Vanina se lo quedó mirando sin contestar, se dio vuelta, como agotada.
—Esperá, dijo Gastón, vos querés decir que de alguna manera le hicieron escribir eso al vagabundo. O que los de Riviera lo ubicaron en ese lugar y le dieron esa hoja y vos se la pediste y decía eso—. Gastón señaló el papel.
Vanina hizo un bollo con el papel y lo arrojó a un costado.
—No es esto solo. ¡Te quería mostrar esto para que veas las cosas!
—¿Qué cosas?
Vanina se largó a llorar. Gastón no sabía qué hacer. Luego se calmó y dijo:
—Yo estaba de novia antes de que empezara todo esto—. Gastón sintió algo contradictorio. Por un lado un rayo de esperanza y por otro el embarazo de no saber qué contestar.
—¿Y te dejó? Pero esas cosas pasan…
—No fue el tema que me dejó, sino cómo lo hizo. Estaba todo bien, nunca peleábamos ni nada, y de repente de un día para el otro se convirtió en otra persona.
—¿Cómo que en otra persona?
—Sí, me llevó a cenar y, fríamente, sin poder articular otras palabras, me dijo que: Debía dejarme.
—Fue una manera de decir. Seguramente conoció a otra chica—. Gastón se dio cuenta de que había metido la pata.
Vanina lo miró con odio.
—Es imposible.
—¿Y qué es posible para vos entonces?
—Desde que llegaron estos mamotretos todo cambió, ¿no te das cuenta?
—Pero nos eligieron para eso, los de Riviera, es algo importante, ¿no te pareció?
—¿Riviera? La busqué por todos lados pero no hay información de contacto.
En ese momento se escuchó un gran estruendo. El contenedor vibró. Gastón y Vanina hicieron silencio. Volvió a repetirse el estruendo. Esta vez empezó a entrar polvo por las rendijas del ventilador. Se empezaron a ahogar. Tuvieron que salir del contenedor. Afuera había un gran agujero en una de las paredes del garaje. Parte del cemento del cielo raso se desprendió y cayó cerca de Gastón y Vanina. Caminaron rápido hacia la puerta y al darse vuelta vieron que la bola de demolición volvía a atacar al garaje. La pared seguía desmoronándose. Una nube de polvo avanzó hacia ellos cuando lograron abrir la puerta y salir al exterior. Lo primero que vieron afuera fue a la cara sonriente de la vendedora de copos de algodón, luego escucharon por arriba del estruendo que volvía a generar la grúa de demolición al golpear las paredes del garaje, dos bocinazos que daba la mujer mientras los seguía mirando sonriendo y pedaleaba en zig zag por la calle. Miraron hacia los costados y vieron a muchos albañiles. Habían ubicado andamios en toda la cuadra. Estaban tapando los garajes con ladrillos. Caminaron hasta la esquina y al doblar vieron a la topadora que estaba derrumbando el techo del garaje. Uno de los vecinos de esa cuadra se metía con una mochila en el coche y se unía a la fila de vehículos que avanzaban hacia la avenida. Volvieron al garaje. Gastón le preguntó a uno de los albañiles.
—¿Qué están haciendo?
—Estamos construyendo— le contestó con una sonrisa.
—¿Qué cosa?
Lo siguió mirando con la sonrisa. Le dio vuelta la cara y siguió mirando al compañero que ubicaba los ladrillos. Hacia el final de la cuadra la nueva pared levantada, de bloques de cemento, ya tenía una altura que superaba la de la casa de Gastón, que era de dos pisos. Vanina miró hacia el vagabundo y caminó hacia él. Gastón la siguió. El hombre seguía con la cabeza baja escribiendo en el centro de un círculo de botellas tiradas, diarios retorcidos y mantas. Gastón le preguntó si podía ver qué estaba escribiendo. El hombre le devolvió una mirada perdida y no pareció entenderlo. Vanina le quitó de la mano el cuaderno y pasó las páginas. Gastón adelantó la cabeza para mirar. Las primeras hojas repetían una y otra vez el cuento contado por los androides. Vanina dejó de pasar las hojas cuando encontró palabras diferentes. Decía:
Y de Ilión los destinos viven quietos
Tu verás renacer su alzado muro
Y espera mi palacio al rey guerrero
Y jamás esta ley será violada
Mas en tu corazón triste despecho
Arde cruel y quiero revelarte
Que vencerá tu hijo muchos pueblos
Y en tres inviernos aniquile al Rútulo
Y Ascanio más feliz que a Julio hicieron…
Seguían otros versos que los dos reconocieron como diferentes partes de poemas épicos. Debo aclarar que el que reproduzco en mi narración es de La Eneida, de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por D. Graciliano Afonso. Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, 1853. No podían darle mucha importancia a las fuentes en ese momento ni Gastón ni Vanina ya que se les acercó un vecino que andaba con la camisa abierta y el abultado estómago escapando de un apretado cinturón.
—¿Qué es lo que están haciendo en esa cuadra? Por Dios… — les preguntó.
Iban a responderle cuando se detuvo uno de los vehículos que rondaban por la cuadra, bajó la persiana y una joven pelirroja miró al vecino y lo llamó. El hombre miró a la chica. Y se dirigió hacia el coche. La puerta trasera se abrió y el hombre los saludó, ya con una sonrisa desde la ventanilla, mientras el coche arrancaba.
—La verdad que tenías razón que esto es preocupante— le dijo Gastón a Vanina. Gastón no podía pensar muy claramente porque le parecía que le estaba hablando a las réplicas de ella, lo que era algo absurdo. Todavía no se había amoldado a la realidad de que era la original de carne y hueso la que estaba delante de él y no un robot lleno de fibras azules y rosadas y piel sintética.
—¿Preocupante? —dijo ella-. Tenemos que ir a hablar con los de Riviera.
—Pero si no sabemos donde queda.
—Los únicos que podían saber eran los androides. ¿Vos tenés auto?
—No y no sé manejar.
—Bueno entonces salvo que quieras caminar treinta cuadras vamos a tener que esperar al colectivo.
—¿Y cuál es la idea?
—Ir a mi casa y desenterrarla.
—Yo tengo una cabeza en mi casa, pero no la pude activar.
—No creo que funcionen las partes separadas del cuerpo. Pero en la bibliografía al respecto dicen que si se les pregunta dónde fueron construidos, contestan.
—Nunca coincide nada con la bibliografía.
—Y bueno, otra no queda.
—¿O sea que no era una metáfora eso de que enterraste a una de las tuyas?—. Vanina bajó la mirada.
—No. Cuando me dejó mi novio me tomé unos vinos y me pareció terrible que esa contestadora automática, si algo me pasara a mí, me reemplazara en el mundo.
—Ah, sí. Es entendible. Es muy molesto escuchar esa historia lúgubre tantas veces. Y encima que la cuenten con esa sonrisa, ¿no?
—Son insoportables.
Gastón se quedó pensando.
—Tengo un problema. Tengo una perra y se quedó adentro y con tanto lío en la cuadra me da miedo dejarla ahí.
—¿Y qué podés hacer?
Gastón bajó el cordón de la acera y desde la mitad de la calle vio que algunos albañiles estaban señalando su casa, parecían hacer mediciones e intercambiar información. Luego se escuchó otro estruendo de demolición. Desde la mitad de la calle Gastón vio que el resto del techo del garaje se venía abajo.
Gastón miró hacia Vanina y le hizo una seña de que esperara. Empezó a andar rápido, saltó la zanja de la esquina, subió por la vereda inclinada de baldosas rotas del almacén y, antes de meterse en su casa, vio que la niña de los vecinos lo saludaba agitando las manos antes de meterse en el vehículo de los padres, que empezó a circular hacia el oeste, siguiendo una fila que parecía larga de coches. En su casa llamó a la perra pero no apareció. La buscó en las habitaciones y en el fondo y no la encontró. Se la habían llevado mientras estaba en el garaje, pensó. O se había escapado. Pero lo más probable era lo primero. Sintió una gran bronca contra Riviera porque que se hubieran llevado a la perra ya desbordaba lo que podía esperar de una empresa tan prometedora. Antes de salir miró con ganas a los barriles de cerveza. Qué bien le hubiera venido en ese momento poder tomarse un trago, pensó. Le pareció escuchar como un murmullo de motores a lo lejos.
por Adrián Gastón Fares.