Al otro día lo despertó el pitido del timbre. Caminó preguntando quién era por el pasillo y vio que había una camioneta estacionada en su puerta y un hombre pelado y macizo sostenía contra sus piernas un objeto plano envuelto con papel. Gastón saludó a la persona y le dijo que no había pedido nada, que se habían equivocado. El hombre insistió en que era un regalo que debía aceptar. A Gastón le pareció entender que decía la palabra Riviera. Para sacárselo de encima tomó el objeto rectangular y despachó al pelado. Cuando la camioneta arrancó, aprovechó para mirar hacia enfrente por si veía salir o entrar a la chica al garaje. No había nadie. Prefirió no salir.
Entró el paquete y en el living, frente al televisor, rompió el papel que envolvía al objeto. Era un bastidor. ¿Para qué iba querer él un bastidor? Gastón recordó que le costaba dibujar algo de manera decente. Los de Riviera pretendían que encima de cuidar a los X se pusiera a pintar. Pero ni siquiera tenía en claro si eran los de Riviera los que habían enviado ese «regalo». Decidió salir a la calle, enfrentando la posibilidad de encontrarse con la cuidadora de las Y, para cerciorarse de que no estuvieran regalando bastidores a los demás vecinos. Apenas puso un pie en su acera frenó otra camioneta.
En la caja de carga tenían varios envases redondos metálicos etiquetados. Gastón escuchó dos portazos y uno de los empleados, vestido con uniforme de color caqui, se le acercó y le pidió que abriera la puerta para depositar el envío. Gastón iba a decir que no pero luego avanzó unos pasos hacia la caja de carga para ver qué eran. Barriles de cerveza. Había de varios tipos. Le preguntó al empleado:
—De Riviera, ¿no?
El tipo no contestó y Gastón dio por sentado que eran regalos de Riviera. Abrió la puerta y en el garaje los empleados descargaron los barriles de cerveza. Mientras lo hacían Gastón vio que el vecino que había descargado las herramientas estaba sacando escombros de su casa y los arrojaba a una pila que había formado sobre su vereda. Como estaba preocupado en que depositaran en fila a los barriles de cerveza sin golpearlos no le dio mucha importancia y hasta olvidó que antes le habían traído el bastidor. Se dijo que estaba claro que los de Riviera habían observado por alguna microcámara que la noche anterior había bebido y sabían que le gustaba la cerveza por eso le hacían ese regalo para compensar el mal funcionamiento de las unidades a su cuidado. Luego entró a la casa y vio al bastidor sobre el sofá. Como no sabía qué hacer ese día salió de la casa y caminó hasta la avenida, donde en una librería compró unos pinceles y algunos pomos de pintura. Después de todo, una cosa era dibujar mal y otra probar lo que podría salir con la pintura automática. Así que se pasó el día pintando en el cuarto de herramientas de su abuelo mientras uno de los ojos de la cabeza del X-700a lo observaba desde la abertura de la bolsa.
El resultado final en el lienzo fue un cielo moteado de nubes espiraladas con un molino de viento mal trazado pero discernible. A la noche se sintió satisfecho, aliviado por el acto de pintar y crear algo y cenó. Poco habitual en él, se quedó dormido mirando una película de Hitchcock.
Eso no quitó que al otro día se levantara tarde pero en alerta. Había soñado con la cabeza en el cuarto de herramientas y con la cuidadora de las Y con el ceño fruncido, como amonestándolo. Almorzó rápidamente y se dirigió al garaje de Riviera. El X seguía con las fibras cayendo sobre el pecho. Iba a sentarse en el zafu para activarlos —por lo menos al que quedaba— cuando reparó que había un nuevo cambio en las Y.
A una le faltaba una pierna. Observó los delgados cables, rosados y azules, que caían hasta rozar el piso frío del contenedor. Eso no le pareció fruto de un accidente como había sido el que había terminado con la cabeza separada del cuerpo de una de sus réplicas. Pero volvió a pensar que no era su asunto. Eran las réplicas de ella por lo tanto podía hacer lo que se le antojara con ellas. Tal vez la cuidadora de las Y sería demasiado crédula y esperanzada y pensara que las réplicas podrían reemplazarla en el mundo real y hubiera tomado acciones para que eso no ocurriese. O quizás ni siquiera contaban una historia, tal vez eran unidades más dañadas que las suyas.
Chasqueó los dedos y activó a los X. Las fibras del X-700a se movieron como sopladas por una brisa y el que conservaba la cabeza repitió otra vez la historia con la que había sido cargado. En ese momento Gastón sintió que era intolerable seguir escuchando lo mismo. Lleno de ira, se acercó al X-700b, lo tomó de una mano y tiró hasta que separó el brazo entero de la unidad. Debió apartarse porque las fibras salieron de golpe —una de ellas llegó a arañarlo antes de quedar inerte— eyectadas del muñón del que salían. Pensó que, a diferencia de la Y, él no iba a ocultar nada. Dejó el brazo tirado en el piso, salió del contenedor, abrió el portón y ya en la acera giró. Una vecina, la de la casa a la izquierda del garaje, estaba de pie con una pala en medio de un montón de arena y de una pirámide pequeña de cemento. Escuchó que decía hacía él:
—¿Cómo va el trabajo?
Pensó que se había enterado de que estaba cuidando a los androides. Iba a contestar cuando escuchó que otra persona respondía.
—Bien. ¿Y el suyo?
Era el vecino que había visto el día anterior. Era a esta persona a la que había dirigido la pregunta la vecina. El vecino tenía una columna de baldosas de cemento depositadas en la vereda de su casa. A Gastón le pareció que a él no lo registraban. Como si fuera transparente o una especie de fantasma. Parecían muy concentrados en la tarea que tenían que realizar. Decidió dejarlos en paz con lo suyo y cruzó a su casa.
Estuvo buscando en la computadora si había algún email de Riviera o dirección de contacto para agradecerles los regalos que le habían enviado pero no encontró ninguna. Mientras lo hacía volvió a escuchar sonidos de metales golpeados. En un momento el barullo fue tan grande que se puso de pie para ir a ver qué pasaba pero en ese momento cesó. Pensó que no podía aprovechar los barriles porque no tenía manera de verter el contenido. No le parecía raro que los inventores de esos androides se pasaran por alto el hecho de acompañar los barriles con el sistema adecuado para aprovecharlos. Pero, por lo menos, se habían acordado de él, eso era lo importante, pensó Gastón. Luego de cenar, tomó su martillo y colgó, en una habitación que no se utilizaba en la planta alta de la casa, entre un cuadro de Jimi Hendrix y otro de Jim Morrison, el cuadro que había pintado. En ese momento, mirando el cuadro, bastante satisfecho con lo que había hecho, recordó que en la narración de los X, Juan era pintor. Sintió una especie de vértigo que desapareció cuando pensó que esas casualidades existían siempre. Que no querían decir nada. Además, estaba encantado con el hecho de haberse animado a probar un arte como la pintura.
Después de hacer su rutina de ejercicios y tomar sus batidos proteicos, Gastón se metió en la cama y sintió nostalgia por los tiempos pasados. Por las salidas en grupo con amigos, las borracheras conjuntas y las anécdotas que compartían. Eso lo llevó a pensar en una de sus ex novias, que se había casado con otra persona y se había ido a vivir a otro país, y luego se durmió pensando en la cuidadora de las Y. Le parecía injusto que hubieran inventado esa regla de no poder compartir la experiencia de ser cuidadores de los androides.
por Adrián Gastón Fares.