Al otro día, Gastón deslizó el portón más animado y caminó con la cabeza alta hasta el contenedor. Tenía la sensación de que iba a encontrar algo nuevo en la respuesta de los androides a su repicar de dedos. Se sentó en el zafu, hizo una pausa para concentrar la atención en los perfiles de los X y los activó. Escuchó la voz unísona mientras sentía como el pecho se le iba desinflando y dejó caer la mirada al piso cuando el cuento terminó. Mis antepasados dijeron:
Resulta que en una noche lluviosa Juan, un pintor, caminaba, con las manos en los bolsillos, por la acera de la pared del cementerio, pensando en lo solo que estaba cuando vio en la esquina a una chica morena vestida de blanco. Al llegar hasta ella la chica le dijo que se llamaba Sara y le preguntó si podía caminar con él porque también estaba sola. Juan le propuso ir a tomar una cerveza a uno de los bares que estaban cruzando la calle. Subieron la escalera, Juan siguiendo a Sara. Luego pasaron una velada muy agradable, descubrieron que tenían muchas cosas en común y todo terminó con un beso y una promesa de reencuentro antes de que la chica se subiera a un taxi y desapareciera. Juan volvió al paredón del cementerio muchas veces en los días siguientes y no encontró a Sara. Estaba desahuciado. Juan sabía el apellido de la chica, que le había dicho que vivía con su madre, así que decidió ir a buscarla a la casa, no muy lejos del cementerio. Golpea la puerta de la casa y sale la madre. Juan dice el nombre y apellido de la chica y la madre se larga a llorar. La chica había muerto muchos años atrás. Juan le pide ver una fotografía de Sara a la madre. La madre le trae un retrato oval. Juan lo ve y se desmaya.
Luego, Gastón levantó la mirada de a poco, no había procesado bien todavía lo que había escuchado, sentía el hastío por escuchar otra vez la historia pero distinguió que en vez de divisó habían dicho lo que él había pensado que sería más simple para una historia simple: vio. ¡Dijeron, vio!, se dijo, con una alegría que duró un instante. Pasado eso se dio cuenta de que era un cambió mínimo que apenas había notado en el discurso de lo X. Decidió enfrentar a los X. Miró a las Y antes con reproche, como diciéndoles esto va para ustedes también, si es que repiten la misma historia. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para que voz sonara iracunda. Gritó:
— ¿Cómo es que no sienten nada por Juan? ¿Cómo pueden contar la misma historia sin variar el destino del protagonista que termina desmayándose del susto que le da la madre? ¿No se dan cuenta que Sara es un fantasma?
Se levantó y caminó de un lado a otro del contenedor con ganas de pellizcar a los X a ver si eso los hacía reaccionar. Primero golpeó con fuerza la pared del contenedor. Luego se acercó al X-700a y lo pellizcó pero no hubo ningún reflejo en el androide. Seguía impávido. Agarró el manual que estaba en un rincón del contenedor y pasó rápido las páginas. No había dirección de contacto. Y pensó que tampoco sabía dónde quedaba la sede de Riviera en el país. Desahuciado, levantó la vista y notó una anomalía en una de las Y. Era en la Y-700a. Le faltaba el dedo meñique. Del agujero que habían dejado al quitárselo salían unos cables finos azulados. Y, casi a la vez, le pareció oler a quemado. Miró al recuadro donde estaba emplazado el extractor de aire en el contenedor para confirmar que funcionaba. Distendió las fosas nasales para discernir qué era el olor a quemado. Cigarrillo. ¿Cómo no lo había notado antes? Ese olor rancio, que él amaba y odiaba a la vez. Negó con la cabeza, caminó despacio hacia la puerta del contenedor, la abrió, miró por sobre su hombro por última vez ese día a los X, salió, cerró la puerta, bajó la escalerilla y caminó lentamente hacia la puerta de salida del garaje. Abrió la puerta principal. La luz del sol lo cegó un momento. Luego vio a un corredor que cruzó su campo visual con su remera fluorescente. Pensó que no le agradaban mucho los corredores. Una vez uno se lo había llevado puesto en la plaza. Cruzó y vio que en la otra cuadra, cerca de la panadería estaba el vagabundo que veía siempre en la avenida. Le pareció raro que se hubiera trasladado. Seguía con la cabeza casi clavada en un cuaderno en el que escribía o eso parecía desde lejos. Se detuvo cuando notó que una silueta venía caminando por la altura en que estaba el vagabundo. La silueta aminoró el paso al ver que él la miraba. También se detuvo. Luego dio unos pasos rápidos hacia el vagabundo y se agachó. Gastón siguió cruzando y se quedó observando. La cuidadora de las Y en cuclillas hablaba con el vagabundo. Vio que le alargaba la mano para darle algo que había sacado del bolso que llevaba. Gastón pensó que, más allá de la irreverencia por fumar en el contenedor, su compañera de trabajo parecía preocuparse por los demás. Pero, ¿qué había hecho con la réplica Y-700a? Esperó hasta cerciorarse de que ella dejaba de hablar con el vagabundo y volvía sobre sus pasos hasta la parada de colectivo.
Esa noche, luego de hacer ejercicio y tomar su licuado de proteínas, mientras escuchaba música, Gastón pensó que no podía reprocharle mucho a la cuidadora, si es que lo había hecho ella y no se había metido al contenedor de alguna manera ese niño que no respetó las reglas de no usar drones, que le hubiera quitado un dedo a las Y. Viajar para hacer ese trabajo tan poco grato podía afectar a cualquiera. Pero también se dijo que no sabía nada del funcionamiento de las Y porque nunca las había observado fuera de reposo. ¿Y si realmente habían hecho algún avance con la historia que le habían cargado? Tal vez tuvieran una historia mucho más interesante. Sopesó también la posibilidad de que su compañera hubiera intentado cargar, como él al X, a la Y-700a y, sin querer, le hubiera roto el dedo. Llamaba la atención de que no había rastros del dedo en ningún lugar del contenedor. Se cansó de pensar del tema y siguió escuchando música, luego miró una película muda de Hitchcock y se dirigió al dormitorio.
por Adrián Gastón Fares.