginación.

En fin, mi amigo subió callado el ascensor con Walter y ya en el sillón de los pacientes le preguntó si podría interceder por su padre ante la opinión pública. Eso significaba escribir a los diarios una carta en la que debía contar cómo era la personalidad de su padre para despejar las dudas sobre sus actividades en la universidad. Walter sonrió y comentó que, a pesar de que apreciaba la visita y que no pasaba un día sin que se acordara de Baldomero, no era el indicado para esa tarea. Le explicó que su padre le había hecho perder tiempo y dinero con el proyecto de encontrar financiación para su viaje a Madagascar y todo por su afán de no pasar por un simple psicólogo ante los ojos de los alumnos. Quería emular a su héroe predilecto, Nansen; pero, ¿cuántas zonas inexploradas quedaban?, se preguntaba Walter ¿Hace falta que nos inventemos una para aparentar lo que no somos y, más que nada, lo que no se puede ser, ni hace falta que sea? Tenía esas mañas, contestó Elortis, medio confundido por las palabras de Walter, que siguió atacando a su padre.

Había notado al entrar que el ex alumno era bastante amanerado. Parece ser que, cuando Walter era ayudante, Baldomero no sólo le pegaba en la espalda para que adoptara una postura más erguida cuando estaba en frente de la clase, sino que frecuentemente le sugería que hiciera ejercicios vocales para engrosar su voz. Según Baldomero, si quería ser psicólogo tenía que parecer una persona normal ante sus pacientes y no como un personaje digno a ser tratado.

Elortis recordó que su padre odiaba que Walter tuviera inclinaciones. Le aseguraba a su esposa en la cena que con el tiempo su ayudante se convertiría en un puto a secas. ¿Cómo se le había ocurrido que ese psicólogo humillado en su juventud por Baldomero diariamente hablaría a su favor? Así que se levantó del sillón, y Walter le pidió si podía hacer pasar a la chica.

Confesó que se enamoraría de aquella chica si la volvía a ver. Cuando abrió la puerta para dejarla pasar, ella tenía la mirada baja, clavada en el piso, como si le diera vergüenza que la encontrara visitando al psicólogo. La nariz era perfecta. El pelo, ondulado. Alta como yo. No me dijo si era rubia o qué… Sentí celos, lo admito.

Se encontró con una tercera persona, un vicepresidente de una cámara de comercio, en un café. De paso, llevó a su hijo porque quería ayudarlo a encontrar algún trabajo con el que pudiera empezar a desenvolverse en el mundo cuando terminara su año sabático.

Fernando, un viejito que se caía a pedazos y que parecía una cabeza atada a un hilo que se perdía adentro del traje, según su hijo Martín, se dedicó por un rato a darle vueltas a la cuchara de su cortado y a contarles las cosas que le había tocado vivir en su puesto durante uno de los gobiernos militares. Apenas soltó la cuchara, afirmó que escribiría una carta a favor de su primo lejano, aunque dudaba de la importancia real que pudiera tener su palabra en la actualidad. Le preguntó a Martín qué estudiaba, si tenía novia y solo, sin que Elortis abriera la boca, le prometió buscarle una buena ocupación para que creciera aprendiendo y tuviera su propio dinero. Estrecharon la mano de Fernando y lo vieron alejarse a paso rápido hacia un edificio.

Esa misma noche, la voz de la esposa de Fernando lo despertó, para contarle que su marido tenía las facultades mentales alteradas, había una vena que no irrigaba bien y por lo tanto seguía creyendo que trabajaba en ese lugar, al que concurría todos los días que lograba escaparse de su cuidado. La señora pensó en llamarlo para avisarle apenas encontró su tarjeta en la ropa de su marido.

Elortis ya no sabía dónde buscar, y no le quedó otra que ponerse a trabajar en un prólogo para la nueva edición de su libro. Se le ocurrió llamar para eso a Sabatini.

Yo me daba cuenta de lo importante que era Sabatini para él porque las pocas veces  que lo nombraba extendía las conversaciones, dándole vueltas al asunto, aunque mi intención fuera cambiar de tema. Una noche se aferró a la figura de su amigo, o ex amigo para ser más precisa. Me confesó que extrañaba pasar las tardes con él, inmersos en proyectos irresponsables y sin futuro como el de la empresa de libros audibles.

Sabatini llegaba por las mañanas en bicicleta a la oficina que habían alquilado y, por lo general, Elortis ya estaba preparando el mate. Después, la charla variaba, según el día, sobre sus frustradas relaciones de pareja (Sabatini casado, aunque no dejaba de ser un eterno novio como Elortis —estas conversaciones terminaban siempre con una apreciación positiva de sus parejas, como para volver a poner todo en orden) o sobre las posibilidades de adquirir nuevos títulos para ofertar a sus casi inexistentes clientes. Lo que no variaba era la manía de Sabatini de contar sus sueños de la noche anterior.

A diferencia de Elortis, Sabatini soñaba todas las noches, y le gustaba expresar los cambios en la amistad y los vaivenes de la fe en la sociedad que conformaban a través del relato de sus sueños. Por ejemplo, una mañana le contó uno en el que estaban los dos en un cine, esperando que empezara la proyección de la película elegida, casualmente la proyección restaurada de Sed de Mal, una de las favoritas de Elortis, cuando notaron que la proyección había empezado debajo de sus pies en vez de en la pantalla. Discuten.

Para Ortiz era una estupidez ver una película así, pero Sabatini pensaba que era un experimento que podía enriquecer la visión de esa obra maestra. Apenas terminado el relato del sueño, Sabatini concluye que necesita más tiempo para practicar yoga y tomar clases de spinning con más regularidad para disminuir el desgaste de su organismo. Elortis no puede evitar enojarse, aunque no dice nada. Él dejaba su rutina de pesas para el fin de semana y abandonó la refacción de su departamento para apostar por la empresa. Pero Sabatini le llevaba algunos años y necesitaba equilibrar la tensión que el trabajo diario producía en su mente.

Elortis disentía porque, a pesar de que también reverenciaba el cuidado del cuerpo y de la mente, la comida macrobiótica, los tés inspiradores y los masajes relajantes, sentía que la obligación de ellos era seguir el plan que se habían propuesto desde el principio. A saber: seleccionar y editar cuatro libros audibles por mes. Obras con derecho de autor de dominio público, para evitar los problemas legales. Los clientes ciegos que tenían los necesitaban.

Habían contratado a un chico para que los distribuyera por los colegios para no videntes. Se llamaba Tony y también era ciego. Elortis le tenía bronca porque era mucho más desenvuelto que su hijo. Lo admiraba. ¿Cómo hacía para parecer uno más de la sociedad? Se suponía que su condición de discapacitado debería haberle garantizado la salida: ¿era tan necesario que sirviera a la gente de esa forma? ¿para qué tendría que adaptarse a una sociedad de la que podría prescindir con más facilidad que los demás? ¿sería feliz Tony ofreciendo sus ilustres obras en los colegios?

Elortis me parecía cada vez sospechoso cuanto más criticaba al chico que usaba para vender.

Decía que Sabatini se llevaba mejor que él con Tony. Hasta llegó a enseñarle algunas posiciones de relajación. Tony entraba, mascando chicle, revolviendo las monedas que llevaba en los bolsillos y les contaba a sus jefes sus levantes diarios. El ciego había logrado seducir a dos maestras y, por supuesto, a unas cuantas alumnas.

Aquí, Elortis se pone bastante serio y da algunas vueltas antes de soltarlo: Tony prefería a las maestras porque podían ver y él necesitaba que durante el acto sexual apreciaran con la vista su miembro. Parece ser que Sabatini y Tony se trenzaban en largas discusiones sobre variados temas sexuales. Elortis se mantenía callado o festejaba los chistes. Conmigo tampoco tocaba estos temas. Si lo hacía era tan frontal que parecía ingenuo.

Cuando tuve que contarle que me operarían de un quiste en el ovario y por lo tanto no hablaríamos durante una semana, por lo menos, me confesó que uno de sus testículos se le había subido cuando era chico. Tenía uno más grande y uno más chico; por eso debía descargar sus seminales diariamente. Tengo que admitir que este tipo de charla me divertía más que cuando me contaba los sueños de Sabatini o me llevaba al sur con la enanita.

por Adrián Gastón Fares.

Intransparente. Primera Parte. Capítulo 1.

PRIMERA PARTE

 1.

El día que lo conocí hacía casi dos meses que me había peleado con mi novio y no estaba de buen humor. Una vez que nos presentamos, de dónde sos, qué estudias, y después de avisar que me triplicaba en edad, y también en mal humor ese día, me confesó que, a pesar de todo, su vida había sido radiante hasta los cuarenta y que me encontró de casualidad, mezclando las letras del hotel de Mar del Plata en que lo habían metido durante la gira de presentación de su libro. Por un momento pensé en eliminarlo al instante, chau Ortiz, yo no hablo con gente que no conozco, menos con los que, cuando están aburridos y tristes, se entregan a inocentes juegos de azar, como vos dijiste, y no estoy segura qué hubiera ganado con eso. Era más pendeja que ahora y la vida para mí era un aburrimiento constante, todavía no había entrado en la época de las revelaciones diarias, ésa donde te lleva el peso del aburrimiento que te atan en las piernas o que te atás en las piernas hasta que vas cayendo y te das cuenta que, sumergida, hay una ciudad que es reflejo de la superior. Hola, ciudad sumergida, saludás, y empezás a rearmar tu vida como si todo fuera nuevo y el peso no pesara, pero es que tus músculos ya están entrenados. Y ahí empieza lo bueno.

Amaba a las mujeres, no podía estar sin ellas, aunque eran unas manipuladoras de nacimiento las minas, decía Ortiz muy seguro de sí mismo, y esa seguridad era a la que me prendía las noches que hablábamos hasta las cinco de la mañana, increíble. Ortiz la tenía tan clara, y decía que por eso el mundo se le venía encima cada vez que abría la boca. No tardé en descubrir que hablaba conmigo porque era la única que lo respetaba. Y eso que, por lo que decía, mujeres no le faltaban. Por la foto parecía de treinta y tantos. En realidad, tenía cuarenta largos. Era lindo y se mantenía en forma. Y aunque era inteligente, entusiasta y decidido, estaba perdido. No lo deduzco yo, que estaba perdido. Él lo repetía seguido en nuestras primeras conversaciones. Y como en ese momento yo también estaba perdida en la vida, nos entendíamos. Como ya dije, no estoy muy segura de lo que pude haber ganado al conocer a Ortiz. Y como, más que nada, extraño sus opiniones, y como guardé las conversaciones que tenía con él, se me ocurrió ir leyéndolas a ver si logro entender algo de esa época de mi vida. Ahora, por ejemplo, puedo leer que en la primera charla decía casi a los gritos, en mayúscula, que estaba triste, cuando le pregunte por qué, me respondió que los hombres ya no iban a encontrar un lugar donde las mujeres estuvieran en estado salvaje, y que como a él le gustaban las castañas de ojos claros, encontrar a una castaña de ojos claros en estado salvaje, de espaldas, bañándose en un río, era muy improbable. A lo sumo habría alguna comunidad perdida en el Amazonas decía Ortiz, pero serían todas negritas y la sociedad lo había acostumbrado a las casi rubias. Las rubias del todo, las platinadas, no le gustaban. Claramente, él no creció con el furor latino en Hollywood y en las películas pornos, como mis compañeros de trabajo. Ahora la mayoría no se fija en las rubias. Mejor para mí. Pero él estaba triste, al hombre le habían robado para siempre el correr por los pastos altos con una rubia salvaje. Y encima, ante mi disconformidad hacia sus palabras, carita de decepción, los ojos bien abiertos y por boca una línea, agregó que los hombres habían preservado la esencia de su sexualidad, el contenido iracundo, irracional y volátil, pero que las mujeres habían evolucionado hacia una nueva perversión. Nos hacíamos las buenitas con todos. No quería más amigas. Yo pensaba que ese tipo era un viejo irresponsable, baboso, condenado a la soledad por lo mujeriego que era, y estaba, un poco por lo menos, equivocada.

Ortiz había estudiado psicología, aunque nunca ejerció, y mucho tiempo después, casi por casualidad, se convirtió en escritor. La embocó con un libro que escribió sobre casos psicoanalíticos. La intención había sido divertirse y, si tenían suerte, hacer algo de plata, pero a diferencia de ese tipo de libros, creó –a partir de la misma realidad– dos o tres personajes fuertes, únicos y la gente ahora apodaba a los amigos con los nombres de esos personajes. Los suplementos culturales de los diarios Clarín, La Nación, Página 12 y Perfil escribieron notas sobre el libro y también salió una entrevista a los autores en la Rolling Stone. La investigación para el libro la había realizado su socio y amigo, Emiliano Sabatini, el psicólogo con el que tenía una empresa de libros audibles. Cuando lo conocí, Ortiz acababa de volver con su socio de Mar del Plata, donde habían sido invitados para participar, en una mesa de escritores, en el programa de televisión de Mirtha Legrand. Ortiz y Sabatini se habían negado primero, pero después pensaron que la mini gira de verano, que incluía un encuentro sobre literatura y psicoanálisis en Villa Victoria, favorecería las ventas del libro, y finalmente aceptaron viajar con todo pago.

Al principio, y después de esa noche que dijimos más formalidades que otra cosa, salvo por el comentario desubicado de Ortiz de las mujeres salvajes casi rubias, hablábamos más de música y salidas. Aunque no lo crean, Ortiz seguía saliendo con su amigo de la universidad, Romualdo. A veces iban a boliches, con intención de divertirse entre amigos más que nada, recalcaba… Hacía más de un año que los dos, con pocos meses de diferencia, casualmente, se habían separado de sus novias. Como ya dije, yo estaba embarullada; también me había separado hacía poco. Ortiz había estado ocupado terminando el libro y cuando se vio con un poco de tiempo, aburrido y solo en las noches, me encontró. Con sus salidas a los boliches y todo, estaba fuera de época. Algunos de su edad seguían de fiesta pero no se comprometían; él se aferraba a algunas personas y, aunque no le gustaran demasiado, después no podía dejarlas.

Muchas veces deliraba Ortiz; por ejemplo, declaraba de la nada que a él le gustaba mirar los árboles porque, a pesar de que pensábamos que no tenían conciencia, eran seres tan concentrados en lo suyo que no gastaban energías de más. Por eso los chicos temían a los árboles gigantes. Pero a él lo asustaban las imágenes grandes de animales. De chico había entrado en una carpa que proyectaba un documental de la selva en tres dimensiones, que en aquel entonces eran unas pantallas puestas en semicírculo, y todavía no podía sacarse de encima la impresión. Lo mismo le había pasado cuando sus padres lo llevaron a uno de los primeros centros comerciales. Se escapó por los pasillos y, al doblar en uno, encontró la réplica en tamaño real de un elefante. En muchas cosas era como un nene que perdió el tren, Elortis, querido, como yo le decía cuando lo saludaba y él esperaba un rato para responder, haciéndose el interesante.

La cosa es que, al momento de conocerlo, Ortiz estaba por tropezar con un problema en su relativamente tranquila existencia. Ya se había metido en otro al dejar a su pareja, eso era algo que estaba bastante claro y que me dolía cada vez que lo pensaba; fácil descubrir los hilos que me habían llevado hasta Ortiz, aunque si la hubiera dejado antes, y también me hubiera encontrado, yo hubiera sido una nena para él. La diferencia de edad se notaba en que la conversación a veces caía en lagunas insalvables, seriedades y reflexiones oscuras sobre la vida, yo podía remontarla haciéndole alguna broma sobre sus años, preguntándole sobre la música que escuchaba, incluso echándole en cara, y exagerando, la locura que era hablar con él, otras veces abriéndome y contándole mis problemas, mis inseguridades, mostrándome de moral ambigua por momentos; no hay nada como ser voluble al principio para ganarse a una persona.

Parecía gustarle que yo, a pesar de haber tenido novio y tener casi veinte años, fuera virgen. Lo había notado la vez que hablamos directamente del tema: no lo podía creer; me dijo que lo entendía pero que le parecía muy extraño; esa perseverancia podía llevar a la desesperación a un hombre y no la aprobaba para nada… Un amigo suyo, ex novio de una chica que pensaba mantenerse intacta hasta el matrimonio, un día que había tomado de más le reveló que era capaz de provocar orgasmos a las mujeres con masajes estratégicos. Gracias, no, paso, decía Ortiz. Le expliqué que no era que yo nunca hubiera hecho nada, sino que deliberadamente no había llegado hasta ahí, no estaba segura con la relación. Más adelante, me comparó a mí con un nuevo tipo de mujer fatal siglo veintiuno, cuyas características nunca precisó.

Encuentro que se tomaba tiempo para hablarme de las clases de té que tomaba. El té verde era su preferido, por ser más fresco, sin tanto proceso y sin fermentar, pero cuando se aburría tenía siempre disponibles cantidades de té negro y rojo; de jazmín, que era como un aplauso de aroma enfrente de su cara y funcionaba como un ejercicio de budismo zen; africano, una mezcla de té negro, chocolate y jengibre, té oolong, té blanco, y cuanta infusión encontrara en la tienda china que visitaba una vez por semana, a veces con el único objetivo de tener alguna razón para salir de su departamento, según más adelante pude saber.

Otro de sus temas favoritos, que yo detestaba, era su niñez. Si le contaba de mis amistades o una discusión familiar, Ortiz me hacía viajar con él en el tiempo para enseñarme a los seres que lo habían rodeado en el pasado. Me llevaba al sur, a algún lugar entre Lanús y Banfield, a una casa de frente blanco, con un patio largo y un fondo todavía más largo, fondo y no jardín, decía, porque estaba cultivado por su padrino, un italiano flaco y con los nervios de punta, y los zapallos, los tomates y las radichetas lo llenaban. Cuando entrábamos nos esperaba, en algún lugar entre el patio y el fondo, con la pava en el fuego y las galletitas de agua con rebanadas de queso fuerte, un viejita muy petisa, casi enana, jorobada, coja y con la mano izquierda paralizada, que se había casado con el hermano de la tía abuela de Ortiz y, ya viuda, seguía viviendo en esa casa chorizo. Hacía muchos años que la enanita no salía más que hasta la puerta.

Fue la primera persona que lo hizo reír. Y para él reír quería decir encontrarle algún gusto al mundo. Antes había sonreído seguramente, como todos, con los sonajeros y las morisquetas típicas de los mayores, pero un día sus padres lo dejaron solo con esa viejita, pensó que iba a aburrirse, pero enseguida estaba mirando cómo los repasadores se habían convertido en personajes que cantaban y bailaban, igual que la enanita, al son de la milonga o el chamamé que salía de una radio enorme. Pronto descubrió que esos trapos estaban llenos de historias porque la enanita, que era de Avellaneda aclaraba Ortiz, cerca de la plaza Mitre, había conocido a muchos personajes interesantes. Se hizo costumbre dejar la casa alta en la que vivía en aquel entonces para meterse en la casucha a mitad de cuadra. Ahí conoció al Mono y a los matones de Avellaneda, que captaban su interés porque eran lo que nunca fue Ortiz, gente de la calle.

Y ahora menos que nunca; después de separarse de su novia de siempre, que era también la madre de su único hijo, y del viaje a Mar del Plata, mi amigo virtual pasaba cada vez más tiempo encerrado en su departamento, cerca del Colegio Benito Bautista (¡ahí cursé la secundaría, Elortis!). A pesar de que las mujeres lo habían rodeado desde chico, y que las prefería a los hombres, últimamente lo tenían a mal traer. Me hizo creer que se había separado de su mujer porque la relación estaba desgastada, pero a veces surgía la sombra de otra mujer, una misionera. Este tipo de charla quedó relegada cuando me confesó que estaba pasando un momento difícil por otros motivos.

Se sospechaba que el padre de Ortiz había colaborado con el secuestro de profesores y alumnos durante la última dictadura de nuestro país. Un ex profesor de psicología de la Universidad de Buenos Aires había declarado en una entrevista de un importante diario que su par, Baldomero Ortiz, era un funcionario civil del gobierno militar. Otro compañero salió a afirmar al mismo medio que en las charlas en el comedor de la facultad el profesor Ortiz relacionaba la psicología con la corrección de mentes obtusas dedicadas a la subversión. Después de que me revelara este asunto, perdí su rastro por unos días. Lo esperaba por las noches en la computadora, pero si se conectaba, volvía a desconectarse enseguida. Tal vez lo hacía sólo para ver si había cambiado mi subnick (con el tiempo supe que le prestaba atención a los pedazos de canciones que yo ponía de mensaje personal). Mientras tanto, aproveché para investigar sobre la represión y la tortura en la Argentina del siglo pasado y, por un truco de mi imaginación, lo veía al Ortiz que yo conocía, al hijo, en un centro de detención clandestino, tratando de lavarle la mente a las personas, y tachando con rojo en un lista a los más caprichosos, o directamente empujando a personas encapuchadas de los aviones. Después me enteré que aquellos días Ortiz los había pasado buscando entre los papeles de su padre algún escrito que pudiera presentar a los medios para negar la acusación. Su padre no podía defenderse. Había muerto cinco años atrás.

A los pocos días mi nuevo amigo reapareció; muy alegre me contó que su hijo se había recibido de abogado, en tiempo récord, y ahora podría ayudarlo si tenía más problemas con las rémoras que lo perseguían por el pasado de Baldomero, aunque no confiaba mucho en él porque recién estaba conociendo a las mujeres y estaba muy distraído. En la cena en un restaurante del puerto de Olivos, donde habían ido para festejar con el  graduado, Martín anunció que se tomaría un año sabático; quería viajar de mochilero por Sudamérica. Ortiz estaba seguro que su hijo intentaba olvidar a la compañera de facultad que le gustaba. Era buen padre, conocía bien a Martín. A diferencia de Baldomero, que nunca tuvo tiempo para él; se había criado con lo que encontraba al paso en la casa del sur de Buenos Aires, más que nada libros viejos con las hojas cortadas a cuchillo, pilas de revistas polvorientas, y la cajita de metal repleta de monedas antiguas —su padre le enseñaba de qué lugar procedía cada una. Pero otras cosas no había sabido o no había querido trasmitirle. No lo preparó para vivir, para relacionarse con las personas. Baldomero pasaba el tiempo al principio con sus pacientes, y después con sus amigotes, a los que mantenía lejos de la familia. Cuando le pregunté si las acusaciones eran justas, Ortiz se desconectó, y desapareció por otros tantos días.

En la próxima charla a Elortis —como lo llamaba por su nick y como a esta altura ya debería llamarlo en estos escritos— se lo nota cambiado, esta vez espera a que yo lo salude, y me contesta al instante, eufórico, con un signo de exclamación. Quería saber si yo pensaba en mi ex novio, si seguía viéndolo y me confesó que estaba muy triste por mi separación. Dijo que una noche, con la cabeza pegada a la almohada, se había puesto a pensar en mí, después de un primer noviazgo sola en el mundo, y se largó a llorar como un nene.

Yo no estaba tan sola, pero tenía algunas dudas con respecto a la moral de las personas que me habían creado. Sospechaba que mis padres no eran lo que aparentaban. Cualquiera que haya crecido con sus progenitores puede darse cuenta del tipo de zozobra que sentía mientras mis pensamientos maduraban. Me sentía culpable de que mis padres se siguieran viendo después de tantos años de separación, era una farsa sin sentido. Se lo conté a Elortis, le dije que necesitaba desprenderme de la tierra, serruchar raíces. Abrirme de esa forma lo descolocó. Hasta ese momento él pensaría que yo era una chica del montón, tal vez un poco más avispada que las demás, pero a partir de ahí algo cambió en la forma de hablarme. ¿Por qué?

Para mí se dio cuenta que podía llegar a engancharse conmigo. Enseguida hizo la broma, repetida después, en los momentos en que se encontraba en una posición de debilidad con respecto a mí, de que sería un buen partido para su hijo. Lo había visto en una foto vieja del perfil de Elortis, era un chico bastante lindo, un poco desgarbado y de mirada insegura, no tenía los ojos azules del padre, la nariz era un poco más perfecta, pero nada de la mandíbula cuadrada y el perfil de actor de serie norteamericana que lograban que te interesaras por Elortis a primera vista, con esa especie de desconfianza que generan, en algunos casos, los lindos.

Elortis, además, hacía natación y estiramientos diarios que, evidentemente, habían mantenido en buen estado su físico. En fin, cualquier chica se habría interesado por él de primera; conocerlo hacía que la relación se volviera, al comienzo, más distante porque se notaba que no era un tipo como los demás. Costaba encasillarlo, encontrarle la vuelta, saber quién era en realidad y qué lo movía. Yo, que tenía bastante experiencia en este tipo de amistades, tuve que aceptar que Elortis me divertía como ninguno y su trato me hacía descubrir algunas cosas que pasaban desapercibidas para mí antes de conocerlo.

Le gustaba contarme lo que hacía en detalle, para mi sufrimiento. Había tenido que ir a la casa de la costa de su padre, el lugar donde pasaban los veranos cuando era chico. Hizo el viaje con Motor, su hermoso gato blanco y negro. La verdad que me hubiese gustado conocerlo. Daban ganas de apachurrar a ese gatito, por lo que había visto en una de sus fotos. Me gustan mucho los animales.

A Elortis también le gustaban. Llegó a tener  a un mono araña en su departamento. Pero eso me lo contó más adelante, sigamos con la conversación de ese día. Elortis había ido a aquella casa, en Mar de Ajó Norte, un lugar reverenciado por su padre por la tranquilidad y porque podía cazar tiburones cada vez que se le antojaba. Le dije que me parecía muy rara la imagen de un psicólogo pescando tiburones. Me explicó que su padre no era un psicólogo en esencia, que tenía amistades que lo habían llevado por otros caminos; que tal vez por el descuido de Baldomero hacia la actividad que había elegido, él se empecinó en estudiar lo mismo; quién hubiera dicho que Ortiz Jr. también iba a terminar dando un paso al costado. Sin embargo, tal vez fuera ése el ejemplo que había seguido. Hacía poco, lo que rescataba de su padre era que nunca se había apoyado en su profesión para explicar quién era; ahora ese desinterés parecía el resultado natural de la doble vida que le adjudicaban.

En cuatro horas llegó a Mar de Ajó, le dio comida a Motor, y se dedicó a revolver los muebles, armarios, alacenas, cajones, y hasta las tablas de madera de las paredes de la casa para tratar de encontrar alguna carta que pudiera limpiar el nombre de Baldomero. Nada por aquí. Nada por allá. Lo que encontró fueron ediciones viejas de la National Geographic. Baldomero había estado suscripto de por vida a la revista. Decía que se había cruzado con la nena de la famosa portada en una de sus caminatas. Que la nena, ahora toda una mujer, había emigrado de su Afganistán natal a nuestro país. Después, cuando finalmente la revista logró encontrarla, su padre siguió afirmando que la había cruzado cerca del Palacio Alvear. Era encantador cuando inventaba esos misterios que ponían a volar la imaginación de un chico, recordaba Elortis. En lo demás, en apariencia se desentendía de él y dejaba que se las arreglara solo aunque, dosificando los halagos y las críticas, ejercía un control de sus impulsos e inclinaciones. Apenas le había prestado atención cuando le dijo que quería seguir su profesión.

Elortis terminó de revolverlo todo, aceptó la derrota en la búsqueda y decidió pasar el fin de semana leyendo viejos números de la National Geographic en el fondo de la casa, aunque veía una foto y leía el copete de los artículos más que nada y después miraba los árboles y se dejaba asombrar por los colibríes que también asombraban a su padre en sus visitas. Cuando se cansó de hojear la pila de revistas, empezó a buscar a Motor por la casa y no lo pudo encontrar. Salió a la calle.

Tocó el timbre de los viejos de al lado —siempre rodeado de viejos, decía Elortis, porque sus vecinos de piso también eran todos muy mayores—, que se pusieron muy contentos de verlo después de tanto tiempo, pero su gato no estaba por ningún lado. Se volvió, doblemente triste: no había encontrado ni un papelito que pudiera salvar la reputación de su padre y había perdido a la mascota que dormía con él por las noches. Ahora daba vueltas en la cama. ¡Qué sería de Motor en los fondos de esas casas deshabitadas, y cuando no, con perros guardianes y dueños hábiles en el manejo de pistolas de aire comprimido!

Era sensible con los animales. Al principio pensé que fingía para quedar bien conmigo, yo soy capaz de dar la vida por cualquier perrito de la calle. Pero después me di cuenta que el interés era sincero. Decía que era una tara que su padre le había transmitido. Baldomero creía que los hombres eran inferiores a las demás especies. El viejo Ortiz pensaba que el uso constante del lenguaje hablado había terminado por perder para siempre al hombre y que no era una evolución sino, más bien, un error lamentable. Tal vez por eso sus últimos años los pasó casi en silencio, decía Elortis.

Tengo que admitir que me asustaba la figura de Baldomero Ortiz. A Elortis no le conté, porque temí que no se soltara más conmigo, pero un día había visto la foto de Ortiz padre en el diario, un viejo en sillas de ruedas y aferrado con saña a un lustroso bastón. Daba una indefinida sensación de respeto. Pensé que si su afán era eliminar el lenguaje,  tal vez sin querer, había puesto todas sus energías en expresarse sin él. La mata de cabello oscuro, el físico robusto aún en la vejez y la discapacidad, la mirada resoluta, la mueca arrogante de la boca, la inclinación cortés de la cabeza, podrían ser los signos que lanzara al mundo. ¡Ay, de quien los viera, de quien supiera decodificarlos! Tal vez se volvería tan loco como él. Baldomero podría tener la pinta de esos viejos que invitan a las nenas a sentarse en sus faldas, si no fuera porque en sus ojos refulgía una tranquilidad y una sinceridad que lo alejaban de lo terrenal y lo rejuvenecían hasta iluminar al hombre apuesto que seguramente había sido.

por Adrián Gastón Fares.